Desde que aquella primera ausencia quedó explicada Luz se dijo que, en adelante, no volvería a dudar de Ali; que podrían llevársela, alejarla durante meses o años, hacerle cualquier cosa, pero que, pasara lo que pasara, Ali se pondría en contacto con ella en cuanto pudiera, en cuanto encontrara el menor resquicio en la vigilancia, y esta convicción hizo disminuir la angustia y les permitió a las dos comenzar una existencia cotidiana que estaba llena de esperanza y que por eso era soportable. Luz en el pueblo y Ali en la ciudad. Luz ayudada por una academia por correspondencia y Ali acudiendo dos veces por semana a una academia de preparación de oposiciones en las dos únicas salidas que su familia le permitía hacer sola. Sin embargo, poco a poco la vigilancia se fue rebajando cuando la familia se convenció de que Ali no recibía ninguna carta de Luz, de que no se veían, cuando llegaron a la convicción de que aquel suceso desgraciado de Valencia no era otra cosa que un error de juventud de una chica débil, tal como decía el médico y como la familia quería creer y creía. Así que Ali se convirtió, como antes lo había sido, en una estudiante más con un futuro prometedor. Y como ellas dos sabían que su futuro, su vida entera en el futuro, dependía exclusivamente de que fueran capaces de independizarse de sus familias y de poner tierra de por medio, cosa que no era fácil para las mujeres en aquellos años, asumieron que la situación requería del sacrificio de no escribirse ni verse en un tiempo; y cierto es que tal como creía la familia, no se escribían ni se veían, aunque siempre había un momento en el que Ali podía llamar a Luz que vivía pegada al teléfono. Y así fue que durante los dos primeros meses consiguió llamar dos veces desde la academia, aprovechando que Aurelia nunca subía con ella. Y poco a poco, según conseguía revestir su vida de normalidad, la enfermedad que padecía fue vista por todos como poco importante, algo que pertenecía al pasado y que ya no volvería a importunarles. Lucio llevaba su vida de hombre de negocios con las tardes ocupadas por reuniones, con una familia que le esperaba en casa, con una mujer que no levantaba la voz y unas niñas guapas y obedientes. Las cosas le marchaban bien, tenía amistades —las amistades que hay que tener— y vigilaba a su hermana de cerca convencido de que lo peor había pasado. Una vez Ali escuchó que el médico le decía a Augusto que la cosa no era para preocuparse porque muchas jóvenes son influenciables hasta que se hacen adultas, hasta que tienen novio y se casan, hasta que son madres, y que la enfermedad de Ali no dejaría ninguna huella en su vida futura de madre y esposa. Esta vez el médico era un hombre mayor que la miraba con severidad y que estaba convencido de que muchas jóvenes enferman debido a lo relajado de las costumbres, y estaba convencido también de la importancia de los sueños y de la relación con padres y hermanos. Insistió mucho en analizar la relación de Ali con Lucio de la que dijo que había un importante componente de celos por parte de Ali, por no ser ella un chico, por no poder ser tan libre como un chico, dijo, y dijo también que puede que todo su comportamiento, incluido el dejar a su novio al pie del altar, se debiera a las ganas de emular a su hermano, al que admiraba y quería, pero al que también envidiaba de manera inconsciente, así que todo quedaba explicado, dijo el doctor, por algo que era en realidad «tan antiguo como el mundo». Y como todo parecía ser normal, o por lo menos no extraordinario, todos se relajaron por fin y comenzaron a dejarla salir de nuevo, a animarla incluso para que se encontrara con jóvenes de su edad, para que dedicara menos atención al estudio y más a la vida, que estudio y vida eran conceptos contrapuestos en el entender de entonces si se trataba de una mujer y no de un hombre, en cuyo caso el estudio sí era posible y compatible con cualquier otra actividad.
