XI

Pero los sueños a veces se niegan a desaparecer, especialmente los malos sueños, que permanecen flotando entre las brumas de la memoria mucho después de que se haya recuperado la consciencia. Y eso es lo que pasó con Lorenzo Silva, que regresó al día siguiente, y al otro y aún lo intentó durante un tiempo, y se convirtió en un sueño malo y persistente que se resistía a desaparecer. Ali, en cambio, había regresado a la realidad y ya no volvió a ofrecerle su cara amable sino otra mucho más adusta, cargada de indiferencia. Lorenzo siempre hacía planes a largo plazo y en esa semana los había hecho también porque se los podía permitir, porque pertenecía a una casta acostumbrada siempre a ganar, y más en un tiempo en el que la línea que dividía a ganadores de perdedores era mucho más perceptible que ahora, si bien es cierto que esa línea no ha desaparecido nunca, simplemente varían las guerras y las batallas. Era un joven de buena familia, considerado por todos un magnífico partido; Ali era guapa, pero era la hija de un pescador, no era nadie, y un hombre así, con todo a su favor, no se resigna al rechazo, sino que más bien es propenso a pensar que alguna fuerza oculta actúa en su contra. Desde el principio supo que Luz era esa fuerza, porque no otra cosa que algo maligno puede ser una mujer que actúa contra la naturaleza y las leyes sociales establecidas para bien de los hombres y de ahí el empeño y la insistencia que, al verse frustrados sus deseos, se convirtieron en un odio enfermizo contra la causante de que sus planes se truncaran.

Intentó ver a Ali a solas, intentó salir con ella, pero Ali había vuelto a su ser y, al llegar el buen tiempo, sus posibilidades se desvanecieron, porque la primavera era esa estación en la que las dos mujeres se tumbaban los domingos por la mañana una junto a la otra, con la ventana abierta, escuchando los ruidos de la calle; y al permanecer tumbadas era fácil pasar de ahí al abrazo, a la caricia, y con el calor que ya hacía dejaban que el sudor naciera como una pátina que servía para pegar sus cuerpos, y no para separarlos. Lorenzo Silva, presa de un odio ciego e irreflexivo, todo odio lo es, claro, pero más el que tiene que ver con el orgullo herido de quien no está acostumbrado a perder, comenzó a expandir rumores por toda la universidad y en esa actividad resultó tenaz, y eso aun cuando al poco tiempo su vida había vuelto a su ser y ya salía con una chica mucho más adecuada socialmente para él, que candidatas no faltaban para un futuro abogado con bufete familiar. Pero el odio a veces no se consume cuando cambian las circunstancias, o desaparece aquello que lo hizo nacer y crecer, sino que se alimenta de sí mismo y se mantiene encendido porque se nutre de algo muy profundo que nadie puede ver pero que está ahí, en lo más recóndito de alguien, latiendo igual que la vida, resistiéndose a morir. De nada serviría explicar la infancia triste de Lorenzo Silva, la sensación heladora de abandono que le acompañará para siempre, todo eso que él mismo desconocía y que le hacía odiar a Luz y a Ali, aun cuando ya no le importara Ali y raramente pensara en ella. Pero el odio no se extinguió y Silva se ocupó de que las dos chicas, de las que ya antes se comentaban cosas en voz baja, sobre las que ya existían algunos rumores, a quienes los profesores miraban con curiosidad en el mejor de los casos y con asco en el peor, que de todo había también en la universidad, pasaran de ser consideradas raras a ser consideradas apestadas y como tales apestadas, peligrosas.

