XI

FIN DEL DIARIO DE LACY

28 octubre. En Frixu-baita: Urruña.

Ya ha terminado nuestra empresa guerrera. Estoy ahora en la cama; la excitación no me deja dormir. Voy a continuar mi diario. A la salida de Achulecheco-borda, Ochoa, el Inglesito y yo tomamos posiciones con nuestra gente y las defendimos el tiempo necesario. Tuvimos un muerto, que abandonamos, y nos retiramos en formación sin dispersarnos.

Marchábamos todos con un orden verdaderamente admirable, cuando cerca de una cantera, a un cuarto de hora lo más de la raya de Francia, por un camino que sube de un barranco, apareció a nuestra retaguardia la cabeza de una columna de doscientos hombres pertenecientes al regimiento de Mallorca.

Por fortuna el camino era estrecho y los realistas venían en grupos poco compactos.

—¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Mueran los masones! —gritaron ellos con entusiasmo al ver que rodeaban parte de nuestra gente.

Valdés, que venía muy atrás, estuvo a punto de quedar copado con cuarenta o cincuenta hombres que le rodeaban, cuando el coronel don Francisco Cía y Azanza, que llevaba a sus órdenes diez y seis lanceros de la columna de Butrón, algunos oficiales de la Compañía Sagrada y dos o tres paisanos, entre ellos don José María Trueba, en total unos veinticinco jinetes, dio la orden de cargar.

El terreno era malo, lleno de sinuosidades, de agujeros, de matorrales altos y espesos y de troncos de árboles tendidos en la tierra.

El pelotón de caballería se lanzó contra los grupos del regimiento de Mallorca, que lo recibieron con una descarga cerrada casi a quemarropa. Cuatro jinetes cayeron muertos del caballo, entre ellos el ayudante de Caballería don Mariano Amorós.

Pasado un momento de vacilación, los jinetes cargaron de nuevo.

—Libertad o muerte. ¡Viva la libertad!

Los sables brillaban como rayos, pinchando, golpeando y rajando. Ochoa, Malpica y el Inglesito con veinte hombres se metieron por entre los helechos y atacaron a los realistas del regimiento de Mallorca a la bayoneta, por el flanco y por la espalda.

Los realistas tuvieron que huir a la desbandada.

Las dos cargas nuestras hicieron que quedasen prisioneros diez soldados realistas, dos oficiales, los hacheros y la banda de tambores.

Valdés decidió quitar las armas a los enemigos y dejarles volver a sus banderas.

Ochoa, satisfecho, se pavoneaba y había adquirido tal confianza, que se creía invulnerable.

Subía a los altos para ver el avance de los realistas y permanecía quieto desafiando sus balas mirando con sus gemelos.

Al comenzar la tarde aparecieron en las cimas nuevos batallones, entre ellos uno de la Guardia Real que parecía querer cortarnos la entrada en Francia.

En este momento vi a Ochoa subido sobre unas peñas, tan cerca del enemigo, que quedé aterrado.

—Baja de ahí —le grité.

—¡Ca! —exclamó él—. No saben tirar.

—Loca criatura —murmuró el Inglesito.

—¡Baja! —volví a gritar yo.

—Si no saben apuntar.

Acababa de decir esto, cuando una bala le dio en la cabeza y cayó rodando por entre las peñas.

Nos acercamos a él. Estaba muerto. Tenía la cabeza abierta. Era un horror. Quise ver si respiraba, pero el Inglesito me agarró del brazo y me impulsó a seguir.

—No hay nada que hacer con él —me dijo—. Vamos.

—Sálvese usted —le dije yo—. Yo no puedo correr más… no puedo…

—Un esfuerzo…; ya nos falta poco. Apóyese usted en mí.

Iba corriendo, cuando metí un pie entre unas matas y caí de bruces. Cuando quise levantarme sentí que tenía el pie dislocado y que me era imposible andar.

—Yo no puedo más —exclamé—. Escápese usted.

El Inglesito me cogió por la cintura, me echó al hombro y siguió marchando. Yo iba llevado como por el viento.

Al tocar el territorio francés, el Inglesito vio que tenía que apresurarse si no quería quedar prisionero. Corrió llevándome a mí al hombro, saltando obstáculos por encima de las piedras y de los helechos.

Tras de esta carrera desenfrenada llegó el camino real, entró en un caserío de la carretera, cerca de Urruña, en donde salió una mujer apurada y me dejó tendido en un montón de helechos.

—Quédese usted aquí —me dijo.

—¿Y usted?

—Yo me voy —exclamó—. No quiero que me cojan los franceses —y sin más palabras desapareció.

Yo hubiese querido darle las gracias, decirle que si me necesitaba estaba dispuesto a pagarle su servicio; pero no tuve tiempo… Me incorporé sobre los helechos, me quité la bota del pie dislocado, que me dolía mucho, cortando los cordones y esperé con resignación.

Sonaban todavía tiros, cosa que no me explicaba yo estando, como estábamos, en territorio francés.

La mujer del caserío, que parecía más tranquila, me dijo que algunos de mis compañeros, muertos de fatiga y confiando en que estaban ya en Francia, se habían echado en el suelo a descansar. Su confianza les perdió, porque fueron fusilados por los realistas.

Añadió que la persecución en territorio francés duraba; pero que en aquel momento la Guardia Nacional de Urruña y un pelotón del 63 regimiento de línea había intimado la detención a los realistas y la rendición y la entrega de almas a los liberales.

Llevaba una hora en el caserío, cuando aparecieron Alí y el tío Juan. Este venía desencajado apoyado en el otro, sin poder respirar.

—¿Está usted herido? —le pregunté.

—No; el pecho, la fatiga… Me muero.

Se tendió en el montón de helechos en donde yo estaba, tenía una disnea que no le dejaba alentar.

En esto Alí me dijo que Aviraneta y Miguel Aristy se hallaban en un cochecito a la puerta. Era cierto.

—Suba usted —dijo Aristy.

—Aquí hay otro amigo —exclamé.

—¿Un español? —preguntó Aristy.

—No; es el guardabosque de Ustaritz.

Aviraneta y Miguel me ayudaron a subir a mí y después al tío Juan.

Nos acomodamos los tres, y al comenzar a marchar hacia el pueblo tropezamos con Malpica, que venía cojeando, sucio, harapiento.

—Suba usted —dijo Aristy—. Nosotros iremos a pie.

Aristy nos dirigió a esta casa de Urruña, llamada Frixu-baita, donde había alquilado dos cuartos pensando que vendríamos nosotros.

Ahora estoy en la cama, febril y sin poder dormir. Aviraneta nos va a traer un médico.