XXVI

Una mañana de sábado Luz se despertó después de una noche pesada, llena de sueños ininteligibles que ahora, al despertar, no eran más que un recuerdo pesado que se negaba a desaparecer del todo. Ali no estaba en su cama. Abrió la ventana y entró un día primaveral y cierto, una luz que no dejó ninguna sombra penetró en la habitación. Los pulmones de Luz respiraron el día y se abrieron y, por un instante, una pequeña sensación de felicidad, ligera y tintineante, se adueñó de ella. Escuchó la ducha y se dirigió hacia aquel sonido cotidiano, y al abrir la puerta del baño, escuchó que Ali cantaba y que parecía feliz como no lo había estado en mucho tiempo, entonces hizo algo de ruido para no asustarla y el canto dejó paso a la risa. Luz esperó sentada en el retrete que Ali saliera y cuando descorrió la cortina y la vio salir, desnuda y empapada, y cuando vio aquel cuerpo que ya no era joven, que era tan conocido para ella como su cama, como su casa, sintió mucha ternura y deseo de acercarse. Por eso se levantó de donde estaba y se acercó a Ali y la abrazó por la espalda y se dejó empapar por la misma agua que la mojaba a ella, y así, abrazadas, mojadas, una desnuda y otra vestida, estuvieron hasta que llegó el deseo a las dos y se besaron. Y pasaron la mañana en la cama, amándose, pero también dejando que el tiempo se fuera, se escurriera sobre ellas, igual que cuando eran jóvenes. Entonces ese día se olvidaron de comer. Apenas hablaron porque las dos habían aprendido a tener miedo de las palabras que en los últimos años las confundían, las alienaban y las llenaban de temor, pero el silencio se suplió de sobra con caricias, como ocurre con todos los amantes. Pasaron las horas y se levantaron tan sólo para prepararse algo ligero que les aliviara el estómago; después continuaron en la cama, mirando a la ventana desde la que sólo se veía el cielo blanco y azul en aquella mañana, y algunos tejados; vista irreal desde la que era posible olvidar la ciudad real que existía unos pisos más abajo. La luz comenzó a cambiar y ellas no se habían movido, el azul se hizo más intenso, después cambió a morado, las manchas blancas se hicieron ocres, los tejados en rojo más lejanos comenzaron a confundirse con las sombras, los corazones se empequeñecieron y se dolieron por el día que se perdía y fue entonces cuando Ali pronunció aquellas palabras en voz muy baja: «Si te lo pidiera, ¿tú me ayudarías a morir?». Aquella frase fue un susurro oscuro más que palabras propiamente dichas, susurro que se arrastró por el suelo antes de llegar a los oídos; Luz miró a la mujer que tenía entre los brazos, ahora vio sus dos cuerpos como lo que eran, los cuerpos de dos mujeres que estaban muy lejos de ser jóvenes y se preguntó dónde estaban todos aquellos años que habían pasado, dónde habían estado ellas mientras los años pasaban, ¿cómo es que no se habían dado cuenta? ¿Habían estado siempre en aquella ciudad silenciosa? Su madre y su padre, aquellos años vividos en un pueblo lleno de luz y de flores, el amor por una niña de su edad, que llegó a ella para llenarla para siempre, el deseo que vino después, pero que entró como una tromba de agua que se lo llevó todo por delante, todo eso, ¿dónde estaba? Luz miró a Ali, que parecía tranquila y la besó en la frente. «No digas tonterías. No quiero escuchar esas cosas, me ponen triste y a ti te ponen triste también». Y Ali pareció entrar en razón porque sonrío y calló y no volvió a decir nada tan triste en mucho tiempo.

