XXIV

La vida fue pasando sobre ellas con dificultad; doliente, pesada, agria y espesa como la leche. Pasó mucho tiempo —ese que Luz pensaba que serviría para sanar las heridas— y se produjeron algunos cambios. Ali no volvió a trabajar, nunca recobró las fuerzas ni las ganas, aunque eso no les importó, sino que más bien fue una liberación para ambas. Su disposición desde el principio fue la de empezar de nuevo, con otro ritmo, superando un corte profundo que se había producido, pensando que podrían saltar por encima de aquel hueco, y ahora, cuando Luz se entretiene en mirar atrás es capaz de distinguir un tiempo en el que volvieron a ser casi felices, con su intimidad recuperada. No obstante, incluso en aquellos momentos podía darse cuenta de que algo de Ali había quedado perdido para siempre, algo que jamás podría contar y por tanto recuperar, algo que quedó abierto y que las dos lucharon en vano por cerrar. Ali volvió a ser la de siempre, con su interés por las cosas pequeñas de la vida, esforzándose en que la vida de ambas discurriera armoniosamente, sólo que a veces un agujero se abría dentro de ella y la invadía una angustia sin límites que no sabía cómo controlar, y se dejaba ganar, y entonces el agujero negro se extendía como una mancha de aceite, y crecía de manera amorfa hasta ocuparlo todo. Era cuando Ali se quedaba en blanco, cuando perdía la memoria, cuando no encontraba las palabras y los ojos miraban a un horizonte vacío que no quería decir nada, entonces podía olvidar hasta su nombre, y después volvía en sí y donde había habido un agujero, este se llenaba de miedo, un miedo cerval a que la nada acabara un día por ganarla del todo y se la llevara con ella en un viaje sin retorno. Si Luz podía, la tranquilizaba con besos y con caricias porque Luz era, o se esforzaba por ser, la seguridad de que la realidad había vuelto a hacerse presente.

¿Cómo pasó tanto tiempo pareciendo tan poco? ¿Cómo se fue sin que nadie se diera cuenta de que se iba? No es posible decirlo, así es la vida, simplemente fue transcurriendo siempre igual hasta que los días se hicieron indistinguibles unos de otros, y las noches parecían durar más horas de las que les correspondían. Fueron años que vivieron sumidas en un limbo que a veces era tranquilo, a veces doloroso, en el que lo cotidiano lo ocupaba todo con una grisura uniforme y tranquilizadora, sin sobresaltos.

Ali no tuvo en los primeros dos años más noticias de su familia y eso le trajo paz. Cierto que llegaron dos cartas, pero Luz nunca se las entregó sino que las tuvo guardadas durante meses, sin atreverse ella misma a leerlas. Las metió en el fondo de uno de sus cajones y de vez en cuando, cuando estaba sola, en los pocos momentos en que estaba sola, pensaba en abrirlas y en leerlas, pero cuando ya había tomado la decisión y tenía el pomo del cajón en la mano, entonces se arrepentía y pensaba que lo que allí estuviera escrito no podía traerle sino sufrimiento e inquietud, y volvía a cerrar el cajón, y así estuvo hasta que un día se levantó, abrió el cajón con determinación, las sacó y las rompió en mil pedazos sin leerlas.

Así que su vida era normal, frágil normalidad aquella, aunque esperanzada, era una vida casi como la de cualquiera en la que ambas pensaban que las cosas no podían sino ir a mejor, que el tiempo terminaría por restañar las heridas abiertas, y se dejaban estar sin oponerse a nada. Ali acudía a un médico, pero no le contaba nada del pasado, ni del presente, sólo le hablaba de su insomnio, de sus temores, de los vacíos de su memoria, de la fragilidad de sus nervios, y conseguía así las pastillas que la ayudaban a dormir. En este tiempo, si Ali era casi transparente, Luz casi desapareció de la faz de la tierra, porque toda su vida se contrajo y se redujo a cuidar a Ali, y ya no había trabajo para ella, que tanto le había gustado, ni alumnos, ni compañeros; ya lo mismo daba estar en una ciudad que en otra, y lo mismo daba que la tarde fuese clara o entrada en agua. Las horas que pasaba lejos de Ali eran de angustia, pensando en ella y con miedo a que el vacío estuviese al otro lado. Cada vez que salía de casa tenía miedo de no volverla a encontrar al regresar y así poco a poco las dos terminaron por ser prisioneras la una de la otra, el miedo de una del miedo de la otra, pero era una forma de vivir, e iban viviendo.

