Luz dejó pasar unos días en los que apenas se esforzó en ver a Ali, aunque cada vez que salía se ilusionaba pensando que iba a cruzarse con ella, lo que no hubiese sido extraño en un pueblo tan pequeño como el suyo. No obstante, cuando volvía a casa sin haberla visto, comprendía que había que dejar que los ánimos se serenasen y se llenaba de paciencia, virtud que nunca hasta ese momento le había faltado. Pero pasaron los días y no vio ni una sola vez a Ali ni a sus padres; no se encontró con ellos en la tienda, ni en la calle, ni la vio paseando, ni se encontró a ninguno de los Pueyo.
Al cabo de unas pocas semanas la sensación de que la familia entera había desaparecido se hizo patente, pero aun entonces no pensó que nada malo o irremediable estuviera pasando, sino sólo que aquella familia necesitaba más tiempo que la suya para asumir la situación. Había leído la carta que el comisario había mandado a su casa y suponía que era igual a la que había enviado a la familia de Ali y si era así, y es de suponer que así fuera, no había nada que temer porque el comisario, buen hombre al fin y al cabo, se limitaba a informar a las familias, en un tono paternalista y protector, de que aquellas dos chicas habían levantado sospechas y comentarios, pero esto era lo peor que se decía de ellas, y no era gran cosa, porque la carta también reconocía que las dos eran muy jóvenes, que eran listas y estudiosas, que nunca se habían metido en más líos que aquel al que se hacía referencia, y se reconocía también que los celos de un muchacho a cuyo amor no se había correspondido podían tener algo que ver en la denuncia, dicho todo lo cual, se recomendaba a las familias que tuvieran cuidado; que estaban en una edad difícil y que las chicas listas y estudiosas a veces son más nerviosas que las otras, que tienen extraños mundos de fantasía en la cabeza; que él también era padre de una hija y que sabía de la complicación de educarla, y más complicado sería, pensaba él, si la hija de uno tenía que irse sola, lejos de casa. También les explicaba, para su tranquilidad, que nada de aquello constaría en expediente alguno que pudiera más adelante hacerles purgar el resto de su vida una tontería de la juventud, pero les recomendaba que tomaran medidas, que las separaran un tiempo, que estuvieran encima de ellas. Por último les explicaba que aquello de lo que las chicas habían sido acusadas, aunque él no creía que dicha acusación fuese totalmente cierta, era una de las cosas más graves y terribles que podía sucederle a una mujer, por lo que toda precaución era poca; que era una ofensa terrible a la ley de Dios y a la de los hombres, y que a ese estado se llegaba siempre por dejadez, porque cualquier conducta podía corregirse si se cogía a tiempo. La carta explicaba que las habían llevado a la comisaría para asustarlas, para que se dieran cuenta de la gravedad de las acusaciones; el comisario pensaba que aquel escarmiento sería suficiente. No era nada grave, pensó Luz y sólo después se recriminaría haber dejado que aquellos primeros días transcurrieran tranquilamente para ella mientras Ali comenzaba un calvario que habría de durar toda la vida.
Porque la noche en que Luz se acercó a casa de Ali, la noche en que Lucio abrió la puerta y se la encontró cara a cara, cuando el padre volvió a abrir y después cerró la puerta, la puerta de la vida de Ali se cerró también sobre sí misma. Luz llamó cuando dentro estaban en silencio, después de una tarde en la que los lamentos de Aurelia por la suerte de sus hijos, por la suerte de Lucio especialmente, cuyo destino se veía amenazado por el comportamiento perverso de Ali, todos esos gritos, lloros y lamentos, llenaron la casa y el corazón de Ali como una marea negra y pegajosa. Al final de la tarde, cuando Aurelia calló al fin, Ali se sentía infectada de un mal que no tenía cura; el mal de la capacidad para hacer el mal, la capacidad para traer la desgracia sobre las personas queridas, esa era la maldición que pesaba sobre ella y en ella se fue abriendo paso. Los gritos de una mujer furiosa, que no cesaron, que fueron poco a poco penetrando en sus zonas oscuras, en las que mantenía acalladas por miedo, que las fueron quebrando y transformando, cumplieron su cometido y, al final, hubiera dejado que le hicieran cualquier cosa que la ayudara a expiar sus culpas. Lucio se mantenía en un silencio hosco, Augusto bebía y ella no podía dejar de escuchar aquellas voces, y las paredes de todos se iban agrietando como la tarde. Al final del día, Ali hubiera firmado que era culpa suya y que merecía un castigo como la portadora de desgracias que era, y miraba a su hermano, cuya vida estaba arruinando y sentía dentro de ella el peso oscuro de la culpa. No pensaba que hubiese siquiera una posibilidad de futuro, no lo quería en realidad, no pensaba tampoco que tarde o temprano aquello cesaría, ella sabía que no iba a cesar y se avino al castigo, al que fuera. Su padre bebió toda la noche en silencio y Aurelia, cuando por fin dejó de gritar, comenzó a derramar un llanto suave que era como la lluvia que viene a apagar el fuego, bienvenido. Las lágrimas brotaban de sus ojos con dulzura y Ali las recibió en ese momento como una bendición, el signo de una humanidad final que las hermanaba.