Por fin, cuando ya habían pasado incluso su examen de fin de carrera, cuando vivían al margen de todos los comentarios, porque llega un momento en el que no se escucha la algarabía cuando esta es constante y llega a confundirse con el rumor propio de la calle, por fin el decano de la facultad de Historia, el Sr. D. Juan Muñoz, Excelentísimo, y por tanto hombre de pro, decidió que lo mejor era informar a las autoridades porque quizá no fuera conveniente que a aquellas dos jóvenes se les confiaran en el futuro niños y niñas, las nuevas generaciones de españoles. Al Excelentísimo señor le costó tomar esa decisión de informar a las autoridades porque era consciente de que lo que se decía no eran más que rumores y bien sabía él que un rumor malintencionado puede destrozar una vida, y que por tanto hay que tener cuidado y que existe la obligación de tener cuidado en el crédito que se da a las palabras que tan fácilmente se pronuncian pero que con tanta dificultad se borran. Así que lo consultó con su almohada porque a su mujer no le podía contar algo tan pernicioso, y finalmente, pensando en las generaciones futuras que tenían que levantar este país, se decidió a escribir un informe negativo sobre la aptitud de las dos jóvenes para la enseñanza, informe que, como era su obligación también, remitió a la policía adscrita a la universidad. El señor Excelentísimo pudo quedarse tranquilo y dormir sin ningún tipo de remordimientos porque en su informe no mencionaba ninguna acusación en concreto, sólo hablaba de rumores y de apariencias, de lo que se decía, de lo que se comentaba en voz baja. Hablaba, en todo caso, de falta de piedad y de modestia, y no le fue difícil formular esas acusaciones porque eran rigurosamente ciertas, pues era verdad que, durante el tiempo en el que Ali y Luz habían sido alumnas de su facultad, nadie había visto que ninguna de las dos acudiera a la iglesia con asiduidad; habló de relación malsana en el mejor de los casos, habló de misantropía enfermiza, habló de sospechas no confirmadas, y recomendaba por último a la policía que informara a los padres, pues se trataba sin duda de un caso de dejación de la autoridad paterna, tan frecuente ya en aquellos años; y para quedarse tranquilo, al final de su informe venía a decir que, probablemente, no pasara nada porque los rumores eran demasiado malignos como para ser verdad en aquellas dos muchachas de constitución aparentemente normal, y que lo más probable es que se tratara simplemente de dos chicas del interior que eran demasiado tímidas y que provenían de un medio social demasiado modesto como para abrirse socialmente, pero, no obstante y dada la importancia de que las futuras maestras que se encargarán de nuestros niños sean de moralidad intachable, no estaría de más investigar.

El informe siguió su trámite habitual entre los muchos informes que distintas personas, responsables de otras personas, enviaban a la policía, pero este en concreto llamó la atención del comisario adscrito a la universidad por razones que no son difíciles de adivinar entre las que se cuentan que era un caso muy poco habitual y por otras razones estas ya más personales y es que, después de leerlo, el comisario ya no se lo pudo quitar de la cabeza y tuvo extrañas y perversas ensoñaciones que le perturbaron durante un tiempo. Si él mismo se sentía así, que era un hombre de moralidad intachable hasta el punto de que había estado a punto de profesar, qué no podrían sentir en el futuro los alumnos, aún sin formar, a los que las dos señoritas tuvieran que dar clase, así que mandó a uno de sus hombres a estudiar a las dos estudiantes. El policía, un hombre amargado, cuya única experiencia con las mujeres eran las relaciones que mantenía con una prostituta a la que llamaban «La Chata» porque su hombre le había quitado la nariz de un mordisco, siguió todos los pasos de lo que se consideraba una investigación normal, y cualquier investigación normal comenzaba siempre por hacer preguntas allí dónde las chicas vivían, en la residencia. Allí escuchó habladurías, comentarios, pero nada en concreto más allá de que eran raras y de que algo malsano habitaba en aquella relación. Sí que parecían raras, le dijeron, sí que eran «demasiado» amigas, sí que pasaban demasiado tiempo en la habitación, lo cual no es normal ni sano en unas chicas de su edad, y sí que era cierto que despreciaban a todos los hombres que se acercaban a ellas, especialmente a uno de ellos, un tal Silva, que era un partido excelente, una de las mejores familias de la ciudad. El policía, en su celo, llegó incluso a sentarse en la pequeña sala de espera, aquella en la que los novios aguardaban a que bajaran sus chicas para salir juntos a pasar la tarde, y pudo así contemplarlas un buen rato sin despertar sospechas. Pensó que era difícil encontrar a una mujer más bella que Alicia Pueyo y pensó que Luz Ortega era de aquellas mujeres de las que las jóvenes tenían que tener cuidado. Se le veía en la cara, en la manera en cómo se movía, con una libertad inusitada en una chica, como si el espacio le perteneciera, como si su cuerpo fuese el dueño de la habitación, como si supiese de todo más que muchos otros que por fuerza tenían que saber más que ella. La verdad es que el agente no pudo quitarse a Ali de la cabeza en los días que siguieron, y cuando fue a ver a la Chata, le pareció tan fea que salió de la habitación pensando que no podría volver más. La verdad es que regresó, pero esa es una historia que aquí no viene al caso. En todo caso, el agente tuvo que redactar un informe para entregar al comisario, lo cual hizo con extraordinaria dificultad, pues se tenía que mover con acusaciones que no eran corrientes, con pruebas inexistentes, con comentarios que no llegaban a pronunciar lo que ocurría. De lo que sí dio cuenta en el informe final fue del extraño comportamiento que había podido observar en las dos estudiantes. No se puede decir que hubiera un comportamiento subversivo en cuanto que, si lo había, acababa en ellas mismas ya que lo más extraño que se podía decir de ellas dos era que no hablaban prácticamente con nadie, lo cual ya era bastante raro en dos chicas de su edad.

