XXIII

A Luz no le fue difícil ver a Ali. Tres o cuatro días después de que comenzara a rondar la calle en la que vivía la familia Pueyo, pudo ver cómo la sacaban del portal, porque eso es lo que hacían con ella, sacarla, arrastrarla, tirar de un cuerpo inerte que apenas andaba, sino que se arrastraba cogida del brazo de Aurelia o de Lucio a veces. Lucio siempre vigilante y áspero no sujetaba su cuerpo, tiraba de él. La mirada de Ali, protegida en todo momento por unas gafas de sol, era un secreto para los viandantes, también para Luz que hubiera dado cualquier cosa por poderle ver los ojos, porque los ojos lo dicen todo de una persona y dicen también si hay vida o si la persona está muerta. Sin los ojos uno no es, es sólo un cuerpo que se desplaza, el alma está en los ojos y el alma de Ali estaba cegada. En el momento en el que Luz se dio cuenta de que aquel cuerpo escuálido, frágil como una rama a punto de quebrarse, pálido, de color niebla era Ali, todo en su interior se dio la vuelta y la pena se le olvidó; porque allí estaba y no muerta como había temido, sino viva aunque enferma, y la enfermedad lleva consigo la esperanza de la salud, eso es lo que vio Luz. Vio un futuro posible después de muchos meses pensando en un futuro cegado, por eso se le alegró el corazón aunque después, más calmada, vio la miseria de aquel cuerpo que se arrastraba y que necesitaba de otro para caminar. Vio los pasos de vieja que daba Ali e incluso desde lejos como estaba pudo escuchar el sonido sordo y difícil de una respiración ahogada, de unos pulmones que se esforzaban en mantener en pie un cuerpo que se desplomaba. Hubiera dado cualquier cosa por verle los ojos, porque descubriendo su mirada hubiera podido evaluar la magnitud de su daño. Ali se fue dando una vuelta a la manzana y Luz la siguió desde muy lejos. Después volvieron al punto de partida y Ali entró de nuevo acompañada por aquellos que no parecían dejarla sola un solo instante, y entonces ya no había otra cosa para Luz que esperar una oportunidad para poder verla a solas, para poder hablarle, y en ese empeño se le fueron las siguientes semanas, que pasaron lenta y tristemente, como pasa el tiempo cuando viene lleno de desesperanza.

Pasaron los primeros días en los que Luz se esforzó por aprenderse el ritmo de Ali, hasta que supo con seguridad cuándo entraba y cuándo salía. Aprendió por fin las horas a las que Ali paseaba, y fue viendo que los paseos eran cada vez más frecuentes y más largos, aunque siempre salía acompañada. Según sus pasos se hacían más seguros, Luz supo que llegaría el día en que saliese de casa sola y que ese sería su día, era cuestión de esperar. Por eso vio con alegría como de las salidas por el barrio se pasó a salidas en coche, la naturalidad parecía estar llegando a aquella casa mientras Luz esperaba con paciencia —si algo atesoraba era paciencia— y determinación. Nunca en ese tiempo se le pasó por la cabeza, ni una sola vez, la posibilidad de que su historia en común hubiese acabado, nunca, sino que en esas semanas de espera, Luz se instaló en una cierta rutina que terminó siendo tan agradable cómo todas las rutinas, tan protectora, tan salvífica como lo es siempre el tiempo ordenado y domeñado y llegó un momento en el que le parecía que eso era la vida y no otra cosa; que ese seguir a Ali en la distancia, dar sus clases, dormir hasta tarde por la mañana, esperar, esperar, esperar, eso era la vida. Y no era mala vida porque estaba ordenada y los pasos se iban siguiendo unos a otros, hacia adelante, con un objetivo; porque los días pasaban despacio y suavemente y las aristas de la angustia desaparecieron para dejar paso a una tristeza vaga de la que era posible beber y alimentarse.

