XXVII

En aquella ciudad del norte a la que llegaron en un día lluvioso y gris, como lo eran todos por allí, no llegó a haber para ellas una vida a la que pueda darse ese nombre, por eso hay poco que decir, porque aquello fue tan sólo el inicio de un curso académico y fue también el final de todo. Lo cierto es que no tuvieron una mínima oportunidad, nada. Quizá no era aquel el lugar adecuado para comenzar a vivir si eso es lo que Luz buscaba o esperaba, porque el cielo estaba siempre nublado y aunque no hacía frío, la humedad se metía en su casa como una presencia no deseada. Ali decía que la humedad se le metía también en el cerebro y no quiso ocuparse ni interesarse por nada, no escogió los muebles, parecía estar en otra parte, siempre escribiendo sus cuadernos verdes, hundida cada vez más en un silencio hosco que nada podía romper ni penetrar; Luz apenas la conocía, apenas intentaba llegar a ella, donde habitara algo que las dos tuvieran en común, todo eso había ido desapareciendo y Ali era ahora una presencia callada que paseaba por una casa que estaba como cogida en el aire, sin nada donde apoyarse; decía también que el mar la ponía triste y evitaba pasear cerca de la playa; y la vida de Luz no era muy distinta, cubierta como estaba por las mismas sombras que cubrían a Ali. En su nuevo instituto se dieron cuenta pronto de que aquella profesora era una sombra, un espectro, siempre con prisa por salir, siempre mirando el reloj, siempre corriendo y siempre descuidada de todo lo que ocurría allí dentro. Ni siquiera consiguió aprenderse el nombre de sus alumnos. Daba las clases de manera mecánica y ella, que había querido tanto la enseñanza, ahora sólo quería llamar a casa para ver si Ali estaba bien, aunque nunca lo estaba, y como no cogía el teléfono por miedo a Lucio, se comunicaban mediante una clave: dos timbrazos, colgar y después volver a llamar. Sólo así Ali se atrevía a descolgar el auricular, pero había muchas veces en que no lo cogía, según ella porque no lo oía, según Luz imaginaba porque a veces no tenía fuerzas ni para levantarse de la silla. Lloraba muy a menudo y ya no quería hablar de nada. «Hablar no sirve de nada», dijo una vez. «Es imposible hablar de algunas cosas que tienes dentro porque las palabras no sirven de nada. Intentar hablar es una pérdida de tiempo, hace que una parezca tonta, diciendo cosas sin sentido». Pero Luz no estaba de acuerdo y la presionaba para que hablase, convencida de que hablando podrían encontrar un asidero para su dolor, pero Ali se cerraba, no decía nada, se escondía y se evadía.

Un día de clase, Ali se levantó con las ojeras moradas, como tantos otros días desde que le costaba dormir y desde que no quería somníferos porque le producían pesadillas. No podía dormir sin ellos, pero tomarlos le daba miedo porque eran un pasadizo al terror, así que se pasaba la noche debatiéndose entre la necesidad de dormir y la necesidad de mantenerse cuerda. Aquella mañana Ali le dijo a Luz que quería morir, que no podía seguir siendo para ella la carga en que se había convertido, palabras esas que pronuncian todos los que sufren, palabras que Luz no se tomó en serio porque ya las había escuchado antes. Luz la besó, la acarició, le preparó el desayuno y le dijo que tenía que irse a trabajar. Se ocupó de dejarla vestida porque si la dejaba en camisón después ya no se vestía en todo el día y el día era como si no existiera y se juntaban los días con las noches. Se fue, pero estuvo todo el día preocupada y sin embargo, siempre recordará, siempre, que aquella mañana una chica de las mayores pasó por su lado mientras caminaba por el pasillo y que no pudo evitar volverse a mirarla. Ese es un recuerdo con el que ha tenido que vivir desde entonces, un recuerdo que es como una trampa mortal que ha ido creciendo con los años. Recuerda que decidió ir a Dirección para llamar por teléfono a Ali y que comenzó a caminar por el largo pasillo del instituto y recuerda que vio venir enfrente a una chica a la que había visto un par de veces antes, y que cuando la vio venir caminando a su encuentro y sonriendo, los brazos al aire en una mañana muy fresca, sintió un estremecimiento. La vio pasar junto a ella y le sonrió también y la olió. Olía a jazmín de colonia barata, pero en el fondo podía percibirse el olor agrio a sudor, y aquella mezcla la excitó y le recordó a la señorita Matilde de su infancia, y su corazón latió más deprisa mientras se daba la vuelta para mirar a la chica. La vio caminar de espaldas, vio como el cuerpo se alejaba e imaginó por un instante un mundo en el que ella hubiera podido seguirla, en el que hubiera habido otras chicas, en el que hubiera habido otros cuerpos, en el que el deseo no hubiera terminado siendo aquella podredumbre, la mala conciencia, el dolor enquistado. Siempre recordará aquella escena porque, en medio del desastre, el solo caminar de aquella chica levantó, por un instante y como no le ocurría desde hacía años, el peso sobre su pecho, y por eso tuvo ganas de llorar y tuvo que apoyarse contra la pared, por eso se le llenaron los ojos de lágrimas, porque enseguida volvió a pensar en Ali y tuvo miedo, porque por un momento quiso pensar que las cosas todavía podían arreglarse y que, si Ali regresaba del limbo negro en el que había decidido enterrarse, ellas dos podrían, aún, acostarse juntas la una con la otra y resucitar parte del antiguo placer y de la felicidad, porque para Luz eso era todavía posible. Por eso se apresuró y llamó y colgó y volvió a llamar, y el teléfono estuvo sonando al otro lado, en su casa, pero nadie lo levantó y contestó; y aun así, como era frecuente que Ali no contestase, no quiso dejarse vencer por el pánico, volvió a clase y volvió a llamar después, y otra vez pasada una hora, y así toda la mañana hasta que a la hora de comer dijo que le dolía la cabeza, que estaba incubando una gripe y se fue a casa.