Y en poco tiempo la pasada enfermedad se fue olvidando porque la familia Pueyo era como todas las familias, un organismo preparado para deglutir lo malo, para enterrarlo en lo más profundo, y para mostrar una cara asumible para vecinos y demás parientes; un rostro que no indujera a nadie a sospechar siquiera que lo oscuro anidaba en su interior. Todo discurría por la senda de la normalidad y la familia estaba ansiosa por olvidar, así que olvidaron. Ahora Ali llevaba una vida normal y a veces salía al cine con alguna amiga de la academia, y hacía las cosas que se esperan de una chica, y no dio motivo a nadie para quejarse o para sospechar de ella, aunque era consciente en todo momento de que aquella vida era nada; y nada eran las palabras que pronunciaba para ser sociable, nada las personas que conocía, nada lo que hacía, de la mañana a la noche, todo era nada; nada y espera.
Poco a poco la familia la fue dejando más libre y entonces podía llamar a Luz una vez a la semana porque ahora podía ir a Teléfonos sin saberse vigilada. Y cuando llamaba y Luz descolgaba el auricular en uno de los tres únicos teléfonos que había en el pueblo, llegaba a pensar que la vida, que había sido tan difícil antes, podía sonreírles en adelante, y se sentía casi tocada por los dioses.
Y mientras, Benigna en su casa vivía alejada de un mundo que había dejado de interesarle. Era demasiado mayor como para arrepentirse de nada, o para culparse, porque los viejos se desentienden de todo, hasta de los afectos, y lo único que quedaba al final era la distancia. Dejó de importarle la suerte de su hija, como todo lo demás; pasó de sufrir a no sufrir. Pasaba el día cosiendo; a veces, si se acordaba, daba de comer a las gallinas y dejaba que las tardes se le fueran sentada a la puerta, sin responder a los que la saludaban al pasar. Su muerte fue como la de Ortega, de un día para otro, sin aspavientos, y Luz se quedó sola con su vida y se sintió muy feliz, porque ahora sí era una mujer adulta, dueña de sí. A Benigna se la enterró sin que nadie la llorase y sin que apenas nadie la recordase ya, tan silenciosa era su presencia en el pueblo; y Luz esa misma noche, sola en casa, se rio de su soledad y decidió que tenía que buscarse la vida, porque la pensión de huérfana no daba para mucho, así que, por primera vez en su vida, buscó trabajo y lo encontró en varios pueblos de la comarca dando clase a niños para quienes sus padres imaginaban un futuro mejor que el de trabajar la tierra o salir al mar. Estudiaba y salía en el autobús a hacer viajes cortos que la llevaban a casas en las que, de repente, ya no era la hija de Ortega y de Benigna, sino la maestra, y de ser Luz pasó a ser «la señorita» no sólo para los niños, sino también para los padres, y este estatus venía revestido de prestigio y de respeto, y era agradable porque ya no era alguien de quien se pudiera decir cualquier cosa, sino que las familias le confiaban a sus hijos —lo más preciado— y ponían su futuro en sus manos. Por eso se sentía más segura que nunca, más adulta y más libre, y por eso, cuando llamó Ali, la convenció para que se vieran, la convenció de que, si bien siempre tendrían que tener cuidado, el mayor peligro había pasado. Quedaron en el parque porque era un buen sitio para que nadie se fijara en dos mujeres que pasean, y aquella noche, con la perspectiva de volver a ver a Ali tan cerca, Luz tuvo sus sueños más inconfesables.
