Fin de la historia. Nos acercamos ya al final de los años, y todo para tener ese final y no otro que hubiera podido ser más soportable, algo que pudiera compensarlas a las dos en su vejez, cuando las cosas se acaban, o si no, al menos, algo que pudiera hacerles pensar: «Sirvió para algo. No fue todo en balde, todo ese sufrimiento». Pero sí que habían sido en balde aquellas vidas ahora que el final se aproximaba, o así parecía, que ya no era posible pensar en una escapatoria que fuese comprensible. La casa estaba a oscuras igual que el pensamiento, a oscuras sin un punto de luz, ni siquiera para ella, que había sido siempre optimista, tendente a encontrar que las cosas no son tan malas como a veces parecen, y que al final es posible encontrar un camino que nos conduzca a un puerto más o menos tranquilo para los años finales, para los últimos. No habría, pues, puerto seguro y manso para ellas, sino la repetición exacta de todo lo vivido, como si su vida hubiera sido objeto de una maldición en la que la historia se había repetido una y otra vez sin posibilidad de romper la sucesión de los hechos conocidos y que no por conocidos habían dejado de causarles sufrimiento.
Entonces, al llegar a casa, Luz tuvo, así se lo justificó ella, como si se tratara de una necesidad, igual que el hambre o la sed, que romper la llave que guardaba los cuadernos de Ali de su mirada, sólo de la suya porque otra mirada era más que improbable. Los cuadernos verdes acumulaban años y vida, y muchas cosas que Luz ya conocía y otras muchas que no, pero especialmente los cuadernos estaban ahí para demandarle, para exigirle que actuara. La tarde se fue en oscuridad completa y la noche no sirvió de descanso, porque todos sabemos que por la noche el silencio se llena de voces que nos examinan, que nos recuerdan, que nos preguntan y a las que hay que dar respuesta antes de que llegue el día. Luz leyó aquellos cuadernos verdes de hule durante horas, sentada en el sillón. No parecieron horas, sino días, años incluso, toda una vida estaba allí hecha palabras de Ali para sí misma. Y Luz tampoco estaba allí mientras leía, sino otra vez en la ciudad de la Meseta, en la ciudad fría que sólo a veces había sido un hogar a resguardo de la inclemencia del tiempo para ellas. Las horas cayeron, la oscuridad también y ella forzaba la vista en la pequeña letra de Ali, línea tras línea, intentando saborear aquellas palabras finalmente dirigidas a ella, ¿a quién si no? No encendió la luz porque hubo un momento en el que cualquier movimiento le hubiera parecido un insulto a la voz grave de Ali que salía de las páginas de los cuadernos. Lo cotidiano y lo extraordinario, lo grande y lo pequeño, el dolor y la felicidad de su vida en común estaba allí guardado en la letra pequeña y fina, pero sobre todo, lo que allí se leía era un ruego para el futuro y Luz era la única depositaría de aquel ruego. Al acabar de leer, la cabeza le estallaba con punzadas que iban de la nuca a las sienes, era el miedo que sentía ahora, que le enfriaba el cuerpo por dentro, que le detenía la sangre en las venas y la volvía como de trapo. No pudo levantarse del sillón a cenar, ni a la cama, ni pudo siquiera cambiar de postura porque la voz de Ali continuaba saliendo de aquellas páginas y se extendía por la habitación, por la atmósfera cerrada de la casa, se arrastraba por el pasillo, se crecía en sus oídos, no hubiera podido moverse, así que se limitó a apoyar la cabeza en el respaldo del sillón para descansarla y, con la voz de Ali en los oídos, llena de súplicas, de risas, de dolor, de llanto, de esperanza, finalmente de esperanza —cuando ella nunca lo hubiese creído—, Luz se quedó dormida y no despertó hasta que la persiana completamente abierta dejó pasar un día soleado. No desayunó porque tenía el estómago cerrado, como tapiado, pero procuró lavarse y peinarse, tener un aspecto decente, procuró vestirse con ropa que no la hiciese parecer demasiado pobre, como a veces parecían algunas de las visitas del hospital, y eso hacía que los médicos y las enfermeras no les manifestaran ningún respeto y no les consultaran, ni les informaran, sino que les tratasen como si fuesen invisibles. Luz procuró vestirse de persona a la que no se puede pasar por alto. Tenía la mente en blanco mientras se vestía, con todos los pensamientos en cuarentena, sin darles espacio para que crecieran, apelmazados, y con ese vacío en la cabeza salió hacia el hospital en donde Galindo comenzaría su turno en un par de horas.
