Tenían 24 años cuando emprendieron el camino contrario al que cinco años antes las había hecho abandonar el pueblo rumbo a Valencia. La alegría del primer viaje había desaparecido y ahora tenían en la cabeza algunas nubes negras de incertidumbre y de miedo por lo sucedido en la comisaría, que no se les quitaba de la cabeza. No querían pensar en un futuro lejano, sólo en uno más o menos próximo en el que las pocas certidumbres que tenían les sirvieran de amarra para la vida. De momento su esperanza estaba puesta en que el comisario, que no parecía mala persona, no llegara a consignar aquello en su expediente, porque, de ser así, eso jamás desaparecería de sus vidas y siempre podría volver a aparecer: cuando solicitaran un trabajo, cuando necesitaran un documento, y más aún si pensaban en ser profesoras de niños, personas cuyo expediente no sólo académico, sino también moral, tiene que ser intachable. Luz se daba perfecta cuenta de la magnitud de lo ocurrido, Ali decidió borrar aquella tarde de su memoria como siempre quería borrar todo lo malo, como si no hubiese existido, como si fuera una pesadilla de la que ya no convenía hablar. Sin hablar de ello, planeando futuros que no podrían cumplirse, conversando acerca de cosas pequeñas, como de la mancha en un vestido, una nube que presagiaba lluvia o el ruido de una motocicleta, se enfrentaron a la tarea de cerrar sus cinco años de universidad y de libertad para regresar. Hacer otra cosa que regresar al pueblo era impensable porque ni siquiera eran mayores de edad, continuaban sujetas legalmente a sus padres y de la voluntad de estos dependería ahora el porvenir, que era misterio e incertidumbre, pero que era también, de manera inevitable, esperanza; no puede ser de otra manera a los 24 años.
Y entonces comenzaron la tarea de despedirse de aquel cuarto en el que habían tendido sus cuerpos el uno junto al otro, la desnudez de una junto a la de la otra; donde se habían asombrado al descubrirse, porque no se conocían, porque no podían imaginar que la piel tuviese tantos puntos de placer, que el cuerpo fuese tan flexible, que las manos pudieran recorrer tantos lugares escondidos a la vista. Ahora la felicidad allí alcanzada se les antojó demasiado fácil y les pesaba como si tuvieran que ser castigadas por ello, porque es normal pensar que hay que pagar un precio por la felicidad y por el placer, así nos lo han enseñado y es difícil librarse de ello, y por eso lo que sentían es que habían comenzado a pagar el precio; y aquel cuarto pequeño, con su lavabo minúsculo, el espejo cuarteado y el visillo de encaje flotando sobre los cristales siempre abiertos, se convirtió en la imagen de un lugar del que eran expulsadas como castigo a su comportamiento. Ordenado el equipaje detrás de la puerta, se sentaron sobre el colchón de una de las camas, ya sin sábanas, y allí se dieron la mano y se la apretaron porque se estaban dando fuerzas y diciéndose al mismo tiempo muchas cosas. Ali avanzó con los ojos un poco empañados y Luz cerró detrás de ella la puerta de un portazo. Cuando el autobús partió, Ali se durmió enseguida, mientras Luz miraba esa ciudad que dormía la siesta y que se asfixiaba bajo un sol de justicia en un día del principio del verano.
