Regresaron a casa en silencio, sin pronunciar una sola palabra y con Luz haciendo el esfuerzo de sostener a Ali del brazo, apoyo sin el cual no hubiera podido andar porque tenía las piernas pesadas como plomo, estaba pálida y tenía la mirada perdida, seguramente porque de verdad se había perdido en una oscuridad impenetrable. Luz no sabía qué palabras eran en este momento las más adecuadas para pronunciar, qué podía decir que la aliviase, que la tranquilizase, que la ayudase, y al no estar segura, en la duda no dijo nada, y después de llegar a casa y entrar tampoco hablaron porque ninguna sabía qué decir. Ali se sentó en un sillón de la sala con la mirada fija y deslavazada y ni siquiera lloraba o se quejaba. Luz estaba asustada, no por lo que la familia pudiera hacer, sino por Ali, porque siempre había temido la manera en que ella expresaba el dolor o la pena, porque cuando verdaderamente el dolor era insoportable, no lloraba, como hacemos todos, ni gritaba ni se lamentaba, sino que se sentaba quieta con la mirada fija en algún punto frente a ella y no decía ni hacía nada, no hablaba, parecía no entender y sólo alguna vez, y después de mucho tiempo de mantener esa postura, una solitaria lágrima resbalaba por su mejilla. Una lágrima que ni siquiera se molestaba en limpiarse y que dejaba caer sobre su regazo, y nada en ella se movía, sino que se hundía en un silencio terrible que podía durar días y del que nunca se sabía en qué momento iba a salir. Cuando Ali se hundía en el dolor, se convertía en una bomba que nunca se sabía cuándo ni por dónde iba a estallar. Por eso Luz tenía miedo de ese dolor que la dejaba fuera, sin ningún camino por el que poder transitar, que era sólo para ella y que no tenía otro remedio que el tiempo.
Luz dejó a Ali sentada en el sillón aquella tarde mientras ella se puso a hacer cosas por la casa, sólo porque no quería sentarse junto a Ali, porque de sentarse a su lado hubiera tenido que decir algo, pero sabía que el miedo, el horror que Ali sentía, no podía aliviarlo ninguna palabra, así que dejó pasar las horas y que la noche cayera sobre la ciudad y sobre el salón, oscureciéndolo, y entonces, como nadie encendió las luces, Ali se hundió en las sombras sin decir nada. Al rato, Luz se acercó y se sentó junto a ella. «No es para tanto. No pasa nada. Ahora no es como entonces; entonces eras una niña, pero ahora no te pueden hacer nada. Habrá sido un disgusto enorme para ellos, pero se aguantarán, ¡qué remedio les queda! Vamos, Ali no es para tanto. Tu familia se terminará acostumbrando y si no se acostumbran, ¡peor para ellos! Has vivido mucho tiempo sin verles ni hablarles, podemos volver a estar así». Frases parecidas a estas fueron las que Luz estuvo diciendo lo que quedaba de tarde, pero Ali no respondió y no se movió. Un poco más tarde Luz se levantó y le echó una manta por encima porque temió que se quedara helada ahora que caía la noche y que el frío se hacía más intenso. Intentó llevarla a la cama, pero Ali no quiso moverse, murmuró que prefería quedarse en el sofá y Luz, después de intentarlo reiteradamente, terminó por marcharse a la cama y por pasar una noche de sueño ligero que se rompía cada dos por tres, cuando le parecía que Ali sollozaba, o cuando le parecía que respiraba más profundo de lo normal, y entonces aguzaba el oído en la esperanza de que se hubiese dormido.
