POR LA TARDE
Caserío Achulecheco-borda.
Estoy en este caserío descansando un momento. Por ahora, para la pequeñez de nuestra fuerza se va verificando la retirada con algún orden.
A las diez en punto de la mañana ha comenzado el ataque a Vera. El primer empuje ha sido violento, tanto que nos ha hecho creer que los realistas tomaban el pueblo al asalto.
Ha habido que batirse a la bayoneta, a la entrada de las dos calles en cuesta que suben a la plaza.
Los nuestros no cejaban, y los jefes iban de aquí para allá, a los sitios de peligro, animando a la gente. Leguía no era un hombre, sino un terremoto; se agitaba, vociferaba, salía a las ventanas a insultar al enemigo. Hace un momento les gritaba:
—Yo soy don Fermín Leguía, hijo de este pueblo.
Y los realistas le decían:
—Te conocemos. ¡Vendido! ¡Judío! ¡Traidor!
—¡Sois unos canallas! —vociferaba él, y disparaba su fusil.
En vista del número de enemigos y de su empuje, Butrón, López Baños y Valdés deciden la retirada.
Algunos oficiales han recorrido el camino que va a Francia, por encima del pueblo, y salen grupos a guardarlo.
Los oficiales, como los soldados, sabemos que no hay cuartel y que nuestro único recurso es la retirada, y la retirada lenta con serenidad y orden.
Los tres jefes principales son, además de valientes y de serenos, hombres de arranque.
Valdés tiene ante el enemigo una actitud soberbia y orgullosa; Butrón es animador y tranquilo; López Baños, pequeño, calvo, con una cara arrugada y agria, de vieja, parece que quiere demostrar que no es más peligroso recibir las balas que la lluvia.
Mientras se pelea en las calles de Vera, Valdés con las fuerzas que más han luchado en el puente sube a los altos que dominan el pueblo y toma posiciones con Peman, Campillo y Malpica.
Los soldados de Butrón y de López Baños siguen ocupando las casas, las salidas de la plaza a la carretera y la torre de la iglesia.
Antula me dice que hay varios senderos para llegar al camino que va a Francia: uno que termina en el Calvario, el otro que serpentea por un robledal y sale a un caserío llamado Lasamborda, y el tercero que parte por cerca del caserío Cigastea. Todavía hay otro que va escalando la altura desde la calle de Alzate.
El capitán don Pedro Vidarte, de la columna de Butrón, se sitúa en los bordes del camino al Calvario entre los árboles y los peñascos.
Una de las compañías guipuzcoanas compuesta de veintiséis hombres a las órdenes del capitán don Juan Croward, se coloca en el sendero del robledal que pasa por el caserío Lasamborda.
Don Agustín Jáuregui con otros quince o veinte hombres se dispone a defender el camino de Cigastea, y a mí me envían al que baja a la calle de Alzate.
El fuego se generaliza con violencia por todas partes. El enemigo tantea los sitios más débiles de la defensa para atacar allí. Los tres o cuatro mil realistas van avanzando contra nosotros.
En esto vemos que una columna baja de Santa Bárbara y cruza el barrio de Alzate.
Leguía se acerca a mí.
—¿Ve usted aquella tropa? —me pregunta.
—Sí.
—Si pasan nos cortan la retirada y nos cogen a todos. Voy con mi gente a detenerlos. Cuando no podamos más nos dispersaremos. Conocemos el país. Encontraremos sitio donde escondernos. Tienen ustedes que apresurar la retirada. Dígaselo usted a Valdés.
No tengo yo autoridad para hacer desistir a Leguía de su intento. Don Fermín reúne su gente, y uno detrás de otro, a la deshilada, corriendo por entre maizales secos, marchan de prisa hacia donde vienen los realistas y comienzan el fuego.
Yo recibo la orden de dejar el camino y subir adonde está Valdés.
En las fuerzas que mandan Butrón y López Baños hay más de treinta bajas entre muertos y heridos.
Comunico a Valdés lo dicho por Leguía.
No dice nada y da órdenes para que se apresure la retirada.
Los realistas no se dan cuenta del abandono completo del pueblo hasta media hora después de hecho. Han supuesto, quizás, que queríamos ahorrar las municiones.
La partida de Leguía sigue sosteniendo el fuego y cerrando el paso a los realistas. Su objeto es apoderarse de las primeras casas del barrio de Alzate y defenderse allí.
Al ver los realistas que hemos desalojado la villa entran en la plaza, y se apoderan de las casas y de la torre de la iglesia. Viendo que estamos en los altos marchan a nuestro encuentro.
