XV

Los sueños nocturnos han vuelto a ser húmedos, y los diurnos tiernos, así es la vida. La casa está distinta ahora que ha cambiado algunas cosas, el ruido se ha quedado fuera y ya no quiere mudarse de barrio porque eso significaría estar lejos de Fátima. El día que se supone que comienza a dar las clases extraescolares a la niña amanece como todos los demás, que lo mismo amanece un día del que se espera todo que otro del que no se espera nada. Ya hace mucho tiempo que duerme poco, y si es cierto que antes temía despertar, ahora sabe que despertar es esperar y la espera es estar viva, y sabe que está viva porque espera que Fátima llame hoy a mediodía, y que después venga a su casa, y ya no imagina nada más, que con eso es bastante, porque tiene cincuenta y cinco años y ella diecisiete y sabe de sobra que hay que tener cuidado con la esperanza, de la que a veces nos servimos con demasiada liberalidad; esperanza sí, pero con cautela, para no hundirnos después en la decepción. Así que no espera nada salvo que el deseo se abra y la inunde, pero eso no le preocupa porque el deseo le pertenece en exclusiva, es suyo y nadie lo ve ni lo censura; es libre, no le avergüenza, ni tiene que dar cuentas a nadie. Así que ayer por la tarde, con las ganas a flor de piel, como le ocurre a veces cuando el sol se oculta, que parece que el cuerpo se le abre en dos mitades, se tumbó en la cama y se dejó llevar soñando con las piernas de Fátima. Las ha visto a menudo y han sido incluso motivo de comentario en el colegio, porque Fátima es la única niña marroquí que hace deporte, que se pone pantalones cortos y que deja ver unas piernas fuertes y morenas, y aunque Luz sabe de sobra que esas piernas no van a abrazarla nunca, las imagina estrechando sus caderas. Es más difícil de lo que pueda parecer imaginar el cuerpo de alguien que existe en realidad, que tiene brazos y cara, es difícil casar todas las piezas que se van descubriendo poco a poco en distintos momentos. Ha visto sus piernas hasta un poco por encima de las rodillas, pero sólo ha entrevisto los muslos, ha visto sus brazos, pero apenas sus hombros, ha visto por supuesto el cuello, las manos, la cara, nada más, y es difícil con esos datos imaginar cómo será el ombligo, si será para dentro, como el de casi todo el mundo, o será uno de esos ombligos que sobresalen, según se dice por una mala práctica de la comadrona durante el parto. Se imagina ahora el tamaño de aquello que la ropa esconde pero que puede adivinarse; el del pecho, normal, el de las caderas, más bien anchas, la forma del culo, alto; pero Fátima desnuda puede no parecerse a la imagen que se ha hecho de ella. Cuando vio a Ali desnuda del todo por primera vez se encontró con que era muy distinta a como la había imaginado. Y la había imaginado tantas veces que, por un momento, tuvo que luchar contra una ligera y no confesable decepción. No es que no le gustara, aquel cuerpo hubiera gustado a cualquiera, es que era otra, y tuvo entonces que aprender a conocerla de nuevo.

Se levanta cuando una pequeña raja de luz azulada entra por la persiana imponiéndose a la luz amarilla de las farolas, es la señal. Se pone su bata casi nueva, de raso, de mujer que vive en otro barrio y tiene quien se la alabe, y camina descalza hacia la cocina sumida en un silencio nuevo y agradable producto de las dobles ventanas en toda la casa. En la cocina pone la radio sin escuchar lo que dice porque ya no necesita que esas voces certifiquen cada día que pasa que el mundo sigue existiendo, ahora sabe que el mundo sigue ahí y porque lo sabe, la primera decisión que toma es la de que, definitivamente, no se muda, no se mueve de ese barrio horrible que es, a la vez, el lugar que Fátima puede convertir en un paraíso. Después de desayunar, planifica un poco la mañana y la única concesión que se permite a la prudencia, que es para los cobardes, es recomendarse tener cuidado, un poco de cuidado, no para evitar consecuencias no deseadas a las que ella es inmune en todo caso, sino para que este nuevo placer no se acabe demasiado pronto. Después se ducha y se viste con esmero tratando de parecer descuidada, casera, diferente, no la profesora de todos los días que Fátima conoce. Y después sabe que hasta que llegue el mediodía tiene que sentarse y leer los cuadernos de Ali, porque lo hace muy a menudo pero hoy más que nunca tiene la sensación de que tiene la obligación de hacerlo. En el salón se sienta cerca de una estantería en la que reposan dos fotos de ellas dos juntas; en la primera, en la que el mundo se ve muy antiguo, están ellas dos de estudiantes, cogidas del brazo, vestidas de verano, muy sonrientes con veinte años, ignorantes. En la segunda se las ve muy abrigadas, la ciudad del páramo en invierno era muy fría, también se cogen del brazo, tienen ya casi cuarenta años y no sonríen, más bien se apoyan la una en la otra, están cerca del final. Casi veinte años separan la primera foto de la segunda y otros tantos han pasado ya desde aquella foto hasta hoy.