Hasta que una mañana Ali salió sola de casa y tan sorprendida parecía ella misma como Luz que la observaba detrás de un coche. Ali parecía andar con los pies como plomos, arrastrándolos, parecía caminar como si acabara de aprender a hacerlo esa misma mañana, así de insegura se la veía. Se movía por la calle como si mil enemigos la estuvieran acechando, y así, pegada a la pared, encogida, andando muy despacio y vacilante caminó sin rumbo aparente por el barrio hasta que se metió en el parque, seguida de cerca por Luz. Cuando llegó a una glorieta recoleta en medio del jardín buscó un banco y se sentó y allí quedó con la cara vuelta al sol, buscando su calor, y Luz supo que ese era el día que venía esperando y tuvo miedo porque siempre se teme lo que se espera, el cumplimiento del deseo deja el deseo mismo sin esperanza, porque se había acostumbrado a ese esperar y se había acostumbrado sin rebelarse, porque uno puede acostumbrarse a todo, incluso a la espera de la muerte y aceptarlo, y dejarse llevar con suavidad. Aquellas semanas, tras la agonía que siguió a la desaparición, habían sido de cierta placidez después de todo y ahora era el momento de romper con eso y de dar un paso en una dirección u otra, por lo que se acercó a ella y se puso delante dejando que Ali levantase poco a poco la cabeza, que se fuera dando cuenta lentamente. Por fin se quitó las gafas y Luz pudo ver que Ali era ahora otra persona, otra distinta de la que era, una persona que la miraba con los ojos rodeados de una aureola morada que le transformaba el aspecto de la cara, unos ojos que miraban huecos, hinchados, perdidos y asustados. Ali la miraba desde muy lejos, y luego pareció regresar, despacio y con dolor, hasta allí mismo y aquellos ojos extraños se llenaron de lágrimas, y ella no hizo nada por evitarlas, dejó que cayeran por sus mejillas mientras comenzaba a sonreír. Luz tuvo miedo. En todo ese tiempo había pensado en su convivencia rota, en lo que les habían quitado a ambas, había pensado en su propio dolor, en la soledad, en la injusticia, en la rabia, en el deseo también y en el cuerpo, había pensado en su vida sin Ali, en el vacío, en el amor, pero no había pensado nunca en lo que Ali estaría pasando, porque Ali, después de todo, se había marchado por su propia voluntad. Luz no se había enfrentado a la posibilidad de que Ali hubiese querido volver y no hubiera podido hacerlo: no había pensado en que podían haber secuestrado su voluntad, y no había pensado en su sufrimiento, porque el propio dolor suele taparlo todo y ahora allí estaba Ali, que parecía haber sufrido más que ella misma y que, desde lo lejano de su mirada, dejaba salir un dolor que ninguna palabra podría expresar. Ali estaba fuera de la que había sido, no volvería.

«No te he llamado», fue lo que acertó Ali a decir, «pensé que no querrías saber nada más, que estabas mejor sin mí. Yo no te traigo más que problemas». Entonces, buscando dentro de sí, y encontrando después allí donde todo parecía haber sido arrancado, Ali se abrazó a la cintura de Luz, que permanecía de pie frente a ella, hundió la cara en su ombligo y la apretó con tanta fuerza que Luz a duras penas podía respirar. Allí quedaron un rato, unidas por aquel contacto, alimentándose, cogiendo fuerzas porque estaban exhaustas, y la gente las miraba al pasar, aunque a ninguna le preocupaba ya la gente, sólo necesitaban permanecer en silencio la una contra la otra. Después Luz levantó a Ali y, cogiéndola del brazo, se la llevó despacio hacia su hotel, y Ali no pronunció una sola palabra de resistencia, no dijo nada, se dejó arrastrar con una sonrisa en los labios, la voluntad entregada. Luz tampoco dijo nada porque entendía que todavía no era posible hablar, que las palabras habrían de venir mucho después, cuando Ali ya no pudiera contenerlas y le salieran a borbotones, sin pensar, y sólo entonces tendrían sentido. Esta vez no lloró, su cara estaba serena, los ojos secos, su figura, muda, estaba sentada en un sillón muy derecha, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Luz se sentó frente a ella también en silencio, pero no se atrevió a tocarla, a cogerla de las manos, porque sentía pudor, la sentía otra, podía ver que estaba en otro lugar, y sólo después de mucho, cuando la luz de la calle había cambiado y las sombras de la habitación se habían situado en un lugar distinto, Ali dijo con voz muy ronca. «Tendré que llamar a casa, me estarán buscando. Si no llamo, ellos llamarán a la policía y será peor». Luz no dijo nada, entendió que aquella llamada era inevitable, se quedó inmóvil viendo como Ali cogía el auricular y marcaba el número de su casa. Ni le tembló la mano ni le tembló la voz al decirle a su madre que no iba a volver a casa esa noche porque volvía a su casa, y Luz se sintió orgullosa y pensó que Ali era ahora una persona que había aprendido algunas cosas, una mujer adulta.