Por la mañana, cuando Luz se despertó acompañada por la costumbre de madrugar, Ali continuaba en el sofá, aunque ahora estaba dormida y Luz decidió no dejarla sola, por lo que llamó al colegio y fingió una enfermedad que no tenía, y después regresó a la sala y observó a Ali dormir con el ceño fruncido y con los músculos y los tendones tensos; incluso dormida parecía tan desgraciada que el corazón de Luz sintió un desgarro profundo. Al rato y viendo que no despertaba, la despertó con una caricia en la mejilla y con la sensación de quererla más que nunca, porque Luz era consciente en ese instante de lo débil que parecía, de lo vulnerable que era, y Ali despertó como si regresara de un mal sueño. Llegaba del olvido y se le hizo presente la realidad, por lo que enseguida se le enturbiaron los ojos y se quejó de que Luz la hubiese despertado y Luz dijo, para curarse en salud, que no era bueno tanto dormir. Por fin aceptó desayunar y, poco a poco, todo pareció volver a la normalidad; ambas supusieron que la familia de Ali se habría marchado y todo pareció regresar a la cotidianidad de antes, a la vida de siempre, ahora quizá un poco más oscura que de ordinario.
Aquella mañana Ali tardó en arreglarse, ella que era tan diligente para las cosas de la casa, y fue Luz la que bajó a hacer las compras. Aquel fue un día de silencio en el que se miraron desde lejos y en el que apenas pronunciaron palabra, aunque Luz hubiese deseado más que nada ser lo suficientemente elocuente como para borrar de Ali todo temor, pero se mantuvo en silencio porque temía que sus palabras sonaran fútiles al salir de su boca y se abstuvo de pronunciarlas, porque muchas veces sucede con las palabras que no se corresponden con lo que queremos decir y entonces es mejor no decirlas; e incluso a veces las palabras vuelven triviales las cosas más profundas, especialmente los dolores del alma. Luz conocía ese riesgo y, por no querer correrlo, calló y se limitó a observar a Ali desde lejos. Temía, por conocerla, su determinación callada y suicida, la conocía de sobra, que cuando Ali sufría no reaccionaba como los demás, sino que fortificaba su dolor, lo encajaba dentro, de donde no lo dejaba salir ni respirar, no decía nada, no se quejaba, pero allí lo almacenaba todo hasta que un día explotaba y esa explosión era terrible y demoledora, y por temer esa explosión, y porque esta se desencadenaba por las cosas más triviales, Luz no quiso en todo el día aludir a lo que había pasado la víspera, y se limitó a resolver lo mejor que pudo las cosas de lo cotidiano, que a veces ese es el mejor remedio para todo. Y así, en silencio, el día transcurrió lento, oscuro, suave, y llegó a su fin y al llegar al final del día cenaron escuchando la radio, como hacían siempre y después se acostaron. Entonces, cuando estaban en la cama, ya a oscuras, Ali dijo: «Habrá que dejarlo pasar». Eso fue todo lo que dijo de lo sucedido el día antes. Luz sabía que era un aviso, un aviso de silencio, eso era todo lo que ella estaba dispuesta a comentar, no quería preguntas ni quería que Luz intentase abrir conversaciones; pero había mucho más debajo de aquellas palabras, había una tormenta, cualquiera se hubiera dado cuenta de que la tranquilidad de Ali no era más que la falsa calma que precede a la peor de las tempestades.
Dos días después de que aquello sucediese, cuando todo parecía olvidado, las dos regresaron a sus obligaciones cotidianas, a sus respectivos colegios, y no se volvió a saber nada de la familia Pueyo. Se impuso la normalidad después de todo como siempre ocurre, que la cotidianeidad se instala hasta en las situaciones más extremas para que podamos continuar viviendo. Luz llegó a la escuela deseando volver a ver a sus alumnos y ansiosa por retomar el pulso perdido aquellos días. Lo inesperado parecía ahora una enfermedad, lo cotidiano era como regresar a la vida, tener otra oportunidad, y durante las horas que pasó en aquel edificio sintió que se levantaba de ella una manta que llevaba varios días taponando la vida, los sabores, olores y sensaciones, y podría haber dicho, si es que alguien se hubiese molestado en preguntarle, que aquellos días habían sido, ciertamente, como estar en una tumba.