Un poco antes de medianoche, cuando estaban más tranquilos, llamaron a la puerta y cuando Lucio abrió, el rostro de Luz vino a sumergirles de nuevo a todos en el miedo, a recordarles que no había escapatoria posible y las palabras de Lucio, el miedo que las mujeres pasaron de que él la golpeara, el miedo que también tuvieron cuando vieron que Augusto se levantaba de la mesa, las mantuvo allí sentadas, clavadas a la silla, encomendándose a Dios, rezando. También Ali tuvo tiempo de pensar en aquella noche, en el momento en que vio a Luz en la puerta de su casa, en la mirada que cruzaron, que no era nada, que estaba por su parte vacía de todo, de esperanza, de futuro y, por supuesto, de alegría. Muchas veces se torturó preguntándose si Luz vio lo que ella había querido decirle en esa mirada, pero la verdad es que Luz apenas vio nada antes de que la puerta se le cerrase de golpe y a ella la mandaran a la cama.
Por la mañana aún no había amanecido cuando Aurelia la despertó con voz de nuevo dulcificada y le dijo que hiciera una pequeña maleta, que iban a ayudarla. «Van a ayudarnos a todos en realidad», esas fueron sus palabras exactas. El pueblo estaba dormido a aquella hora; fresco, húmedo y brillante de rocío, parecía otro. Era el silencio el que lo hacía parecer otro, ni niños, ni voces, ni grillos o chicharras, ni pájaros, ni coches, a Ali también le sorprendió el silencio al abrir la contraventana y al recibir aquel frescor inesperado como un premio. Hizo una pequeña maleta sabiendo, suponiendo en todo caso, que sus padres querían curarla o castigarla, pero nada en ella se rebeló ante esta idea sino que se sometió y decidió someterse en adelante, de buen grado, a lo que fuera si es que eso servía para dejar de hacer desgraciados a los suyos. Decidió ser una buena hija porque tenía el corazón lleno de buenos sentimientos hacia su familia; aun así, dos veces en aquella mañana pensó en Luz. La primera vez al cerrar la maleta sintió un punto de dolor en el pecho, el dolor de dejarla en la ignorancia de su partida, dolor que combatió pensando que sería poco tiempo y que, en todo caso, ellas ya habían hablado de permanecer un tiempo separadas para no llamar mucho la atención. Después volvió a pensar en ella cuando salió de casa y sufrió al darse cuenta de la contradicción que suponía estar dispuesta a poner todo de su parte, como estaba, para contentar a su familia y pensar, al mismo tiempo, en que todo esto, fuera lo que fuera lo que le habían preparado, duraría poco tiempo, pasado el cual, volverían a estar juntas. Poner todo de su parte, como estaba dispuesta a hacer, colaborar, ayudar para ayudarse a sí misma, tal como le repetían, en ningún momento le había hecho pensar, ni por un instante, ni por un solo segundo, que aquello tuviese que ver, ni remotamente, con no volver a estar con Luz. Eso era imposible, como morir, imposible imaginar la nada cuando se tienen veinte años, o pocos más, que después comienza a ser más fácil. Su padre sonrió en la puerta, le acarició la cabeza y le dijo: «Vas a curarte, hija, no te preocupes». Aurelia sólo dijo antes de salir: «Agradéceselo a tu hermano y a sus contactos, que el lugar al que vas jamás hubiéramos podido pagarlo». Y entonces partieron al salir el sol y pasaron, como era inevitable y es seguro que todos lo sabían, por delante de la casa de Luz en el camino hacia lo desconocido, y Ali hubiera querido gritar en ese momento, pero nadie la hubiese escuchado. Se la llevaban, pensó, ojalá no vayamos muy lejos, y se durmió.