Cuando por fin se encontraron, hacía ya varios meses que no se veían en persona y no supieron qué decirse, porque les costaba hablar ahora que estaban acostumbradas a comunicarse por teléfono; ahora la presencia física era intimidante y no encontraban las palabras, porque las palabras de amor al uso no les servían para nada y tampoco querían pronunciarlas, pensaban que no estaban hechas para ellas y que era un sacrilegio utilizarlas. Las únicas palabras con las que se sentían cómodas eran las que se dijeron para prometerse que siempre estarían juntas, las que servían para tranquilizarse la una a la otra, las que hablaban de un futuro muy diferente a la realidad de entonces y aquellas otras que Luz pronunciaba para que Ali tuviera confianza. «Ya queda poco, ya queda menos», le decía. Hicieron planes durante horas y pasearon por el parque cogidas del brazo, aferradas a ese contacto, sintiendo a cada segundo que pasaba que quedaba un segundo menos, hasta que llegó la hora y tuvieron que despedirse con un beso en la mejilla. Ali quedó en medio del parque con el corazón tenso y Luz echó a andar sin mirar atrás. Y, aunque era doloroso separarse, esa visita fue sólo la primera de unas cuantas que se repetirían en adelante una vez al mes y en escenarios que fueron cambiando. Porque fueron al cine y a una cafetería, de compras, y una vez también fueron al teatro, y cada vez se sentían más seguras, cada vez con menos miedo gracias a la costumbre, que todo lo suaviza y que despojó de cualquier sentimiento de excepcionalidad aquellas citas. Una tarde que decidieron pasarla en el cine Luz dijo, en mitad de la película, que quería ir al baño, y salieron juntas como hacían siempre, y al meterse juntas en el retrete, Luz agarró a Ali del pañuelo y la acercó hasta su boca y se besaron, aunque Ali tuvo miedo de que apareciera la señora encargada de los servicios y las sorprendiera. Luz dijo que si no la besaba se moría y la besó como había soñado que la besaba, como había soñado a veces que besaba a Marta, a alguna alumna, apretándola contra su cuerpo con mucho cuidado, y lo hizo sabiendo que si la apretaba más Ali se asustaría. Los ojos de Ali estaban brillantes por las lágrimas que le resbalaban por las mejillas y Luz se limitó a limpiarlas con el dedo y a tragarse su propio miedo cuando escucharon que se abría la puerta y que alguien más entraba. Entonces salieron con el corazón en un puño, las tripas pegadas, la sangre más densa de lo normal, tratando de que nada las delatase, y volvieron a la sala a ver el resto de la película. Aquella noche, cuando salieron del cine, Luz dijo que se había hecho tarde para volver a su casa y que se quedaría en un hotel y después intentó en vano convencer a Ali de que se quedase con ella, pero ese intento fue quizá prematuro y un paso dado sin pensar, porque Ali se aterró y llegó a poner en duda todos los planes que habían hecho juntas. Inscribirse en un hotel no era tarea sencilla por entonces aunque ahora nadie esté dispuesto a recordarlo y pocos a creerlo, porque había que dejar el DNI y porque una mujer sola nunca alquilaba una habitación en un hotel, a los que sólo iban viajantes de comercio, hombres de negocios y parejas de recién casados, y porque cualquiera podía sospechar cualquier cosa y llamar a la policía. Por eso había residencias sólo para mujeres, y allí acabó Luz aquella noche en la que Ali no quiso acompañarla a un hotel en lo que quizá, seguramente, hubiera sido una imprudencia de la que se hubieran largamente arrepentido. No obstante, aquel intento sumió a Ali en el pánico y esa noche escribió en su cuaderno verde que el miedo era como una segunda piel con la que la habían vestido, un ropaje del que no podía desprenderse, que hacía su aparición en los momentos más inesperados y la dejaba exhausta, a merced de los demás, la hacía sentirse subhumana y no la abandonaba nunca, porque por nada del mundo quería que la durmiesen de nuevo.
Así que en todo ese tiempo tuvieron mucho cuidado, pero nunca desesperanza, porque habían aprendido a esperar y eran mujeres armadas de paciencia y por eso no se pusieron nerviosas cuando intuyeron que se acercaba el final de su separación. Por lo pronto no tenían pasado, que es un pesado fardo para todos, y el futuro estaba todavía por escribir y era ilusionante, por lo que se sentían livianas y casi conscientes de que el que estaban viviendo tenía que ser, por lógica, uno de los mejores momentos de sus vidas, aunque suele pasar, para nuestra desgracia, que eso sólo se sabe una vez que ha pasado, y entonces ya es tarde. Se sentían como si hubiesen vivido sólo para llegar a ese punto, para escapar de sus familias y para escoger ser libres en un lugar muy lejano de aquel en el que habían nacido, y eso era una sensación tangible que sentían ya muy cercana.