Fuera estaba aún amaneciendo, y ese que estaba amaneciendo y que ya no podría detenerse, que ya no dejaría de amanecer por más que ella hubiese querido que el día no llegara, ese sería el día en el que podría por fin ver a Ali. Antes de cerrar la puerta, aún se miró en el espejo tratando de hacer algo con su aspecto, tratando de no mirarse a los ojos mientras se peinaba, tratando de no pensar absolutamente en nada más que en el peine que con dificultad se escurría entre los cabellos castaños cuya raíz ya era blanca. Luz quería mantener la cabeza clara y por eso se demoraba con el peine, porque repitiendo muchas veces un mismo gesto, un mismo movimiento, es posible olvidarse del mundo y entrar en un estado casi de gracia en el que la pena se bloquee, como cuando el dolor nos hace balancearnos hacia adelante y hacia atrás, como cuando se acuna a los bebés que lloran; lo cierto es que repitiendo un mismo movimiento, un mismo sonido, podemos entrar en comunión con el mundo.
Luz se puso en marcha esa mañana no sin antes sacar del cajón los analgésicos de Ali, los que servían para mitigar su dolor de cabeza y le permitían, aun hasta el final, disfrutar de alguna tarde en calma, los que muchas veces les habían salvado la vida y los que tenían también el poder de salvarla de la vida. Y comenzó a recorrer el mismo camino de siempre, de cada día desde que Ali estaba internada, pensando en ese tráfico, en el niño que juega con un oso en el asiento de atrás de un coche, en un pájaro que se para en la acera para beber agua de un charco, en las manos que tiemblan de frío y puede que también de nervios, aunque nadie diría al verla que estaba nerviosa porque su andar era tranquilo. Llegó por fin al hospital y vio que, como era tan temprano, todavía no habían comenzado a llegar los familiares que poblaban normalmente las salas de espera y las habitaciones, que perseguían a los médicos por los pasillos, que pedían ayuda y compasión a las enfermeras, únicas intermediarias entre ellos y los médicos, a los que no siempre entienden los que esperan que sus familiares se curen. Pero, por una vez, en lugar de dirigirse, como siempre, a la cafetería, se dirigió, tal como había quedado, a la planta donde Galindo haría en aquel día su turno providencial. Esperó en el sitio exacto en el que habían quedado la enfermera y ella y, mientras esperaba, se distrajo mirando por la ventana aquella ciudad tan extraña aún para ella, y ya extraña para siempre, en la que ¡cómo es posible! llegó a soñar con algo parecido a un renacer y que apenas unos meses, sólo unos meses que no es nada, que es poco tiempo en el cómputo final de una vida completa, habían convertido en una tumba.
Ese último y desesperado movimiento que hicieron buscando algo que no existe, se le aparece ahora como una especie de estertor final destinado a mostrarle a ella que la rendición es una salida más noble, más rápida e indolora que la resistencia numantina que ha opuesto siempre a la desgracia. Luz pensó en que tenía que aprender a rendirse. Ahora, el paisaje que podía ver al otro lado de las ventanas herméticamente cerradas del hospital era el de un día extrañamente luminoso para ser invierno, un día extraordinario en una ciudad por lo general húmeda y siempre desconocida, en la que no podía haber hueco para ellas porque nunca hubo un hueco para ellas en esta tierra. Pero Galindo sonreía con la calidez de siempre y la condujo por un pasillo y a través de puertas cerradas para los visitantes, hasta la habitación 202 en la que Ali se consumía en un lugar sin esperanza que aún no era la muerte definitiva en la que podría descansar.
