III

UNA SOMBRA DE OTRA ÉPOCA

AL proyectarse la boda de Sampau con Margarita se pensó en comunicárselo a las respectivas familias y a los amigos.

Margarita, por lo que dijo, estaba reñida con sus tíos; sus hermanos, que vivían en Jersey, eran pequeños, y únicamente tenía la abuela paterna en un pueblecito cerca de París. Esta señora se titulaba la condesa de Tilly. Margarita le dio parte de su boda suponiendo que ya estaba bastante vieja y que no vendría; pero un día le avisaron que fuera a la posada de la Veleta porque acababa de llegar su abuela. Efectivamente, esta señora bajó de la diligencia en compañía de una criada vieja con una cofia blanca.

La condesa de Tilly era una señora pequeña de estatura, sonrosada, con el pelo blanco y los ojos muy azules, que debía haber sido muy bonita.

La condesa se quejó a su nieta de las pocas comodidades de la posada.

Margarita quiso llevarla a Chimista; pero la abuela se opuso a ir a una casa de campo lejana.

Miguel Aristy supo la perplejidad en que se encontraba Margarita, y ofreció una habitación en Gastizar para la anciana señora.

—Que venga a casa —dijo—; la trataremos lo mejor que podamos.

—¡Oh, muchas gracias!… No sé si ella querrá.

—Se lo propondremos.

Aristy fue a visitar a la condesa y quedaron los dos muy amigos. La abuela coqueteó con Miguel como si tuviera veinte años.

Miguel se mostró con ella galante y un poco libertino. Fingió, sin esfuerzo, que era de la misma edad que la condesa, lo que a ella le divirtió muchísimo.

Después de un largo rato de conversación se decidió que la anciana señora y su criada marcharan inmediatamente a Gastizar. La condesa se instaló sin escrúpulos ni ceremonias.

Tenía una gracia para aceptar completamente del antiguo régimen.

La criada de la condesa era el polo contrario de su ama. Era difícil encontrar una vieja más agria, más malhumorada, más suspicaz, más tacaña que la de la cofia blanca. Al día siguiente de llegar, todos los criados de Gastizar la odiaban fervorosamente. A pesar de esto, ella les dominaba porque era astuta y sagaz.

Madama de Aristy y las señoritas de Belsunce quedaron entusiasmadas con la condesa. El caballero de Larresore le dedicó unas sonrisas y unas galanterías del más auténtico Versalles.

—Condesa —le decía el caballero de Larresore con un aire inspirado y sentimental—; ¡en qué época nos encontramos! Nosotros, que hemos conocido a María Antonieta en Versalles.

—Yo no, yo no —decía la condesa—, yo no soy tan vieja; entonces era muy pequeña. Yo recuerdo que me puse de largo cuando guillotinaron a Luis XVI.

—Y lo sentiría usted, condesa, como algo atroz.

—Sí; pero teníamos otras muchas cosas en que pensar.

La vieja señora no tenía ninguna simpatía por el caballero de Larresore, porque este siempre le estaba hablando, según ella, de su edad.

—No sé para qué me recuerda este caballero tiempos pasados —decía la condesa—. Es una impertinencia. Otros también tienen años.

Miguel le daba la razón, y le decía:

—Usted siempre parecerá joven, condesa.

Y ella al oírle sonreía entre burlona y satisfecha.

La condesa había llevado una vida accidentada; había conocido el tiempo de Luis XVI y los horrores de la Revolución, el Directorio, el Imperio y la Restauración. Al parecer había sido una mujer muy solicitada por los hombres, y le quedaba la facultad de seducir a la gente sin proponérselo.

A Miguel Aristy le tomó como confidente y le contaba su vida y hasta sus amores.

—Pensar que me han perseguido Mirabeau, Barras, Talleyrand. ¡Uf! ¡Qué cosas ha visto una! ¡Qué horrores! ¡Qué disparates!

Y unía las manos y cerraba los ojos como si sintiera el vértigo con los recuerdos.

Otras veces preguntaba:

—¿Quién fue el que decretó el culto del Ser Supremo? ¿Napoleón? No. Fue el señor de Robespierre. ¿Verdad? Sí, fue el señor de Robespierre. Recuerdo que aquel día tuvimos que vender un traje mío y otro de mi madre para comer. Esto fue cuando la batalla de Waterloo. No… Después… No, no.

La condesa de Tilly no era capaz de detenerse en una cosa o en una idea.

—Perdonadme si digo alguna vez tonterías —decía—. ¡La vida me parece tan larga! Estoy deseando morir. ¿Usted cree que habrá alma, Miguel?

—Sí; supongo que sí.

—¿Pero alma inmortal?

—No sé, eso no sé; ni creo que lo sepa con certeza nadie.

—Sabe usted que yo he sido atea en otra época y que leí libros de Voltaire y de Holbach. ¡Qué horror, verdad!

—Sí, un completo horror.

—Ahora soy completamente creyente, como un niño. ¿Habrá cielo, Miguel? ¿Eh? ¡Si no, qué vamos a hacer en la tierra, en un sitio tan frío, tan húmedo!

—No sé qué podremos hacer. La tierra es cosa poco cómoda, indudablemente.

Margarita iba con frecuencia a Gastizar y trataba a su abuela como a una niña; le acostaba y le reñía.

Se fijó el día de la boda de Margarita para mayo. La ceremonia se verificó con gran rumbo. La condesa de Tilly se presentó ante el altar vestida de color de rosa y llena de joyas, y estaba tan bien con sus cabellos blancos y sus ojos azules, que produjo el entusiasmo de todos.

Al salir de la iglesia había dos coches en la carretera; en uno entraron Sampau y Margarita, en el otro, la condesa de Tilly con su criada vieja de cofia blanca.

Larresore y Miguel besaron la mano de la condesa.

—¡Qué lástima que sea tan vieja, Miguel! —exclamó ella, con los ojos azules llenos de lágrimas.

—Siempre será usted encantadora —contestó él, besándole la mano.

Y los dos coches tomaron el camino de Bayona, llevando uno la juventud y el amor, el otro la vejez y los desengaños.