XIX

Los preparativos de la llegada de su familia sumieron a Ali en un marasmo de sensaciones contradictorias en las que aparecían miedos antiguos e ilusión al mismo tiempo; ilusión por verles de nuevo después de mucho tiempo, porque si bien ella había entendido desde muy pronto, como lo habría entendido cualquiera en su situación, y no porque nadie se lo explicara, que cuantas menos personas tuvieran la llave de su intimidad, mejor, también es cierto que había días en los que esa orfandad le pesaba y momentos en los que soñaba en contarles la verdad y en mantener relaciones fraternales con Lucio, que la protegía cuando era pequeña y el mundo se le hacía demasiado grande. Llegó a soñar incluso que iba a su casa con Luz cogida de su brazo y que al explicarles a ellos lo que Luz representaba en su vida su madre la abrazaba, y después de eso, había días en los que las tres se sentaban a charlar de sus cosas en una tarde tranquila; tanto deseaba que esa escena imaginada fuese cierta, que se puede decir que ese era ahora su deseo más profundo, y también uno de sus secretos mejor guardados, porque ni siquiera a Luz se había atrevido a contárselo, que a veces añoraba tener familia, como la tienen todos los seres humanos excepto ellas dos, que vivían aisladas como dos plantas fuera de sitio; y más aún, ella le hubiera dicho a Luz que, últimamente, se sentía abandonada o postergada por sus ocupaciones en la escuela del pueblo, que cada día eran más absorbentes, y que si bien los primeros años habían sido de la una para la otra absolutamente, sin que nada interfiriera en esa relación, poco a poco, mientras ella seguía en el mismo sitio, Luz dedicaba más y más tiempo a su trabajo, cada vez más tiempo, como si ella ya no fuese suficiente. Ahora ocurría a veces que el colegio programaba actividades extraescolares a las que Luz se presentaba voluntaria para acompañar a los chicos, y en otras ocasiones ocurría que se quedaba más tiempo del necesario para ayudar a alguna alumna que fuera más atrasada y se le venía encima la noche, o se quedaba para preparar determinada actividad; y ese tiempo de más mortificaba a Ali, que no sabía explicar, ni siquiera a sí misma, qué es lo que temía. Pero es fácil imaginar que lo que Ali temía es que llegase el momento en que ella no fuese bastante para llenar toda la vida, todas las horas y los minutos de Luz, y sin pronunciar nunca una queja en voz alta, ni un reproche, vivía con angustia callada el interés de Luz por una u otra alumna y contaba las horas que tardaba en volver, y medía el interés que tenía en regresar por la mañana y el tedio que le causaba el fin de semana lejos del colegio.

Todo eso lo sufría Ali en silencio y en soledad porque sobre la relación que las unía nunca pronunciaron una sola palabra, no tenía nombre, no tenía futuro ni pasado, era la que era, simplemente. Es cierto que Luz intentó alguna vez hablar sobre ello y que incluso llegó a decir que existían libros sobre la cuestión que podrían abrirles los ojos y la mente, pero no tenían los libros, ni podían buscarlos, ni conocían a nadie en aquella ciudad cerrada sobre sí misma que pudiera proporcionárselos; y finalmente hay que comprender que en aquellos años el miedo era una presencia palpable que te acompañaba a todas partes, y el miedo aconsejaba no buscar, no preguntar, no llamar la atención. Las cosas no eran muy distintas a como parecían a simple vista en aquella España medio tuerta, medio ciega y medio sorda, y por eso Ali no quería saber nada, no sólo por el miedo que tenía a significarse, que ya tenían experiencia en ello, sino porque a ella le bastaba con vivir cada día tal como el día venía, aunque cada día eso resultara un poco más complicado; porque Ali luchaba con el otro miedo, el miedo interior que le decía que hacían mal, algo perverso, y que la soledad, el aislamiento del mundo y del resto del género humano en el que vivían inmersas era el castigo adecuado o, por lo menos, el precio adecuado y justo que tenían que pagar. Empeñarse, como hacía Luz en que les saliera gratis era, para Ali, una insensatez, no debían pedir más de lo que se les daba y lo que se les daba era una vida solitaria, ajena a todo, extrañada del mundo, pero tranquila para quien se conformase.