El autobús se retrasaba, estaba lloviendo y cuando por fin pasó uno, venía tan lleno que no abrió la puerta y como a Luz nunca le había pasado eso en todos los meses que venía cogiendo el mismo autobús a la salida del instituto, se asustó mucho, porque, aunque no es supersticiosa, a veces todos creemos ver signos en las cosas inanimadas y hay poca gente que sea completamente descreída de esas cosas, y que el autobús pasara sin recoger pasajeros le pareció un signo nefasto y corrió a coger un taxi. En aquel corto trayecto sólo habló la lluvia golpeando el parabrisas delantero, ni una palabra se dijeron aquellos dos extraños obligados a compartir durante unos breves minutos su mutua presencia física. El nombre de la calle salió de la boca de Luz entre la respiración agitada de la angustia, y el taxista se puso en marcha con apenas una mirada al retrovisor, ni una palabra de consuelo, ni una palabra de alivio ni de aliento, de solidaridad por la misma condición humana. La marcha era pesada con la lluvia y Luz se impacientaba, hubiera dicho: «Corra, corra», pero se obligó ella misma a no dejarse llevar por el pánico porque el miedo ata y paraliza e impide ver las cosas tal como son. La ciudad que pasaba fuera del taxi, ahora que ya anochecía, era una completa desconocida que no iba a acogerlas nunca, ahora supo que habían naufragado y que se estaban ahogando pero, volver ¿a dónde? Llegó al fin y llamó al timbre del telefonillo sin obtener respuesta mientras las llaves se le resistían en el fondo del bolso hasta que al fin abrió el portal y subió al ascensor. Al llegar a su piso no llamó al timbre, como hacía siempre y por eso ha pensado muchas veces en esa tarde y ha llegado a la conclusión de que, si no llamó al timbre, fue porque sabía que nadie iba a abrirle la puerta, sólo que había puesto esa idea en el fondo de la consciencia para poder seguir corriendo, o quizá estas sean las cosas que se recuerdan cuando una se empeña en recordarlas y dotarlas de significado, de un significado que sólo se encuentra a posteriori. Quizá no pensó nada, nada extraño, nada que no pensara siempre cada tarde al llegar a casa, quizá ni siquiera estaba tan asustada como lo recuerda; el caso es que abrió finalmente con su llave, llamó a Ali sin obtener respuesta y corrió a la habitación. Estaba tumbada y tapada con la manta; estaba muy pálida y estaba recubierta de un sudor frío. Respiraba de manera extraña, como irregular, y no podía despertarla a pesar de que la agitó, le dio la vuelta e intentó hacerla vomitar, y se recuerda llorando y gritando o sollozando su nombre «Ali», porque tuvo miedo de quedarse sola, sola para siempre, para el tiempo que le quedara. Y entonces por fin se dio cuenta de que había ocurrido lo que llevaba tanto tiempo esperando y llamó a Urgencias y se sentó en un rincón a esperar a la ambulancia. Le pareció que tardaban mucho y cree que le dio tiempo a recordar lo que había sido su vida en común, aquella vida tan desperdiciada, sólo porque habían nacido demasiado pronto. Pensó en el amor, pensó en el cuerpo de Ali cuando era adolescente y cuando ella estaba segura de que jamás podría tocarlo, recordó las noches de fiebre dedicadas a soñar con aquel cuerpo, y después pensó en el tiempo mismo, que se expande y se contrae de manera aparentemente absurda. Sentada en el suelo quiso pensar que estaba contemplando la muerte de Ali, que no parecía sufrir, aunque su respiración era insegura, cada vez más ligera, parecía que se iba a parar de un momento a otro; se preguntó si el último estertor sería doloroso y sabe, aunque no lo ha querido recordar muy a menudo, que en ese momento se sintió aliviada. Aliviada por Ali, por un sufrimiento que parecía no tener fin, ni cura, ni alivio ni descanso, y que sólo ahora parecía haber encontrado reposo, pero aliviada también por ella, porque el dolor es más cierto y más tangible que la espera angustiosa de los últimos tiempos; entonces apareció la ambulancia y los médicos le hicieron allí mismo un lavado de estómago. Ali vomitó por fin y Luz no dijo nada, esperó y supo también que aquel era el inicio de un camino inevitable. Después le preguntaron por los datos de Ali, nombre, edad, le preguntaron por su familia. «Yo soy su familia», afirmó. «¿Qué es usted de la paciente exactamente?», no había ningún tipo de intención en la pregunta pero no había tampoco respuesta. «Bueno, soy su compañera, no tiene familia, sólo estoy yo». «¿No tiene a nadie? Necesitamos encontrar a un familiar. Tenemos que llevarla al hospital. Si se la declara incapaz, alguien tendrá que autorizarnos, en caso de que no haya nadie, el hospital se hará cargo de ella».