El informe final se preguntaba por las actividades de dos estudiantes universitarias, que no eran especialmente brillantes en los estudios pero que pasaban horas y horas encerradas en su habitación de la residencia. En todo momento el agente trataba de exculpar a Ali, que estaba claro que era una víctima de los manejos de Luz Ortega, una mujer que no era trigo limpio y que tenía a la otra subyugada. El comisario, a la vista del informe de su subordinado, vio confirmados sus temores y tuvo que plantearse qué hacer con ese caso que le quemaba las manos. No era cosa de detenerlas porque eso sería contraproducente ya que alertaría de la existencia de algo que la mayoría del mundo desconocía y, además, ¿qué hacer luego con ellas? El comisario era un hombre prudente, consciente de que si bien las desviaciones masculinas, sean del tipo que sean, se convierten en delitos que deben ser duramente reprimidos en pro del bien social, las desviaciones femeninas, si no son especialmente evidentes, es mejor reprimirlas en el ámbito familiar, que para eso están las familias y para eso las mujeres están sujetas a ellas. La solución pasaba por atemorizarlas, no creía que la cosa fuese mucho más grave. Se trataba, a su juicio, de unas muchachas a las que sus padres habían dado demasiada libertad, a las que el estudio les había perjudicado, como se decía que podía perjudicar a las mujeres, que a veces les hacía el alma varonil. No era cuestión de montar un escándalo mayúsculo en una ciudad piadosa ni de echarles a perder la vida; era cuestión de reconducirlas, simplemente. Tomó la decisión entonces de escribir una carta semioficial a las familias de las chicas en la que hablaba como representante de la ley y de la paz social e igualmente como padre, que también era, y en la que avisaba de que las chicas eran sospechosas de comportamientos malsanos y que, o bien tomaban ellos mismos cartas en el asunto, como era su obligación, o bien la policía tendría que poner aquello en conocimiento del juez, que, en caso de que dichos comportamientos persistieran y en cumplimiento de su obligación, mandaría que dichas sospechas pasaran a figurar en sus respectivos expedientes para que no pudieran ejercer algunas profesiones, por ejemplo, todas aquellas en las que tuvieran que relacionarse directamente con los niños, como en el caso de que quisieran ser maestras. «Lo mejor que podría pasarles es que, bien asesoradas por ustedes que sólo quieren su bien, se olvidaran de una vida profesional, demasiado dura a veces para la frágil constitución femenina, y comenzaran a pensar en aquello para lo que están naturalmente preparadas, como el matrimonio o los hijos, que tan felices habrán de hacerles en el futuro, una vez que se desprendan de los falsos resplandores con los que una sociedad engañosa ilumina perversamente algunos caminos».

Las familias Pueyo y Ortega recibieron las cartas el mismo día. Las chicas se disponían a regresar de Valencia en poco tiempo siendo ya licenciadas y con la ilusión de preparar oposiciones para poder dar clases, ganar dinero, disponer de sus vidas. A la llegada de la carta insidiosa, Ortega se tragó una ira que por momentos se le hacía incontenible, pero aun así no le dijo nada a Benigna porque pensó que de nada serviría que su mujer llorara impotente y él no lloró por dentro porque la cólera no deja sitio al llanto. Ahora se confirmaba lo que siempre había sabido, que la vida de su hija se iba a venir abajo por culpa de la obsesión por Alicia Pueyo que se había adueñado de ella desde su niñez y que él no había sabido ni podido detener. Y apareció la culpa con voz severa diciéndole que había sido blando y poco resolutivo para cortar de raíz, como se cortan las obsesiones, como se cortan las malas ideas, las malas hierbas, aquel lazo enfermizo que todos en el pueblo conocían pero contra el que nadie había hecho nada. Y menos que nadie los Pueyo, aquella familia vencida, no por la guerra como él, no por los hombres, no por la maldad humana, sino vencida por los elementos, por el mar, por la tierra, por la desidia, por la pobreza contra la que uno no lucha y se entrega, aquella familia sin horizonte y que puso a su hija en el mundo para abandonarla luego. En la mente de Ortega era Ali la culpable, la incitadora, demasiado bella para un pueblo como aquel, demasiado callada, la que siempre estaba aun cuando pareciera no estar. Se tragó todo el miedo que tenía, el pavor a las autoridades, el miedo a lo que podía venírseles encima a todos y no dijo nada aquella noche. Salió a caminar solo y anduvo lo más rápido que pudo hasta que el pueblo desapareció a su espalda y hasta que el camino dejó de ser del amarillo color de la tierra seca y comenzó a enrojecer por el crepúsculo antes de hacerse morado y después negro. Y por el camino rumiaba un odio escondido hacia su hija, que nunca le había agradecido lo bastante todos sus desvelos por ella, sus sacrificios. Al final del camino, cuando sólo tenía enfrente el monte se sentó en una piedra y pensó que él mismo odiaba su paso por el mundo y que la culpa de todo la había tenido aquella guerra que nunca debió perderse, y tomó la decisión de pedirle al comisario, a pesar de todo, que le diera una lección a su hija; y entonces como había encontrado una solución, se sintió más tranquilo y regreso al pueblo. A la mañana siguiente se acercó a Teléfonos y, con la carta en la mano, telefoneó al comisario y ambos tuvieron una conversación.