Luz era consciente de lo que Ali pensaba, y la veía alejarse en silencio hacia un lugar aislado y difuso, la veía sufrir, la veía esperar y no podía hacer nada para evitarlo, y eso era así, y cada día era más evidente, aunque ella se esforzaba lo más posible, y le daba todo lo que podía y más, y más le hubiese dado si hubiera sabido cómo hacerlo, pero no sabía; las alumnas que le proporcionaban un poco de ilusión durante el curso, quedaban olvidadas al llegar las vacaciones, no eran nada más que mínimos entretenimientos para Luz, pequeños trucos que se inventaba para asirse a la vida en aquel lugar inhóspito que era la vida que vivían, porque Luz hubiera querido otra vida, aunque otra vida no fuera posible y ni siquiera imaginable. Hubiera querido escapar de aquella existencia gris que la envolvía hasta dejarla exhausta, pero aquella grisura era la misma para todos, era el signo de los tiempos; y finalmente también hubiera querido hablar de todo aquello con Ali porque ya no podía con aquel silencio, hablar de lo que eran, de sus vidas, de sus sentimientos, de sus esperanzas, pero Ali sólo quería saberse protegida y Luz intentaba protegerla.

Con la soledad, el tiempo, el miedo que se echaba encima como un gran manto opaco, apareció en Ali la necesidad imperiosa de reparar los lazos de sangre y comenzó a obsesionarse con que a sus padres les quedaba poco tiempo de vida, que extrañaba a su hermano, que le hubiera gustado conocer a sus nuevos sobrinos, y cuando se planteó la próxima visita, más allá del espanto inicial, Luz supo que aquello era para Ali como un rayo de sol en medio de un invierno oscuro y frío, y que los preparativos le estaban devolviendo parte de la vida que la vida misma le había robado. En las semanas previas a la llegada de la familia Pueyo, todas las tardes fue hasta su piso para conseguir que este pareciese haber estado habitado después de años en los que había estado en realidad vacío. Entonces las dos se dedicaron a ensuciar con grasa la cocina para que pareciese que alguien había vivido allí, a dejar correr los grifos del baño para que algo de cal se incrustase en los sanitarios, a conseguir que el dormitorio y el salón parecieran un tanto ajados, y se preocuparon por colocar detalles personales que dieran al piso una pátina de vida real donde no había habido nada, se esforzaron por descolocar un poco todos los objetos que, en perfecto orden, llevaban años sin moverse del sitio, y todo eso requirió tiempo y dedicación, y ese tiempo y esa dedicación fueron para ellas algo parecido a una fuente de alegría, como recobrar la ilusión, una excepción, en todo caso, a la rutina cotidiana. Ali se preparó también para ser ella misma la hija que sus padres querían que fuese, para alegrarles y enorgullecerles en sus últimos días, para retomar la relación allí donde la habían dejado, para quererse con su hermano, y tanta ilusión puso que ahora era Luz la que tenía temor, aunque Luz nunca expresaba el miedo, se lo tragaba.