Lo peor eran los dolores de cabeza que Ali comenzó a sufrir al poco de regresar y que no desaparecieron nunca. Unos dolores que comenzaban en las sienes y que enseguida se le clavaban en los ojos y se transmitían por su sistema nervioso a todo el cuerpo. Entonces había que hacer la oscuridad en toda la casa porque un solo rayo de claridad era como un alfiler para ella y había que hacer también el silencio porque el más leve sonido dolía Luz se quedaba esas tardes a su lado, cogiéndole la mano, poniendo paños húmedos en su frente, buscando aliviarla cuando Ali se quejaba con unos gruñidos sordos a los que Luz respondía doblando la dosis de sus pastillas sin que ella se diera cuenta. Y así, al final acababa por dormirse, cansada de dolor, agotada, y Luz se quedaba allí quieta en la oscuridad, procurando no hacer ruido al respirar y pensando en marcharse de aquella ciudad pequeña y provinciana que se le hacía agobiante. Comenzó a pensar en ir a Madrid, donde nadie las conocía ni podría encontrarlas, y la quería más que nunca cuando la miraba dormir, con el ceño al fin relajado, y veía de nuevo a la niña, a la adolescente que había visto crecer a su lado. Alguna vez había ocurrido que Ali se había despertado, libre de todo dolor, y al ver a Luz allí sentada había sonreído y la había atraído hacia sí como antes y entonces se habían reencontrado con auténtica alegría, como si se vieran por primera vez después de un largo viaje. Por eso, a pesar de los dolores, de la angustia que a veces se instalaba en aquella casa, aquellos dos primeros años mantuvieron viva una esperanza pequeña, y hubo periodos de alegría, y hubo periodos de reencuentro y de despreocupación, de confianza en el futuro, de salir de excursión como antes, de hacer planes, de comprar cosas, sólo que al final de todo aquello había un hueco que no acababa nunca de llenarse y que siempre podía abrirse de nuevo.

De aquellos meses Ali sólo contó que recordaba los electrochoques como si fueran fogonazos, contó que lo peor de todo era el sonido del corazón, la sensación de que el corazón se paraba de repente, la angustia hasta que lo notaba latir de nuevo y de lo demás siempre dijo que lo había olvidado todo. Recordaba vagamente algunas conversaciones con los médicos, pero no era capaz de acordarse de mucho más, y tenía sentimientos ambivalentes hacia su familia a la que ni odiaba ni culpaba de nada, sino que, ante la desesperación de Luz, decía que era normal que se hubieran preocupado por ella y que hubieran buscado siempre lo que consideraban mejor, y lo sentía especialmente por su padre, porque lo imaginaba envejeciendo lejos de ella, siempre triste. Luz nunca pudo romper ese vínculo del todo.

Por lo demás, el tiempo fue pasando y quedando atrás, y a su alrededor las cosas cambiaban deprisa, el mundo se transformaba de un día para otro, y ahora había días en los que Luz volvía a necesitar hablar de lo que eran, de lo que eran la una para la otra, y le parecía muy importante poner nombre a las cosas para dominarlas y no estar a su merced. Un día que había sido bueno, estando en la cama, Luz dijo: «¿Sabes lo que somos?». Ali no lo sabía, y Luz entonces pronunció las palabras exactas: «Somos amantes, y somos amantes porque somos homosexuales». Entonces Luz pudo notar cómo Ali, a la que tenía abrazada, se contraía, y la vio levantarse de un salto y vestirse en silencio, sin pronunciar una sola palabra, y así estuvo toda la tarde, y sólo por la noche, cuando ya estaban de nuevo en la cama, Ali dijo: «No vuelvas a pronunciar esa palabra en esta casa», y Luz no volvió a pronunciarla. Pero a pesar de todo, de eso y de otras cosas, si Luz piensa ahora en aquel tiempo, lo consideraría bueno, agradable, pausado, vivido sin sobresaltos, trabajando día a día por enterrar el dolor y consiguiéndolo a medias.