El camino, conocido como es siempre el regreso, no liberó su ánimo de la pesadumbre. A veces se colaba en el ambiente cerrado del autobús un olor conocido y embriagador, de jazmines y azaleas, de jara y tomillo, que le llenaba los ojos de lágrimas. Luego lo que se olió fue el mar y volvieron a enfilar la carretera que discurre pegada a la costa. El mar entraba y salía de su horizonte, a veces estaba allá al fondo, con un azul brillante que era casi plateado y a veces salía y pasaban minutos hasta que volvía a verse. Al final, desapareció del todo y ya la carretera se hizo netamente familiar. Ali se despertó entonces y ambas contemplaron con tristeza un paisaje en el que podían poner nombre casi a cada casa y a cada parcela del terreno, y en ese instante en el que ya el mundo era su mundo, comenzaron a ponerse nerviosas y a revolverse en sus asientos de plástico, a mirarse la una a la otra con angustia, con una inquietud que era como un dolor interno que crecía. No estaban seguras de lo que sus familias sabían, aunque ya les había dicho el comisario que en ningún caso dejarían de advertirles. Simplemente esperaban que fuera la advertencia en sí misma el castigo propuesto y que no fuera más allá, que para el comisario todo aquello no hubiese sido más que una chiquillada susceptible de curarse con una pequeña reprimenda, y era por tanto una reprimenda lo que esperaban y lo que en su corazón deseaban. El autobús atravesó la pequeña finca de naranjos que llegaba casi hasta la Plaza Mayor, frente al Ayuntamiento, donde acababa el viaje y donde un grupo de gente esperaba a familiares y amigos que viajaban en el autocar. Pero nadie las esperaba a ellas, que tuvieron que emprender el camino a sus respectivas casas, y que lo emprendieron, cada una a la suya, sin decirse una palabra, tan sólo intentando decírselo todo con la mirada, lo cual es posible para los amantes que acostumbran a decir, acariciar y llamar con los ojos. El estómago de Luz era un mar alterado que le subía hasta la garganta y que después volvía a bajar. «Es miedo», se dijo, y trató de dominarlo. Ali caminaba por la calle como si la condujeran a la muerte pero lo hacía con esa serenidad que parece imposible en algunos condenados, y que hemos leído que a veces se da y que no sabemos si es valor extremo o, por el contrario, es una docilidad ante el castigo y la desgracia propia de quien ha comenzado a sufrir y a entregarse al sufrimiento mucho antes.
Llegó a la pequeña casa del pescador que ya había dejado de pescar porque escaseaban los peces y porque la pesca no daba dinero para mantener a la familia, y pensó en su madre, tantos años sola para nada, y al abrir la puerta se los encontró a los tres, padre, madre, hermano, sentados a la mesa de la cocina, esperando precisamente que ella abriera la puerta, pues no es imaginable que, a esa hora, fuera a abrirla ninguna otra persona. A Ali le costó despegarse del pomo, dejar atrás el penetrante canto de las chicharras que quizá quisieran decirle algo, el calor asfixiante de la tarde, y entrar en la semioscuridad opresiva de la casa, así que durante unos segundos aún permaneció de pie en el umbral, agarrándose al picaporte, sintiendo la claridad de fuera a sus espaldas y mirando la oscuridad de dentro en la que aquellas tres figuras surgían formidables, mucho más grandes de lo que eran. Comenzó la conversación con las palabras triviales con las que cualquier conversación comienza, aun cuando todos sabían que no podría tener nada de trivial lo que se dijera en aquella habitación. «Hola», dijo, aún sin entrar del todo. «Entra y cierra la puerta», la voz profunda de su padre, bajo la que era perceptible la ira sobresaltó a Ali, que vio también cómo su madre comenzaba a gimotear y cómo Lucio permanecía serio, sin un asomo de reconocimiento, de cariño, de complicidad como otras veces. Pero entró y cerró la puerta detrás de ella, y avanzó hacia la cocina, fijándose en que su madre tenía las manos juntas muy cerca de la cara, un rostro avejentado y surcado por las profundas arrugas que da la mala vida al aire libre; a su padre también le encontró viejo, le vio cansado, frustrado; Lucio estaba allí también y la miraba con desprecio. Aurelia fue la que habló: «Eres la vergüenza de esta casa. Desde que dejaste al pobre chico, casi en el altar, supe que algo malo te pasaba. Tu padre hubiera debido atarte más corto, pero es un blando. La familia Ortega ha sido nuestra ruina, pero no lo va a ser más. No quiero que tu hermano tenga que vivir con la desgracia de su hermana encima. Queremos que prospere en los negocios, queremos que se le respete en este pueblo y que nadie tenga nada que decir de él. No sé qué te hemos hecho para que nos pagues así, en esta casa se han hecho muchos sacrificios para que pudieras estudiar, para que fueses alguien». Augusto estaba callado, humillado por no ser él el que tomara las riendas de la situación; no había podido ser un hombre, nunca pudo actuar como se espera de un hombre, siempre fue débil. Aurelia continuó hablando: «Quiera Dios que lo tuyo tenga arreglo y que nadie se entere. Sube a tu habitación, mañana hablaremos», y entonces Ali miró a Lucio buscando un apoyo que no encontró, y supo que no había más que decir y que lo que tuviera que decidirse de su futuro tendría que esperar a mañana, y aun así sintió alivio porque pensó que lo peor había pasado y que no había sido tan malo como podría haber sido, que siempre las desgracias son peores en nuestra imaginación, eso pensó.