Cuando despertó, el paisaje no había cambiado mucho, huertas y naranjos, seguía en casa, aunque no conocía la carretera, ni los pueblos que pasaban y que se acabaron pronto, porque enseguida dejó el coche la carretera principal y torció por un desvío en el que un cartel avisaba, o informaba, «Convento-Hospital de San Onofre». Cómo llegó allí, por indicación o sugerencia de quién, quién aconsejó a Lucio que aquel era un buen lugar para ella, eso nunca lo supo y en aquel momento tampoco le preocupó porque se dejó estar, arrastrar, quería descansar y el descanso la llevó a la inacción y a la entrega absoluta, lo que con ella hicieran le pareció bien. En el hospital les recibió la madre Berta que era una monja guapa, de sonrisa agradable y frecuente, y que parecía tratar con cariño a las internas que vestidas con batas azules miraban a Ali con la curiosidad con que se mira a la nueva inquilina. Entonces llegó el momento de las despedidas. Augusto miró a su hija y se sorbió las lágrimas que, últimamente, afloraban más de lo que es debido en un hombre que había sido famoso por su dureza: «He hecho lo que he podido por ti, no es fácil para un padre solo criar a sus hijos, pero ahora tienes una nueva oportunidad, hija. Aún tienes todo el futuro por delante y pronto este tiempo será para ti una pesadilla que apenas recordarás». Ali besó a su padre. Aurelia miraba a su hija con cierto rencor, sólo los débiles enferman, pensaba para sus adentros, así como que aquella hija no había hecho otra cosa que costarles dinero desde que se empeñó en estudiar y en ser otra cosa de lo que era y por eso se dio la vuelta y no quiso besarla. Lucio se despidió de su hermana con un beso en la frente y una palabra que era un consejo, que parecía una orden, que podía ser un poco de las dos cosas, pues hay palabras que tienen esa doble virtualidad y su significado depende finalmente del tono en que sean pronunciadas: «¡Cúrate!».
Así comenzó todo en la vida de Ali, una segunda vida después de la primera que había sido más o menos tranquila, más o menos placentera, como la de cualquiera, con sus luces y sus sombras y que ahora quedaba atrás en aquel hospital. La monja seguía sonriendo, hay monjas que creen firmemente que sonreír es un deber cristiano, y la acompañó a su habitación: una habitación cuya ventana daba a un jardín frondoso por el que paseaban algunas mujeres vestidas con la misma bata azul, algunas monjas y algunas personas vestidas de calle, padres serían, hermanos, amigos seguramente. Tal como le ordenaron entonces, deshizo su maleta y se puso la bata azul preceptiva mientras la madre Berta, sin abandonar su sonrisa, le revisaba la maleta y le quitaba todo aquello que tenía punta: las tijeras de uñas, la lima, el pequeño costurero que siempre llevaba consigo, incluso las pinzas de depilar, que ya hay que estar muy desesperada para intentar matarse con unas pinzas de depilar y, sin embargo, no sería la primera vez que alguna lo intentara, como aprendería luego allí dentro, que hay mucha más desesperación escondida de la que se piensa, mucha más. Después se quedó sola por un rato, procurando no pensar, como también le habían aconsejado, y más adelante acudió al comedor cuando desde los altavoces la llamaron para ello. Por la tarde conoció a su compañera de habitación, una mujer joven que no podía comer porque decía que veía gusanos en su comida. Excepto por eso era normal, y era perfectamente capaz de hablar de lo que le pasaba como de una enfermedad, y era consciente también de que no había gusanos, sólo que no podía evitar verlos revolverse en su comida y no podía tragar bocado, nadie podría. Sólo con mucho esfuerzo, sólo demorando horas la comida, tratando de distraerse con cualquier otra cosa, lograban las monjas que injiriese algo sólido, pero ese esfuerzo la dejaba agotada porque no sólo se trataba de que tragase, sino que era importante que no lo vomitase después, al acordarse de los gusanos. Después de las comidas, una enfermera entraba en la habitación y ataba a aquella mujer a la cama para que no se provocara el vómito y así quedaba, atada, hasta que el médico consideraba que ya había hecho la digestión; aun así, a pesar de que iba tragando algo, la mujer estaba terriblemente delgada y sus venas azules se transparentaban debajo de una piel muy blanca, de manera que toda ella parecía un mapa en el que sólo se señalaran los ríos.