Cuando tenía veinte años, no pensaba en la muerte más que para certificar que los demás se morían; a los cuarenta, luchaba por seguir viva un poco más; ahora no piensa en ello porque sabe que la muerte puede ser muchas cosas y que hay muchas cosas peores que la muerte, eso se aprende. Los cuadernos verdes que Ali empezó a escribir en el hospital están llenos de muerte en algunas hojas, pero después, cuando parece que está entregada, siempre renace, y los siguió escribiendo hasta su muerte final y verdadera el 23 de agosto de 198…, ese día que Luz conoce tan bien que podría describirlo minuto a minuto. Desde entonces lee a menudo los cuadernos y podría recitarlos de memoria.

Ali decidió escribirlo todo porque el médico le dijo que sería bueno, pero también porque tenía miedo de olvidar algunas cosas, porque ya estaba convencida de que su mente no funcionaba como debiera. Comenzó a tener miedo de olvidar, y temía despertar un día y no recordar lo que había sucedido el día anterior, temía regresar y no reconocer a Luz, pero temía también escribir su nombre porque sabía que el doctor L. Rodín leería aquel cuaderno que le había animado a escribir, así que las palabras que escogía eran disfraces escogidos para poder escribir cosas prohibidas sin que nadie las entendiese, metáforas, nombres supuestos, acertijos que Luz descifró sin dificultad cuando los leyó por primera vez. Aunque en un primer momento estuvo tentada de tirar aquellas hojas, el médico le dijo que no lo hiciese, que más adelante tendría que leerlos, y le hizo caso y los guardó, y ahora puede leerlos sin que el dolor la deje sin respiración porque ahora es un dolor que la acompaña y que la ayuda a vivir y que no quiere que desaparezca, porque si desapareciese del todo, la vida de Ali no habría tenido ningún sentido.