Con voz firme dijo lo que quería decir, sin que la voz se le alterase respondió con firmeza a las amenazas que debían venir del otro lado de la línea, ella misma amenazó con un escándalo que podía evitarse, no tenían que verla, no tenían que estar en contacto con ella, podían pensar que había muerto, podían decir que había muerto, y entonces Luz tuvo, a su pesar, que concebir algunas esperanzas, ¿era posible vivir después de todo?, ¿era posible que aquellos meses le hubieran servido a Ali para crecer del todo y para liberarse de sus ataduras? Ahora Ali estaba sentada de nuevo y sólo dijo: «Creo que por ahora me dejarán en paz». Luz se sentó a su lado y la abrazó y, como antes, Ali se escondió en su abrazo y pareció querer que le diera la vida y en aquel abrazo se les fue el día y era como si ellas dos hubiesen vencido, estaban juntas, luego habían ganado. El tiempo había pasado como ocurre siempre, que no hay quien lo detenga, y se hizo de noche y con la llegada de la noche comenzaron a besarse. Lengua, saliva, moco, lágrimas, el dolor, la felicidad, todo revoloteaba, entraba y salía de sus bocas y pasaba de la una a la otra y después vino el tenderse sobre la cama y la necesidad absoluta de hacer lo que terminaron haciendo, la imposibilidad de detenerse cuando el cuerpo de Ali apareció blanco, quebradizo como nunca lo había visto, debajo de la ropa que la ocultaba. Durmieron abrazadas. Luz la abrazaba por detrás porque tenía miedo de que volviera a marcharse y ese era un miedo que ya no la abandonaría.

Por la mañana, el mundo apareció extraño. Luz esperaba una historia coherente de varios meses de ausencia, de dolor, de lejanía y sólo encontró un silencio vago y huidizo. Ali estaba allí a veces, cuando la miraba con los ojos anegados en agradecimiento, pero otras veces parecía marcharse lejos y, sobre todo, sola, y contó muy poco, no quiso dar detalles —se negó a los detalles—, y Luz tuvo que comprender que serían demasiado dolorosos para convertirlos en palabras, pero no sabía que no era dolor, sino vergüenza, y que la vergüenza es un sentimiento más profundo a veces que el dolor. Se extrañó de aquel silencio inesperado, pero no insistió porque en ese momento a Luz sólo le preocupaba salir de allí lo antes posible y el silencio de Ali ahora no parecía amenazante, sino al contrario, era como una pomada calmante que sanaría sus heridas poco a poco. Lo que ocurrió es que los meses de infierno parecieron de pronto reducirse a un inconveniente pasajero y a Luz le costaba ahora recordar que hubo momentos en los que apenas podía respirar, en los que estaba convencida de que no sobreviviría; le costaba recordar que había habido noches en las que se había sentido ahogada por la rabia, en las que parecía que el dolor iba a partirla en dos mitades; todo eso había desaparecido, parecía lejano y, sobre todo, parecía exagerado. Con Ali sentada en el sillón, mirando la calle con interés, a Luz se le hacía difícil comprender el sufrimiento pasado, y Ali quiso también olvidarlo, meterlo en lo más profundo de su memoria y no sacarlo nunca, se avergonzaba, quería no sólo olvidarlo, sino también negarlo.

Los días siguientes fueron de trajín práctico y no dio tiempo a nada. Había que dejar aquella habitación, recoger las pocas cosas acumuladas, preparar la vuelta, comprar los billetes. Lo que más llamaba la atención de Ali era que su cuerpo parecía otro, muy diferente del que Luz recordaba haber estado abrazando apenas unos meses antes, y es que el cambio de Ali no sólo se había producido por dentro, sino que también por fuera parecía haberse trasmutado en otra persona; más pequeña, más delgada, más pálida, más frágil, en la que lo vivido había quedado escrito en su cuerpo, y desde entonces el sufrimiento de Ali quedó para siempre a la vista, como una llaga.

Las dos salieron de aquella tierra con la intención de no regresar nunca más. Habían hablado de recuperar la felicidad que habían conocido en aquella ciudad expuesta a los vientos de la Meseta, habían pensado que con recuperar parte de la vida que habían tenido les bastaba, así que atravesaron media España hasta llegar a aquella casa lejana, que ahora les resultaba extraña y desconocida porque había pasado casi un año. Ali sonrió al entrar y pasó un día entero sin querer moverse de allí, empapándose de cada centímetro de pared, quería volver a tenerlo todo, y aunque parezca difícil de creer después de lo pasado, en apenas dos semanas la vida era parecida a la de antes, y eso, en el fondo, es triste, porque el dolor se difumina como si nunca se hubiera sufrido y deja de tener sentido, si es que alguna vez lo tuvo.