Todo eso lo aprendió Ali el primer día, conoció a aquella mujer, y fue llamada también a su primera consulta con el médico, el hombre más importante de la residencia. Al entrar ella en la consulta, el médico estaba leyendo su expediente, y aunque fue amable, dijo desconfiar de las mujeres universitarias, dijo que los estudios eran el comienzo de muchos problemas y que allí dentro había una amplia muestra de lo que decía, «mujeres que no saben cuál es su sitio, y si uno pierde su lugar en el mundo, entonces todo se descoloca», palabras que no admitían respuesta ni discusión, el médico allí era Dios e incluso le pareció a Ali que las propias monjas se confundían a veces. En aquella primera visita no hablaron mucho y Ali sólo le dio al médico algunos datos personales que él le pidió para agregarlos al expediente: fecha de la primera menstruación, fecha de la última, si sus menstruaciones eran regulares, si tenía «ensoñaciones», si tenía sueños de los que se avergonzara, y Ali contestó lo más sinceramente que pudo antes de que el médico dijera que debía dar gracias a la preocupación de sus padres por ella, que posiblemente eso iba a salvarla de caer en una fase más grave de su enfermedad que, cogida a tiempo, no era grave: cansancio, nervios, neurastenia… demasiado estudio, demasiada soledad para una chica joven y guapa, demasiada imaginación y un afán desmedido de una independencia mal entendida que le había llevado a rechazar a un novio casi ante el altar, miedo al matrimonio, a la sexualidad adulta y normal; nada que no pudiera arreglarse con reposo y tranquilidad, algo corriente en muchas jóvenes de ahora, seducidas por un estilo de vida impropio.
El doctor L. Rodín, como ponía en su placa, era amable y sonreía siempre, como las monjas, los enfermeros, las cocineras, que sonreían siempre dijesen lo que dijesen. Ali pensó en la L de ¿Laureano? ¿Luis? ¿Lorenzo? Y se dio cuenta de que, a pesar de su sonrisa permanente, el doctor emitía palabras tajantes y graves que hacían que se sintiese miserable, y de que sus manos, delicadas, muy bonitas, escribían con mucha rapidez anotaciones en el informe que tenía delante, bien se veía que esas manos no habían trabajado nunca; así que ella se concentró en las manos porque lo demás no quería oírlo, lo había escuchado demasiadas veces. Al final, el doctor L. Rodín llegó a la última página del informe, cerró la carpeta, sacó una hoja de un cajón, escribió unas líneas y dejó esa hoja encima de la carpeta; el nombre que Ali se apresuró a mirar y que estaba impreso en la esquina superior derecha era el suyo, pero no pudo ver nada más que su nombre. «Bueno, vamos a ver cómo hacemos para que estés lo más cómoda posible y, sobre todo, que descanses. Tómate esta estancia como unas vacaciones, necesitas reposo, mucho reposo. Esta institución es como una casa de reposo». Entonces tocó un timbre y apareció una monja. «Hermana, aquí tenemos a Alicia, que se va a quedar un tiempo con nosotros», y le entregó la hoja doblada por la mitad, gesto que la monja correspondió con la sempiterna sonrisa y con un gesto a Ali para que la acompañara. Antes de salir, Ali estuvo tentada de hacer alguna pregunta sobre su estado o sobre el tratamiento, sobre el tiempo que iba a estar allí, sobre cualquier cosa que le ayudara a tener la impresión de que no se había convertido de repente en una niña pequeña, pero calló finalmente porque supo que nadie iba a responderle y porque Ali siempre fue poco rebelde; le hubiera gustado no tener que oponerse nunca a nada, dejarse llevar por la corriente. Siguió a la monja hasta su habitación e hizo exactamente lo que querían y le pedían que hiciese, se puso un camisón blanco que le dieron y se metió en la cama, y eso aunque era media tarde y el sol estaba alto, y no hay nada que entristezca más que acostarse cuando aún no ha anochecido. La mujer que veía gusanos estaba también tumbada en su cama con la mirada fija en el techo y a su lado, en la mesilla, la merienda estaba intacta, no había gusanos en las dos galletas, ni en el café, y si Ali se lo hubiera dicho, como pensó por un momento, ella le hubiera contestado: «Ya lo sé, pero yo los veo, y si cierro los ojos, los siento reptando por la lengua».