Luego, poco a poco, las cosas volvieron a su ser, aunque siempre había cosas pequeñas que indicaban que la vida no era fácil para Ali. Una noche, por ejemplo, cuando estaban ya metidas cada una en su cama, Ali salió de la suya y se acostó con Luz y, aunque hacía años que el amor no era como al principio, que se había convertido en una rutina confortable que tenía su momento, como las comidas, como el día de la plancha o de la colada, aquella noche Ali hizo el amor con una desesperación que asustó a Luz y la llenó de temor. Al terminar, Ali se acurrucó bajo el brazo de su amante y, al rato, Luz notó que tenía la cara húmeda y que estaba llorando, pero sólo las lágrimas la delataban, porque ni un solo movimiento reflejó el llanto en su cuerpo, ni un sonido, ni un quejido, la respiración era tranquila, como siempre. Entonces Luz tuvo más miedo del que nunca había tenido y sintió que la determinación y el valor la abandonaban, y se sintió también sola y sin fuerzas para sostenerse ella misma, cuánto más para sostener a Ali que era tan débil; y entrevió un porvenir negro en el que ambas se enredaban; y en lugar de los días luminosos que quería para ellas, el futuro se convirtió en una sima que se la tragaba. Después, la respiración de Ali en su brazo se hizo rítmica y profunda, se había dormido pegada a ella, como cuando se acostaban juntas en aquellos primeros días, cuando dormían en el hotel y, como entonces, también aquella noche el calor del cuerpo de Ali la fue tranquilizando y ella misma terminó por dormirse, y por la mañana el pánico había desaparecido.
¿Cuánto transcurrió desde entonces hasta el comienzo del horror absoluto y sin tregua? Luz no sabría decirlo, porque no sospechó que pasara nada extraño, no al menos definitivo, que a los miedos cotidianos, a las debilidades de todos los días, ya estaba acostumbrada. Sólo mucho tiempo después, tratando de recordar y de encontrar señales de lo que se estaba fraguando, Luz ha pensado en lo terrible que es recordar un tiempo que parecía normal y bajo el que, sin embargo, ya se fraguaba la destrucción. ¿En qué momento concreto se empieza a morir? Siempre hay un momento exacto en el que una célula comienza a funcionar de manera extraña, no es nada, es tan nimio que podría pensarse que la vida en su conjunto no se verá afectada, pero tiempo después, mucho o poco, quizá años después, el cáncer se come nuestro cuerpo. ¿Es mejor conocer ese momento, o es mejor vivir en la ignorancia de lo que nos espera? Luz no sabría qué responder a eso ahora que sabe que uno de aquellos días, un día completamente normal, un día en el que se levantaron, comieron, durmieron, y hablaron igual que cualquier otro día, un día poco después de que la familia de Ali se marchara, algo dentro de ella se rompió y comenzó a funcionar de manera anómala. Pero Luz no tuvo nunca todos los datos. Nunca supo, por ejemplo, de una llamada de teléfono que Ali recibió en el colegio y que tuvo que escuchar sin decir una sola palabra debido al lugar en el que se encontraba. Ni supo que después de aquella se produjeron otras porque Ali no contó nada, y nadie allí sospechó otra cosa que lo que ella dijo para explicar por qué había colgado con tanta rapidez: «Una equivocación».
La primera llamada se produjo apenas unas semanas después de que la familia volviera a Valencia y fue sólo una de las muchas que comenzó a hacer Lucio una vez que hubo encontrado —y le debió resultar fácil— el número del colegio en el cual trabajaba Ali. Entonces comenzó a llamarla al trabajo y a insultarla no bien escuchaba su voz. Luz no le escucharía hasta mucho tiempo después y, cuando lo hizo, pudo comprender el daño que aquellas llamadas le habían hecho a la siempre frágil Ali. Pasó mucho tiempo y el daño estaba hecho cuando Luz contestó a una de aquellas llamadas, pero entonces incluso a ella, mucho más fuerte, aquella voz envenenada que escupía palabras que entonces no se pronunciaban y que tenían mucho más poder de destrucción que ahora, devaluadas por el uso, incluso a ella, que se había permitido siempre mostrar su desprecio por aquel chico temeroso que sólo buscaba una respetabilidad social en la que poder parapetarse contra la pobreza de la que provenía; incluso a ella, aquella voz amarga le provocaba temblores. «Puta, zorra, tortillera de mierda, hay que curarte», bramaba el hermano al otro lado del teléfono antes de que Ali colgase, sin que se le moviese un músculo ciertamente, pero con todo derrumbándose por dentro. Hubo una primera llamada y después hubo otras, pero nadie las escuchó más que Ali, y Ali no dijo nada porque era su hermano, porque deseaba que su hermano la quisiera como ella le quería, y por eso calló, y Luz pensó ese día que Ali estaba especialmente nerviosa pero que, como tantas otras veces, pasaría. En apariencia no fue nada y no pasó nada.