Y un día de marzo, estando Ali sola en casa por la mañana, una mañana que había amanecido como todas las demás, sonó la puerta y llegó un telegrama en el que le notificaban que Augusto había muerto. Entonces Ali se sentó a esperar que Luz volviera y cuando lo hizo le dijo, con una serenidad extraña en ella, que quería ir al entierro de su padre. En las cuatro horas en las que Ali estuvo sentada en el sillón, mirando el telegrama abierto sobre la mesa, lo que se le vino encima, como una marea negra e impenetrable, fue la culpa. La culpa, que a duras penas había logrado en todos esos años mantener a raya, ahora encontraba un agujero en la coraza y entraba a borbotones, sin medida. La culpa que le mostraba a su padre solo, a su madre triste y vieja; la culpa que le hacía regresar al pueblo, a los años en los que su padre volvía a casa con las manos destrozadas de trabajar en el campo, con la camisa oliendo a rancio y a sudor viejo, y después en el mar, con las manos igualmente enrojecidas de trabajar el pescado. La culpa que le mostraba a su madre agotada de tanto lavar y trabajar, sólo para que ella pudiese estudiar; la culpa por haberles desilusionado, por no haber sido lo bastante buena para ellos, la culpa por haberles abandonado. Pero no dijo nada cuando Luz volvió y lo único que pudo decir es que quería ir al entierro. Discutieron durante horas y podría decirse, sin temor a exagerar, que aquella fue la peor discusión de su vida porque hasta ese momento las cosas estaban mejorando, la angustia se estaba desvaneciendo poco a poco, Ali estaba cada vez más fuerte y las pesadillas eran menos frecuentes, y ahora, pensaba Luz —y lo decía a gritos—, ahora quería volver a comenzar todo de nuevo en un camino que parecía no tener fin, que las conducía a la destrucción sin remedio. Luz se opuso con todas sus fuerzas a que Ali emprendiera aquel viaje y cuando por fin tuvo que ceder —Ali se mostró inflexible—, decidió que la acompañaba.

Casi cinco años después de su internamiento en el hospital de San Onofre, en donde había estado nueve meses sometida, entre otras cosas, a electrochoques, ahora Ali volvía camino de Valencia a encontrarse de nuevo con su madre y con su hermano. Otra vez ese camino que Luz se había prometido no volver a hacer, y que ahora hacía porque no es posible prever los golpes dé la vida. Luz buscaba la manera de amarrarla de una vez, a ella, a la vida, a la vida de ambas, a su realidad y Ali escapaba con la cabeza pesada, honda, con la memoria interfiriendo en el presente hasta que ya no podía distinguir la una de la otra; con el presente colgando de un hilo, con la culpabilidad bailando sobre todos su pensamientos. En aquel momento estaban juntas, pero nunca habían estado tan alejadas. Luz ni siquiera quería moverse de su lado, hubiera querido estar con ella, llevarla del brazo hasta su casa, hasta el cementerio después, no salir de su espacio físico, no desaparecer de su vista ni un momento porque temía que Ali desapareciese de nuevo tragada por una realidad distinta, que se escondía y que no se veía a simple vista, pero que estaba ahí, que siempre había estado ahí, por debajo de cualquier posibilidad, y que las odiaba, que quería separarlas, hacerlas desaparecer.