El sol entraba por una ventana abierta de par en par a la luz, completamente nuevo en una mañana transparente en la que el aire había limpiado cualquier resto de gris; la luz era ya amarillo claro, casi blanco, y la habitación parecía iluminada por focos que cegaban hasta el punto de que lo primero que Luz hizo al entrar en la habitación fue dirigirse a la ventana para cerrar la persiana en la creencia de que a Ali, que parecía dormida, tenía que molestarle tanta luminosidad. Tumbada en la cama, atada con cinchas a la estructura metálica, con un suero conectado a su brazo izquierdo, Ali dijo: «No me quites el sol, deja que entre» y el escuchar la voz tan querida hizo que Luz no pudiese mirarla hasta que no hubo sofocado el llanto, pero cuando por fin se dio la vuelta, la miró y sonrió. «Menos mal que has venido. ¿Vas a sacarme de aquí?», dijo Ali, y sus ojos estaban vacíos, llenos de niebla. Luz le acariciaba el brazo izquierdo, el que Ali siempre prefería que le acariciase porque en el derecho tenía cosquillas. «No quiero que me obliguen a ir al lado de Lucio». Luz tenía la respuesta preparada, llevaba pensándola desde anoche: «No te vas a ir con Lucio». Entonces se dirigió al baño, llenó un vaso de agua y allí disolvió todos los analgésicos que llevaba en el bolsillo. Fue hasta ella, la incorporó un poco y se lo puso en la boca. «Estará un poco amargo, cariño, pero haz un esfuerzo». Ali bebió con dificultad. «Sí que está amargo», dijo, y contuvo una náusea, pero se lo acabó. «Las cosas van a arreglarse, tengo ya ganas de ir a casa». Entonces Luz la devolvió a su posición y le colocó la almohada. Le dio un beso en la frente y arrastró una silla para sentarse a su lado y poder cogerle una mano. «Por cierto», dijo Ali en voz muy baja, «en casa, el grifo de la bañera gotea, trata de arreglarlo, no hay porqué gastar agua». «Duerme», susurró Luz, y al poco rato, o quizá fue mucho, ya notó que Ali había dejado de respirar, y entonces le colocó la mano en el regazo, le acarició la mejilla y salió por la puerta.
Siempre dijo que no recordaba nada de aquella mañana, pero no es cierto, lo recordaba todo con precisión fotográfica. Lo que sí es cierto, de todo lo que después explicó, es que no sintió nada, tenía el corazón amurallado, sólo sintió prisa en salir de allí, en llegar a su casa antes de que llegara la policía. Atravesó el pasillo casi corriendo, sin mirar atrás, apenas sin respirar, sin escuchar a los enfermos que gritaban, a los familiares que hablaban en voz muy alta, a los médicos que daban órdenes, a las enfermeras que hablaban entre ellas, al latido de su propio corazón, cuyo sonido se imponía a todo y que marcaba los pasos que daba hacia la salida. Cogió un taxi porque suponía que disponía de muy poco tiempo antes de que la policía se presentase en su casa y no quería que la cogieran desprevenida y sin darle tiempo a arreglar algunas cosas. En el último tramo del camino sentía una angustia terrible pensando que ellos podían llegar allí antes que ella, y metió prisa al taxista que aceleró lo que pudo. Subió deprisa y, al abrir la puerta, lo primero que hizo fue dirigirse al cuarto de baño, en donde pudo comprobar que, efectivamente, el grifo goteaba —¿cómo no se había dado cuenta en todo ese tiempo?—, y para tratar de arreglarlo cogió la llave inglesa y luchó con él inútilmente, porque, después de apretar lo más posible, seguía goteando con una cadencia rítmica y siempre igual, ajeno a todos sus esfuerzos y a su angustia. Terminó golpeando el grifo con la llave inglesa y llorando a gritos para que dejara de gotear, pero eso no le fue concedido y al final, para no escuchar la gota maldita, cortó el agua y se dirigió al salón para recoger los cuadernos verdes de Ali que estaban tirados por el suelo tal como los había dejado la noche antes, alrededor del sillón. Luz los apiló en filas más o menos iguales y los puso encima de la mesa, y pensó en destruirlos porque estaba segura de que, de no hacerlo, los leerían, y esa violación final de su intimidad, tanto tiempo a cubierto, le parecía ahora insoportable. Pero no tuvo valor para destruirlos, no pudo hacerlo aunque lo intentó, aunque quiso romper hoja por hoja, quemarlos, librarse de la voz de Ali que hablaba todavía. No lo hizo finalmente, sino que los metió con cuidado en una caja que guardó al fondo del armario, como si fuera un lugar seguro, como si hubiera algún lugar en todo el mundo que no fuera a ser violado. Después se sentó a esperar y tuvo que esperar tres horas que llegara la policía y que se la llevara.
