IV

GASTIZAR Y CHIMISTA

SI van ustedes a Chimista —dijo Esteban el posadero a sus huéspedes—, irán ustedes mejor a pie que a caballo: al dejar la carretera el camino que hay que tomar estará húmedo y resbaladizo con la lluvia de esta noche.

—Nos vamos a poner perdidos —dijo Campillo.

—Si usted quiere ir a caballo —observó Ochoa—, nosotros le seguiremos a pie.

—No; iré también a pie.

—Yo les acompañaré hasta dejarles en el camino de Chimista —indicó Esteban. Los españoles, precedidos por Esteban, salieron de la posada y marcharon por la carretera. Al pasar por Gastizar, la casa de la misteriosa veleta, se detuvieron a contemplarla.

Era Gastizar un caserón grande colocado entre la carretera y el río, con las paredes de un color amarillento negruzco, las persianas verdes y el tejado de un tono rojo oscuro herrumbroso. Una de sus fachadas laterales tenía en un ángulo una ancha torre cuadrada, centinela en guardia que vigilaba la carretera.

En el país, Gastizar podía llamarse palacio. Eran sus paredes de mampostería y en las aristas de todo el edificio, como en las de la torre, ostentaba cintas de piedra rojiza tallada.

Las ventanas y balcones tenían grandes marcos de arenisca blanca.

Las persianas y puertas verdes estaban ya muy desteñidas; el alero, artesonado, de cerca de dos metros de saliente, se hallaba pintado de manera un tanto bárbara, con las zapatas que le sostenían azules y los entablamentos amarillos.

Un camino transversal que partía de la carretera pasaba por delante de Gastizar, cruzaba el río por un puente y seguía hacia Chimista. A este camino daba la fachada principal del palacio.

Tenía esta un jardín delante, circundado por una tapia baja, con dos grandes tilos y unos macizos de hierba.

Pasando la avenida se entraba por una portalada por encima de la cual avanzaba un gran balcón con los barrotes labrados y cuyo barandado estaba sujeto a la pared por arcos de hierro.

Enredándose en ellos se veía una glicina nudosa.

En el segundo piso había cinco balcones sin saliente, con los cristales pequeños y verdosos, y en medio del tejado, cortando el alero, una mansarda.

Los viajeros contemplaron un momento Gastizar.

Entre la casa y el río se extendía la huerta, orientada al Levante, con dalias, rosas de todos colores y crisantemos de la India, que hacía poco tiempo se habían introducido en el país y que en aquellos días de octubre estaban aún en todo su esplendor.

Gastizar ofrecía distinto aspecto según del lado desde donde se le mirase.

Por la fachada, orientada al Norte, tenía un aire sombrío; los musgos verdosos nacían entre sus piedras y los hierbajos crecían sobre la cornisa de los balcones y en el alero.

Los otros tres lados eran más sonrientes y alegres y estaban rodeados de jardines; la parte que daba a la carretera con su torrecilla cuadrada se perfilaba con cierto aire feudal. Esta torrecilla tenía dos miradores y un tejado plano, sobre el cual se erguía la misteriosa veleta de Gastizar con su dragón con la boca abierta, sujeto en un vástago de ocho o diez pies de alto terminado en un punta de lanza.

Esteban el posadero, que mostró a sus huéspedes Gastizar y sus curiosidades, dijo que algunos que se tenían por inteligentes aseguraban que esta veleta debió haber sido traída de otra parte, porque parecía del siglo XV y la construcción de la casa databa del siglo XVI. Esteban añadió que un viejo del pueblo aseguraba que esta veleta la había visto él en un torreón de Larresore antes de la época revolucionaria, y agregó que un señor condecorado que había estado en el pueblo dijo que antiguamente la importancia y nobleza de un castillo se podía medir por el número de veletas. Cuantas más tenía, más noble y más importante era. Durante mucho tiempo los plebeyos no podían tener estos pequeños aparatos sobre el tejado de sus casas, lo que a Esteban, que era un buen liberal, le parecía el colmo del abuso y una de las más abominables señales del despotismo del Antiguo Régimen.

Después de hacer gala de sus conocimientos, el posadero, indicando uno de los dos caminos en que se dividía el que iban siguiendo, dijo:

—Por ahí, en media hora estarán ustedes en Chimista.

Marcharon los viajeros adelante, preguntaron en dos caseríos, hasta detenerse en una casita pequeña y blanca que aparecía en medio de un robledal, rodeada de campos y a poca distancia del río. Era Chimista.