El día del examen se levantaron al alba, conscientes de lo que se jugaban, pero convencidas de alcanzarlo. Su presencia en las diferentes aulas en las que se realizaron las pruebas nada tenía que ver con la de otros estudiantes que llenaban las salas de oposición rodeados de sus familias, de sus amigos y novias, y nada que ver tampoco lo que ellas pensaban en aquel momento con lo que pensaban los demás estudiantes, por más que lo que aquellos pensaran es algo que desconocemos, que todos tenemos secretos inconfesables y lugares oscuros. Luz pensaba en Ali desnuda y tendida de nuevo a su lado, sonriendo y mirando por la ventana, con la piel fresca por la brisa que entraba por la ventana entreabierta, y Ali pensaba en Luz, en la seguridad de su abrazo y de sus besos; y esos pensamientos, desusados sin duda para un opositor, fueron los que les empujaron a escribir sin una sola duda y a leer después su ejercicio con voz pausada y segura. Después de eso volvieron a sus casas a descansar y a esperar. En casa de Ali se respiraba satisfacción por el más que previsible éxito de la hija, y sus padres se sentían ahora orgullosos, y seguros también de que todo lo malo era cosa del pasado. Lucio, lleno de orgullo por su hermana pequeña, se lo contaba a todo el mundo en su ferretería porque era un éxito tener a una hermana profesora o, al menos, lo era para ellos que venían de lo más bajo de la escala social, tal como se decía entonces, y porque a su éxito como industrial podría ahora sumarle el de su hermana, universitaria nada menos.
Finalmente salieron las notas y en ese mismo momento se puede decir que fueron libres porque ya no dependían más que de ellas mismas y del futuro, incierto para todos, y con esa nueva libertad en las manos escogieron como destino una desconocida y lejana ciudad castellana de la que nadie hablaba, que parecía estar lejos de todo, aislada en otra época, quieta, muerta en medio de la nada. Luz aprendió a conducir en los meses que transcurrieron hasta que su destino estuvo escrito y después se compró un coche de segunda mano, y sacó todo de su casa y vendió lo que no quería, que era todo de su pasado —a punto de quedar atrás para siempre—, y finalmente vendió también la casa, de la que se deshizo sin pena. Nadie era nada para ella, nada era nada, ni memoria, ni recuerdos, ni lástima por algo o alguien de su niñez, porque era una extranjera desde que nació y porque nunca se había sentido atada a nada excepto a Ali, así que ni siquiera se quedó con los libros de su padre, que le habían importado en su niñez. Todo eso pasó ante su vista sin una lágrima para perderse en el lugar de los recuerdos no deseados. Y con sus vidas por fin a su disposición prepararon su primera cita en aquella ciudad desconocida para ambas. «Llegaré antes en coche para buscar un sitio donde quedarnos. Tú vas en dos días y yo te estaré esperando en la estación. Ahora sí podemos coger habitación en un hotel. Somos profesoras, amigas del mismo pueblo que han sido destinadas a una ciudad lejana. No hay nada que temer, todo es normal, nadie sospechará nada», dijo Luz mientras escuchaba cómo Ali respiraba fuerte al otro lado del teléfono, y agregó en voz baja y con la entonación dulce del amor: «Tengo ganas de estar contigo. Tantas ganas…». «Yo también tengo ganas. Parece que todo esto se acaba», murmuró Ali antes de colgar. Y colgar escuchando cada una las palabras de la otra que quedaron flotando entre ellas, colgar mecida cada una en la voz de la otra, fue como abrir las puertas del paraíso cerradas a lo que parece a los mortales.