Pero la vida de Ali se deslizaba por una pendiente silenciosa y sus periodos de delirio eran cada vez más frecuentes. Entonces no escribía, no comía, no hacía nada excepto respirar. Se sentaba en un sillón y podía estar horas con la vista fija en un punto de la pared y si Luz la hablaba, no daba ninguna muestra de que el sonido llegase hasta sus oídos, a su alrededor se hacía el vacío. Alguna vez, al principio, Luz se enfureció con ella y cuando no contestaba a sus palabras ni se levantaba para comer, llegó a zarandearla furiosa con la intención de hacerla entrar en razón, o por lo menos con la intención de conducirla por la senda de la razón, pero fue mucho peor porque, en lugar de permanecer sentada, se zafó con fuerza de los brazos que la sacudían y comenzó a chillar como una posesa, después lloraba a voces, tiraba las cosas, le pedía a Luz que desapareciera de su vida, alguna vez se hirió con un cuchillo, se golpeaba la cabeza contra la pared y por eso Luz, después de las primeras veces, no volvió a exigirle que saliera de aquel estado de postración en el que a veces se sumía, simplemente la dejaba y dejaba también que la desgracia sobrevolara su casa cuando Ali se ponía así. Era una tristeza bien definida, compacta, la que se adueñaba en esos días de las dos. Una sensación de ahogo, de que el tiempo las arrastraba hacia el abismo, de que no había para ellas escapatoria posible.

Luz terminó participando de esos días negros, terminó por sentir el dolor que Ali transmitía, terminó por no tener recursos para oponerse a todo aquello, pero, por lo demás, la vida era tan normal como podía serlo. Ahora que ya no tenían a nadie fuera de ellas, la vida se concentraba en su piso, en sus paseos por la ciudad algunas tardes, en algunas excursiones con el coche, cada vez menos. Se iba cerrando como una tormenta presta a estallar en cualquier momento, ennegreciéndose, haciéndose cada vez más densa, más opaca, más impenetrable. Luz sabía que la única posibilidad de romper aquel cerco era salir de aquella ciudad, y seguía pidiendo el traslado a un lugar con más sol, con menos silencio. Por lo demás, compartían pocas cosas. Luz, cuando su vida social desapareció, se dedicó a leer, a estudiar, nunca se dio por vencida ni se entregó a la quietud mortal de la que nada espera, mientras que Ali sí que se entregó a la desidia y escribía en sus cuadernos o vagaba por la casa como alma en pena. A veces iba a la compra, se ocupaba de la casa, aunque cada vez con menor dedicación porque desde que en San Onofre la sometieron al tratamiento de electrochoques, jamás dejó de dolerle la cabeza. Pasaba temporadas más o menos buenas, pero pasaba otras que eran muy parecidas al infierno; comenzaba un día con una ligera migraña que iba creciendo y que se expandía por dentro de su cabeza como una ola de humo que entraba en todos los rincones. El dolor iba en aumento durante los días siguientes y había un momento en el que era imposible de soportar y entonces se metía en la cama, aullando de dolor, durante días. A oscuras, evitando Luz hacer cualquier clase de ruido, la casa se convertía en una tumba silenciosa en la que incluso los sonidos más cotidianos, como el ruido de un grifo o una ducha, se intentaba que no sonaran. El médico venía al principio y le daba unas pastillas que le hacían un efecto relativo. Después dejó de venir porque ya le dijo que aquellos dolores de cabeza —jaquecas, dijo— no tenían remedio, que eran congénitos, dijo y dejó a Ali acostada en la oscuridad, cohabitando con los fantasmas de su mente.

Así fueron las cosas hasta que un día de julio, acabando el curso académico, se resolvieron los traslados y Luz vio que el suyo había sido en esta ocasión estimado. La destinaban a una ciudad del norte, a una ciudad de mar que esperaba que sirviera para devolverlas a una vida que estaban perdiendo. Porque aún había tiempo, eso es lo que Luz se decía, que las cosas estaban cambiando muy deprisa en España, que había voces, gente, especialistas, intelectuales, y cada vez más, que defendían a las personas como ellas, que no era el momento de rendirse, después de todo lo que habían pasado. A veces le daban ganas de gritar «no te rindas justo ahora», pero Ali estaba más allá de todo lo que ella pudiera decirle, porque estaba en un lugar en blanco, dominada por el dolor de cabeza. Ali estaba allí donde le dolía el alma sin paliativos, en el dolor de su padre al morir y de su madre que murió insultándola. Ali estaba rota por dentro desde hacía mucho tiempo, pero Luz no quería ver que el desastre era irremediable y, por entonces, se empeñaba en que era posible recuperarla, y pensó que una ciudad distinta, un mundo entero que se abre al que llega de fuera, un color diferente, el azul del mar, aunque no se pareciera al azul de su infancia, servirían para recuperar a Ali. Un