XVI

Al final los días se fueron vaciando de ese dolor punzante y el peso se levantó de su corazón porque ninguna tristeza es eterna, como no lo es tampoco la alegría. Entonces, al levantarse y abrir los ojos, el primer pensamiento que se le venía a la cabeza ya no era el de que Ali no estaba y que ese día era igual que el anterior. Ahora era capaz de darse cuenta de que un día era distinto de otro por mil razones, el aire, el calor, la luz, las cosas que pasan, las palabras que se pronuncian. Ahora se dejaba estar con una especie de indiferencia que no le dolía, y ya no intentaba nada, ni llamar a familiares, ni preguntar a los vecinos de los pueblos, nada. A veces se sentaba en el patio, debajo de la higuera, y dormía durante horas un sueño desmemoriado. Una vez se despertó con el olor caliente de la planta y se sintió, antes de recobrar del todo la consciencia, vagamente feliz, y en ese momento pensó en que estaba lista para la vida y comenzó a pensar en que tendría que seguir adelante a pesar de todo, y se preparó para estudiar, para construirse un futuro. Y otro día acompañó a su madre a misa y esperó fuera porque hacía años que no entraba en una iglesia. Fue a la salida, cuando se acercó a recoger a Benigna, cuando la vio hablando con un grupo de gente que le fue presentada, unos primos segundos, de esos que no se ven nunca, que vivían en Barcelona y que volvían al pueblo sólo algunos meses al año y a los que ella recordaba vagamente. En medio de todos ellos estaba Marta que ya no era una niña, y que le dijo «Por Dios, Luz, ¿no te acuerdas de mí? Si jugábamos de niñas», y sí, se acordaba de la niña a la que nunca había prestado la menor atención, pero no conocía a la mujer que estaba ante ella, haciendo que le naciera dentro un rumor conocido. Ese rumor era la confirmación, tal como se imaginaba, de que no era sólo Ali la que podía provocarlo, sino que otras mujeres también podían hacer que creciera dentro de ella esa sensación que le nacía cerca del ombligo y que después crecía y se extendía por la piel y que, por la noche y a solas, bien podía servir para ayudarle a manejar sus fantasías, que eran como el alimento para ella. Esa sensación nacía ahora de nuevo con la presencia de Marta pero el pecho se le abrió en dos de dolor al pensar en Ali. Ver a Marta le hizo ver a Ali y la ausencia se hizo esa tarde más pesada que nunca. No obstante, volvió a salir y volvió a quedar con aquella prima lejana y pasearon por el pueblo y por los alrededores, subieron caminando hasta la ermita y se tendieron bajo las palmeras cuando llegaron a lo alto y allí estuvieron sentadas contemplando el horizonte, el mar, los naranjales y los huertos. Luz le habló de la universidad y Marta le habló de su novio, de sus dudas, de los miedos, del miedo a que la vida se quedara vacía antes de tiempo. Luz bebía las palabras de Marta, pero por las noches lloraba por Ali y ahora le era más difícil que nunca entenderse, porque amaba a Ali pero había comenzado a pensar mucho en Marta. Pero Ali había desaparecido, la había dejado, su recuerdo se iría perdiendo con el tiempo, mientras que Marta era una presencia tangible, una mujer sensata, con los pies en la tierra que hacía que la vida anterior, la que había llevado con Ali, pareciese una vida imprudente, y lo había sido porque se habían dejado atrapar, porque habían sido unas inconscientes llamando la atención, cuando lo más importante era ser discreta; y se mortificaba cuando se decía eso, se autocastigaba, y llegaba más lejos, y se culpaba a veces y otras culpaba a Ali por haberla dejado y por haber renunciado a luchar por ellas. Ver a Marta hizo que otra vez echara de menos a Ali, saber que Marta estaba fuera de su alcance, hizo que recordara lo que tenía con Ali, y se despertaba llorando de nuevo por las noches, pero con el día se alegraba porque había quedado en dar un paseo con Marta, porque su prima alegraba su corazón por el momento y hacía que le temblara el cuerpo; aun cuando no era la alegría inconsciente que sentía antes, cuando se despertaba por las mañanas junto a Ali, Marta era una luz débil que hacía que la oscuridad se ablandase y pareciese menos cerrada, nada más.