A las doce en punto suena el timbre de la puerta y Luz se levanta casi con pereza y con una velada sensación de traición que necesita eliminar en dos segundos. Quizá no debería haber estado leyendo aquello justo ahora, cuando Fátima estaba por llegar. Y cuando abre la puerta, de la misma manera que ella entendía todo lo que Ali escondía en sus medias palabras, lo que escribía sólo para que ella lo leyese cuando por fin pudiera, también sabe ahora, en el mismo momento en el que abre la puerta, que Fátima lo sabe y que puede que lo sepa desde hace tiempo; es el misterio de no se sabe qué lenguaje oculto del cuerpo y del deseo que aprendemos sin que nadie nos lo enseñe, casi como los animales reconocen siempre a uno de su misma especie. Fátima está acostumbrada, por supuesto, a encontrarse de frente con el deseo que despierta cuando camina por la calle, cuando entra en una habitación, cuando está sentada en un banco leyendo un libro y está concentrada y ausente; conoce de sobra las miradas de deseo, conoce esas palabras que se dicen a media voz, conoce lo que los hombres se dicen entre ellos cuando la miran de lejos y cuando le sonríen, y tiene que saber, lo sabe, que Luz la desea porque no puede ignorar las señales que los cuerpos emiten aun sin quererlo, las conoce de sobra porque vive con ello desde hace mucho tiempo y sabe percibirlas, recibirlas, envolverse con ellas, jugar con ello y devolver las miradas con los ojos brillantes y desafiantes. Luz sabe, con sólo mirar a Fátima moverse por su casa, que lo sabe, y eso la desconcierta y la aturde. Fátima sabe que Luz tiene secretos y sabe, a pesar de sus pocos años, que no hay nada que hacer ni pasos que dar porque a Luz, por ahora, le basta con esto. Cuando piense en ello por la noche se dirá a sí misma «esas cosas se saben», que es una de sus fiases preferidas. Así que hablan un poco del viaje a Marruecos y la niña le explica que esa tierra ya le queda lejana, que ella no es como sus primas ni es ya tampoco como son las amigas que tenía antes, cuando vivía allí; que no entiende ya a los familiares que quedaron allí y que todo le resulta extraño y lejano, incluso el idioma. Fátima le explica que cree que no volverá más a aquel país y que sus padres la apoyan. «Es que soy hija única», dice, como si eso lo explicara todo, y añade «y eso allí es muy raro». A pesar de todo hay cosas que la separan de las chicas de aquí, como el gusto por el té y lo poco que le gusta el alcohol, que casi nunca bebe, pero se parece a las chicas de aquí en lo que le gusta coquetear y en que vive pendiente de que la miren. Después dice que no le gusta estudiar y que no sabe concentrarse porque se le va la cabeza y las horas, y Luz le dice entonces que ella puede ayudarla y que va a hacerlo. Le muestra el plan de trabajo, todas las mañanas aprendiendo a estudiar para que le cueste menos, es cuestión de método, dice, de costumbre. Fátima es alegre y sonríe mucho, aunque es también callada. Luz la recuerda sentada en clase, casi siempre mirando por la ventana al jardín. Es popular porque es demasiado guapa para pasar inadvertida entre una jauría de chicos y chicas de diecisiete años, pero es reservada, aunque no diría que tímida. Luz no sabe qué le interesa a Fátima, que no lleva en su carpeta fotos de los actores de moda, que no se enfrasca en conversaciones banales, que se resiste a ser arrastrada a las discotecas, aunque acaba yendo porque es inevitable, que sonríe por todo y por nada, que habla poco, que domina el espacio con su cuerpo y que ocupa cualquier habitación en la que entre. Luz no sabe bien qué quiere Fátima, ni en qué piensa, ni qué espera, así que no sabe tampoco qué podría darle. Sabe, en cambio, lo que ella misma quiere, y lo que quiere es que aparezca, como la misma luz, cada mañana; que llame al timbre cerca de las diez y que esté allí con ella hasta la hora de comer, que se vaya y que la deje con hambre y con sed y que la tenga así hasta el día siguiente, que esas cuatro horas pasen despacio y en silencio, porque ese es el silencio que Luz aprovecha para explicarle algunas cosas, cómo leer, cómo escribir, cómo concentrarse, cómo enfrentarse a un texto, a un saber, cómo memorizarlo. Fátima escucha y nunca interrumpe, parece que se entrega, pero Luz sabe que nada de ella se pone en juego, sino que se limita a extender una cortina de humo tras la cual puede marcharse a otra parte mientras que parece que continúa allí sentada.

Así pasan los días. Fátima llega por las mañanas a veces muy alegre, otras claramente triste, y Luz, poco a poco, va comiendo terreno y consigue que puedan pasar juntas algunas tardes, ir al cine, merendar, o comer en casa. Fátima acepta como si pasar los días con su profesora fuese una actividad interesante, pero Luz no se engaña, no sueña, se limita a respirar ese poco de aire que Fátima exhala y con ese aliento vive. No quiere más, no espera más, eso es la vida, piensa, pero no es cierto, y su vida cambia sin que acierte a darse cuenta.