Y se la llevaron inconsciente en una camilla y Luz se quedó allí sentada en el rincón y dejó que la noche cayera sin encender la luz, hecha un ovillo, rumiando desesperanza. Se hubiera dejado morir, pero la muerte tarda y duele y, al cabo, se levantó y se tumbó en la cama y ya no volvió a trabajar al día siguiente, y ya no volvería más, aunque ella aún no lo sabía. En los dos días siguientes no intentó ver a Ali porque tenía que descansar, que ser capaz de andar y porque, de alguna manera, se estaba dejando llevar por la corriente de lo que es irremediable y lo que nadie puede parar. Nadie la telefoneó para darle noticias, al fin y al cabo, ella no existía y a Ali se la podía tragar la tierra, como se la había tragado la tierra en las ocasiones en las que desaparecía, que nadie le daría a ella cuenta de nada. Al tercer día regresó lentamente a la vida sin saber si había comido, se había lavado o había dormido. Simplemente se despertó y estaba viva, así que se encaminó al hospital. Comenzó la visita tratando que le dieran información de una persona ingresada tres días antes por sobredosis de somníferos. «¿Usted quién es?», y después la inevitable pregunta: «¿Qué es exactamente de la enferma?», y siempre la misma respuesta: «Lo sentimos, esos datos son confidenciales, esa información pertenece a la privacidad de la paciente». «La paciente quiere verme», decía Luz, pero de sobra sabía que las paredes de los hospitales son impenetrables, que las personas que trabajan para los hospitales son inmutables, que los enfermos son despojados de todo, despersonalizados, desaparecen, simplemente no cuentan. Luz insistía, y esperaba, y rondaba por las salas y los pasillos como un alma en pena, buscando la comprensión de alguna enfermera bienintencionada que le daba información de Ali, aunque siempre en voz baja, y así se enteró de que había llegado en estado de coma y de que, aunque había salido del coma físico, estaba en un estado de gran confusión mental. Era cuestión de tiempo, le dijeron, pero por ahora la mantenían sedada, verla era imposible, «Eso es imposible, ¿no tiene otra familia?». Y más o menos así iba sabiendo que mejoraba o que empeoraba, que reconocía la situación o que dormía todo el tiempo y, en cuanto a verla, había desistido.

