Mañana de marzo ventosa y gris, con el mar encrespado e intruso, que se metía en las casas, en las habitaciones más recónditas y si tantos otros días era posible ignorarle, aquella mañana no. Al salir a la calle el aire olía y sabía a sal y, se estuviera donde se estuviera, el mar se escuchaba como un trueno lejano e inacabable por toda la ciudad. La mañana de sábado se le fue a Luz en pasear y comprar la prensa, en sentarse en un banco y en mirar a la gente que pasaba por el paseo. Siempre como una turista, jamás vivió en aquella ciudad más que de paso, como si fuera a marcharse al día siguiente. No necesitaba comprar nada, pero necesitaba escuchar voces humanas que la llamaran por su nombre o que ofrecieran explicaciones de cualquier cosa, o que se enzarzaran en discusiones, aunque fueran pueriles, por eso a última hora de la mañana se acercó al mercado en el que solía abastecerse, porque allí los tenderos hacen el esfuerzo de mostrarse amables con las clientas y preguntan por la familia, por la salud, por la calidad del último género vendido. La señora de la pescadería, de la que Luz no podía nunca recordar su nombre, sí recordaba en cambio el suyo y lo pronunciaba cada vez que le extendía el pescado, «Ahí tiene, señora Luz, ¿qué tal su amiga?». La pescadera solía hablar con Ali cuando Ali tenía capacidad de hablar y ambas comentaban del pescado, del mar y de la calidad que tenían antes los productos y que no tienen ahora. Cuando Ali desapareció, la pescadera no dejó nunca de preguntar por ella. Y no teniendo a nadie que le hablara Luz terminó yendo al mercado sólo para hablar con alguien y para poder escuchar también su propia voz.
También en casa, alguna tarde, sentía la necesidad de hablarse en alto, para escucharse, para ahuyentar el peso del silencio, que le daba miedo, porque miedo da el silencio y miedo da también la falta de algo que lo llene. Se hablaba a sí misma, o cantaba, o tarareaba, y se contaba cosas y se decía en voz alta lo que tenía que hacer o lo que estaba haciendo en ese momento, «ahora voy a hacerme un café, voy a poner la televisión…», todo para que el silencio no penetrara en su razón como un punzón caliente que lo quema todo.
Luz es de ese tipo de personas que no se rinde, Ali era lo contrario, no hay más que leer con atención esta historia para darse cuenta de que Luz, sin proponérselo, siempre se volvía a poner de pie, no importa las veces que cayera, y se levantaba incluso cuando parecía que no podría hacerlo más, incluso entonces se levantaba; Luz es como un junco que se dobla pero se yergue de nuevo y no se rompe; y no cree que sea especialmente valiente, ni heroica, es sólo que esa y no otra es su manera de ser, de las que continúan hacia delante aunque enfrente tengan un huracán. Ali, por el contrario si caía, no se levantaba, si tropezaba, prefería quedarse en el suelo, y no es porque fuera cobarde, ni débil, sino que así era su naturaleza, y aunque se puede luchar contra uno mismo y esforzarse en cambiar y en ser de otra manera, se consigue sólo relativamente. A Luz, si la mataba el silencio se hablaba en voz alta, y si sentía miedo de sí misma, que a veces lo sentía, se echaba a la calle, aunque no tuviera nada que hacer en la calle. Por eso aquella mañana de marzo, una de las finales, una de las que tiene en la cabeza como marcada a fuego, se echó a la calle para no quedarse sola, con la idea de ir por la tarde, como todos los sábados, como todos los días, al hospital a charlar un rato con la enfermera Galindo, que no era una mujer que a ella le gustase como a veces le gustaban las mujeres, que era una mujer que le producía extrañeza y envidia, sensación de ser reconocida, lo que es muy importante porque si no, en aquel tiempo, hubiera podido caer en la pesadilla de creer que, una mañana, se había vuelto transparente.