Y llegó por fin el día, porque los días llegan siempre, los que se esperan y los que no, en el que tuvo que ir a buscarlos a la estación; y ese día, que amaneció claro, se levantó presa de una excitación apenas recordada y que no era otra cosa que ilusión y que la llevó, en esa misma mañana, a la peluquería y después a vestirse con cuidado, y más tarde a pasarse por su casa para darle un último repaso y comprobar que ya todo estaba preparado. En la última semana había trasladado a la casa vacía su ropa, ropa de casa, parte de sus libros, de las cosas compradas en los últimos años, objetos personales y todos sus útiles de aseo, papeles, plumas, documentos que probaban que había vivido y trabajado allí, y había puesto mucho cuidado en no olvidar absolutamente nada que pudiera denunciarla o descubrirla, por lo que todo aquello se había convertido finalmente en una especie de juego. Finalmente, Luz y ella habían hecho el día antes un exhaustivo repaso y esa misma noche tuvo un ataque de pánico en el que lo que sobrevolaba todo, buscando cualquier cosa que la delatara, era el miedo a ser finalmente descubierta, a no poder evitar la verdad y ser conducida de nuevo al hospital. Ese era un temor que siempre estaba presente aunque no se permitiera mencionarlo, ni hablara tampoco nunca de aquellos días en San Onofre, porque Ali era supersticiosa y pensaba que lo que no se pronuncia, lo que no se dice nunca, tiene menos posibilidades de ocurrir que aquello que se hace palabras, porque las palabras, para los que creen en cosas que no pueden verse ni tocarse, son algo mágico que hace que las cosas ocurran. El silencio condena a la no existencia, y las palabras, aunque se pronuncien sin pensar, dan vida a las cosas, y algo de eso hay. No obstante hay cosas que no hace falta que se pronuncien para que existan porque son una evidencia; para Luz el miedo de Ali, que conocía de sobra, como si lo padeciera ella misma, era una evidencia. «No has hecho nada. No se encierra a la gente por nada», dijo Luz y, al decirlo, rompía la prohibición que existía de mencionar siquiera aquella época, y por eso Ali la miró como si estas últimas palabras suyas la estuvieran ya condenando a repetirla y bajó la voz para decir: «Tú sabes que no sería por nada. Lo que hacemos no está bien, no es normal, Luz, la gente no es así, como nosotras». Luz replicó: «Ali, tenemos que hablar. Te lo he dicho muchas veces, te lo he pedido, tendríamos que hablar. Jamás hablamos de ello. Lo peor es vivir así, sin nombrarlo. Tenemos que cambiar de vida, no podemos seguir así. Cuando tu familia se vaya quiero que tengamos una conversación». Y como Ali lloraba, Luz la consolaba acariciándole la cabeza, como había hecho muchas otras veces y se esforzó por pensar en una historia que la dejara tranquila aunque en lo que verdaderamente estaba pensando es en que tenían una conversación pendiente y, por un momento, pensó que esta vez hablarían y que esa conversación sería buena, salvífica, en el fondo todos creemos en el poder de la palabra y por eso repitió: «Tenemos que hablar. Cuando esto se solucione tenemos que hablar de todo, de nuestra vida, de muchas cosas. Prométeme que hablaremos, Ali, yo no puedo seguir así». Y Ali se lo prometió, le prometió que hablarían cuando las cosas se tranquilizaran, pero le hubiera prometido cualquier cosa con tal de cambiar de tema, porque Ali tenía terror a algunas palabras impronunciables.

El día en que fue a buscarlos a la estación todo estaba en calma en su interior, no albergaba temores, se había ido tranquilizando poco a poco y, según se iba acercando el momento, sentía una especie de paz antigua dentro de ella. Cuando por fin el tren entró en la estación y su familia descendió al andén, Ali se fundió en un abrazo con su madre y se sintió una niña que volvía a casa después de una escapada desgraciada, y sintió también que le estaba dando la bienvenida después de que ella volviera de Francia y después de que se hubiera perdido parte de su niñez y ella hubiera perdido a una madre, y por eso ahora le embargaba una sensación de felicidad y de tristeza, que es posible sentir ambas cosas a la vez. No les había vuelto a ver desde que saliera de Valencia, pero esa distancia no había despertado ninguna sospecha, porque no era corriente entonces hacer turismo, como lo es ahora, y la gente se mudaba de lugar para no moverse; si acaso en la vejez, en que se vuelve para morir al lugar en el que se ha nacido, pero sólo entonces y no antes; el mundo no conocía todavía a todas esas personas que ahora van y vienen con facilidad, los viajes eran difíciles. Cuando sus padres bajaron del tren, lo que se hizo más evidente es que habían cambiado mucho en ese tiempo porque se habían hecho viejos y ya no quedaba en ellos ni rastro de la sequedad de entonces, y ahora, al contrario que antes, se sentían orgullosos de aquella mujer atractiva que era su hija, que era profesora y universitaria, y ese orgullo era fruto de que se habían ablandado como les ocurre a todos los viejos, y lloraban con mucha facilidad, casi por todo. Lucio era un hombre, es todo lo que puede decirse de él, y que no lloró en la estación, pero abrazó a Ali porque, al fin y al cabo, ella era su hermana pequeña. Después fueron a su casa y se admiraron de la calidad del edificio, de que era un barrio moderno, pero les extrañó sobre todo el silencio de la ciudad, esa pátina indefinible que mantenía la vida como en suspenso y lejos de la explosión mediterránea, la sobriedad castellana les pareció un signo de riqueza y de éxito.