Tenía la casa que llevaba este nombre dos pisos con entramado de madera. Era del tipo clásico del país; el primer piso avanzaba un poco sobre el bajo, y el segundo sobre el primero. Se abrían a un lado dos ventanas góticas del gótico conopial y una puerta en arco apuntado.

La puerta estaba abierta. Entraron en el zaguán y llamaron dando palmadas. No apareció nadie.

—Ahí al lado había unas mujeres. Voy a preguntarles si hay alguien en la casa —dijo Ochoa.

Acababa de salir el muchacho navarro cuando se presentó en el portal una mujer joven con un niño en brazos.

—¿Está don Valentín Malpica? —preguntó Campillo en castellano.

—¡Mi padre!… Sí… —balbuceó la mujer—. ¿Qué le querían ustedes?

—Queríamos hablarle. Somos amigos suyos.

—Ah, entonces… pasen ustedes; está en la huerta.

Campillo y Lacy cruzaron el zaguán y un establo y salieron a la huerta.

Contemplando unos árboles frutales había dos hombres; un viejo canoso y un señor de unos cuarenta años, tipo entre ciudadano y campesino que llevaba una boina grande. Este señor era el mismo que habían visto en el zaguán de la fonda de la Veleta al llegar a Ustaritz en un tílburi.

Campillo se acercó al viejo.

—¡Malpica! —exclamó.

El viejo se volvió rápidamente y puso la mano derecha sobre los ojos como pantalla y preguntó en francés a su compañero:

—¿Quién es?

—No sé, no le conozco —dijo el de la boina.

—Soy Campillo, tu camarada. ¿No te acuerdas de mí?

Malpica se acercó al forastero y le estrechó la mano.

Era don Valentín Malpica un viejo derecho, con la cara sonrosada y los ojos grises. Tenía la tiesura y la rigidez de un militar.

—Venimos a hablarte —dijo Campillo—. Este muchacho que me acompaña es Eusebio de Lacy, hijo del general.

—¡Es el hijo de Lacy! Perdone usted joven que le abrace —Malpica le estrechó entre sus brazos—. Le conocí mucho a su padre de usted, y peleé con él —siguió diciendo—. Era un militar valiente y un liberal de verdad. Espérenme ustedes un momento. Les presentaré a ustedes… mi hija…, Miguel Aristy…, el coronel Campillo…, Lacy.

Se dieron la mano. Miguel Aristy era el señor de la boina grande que acompañaba a Malpica.

La hija del coronel invitó a sentarse a los forasteros en el jardín en un cenador cubierto de enredaderas, entre las que se destacaban clemátides blancas y azules, campanillas rojizas y rosas tardías.

Un niño de tres a cuatro años salió corriendo de la casa y se echó en brazos de la hija de Malpica.

—¿Es hijo de usted? —le preguntó Lacy señalando al niño.

—Sí.

—¡Qué guapo es!

—Lo que es, es muy desobediente.

—¡No! —dijo el chico levantando el dedo en el aire.

—Sí, sí. Su hermanita es mucho mejor que él.

—¿Vive usted todo el año aquí en el campo? —preguntó Lacy.

—Sí, todo el año, con mi padre y mi marido.

—¿Su marido de usted es este señor? —dijo indicando al de la boina.

—No, este señor es mi cuñado. Yo estoy casada con su hermano.

—¡Qué casa más simpática tiene usted! —exclamó Lacy—; aquí parece que debe ser muy fácil ser feliz.

—Yo creo que en todas partes se puede ser feliz si se contenta uno con poco.

—Sí, quizá sea cierto; pero eso no lo puede saber usted por experiencia.

—¿Por qué?

—Porque lo tiene usted todo: unos niños tan bonitos, su padre, el marido, el buen carácter…

—Usted también lo tendrá…

—Será difícil.

—¿No tiene usted familia?

—Sí, mi madre. Mi padre fue el general Lacy, fusilado en Mallorca por liberal.

—He oído hablar mucho de él.

—Mi padre estaba reñido con mi madre. Yo he sido educado en colegios, siempre separado de la familia.

—¡Qué pena!

—Sí, mi infancia ha sido bastante triste. Mi juventud tampoco es muy alegre. Estoy enfermo.

—Curará usted.

—No sé; ya veremos.