Pasado el tiempo y varias semanas desde que se encontrara con la enfermera Galindo, y sin haber mencionado nunca ese secreto, Luz ya era capaz de darse cuenta que Galindo lo conocía, y por primera vez se vio reflejada en otro ser humano aparte de Ali, hecho que era excepcional y extraño. De no haber sido por Galindo y encerrada Ali en una habitación, Luz podría haberse visto una mañana convertida en un ser invisible, y lo peor es que no habría nadie en el mundo, nadie sobre la superficie de la tierra, que viniera a sacarla de su error. Nadie que le dijera «que no, que te vemos», porque en verdad, aparte de Galindo, nadie la veía, así que las conversaciones con la enfermera eran la vida misma en aquellas tardes hospitalarias en las que paseaba arriba y abajo sin poder ser vista, ni pariente, ni paciente tampoco, esperando que ella subiera a ver a Ali y bajara después y le dijera lo que decían los médicos, que cada día era una cosa distinta, porque Ali no terminaba de hablar y de explicar su situación, parecía metida en una urna, dice Galindo que dijo uno de los médicos. Y finalmente los médicos habían pedido ayuda a la policía para identificar a Ali, y entonces esta había encontrado a Lucio, que vino un día, según le contó Galindo, aunque no llegaron a cruzarse. Lucio dejó instrucciones de que nadie entrara a ver a su hermana, que le avisaran si Ali recobraba la lucidez mental, y, mientras tanto, después de mucho intentarlo, vino un juez que reconoció que Lucio era entonces el albacea de todas las cosas de Ali y su tutor legal, así que ya podía irse, porque lo tenía todo.
Todo era bastante misterioso y Galindo esperaba que Luz se lo contase, que le explicara de pe a pa qué le habían hecho a aquella mujer, la historia completa, y hubiera sido un buen momento para aprovechar el pie que la enfermera le estaba dando y contar la historia completa y desahogarse, y por primera vez en la vida conocer a un ser humano que lo conociera todo de ellas dos, todo lo que había sido tan secreto; y Luz se ha preguntado muchas veces que por qué no lo dijo, pero no lo dijo. No lo dijo porque a Ali no le hubiese gustado que lo dijera, porque hubiera tenido la sensación de estar traicionándola si lo contaba aprovechando ahora que ella no podía negarse y, al fin y al cabo, aquella vida, secreta o no, era de las dos, y no podía compartir con una extraña ahora que Ali no estaba a su lado, lo que no se había compartido antes con nadie. A pesar de haberse pasado la vida suplicándole a Ali que rompieran el secreto, no era algo sobre lo que ahora ella tuviese disposición plena pues había que contar con la opinión de Ali, que estaba en una cama definitivamente privada de la palabra; así que calló, aun sabiendo, o quizá suponiendo que allí todos los médicos, y la misma Galindo, sabían lo que pasaba.
Aquella mañana de marzo terminó para dar paso al único tiempo útil del día, la tarde esperada, que cada día era más esperada que el día precedente, porque Luz vivía con la promesa que Galindo le había hecho de que cuando los médicos le dieran permiso a Ali para recibir visitas no estrictamente familiares ella sería la primera en saberlo, así que cada día que acudía al edificio gris de cemento y desesperanza pensaba que quizá fuese aquella tarde esa en la que podría cruzar la puerta que estaba al final del pasillo y frente a la que, cada tarde, se detenía y daba la vuelta y encaminaba sus pasos de vuelta por el mismo camino. Una de aquellas tardes podía ser la tarde que esperaba y se imaginaba cruzando y subiendo después al segundo piso en el que sabía que estaba la habitación de Ali, la 202, pero todo el piso estaba lleno de mujeres diagnosticadas de problemas mentales, en realidad amas de casa desquiciadas que no podían con el marido, según contaba Galindo con el desprecio de quien se sabe fuera de ese círculo maldito, obligatorio para tantas. Una tarde habría de ser la tarde importante, la tarde en que Ali se recobrara lo suficiente como para manifestar su voluntad en lo que fuera, en lo que hiciera a su enfermedad, a sus visitas, su tratamiento, su futuro, porque Ali siempre acababa volviendo en sí de donde quiera que fuese, porque Luz decía que cuando se iba era sólo porque estaba cansada y necesitaba descansar, lo cual era absolutamente cierto y Galindo parecía creerlo. Aquella tarde iba a ser importante, algo se lo decía en su interior porque ya fuera se lo había dicho la enfermera, que Ali mejoraba, que le estaban haciendo unas pruebas, que había abierto los ojos y había murmurado algo, que miraba las cosas del mundo como si le interesaran, y cuando uno abre los ojos después de tenerlos cerrados y mira alrededor como si lo que hay tuviera un significado, entonces es que se ha vuelto a la vida. Eso dijo Galindo y eso creía Luz, aunque Galindo le decía también, para no darle demasiadas esperanzas, que ya otras veces Ali había vuelto y luego se había vuelto a ir. Luz necesitaba que Ali volviera porque de todos los