En realidad, después de un tiempo en el que era esperable que Ali estuviese triste, melancólica, o preocupada por el incidente con sus padres, las cosas parecieron volver a la normalidad, la vida volvió a discurrir por su cauce y el tiempo continuó transcurriendo tan moroso como siempre en aquella ciudad. Cierto que visto desde un punto definido en el futuro, Luz podría haberse dado cuenta de que Ali estaba cambiando. Nunca le había gustado dar clases, siempre le había molestado el obligatorio contacto con otros seres humanos en el trabajo, pero ahora, cada día que pasaba, ir al trabajo se convirtió para ella en un sufrimiento evidente y cada día soportaba menos y con menos entusiasmo verse obligada a acudir a un lugar que era como un escenario, donde los demás la miraban, le hablaban, y en el que ella tenía por fuerza que mostrarse a la vista de todos. Pero como no se sintió comprendida en esto por Luz pronto dejó de quejarse, como dejó de quejarse por muchas otras cosas, y como comenzó a guardar el sufrimiento para ella sola aunque era evidente cada mañana y cada tarde que acudir a dar clases al colegio se había convertido para ella en una tortura. De la misma manera que Luz aprendió sin dificultad a bandearse por los caminos de la obligatoria sociabilidad, e incluso le gustaba el contacto con otros, Ali no podía soportar que nadie le preguntara por su vida privada, y vida privada es todo: no soportaba que le preguntaran si había visto esta o aquella película porque, más tarde o más temprano, todos esperaban que contara con quién había ido al cine; no soportaba ninguna pregunta sobre el tiempo libre, sobre sus aficiones, sobre lo que le gustaba y lo que no, porque su vida entera estaba comprometida con el secreto, y desde que recibía llamadas de Lucio aún más, pero ahora el secreto incluía a Luz, a quien tampoco le contó nada de las llamadas de su hermano. Ahora ya no había nada, ningún aspecto ni resquicio de su vida, libre del secreto y Ali no pudo soportar ese peso. Además, la vida en sociedad tiene sus reglas y no es posible estar muchas horas en un lugar con otros seres humanos sin que surjan las preguntas, la curiosidad, la necesidad de dar respuestas y, poco a poco, de la poca afición y gusto que siempre mostró por el trabajo y por el contacto humano, pasó a la fobia. Los domingos por la noche no decía nada, pero ya desde por la tarde se podía ver que la angustia la comía por dentro, apenas cenaba, le costaba concentrarse en la lectura, se sumía en un mutismo extraño y a veces su malestar se materializaba y la llevaba a vomitar o se quejaba de dolores de cabeza, de estómago, o de mareos.
Detrás de un mes venía otro y Ali comenzó a ponerse enferma muy a menudo, cada vez pedía más bajas, aunque solían ser por cosas sin importancia y, aparentemente, excepto que era evidente que odiaba salir a trabajar, aún estaba más o menos bien. El médico le decía que no tenía nada y Luz estaba convencida de que no tenía nada, y finalmente los dos pensaban que era nervioso, algo histérico. Luz la miraba debatirse con la vida como un pez fuera del agua y no podía saber por qué agujero maldito estaba entrando la locura en su cabeza, porque de haberlo sabido se hubiera esforzado en taparlo, pero dolores de cabeza de vez en cuando, el estómago revuelto un día a la semana, la espalda que le dolía, todo eso no era suficiente para alterar definitivamente la vida, porque la vida continúa terca por el camino trazado. Por mucho que Ali estuviera cambiada, nada era suficiente como para que el ritmo general de los días se alterase de manera perceptible y, además, había, todavía hubo en aquel tiempo, días buenos, muchos días buenos y de felicidad.