En cuanto a Luz, ella entró en la frescura de su casa para encontrarse con la sonrisa amplia y temerosa de su madre que la abrazó como temiendo perderla para siempre, y al darse la vuelta entre los brazos de Benigna, vio a Ortega sentado en la penumbra. Luz no recordaba que su padre estuviera tan viejo, y por sus años no debía estarlo, pero la enfermedad le estaba corroyendo por dentro. Besó a su madre la hija pródiga y se acercó a besar a su padre que aceptó el beso sin decir nada, luego se sentó a la mesa esperando que fuera él quien dijese la primera palabra; la pobre Benigna no hacía sino retorcerse las manos, como si pudiera extraer algo de ellas. Entonces Ortega sacó de un cajón la carta que les había enviado la policía de Valencia y habló con voz sorprendentemente firme: «Bueno, siempre supe que algo te pasaba. Durante mucho tiempo me he echado la culpa, y puede que la tenga, así que no puedo culparte ahora. No he sabido educarte, siempre quise que fueras un chico, tampoco puedo quejarme. Las cosas no son como queremos que sean. Puedes echar tu vida por la borda, todo lo que has estudiado, todo lo que has trabajado no te servirá de nada si esos cabrones deciden amargártela. Sólo te pido que tengas cuidado, que cuides de tu madre. Yo estoy enfermo, no puedo ocuparme de vosotras dos». Eso es lo que dijo y al hacerlo se le llenaron los ojos de lágrimas y miró a la pared blanca y lloró sin que nadie lo detuviera y sin que él mismo se esforzara en detener el llanto. Cuando los hombres lloran es que están cerca de la muerte y lloran por eso, porque tienen miedo y no quieren morirse, aunque parezca que lloran por las cosas del mundo, pensó Luz, y le dejó llorar varios minutos, aunque a las dos mujeres les pareció que había estado llorando varias horas. Después, también Luz sintió mucha pena. Miraba la pared blanca, sin nada, encalada a comienzos de ese mismo verano, y aquella limpieza le encogía el alma porque se preguntaba que de dónde habría sacado su madre las fuerzas necesarias para limpiar la casa; se preguntó si lo habría hecho por ella, por su vuelta a casa, y se fijó también en el mantel de la mesa, el mejor que tenían; en las flores del jarrón, en los visillos, todo limpio y nuevo y no podía dejar de llorar por dentro, porque todas aquellas menudencias cotidianas, con las que había crecido, eran lo más triste que había visto nunca; sólo quería marcharse de allí para siempre. Entonces se levantó, besó de nuevo a su madre, puso su mano sobre la mano con la que su padre sostenía la carta infame, levantó su maleta del suelo y subió a su habitación donde se tumbó en la cama aunque sólo era media tarde.
Se quedó dormida y tuvo un sueño intranquilo e inquieto que se tiene a veces al dormir a deshora. Tuvo malos sueños y se revolvió emitiendo gemidos que nadie podía oír, pero en medio de las pesadillas soñó también con Ali y vio su cuerpo desnudo al lado del suyo y, por sentir aquella cercanía, sintió un deseo extremo y quiso tocarla, pero Ali se levantó y, dándole la espalda, se alejó de ella, lo que hizo que Luz llorara y suplicara que volviera, aunque Ali no parecía oírla. Fue un sueño evidente, un sueño simple que no requiere de ninguna interpretación porque no tiene ningún significado oculto, sino que lo que quiere decir lo deja bien a la vista, lo cual no significa que no la hiciera sufrir; la hizo sufrir porque se despertó aterrada, húmeda de sudor y con una sensación dolorosa de sexo no consumado que ella ya conocía bien de cuando Ali a veces se negaba porque se sentía culpable de algo, porque tenía dudas, porque tenía angustia por ser como era, sólo por eso.