sentimientos que en aquel tiempo la invadían, el que primaba, y es uno de los peores, era una devastadora sensación de culpa, porque desde que descubriera a Ali tirada en la cama, casi muerta, y sintiera alivio, la culpabilidad se había hecho casi insoportable como compañera cotidiana. Porque desgraciadamente lo recordaba muy bien, que lo que sintió fue alivio, miedo por supuesto, terror más bien, pero alivio involuntario de que todo aquello hubiese terminado, la incertidumbre de no saber si estaría Ali viva o muerta al volver ella a casa por las tardes, el silencio terrible del que se rodeaba, el no saber, no poder estar segura, si estaba loca o cuerda, el dolor que exudaba por todos sus poros, que la salpicaba y cuyo olor le impedía encontrar nada bueno o siquiera soportable en la existencia, todo aquello que Ali sentía en los últimos tiempos Luz sintió que había concluido cuando se tomó dos tubos de pastillas. Así que la culpa se convirtió en su vestido de día y su camisón de noche y se levantaba sintiéndose culpable y se dormía de la misma manera, y por eso era tan importante que Ali la perdonase o que viviese, que era una manera de perdonarla, que no muriera, que es lo que ella había deseado de una manera primero semiconsciente y después totalmente consciente, hasta el punto que en el tiempo en el que esperaba la ambulancia y parecía que esta no iba a llegar, ella había podido escucharse este pensamiento con todas sus letras y palabras y con los sonidos asociados a ellas: «que no llegue a tiempo».
Que no llegue a tiempo, una sola frase que, de haberse cumplido, hubiera significado su sentencia para siempre porque ya no hubiera podido dejar de escucharla un solo instante, ni hubiera podido dejar de torturarse con ella, pero que al salir Ali de peligro iba, poco a poco, perdiendo efectividad, como si se fuera alejando en su cabeza para ponerse en el lugar más inaccesible, allí donde se sitúan esos pensamientos que no queremos que vuelvan. Luz no quería que Ali muriera, claro, que esos pensamientos incontrolados de los que luego nos sentimos culpables no son más que visiones parciales y sesgadas de la realidad, el lado que más daño nos hace y que por eso después se aparece, para torturarnos, pero lo cierto es que sí hubo un instante en el que pensó claramente: «que no llegue a tiempo», y podría explicarlo, si alguien le pidiera explicaciones, podría decir, y no mentiría, que no podía soportar más el sufrimiento de una persona a la que quería más que a ella misma, que no podía soportar más aquella vida que estaba muy lejos de ser una vida como las que vive la gente corriente, que son vidas, a pesar de todos sus momentos de dolor o de angustia, que siempre guardan dentro algún fogonazo de felicidad.
Ellas también habían tenido esos fogonazos, al principio muy a menudo, al final cada vez más esporádicamente, y habían estado siempre relacionados con sus cuerpos, aunque a Ali no le gustaba que Luz lo reconociese, lo formulase siquiera, que sus cuerpos juntos habían sido de los pocos momentos de felicidad plena que habían compartido, pero así era y como era no se podía negar y Luz no lo hacía porque no le gustaba engañarse y porque, además, lo sabía de sobra y le gustaba saberlo, que sus cuerpos, a pesar de todo, habían sido felices y, a ratos, muy felices. Esos momentos, a veces horas, a veces temporadas largas, en las que los cuerpos, por la razón que fuese, habían podido echarse uno sobre el otro sin miedo, sin nada que lo impidiese, sin que la angustia cercenase la posibilidad del placer y este llegaba libre y ancho, como una mancha que se extendía rápida y brillantemente por la piel, eran lo que después sostenían los recuerdos de su vida en común y los que Luz tenía siempre en la cabeza cuando estaba sola, cuando estaba sola y triste y cuando no quería pensar en aquello que se le vino a la cabeza, sin que ella pudiese evitarlo aquella tarde, que deseaba en realidad que la ambulancia no se diese toda la prisa que debía. Si estaba viva, si los médicos conseguían devolverle la razón completa, cierta ilusión por la vida que aún no se había acabado —que aún les quedaba tiempo por vivir sobre esta tierra—, si los médicos ahora no eran como los de antes y la escuchaban y eran médicos modernos que no quieren curar el sentimiento amoroso de nadie, entonces puede que Ali, Ali y ella misma, tuvieran aún una segunda oportunidad, que no eran tan viejas. Así que, después de todo, puede que aquel internamiento no fuera del todo malo porque según contaba Galindo, las cosas ya no eran como antes; así que hubo días incluso en los que aquello podía parecer casi un regalo, casi un beneficio, casi algo que vendría a sacar a Ali de su marasmo de inacción y que podría curarla. Luz era muy dada al dicho que dice en español que mientras hay vida hay esperanza, que nadie puede negar que es muy cierto, aunque esté muy mal visto agarrarse a los refranes populares para explicar las grandes verdades de la vida.