Al poco tiempo la monja volvió con una bandeja sobre la que había varias pastillas y un vaso de agua; Ali se las tragó y supuso que le darían sueño, así que se dispuso a dormir. Y durmió mucho más de lo que pensaba. Durmió un sueño inducido que duró varias semanas, y en su sueño tuvo pesadillas en las que moría, en las que Luz moría, en las que su padre la mataba con el hacha con la que años antes había hecho astillas su última barca de pesca, en las que su madre le clavaba los anzuelos en los ojos y los ganchos de pesca, que aún permanecían almacenados en el altillo, en sus genitales; pero también tuvo un sueño en el que vio a Luz desnuda y cuando se acercó a acariciarla, le salieron dos gusanos de los pezones. Y por todos esos sueños, según le contaron luego, gritaba como si la estuvieran descuartizando viva, y aun a pesar de gritar no despertaba, porque no podía, porque estaba encerrada en el sueño, condenada a no despertar todavía, castigada por algo, como pensaba. A veces, entre un sueño y otro despertaba brevemente y veía que la mujer que no comía la miraba con cara de lástima, y veía también que la comida estaba siempre intacta encima de la mesilla, sólo que ahora Ali empezaba a comprender que pudieran verse gusanos donde no hay gusanos, porque todo depende de los ojos del que mira y, sobre todo, de la cabeza. Ella misma hubiera querido no dormir más, porque le cogió miedo al sueño y a las pesadillas que le trajo, pero no había manera de evitarlo porque le traían más y más pastillas y ya no tenía fuerzas, no recordaba haber comido nada en ese tiempo.
En una ocasión, se despertó y vio entre brumas cómo su compañera de cuarto se metía los dedos en la boca y vomitaba un líquido pardo que manchaba el suelo y su propia cama, y le pareció que esa acción generaba un enorme revuelo en toda la planta y una monja, que ya no sonreía, dijo: «Tú lo has querido, vamos a ponerte la goma», y con esa amenaza se la llevaron metida en su propia cama. Ali creyó haber visto aquello y hubiera jurado también que removiéndose en el vómito vio gusanos, pero no puede saber si aquello fue verdad o fue parte de un sueño, no sabía tampoco si estaba despierta o dormida y podía incluso haber dudado si estaba todavía viva, como estaba cuando entró allí, o ya muerta, como terminaría estándolo, como todos nosotros por otra parte. Cuando alguna monja venía a ver como estaba, a tocarle la frente, a ayudarla a comer, lograba balbucir palabras que nadie parecía escuchar y que ella misma no entendía porque no conseguía que lo que pensaba se correspondiera con los sonidos que su garganta emitía por su cuenta. Despertaba a veces de día y a veces en plena noche, era entonces cuando pensaba que estaba muerta, y no lo lamentaba. A veces se despertaba en medio de una pesadilla y se encontraba con la más absoluta oscuridad, y era en esas ocasiones cuando más miedo pasaba, porque entonces sí que estaba segura de estar muerta, porque aunque tenía los ojos abiertos no veía nada y tampoco podía moverse; entonces se decía que debía ir acostumbrándose a la muerte y hacía esfuerzos por entregarse, y así estaba hasta que escuchaba una respiración en la otra cama, unos pasos por el pasillo, las camas crujir, a sí misma respirar, y se decía que los que respiran aún viven. A veces hacía preguntas que nadie respondía, porque era como si no la escucharan; quería saber cuándo acabaría aquello pero nadie le contestaba, sólo le decían: «Es bueno para ti, descansa», cuando de lo único de lo que estaba cansada era del sueño y de luchar por despertarse y por salir de aquella pesadilla que no parecía acabar nunca.
