EL NIÑO
UNA tarde en que don Eugenio y Tilly charlaban en el comedor de la Veleta comentando a Maquiavelo, se presentó Margarita que venía corriendo, sofocada y sin aliento.
—¿Qué pasa? —le preguntó su hermano.
—El niño… el niño de Dolores… lo han robado.
A Tilly no le preocupaba tanto como a su hermana el niño de Dolores, y se encogió de hombros.
Aviraneta preguntó cómo había ocurrido el caso.
—Estaba, como todos los días, jugando a la puerta de la casa, cuando ha pasado un rebaño de ovejas por delante. Vamos, Miguelito, le ha dicho la chica que iba con el rebaño. El niño le ha seguido y ha desaparecido. Se ha mirado por todos los alrededores y no se le ha encontrado.
—¿Y cuánto tiempo hace que falta? —preguntó Aviraneta.
—Ya cerca de diez horas.
—¿Qué edad tiene el chico?
—Cuatro años y medio.
—Sí; entonces es muy posible que lo hayan robado.
—¿Qué haremos? —exclamó Margarita—. La pobre madre figúrese usted cómo está. Vengan ustedes conmigo.
—Bueno, vamos —dijo Aviraneta.
Salieron los tres, y al pasar por Gastizar, Margarita dijo a su hermano:
—Llámale a Miguel Aristy y dile lo que pasa. Tilly entró en Gastizar y volvió al poco rato solo.
—¿No está? —le preguntó Margarita.
—Debe estar en Chimista.
Efectivamente, al llegar a Chimista se lo encontraron. Empezaba a oscurecer y el niño no venía. La madre estaba en la mayor desesperación. Miguel y Dolores habían salido por los alrededores llamando al niño, pero no aparecía.
—Bueno, señor Aristy —dijo Aviraneta—; si andan ustedes así a la casualidad, como locos, no encontrarán ustedes ninguna pista. Vamos a hablar los dos serenamente a ver si encontramos algún indicio.
—Tiene usted razón. El dolor de la madre le perturba a uno, contagia su intranquilidad.
—Vamos a un sitio donde estemos solos.
—Entremos aquí. Sentémonos.
Entraron en el cuarto del coronel Malpica.
—Veamos el hecho escueto primeramente —dijo Aviraneta—. ¿Cómo ha sucedido?
—¿Quiere usted que le llame a Fanchón, la mujer que vive aquí?
—Sí.
Entró Fanchón en el cuarto, con la cara llena de lágrimas.
—Cuéntanos lo que ha pasado con detalles —le dijo Aviraneta en vascuence.
—Pues nada —dijo Fanchón—; el niño estaba jugando, como casi todos los días, por aquí, por delante de la casa. Ha pasado un rebaño, y el chico que iba detrás le ha dicho: «¿Miguelito, vienes?». Miguelito ha salido detrás del rebaño y no ha vuelto. Eso ha sido todo.
—¿Tú has visto al chico que le ha llamado? —preguntó Aviraneta.
—No, no le he visto. No sé si mi marido le habrá visto.
—Llámalo; y si no sabe nada, pregunta por ahí a ver si hay alguno que haya visto al chico que ha llamado a Miguelito al pasar.
Salió Fanchón corriendo del cuarto y volvió al poco rato, sofocada, con Praschcu, su marido.
—Mi marido le ha visto.
—¿Usted le ha visto al chico que ha llamado a Miguelito?
—Sí.
—¿Quién era?
—Era un chico que llaman Mandharra, del caserío de Gros Jean, el tramposo —dijo Praschcu hablando muy despacio.
—¿Es pastor?
—No; es un chico pobre que suele andar a veces pidiendo limosna y que ahora está en un caserío.
—¿Y cómo llevaba hoy ese rebaño?
—Mandharra iba al lado de la zagala que suele andar siempre con el rebaño.
—¿Ese Mandharra suele tener punto fijo donde dormir?
—Sí; en el caserío de Gros Jean, el tramposo, que se llama Beletchea (la casa del Cuervo).
—¿Y quién es ese caballero?
—Ese caballero, como usted dice, no vive —contestó Aristy—. Viven sus hijas, que yo creo que están un poco locas.
—Pues ¿qué les ocurre?
—Son tres solteronas solitarias, que no salen nunca de casa. Yo las llamo las Tres Lamias. No quieren ver a nadie. Trabajan en el campo de noche, a la luz de la luna, para que no las vean. Y de día se asoman a mirar por entre las parras.
—¿Viven cerca?
—Sí; a un cuarto de hora de aquí. ¿Sospecha usted de ellas?
—Por ahora no. Primeramente dígame usted qué enemigos tiene su cuñada.
Miguel habló de las damas del Chalet de las Hiedras y de sus antecedentes.
Como no especificaba nada, Aviraneta dijo:
—Vamos a interrogar a la madre del niño. ¿Quiere usted llamarla?