Ya era de noche y la luna estaba en lo alto, las farolas de la calle se habían encendido, y supo que tenía que verla para saber cómo le había ido en su casa, qué podían esperar del futuro más próximo. En la cocina estaban sus padres que no le dijeron nada cuando ella dijo que iba a dar un paseo, Benigna sonrió con lástima y Ortega clavó la mirada en el vaso de vino y Luz supo en ese momento que sus padres habían aceptado lo que quiera que le ocurriese, y que lo seguirían aceptando en el futuro, todo lo cual hizo que se sintiera invulnerable, sin nada que temer, y que saliera a la calle, dispuesta a buscar a Ali sin ningún miedo porque el miedo se lo había dejado entre las sábanas. No había nadie en la calle, los vecinos se retiraban pronto; se escuchaban algunas conversaciones quedas que salían de los patios de las casas, tampoco la televisión había llegado al pueblo, las únicas voces que se escuchaban eran las de aquellos que contaban de la jornada, y al caminar calle arriba podía escuchar las conversaciones más cercanas porque las puertas de las casas estaban abiertas; algunos vecinos habían sacado las sillas y se sentaban fuera para combatir el calor. Subió la cuesta acompañada de conversaciones dichas en voz baja y de los ladridos de los perros que también hablan por la noche y se dicen cosas unos a otros, y por eso ladraban, y no porque estuvieran anunciando ningún mal presagio.
En lo alto de la cuesta vio la luz que salía de la casa de Ali y tocó a su puerta ya deseando verla de nuevo como la había visto a lo largo de todos aquellos años, cuando parecía haberse despojado de todo el peso que a veces cargaban sus hombros y se presentaba ante ella ligera como un hada, vestida con un camisón blanco que la hacía parecer una niña, y la boca se le humedeció. También supo que al volverla a ver tendría ganas de besarla, como si hubieran pasado días desde la última vez que se vieran; supo que le sonreiría en lugar de besarla, pero pensó que luego, al despedirse, podría rozarle la mano y esperar que ella sintiera aquel roce como un beso. Pero no salió Ali a la puerta, sino Lucio. Salió Lucio y el gesto se le cambió al ver a Luz en el dintel; su expresión era de asco y de cólera: «¿Cómo te atreves?», dijo en voz baja, y repitió: «¿Cómo te atreves? ¿Es que no has hecho bastante? ¿Es que quieres arruinarle la vida, y la de todos nosotros?», y tenía los puños cerrados y crispados porque estaba haciendo un esfuerzo por no pegar a Luz, porque eso hubiera sido también muy comentado en el pueblo, no se podía pegar a una mujer, al menos no a una mujer extraña. Al volverse en un gesto, la puerta se abrió del todo y Luz pudo ver a Ali sentada a la mesa de la cocina con la cabeza entre las manos, aunque la levantó para mirarla. Había estado llorando, tenía unos surcos negros bajo los ojos y estos aún húmedos, y la mirada era de dolor y desesperación, le pareció a Luz, aunque si hubiera sabido lo que les aguardaba, a lo mejor hubiera entendido que la mirada era también de adiós. Ahora fue Augusto el que se levantó y el que se dirigió hacia la puerta con tal fuerza y decisión en sus pasos que Luz pensó que iba a arrollarla y retrocedió, pero al llegar a su altura Augusto sólo dijo cuatro palabras: «No vuelvas por aquí», y después le cerró la puerta suavemente, lo cual no es una contradicción con la rabia que se le escapaba por todos los poros de la piel, sino que significa que se contuvo lo suficiente como para no dejar que su ira se descargase sobre la puerta por miedo a los vecinos que estaban ya extrañados de muchas cosas que escuchaban que pasaban en aquella casa, pero que no acababan de ver nada sobre lo que se pudiera hablar. A Luz sólo le dio tiempo a ver que Ali metía de nuevo la cabeza entre las manos, y hubiera querido decir algo pero la boca se le secó de repente y quedó muda, y cuando la puerta se cerró y Ali desapareció de su vista, Luz sintió que la había traicionado, fallado, porque la había abandonado, y por eso sintió como si un instrumento cortante y puntiagudo hurgara en sus entrañas hasta hacerla doblarse por el dolor y por el llanto contenido, porque no quería llorar y que nadie pudiese verla. Después, cuando comenzó a caminar de nuevo, cualquiera que la hubiese visto hubiese dicho que estaba desorientada del todo y que no era capaz de encaminar sus pasos de regreso a su casa en medio de una noche que ahora parecía muy oscura, más oscura que antes.