«¿Recuerdas que tenemos una conversación pendiente?», le preguntó Luz una tarde de lluvia. «Me lo habías prometido». «No quiero hablar de eso, por favor, no hablemos de eso, ¿quieres ponerme mal, quieres que acabe de mal humor? Odio hablar de eso, ya lo sabes», y no fue posible, como nunca había sido posible enfrentarse con palabras a lo que eran. Ali se negó, como siempre había hecho, a abrir esa puerta y declaró que estaría más tranquila si olvidaban el tema y seguían viviendo como siempre; y ese era un chantaje que siempre funcionaba, porque el premio era vivir como siempre y el castigo era alterar aquella vida más o menos plácida, y ante eso Luz siempre cedía porque siempre sobrevolaba sobre ellas la posibilidad de que el futuro fuera aún mucho más negro que el presente. Y si no se hizo evidente para Luz que Ali se estaba desplomando por dentro es porque también hubo momentos de felicidad que les ayudaron a combatir los negros presagios, el desánimo, los peores augurios. Días de amor y besos, días de canciones, de ternura entre ambas, de recuerdos amables, todo eso no desapareció de la noche a la mañana, el cambio fue paulatino y necesitó mucho tiempo. Si hubiera tenido que definir aquellos días, Luz hubiera dicho que se querían más que nunca porque ahora se perdonaban, no se exigían y se comprendían, aunque hubiera muchas cosas que no se contaban.
Un día Luz entró en casa sin llamar al timbre y vio a Ali colgar el teléfono apresuradamente, dejando a medias una conversación acelerada y subida de tono. Como ningún amigo era imaginable, Luz comenzó a sospechar que quizá Ali estaba esforzándose por no perder del todo el contacto con su familia, que podía ser incluso que siguiera manteniendo contacto con ellos a su espalda. Su insistencia, meses atrás, en instalar un teléfono en casa, cuando nunca antes había querido tenerlo para que no la encontraran, le pareció extraña a Luz; y es cierto que resultaba raro que Ali quisiera poner un teléfono justo cuando su hermano bramaba de cólera contra ella, pero la razón es que ella siempre pensó en que las cosas podrían arreglarse finalmente, y además prefería que la llamase a casa y no al colegio. Si puso un teléfono en su casa fue para evitar las llamadas al colegio, pero también porque quería estar localizable ahora que cualquiera de sus padres podía enfermar, que la muerte ya les rondaba, y ella tenía miedo de no estar cerca si algo de eso sucedía, de que no pudieran encontrarla. Por todo eso se empeñó en instalar un teléfono, y Luz comenzó a sospechar que Ali le ocultaba cosas importantes, pero lo dejó estar, no dijo nada. Después Ali comenzó a tener problemas con el insomnio y quiso volver al médico a que le recetase más pastillas no sólo para dormir, sino también para los nervios, para la ansiedad, para la angustia, y como a Luz nunca le había gustado que tomase pastillas, esa vuelta atrás le disgustó, aunque también es cierto que sabía de sobra que no había nada que hacer si Ali había tomado esa decisión, y la había tomado, y ahora necesitaba las pastillas no sólo para dormir, sino también para vivir. También es cierto que la misma Ali se encargó de tranquilizarla y que se esforzó por alejar de ella cualquier preocupación y por eso le aseguró que no eran más que somníferos suaves lo que tomaba, y cuando Luz le registró los bolsillos y los cajones, verdaderamente no fue más que eso lo que encontró y por eso no le dio más importancia. Mucho más se preocupó cuando encontró en el bolsillo interior de un bolso de Ali una medalla con la imagen de una virgen y después, cuando Ali desapareció algún domingo por la mañana, Luz ya no tuvo ninguna duda de que iba a misa y entonces sí que se asustó de verdad porque, de entre todas las fuerzas que podían alejar a Ali de ella y de sí misma, no temía tanto a las humanas como a las divinas.