En la semana siguiente todo fue recuperarse unos a otros, darle vueltas a un pasado con el que los tres se sentían incómodos y del que no querían hablar salvo para decir que «lo pasado, pasado está», máxima a la que eran muy aficionados; y para Ali significó también descubrir la alegría de tener a alguien con quien charlar, alguien que no fuera Luz, única persona con quien hablaba, alguien a quien poder contar cosas que ahora parecían nuevas aunque las hubiera contado mil veces, a quien poder contar las cosas más simples tal como transcurrían, fue como volver a habitar en un mundo del que ellas dos llevaban años exiliadas y en silencio. Y resultó una sensación tan embriagadora que le costaba respirar de felicidad y de ilusión, porque era tal la alegría que embargaba a Ali de la mañana a la noche que hubo momentos en los que Luz temió que no volviera a ella, tan lejos la sentía, habitando otro universo largamente deseado.

Por unos días Ali pudo ser una mujer normal, atada al mundo como todos, y en esa semana apenas pensó en Luz. Junto con su familia salía de compras y de excursión, y por las tardes iban al cine, y de paseo, y se sentaban en una cafetería, y todo eso lo hacían a la luz de todas las miradas, sin miedo, sin tener que fingir nada, siendo lo que eran: una hija y sus padres, una hermana y un hermano, y esa sensación de poder parecer lo que realmente era resultó tan liberadora que era como estar en una playa dejando que el cuerpo se secase al aire y al sol. Y mientras, Luz pensaba en la promesa que Ali le había hecho antes de marcharse, la promesa de que hablarían de ellas dos cuando volvieran a quedarse solas, porque esa promesa era todo el futuro que Luz quería, una vida en la cual sus existencias tuvieran un sentido; y cuando Ali decía que no había que darle más vueltas a las cosas y que ellas dos eran amigas muy íntimas, Luz sentía que una parte de ella se rompía en pedazos que no podían recomponerse. Necesitaba que las cosas se hablaran, lo necesitaba como el aire, porque la mentira entre ellas, ese disimulo oscuro y ciego, había acabado por ahogarla. Luz esperaba que las cosas quedaran claras cuando la familia de Ali se volviese a Valencia. Luz esperaba que pudiesen hablar de deseo, palabra maldita e impronunciable, de lo que sentían cuando se acostaban desnudas en la cama, cuando se acariciaban, del placer, de los besos, y de la necesidad también; de las necesidades de una y de las necesidades de la otra que se habían depurado con los años, que se habían definido hasta el punto de que ahora se comportaban en la cama como cirujanos que saben exactamente por dónde cortar, dónde coser, dónde auscultar. Las dos iban a la herida abierta de la otra, ya no tenían que buscar ni que probar, como al principio.

La visita de la familia hizo pensar a Ali en el pasado y en el futuro y le hizo concebir esperanzas de perdón, y llegó a pensar que aquel hombre anciano que lloraba por todo, por verla, que manifestaba que no quería perderla, estaría dispuesto ahora a perdonarla, o a comprenderla, o a comprender al menos que ahora ella era una adulta responsable de sí misma y que, por tanto, no había nada que temer. Pero lo cierto es que sólo pasaron dos semanas, apenas quince días, en los que Ali habló y rio y quiso sentir que era otra persona, que vivía como una persona que no tenía nada que esconder y que podía hablar de una prima segunda que quedó en el pueblo y que preguntaba a su hermano Lucio sobre su familia, sus sobrinos, su mujer, sus negocios… y Lucio le propuso que volviera a Valencia dentro de un tiempo, y le aseguró que siempre habría un sitio para ella en su empresa, un buen sueldo, los dos hermanos haciéndose cargo del negocio familiar. Y por qué no, ahora que todo era posible. Ahora Ali podía incluso imaginarse a sí misma como una mujer tan respetable como cualquiera; y podía imaginar en adelante que viajaría mucho más a menudo para que los lazos con su familia se fortalecieran, especialmente ahora que sus padres estaban viejos y cuando ya no les quedaba mucho tiempo de estar en este mundo.