Una noche que su prima se quedó a cenar y comenzó a llover a cántaros, Marta dijo que prefería dormir allí que salir a esas horas para su casa y Luz tembló porque no había otra cama que la suya. Benigna tembló también porque conocía todo de su hija, pero ofrecerle compartir la cama con una vieja cuando la prima estaba allí presente no era posible, así que Marta se quedó y Luz comprendió en esa noche mucho de lo que le pasaba. No era lo que Marta dijese, ni cómo lo dijese, ni nada de lo que pensaba, ni la forma que tenía de reírse lo que hacía que tuviese esa necesidad, esa hambre, por verla, porque cuando se quitó la camisa y se deshizo de la falda y quedó en sostén y bragas, Luz tuvo que mirar hacia otro lado mientras los ojos se le llenaban de lágrimas por el deseo que se le derramaba por cada poro y que no saciaría ni esa noche ni ninguna otra. Lágrimas de rabia y de frustración por el deseo estrellado contra la pared como un trapo viejo, lágrimas por las ganas y por el agujero que no había manera de llenar, y por la desesperanza, porque parecía que estaría ahí para siempre.

La noche se le fue en vela porque la respiración de Marta a su lado la excitaba, pero también porque volvió a pensar en Ali, que se lo daba todo, porque si con Marta era sólo su presencia lo que le revolvía las tripas, con Ali era su cuerpo, pero también lo que decía, y cómo lo decía, y lo que pensaba, y la forma que tenía de reírse lo que hacía que la quisiese tanto. Era todo eso, pero también era la curva del ombligo, la forma de los hombros, la manera de cerrar los muslos cuando le explotaba por dentro ese placer que no tenía nombre y que llamaban entre ellas «lo que quema». Lo que la quemaba podía comenzar a arder por Ali y por otras mujeres, pero sólo Ali se había tumbado a su lado para apagarlo, sólo Ali compartía con ella el secreto de un gozo prohibido, y sin Ali la soledad hacía que la vida pareciese una tumba que nunca fuera a abrirse. Aquella noche con Marta, Luz supo que el futuro dependía de lo fuerte que fuera para no caer nunca en la debilidad de pensar que alguien podría comprenderla, o compadecerla, o sentir lo mismo que ella, porque eso podía llevarla a la perdición, como ya había ocurrido, como de hecho las había separado. La suerte se había acabado, el amor se había ido y los cuerpos estaban vedados en adelante y ahora sólo el miedo la mantendría en el mundo, y si perdía el miedo por un solo instante y si perdía la prudencia que la mantenía viva, entera y viva, acabarían con ella; así que volvió la cabeza cuando Marta se desnudó y se echó a un lado de la cama para no rozar siquiera su piel y ahí comenzó de verdad a pensar en el futuro, cuando imaginó que después de ese día habría otro y otro, y que había que hacer algo con toda esa vida, y por eso el mismo día siguiente se sentó a la mesa y comenzó a preparar las oposiciones que había pensado estudiar con Ali y que le permitirían tener un trabajo que la alejaría del pueblo y de todos los que la conocían.

No quería vivir allí donde la luz es tan fuerte que quema los ojos, sino que quería encontrar un lugar de luz más matizada, donde el verano no fuese tan duro y donde en invierno los cuerpos no fuesen más que sombras atravesando las calles; quería vivir en un lugar frío porque el frío atempera las pasiones de dentro y todo lo rodea de una capa de grisura. Esa mañana sacó los libros del baúl en donde los había metido pensando en que no volvería a sacarlos y los colocó encima de la mesa de estudio, sacó la lista de temas y escribió una carta a una academia para inscribirse en la preparación de las oposiciones. Finalmente Marta se marchó prometiendo escribirle, y, mientras el autobús partía del pueblo y ella decía adiós con la mano, Luz pensó que en ese mismo instante acababa de olvidarla. Entonces se concentró en las oposiciones, lo cual no le fue muy difícil porque no tenía nada más en qué pensar y porque volcó en el estudio todas sus energías, y ya no hacía otra cosa de la mañana a la noche y, como dormía mal, especialmente de noche.