Viajó al hospital viendo pasar la ciudad por las ventanas del autobús. Recorrió ese camino con la melancolía de siempre porque hacía ya dos meses desde que se habían llevado a Ali en una ambulancia que no se apresuró demasiado para llegar a casa, pero que se apresuró demasiado según un pensamiento no deseado de Luz, aunque no por ello menos real, y dos meses desde que la ingresaron detrás de una puerta que Luz no había podido traspasar, aunque supiera de ella y tuviera información. Por todas esas circunstancias es normal que el camino hasta ese hospital se hiciese en un estado de ánimo melancólico, como si siempre estuviese lloviendo y la niebla se pegara a las cosas, como en realidad sólo ocurre durante algunos días del invierno y no aquel precisamente, ventoso y no lluvioso. Los recuerdos no son neutrales ni fidedignos, sino que se tiñen de sensaciones posteriores y quedan así lastrados y para siempre nos mienten.
Esto que parece complicado es en realidad muy simple. Luz siempre recordará ese día en función de lo que pasó luego, y no de lo que pasó antes. Por eso nada podrá evitar que recuerde el viaje hasta el hospital como triste y sus paseos por los pasillos, atestados de familiares, también tristes. En su recuerdo anocheció mucho antes de lo que lo hizo en realidad, en su recuerdo el frío era mucho más intenso de lo que registró el observatorio meteorológico para ese día y para esa zona. Se recuerda apiñada en un autobús húmedo lleno de gente mojada que se dirigía, con cara todos ellos de sentirse agotados, hacia sus casas después de una jornada de trabajo que, a tenor de lo que se respiraba en aquel autobús, había sido agotadora, mal pagada seguramente. Después buscó a la enfermera Galindo que aquella tarde no estaba como otras tardes sentada en la cafetería, esperándola para contarle las últimas novedades de la salud de Ali y para darle la buena noticia, eso esperaba todas las tardes, de que los médicos habían dicho que la paciente de la 202 ya podía recibir visitas. Eso lo esperaba cada tarde desde hacía dos meses, pero como eso no llegaba tan deprisa como ella quería, se conformaba con noticias pequeñas, como que Ali comía, respondía a las preguntas o había querido llamar por teléfono en una ocasión. Estaba llegando el momento de que la enfermera pudiera decirle a Ali que Luz estaba fuera, esperando que la dejasen pasar, y la pusiese al tanto de las cosas del mundo, y le infundiera esperanzas.
Eso todo estaba por venir y puede que Ali recibiese un tratamiento que mereciese tal nombre para sus recurrentes depresiones y saliera de allí curada y que la vida volviera a ellas y ellas pudieran de nuevo, o quizá por primera vez, salir a la vida con la cara despejada, como Luz siempre había querido hacer. Pero, en lugar de eso, Galindo se acercó a ella con los ojos asustados y el gesto tan gris como el pavimento sucio del hospital, las manos en los bolsillos de los pantalones, de manera tan poco femenina que a Luz, poco acostumbrada a eso, nunca dejó de parecerle una manera provocativa de estar en el mundo, ignorando que la enfermera Galindo era una mujer a quien, efectivamente, le gustaba provocar. «Tenemos que hablar, vamos a un lugar más tranquilo», esas fueron las primeras palabras de la enfermera al verla avanzar. Luz no contestó, se dejó guiar a un lugar más tranquilo que estaba detrás de la puerta hasta ese momento infranqueable —y que ahora se abrió con tanta facilidad ante el paso de una mujer vestida de enfermera— hasta un despacho preparado; Luz lo supuso enseguida, para dar malas noticias a los familiares de los pacientes, noticias del tipo, «el familiar querido de usted no ha sobrevivido a las muchas pastillas que se ha tragado. Lo sentimos». La salita era pobre con sillones de eskay desvencijados y rotos por los lados, lo que hacía que la goma espuma amarilla del relleno se esparciese en forma de bolitas por el suelo.