Un pelotón de Cazadores entra por el sendero de Lasamborda a forzar el paso defendido por los guipuzcoanos mandados por Croward; pero estos a tiros y a bayonetazos les impiden avanzar, y tienen los Cazadores que retirarse y dispersarse en el robledal.
Por el camino del pueblo al Calvario avanza una compañía de tercios con ímpetu, al grito de: ¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Mueran los masones!
El capitán Vidarte los detiene más de media hora haciéndoles bajas, y cuando queda sin municiones y sin gente abandona la posición.
Estamos ahora en una explanada del monte que llaman Bidepartieta, donde se dividen dos caminos, esperando.
Leguía sigue batiéndose en el fondo del valle. Al acercarse con su partida al convento de capuchinos, los frailes se asoman a las ventanas y le hacen varias descargas.
—¡Canalla! —grita Leguía.
—Ven, ven a asaltar el convento —le dicen los frailes.
Leguía tiene que retroceder hacia la izquierda y entra en el barrio de Illecueta. Ya allí no le vemos, pero seguimos oyendo el tiroteo de su partida durante largo tiempo.
—Este hombre nos salva —murmura Valdés.
Estamos sosteniéndonos en nuestras posiciones, cuando los tercios que han forzado el camino del Calvario se lanzan al asalto.
Al retirarse los que defienden el sendero, los tercios dan una acometida fuerte a la bayoneta; las tropas de Butrón creen que van a ser protegidas, y viendo que los tercios avanzan sin obstáculo se consideran cogidos y comienzan a huir.
Un contratiempo inesperado contribuye a ello. Dos compañías mandadas por O’Donnell, emboscadas entre las matas y las piedras, con quienes se contaba para aquel momento, no pueden entrar en acción, se encuentran con la mayoría de los fusiles inservibles y con que los cartuchos son desproporcionados.
Los de Butrón, al verse desamparados comienzan a huir a la desbandada, y los tercios corren tras ellos hiriendo y matando a los caídos.
Los soldados de Butrón se han salvado, gracias a un pelotón de Infantería de la Compañía Sagrada, formada por viejos de la guerra de la Independencia, que se arroja a la bayoneta intrépidamente contra los realistas.
—No dan cuartel. ¡Libertad o muerte! —gritan los viejos con furia, acometiendo ciegos de coraje.
En esta encrucijada, unos cuantos hombres decididos bastan para contener a una columna, y los viejos liberales la contienen.
Retroceden un momento los tercios, los soldados de Butrón avanzan, y mientras tanto nosotros entramos en fuego.
Pasado este mal momento la retirada comienza bajo la protección de los grupos escalonados en el camino. Así vamos, haciendo una marcha lenta, con un gran orden, dominando las alturas y los senderos de través. Un grupo se defiende entre las matas, las piedras y los árboles, hasta que no le quedan municiones. Cuando llega este momento se dispersa; los realistas avanzan y se encuentran con otro grupo que les cierra el paso.
Constantemente vamos relevando las tropas de retaguardia.
El primer avance por Bidepartieta ha costado a los realistas más de una hora. Dominando el camino que hemos seguido, hay por la izquierda un monte bastante alto llamado Cigorriaga. Luego ya el terreno se despeja, y se va por estribaciones de poca altura pobladas de robles, de castaños y de carrascas.
Cada árbol, cada peña, nos sirve de punto de resistencia. Ochoa y yo nos lucimos. Nos hemos batido con un gran orden, sin estorbarnos el uno al otro. Valdés nos ha felicitado efusivamente. Para soldados bisoños parece que lo hemos hecho bien. El Inglesito demuestra una serenidad y un valor extraordinarios.
Hace unos minutos, después de estar defendiendo nuestra posición durante un cuarto de hora, nos retiramos Ochoa y yo a descansar.
Encontramos al paso un caserío.
—¿Cómo se llama este caserío?
—Achulecheco-borda —nos dice un hombre.
—¿Nos falta mucho para Francia?
—Sí; todavía cerca de una hora.
—¿Habrá algo que beber? Lo pagaremos.
Una mujer nos trae una jarra de sidra y la bebemos con ansia. Ochoa pide pan.
En este momento, a pesar del frío, siento que mi cuerpo arde.
El sol ilumina el panorama lleno de nieve. Por el lado de Guipúzcoa se ve la peña de Aya, con sus cabezos en forma de sierra; Larrun hacia Francia, y hacia el interior de Navarra, Peñaplata y luego otros montes lejanos y vagos…
—¡Cómo me quedaría aquí, aunque fuera tirado en el suelo!
Ochoa grita:
—Ya están ahí. Vamos de nuevo.
El Inglesito me agarra del brazo.