Ese fue el momento en que descubrió la intensidad del tiempo nocturno, mucho más hondo y pesado que el que transcurre a la luz del día, y descubrió también que de noche parece que el espacio se vacía de todas las presencias humanas y recupera algo que le es propio y anterior a que los humanos pobláramos la tierra, algo que le permitía disfrutar con intensidad de esas horas en las que se sentía sola en un mundo despoblado. Lo que leía, aunque sólo fuera dicho y pronunciado por su imaginación, parecía sonar fuera de su cabeza y resonar en el espacio denso de las horas nocturnas y por eso se clavaba en su memoria mucho más que durante el día, cuando mil ruidos, olores, luces, reflejos, voces, la perturbaban. Por eso comenzó a estudiar siempre después de cenar, cada vez más horas, hasta que la oscuridad se iba volviendo transparente y rosada, y amanecía. Entonces cogió la costumbre de bajar a la cocina y prepararse el desayuno, que tomaba mirando el patio, viendo cómo las superficies mojadas por el rocío comenzaban a brillar. Hay una hora en el amanecer en la que el mundo parece volverse loco de repente, es esa hora en la que los pájaros pían como si se sacudieran el pánico que les produce la noche, y todos los seres vivos se alegran o se desperezan, y todo eso produce un ruido ensordecedor que llama a la vida recobrada, y a Luz le gustaba esa hora más que ninguna otra y procuraba siempre estar despierta para vivirla. Era la única hora en la que podía alegrarse de estar viva, después se iba a dormir y pasaba las terribles horas caniculares en una modorra sudorosa llena de malos sueños. A veces se levantaba a comer, pero, si podía, esperaba que atardeciera. Podía dormir doce horas seguidas ayudada por las pastillas que comenzó a utilizar por entonces y que conseguía sin problemas gracias a la farmacéutica. Los nervios, el insomnio, era lo propio de una opositora que avanzaba.