«Tengo una mala noticia, Luz. Lo siento mucho». Galindo la cogió de la manos y Luz no pudo evitar estremecerse y también por ese estremecimiento involuntario, que fue una pura reacción muscular a unos estímulos, se sintió culpable y avergonzada y miró fijamente a la enfermera, esperando que el mundo se vaciase a su alrededor porque eso es lo que esperaba de un mundo en el que, a partir de ese momento, iba a tener que habitar sin Ali. Eso es lo que pensó, pero eso no es lo que Galindo quería decirle. «Ali está mejor de ánimo. Les ha dicho a los médicos que quiere verte. Yo me he presentado y le he dicho que hablo contigo casi todas las tardes. Los médicos han dicho que les parece bien que comience a recibir visitas, pero el problema es que la recuperación va a ser larga y el juez, ya sabes, ha nombrado a su hermano su tutor legal. Ali no está en condiciones de estar sola, y tú no eres nadie para la ley, y su hermano ya ha dicho que sí, que él se hará cargo… Así que él se la lleva a Valencia con él». Cuando la frase «se la lleva a Valencia con él» se pronunció, todo lo demás se calló, se calló el corazón y hasta la respiración, y el dolor comenzó a ponerse en marcha, aunque lentamente, porque, en un principio, Luz no se sintió aludida por esas palabras, que parecía que se estuvieran refiriendo a otros. El dolor necesita entrar en calor, porque primero se despierta y es como un cosquilleo en las entrañas, pero enseguida se abre como la onda expansiva de una bomba, así funciona o así lo explicamos, y al final nos ahoga, nos sale por la boca, no nos deja respirar.
Eso es lo que Luz vino a sentir; primero que el estómago se le achicaba como si se lo aspirasen y después, al contrario, como si le explotase dentro. Y se quedó como muerta sentada en un sillón verde, con las manos aferradas a las de aquella extraña que había compartido con ella algunas horas en los últimos meses y que era ya más de lo que había compartido nunca con nadie en los últimos años, más allá de Ali, que ahora se iba. Y según dijo Galindo, Lucio estaba ya por llegar. Contar el horror no es fácil aunque todos lo hemos sentido creciendo dentro alguna vez, y si Luz tuviera que explicarlo, diría que es cuando el mundo, que un instante antes era un lugar ordenado y, sobre todo, real, da paso al caos y al sueño —más bien la pesadilla—, a ese estado en el que cuesta comprender, con la inteligencia, con la conciencia, que ahí está la muerte y que hay que pensarla, por más que los primeros intentos sean rechazados por una inteligencia que no está preparada para pensar en el momento en que no existamos, o en que no existan quienes amamos.
Galindo tenía una amante sobre cuyo cuerpo se tendía en los días en los que se encontraba triste, y antes de ella había habido otra, y otra, y compadecía a aquellas dos mujeres de vidas solitarias, de vida lejana y exiliada, que a ella le resultaban tan remotas como un paisaje poblado sólo por palmeras e iluminado por un sol blanco. Y le contó de la ansiedad de Ali al saber que Lucio venía a buscarla, y le contó también cómo había gritado y suplicado que no llamaran a su hermano, y cómo la habían sorprendido varias veces intentando salir de la clínica, y como la habían tenido que atar a la cama porque tenían miedo de que cometiera de nuevo cualquier barbaridad. «¿Cuándo llega?», preguntó Luz, que era como preguntar «¿cuánto tiempo nos queda?», porque si no queda tiempo entonces nada importa y todo lo demás queda también reducido a la nada. Al final, todo depende de eso, del tiempo que nos queda. «Mañana por la tarde según ha dicho», contestó Galindo, Ana, como ahora la había llamado Luz. Ana ya había pensado en todo y tenía un plan para que Luz pudiese subir un rato a la habitación de Ali antes de que se la llevaran. Pero tendría que ser mañana cuando una amiga estaba en el turno y cuando ella misma estaría a cargo de esa planta. Entonces no se presentaría ningún problema. Luz volvió a casa.