Los hospitales psiquiátricos no son como los demás hospitales, los psiquiátricos tienen puertas difíciles de franquear, que se cierran y ya no se abren y con vigilantes que espían los movimientos de los enfermos y de los otros, de los que van ver a los pacientes. La posibilidad de entrar sin ser invitada era imposible para Luz, aunque los primeros días pensó en ello y buscó distintas posibilidades, aun cuando nunca llegó a creer verdaderamente en ellas. Lo único que podía hacer era confiar en la enfermera Galindo, que tal era el nombre que se podía leer en su placa. La enfermera fue un regalo para Luz porque desde el primer día en que la vio vagando por el pasillo, respirando con la angustia pegada a los pulmones como pez pringosa, desde ese día, se dirigió a ella y le dijo: «¿Es usted pariente de algún paciente?». «No, pariente legal no soy, pero soy una persona muy próxima a una de las pacientes. Sólo quiero saber como está. ¿Podría darme algo de información?». Galindo sonrió con simpatía y Luz supo que tenía una aliada y supo que era un regalo inesperado, algo que jamás le había pasado. Ahora todos sabríamos, la misma Luz no tendría ninguna duda, que Galindo era como ellas, pero veinte años después; no había más que verla y, sin embargo, Luz, por falta de práctica no supo reconocerla y pensó, simplemente, que Galindo era la bondad en persona. Gracias a ella Luz hizo del hospital un lugar en el que pasar las tardes, un lugar en el que reconocía a los familiares de otros pacientes, en el que, con suerte, podía entablar incluso alguna conversación intrascendente que era para ella como lluvia fresca después de un verano tórrido; allí esperaba en la cafetería que apareciera Galindo antes de entrar en su turno, para tomar juntas un café. Y la cara de la joven enfermera, demasiado seria para su edad, demasiado concentrada, pensaba Luz, se le hizo más que familiar, muy querida, aunque aun así, nunca hablaban de nada relacionado con la vida de Ali y la suya, Luz jamás lo había hecho y no hubiera tenido palabras para nombrar las cosas, no habría sabido cómo hacerlo, no se hubiera sentido cómoda. Hablaban del tiempo, de las ciudades que conocían, de la vida aquí o allá, si era más fácil o más fría, y hablaban de los alumnos, de la educación de ahora, de los padres, de las familias que educaban niños y Galindo hablaba también de su trabajo pero poco porque Luz no escuchaba con otra cosa que no fuera una cortés desatención. Luz quería saber de Ali, pero no siempre había algo que decir de Ali, porque, al parecer, había estado los primeros quince días durmiendo. Después, cuando despertó, según dijo Galindo, no hablaba y tenía la mirada fija en la nada, que eso es lo que parecía rodearla, una nada espesa. Galindo le contó que todo el mundo se extrañaba de esa paciente que no tenía a nadie, a la que nadie había ido a visitar y que, aunque le preguntaban constantemente por su familia, ella no aclaraba nada, no daba ningún nombre. Según la dirección del hospital aquella mujer parecía salida de un agujero negro. Más adelante, según contaba Galindo, Ali mejoró un poco y pidió un teléfono que le fue denegado, entonces se enfadó, dijo que quería llamar, que tenía todo el derecho, que por qué la retenían allí contra su voluntad, y a todas esas quejas le respondieron que les diera el número y que ellos llamarían en su nombre a sus familiares, los únicos autorizados a visitarla; en ese momento la enferma cayó de nuevo en el mutismo de antes. Ali, al parecer, dormía mucho y estaba tranquila, las cosas parecían ir lentas pero sin sobresaltos. Según contaba Galindo, el tratamiento no iba a ser agresivo. «¿Electrochoques?», repitió sin llegar a creérselo cuando Luz lo mencionó, «Pero ¿quién le va a aplicar los electrochoques? ¡Por Dios, eso ya no se hace!». Y Luz calló avergonzada, como si Ali y ella fueran las únicas supervivientes de un tiempo muy lejano y del que ahora había que avergonzarse. Fue sólo una pregunta, no dijo más, aunque Galindo podía suponer, si es que sabía algo del pasado, a lo que Luz se estaba refiriendo. Pero la enfermera era discreta y Luz nunca dio muestras de querer que aquella relación pasara a ser algo más, una amistad quizá, la primera amistad que hubiera tenido en su vida más allá de personas circunstancialmente conocidas, más allá de Ali. En el rato en el que se veían en la cafetería, Galindo le contaba las novedades, hablaban un poco y la enfermera entraba después al trabajo, y allí quedaba Luz todavía el resto de la tarde, vagando por los pasillos, esperando noticias nuevas que vinieran directamente de la habitación. Galindo le prometió que cuando Ali diese muestras de estar más recuperada, le diría que ella estaba allí, pero por ahora no parecía prudente, los médicos habían dicho que se evitara excitarla y, por otra parte, Ali, contaba la enfermera, no parecía, la mayor parte del tiempo, ser consciente de ella misma. Eso tranquilizaba a Luz, que pensó que por lo menos no estaría sufriendo.

Ese tiempo permanece ahora borrado por completo, excepto lo que se refiere al hospital. Seguramente seguiría cumpliendo con sus obligaciones cotidianas, las que son necesarias para sobrevivir, seguiría haciendo la compra y la cama por la mañana, pasearía por la ciudad al atardecer, después de la visita a Galindo, e iría con los ojos abiertos en el camino que va del hospital hasta su casa. Las calles se iluminarían al anochecer como ocurre en todas las calles de todas las ciudades y el tráfico sería omnipresente, como ocurre también en las ciudades, aun en las más pequeñas. Todo eso sería así, porque es así en todas partes, pero Luz no lo recuerda porque no recuerda nada sino las visitas al hospital en las que la información que se le daba era siempre la misma, hasta el punto de que a veces parecía que Ali era una mentira, un sueño de su imaginación, que era imposible que un ser humano con ese nombre estuviera allí dentro. El mundo fue quedando fuera, y dentro sólo ellas dos, con el pasado a cuestas y ya sin futuro.