LA TERTULIA DE GASTIZAR
EL mismo día en que Lacy, Campillo y Ochoa visitaban al coronel Malpica, estaban de tertulia, al anochecer, varias personas en el salón de Gastizar.
Una gran lámpara de aceite, con una pantalla verde, colgaba del centro de la habitación, difundía una luz fija y clara, y seis velas ardían en el piano sobre arandelas de cristal tallado.
El salón de Gastizar era grande y decorativo, con vigas en el techo, negras sobre fondo rojo; suelo de nogal, muy oscuro y lustroso, y las paredes tapizadas de terciopelo escarlata.
Este salón tenía dos balcones muy espaciados y una ventana, ocultos en aquel momento por cortinas espesas, enfrente de uno de los balcones había una gran chimenea, en cuyo hogar ardían unos gruesos troncos de roble.
Los muebles de este salón eran antiguos; arcas vascas talladas, espejos biselados, sillones estilo Luis XV. Un reloj alto, negro, de estos ingleses, de esfera de cobre, colocado entre los dos balcones, parecía presidir la sala.
En algunos marcos de espejos, cuadros, y en el respaldo de los sillones se veía esculpido y pintado un escudo con cuatro cuarteles: en los de arriba dos vacas rojas y un roble, y en el de abajo otras dos vacas rojas y una hidra de tres cabezas.
Este escudo era de la casa vasco-francesa de los Belsunce, familia ilustre en el país, que tenía en Mearin un antiguo castillo cubierto de hiedras.
Entre los Belsunce había habido un obispo de Marsella que se hizo célebre en la peste que desoló esta ciudad a principios del siglo un general que se distinguió en el sitio de Maestrich, y el mayor Belsunce, que en tiempo de la Revolución fue muerto en Caen por la plebe y luego destrozado y despedazado de una manera trágica, llegando una mujer a arrancarle el corazón y a comérselo.
Cuando Carlota Corday mató a Marat se aseguró por algunos que la heroica homicida había sido la novia del mayor Belsunce y que había querido vengarle.
Además de estos Belsunce conocidos en la historia, había otro personaje legendario del mismo apellido: Gastón de Belsunce, que a principios del siglo XV peleó con un monstruo que se escondía en una cueva de San Pedro de Irube y murió en la lucha después de matar a la fiera. De aquí procedía en el escudo de la familia la hidra de las tres cabezas.
Entre los vascos, en los que no ha habido nunca grandes propietarios ni aristocracia cortesana, la familia de Belsunce era la excepción por su riqueza.
La dueña de la casa de Gastizar era de la familia de Belsunce y tenía este apellido, del cual estaba orgullosa, así que le agradaba que le escribieran madame d’Aristy (neé Belsunce).
En la sala de Gastizar había en aquel momento varias personas; alrededor del velador del centro estaban tres señoras, madama de Aristy, su prima la vieja señorita de Belsunce y madama de Luxe, viuda de un coronel del Imperio.
Madama Aristy era una señora alta, de nariz corva y ojos claros, el pelo blanco. Madama de Aristy hacía media y tenía entre ella y el fuego un pequeño biombo, porque no le gustaba el calor de la lumbre.
A su lado leía un número de La Moda, la vieja señorita de Belsunce. La señorita de Belsunce estaba empeñada en parecer joven a fuerza de afeites, y su sistema pictórico daba a su rostro un aspecto lamentable.
Su única discreción era buscar los sitios que estuvieran a la sombra o en la penumbra, donde no se le pudiese ver a la luz plena.
A pesar de su manía de pintarse y de pintarse mal, que parecía denotar cierta falta de sentido, en otras cuestiones la señorita de Belsunce discurría con una gran claridad.
Esta vieja señorita era romántica, no del romanticismo entronizado por los escritores y poetas del año 1830, sino del anterior. Tenía una traducción del Ossian, que leía con tanto entusiasmo como Napoleón, tocaba el arpa y libaba el monarquismo y la melancolía en las obras llenas de catacumbas y de pompas fúnebres del vizconde de Chateaubriand.
La otra señora que estaba en el salón, madama Luxe, viuda de un coronel del Imperio, era una mujer rubia, corpulenta, de unos treinta y cinco a cuarenta años, de ojos claros, vestida de una manera vistosa.
Madama Luxe había sido poco feliz en su matrimonio y, como todavía se consideraba joven, esperaba casarse en segundas nupcias. Algunos pensaban que no le hubiera disgustado Miguel de Aristy como marido.
Al lado del piano había dos muchachas y un joven.
De ellas, la mayor era Alicia de Belsunce, la otra Fernanda Luxe. Alicia tendría unos dieciocho años, el pelo rubio y unos colores de manzana. Fernanda era pálida, morena y melancólica y estaba todavía de corto.
Alicia, en aquel momento sentada al piano, tocaba y cantaba, mientras un joven, Luis Darralde Mauleón, pasaba las hojas de la partitura del Barbero de Sevilla.
Al lado del fuego, dentro de la campana de la chimenea, se encontraba Miguel de Aristy, el hijo mayor de la casa, hundido en una butaca, el caballero de Larresore, anciano muy estirado y peripuesto, y el ex intendente Darracq, pariente del marido de madama Aristy.
Miguel y Larresore hablaban en aquel momento de don Valentín Malpica; Darracq escuchaba y arreglaba a cada paso el fuego con las tenazas.
—Es un hombre tosco, sin formas corteses —decía Larresore—; la primera vez que me vio me dijo: Nosotros los viejos…
—Ja…, ja… —rio Miguel—. La verdad es que no podrán ustedes hacer buenas migas los dos.
El señor Darracq rio también, aunque silenciosamente.