—Buenos señores —dijo Malpica acercándose al cenador—: puesto que tenemos que hablar de asuntos reservados, vamos a mi cuarto.

Campillo y Lacy se dispusieron a marcharse de la huerta y se despidieron del señor de la boina.

—Adiós, señor de Lacy —dijo la hija de Malpica dando la mano al joven—, y no arrastren ustedes a mi padre a ninguna empresa peligrosa.

Abandonaron los dos españoles la huerta y por la cuadra pasaron al zaguán, en donde vieron a Ochoa que hablaba en vascuence con unas muchachas que al oírle se reían a carcajadas.

Ochoa se unió con sus amigos y los tres subieron por una escalera al rellano del primer piso. Malpica, que les esperaba, les condujo a un cuartito pequeño empapelado, adornado con unas estampas de generales y de guerrilleros de la Independencia puestos en marcos en las paredes, una mesa, un estante con una docena de libros y dos sillones.

—Aquí que nadie nos oye —dijo Malpica dirigiéndose a Campillo—, puedes hablar a tus anchas.

Campillo, que no era hombre de buenas explicaderas, comenzó a embarullarse y a perderse en comentarios y en detalles, de tal modo, que dijo, dirigiéndose al joven Lacy:

—Hable usted, porque yo no sé explicarme rápidamente.

Eusebio Lacy tomó la palabra.

—Ya le ha indicado el coronel Campillo —dijo— que los liberales españoles han pensado hacer un intento serio para establecer la Constitución en España. Supongo que estará usted enterado de la marcha en general de este asunto.

—No, no lo estoy. Vivo aquí apartado y sin enterarme de nada.

—Entonces, haré un resumen de lo que ocurre: Después de la Revolución de julio, de París, todos los caudillos españoles liberales se han reunido para hacer un intento en la frontera. El gobierno francés favorece la empresa y el mismo Luis Felipe ha dado dinero para ella. Entre los jefes están Mina, Gurrea, Chapalangarra, Méndez Vigo, Jáuregui, López, Baños, San Miguel, Milans del Bosch, Valdés… En fin, todos.

—Los conozco —dijo Malpica—. A unos personalmente, a otros de nombre.

—Por desgracia —añadió Lacy—, hay diferencias entre los nuestros, y se han formado varios bandos, capitaneados por Mina, Valdés, Chapalangarra, Méndez Vigo y Gurrea.

—¡Mal negocio!

—Sí, es defecto de nosotros los españoles; pero, en fin, yo creo que las diferencias se borrarán con el éxito.

—Es de esperar.

—Pues bien; en esto, nuestro amigo el coronel Campillo, que es uno de los jefes de la fuerza constitucional, supo por conducto de algunos agentes liberales que su compañero don Valentín Malpica vivía ignorado en Ustaritz. El coronel Campillo puso la noticia en conocimiento de la Junta, y la Junta, comprendiendo la importancia que tendría su valioso concurso, nos designó a nosotros tres para visitarle a usted y para proponerle tomar parte en la expedición militar que vamos a hacer sobre la frontera española. Este es nuestro objeto al visitarle.

—Le he oído a usted atentamente, señor de Lacy —contestó Malpica—; me honra mucho que se hayan acordado de mí y estoy dispuesto a dar mi vida por la libertad y por la patria. No tengo más que decir con relación a este punto; estaré allí donde me manden; en el sitio del peligro.

—Lo esperábamos de usted —dijo Lacy.

—Gracias. Ahora sí, tengo que advertir que soy el coronel más viejo de mi cuerpo y que no aceptaría un destino subalterno.

—Ni nosotros hemos pensado en tal cosa —repuso Lacy.

Campillo replicó con disimulada acritud que él, como todos, ocuparía el lugar que le correspondiera en la escala según su antigüedad y, como todos, ascendería un grado en el caso de triunfar. Puestos de acuerdo en este punto, Campillo dijo que avisaría a Malpica cuándo debía presentarse en Bayona.

Terminada la conferencia, los tres viajeros bajaron al portal y se despidieron de Malpica. Ya iban a salir cuando se presentó la hija del coronel con sus dos niños. Lacy le dio la mano y ella murmuró en voz baja:

—Dios quiera que no me traigan ustedes alguna desgracia.

—Por Dios, señora… no… —balbuceó Lacy.

Unas horas después, los tres viajeros llegaban a la Veleta de Ustaritz, almorzaban, montaban a caballo y se dirigían al trote largo camino de Bayona.