Luz pidió el reingreso, aunque con jornada reducida porque no quería dejar sola a Ali mucho tiempo y fueron ambas las que decidieron que, por el momento, Ali no trabajaría, porque con lo que Luz ganaba daba para vivir las dos. Fue Luz la que se deshizo del apartamento que Ali había utilizado de tapadera y en el que había vivido su familia y que Ali ya no quería ni volver a pisar, ni hablar siquiera de él. Era Luz la que hacía las gestiones, la que se ocupaba de todo, la que hacía la compra, la que se ocupaba de la vida, de que siguiera y no se detuviera y ya no se quedaba en el colegio más tiempo del necesario, todo eso cambió, la vida se cerró, el silencio era como una tormenta amenazante.

Luz no presionó a Ali para que hablase en la creencia de que lo importante era que se recuperase de aquel tiempo, del hospital, del tratamiento, porque lo cierto es que de todo aquello, Ali no dijo ni una palabra, no quiso hablar y Luz se vio primero sorprendida y después imposibilitada para romper el muro de silencio que Ali levantó en torno suyo. Luz intuía que el silencio era el síntoma de una enfermedad, o la enfermedad misma, y un día sugirió que quizá fuera bueno que Ali visitase a un psiquiatra que la ayudara con los recuerdos que le resultasen más pesados, y le explicó que había oído hablar de que en Madrid había psiquiatras que no juzgaban sus comportamientos, que no creían que lo que ellas eran fuese malo, sino algo normal, pero Ali se puso como loca, no la dejó acabar la explicación, gritó y se tapó los oídos. Era otra vez hablar de «ello», era expresar que les pasaba algo, que había algo que necesitaba explicación, o que había algo que, en el mejor de los casos, era lo que les había causado sufrimiento, y Ali no quiso escuchar porque eso siempre había sido un secreto compartido por ellas dos, por nadie más, y cuando el círculo del secreto se abría, Ali estaba convencida de que, entonces, sobrevenía la destrucción. «¡Todo se sabrá!», gritó fuera de sí. «¿Cómo voy a hablar con un psiquiatra? Estás loca. Me llevarán otra vez al hospital. ¡No vuelvas a decir nada parecido, no lo menciones siquiera! Nadie, nadie tiene que saber nada y, además, a nadie le importa. Es cosa mía y tuya, de nadie más».

Y no se dijo nada a nadie y tampoco volvieron a mencionarlo entre ellas, así que esa parte del pasado desapareció como tragada por la memoria, y durante unos meses las cosas parecieron ir como antes. Ali se recuperaba poco a poco, cogía color, fuerza y apetito, su cuerpo parecía ganar peso y consistencia, pero no trabajaba, no tenía contacto con nadie ni quería tenerlo. Se encerraba en sí misma y no quería tampoco hablar con nadie, ni siquiera con Luz. No aceptaba intromisiones en los límites que había puesto y uno de ellos hacía referencia a aquellos meses que desaparecieron volatilizados, hasta el punto de que a veces Luz se preguntaba si la ausencia de Ali había sido real o un sueño, hasta ese punto se impuso el silencio. La inacción se adueñó de ella, que pasaba tardes enteras sentada en el sillón mirando la calle. A veces salían a tomar el sol, hacían pequeños viajes en coche, pero nadie llamaba nunca y los pocos amigos de Luz habían desaparecido. Ali intentó volver a ser la que era, intentó ocuparse de la casa pero enseguida se desentendió y el orden dejó de importarle. Nunca llegó a estar bien del todo, aunque hubo momentos en los que parecía recobrarse un poco y algo de la vida parecía enderezarse, antes de volver a la extrañeza. Había desarrollado por ejemplo, una extraña sensibilidad al ruido y ahora no soportaba el más mínimo sonido, y Luz se tuvo que acostumbrar a andar como flotando y a renunciar incluso a poner la radio, las ventanas estaban siempre cerradas y la casa parecía un mausoleo. Luz esperaba con paciencia que todo aquello pasase y que sus vidas cambiasen, porque lo cierto es que había días en los que Ali se levantaba sonriente y decidida a emprender una vida nueva; aún había días buenos en los que Ali era, o parecía ser, la de antes, y entonces se le llenaba la cabeza de proyectos y de ilusiones, y cantaba en voz baja y el domingo quería salir a tomar el aperitivo. Entonces abría las ventanas, dejaba que entrase el sol y decía sentirse preparada para trabajar de nuevo, pero nunca estuvo del todo bien antes de empeorar del todo.