Luz era, aún ahora lo es, una mujer optimista (no hay que dejarse llevar por la primera impresión, la desgracia nos pone a prueba), así que después de que aquel dolor se retirara de su cuerpo, dejando un surco de carne dolorida, pensó que tenían que salir de aquel pueblo como fuese, que en sólo dos años serían mayores de edad, que mientras tanto podían estudiar las oposiciones y verse por el pueblo, como cuando eran pequeñas, y sobre todo pensó que ya habían pasado antes por eso, que no era nuevo, sino lo de siempre, pensó también que a una mujer no se la puede controlar como a un niño, que mañana vería a Ali cuando fuese a la compra o a pasear o cuando fuese a la tienda de Lucio, tarde o temprano tendría que salir de casa. Y ella, en tanto, caminó por el pueblo y continuó caminando aun cuando las farolas se apagaron y la luna pasó a iluminar las calles. Luz seguía andando, y con el tiempo, el caminar, el viento en la cara, que venía directamente del mar y que sabía a sal, se fue calmando y, ya con la calma de la madrugada, lo ocurrido era una pesadilla sucedida muy al fondo del túnel de su memoria, y su corazón se fue tranquilizando, y en un momento dado de la madrugada, mágicamente, el peso de su pecho se levantó suavemente y pudo sentarse debajo de la encina de la plazuela que llaman de la Iglesia y sentir una leve sensación de felicidad que se posó en su pecho con mucha suavidad. Después se levantó y anduvo con pasos largos y firmes la distancia que la separaba de su casa, adonde llegó cuando en el horizonte la noche se estaba volviendo rosa. Pensó que jamás había visto amanecer en el pueblo que era su casa, aunque ella ya sabía que se iría y que un día saldría para no volver jamás, y por eso sentía nostalgia, porque ya avanzaba en su corazón ese momento, deseado y necesario, sí, pero triste a la vez, como salir del regazo de una madre. Subió las escaleras procurando no hacer ruido y escuchó los ronquidos de su padre al fondo del pasillo. Cuando iba a abrir la puerta de su cuarto, escuchó la voz de Benigna en un susurro: «¿Qué tal?». «Bien, mamá, duérmete que casi es de día». Y entró en su cuarto y cerró el cerrojo de la puerta tras sí, y recordó que cuando regresó de su primer curso en la universidad poner aquel cerrojo había sido toda una afirmación personal. «¿Para qué quieres cerrarte con cerrojo? Si te pasa algo no podremos entrar, tendremos que tirar la puerta abajo. No es normal cerrarse en casa». Y Luz dijo que se había acostumbrado a cerrar la puerta con cerrojo en la residencia y que ahora no dormía bien si la puerta no estaba perfectamente cerrada. «Pero, aquí ¿quién va a entrar? —decía Benigna—. Esto no es la ciudad». Pero al final lo consiguió y pudo entonces, por primera vez en su vida, tumbarse desnuda en la cama y no como hacía antes, debajo de las sábanas, escondida siempre y alerta a cualquier ruido que se acercase a la puerta, y pudo, así desnuda, tocarse el cuerpo y aquellos lugares que había aprendido en ese tiempo. Eso es lo que hizo en esa noche, y durmió tranquila.