V

EL PRÍNCIPE QUIROMÁNTICO

DOS o tres comisionistas solían presentarse en Ustaritz todos los meses. Recorrían los principales comercios y hacían una parada larga en el Bazar de París, que era el principal establecimiento de la villa.

Uno de los más asiduos de estos viajeros era el señor Pardies d’Espelunque, accionista y dependiente de un almacén de Burdeos.

Monsieur Pardies d’Espelunques era un señor de más de cuarenta años, fuerte, rechoncho, moreno, de bigote largo, negro y engomado. Pardies era gascón, pasaba por ser de origen español y sus íntimos no le llamaban Joseph sino Pepito, que ellos decían Pepitó.

Pardies tenía la cabeza grande con la melena negra y encrespada y la cara mefistofélica. A pesar de la hermosa cabellera que lucía mientras iba cubierto, en lo alto del cráneo estaba calvo, y para disimular su calvicie tenía el sistema de llevar los pelos de un parietal a otro, así que su cabeza mirada a vista de pájaro tenía un enrejado que parecía un dibujo topográfico hecho con tiralíneas.

Pardies d’Espelunques era un hombre hablador, turbulento y exasperado, cínico y burlón. Solía vender sus géneros mareando a los compradores con su verbosidad.

Pardies era elocuente, revolucionario, dantoniano, y pronunciaba las erres a la española. Su exclamación favorita era decir: Pardies! —y luego añadía—: Así me llamo.

Un día Pardies se presentó en Ustaritz con un señor de pobre aspecto. Aquel señor podía ser todo menos comisionista. El comisionista en algunos pueblos es el representante más brillante de la civilización y de la elegancia. Aquel señor, a pesar de su aspecto, era comisionista.

Vendía medallas, rosarios, escapularios y otras chucherías místico-religiosas bendecidas por el Papa y traídas de Jerusalén. Pardies llevó a su compañero a los distintos comercios del pueblo y estuvo un momento con él en el Bazar de París.

La Diosa Razón del Bazar, como sus nietas, recibían siempre muy amablemente a Pardies y reían sus gracias.

—¿Cómo se llama su compañero de usted?, preguntó Martina, una de las señoritas de La Bastide, a Pardies.

—Se va usted a reír —dijo el comisionista.

—¿Por qué? ¿Es un nombre tan raro?

—Es un nombre raro para él. Se llama Rohan. Luis de Rohan. Es descendiente del príncipe de Rohan.

—¿De verdad? —preguntó, extrañada, Simona.

—Sí, sí.

El señor de Rohan era alto, cano, afeitado, muy humilde, muy místico. Tendría unos cincuenta años, el pelo blanco, la cara roja, con un sarpullido blanquecino. Solía andar con un gabancito raído, una bufanda de lana y un sombrero de copa, metido hasta las orejas. Cuando marchaba de prisa, cortando el viento con su nariz afilada y roja y sus brazos largos, cojeando un poco, parecía un galgo a quien le hubiesen pegado una pedrada en una pata.

Simona dijo que debía llevarle a Rohan a la tertulia del Bazar, y Pardies prometió ir con él al anochecer.

Efectivamente, después de cenar en la Veleta fueron los dos al Bazar de París. Rohan habló con una gran unción y con un acento francés muy puro. Cuando su amigo Pardies cometía alguna falta gramatical le corregía sonriendo.

—¡La gramática! ¡Bastante me importa a mí la gramática! —dijo Pardies—. Todo eso no es más que reaccionarismo. ¡Si viniera la nuestra! Lo primero que haría es pedir la cabeza de todos los gramáticos de Francia. Ya lo creo. Pardies! No asustarse, señoras. Así me llamo.

—No le hagan ustedes caso —replicó riendo Rohan y dirigiéndose a Simona y a las señoritas de La Bastide—. Es un embustero.

—Yo, embustero. Y la cabeza de usted pediría también, señor Rohan.

—Me haría usted un favor —replicó Rohan frotándose las manos con su aire meloso y llorón—. ¡La vida! ¡Pche! Para mí no tiene valor. Tengo fe.

—¡Bah! ¡Bah! Usted es un impositor príncipe. Todos esos escapularios y medallitas los fabrica usted en su casa y ni han estado en Jerusalén ni mucho menos. La impostura le viene a usted de familia.

—¡Qué bárbaro! —exclamó Rohan sonriendo y corrigiendo con su sonrisa amable el dicterio.

—Sí, bárbaro porque uno dice la verdad. En cambio yo tengo sangre de jacobino. Pardies! Así me llamo. ¿Usted sabe cómo me confirmé yo, señor de Rohan?

—No, ¿cómo quiere usted que yo sepa eso, mi querido amigo?

—Pues cuando yo era chico mi padre era del Comité de Salvación Pública de Bayona nombrado por Monestier del Puy-de-Donce. Un día mi padre me dijo: Vamos a comer con el ciudadano Monestier. El ciudadano Monestier era un ci devant cura. Entramos en su casa y fuimos al comedor. En la mesa en vez de manteles había paños de los altares y las copas eran cálices.

—¿Qué harías tú, pequeño ciudadano —me preguntó Monestier—, si yo te dijera que este vino es sangre de aristócratas? Lo bebería —contesté yo—. ¡Ya lo creo! Pardies! No asustarse, señoritas. Es mi nombre.

