VIAJE A SAN SEBASTIÁN
UNOS días después de esta conversación apareció en Bayona el primo de Aviraneta, don Lorenzo de Alzate, con el pretexto de encargar a un grabador de metales unos sellos para el Ayuntamiento de San Sebastián y comprar los útiles necesarios para hacer encuadernaciones, pues pensaba dedicarse a este trabajo por gusto.
Alzate se hospedó en la fonda de Iturri, habló largamente con don Eugenio y visitó a Mina.
Era don Lorenzo de Alzate hombre de mediana estatura, de ojos garzos y vivos y de expresión amable.
Aviraneta le preguntó a su pariente si era muy difícil entrar en España. Alzate dijo que sí, que la frontera estaba muy vigilada y que la policía militar tenía orden de examinar detenidamente los pasaportes de los que entraban en España y de prender a los sospechosos.
Aviraneta se enteró bien de otros extremos y acompañó a su primo hasta el coche. Antes de salir preguntó al cochero:
—¿Tú conoces a Ganisch, a uno que tiene una taberna en Behobia?
—Sí.
Dile al pasar que mañana su amigo Eugenio, que ha venido de Méjico, le esperará a las doce del día en el puente, del lado de Francia.
—Bueno; ya se lo diré.
Se marchó don Lorenzo de Alzate, y por la noche dijo don Eugenio en la fonda que iba a ir a San Sebastián.
Ochoa y Lacy pretendieron acompañarle.
—En tal caso prefiero que venga Ochoa.
—¿Por qué lo prefiere usted? —preguntó Lacy, picado.
—Porque usted no sabe vascuence y él sí.
—Ah, vamos.
Se decidió que fuera Ochoa. Este, por la mañana, pasó por casa de su paisano Beunza, que tenía un pequeño establecimiento de coches en la misma calle de los Vascos, y le mandó aparejar un tílburi.
Montaron Aviraneta y Ochoa y vieron antes de partir a Tilly.
—¿Quiere usted algo para su hermana? —le preguntó Ochoa.
—¿Va usted a verla?
—Sí, probablemente.
—Vive en la calle Mayor, número seis u ocho.
—La saludaré de su parte.
Aviraneta había torcido el gesto al oír la conversación.
—Amigo Ochoa —murmuró—; cuando se toma una misión difícil hay que pensar solamente en ella y no ser imprudente.
—¿Por qué lo dice usted?
—Porque esta conversación, que probablemente no la habrá oído nadie, ha podido ser oída por alguien y sernos fatal.
—Tiene usted razón —murmuró Ochoa, compungido—; tendré más precaución otra vez.
Al mediodía llegaron a Behobia y esperaron a Ganisch. Estaban comiendo en una posada, cuando apareció el antiguo amigo de Aviraneta.
—¡Arrayua! —dijo Ganisch al ver a don Eugenio—. ¿De dónde vienes?
—De Méjico.
—¡De Méjico! ¡Qué! ¿Te has hecho rico?
—Poca cosa. ¿Y tú?
—¡Pche! Voy viviendo. ¿Qué queríais? ¿Entrar en España?
—Sí.
—¿Adónde vais a ir?
—A San Sebastián.
—Bueno. Tendréis que ir de boyerizos y llevar cada uno un carro de carbón. Así no os preguntará nadie nada.
—Iremos con los carros de carbón. Tú nos dirás las instrucciones, dónde hay que dejarlos y demás.
—Sí; todo se os dirá.
—¿Cuándo pasamos a la otra orilla?
—Por la noche. Yo saldré enfrente de Azken Portu con una lancha y silbaré como en nuestros tiempos.
—Muy bien.
Comieron Aviraneta y Ochoa, pasaron la tarde en una taberna de Behobia de Francia, y al anochecer, después de cenar, fueron marchando por la orilla del Bidasoa hasta llegar frente a las casas de Azquen Portu.
Apareció al poco rato Ganisch en su barca, silbó de la manera convenida, saltaron los dos y pasaron a la otra orilla y desembarcaron cerca de un caserío que se llamaba Chapartiena.
—Podéis dormir aquí hasta la una —dijo Ganisch—. A esa hora os despertaré.
Durmieron en Chapartiena y a media noche les despertó Ganisch, le dio a cada uno una ropa vieja y una elástica azul y les ayudó a uncir los bueyes. Luego les dijo lo que tenían que contestar a los guardias y centinelas del camino.
Uno delante de otro, Aviraneta y Ochoa comenzaron a marchar camino de Irún y después de San Sebastián. Mientras fue de noche no hubo miedo; a las preguntas de los guardias contestaban en vascuence, como les había dicho Ganisch.
Al hacerse de día tuvieron que tomar ciertas precauciones.
—¿Qué tal estoy yo? —preguntó Aviraneta.
—Muy bien. Todavía creo que se puede usted ensuciar la cara un poco más con carbón. ¿Y yo, estoy bien?