Si despertaba de día, entonces la ventana que daba al jardín a veces estaba abierta y se escuchaba el rumor de las voces de las pacientes a las que dejaban bajar, y aquellas risas que oía, de personas a las que no podía ver, eran la vida misma, la vida a la que no podía llegar porque algo la empujaba hacia el otro lado. No podía mantener los ojos abiertos, le costaba controlar su cuerpo, le costaba tragar, hasta mover un brazo era un esfuerzo imposible para ella. A veces comía dormida, otras veces era consciente de que le estaban dando la comida; a veces también se hacía consciente de que una mujer le estaba poniendo una cuña, otras veces se lo hacía todo encima y otras mujeres venían y la cambiaban de ropa de cama y de camisón pero nunca eran las monjas las que hacían nada de eso, las monjas sólo le daban las pastillas y le tomaban el pulso. El médico venía por las mañanas con su sonrisa y se paraba delante de su cama: «¿Qué tal estamos hoy?», lo cual era, evidentemente, una pregunta que no esperaba contestación, porque de sobra debía saber el médico que Ali no podía responder, ya que él era el encargado de prescribir las pastillas que le impedían hablar, que le impedían despertar, comer, ser dueña de sí, así que aquella pregunta dicha al aire debía ser de esas que se consideran retóricas. Y como finalmente hay algo dentro de todos los seres humanos que nos empuja a luchar para salir a flote cuando nos estamos ahogando, algo inconsciente, algo así como un mecanismo para conservar la vida y para luchar por ella, Ali, muy debilitada, también luchaba y lo intentaba. Luchaba contra el cielo negro que se cerraba sobre ella e intentaba decirle al doctor L. Rodín que no quería seguir durmiendo, que quería despertar y volver a la vida, y lo intentaba, aunque sus cuerdas vocales no le respondían y sólo conseguía pronunciar palabras sueltas que, no obstante, hubieran podido entenderse si alguien se hubiera detenido a escucharlas y hubiera puesto interés, que no era el caso. Los músculos no le respondían, a veces le daba miedo no poder respirar u olvidarse de hacerlo y morir ahogada. No podía levantarse y sus manos no agarraban lo que su cerebro les ordenaba y ni siquiera era capaz de coger un vaso de agua; un día que quiso beber se tiró encima el vaso y alguien dijo: «¡Qué tonta! No hagas esfuerzos, pide lo que quieras», y después volvió a las sombras.
A veces, las mujeres que le cambiaban la cama cantaban y ella las oía cantar; otros días la realidad era tan confusa y estaba tan lejana que sólo escuchaba un sonido monocorde, como un susurro unas veces, como un pitido otras: era su propio aliento de vida, la vida que hace ruido y que se escucha cuando no hay otra cosa que escuchar, porque la vida suena aun cuando nos parezca que a veces se rodea de silencio. Pero llegó un momento en el que Ali dejó de luchar porque se perdió en aquella oscuridad perpetua, llegó un momento en el que se dejó ir porque pensó que no volvería a despertar ni volvería su conciencia a pisar el mundo de los vivos y dejó de importarle. En ese momento, en el momento de la derrota y de la rendición, puede que los sueños se volvieran más tranquilos y menos atemorizantes, pero todo se volvió también más oscuro y ya no hubo días ni noches, sino sólo una neblina turbia que envolvía los volúmenes de la habitación. Ahora la mujer que veía gusanos en la comida se pasaba las noches llorando y aquel llanto permanente se incorporó a sus propios sueños y ya no era miedo lo que sentía, sino un dolor soterrado y constante, como aquel llanto que no cesaba nunca.