Un domingo se despertó y vio que Ali se estaba vistiendo: «Vas a misa, ¿verdad? No me engañes, sé que vas a misa», le dijo. «Sí, pero no voy siempre», contestó Ali sentada en la cama, «y no tienes que preocuparte, sé lo que piensas, pero no es nada de eso. No me voy a volver una beata», se rio ella misma de su ocurrencia, de esa posibilidad, para descargar tensión, y después añadió en voz muy baja: «Nada va a cambiar, cariño, nada va a cambiar». Pero todo estaba cambiando porque Ali estaba buscando algo con desesperación, y eso que estaba buscando no lo encontraba, y Luz se asustaba cuando Ali buscaba, y se asustaba con razón, porque ese es uno de los estados más desasosegantes que existen, el del que busca y no encuentra.
Las cosas cambiaron rápidamente, aunque era difícil determinar en qué sentido, porque a veces sólo la perspectiva del tiempo ayuda a comprender una situación que mientras se vive resulta inexplicable. Ali seguía sin querer hablar porque, según ella, no había nada de qué hablar ya que las cosas seguían igual y marchaban bien y en esa muralla se pertrechaba, y a Luz le resultaba imposible encontrar un camino de entrada en una defensa férreamente organizada para defender el silencio. Pero el silencio, que parece un bálsamo, hace daño y enferma, y Ali estaba cada vez más enferma, aunque ninguna de las dos se diera cuenta. Cada vez pasaba más tiempo sola ahora que no trabajaba de seguido, pero no se quedaba tampoco en casa, como hubiera hecho antes, en la casa que era de las dos y que ambas querían, sino que ahora salía de casa y se marchaba a la suya, a aquella que debió servir de tapadera y que no cumplió su función sino parcialmente, y allí permanecía en silencio tardes enteras, y también daba largos paseos por la ciudad y prefería andar en soledad. Luz andaba a ciegas y tenía miedo, y si hubiera sabido lo que bullía en la cabeza de Ali hubiera tenido aún más miedo, porque Ali sufría y continuaba recibiendo las llamadas de Lucio. Lucio telefoneaba porque no se atrevía a denunciar, porque tenía miedo de que si denunciaba aquella vergüenza se haría pública, y lo que pretendía con sus llamadas era descargar su rabia y derrumbar a Ali, para que ella misma se entregase. Y la derrumbaba, ciertamente, con cada llamada.
No sólo Lucio la hacía sufrir con sus llamadas, sino que Ali sufría también por la ausencia y lejanía de sus padres que envejecían lejos de ella. Por eso un día cuando Luz no estaba, ella misma llamó a su madre y lloró por teléfono como si fuera una niña pequeña y, como tal, le contó de su sufrimiento y le contó también las llamadas de Lucio y le pidió auxilio, y su madre prometió ayudarla y le habló con palabras de madre, muy tiernas, y también le habló de su padre que se moría con el peso en el alma de ver a su hija como la había visto, en ese pecado, y entonces las dos lloraron al teléfono. A su madre le dijo que, cuando Lucio llamaba con aquella voz fría, diciendo palabras que ella no había escuchado antes y que no podían ni repetirse, entonces el alma se le congelaba y hubiera preferido estar muerta. Luz no sabía nada de aquellas llamadas que se producían siempre en su ausencia, pero lo cierto es que a Ali cada vez le costaba más recuperarse de una llamada así, y cada vez era más difícil que volviera a la vida después de que Lucio la insultara, porque hasta su cuerpo se resentía y parecía quedar como atravesado por el odio. Y las llamadas comenzaron a ser cada vez más frecuentes y ya no eran las llamadas breves del principio, sino que ahora llamaba también Aurelia e incluso su padre, y ahora Ali no colgaba el teléfono, sino que contestaba y lloraba, y pedía perdón, y juraba que iba a cambiar, y después, cuando colgaba, se veía inundada por una sensación terrible de vergüenza y de fracaso; fracaso por seguir allí después de aquello. Pero con una especie de fijación morbosa en la desgracia Ali pasaba muchas mañanas