Pero después cada una hizo lo que tenía que hacer, porque no podían permitirse fallar en el último momento, cuando todo parecía fácil y lo más difícil parecía quedar atrás. Más sencilla fue la mudanza para Luz, que lo tenía todo preparado y que no dejaba nada detrás de sí, que para Ali, que tuvo que prepararse a conciencia y que tuvo que despedirse de mucha gente, que tuvo que fingir que lloraba como lloraba Aurelia, como lloraba Augusto e incluso como lloraba Lucio que también lloraba, y que tuvo que fingir además que acataba todas las recomendaciones bienintencionadas, mandatos más o menos suavizados, escuchar con atención las instrucciones que le daban y asegurar que todo iba a ir bien, porque no era corriente que una mujer joven se lanzara sola por el mundo.
Y todo eso tuvo lugar en el transcurso de unos pocos días que sin embargo a las dos les parecieron muchos, que eso es lo que tiene el tiempo, que es extraño, que no transcurre igual para todos, sino que a unos les parece mucho y a otros poco, según les vaya. Luz salió conduciendo al amanecer sabiendo que se iba para siempre y que iba más lejos de lo que había estado nunca, y las horas que pasó al volante de su coche, navegando en medio de un paisaje tan diferente al suyo, de naranjas y huertos, sirvió para hacerla consciente de la lejanía, de la distancia que iba poniendo, kilómetro a kilómetro, entre ella y su pasado, y a esa sensación contribuyó desde luego el verse metida de lleno en la planicie castellana, el verse inmersa en un paisaje propio de un sueño, o de otro planeta, en donde la aridez es la norma y en donde la soledad parece haber caído como una maldición sobre los campos y los pueblos. El viaje de Luz la condujo hasta una tierra muy diferente de la que conocía, otro país por más que no lo fuera, con gente que miraba distinto, que hablaba de otra manera, con un clima muy diferente también, que el frío ya se notaba y helaba las tierras que Luz cruzaba; todo era tan distinto que los kilómetros parecieron ser muchos más de los que en realidad eran y se sintió como si estuviera conduciendo hasta el fin del mundo. Al llegar por fin, se internó extrañada en una ciudad de piedras grises en la que la levedad no tenía sitio y donde todo era pesado, oscuro y grueso. Y se dispuso a pasar su primera noche sola en el hotel más caro que encontró, porque no andaba mal de dinero ahora que había vendido todas sus cosas. Y en el hotel todo fueron muestras de respeto por la profesora venida de fuera, profesión muy respetada, aunque eso no quiere decir que fuera envidiable, que es cosa muy distinta.
Aquella noche, mientras cenaba, Luz disfrutó al escuchar las conversaciones sin tener que intervenir y sin sentirse concernida, disfrutó del silencio propio, de que sólo se dirigieran a ella para ofrecerle la cena, darle las gracias, sonreírle, desearle buenas noches, y se sintió como una reina porque tenía su trabajo, su dinero, y porque tenía la esperanza, la certeza más bien, de que en sólo dos días seguiría teniendo aquellos dones y tendría además amor, palabra que poco usaba y en la que poco se permitía pensar, pero con la que aquella noche quiso llenarse la boca, las manos y el pensamiento. Aquella noche disfrutó también en su habitación de cosas que eran nuevas para ella, como muebles de caoba que brillaban, encerados y pulidos, un suelo también de madera que daba calor y que crujía a cada paso, alfombras y cortinas adamascadas rodeadas de un cordón dorado y, al otro lado de la ventana, las calles eran otro mundo muy lejano.