—Admirablemente. Parece que no ha hecho usted otra cosa en su vida.
Y los dos, dando de cuando en cuando con el aguijón en los cuernos de los bueyes y diciendo: ¡Aidá! ¡Aidá!, avanzaron hacia San Sebastián.
No les ocurrió ningún percance en el camino. Entraron en la ciudad por la puerta de Tierra y llevaron los carros, siguiendo las instrucciones de Ganisch, a la parte de la muralla que llamaban la Brecha, cerca del Cubo de Amezqueta, donde los descargaron. Comieron en una taberna, y al anochecer Aviraneta se presentó en casa de Alzate, quien al verle en aquellas trazas se quedó asombrado.
—¿Por qué no has venido conmigo?
—No quería comprometerte.
—¿Qué es lo que pretendes?
Aviraneta expuso su plan de trabajar la guarnición de San Sebastián para que secundase el movimiento de los liberales.
—¿Por qué no me has dicho esto en Bayona? —preguntó Alzate.
—Porque me hubieras intentado disuadir del proyecto.
—Es verdad. Puesto que tú crees en la posibilidad de ese plan, haremos juntos las gestiones, aunque de antemano te diré que la cosa me parece imposible. Lávate, ponte una ropa limpia y vamos.
Alzate y Aviraneta salieron de casa y fueron a la platería de don Vicente Legarda.
—No está el principal —dijo el dependiente—; quizás esté en la imprenta de Baroja.
Fueron a la Plaza de la Constitución y entraron en los arcos. Alzate llamó con los nudillos en una puerta, próxima al Ayuntamiento, y pasaron adentro. El olor acre de la tinta de los rodillos y del papel mojado denunciaba la imprenta. Pasaron la tienda y entraron en un taller bajo de techo. A la luz de dos lámparas colgadas de un alambre, colocado horizontalmente a cierta altura, se veían las cajas, las prensas, los tinteros y las resmas de papel. En el techo había hileras de cuerdas de las que colgaban papeles impresos.
Había varias personas en la imprenta. Al principio al entrar en ella no se las veía. Uno estaba como en una hamaca sostenido en las cuerdas del secadero de papeles, otro encaramado sobre las cajas y un tercero encima de un montón de papel.
Alzate presentó a Aviraneta al impresor y a su hermano y el impresor después presentó a don Eugenio a los que estaban allí que eran Legarda, Zuaznavar, Orbegozo y Arrillaga. Todos ellos liberales se reunían a comentar los sucesos del día en la imprenta de Baroja.
En esta imprenta se tiraba por entonces La Estafeta, periódico realista de don Sebastián Miñano que había sucedido a la Gaceta de Bayona después de la Revolución de julio.
La protección de Miñano hacía que aquella imprenta fuera un lugar seguro para los liberales. Aviraneta después de ser presentado habló de las entrevistas que había celebrado con Mina y de la necesidad que tenían de contar con una base de operaciones en San Sebastián. Cuando acabó de explicarse Aviraneta, tomó la palabra uno de aquellos señores, el que estaba sentado en las cuerdas del secadero, don Vicente Legarda.
Dijo que estaba bien pensado lo dicho por Aviraneta lo cual no era obstáculo para que la realización del proyecto fuera muy difícil o imposible. Respecto al espíritu público de San Sebastián en la mayoría del pueblo era liberal, pero no se podía contar ni con la guarnición ni con el elemento civil. El paisanaje no tenía contacto alguno con los soldados y a estos les estaba prohibido expresamente hablar con la gente de la ciudad.
—¿Y qué se podría hacer para ganar a los oficiales? —preguntó Aviraneta.
—No sé —contestó Legarda—. Me parece una gran temeridad emprender la seducción de los oficiales no contando con mucho dinero.
—¿No hay liberales en el ejército?
—Sí, pero estamos actualmente dominados por los realistas. El capitán general don Blas de Fournás es un francés realista, el segundo cabo don Juan de la Porte-Despierres también; el jefe político Gironella es indefinido, y el gobernador del Castillo de la Mota es como la mayoría de los jefes acérrimo realista. Entre las autoridades de Marina ocurre lo propio; don Pedro Hurtado y don Francisco Echezarreta son los dos absolutistas. Como usted ve el momento no es muy propicio. Sin embargo, si se cuenta con dinero intentaremos ganar a los cabos y a los sargentos, principalmente a los del Castillo de la Mota que es la llave de la ciudad. Ganados el castillo y la plaza se presentaría una nueva dificultad de mucho bulto —añadió Legarda—; el proveer la ciudad de víveres necesarios para sostener el sitio que nos pondrían por mar y tierra. El resultado inevitable sería sucumbir a los pocos días atrayendo un sinfín de desgracias a la población y a los que se comprometieran en la defensa. Por estas razones que me parecen de peso, creo que el plan limitado al alzamiento único de San Sebastián no es práctico. Si los emigrados contaran, como ha dicho Aviraneta, con la plaza de Santoña y con elementos en el interior de España entonces sí se podría esperar el triunfo, y trabajaríamos con entusiasmo, pero repito que aun así no se puede hacer nada más que a fuerza de mucho dinero.