En esas tres horas no pensó en nada, y tanto es así que le pareció que sólo pasaba un minuto desde que se sentara con las manos en el regazo y dispuesta a abandonar aquella casa sin pena; en realidad abandonaba la vida y era consciente de ello, sentía un ligero alivio, como un quitarse de encima un peso muerto al que el cuerpo nunca se le había acostumbrado. Por fin llegó la policía y ella misma les abrió la puerta, y lo más extraño fue darse cuenta de que la policía la trataba con delicadeza, como si se fuera a romper a la menor subida de tono, y le hablaba casi en susurros, sin atreverse a levantar la voz; y también le hablaba en susurros el médico que vino a verla por orden del juez y que volvió después durante varios días, mientras a ella la instalaban en un hospital parecido a San Onofre y a tantos otros, que todos los hospitales se parecen.
La historia a partir de aquí se hace confusa en la mente de Luz porque tomó muchas pastillas que le daban los médicos y las enfermeras a su cargo y que hicieron que sus recuerdos se volvieran frágiles y que los días del presente que vivía y los días del pasado que había vivido se confundieran y que a veces le costara distinguir unos de otros. Si pasó poco tiempo o mucho en ese estado, dejó de contarlo de la manera en que el tiempo se cuenta y dejó de vivirlo también, simplemente su cuerpo respiraba y estaba en el mundo, pero ella estaba lejos, en un lugar oscuro pero que no daba miedo, sino al contrario, ofrecía paz. Vivió tranquila en el hospital con la mente serena y saliendo al jardín lo más posible porque siempre le gustó sentarse al sol y dejar pasar el tiempo como si no pasara nada y como si fuese completamente feliz, y a veces pude decirse que, gracias al sol, lo era, y podía serlo porque no tenía ningún recuerdo, que por el momento se le habían borrado todos de la memoria gracias a unas pastillas salvadoras luego los iría recuperando poco a poco, despacio, para que pudiera con ellos. Pasó mucho tiempo y no fue desagradable porque ya no tenía que preocuparse por nada y porque todas sus necesidades estaban cubiertas y porque hablar con los médicos se convirtió enseguida en un placer, casi puede decirse que ese era uno de los mayores placeres que había experimentado nunca.
Cuando pudo ir recordando lo hizo, pero no lo sintió porque, según iba recordando, se lo contaba todo a los médicos, no se guardaba nada; y esa sensación desconocida en la que los pensamientos la atravesaban, pero sin quedarse en ella, le pareció maravillosa, era una mera transmisora de recuerdos que ahora parecían ligeros como una nube blanca, no tenían tiempo de pudrirse como antes, de ennegrecerse, de hacerse pesados y contaminar la memoria. Contó todo, jugó con sus recuerdos y con los de Ali, habló de todo como si estuviera sola porque a veces se olvidaba que había alguien delante y hablaba como si se lo estuviese contando a ella misma, todo, desde la infancia hasta la muerte, todo lo que encontró que se pudiera contar y habló también de los cuadernos, por supuesto, porque la policía los cogió y después el juez los vio y se los entregó a los médicos. Fue feliz hablando como no lo había sido nunca, porque hablar, después de una vida en silencio, fue como nacer a la existencia, y sospechó entonces que el silencio es parecido a la muerte, y se lo dijo en más de una ocasión a su médico preferido, que siempre le hacía bromas y que le dio, en eso y en otras muchas cosas, la razón.