sentada en el suelo, esperando que el teléfono sonara, y después, al escuchar la voz anciana de su padre que lloraba y que le pedía que volviera a casa en sus últimos días, se le rompía el corazón y las entrañas se le hacían agua. Cuando su padre lloraba por el teléfono todo lo que Ali sabía lo olvidaba, y olvidaba el amor que le tenía a Luz, la necesidad de estar cerca de ella y de refugiarse en ella, en sus certezas, la seguridad, la protección que le brindaba, todo eso desaparecía y era sustituido por una oleada incontenible de amor hacia sus padres, y este amor filial iluminaba los recuerdos de su infancia y minimizaba todo lo malo, incluso el odio. Los viejos tienen sus propias armas y las utilizan, pero los demás tenemos la culpa y la culpa es blanda, y Ali se sentía culpable por no ser una buena hija, por no estar cerca de sus padres en su ancianidad, por no haber hecho el esfuerzo suficiente para comprenderles, culpable de no quererles cuando sentía que tenía que quererles, y por eso escuchaba sus lloros y les pedía perdón por todo. Sus padres querían que ella abandonase aquella vida, que era un pecado, que era una enfermedad, que volviese a ser la hija querida, que hiciese todo lo posible y más para curarse. A veces llamaba Augusto, y se culpabilizaba por no haber sabido cubrir la ausencia de una madre que tuvo que irse lejos, y entonces el corazón de Ali lloraba con él; otras veces llamaba su madre con voz áspera y la amenazaba, y Ali temblaba como una hoja porque sabía que no tenía fuerza ninguna ante una cólera que se sabía justa; a veces llamaba Lucio —«¡Puta, zorra!»—, y poco a poco Ali fue cediendo, cediendo su vida, entregándolo todo, derrumbándose. Y entonces pensó que no había sido lo suficientemente fuerte como para negarse a vivir una vida que no podía traerle otra cosa que sufrimiento, una vida estéril de la que no nacería ningún fruto, una vida en pecado, una vida que jamás le proporcionaría paz y que la conducía a la soledad y a la amargura y en la que hacía sufrir a los que la querían.
Y cuando ya estaba a punto de derrumbarse y cuando ya sólo la detenía la sensación que siempre la acompañaba de inevitabilidad de las cosas, un día el cura de su parroquia ante el que se confesaba de vez en cuando, le presentó ante sí un escenario diferente al que ella solía encontrarse, un escenario de perdón y reconciliación y la convenció también de que la vida que llevaba, la situación en la que vivía, todo eso tenía arreglo, porque todas las heridas del alma pueden curarse, «todas», subrayó, y ella quiso curar esas heridas abiertas más de lo que había querido nunca nada. Un deseo egoísta y de satisfacción inmediata se interponía entre ella y la tranquilidad, el bienestar completo, y finalmente, la felicidad y la calma. Sólo con que ella se comportase como una hija, obedeciese a su padre, que sabía de sobra lo que era mejor para ella, sólo con eso, tan simple, podría alcanzar el paraíso de una vida normal, vivida entre sus semejantes, con el cariño de su familia, con la compañía de amigas, y luego, quién sabe, quizá más adelante, casarse y tener hijos, aún recordaba a Lorenzo Silva y el mundo que le proponía.
Y uno de aquellos días, uno cualquiera, después de mucho tiempo de combate interno en el que Luz no fue consciente de lo que se preparaba, Ali cedió y le dijo al cura que sí, que haría lo posible por enmendarse. Esa mañana vio marchar a Luz como cada mañana hacia el trabajo y la despidió con un beso, también como siempre, pero el beso que le dio aquella mañana estaba tan roto como aquella que lo ofrecía, roto por dentro. Y al cerrar la puerta un dolor penetrante le asaeteó las entrañas, pero lo resistió y no se dobló y siguió adelante sin querer pensar, simplemente haciendo lo que tenía pensado hacer; recoger unas pocas cosas en una pequeña maleta, cerrar la puerta tras sí y coger un tren que la llevaría, al final, a Valencia.