El día siguiente lo dedicó a pasear y se acercó al instituto que le había tocado en suerte, en un lugar algo alejado de la ciudad, casi media hora de camino para llegar a un pueblo de barro en el que los niños parecían estar asustados y en el que la escuela era pequeña, con pocos alumnos y muy pobres. Allí se presentó, saludó a los compañeros y paseó por las aulas todavía vacías, y aquella tarde el cielo pareció cerrarse de pronto en mitad del día y un trueno lejano anunció la tormenta que se podía ver avanzando a lo lejos, y la lluvia que comenzó a caer en un momento, la soledad de las calles y la tristeza que todo desprendía, hicieron que el lugar le pareciera perfecto para desaparecer del mundo, para fundirse en una especie de no existencia en la que nadie la conociera ni quisiera nada de ella, un lugar en medio de la nada y del silencio. Volvió a la ciudad con el corazón impaciente por la mañana siguiente y se acostó aquella noche deseando despertar porque Ali tenía que llegar en el tren de las once, que llegaría finalmente sin ningún retraso. A las diez y media estaba ya en el andén y en comunión con todas las personas que esperaban a los suyos llenos de excitación y de impaciencia, que son los sentimientos más comunes de los que se dan en las estaciones. El tren llegó a su hora y la multitud corrió hacia él como un rebaño que le impedía ver nada, como una nube densa que, pasados unos minutos, se dispersó como por arte de magia, y cuando el barullo se deshizo y cada uno se fue con su pariente, amigo, conocido o amante hacia sus casas, en el andén sólo quedó Ali con dos maletas y un aspecto saludable y alegre. Estaba feliz, no había más que verla, la alegría le brillaba en las mejillas como hacía mucho que no se le notaba. Luz se contuvo y no se tocaron, sino que sólo se acercó a su oído y le dijo unas palabras en un susurro: «Ya estamos juntas», y acercó su mano para rozar sus dedos. Ali se estremeció y su sonrisa se abrió como una flor: «Estoy muy feliz, Luci, muy feliz», dijo.
Esa tarde la pasaron encerradas en su habitación del hotel después de que Ali bailara por la habitación como una mariposa y lo mirara todo: el baño, las colchas, las cortinas, las almohadas de plumas… y se riera a carcajadas y se dejara caer finalmente en la cama, exhausta del viaje y la excitación. Y como Luz también tenía la sensación de que aquel era el primer día de sus vidas, la miraba como si no pudiera creer que estuviesen otra vez juntas y solas, libres del miedo y de todo, ahora que el pasado había sido borrado como un mal sueño, ahora que sólo había futuro. Cuando Ali cayó sobre la cama, Luz se acercó despacio y le quitó los zapatos y después subió su mano por el muslo y le bajó las medias, le besó los pies y lloró, aunque no quería llorar para no parecer triste, pero no pudo evitarlo. Y como no quería llorar, lloró en silencio, dejando que las lágrimas cayeran solas, sin esforzarse, y cosa extraña, Ali no lloraba, como hubiese sido lo esperable en ella, siempre más frágil, sino que miraba al techo y tragaba saliva porque estaba asustada. Habían pasado dos años desde la última vez y la manera en que Luz subía la mano por su muslo era por lo que ellas dos eran diferentes, por lo que se escondían, por lo que habían sufrido, y la razón también de que a ella la hubieran internado en un sanatorio donde la hicieron dormir durante semanas. Aquella necesidad que tenían de estar juntas, la necesidad de tocarse el cuerpo como no se tocan los cuerpos, todo aquello que la había convertido en una prófuga estaba a punto de pasar de nuevo, y ella estaba deseando que pasase aunque no estuviera bien, pero es que ya no importaba. Entonces se besaron sabiendo ya lo que era besarse y lo que significaba querer borrar todas las nubes del pasado con los besos. Se mostraron tímidas, como si nunca se hubieran visto desnudas, amordazadas por la vergüenza y la risa y no supieron qué palabras pronunciar mientras se acariciaban y tuvieron miedo de no saber encontrar el placer de antes, como si se les hubiese olvidado el camino para llegar a él, porque ese es un camino secreto que hay que redescubrir a cada paso.