—¡Qué farsante! —exclamó riendo Rohan.

La Diosa Razón del Bazar de París sacó una tabaquera y ofreció un polvo de rapé al príncipe. Los dos se atiborraron las narices de tabaco y estornudaron con gran satisfacción. Simona, a quien no divertían las frases de Pardies tanto como a las señoritas de La Bastide, se puso a hablar con Rohan.

El príncipe era un hombre un tanto misterioso, creía o aparentaba creer en sortilegios, en hechicerías y en amuletos.

Simona era también supersticiosa y se dejó llevar por el camino a que le arrastraba Rohan.

—¿Podría usted averiguar mi sino? —le preguntó ella.

—Sí.

—¿Y decirme después qué tengo que hacer para corregirlo?

—También.

—¿Por las líneas de la mano?

—Sí, por las líneas de la mano.

—¿Ahora mismo?

—Será mejor mañana —contestó Rohan con su acento llorón—, tengo que recogerme mucho, concentrar mi atención y convendría que estuviéramos solos.

—Bueno, venga usted mañana por la tarde a mi cuarto.

Al día siguiente el príncipe se presentó en la habitación de Simona con dos libros debajo del brazo. Uno era las Disquisiciones de magia del padre Martín del Río, y el otro el tratado de Arte magnética del padre Kircher.

El príncipe dejó los libros en un velador y se sentó frente a Simona con el sombrero de copa sobre las rodillas. Hablaron la aventurera y el príncipe largo rato, él siempre muy humilde, muy quejumbroso y con gran unción.

—¿Quiere usted que empecemos? —preguntó Simona.

—Lo que a usted le parezca.

Simona mostró su mano. El señor de Rohan sacó unas grandes antiparras, se las colocó gravemente, cogió la mano y la estudió con meticulosidad abriendo y cerrando los dedos.

—¿Qué le dice a usted mi mano? —preguntó Simona.

—¡Oh, dice tanto! —exclamó Rohan con un aire elegíaco y al mismo tiempo de inspirado—. Aquí se ve todo su pasado. En su comienzo su vida es difícil. Venus y Mercurio la presiden. No tiene usted cuidados paternos.

—Sí, soy hija natural —dijo Simona—, no he conocido a mi padre.

La mano lo dice —replicó el príncipe—. Y sin embargo usted es de raza aristocrática. Quizás su madre era una mujer del pueblo, pero su padre era un gran señor. En su infancia hay abandono, miserias, enfermedades. En los primeros años de su juventud hay un disgusto grande… una fuga de casa… después viajes por el extranjero, amores… vigilancia… una amistad con una mujer rubia.

—Cierto, todo eso es cierto —murmuró Simona—. ¿Y ahora?

—¿Ya quiere usted pasar al presente? ¿No quiere usted saber siquiera lo que me dice la mano de usted de su temperamento?

—Sí, sí.

—Es usted tímida y atrevida, sensible y dura, de pasiones fogosas y al mismo tiempo sencilla y humilde. No le han querido a usted nunca como usted ha querido.

—Es cierto, es cierto.

—Está usted hoy en un momento de crisis; hay un hombre rubio que la quiere y dos mujeres que la odian, una ya vieja y la otra joven… extranjera. En este momento está usted en lucha con ellas. Las dos intentarán perseguirla y humillarla, pero usted podrá librarse de su presencia.

—¿Cómo? —exclamó Simona.

—La manera más segura sería hacer un largo viaje.

—No, no, no quiero eso. ¿No hay otra solución?

—Veré.

Rohan tomó el libro del padre Kircher, lo abrió, leyó enfáticamente trozos en latín hasta que se detuvo en un párrafo marcándolo con el dedo.

—Será conveniente que se quite usted todas las alhajas que lleva y no use usted de hoy en adelante más que una mano de coral y un rubí en el dedo del corazón.

—¿Y venceré al fin a mis enemigas?

—Sí. El agua acabará con una de ellas y el fuego con la otra.

Simona preguntó al príncipe lo que le debía.

—Lo que usted quiera —contestó el señor de Rohan volviendo de pronto a su aspecto humilde y a su aire quejumbroso.

Simona alargó un luis que el príncipe lo cogió con cuidado y se lo metió en el bolsillo. Después el hombre largo tomó sus libros debajo del brazo y se retiró haciendo una reverencia. Al llegar a la calle en su boca había un rictus irónico y en sus ojos una gran alegría que se tradujo ostensiblemente en que de pronto el mago se frotó las manos con gran satisfacción.

Simona se puso a pensar acerca de lo que le había dicho el príncipe quiromántico y quedó convencida de que era verdad. Ella era atrevida y tímida, humilde y orgullosa, dura y de corazón blando, ¿quién no se cree un producto excepcional y extraordinario de la naturaleza con todas las más nobles facultades y todas las más extrañas contradicciones? El príncipe quiromántico le había dicho la verdad. Nadie le había querido, existían dos mujeres que la odiaban. Todo esto le pareció axiomático.

Las palabras del misterioso Rohan fueron produciendo en ella una gran agitación y llegaron a traducirse en hechos.