Igual que cambia ella, también cambia la casa, porque compra objetos, adornos, telas, porque ahora busca rodearse de cosas que le gustan, que hacen que se sienta bien, ahora sale mucho de compras. Sabe que al tiempo que va cambiando el espacio que le rodea, también está cambiando ella, es consciente de que se peina distinto, de que se compra ropa, de que ahora se preocupa de la cara que tiene al levantarse. Hace planes de la mañana a la noche, pero tiene cuidado de que no sean demasiados, no puede pretender llenar el tiempo de una chica de diecisiete años y no lo hace. La lleva de compras, pero después espera varios días para proponerle otro plan. Van juntas al cine, pero después de la película la acompaña al metro, y, si comen en casa, aprovechan la tarde para dar clase, y sabe de sobra que, si Fátima acepta todo eso, es porque está jugando, y si Luz, que lo sabe, se presta, es porque el juego le gusta. A veces Luz la mira cuando ella está ocupada en cualquier cosa, y trata de imaginar el futuro que le aguarda y en el que ella no tiene sitio. Piensa que tendrá suerte en la vida porque es muy hermosa y la belleza puede protegerla. A veces, cuando la está mirando y están tan cerca que la respiración de Fátima le acaricia la piel, siente que se ahoga y tiene que levantarse y alejarse porque piensa que no va a poder evitar tocar la piel morena de la niña, y cuando las manos comienzan a temblarle, es el momento de sentarse lejos. Fátima levanta la cabeza, la mira y sonríe y vuelve a mirar el libro con fijeza, aunque por un instante sus miradas se cruzan. Entonces Luz se recrimina porque piensa que es ella la que tiene que controlar una situación que teme que se le vaya de las manos, pero se resiste porque el juego es dulce y le gusta jugar con fuego.

El día está un poco más fresco que los anteriores, no hace ese bochorno que ayer impedía respirar. Es como si se levantara el peso sobre la cabeza. Poco a poco Fátima va cogiendo confianza y habla cada día un poco más porque tiene cada vez más tiempo y es imposible no hablar cuando salen juntas al cine o cuando pasean por un parque pero, aun así, Fátima es más bien callada y a Luz le gusta pensar que su silencio se debe a que tiene algo que ocultar y, aunque se había prometido no pensar en ello, no puede evitar ilusionarse con esa posibilidad. Ella también tiene un secreto que nadie conoce, aunque hubo un tiempo en el que estuvo incluso en los periódicos, pero de eso hace mucho y el tiempo acalla todos los secretos, todas las voces, todo. El secreto de Fátima es, en todo caso, un misterio que Luz intenta día tras día desvelar porque piensa que le incumbe, y que si espera puede que Fátima un día se confiese a ella porque, después de todo, como Luz sabe muy bien, los misterios pesan y hablar de ellos alivia ese peso y lo hace más fácil de llevar. Antes solía hablar con su médico, pero llegó un día en el que el médico le dijo que no tenía que volver, que estaba tan sana como cualquiera, que el sufrimiento no es una enfermedad, aunque pueda llegar a provocarla, pero que para eso no hay más cura que el tiempo; eso le dijo y ese mismo día, cuando salió a la calle se sintió desamparada sin el doctor Rodenas que lo escuchaba todo y que parecía estar ahí para siempre.

Los meses siguientes fueron de orfandad y cuando le pasaba algo, cualquier cosa, cuando un pensamiento le cruzaba la mente, Luz pensaba en el doctor Rodenas y en que le gustaría poder llamarle, y no sólo por la conversación, sino también por la compañía, porque las tardes de invierno eran muy frías y muy oscuras en la ciudad del páramo y allí era fácil que la tristeza se adueñara de ella. Le gustaba prepararse para su consulta, le gustaba escribir en un papel todo lo que le contaría cuando llegara el martes o el viernes, le gustaba después salir de su casa a una hora en la que la gente se apresuraba a regresar a las suyas y atravesar la ciudad helada. Al principio el doctor le había dicho que prefería recibirla a última hora de la tarde para no tener que sentirse presionado con las siguientes visitas, para poder dedicarle todo el tiempo que necesitaba y eso hizo que Luz se sintiera un poco dueña del tiempo del doctor Rodenas. Conocía el camino, conocía las calles que pisaba y el edificio y le gustaba mucho entrar en aquel portal lujoso, lleno de madera y dorados, porque el lujo a veces puede sustituir a la vida, sólo a veces. Le gustaba también que el portero fuese tan amable con ella, y le gustaba subir en un ascensor antiguo, de madera, de los que quedan tan pocos. Subía quitándose los guantes y la bufanda y al llamar al timbre sabía que la enfermera estaba ya mirando el reloj esperando que llamase porque ella era siempre la última paciente de la tarde, alguien con quien el doctor nunca tenía prisa; y Luisa, una vez que la había pasado a consulta, se despedía, nunca esperaba a que ella terminase la visita. Nada más entrar Luz, la enfermera comenzaba a ponerse la ropa de abrigo y a veces ni siquiera la introducía en la habitación porque cada una conocía los pasos necesarios y si el doctor estaba ocupado con la visita anterior, Luz esperaba en la sala de espera sola, no tenía más que escuchar cómo se abría la puerta y cómo el doctor acompañaba a su paciente anterior a la puerta de la entrada para avanzar por el pasillo y sentarse en el sillón. Después entraba él y se sentaba en el suyo. Siempre la sonreía abiertamente, pero siempre esperaba que fuese ella la primera en pronunciar palabra, y eso no le costó mucho, recordar fue muy fácil.