Pasaron las horas, y al comenzar la noche aún no habían comido y continuaban una en brazos de la otra, abrazadas y sudorosas, cansadas, aunque habían dormido a ráfagas en momentos distintos del día. Y entre sueños, habían tenido miedo de moverse no fuera a ser que cualquier movimiento provocara un cataclismo. Luz tenía miedo de Ali, de que volviera el miedo o el pudor, de que se arrepintiese de algo o de todo, y Ali durmió tensa, con sueños oscuros y premonitorios, con sensación de ahogo y de desastre, pero al despertar finalmente entre sombras y abrazadas, la oscuridad se disipó por la fuerza de su abrazo, que iluminó la habitación y calentó sus cuerpos. Se besaron entonces y, por primera vez, se dijeron palabras de amor, aunque tuvieron la sensación de estar hablando en un idioma que les era extraño, y si les era extraño es porque ni siquiera las palabras más comunes estaban hechas para que ellas dos las pronunciasen.
Después se levantaron dejando toda la vergüenza tendida sobre la cama y pasearon desnudas por la habitación, se miraron en el espejo, llenaron la bañera y se metieron en el agua caliente y se lavaron la una a la otra riéndose, como si nada hubiera pasado en todo ese tiempo; y en toda su vida, si es que al final se hubieran dedicado a hacer un recuento, no habrían encontrado una tarde más feliz que aquella en la que fue como volver del exilio y encontrarse con que las estaba esperando un destino envidiable. Se vistieron con cuidado, tratando de dar una imagen respetable de las mujeres respetables que eran, y bajaron a cenar siendo conscientes de que las miraban, porque no era corriente que dos mujeres jóvenes y evidentemente decentes, además de atractivas, se hospedaran solas en un hotel. Cenaron mirándose y disfrutando de platos que jamás habían comido y Luz, que estaba recubierta de una sensación de invulnerabilidad desconocida, cenó mirando la boca de Ali, que a su vez cenó sonrojada, sintiendo los ojos de Luz clavados en ella, y como, además, cenaron con vino, el miedo y todo lo que acumulaban se fue disipando y evaporando en medio de una sensación de bienestar que resquebrajó todas las durezas y que curvó todas las aristas. Ahora se miraban a los ojos sin miedo y sonreían y dejaban que el vino les fuese penetrando en la sangre y trastocando algunos sentidos, y al final de la noche, cuando ya sólo quedaban ellas dos en el comedor, este se había convertido en un espacio para que pudieran mirarse a los ojos, reírse por nada y estar juntas. Estaban juntas y la vida les sonreía. Durmieron pegadas, en la misma cama estrecha, apretadas una contra otra, queriendo fundirse, oliéndose, besándose, tocándose, muriéndose, y la mañana las despertó despacio y suavemente.
Ali se despertó cuando la primera luz entró a través de las gruesas cortinas granates y llegó hasta ella de un tono oscuro que hacía imposible adivinar el color del día que hacía fuera, pero no se movió porque la mano de Luz descansaba sobre su cadera. Había dormido en paz, como no había dormido en mucho tiempo y ahora, al despertar y reconocerse y reconocer el lugar y reconocer a y reconocer el futuro imaginado, una felicidad radiante la inundó por dentro, porque la felicidad es pensar que el futuro será feliz y que es posible. Luz se despertó un poco después y se quejó de hambre y ambas volvieron a ducharse juntas, porque era agradable el chorro de agua caliente que caía y que no tenía fin, y porque, en ese momento, quizá la noche las había cambiado, no tenían vergüenza, ni miedo, ni nada más que ansia por ser felices.