Los días pasaron como una balsa tranquila y el alma de Ali en aquellos pocos días se fue restableciendo, y si no hubiera pasado nada más y su familia se hubiera marchado tal como habían venido, en paz y dejándola a ella en paz, es posible que las cosas hubiesen sido en adelante muy distintas; es posible incluso que Ali hubiese vuelto a su casa, después de acompañar a su familia a la estación y que al ver a Luz, después de tantos días sin verla, y al estar su corazón tranquilo después de mucho tiempo, se hubiese prestado a mantener esa conversación que Luz le demandaba. Todo eso hubiera podido pasar y, en ese caso, al hacerse la luz sobre ciertas cosas que ellas dos mantenían en la oscuridad, puede que sus vidas enteras hubiesen sido muy distintas en adelante. Pero no pasó nada de eso sino que estaba escrito que la desgracia se cruzase en su camino, y para los que no creen en la mala suerte ni en el destino, puede decirse que todo lo que podía salir mal salió mal.

Aquella era, aún lo es hoy día, una ciudad muy pequeña en la que las calles por las que se pasea son cuatro o cinco, y ellas dos, según fueron perdiendo el miedo, fueron perdiendo la prudencia, porque la prudencia sólo se practica cuando existe el miedo, y cuando la familia de Ali llevaba allí ya varios días, quince exactamente, y cuando todo parecía ir bien y ya se estaba hablando de la vuelta, Ali dejó de cuidarse de las calles por las que paseaban, de las horas a las que lo hacían, de la posibilidad de encontrarse con alguien y menos que nadie con Luz, a la que suponía encantada pasando sus horas libres en el colegio. Pero una tarde en la que los cuatro paseaban por el Bulevar, Aurelia vio a Luz sentada en un banco, leyendo. No se puede decir que fuera mala suerte o que el destino se hubiera confabulado contra ellas, pues que terminaran encontrándose era algo que cualquiera hubiera pensado que entraba dentro de lo probable si no se tomaban precauciones, y ellas dos, especialmente Ali, habían dejado de tomarlas porque se sentían seguras y porque a Ali la cotidianidad le había borrado la conciencia del peligro. Lo cotidiano oculta parcialmente el miedo, la muerte o la desgracia, cosas todas ellas que nos encontramos siempre por sorpresa y a las que nunca esperamos. Eso fue lo que le ocurrió a Ali, y ahora, cuando vio cómo su madre se detenía y siguió su mirada y vio a Luz, ya no había tiempo para nada. Lucio se volvió entonces hacia ella y no levantó la voz, sino que masculló las palabras entre dientes: «¡Está aquí, nos has estado engañando todo el tiempo! Todos estos años ha estado aquí contigo», y se volvió hacia su madre, que miraba a Luz con el rostro contraído por la ira, y Ali miró a su padre, buscando apoyo, pero Augusto simplemente lloraba. Lucio se le puso muy cerca del oído, tan cerca que las palabras llegaban hasta su piel mezcladas con la saliva y casi la empujaban hacia atrás: «Estás enferma, no te curaron. Y nos has engañado, pero no vas a destrozar mi vida ni la de mi familia, no te lo voy a permitir», y por un momento pareció que se dirigiría hacia Luz, pero Aurelia le cogió del brazo, suplicante: «No hagas una escena». Luz se había levantado del banco, atónita, y había asistido a la explosión de cólera y de odio, pero no esperó a que acabara, sino que se acercó a Ali, que estaba como muerta, y le puso el brazo sobre su hombro: «Vámonos, Ali, vamos a casa». Como Ali no se movía, Luz tuvo que empujarla un poco, y así consiguió que anduviera. Se la llevó sosteniéndola casi con su brazo y su familia quedó allí en medio del Bulevar, mirándolas como si las odiaran, a las dos. El sueño se había acabado y había durado bien poco.