II

EL VERANILLO DE SAN MARTÍN

LACY se había curado de la dislocación del pie, pero la estancia en la cama le había debilitado y agravado su enfermedad crónica del pecho. Por lo que decía el doctor Elissalde, el mejor médico de Ustaritz, tenía ya muy pocas probabilidades de curarse. Habían mandado venir a un especialista de Bayona en consulta, y los dos doctores, después de auscultar y percutir al enfermo, habían asegurado que sólo una casualidad podría salvarlo.

—Lo más tarde en la primavera, cuando la hoja de la higuera tenga el tamaño del ala del murciélago, como dice el padre Hipócrates, morirá —dijo el doctor Elissalde, sonriendo.

El doctor era de estos hombres pulidos y emperifollados y un tanto empalagoso. Los ¡Oh! ¡Oh!, los ¡Ah! ¡Ah!, los Tiens! Tiens!, y las frases más almibaradas estaban siempre en sus labios. Tenía una sonrisa de satisfacción para todo. Cuando a Miguel le decía que su amigo Lacy estaba desahuciado, lo decía de una manera tan jovial, tan alegre, que indignaba a Aristy.

Aristy había tomado afecto a Lacy y hubiese querido saber un medio de posible curación para emplearlo.

El doctor Elissalde aseguraba que era imposible. Lo único que se podría conseguir era que el pobre muchacho tirara un poco más.

—Lo más tarde en la primavera, cuando la hoja de la higuera tenga el tamaño del ala del murciélago… —repetía el doctor sonriendo.

El tiempo que hacía invitaba a salir de casa y a pasear. Después de las grandes lluvias otoñales había comenzado el veranillo de San Martín, que parecía un verano de verdad.

—Hay que aprovechar el buen tiempo —decía Miguel a Lacy—; hay que tomar el sol. Esta es la mejor época en nuestro país…

Y era cierto. El otoño es, sin duda, la estación más agradable en el país vasco. El campo, que en verano tiene un manto verde, uniforme, adquiere en otoño una variedad extraordinaria de colores; la hierba, los helechos rojizos, los árboles con hojas amarillas, todo toma unos tonos fogosos, ardientes. Hay además en el país vasco francés una serenidad, un reposo, que no hay en el español; el paisaje es más abierto, más tranquilo, más soleado, las gentes son más dulces, las campanas que tocan las oraciones desde lo alto de las torres son más melancólicas y menos imperiosas, más sentimentales y menos dogmáticas.

Lacy disfrutaba de esta calma, de esta serenidad.

Por la mañana al levantarse veía desde la ventana la niebla inmóvil que llenaba el valle de Ustaritz, las casas musgosas que echaban humo por las chimeneas y escuchaba las campanas que retumbaban sonoras y acompasadas en el aire silencioso. Luego, a medida que se levantaba el sol, la bruma se deshacía en jirones y se desvanecía dejando el cielo azul. Por la tarde el calor apretaba y al anochecer comenzaba el frío y venían las nieblas en pelotones blancos rasando el suelo y la superficie de los arroyos a apoderarse de los bosques y de los barrancos.

Miguel Aristy solía llevar a Lacy a pasear en su cochecito al sol, a los montes inmediatos.

Los árboles estaban amarillentos y rojizos, las hojas secas jugueteaban por los senderos.

Miguel tenía que quedarse muchas veces en su casa.

Era época de grades preparativos en el campo. Aristy dirigía las labores de abonar las tierras, de podar los árboles y hacía grandes hogueras con los hierbajos arrancados, a los que pegaba fuego al anochecer.

Lacy, con esta atención de los enfermos, lo contemplaba todo con una gran curiosidad. Parecía que quería fijar en la retina por última vez las cosas del mundo.

Lacy no se alarmaba pensando en su porvenir. Se creía muy grave, y, sin embargo, hacía proyectos.

Lacy tenía una gran preocupación por Dolores Malpica; sentía por ella un entusiasmo muy próximo al amor.

Hablaba constantemente de ella y de todo cuanto tuviera relación con ella. A Miguel le hubiese molestado, quizás en otro, este entusiasmo por la mujer de su hermano; pero en Lacy no le molestaba.

El enfermo alternaba con este tema de conversación, los recuerdos de la última etapa de la fuga por los montes de Vera.

Le preocupaba el pensar qué habrían hecho del cadáver de su amigo Ochoa. La idea que se lo hubiesen comido los perros o los cuervos le trastornaba.

También le mortificaba la actitud del Inglesito, que le había salvado y había desaparecido sin dejarle ni siquiera su nombre.

¿Es que le despreciaría aquel inglés? ¿Es que quizás pensaba que no le iban a saber agradecer su heroísmo?

La idea de no poder expresarle su gratitud le entristecía.

Lacy paseaba durante las horas de sol por el campo y por la huerta de Gastizar. Subía con Miguel a un manzanal en un alto, y se sentaba sobre algún montón de hierba seca.

Desde allá, la antigua casa solariega parecía rejuvenecerse, galvanizarse por arte mágica, cuando le daban los rayos del sol. Las viejas piedras de Gastizar se doraban, las vidrieras centelleaban y lanzaban dardos, el dragón de la veleta se agitaba en el aire azul…

Al caer de la tarde el caserón parecía desde arriba un inmenso dado de oro; luego al inclinarse más los rayos solares, adquiría un tono de púrpura y parecía algo irreal y fantástico… De pronto el sol se ponía detrás de un robledal, y en un instante desaparecía la llamarada; la casa entonces era como un cadáver electrizado a quien se le acababa la corriente y quedaba en seguida tenebrosa, siniestra… Al momento en el valle todo era oscuridad, frialdad, melancolía.

Lacy suspiraba y volvía a Gastizar.

Casi constantemente estaba con los Aristy.

Acompañaba a Miguel y miraba cómo disponía este las labores campestres; solía ir con frecuencia a la biblioteca en donde Darracq le mostraba sus libros y las mil cosas recogidas en sus viajes.

Darracq había domesticado a los gorriones, que entraban en la biblioteca y se acercaban a comer a su mano, Lacy se divertía dando a los pájaros migas de pan.

Las señoras de Gastizar tenían también grandes atenciones para Lacy. Le guardaban el mejor sitio delante de la chimenea, le hacían postres delicados y le traían flores.

En la sala de Gastizar había siempre por aquella época jarrones con inmensos ramos de crisantemos. Era uno de los lujos que madama de Aristy gustaba tener en su casa.

Mezclados con los crisantemos, madama de Aristy ponía matas de heliotropo que perfumaban la estancia.

Muchas noches Alicia y Miguel tocaban alguna sonata, de violín y piano, de Beethoven, y se le veía a Lacy escuchar muy conmovido con la cara llena de lágrimas.