Aristy llamó a su cuñada, que entró llorando a lágrima viva.
—Una pregunta nada más —le dijo Aviraneta—. ¿Tiene usted algún motivo para suponer que una de las mujeres que vive en el Chalet de las Hiedras le odia a usted?
—Sí, algún motivo tengo, porque hace unos días me envió las cartas que le había escrito mi marido a ella.
—¿Las tiene usted ahí?
—No, las rompí.
—¿Usted supone que se las envió la más joven de las dos, Simona?
—Sí.
—Al enviarle las cartas a usted ¿no decía nada?
—Sí; me escribía un papel lleno de mala intención para mí.
—Está bien. Tranquilícese usted. Encontraremos al chico —dijo Aviraneta—. El chico no está perdido, está robado, y una de las mujeres del Chalet de las Hiedras lo ha mandado robar.
La opinión de Aviraneta era también la de Aristy.
—Ahora vamos a ver qué hay que hacer —dijo Aristy.
Aviraneta llamó a Tilly y los tres deliberaron. Era indudable que Simona, si era ella la que había preparado el robo del chico, no se había entendido con Mandharra, porque ella no sabía el vascuence ni el chico el francés. Simona se había valido de algún intermediario, probablemente de Marcos.
Aviraneta, Aristy y Tilly decidieron volver al pueblo y apoderarse de Simona y de Marcos, y obligarles a decir dónde estaba el niño.
Antes de salir de Chimista, Aviraneta preguntó al marido de Fanchón:
—¿Por este camino hacia el monte, en una legua o en dos, hay alguna cueva?
—Sí. Hay una que llaman Lecebeltz (la sima negra).
—Pues id a registrarla.
Praschcu, Fanchón y Grashi Erua salieron en aquella dirección, mientras Aviraneta, Aristy y Tilly se encaminaron hacia Gastizar. Entraron por la huerta, y andando a oscuras se dirigieron hacia el Chalet de las Hiedras.
—Voy a llamar más gente —dijo Aristy.
Miguel marchó despacio hacia Gastizar y volvió a la media hora con Víctor Darracq y con Ichteben. Al acercarse Aristy a Aviraneta este le dijo:
—Chit.
—¿Qué pasa?
—Está aquí Marcos.
—¿Tendrán ahí el niño?
—No creo.
—Vamos a ver si cazamos al bello gascón. Esperaron más de una hora.
—Yo conozco la casa —dijo Tilly—; si tuviera una escalera para subir podría arreglármelas para oír la conversación.
—Yo la traeré —saltó Ichteben y desapareció en la oscuridad.
Al poco rato volvió con una escalera larga. La aplicaron al balcón del chalet y Tilly subió con grandes precauciones.
Al cuarto de hora bajó de prisa.
—Sale Marcos —dijo—; no detenerle. Parece que es un mendigo viejo a quien llaman Pachi Zarra y también Ontza (el Búho) el que se ha llevado al niño. Marcos no sabe dónde lo guarda. Mañana les dirá dónde está.
Salió Marcos del chalet, y cruzando la huerta saltó la tapia y desapareció.
Tilly volvió a subir al balcón.
—¿Adónde va usted? —le dijeron.
—Voy a coger algo que he dejado ahí. Efectivamente; subió y bajó con un gran legajo en la mano.
—Esto, que lo guarden —dijo a Aristy.
—Lo guardarán. Yo voy a tranquilizar un poco a la madre. Mañana buscaremos a Pachi Zarra, el Búho.
—Bueno, vamos —dijo Aviraneta.
Aviraneta, Tilly y Aristy volvieron a Chimista.
Al llegar al caserío vieron al chiquillo que venía medio riendo, medio llorando, en brazos de Grashi Erua. Lo habían encontrado en la cueva de Lecebeltz, como había indicado Aviraneta.
El marido de Fanchón traía preso a Pachi Zarra (el Búho), un viejo con una anguarina parda, con el pelo y la barba blancos, que habían encontrado en la cueva guardando al niño.
Dolores comenzó a sollozar de alegría al ver a su hijo salvo, y Margarita le acompañó en su contento.
Aristy apostrofó a Pachi Zarra y le dijo que se fuera, que no volviera al pueblo, porque le metería en la cárcel.
El Búho se marchó refunfuñando.
Dolores dio las gracias a Aviraneta con la mayor efusión, y los tres hombres volvieron al pueblo. Al llegar a Gastizar, Tilly pidió el grueso legajo que había sacado del Chalet de las Hiedras. Se lo entregó Ichteben y fue con él a la fonda.
Al día siguiente, antes de levantarse Aviraneta, Tilly entró en su cuarto.
—Don Eugenio —dijo.
—¿Qué hay?
—Me voy. He encontrado un pequeño filón, y voy a ver si lo exploto. Adiós.
Cuando Aviraneta se levantó Tilly había desaparecido.