Y entonces regresó Ali. Llegó al pueblo en el autobús de la mañana, en el séptimo mes después de desaparecer. A esa hora Luz llevaba ya varias horas intentando estudiar sin conseguirlo cuando oyó que llamaban a la puerta; esperó un rato a que Benigna abriera, pero volvieron a llamar y supuso entonces que su madre habría salido a comprar, por lo que ella misma bajó a abrir. Allí estaba Ali, muy pálida, era ella aunque parecía otra. No se abrazaron, no se besaron, simplemente se miraron, y Luz pensó que se iba a caer al suelo, pero no cayó, y después pensó que estaba temblando, pero Ali no lo notó porque también ella temblaba. Los sonidos del campo cesaron en ese momento, todos, porque el corazón los enmudeció. Se apartó para que entrara y la dejó sentarse en una silla de la cocina con su pequeño bolso entre las manos. «Sólo tengo unas horas, tengo que irme en el autobús de la una, no saben dónde estoy». Y entonces Luz rompió a llorar, ella que nunca lloraba, ella que era la que siempre la consolaba, la que guardaba las fuerzas para hacer frente a lo que fuera, lloraba sin poder pronunciar una palabra, pero lloraba en silencio, sin hacer un solo gesto, dejando que las lágrimas resbalasen por sus mejillas hasta el cuello. Ali le contó todo, que la habían internado en un hospital y que en esos meses había estado durmiendo, que no la había podido llamar, que el médico le había dicho que tenía algo de los nervios, que tenía miedo, que estaba cansada y triste, que en medio de aquel sueño largo había tenido muchas pesadillas, y le contó también de su compañera que veía bichos en la comida, de las monjas, de que quiso escaparse para llamarla, pero que se encontró con que no tenía monedas y que apenas podía andar, y le dijo que aún vivía como si estuviese dormida y que le estaba costando mucho volver a la vida, y que lo peor era esa sensación que a veces tenía por la mañana cuando no sabía si era un sueño o era la vida real, que le costaba despertar y más aún darse cuenta de que estaba despierta, que hubiera querido pensar, que se había esforzado mucho en pensar si lo que habían hecho estaba bien o mal, pero que con las pastillas que tomaba no podía tener la mente clara, que sus propios pensamientos a veces eran extraños, como si vinieran de muy lejos, como si no fueran suyos, y que pensar ahora ya no era como antes, que era distinto y más difícil, porque ahora las ideas flotaban en su cabeza sin que ella pudiese hacerse con ellas, que le costaba recordar cosas, pero que todo eso se le pasaría, le había dicho el médico, en cuanto estuviese bien porque la medicación cada vez sería más ligera y al final podría dejarla del todo. «No tomes una pastilla más. No tomes nada, di que las tomas pero no las tomes». Luz estaba asustada porque la voz de Ali era distinta, porque había cambiado y porque sus ojos flotaban de un lado a otro y parecían no poder fijarse en nada. «No puedo dejarlas de golpe porque entonces me pongo peor, ya lo he intentado, pero enseguida podré dejarlas, eso me dijo el doctor. Son mis nervios, Luz, no tengo bien los nervios. Todos me han dicho que eso de que tú y yo estemos juntas es porque yo soy muy débil y porque tú me dominas y yo tengo los nervios muy flojos». Entonces rompió a llorar: «No sé lo que es, pero no puedo evitarlo. Tenía que verte». Y enseguida y asustada: «Tengo que volver, se supone que tengo que estar en la academia». Y Luz murmuró entre lágrimas algo que las asustó a las dos y que nunca habían dicho o escuchado: «Mi amor, mi amor», dijo, mientras la cogía de la mano y se la besaba y Ali también lloraba. Luz le contó de su angustia en esos meses, pero no quiso contarle mucho por no asustarla más aún de lo que estaba, y le contó también que era mayor de edad porque Ortega había muerto y que ahora dependía de ella misma y que estaba estudiando y que ella debería hacer lo mismo para salir del pueblo y de Valencia y para poder pedir como destino una ciudad donde nadie las conociera ni supiera nada de ellas y donde pudieran ser dos profesoras sin pasado y sin familia; y así pudieron hacer planes que las devolvieran a la vida y cuando volvió la vida, también el brillo les volvió a los ojos.

Salieron entonces de la casa de Luz y se fueron al monte donde nadie las veía y se besaron torpemente como si fuera la primera vez que se besaban, y Luz tuvo cuidado de no mostrar su urgencia porque veía a Ali enferma y débil. Los planes que pergeñaron para el resto de sus vidas las llenaron de calor y de alegría y se tumbaron bajo una encina a ver el cielo y se pudieron contar todo lo ocurrido en esos meses y después se hicieron promesas, de estudiar duro, de sacar las oposiciones, de permanecer siempre juntas, de llamarse por teléfono una vez a la semana, de buscar maneras para verse, de engañar al mundo, de salvarse ellas, de sobrevivir. Luz pensó que a ella le sería fácil ir a Valencia al menos una vez al mes y se sintieron capaces de vivir así el tiempo necesario si el premio por su paciencia era un futuro juntas y en paz. Luz comprobó entonces que la alegría y el dolor se parecen mucho y que están hechas del mismo material, aunque cada uno sepa distinguirlas, porque le dolía el pecho de alegría y era igual que cuando le dolía de tristeza, lo cual es extraño. Ali tenía miedo del futuro, pero se cuidó mucho de decirlo en voz alta porque se sentía tan débil como los médicos decían que estaba.