lugar donde no hubiera nadie que las conociera, nadie que pudiera gritarles nada, nadie que las buscara para hacerlas daño ahora que lo que buscaban era la soledad absoluta y no hacerse más ilusiones, un lugar en el que habría nuevas voces, nuevas presencias vivas e inanimadas, nuevas calles para andar que no fueran las de siempre, todo por descubrir, desde las plantas a las casas y tiempo para entretenerse en eso, y con todo eso Luz pensó que Ali tenía que mejorar. Y en principio funcionó, porque los cambios siempre alteran el ánimo y abonan el tiempo ya agotado, y mucho antes de instalarse en la ciudad de mar, ya desde los meses previos a la partida, con todo lo que supuso dejar atrás veinticinco años de vida en una misma ciudad, sus vidas parecían poseídas por una fuerza nueva que surgía de un lugar que antes hubieran creído vacío. Después de pensar que no quedaba nada, ahora Luz se sorprendía al ver a Ali hacer planes, planes pequeños, sí, pero era la esperanza la que bullía como agua caliente a punto de hervir debajo de sus palabras. Buscar casa, descubrir el lugar, todo aquello significaba hablar de ello, salir del mutismo, del dolor negro impregnándolo todo, del miedo que seguía teniendo al timbre del teléfono que siempre podía volver a sonar, así que, sorprendentemente, esos meses previos a la partida fueron los mejores, como ocurre con cualquier viaje, que siempre es mejor soñar el viaje que llegar. Los viajes de prospección los hicieron siempre juntas porque Luz ya sabía que no podía dejarla sola ni un momento.

Tarde de domingo de julio, el calor era severo y la luz sólo entraba en la habitación tamizada por las persianas. Luz sentía pesadamente su cuerpo, como un traje grueso que la hiciera sudar. La duermevela de la siesta era placentera y debajo del calor escuchaba ya las reclamaciones del deseo, de un deseo perezoso y torpe, pero urgente. Ali se reía de ella a veces, las pocas veces en las que podía hablar de ello, cuando estaba de muy buen humor, cuando las nubes de su cabeza se levantaban o se aclaraban un poco y solía decir que cómo era posible que tanto tiempo después Luz aún sintiera deseo, y Luz contestaba que siempre sentiría deseo por ella, hasta el último de sus días sobre la tierra, y eso es lo que sentía ahora, un deseo urgente que demoraba no obstante esperando que Ali, en la otra habitación, se despertara, porque ahora, con la ilusión de lo nuevo, sus cuerpos habían vuelto a encontrarse. Entonces sonó el teléfono. Luz no se movió porque sabía que Ali lo cogería en la mesilla de noche. Escuchó su voz de recién despierta —«¿Diga?»—, y después el silencio durante más tiempo del esperable, y mientras el silencio se extendía, la respiración de Ali se fue haciendo cada vez más intensa, hasta alcanzar el salón, donde sus jadeos se escucharon como truenos. Entonces Luz se levantó de un salto y atravesó el pasillo corriendo lo más deprisa que le permitían sus piernas, el jadeo de Ali se confundía con el suyo propio al correr, se le hizo eterno llegar hasta el dormitorio en el que estaba sentada en la cama como una muerta, y como una muerta sujetaba el teléfono, la mano lívida sujetando el auricular, las venas azules que Luz había besado tantas veces atravesaban la piel blanca más azules que nunca. Pero Ali no tenía expresión, sólo permanecía pegada al teléfono porque su mano no podía soltarlo, el resto de sí misma estaba muy lejos de allí. A Luz le costó abrir sus dedos porque eran como una garra sobre el aparato y mientras forcejeaba con unos dedos crispados alcanzó a escuchar la voz de Lucio que gritaba: «Tortillera de mierda, puta, habría que encerrarte para siempre». Luz gritó tratando de acallar el fuego del infierno que vomitaba el teléfono, pero Ali no lo soltaba y lo agarraba con una fuerza que Luz desconocía y que no podía doblegar porque aquella voz, cuyo solo timbre le revolvía el estómago, seguía saliendo del aparato. «Mierda, ¿cómo ha conseguido este teléfono? No figura en ningún sitio. ¿Quién se lo ha dado?». Con sus palabras sólo quería que Ali volviera a la realidad, que la escuchara a ella, que se indignara, que se defendiera, que colgara, que acabara con aquello, pero los ojos de Ali no miraban a ningún sitio mientras sujetaba el teléfono como si fuera el cable que la unía a la vida. Por fin Luz se lo arrancó y colgó y con el pequeño ruido que hizo el teléfono al cortar la comunicación se hizo también el silencio y se cerró la puerta del averno, aunque Luz tuvo la impresión de que Ali se había quedado al otro lado, atrapada. Luz la abrazó y la hundió en su regazo, y la acunó como a un bebé, pero sabía de sobra que aquella llamada no se había acabado al colgar el auricular, sino que se había introducido en ella y que allí permanecería como un rescoldo que no termina de apagarse, comiéndose lentamente sus entrañas.