Un día, cuando ella hubiera querido vivir el resto de su vida en aquel hospital tranquilo, había pasado ya tiempo, le dieron el alta porque le dijeron que estaba sana y le dieron también prolijas instrucciones acerca del tratamiento que debía seguir, la dirección del médico que tenía que seguir tratándola, y le dieron papeles y volantes sellados y eso hizo su salida al mundo menos dolorosa porque al menos no se sintió abandonada de pronto, sino acompañada por otro médico que ya la estaba esperando y que había escuchado hablar de su caso. Cuando se vio fuera, no tuvo más remedio que regresar a la ciudad castellana porque era la única ciudad que conocía y podía llamar suya. De todas maneras Luz no sentía dolor, sólo una sensación como de estar vacía por dentro, como cuando se lleva mucho tiempo sin comer, que el estómago se hincha y desaparece la sensación de hambre, ya nada le dolía porque estaba recubierta por fuera y por dentro de frío. No habló con nadie, no cruzó siquiera una mirada con nadie y sólo tuvo los contactos indispensables con el abogado de oficio que a veces también decía «¡qué barbaridad, qué cosas pasaban!» cuando preparaba con ella el juicio que aún tenía que celebrarse. En ese tiempo iba y venía de su ciudad a aquella otra de los últimos meses en un trayecto silencioso y pesado. Cuando estaba en su casa se limitaba a dormir y comer, a pasear, a tener los ojos abiertos y a decir «buenas tardes» y «buenos días» a las vecinas que se cruzaba por la escalera. Nunca, aparte de los vecinos, que lo ignoraban todo, se cruzó con nadie que la hubiera conocido de antes, o quizá es que nadie la conocía de antes, por eso pudo parapetarse en una vida hecha a base de presencias casi traslúcidas. Compraba en el mercado y desayunaba en un bar. Leía los periódicos y escuchaba las noticias de la radio pero más para saber que el mundo seguía ahí que porque nada le interesara. Si llovía no lo notaba, y tampoco si hacía calor, ni una sola grieta resquebrajó su cerebro en esos años.
El juicio se celebró al fin después de varios años de pesado silencio y para el mismo tuvo que regresar al norte. Se hospedó en un hotel y estuvo tranquila, hasta el punto de que no le dedicó ni un solo pensamiento que no fueran los estrictamente necesarios relacionados con la necesidad de no olvidar los días en que tendría que acudir a las sesiones, la hora del inicio, o los días en los que había quedado con el abogado, un joven simpático que un día le dijo: «A mi mujer le gustaría conocerla». Los cuadernos verdes de Ali se utilizaron como prueba de la defensa y Luz volvió a ver declarando, y pudo verlos desfilar, uno por uno, a todos los médicos y enfermeras que habían tratado a Ali a lo largo de su vida, y después a los que la habían tratado a ella. Un día —el abogado ya se lo había avisado—, se encontró en el pasillo con Ana Galindo que también había sido llamada a declarar. A pesar de que no había pasado tanto tiempo desde los hechos, a la enfermera los años le habían puesto tirantez en la expresión y en el gesto de la boca, por eso a Luz le pareció que había envejecido mucho, pero se cuidó de decírselo. Las dos mujeres se abrazaron y no se dijeron nada, aunque Luz hubiera querido preguntarle si había tenido problemas en su día por franquearle el paso hasta la habitación 202 del hospital; es de suponer que sí, que tuviera problemas, pero es de suponer también que, finalmente, los superara y su vida continuara con placidez en aquella ciudad en la que pasaban tan pocas cosas dignas de mención, no parecía guardarle ningún rencor. Luz no le preguntó nada porque si de algo se había