Pero ante la sorpresa de Luz, que no lo esperaba, pasado un primer momento en el que Ali se dejó ganar por el llanto, como era lo normal en tan amargo trance, se irguió sobre sí misma y mostró un rostro de templanza y serenidad desconocido. Ali le aseguró a Luz que esta vez no pasaría nada, que no había de qué preocuparse, y por un momento Luz concibió la esperanza de que Ali verdaderamente estuviese curada de todo su pasado, incluso de su familia, del miedo, de la vergüenza, ahora que parecía toda suficiencia y dominio de sí misma. Y las cosas no fueron mal en aquel viaje porque mientras Luz esperaba en un hotel llena de angustia, espera que era casi una costumbre, Ali se fue al entierro de su padre. «No te preocupes —le había dicho—. No va a pasar nada, hablaré con mamá y con Lucio. Sólo quiero despedir a mi padre, saber cómo murió, esas cosas. Pero tú no te preocupes. Esta noche estaré de vuelta». Luz quedó atrapada entre aquellas palabras falsas y la esperanza, aplastada por la inminencia del horror. Sonó la puerta de la habitación al cerrarse, ni un beso, ni una caricia, ni una mirada siquiera, ¿era así como todo había de terminar? Y sobre todo ¿qué terminaba? La vida, pensó, la vida misma, y por un momento ella, que era de naturaleza optimista, se dejó llevar, arrastrar casi, por pensamientos no deseados pero que crecían como la mala hierba en su cabeza. Entonces, como levantada por una descarga corrió al balcón y lo abrió lo más deprisa que pudo y la vio marcharse, doblar la esquina, aunque ya era demasiado tarde para gritar «vuelve» y volvió dentro, con el corazón desbocado de dolor.

Ali subía por la calle pensando en su padre muerto, trataba de concentrarse en su voz y se dio cuenta de la imposibilidad de recrear una voz en la memoria. Cogió un autobús y se sorprendió de que a pesar de los años y de los cambios en las calles, los autobuses continuaran haciendo los mismos recorridos que ya hacían cuando ella había ido allí a estudiar, y se bajó allí donde siempre se bajaba cuando acudía a la academia para preparar las oposiciones y anduvo las escasas cuatro calles que la separaban de lo que seguía llamando «mi casa»; que a todos nos pasa, nos guste o no, que la casa de la infancia permanece siempre como la única casa habitable en la memoria. La puerta la abrió una prima a la que creyó reconocer muy lejanamente en el recuerdo pero que, sin duda, sí que la reconoció a ella porque la dejó pasar sin hacer preguntas hasta el salón donde se sentaba su madre y donde esperaba también Lucio. Aurelia era la imagen de la desolación y, como estaba tan desmejorada, Ali pensó que a ella también le quedaba poco tiempo en este mundo y por eso su ánimo ya estaba dispuesto a perdonarle todo cuando se arrodilló para abrazarla. La madre la abrazó también apoyando la cara en su hombro y comenzó a llorar, y, aunque aquel llanto parecía inocente, ya estaba lleno de exigencias que Ali percibió, pero no tuvo fuerzas para negarse porque en el llanto de su madre, en las caricias de su hermano, hubiera querido desaparecer para siempre, tragada, succionada por el túnel de la memoria remota que conduce a la infancia más lejana y más perdida. La madre sollozaba: «Ali, Alicia —dijo—, tu padre te quería mucho». ¿Era eso un pedir perdón por el sufrimiento que le habían infligido, sufrimiento escudado en el amor? Puede que lo fuera, y con eso le hubiera bastado a Ali, que quería ya marcharse, liberarse de los brazos que la encadenaban, cumplir con su papel de hija doliente y volver con Luz, pero no era bastante para Aurelia, que no estaba dispuesta a dejarla marchar hasta relatarle una muerte lenta, una muerte larga y que se había hecho de rogar. «Tu padre te llamaba al final, pero no sabíamos dónde encontrarte. Te escribimos dos cartas, pero no contestaste y pensamos que te habías mudado. Quería verte, quería que le prometieras que ibas a volver a casa, que ibas a volver a ser la hija que siempre fuiste antes de que pasara eso». Ali no dijo nada, no tenía palabras para enfrentarse a eso. Después quiso ver a su padre antes de que se lo llevaran, pero el ataúd estaba cerrado y sólo esperaban que ella llegase para salir hacia el cementerio. Allí aceptó los pésames con una sonrisa triste, y se mantuvo firme cuando su madre la cogió de la mano y le pidió que se quedara, que no volviera a aquella vida, que le diera a su padre, que la veía desde el cielo, eso seguro, la última alegría que le había negado en vida. Se mantuvo firme y tranquila y no escuchó los cantos de las sirenas y, terminado el sepelio, se volvió al hotel donde Luz esperaba. Y cuando Luz escuchó la llave en la cerradura pensó que a lo mejor hasta dos personas como ellas gozaban de una oportunidad en este mundo. Sin decir mucho pagaron el hotel y volvieron a la ciudad mesetaria.