Después llegó el momento de hacer planes y como estos eran muchos y muy necesarios, también eso lo disfrutaron intensamente, y los pensaron infinitos, desde ese día hasta el final de sus vidas. El plan inmediato era tan concreto como encontrar un piso, una casa para las dos, el lugar de la vida que no habían tenido, el lugar de la vida cotidiana que ignoraban cómo se construía, repleta de tiempo vacío y de tiempo lleno, de tareas, de deberes, de necesidades, un lugar en el que cada mañana se despertarían en la misma cama y tendrían por delante un día que sería parte de una cadena casi ilimitada de ellos. Y como Luz era previsora tuvo una idea con la intención de proteger la vida que pensaban comenzar, porque ella pensaba siempre más allá de lo inmediato, ella no quería que nada viniera nunca a romper lo que tenían. Buscarían dos pisos, uno más pequeño, otro un poco más grande, de los cuales el pequeño sería para que Ali figurase como inquilina sola y el otro para que las dos pudiesen vivir juntas; uno para que la familia no descubriera nada cuando fuera a visitarla, o cuando escribiera sus cartas, el otro para que nadie las descubriese nunca, y con esta idea, que les pareció brillante, se lanzaron a buscar el más pequeño, el inútil, el que iba a servir de tapadera. Compraron un periódico y recorrieron calles respetables y vieron pisos y contaron a los propietarios que era para que Ali lo ocupase de vez en cuando, sin dar más explicaciones, y resultó fácil en todo caso y no les costó mucho decidirse por uno pequeño que les asegurase que la familia, cuando viniese, no estuviese mucho tiempo y que se sintiesen lo bastante incómodos como para desear regresar lo antes posible: un solo dormitorio, un salón y una cocina pequeña no invitaban a instalarse. Situado en un lugar en el que se quedaba provisionalmente gente que estaba de paso; viajantes y representantes, estudiantes, trabajadores itinerantes, una joven sola no llamaba demasiado la atención, era adecuado y lo alquilaron con rapidez para poder dedicarse a partir de ese momento a buscar su piso, el de las dos, el que iba a ser su casa, su casa verdadera, y en esa búsqueda querían poner lo mejor de sí mismas. Y mientras, vivían y dormían en el hotel en el que les hubiera gustado quedarse para siempre porque ya era más que una casa, el lugar en el que estaban juntas sin que nadie las vigilase ni se interesase lo más mínimo por lo que hacían y porque era cómodo y lujoso, agradable, anónimo, y les parecía haber encontrado un lugar en el que todo estaba tal como su deseo lo había imaginado, en tanto que la casa era en realidad la búsqueda que no querían acabar nunca y que les hubiera gustado extender indefinidamente. Y por eso buscaban y buscaban y ninguno les parecía el que deseaban, y mientras la búsqueda se alargaba, ellas dos dedicaban los días del final de verano a pasear por calles tranquilas en las que el frío comenzaba a hacer mella y que se vaciaban y quedaban sólo para ellas en cuanto el sol se ocultaba, y aprendieron que aquella era una ciudad tranquila, solitaria, helada y hermosa en la que sus pasos resonaban en las calles cuando pasaban y rebotaban contra las piedras para regresar a sus oídos. Se aferraban a aquellos últimos días antes de ingresar en la realidad que les esperaba cuando comenzara el periodo de clases, porque la soledad absoluta que ahora disfrutaban, que gozaban, que era como si estuvieran suspendidas en el tiempo, era un lujo que temían perder cuando comenzara el curso. Las dos sabían que la vida activa estaba ahí, al comienzo de las clases, y que sería entonces imposible continuar retrasándolo y que la vida del hotel tenía que terminar; y terminó cuando fue necesario.
Finalmente encontraron su piso en el centro de la ciudad, muy cerca del colegio donde Ali iba a dar clases; quizá es que ya era el tiempo de comenzar la vida de verdad, porque el comienzo del curso se acercaba según las hojas caían y los días se acortaban y se hacían más grises. Del piso nuevo buscaron que nada en él les recordase el pasado: un piso alegre y luminoso, con amplios balcones a la calle, techos altos, portal elegante, madera en el suelo y la sensación de que la vida entraba con ellas en todas las habitaciones. Se mudaron en cuanto les llevaron dos camas al dormitorio y con eso fue suficiente para instalarse, para sentirse como niñas que juegan a ser mayores, y los días siguientes los dedicaron a buscar los muebles, pensando que nadie que no fuera ellas entraría jamás en aquella casa-santuario. Llegó el frío y lo celebraron como celebraron la soledad y el silencio, el murmullo del aire acariciando las piedras y las voces bien templadas. Los días se hacían cortos y ahora escuchaban la radio cuando se iba el sol, leían, se leían la una a la otra y esperaban que el tiempo fuese clemente con ellas el resto de sus vidas.