Las palabras de Legarda eran sensatas, lógicas y los que estaban en la imprenta las suscribieron. Alzate y Aviraneta se despidieron de todos y salieron a la plaza.
Alzate llevó a dormir a su primo a una casa de su confianza.
Al día siguiente Aviraneta quiso hacer nuevos intentos; por la mañana Ochoa y él salieron con sus carros de carbón y los llevaron a una venta del camino de Astigarraga. Al anochecer entraron de nuevo en San Sebastián, y Aviraneta fue a visitar solo al barón de Carondelet y a dos oficiales liberales. Después de su visita quedó convencido de que no se podía hacer nada.
Al otro día al abrirse la puerta de Tierra salió don Eugenio camino de Astigarraga. Una muchacha alta marchó casi al mismo tiempo que él y se detuvo en la misma casa, a cuya puerta estaba Ochoa.
—¿Qué?, ¿vamos? —preguntó Aviraneta.
—Sí, ya están uncidos los bueyes. Esta señorita viene con nosotros.
—¿Esta señorita?
—Sí. Es la hermana de Tilly.
—¿Y qué extravagancia es esa de querer venir en un carro?
—Así si me buscan no me encontrarán —replicó ella.
Margarita Tilly guardó la mantilla y se ató un pañuelo a la cabeza a estilo de casera. Llevaba corpiño, delantal y alpargatas.
—Vamos —dijo y tomó una cesta al brazo, y comenzó a marchar.
Margarita Tilly era una muchacha de cara larga y expresiva, tenía los ojos azules, brillantes y oscuros, llenos de audacia, el mentón algo pronunciado y el pelo rubio. Había cierta asimetría en su rostro, aunque no tanta como en el de su hermano, asimetría que le daba gracia.
—No sé si le tomarán a usted por una aldeana —dijo Aviraneta— me parece usted demasiado bonita.
—Muchas gracias, don Eugenio —exclamó ella riendo.
—No es galantería. Es precaución. Si a usted le cogen la llevarán de nuevo a casa de sus parientes de San Sebastián, a nosotros por de pronto nos meterían en la cárcel.
—Bah, don Eugenio. Usted no tiene miedo a eso.
—Parece que me conoce usted.
—Sí, Ochoa me ha hablado de usted.
—Cuando pasemos por los pueblos apártese usted de nosotros y tome usted el aire más estúpido posible que pueda usted tomar —recomendó Aviraneta.
—Bueno, así lo haré.
Varias veces Margarita subió al carro que dirigía Aviraneta. Ochoa que iba detrás se le acercaba a echarla flores.
—¡Eh! ¡Eh! —decía Aviraneta—.Atzera! (¡Atrás! ¡Atrás!).
No ocurrió nada en el camino, pero al acercarse a media tarde a Irún, Aviraneta se encontró con un viajero elegante que iba en un cabriolé y que se paró al verle.
—¡Eugenio! —exclamó.
Aviraneta estuvo a punto de soltar el palo y echar a correr.
El joven bajó del coche y exclamó:
—¿No me conoces?
—No.
—Joaquín Errazu, tu primo.
—¡Ah! Es verdad. Hace ya tanto tiempo que no te he visto.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? ¿Por qué vas así vestido?
Aviraneta explicó a Errazu lo que habían hecho.
—Esta señorita es una amiga nuestra que va a reunirse con su hermano. Es la señorita de Tilly. ¿Tú no la podrías pasar a Behobia en tu coche?
—Sí, con mucho gusto. Si quiere le daremos de merendar en mi casa y luego la llevaremos a Behobia.
—Bueno. Ya sabe usted, Margarita.
Margarita se puso de nuevo la mantilla y montó en el cabriolé.
Aviraneta y Ochoa llegaron a Azquen Portu, se lavaron y cambiaron de ropa y poco después pasaron en lancha a la otra orilla del Bidasoa.
En Behobia estaba Margarita en compañía de Errazu, que se mostraba muy galante con ella. Montaron Margarita, Aviraneta y Ochoa en el cochecito de Beunza y se dirigieron hacia Bayona.
—¿Está usted contenta del viaje? —preguntó Aviraneta a Margarita.
—Contentísima.
—¿Le han tratado a usted bien mis parientes de Irún?
—Como a una reina. Me han sentado a la mesa, al lado del tío de usted, el cura, a tomar chocolate, y me han contado de usted una porción de diabluras que hizo usted cuando era chico.
—El primo joven de don Eugenio creo que le galanteaba a usted un poco —dijo Ochoa.
—¡Bah! De eso no hago caso.
Charlando los tres llegaron ya muy entrada la noche a Bayona, y fueron a parar a la fonda de Iturri.