sentido culpable en aquel tiempo había sido únicamente de haber podido meter a Galindo, que había sido tan amable con ella, en un lío y de haberle devuelto más mal que bien, aunque hubiera sido inevitable. En todo caso a Galindo ya no parecía importarle cuando se encontraron en el pasillo y el abrazo que se dieron sirvió para que Luz se limpiara también del sentimiento de culpa que aún albergaba respecto a aquella cuestión. Después, los médicos desgranaron todas sus razones, y el abogado desgranó también su historia, que no era otra que el recuento de la vida de Ali y de Luz, desde la negrura de aquellos años primeros hasta ahora mismo y los cuadernos fueron leídos para sustentar esa opinión del abogado de que Ali quería morir y que le había pedido a Luz que la matara. Y aunque hubo quien pensó, el abogado, Galindo, ella misma la noche antes, que Luz no soportaría escuchar la voz de Ali tal como se encontraba en los cuadernos, Luz lo soportó y no lloró ni se estremeció siquiera al escuchar cómo el abogado leía una tras otra las páginas en las que Ali pedía la muerte y aquellas en las que hablaba de los dolores insoportables de cabeza, de las pesadillas nocturnas, del miedo a que estas pesadillas terminaran invadiendo también el mundo de la luz, y cómo después el mundo de la claridad era cada vez más escaso y más oscuro, y cómo a veces le costaba distinguir uno de otro, y los recuerdos, el miedo, las llamadas de Lucio, los gritos y las amenazas, el miedo a estar sola, a estar sin Luz, a perder la razón, a haberla perdido ya. Lucio tuvo que ir a declarar un día, pero Luz no se inmutó porque no conocía a aquel hombre del que sólo salieron palabras titubeantes, de excusa casi. No se miraron y, si lo hubieran hecho, Luz no le hubiera reconocido, estaba preparada para todo eso, aquel hombre era un anciano de pelo blanco y rostro cansado y vencido. Después, ya no hubo que esperar mucho porque era evidente que nadie la odiaba y que todos la compadecían, hasta ese punto había cambiado el mundo, que todos allí la miraban con simpatía: los médicos, los técnicos, el fiscal, y el mismo juez que sentenció «auxilio al suicidio». Finalmente, el mismo juez se quitó gravemente las gafas y, mirando a Luz, dijo: «Tendríamos que pedirle perdón, perdón por sus vidas, pero ya es demasiado tarde». La noticia salió en los principales periódicos del país, y aunque muchos quisieron hablar con ella, nadie lo consiguió. El tribunal garantizó su privacidad y, en cuanto pudo, se fue a Madrid.
Simplemente el dolor había quedado congelado, como congelado puede quedar un cadáver y no pudrirse, y por eso no sentía nada ni se sentía tampoco a sí misma; no podía salir de una costra dura y fría bajo la que quizá estaría la Luz que ella había sido, pero que ya no era, bajo la que vivía, aunque fuera sin vivir apenas, aunque anduviese y comiese y se vistiese, y aunque fuese capaz de apreciar algunas cosas. Pero ese tiempo transcurrió duro y seco, tan seco que casi no tiene otro recuerdo que el de las entradas y salidas en las consultas de los diferentes médicos y el del placer de hablar, aunque hablara como si fuera otra la que relatara aquella historia una y otra vez. Y el tiempo fue pasando en silencio y sin alzar la voz. Y con el tiempo la costra se fue solidificando y el mundo cambiando a su alrededor y ya Luz no tenía a quien contar la historia y la historia se quedó muda porque ya no había quien la escuchara. Entonces fue cuando volvió a trabajar porque su expediente no se lo impedía ni nada se decía en ningún sitio del pasado y porque lo necesitaba. Y entonces, años después, apareció Fátima.