—Otro día —siguió diciendo Larresore— le vi llevando un haz de leña al hombro. Coronel, le dije: ¡Por Dios! Ya le enviaremos a usted un mozo para que le acarree la leña.
—¿Y qué le contestó a usted?
—Me dijo que el soldado debe bastarse a sí mismo.
—Sí, es una de sus grandes razones. Don Valentín es un buen hombre, sencillo y honrado. Es el militar sin cultura. Como fanático que es, ha exagerado los beneficios de la disciplina, y cree que el hombre debe ser una máquina que marche al paso. Para don Valentín las dos normas superiores de la vida son la disciplina y el honor. La disciplina tiene sus ordenanzas militares; respecto al honor, él supone que sus leyes son tan exactas como las de la gravedad. Yo no creo en nada de esto; pero reconozco que es un excelente corazón, franco y noble.
—Cierto, cierto —repuso Larresore—; pero es de una insociabilidad horrible. Estando en su compañía yo no puedo encontrar un motivo de conversación. Le pregunté una vez por su familia y sus antepasados, y me dijo que él no había conocido más que a su padre, y añadió que había encontrado en su casa un árbol genealógico en pergamino, pero que lo había echado al fuego, porque el soldado no debe de pensar en estas tonterías; para él todo lo que es lujoso es inútil. ¡Qué espíritu más lamentable!
—Sí, hay esa misma idea en todos estos militares españoles que andan por aquí. Son gentes sencillas.
—Es falta de civilización —exclamó Larresore—, poca sensibilidad. Y estos tres españoles que han estado a ver al coronel Malpica, ¿quiénes son? ¿Algunos revolucionarios?
—Sí.
—¿Y a qué han venido? ¿Quizá a proponerle que se una a ellos?
—Sí.
—¿Y él habrá aceptado?
—Seguramente.
—¿Es tan liberal?
—No, liberal no es; pero las circunstancias le han puesto más cerca del campo de los liberales, y con poco que halaguen su amor propio, irá.
—¿Tú conoces bien su historia, Miguel?
—Sí.
—¿Qué hay de cierto en eso que se ha dicho de que mató al amante de su mujer?
—Lo que hay de cierto es que tuvo un duelo con un amigo suyo y que le mató.
—¿Y no era el amante de su mujer?
—No, no. Parece que había otra mujer entre ellos.
En esto Alicia se levantó y, dirigiéndose a madama de Aristy, dijo:
—Tía, no tocaré más. Miguel y el caballero de Larresore están hablando entretenidos y no hacen caso de mi música.
—No, hija mía —dijo Larresore, siempre amable—, estábamos haciendo comentarios sobre tu música.
—¡Bah, bah!, no me engaña usted; siempre están ustedes hablando.
—Tienes razón, hija mía —saltó madama de Aristy con enfado—; yo no sé de qué hablan. Esta noche pasada —y se dirigió a madama Luxe— han estado los dos dale que dale hablando. ¡No se cansarán!, pensaba yo.
—Los hombres… —comenzó a decir madama Luxe, pero sin duda no se le ocurrió nada y se calló.
—Es que tienes un hijo muy inteligente, prima mía —repuso Larresore—, y a mí me gusta oír sus opiniones.
—Miguel es inteligente para todo, menos para mi música —saltó Alicia—. Ayer, que no estaba el señor de Larresore para hablar con él, se sentó en la butaca y se quedó dormido.
—No, no; estaba soñando.
—Ya, ya. Bueno, ¿y de qué estaban ustedes hablando? —dijo Alicia, tomando una silla pequeña y sentándose con los piececitos al fuego.
—Estábamos hablando de estos españoles que han venido al pueblo a visitar al suegro de mi hermano León —dijo Miguel.
—Los he visto —agregó Alicia—; uno de ellos un joven moreno con un aire muy enérgico. Muy buen tipo.
—A mí me ha parecido mejor el rubio —saltó Fernanda.
—Yo no les he encontrado nada de particular a ninguno de los dos —dijo el joven Larralde Mauleón, despechado.
—Ya tenemos la eterna discrepancia —exclamó Miguel con su seriedad burlona—. Alicia dice que el moreno, Fernanda que el rubio y el joven Larralde que ninguno de los dos. ¿Quién tiene razón?
—Déjese usted de bromas. ¿Quiénes son? —preguntó Alicia.
—El viejo es un guerrillero español…
—¿Y los jóvenes?
—El rubio es el hijo del general español Lacy, que fue fusilado en la isla de Mallorca por liberal. El otro es un muchacho que se llama Ochoa.
—¿Y qué venían a hacer aquí?
—Venían, sin duda, a invitar a este viejo coronel, suegro de mi hermano, a alguna empresa revolucionaria.
—Y ese Ochoa, ¿quién es? —dijo Alicia.
—No sé de él más que lo que tú sabes, que es un muchacho guapo y al parecer revolucionario, pero si te interesa tomaremos informes.
—Entonces tome usted también informes del rubio —dijo Fernanda.
—Vous êtes mon lion superbe et genereux —recitó Alicia con énfasis.
Esta frase de doña Sol de Hernani en aquel momento produjo marcada molestia en el joven Larralde-Mauleón, que se acercó a las señoras y se puso a hablar con ellas.
Poco después, madama de Luxe se levantó y se despidió de madama de Aristy y de la señorita de Belsunce, el joven Larralde-Mauleón saludó inclinándose ceremoniosamente y besó la mano a las señoras.
Madama de Aristy hizo sonar la campanilla y preguntó si estaba la cena, la criada que apareció en la puerta dijo que sí, y las tres señoras y los tres caballeros pasaron al comedor.
Después de cenar charlaron un rato, las señoras se retiraron, y Miguel y el caballero de Larresore volvieron a la chimenea al lado del fuego, apagaron la luz y estuvieron largo tiempo hablando.