Y todo regresó como si nunca se hubiera ido, el despertar por la mañana, cuando al abrir los ojos ya sentía pánico, no melancolía ni tristeza, ni siquiera dolor: sólo pánico, porque el despertar después del sueño pesado de las pastillas era la vuelta al horror, al miedo de su propio cuerpo, al que temía por sus dolores de cabeza, por el estómago que le ardía de la mañana a la noche. Abría los ojos y ya tenía miedo del miedo y del día que le quedaba por delante hasta que pudiera volver a dormirse; de esa angustia que sentía cada vez que sonaba el teléfono, cada vez que sonaba el timbre de la puerta, cada vez que escuchaba pasos en la escalera. Había pocos momentos de calma y estos podían verse rotos en cualquier momento por las ideas que se le metían en la cabeza sin que ella pudiera hacer nada para cerrarles la puerta, porque en cualquier momento podía tener la sensación de que la estaban espiando, de que la estaban siguiendo, de que hablaban de ella a sus espaldas, porque escuchaba murmullos cuando pasaba cerca de algún portal, porque decía escuchar voces confusas dentro de su cabeza y la soledad le aterrorizaba porque en ella estaba condenada a escuchar los ruidos que poblaban su mente. Luz se esforzaba, pero ni siquiera podía acercarse a lo que Ali sentía, estaba muy lejos de ella. Todavía, a veces, pasaba temporadas buenas, pero cualquier cosa podía hacer que cayera por la pendiente, y la voz de Lucio era una de esas cosas; la sensación de que su hermano iba a encontrarla siempre, hacía que no quisiera vivir más. La última llamada de su hermano, cuando ya estaban a punto de mudarse, sirvió para que comprendiera que no había sitio en el mundo para ella porque, fuera donde fuera, Lucio siempre la encontraría, así que dejó que Luz hiciera planes para marcharse, dejó que se sentara con ella a recordar lo que había sido su vida en aquellos veintitantos años pasados allí, dejó que preparara la mudanza, dijo que todo le parecía bien, pero en realidad no estaba allí, ni podía vislumbrar siquiera el futuro, porque no había futuro para ella. Ahora había tardes en las que las dos se sentaban en el salón y recordaban la alegría de reencontrarse cuando aprobaron las oposiciones que pensaban que les traería la libertad, ahora se sentían viejas. El tiempo había pasado como un desastre, llevándoselo todo por delante y no dejando tras sí nada más que ruinas, y por eso recordar ahora aquella alegría inconsciente les producía a las dos un dolor muy intenso porque habían enterrado sus vidas demasiado pronto. Había habido momentos de felicidad en el pasado, pero la felicidad requiere algo de felicidad para poder ser recordada, si no se convierte en un sentimiento extraño, que no puede abarcarse en su totalidad y Luz cada vez tenía más miedo por Ali, por sus ausencias, por las voces que escuchaba, porque se negaba a todo, porque no quería más que dormir. «Allí no nos llamará nadie. Nadie sabe dónde vamos, será como empezar de nuevo», pero ella misma al decirlo sabía de sobra que era demasiado tarde y sabía también que era muy fácil seguir la pista de una profesora de instituto. Si Lucio quería encontrarlas iba a hacerlo, tan pronto como quisiera. Luz siempre tuvo una cierta de sensación de que todo era inevitable y de que las cosas sucederían sin que ella pudiera modificarlas en lo más mínimo. La tuvo hasta el final, mientras observaba como Ali se precipitaba por la pendiente de la destrucción.