Los recuerdos salían a borbotones, imparables, como agua que se desborda, a veces con cólera, a veces con odio, alguna vez con lástima, pero la experiencia era liberadora en todo caso, y curativa. Hacerse con el presente fue mucho más difícil, y ahí sí que se produjeron silencios inabarcables. Hubo alguna sesión que llegaron a pasarla en silencio, mirando Luz por la ventana cómo se oscurecía el día, y sólo se puso nerviosa la primera vez, porque la siguiente dejó de importarle y ni siquiera se esforzaba por encontrar algo que decir. Y finalmente, llegó un momento, cuando ya todo el pasado había sido diseccionado y recordado, cuando el presente ya no daba más de sí que esa tristeza gris y húmeda contra la que nada podía hacerse, que el doctor Rodenas le dijo a Luz que no veía necesario que volviese por allí, y entonces ella se sintió regañada, como expulsada, pero esa sensación fue breve. «No está enferma, no lo ha estado nunca. Espero haberle servido para algo, pero mi trabajo ha terminado. A partir de ahora tendrá que lidiar con lo que venga usted sola y tiene herramientas de sobra para hacerlo. Esa era mi principal preocupación, que no pudiera con la tristeza, la nostalgia, los remordimientos, todas esas cosas. Pero claro que puede Luz, es usted una de las personas más fuertes que he conocido. Creo que no hace falta que venga más a la consulta», esas fueron las palabras del doctor Rodenas. «Creía que los psicoanalistas jamás echaban a un paciente. No se va a hacer rico, doctor». Y el doctor Rodenas se rio con esa risa contagiosa que a Luz le había gustado desde el principio, desde la primera vez que lo vio. «No se preocupe por mí, preocúpese por usted, por el futuro. ¿Qué va a hacer ahora?». Y Luz, que no había dedicado ni un momento de los últimos años a pensar en el futuro, contestó sin pensar: «Voy a pedir el alta y voy a volver a dar clase». Después calló, un poco asustada por sus palabras, y añadió: «No aquí, claro, tendré que pedir el traslado, quizá por fin vaya a Madrid, siempre quisimos ir a Madrid». Y aquella noche, cuando salió de la consulta y dijo buenas noches al portero, trató de que no se notara lo asustada que se sentía, y lo sola, lo abandonada, porque de una manera inconsciente quizá había estado pensando que el doctor Rodenas la iba a escuchar el resto de su vida, lo cual hubiera sido agradable, y no hubiera querido ni necesitado a nadie más, le hubiera bastado con aquel joven que la escuchaba los martes y los viernes. Con eso hubiera vivido tranquila los años que le quedaban en aquella ciudad en donde había logrado que todos la olvidaran y que ya nadie hablase de ella. Pero ahora el doctor la había expulsado y no podía pensar en quedarse, no era posible dar clases en la ciudad del páramo, y ahora podía regresar porque estaba libre de culpa, era inocente, no estaba loca, no había nada contra ella. Pudo entonces hacer los trámites, y, como tenía suficiente antigüedad, cuando pidió Madrid se lo dieron. Y llegó exhausta, decidida a dejar pasar los días en la duermevela en la que había sabido instalarse. Más adelante aparecería Fátima.