En cuanto a Pueyo, recibió la carta y la abrió inmediatamente, convencido de que venían a felicitarle por los éxitos de su hija en los estudios. Pero lo que encontró en lugar de las felicitaciones no le resultaba fácil de comprender, llena la carta como estaba de tecnicismos legales y médicos, así que le pasó la carta a Lucio que la entendió a la primera porque era un joven que estaba en el mundo y con los pies en la tierra, y en el pueblo, desde siempre, se murmuraban cosas que a un hermano no le gusta escuchar de su propia hermana, y más cuando él tenía tantas aspiraciones.

Cuando las acusaciones del comisario se abrieron paso en su mente, como su mente era rápida y como había cosas que él sí sabía, le pareció que comprendía no sólo la carta, sino muchas otras cosas, entre ellas que aquella maldita Luz Ortega había convertido a una buena hermana, una buena hija, una chica muy guapa y con mucho futuro, en un monstruo, y supo que si Luz hubiera sido un hombre hubiera salido a matarle. En lugar de gritar, llorar, matar a Luz o a su propia hermana, Lucio decidió que la vergüenza es siempre mejor ocultarla y reunió a sus padres para decirles que de lo allí escrito nadie debía saber nada por el bien de todos ellos, y especialmente de él mismo, que ya tenía una idea muy clara de su futuro. Aurelia se quedó sin habla y, aunque no dijo nada, culpaba a su marido porque él, en su día y en su ausencia, había tomado la decisión de hacer de la educación de Ali un asunto de importancia, cuando la realidad es que mejor les hubiera ido a todos si Ali se hubiese casado con un buen chico de allí y el dinero gastado se hubiese empleado en el hijo, como es lo corriente que se hiciera. Por eso lloraba y se persignaba y decía «hombre de Dios, ¿cuándo se ha visto que un pescador mande a su hija a la universidad?», y después insultaba a aquella hija desagradecida que no era consciente del sacrificio que en aquella casa se había hecho por ella y que iba a desgraciar, además de la suya ya perdida de todas maneras, la vida de su hermano. Qué podían hacer ellos, que no sabían de nada, ni de médicos ni de nada. Fue entonces Lucio quien contribuyó a tranquilizar a los angustiados padres asegurándoles que todo tenía remedio y que él iba a preguntar a algunos conocidos que tenía, personas de mundo y con muchos contactos, dijo.

El trece de julio, un día antes del día en el que Luz y Ali tenían pensado regresar a casa para comenzar otra vida distinta a la que habían llevado como estudiantes, una nueva vida de opositoras que las conduciría a una existencia adulta, el agente que había investigado el caso llamó a la puerta de su habitación en la residencia. Al entrar en la habitación el agente notó un olor que no olvidaría nunca y que le pareció el propio del infierno, tal como le dijo al comisario, porque él era un hombre, señor comisario, y sabía de sobra identificar aquel olor que no podía nombrar por decoro. Las camas estaban juntas y deshechas y las chicas estaban en bata. Alicia Pueyo le pareció al agente un ángel que hubiera caído en manos del diablo. Y por darse cuenta de lo que allí había pasado y porque ese pensamiento le excitó de una manera que no podía contar a nadie, el agente guardó aquella escena para sí durante mucho tiempo, en su retina, en su pituitaria, para rememorarla después a solas en su casa y para encontrarse con el mismo placer que sintió mientras les ordenaba a las chicas que se vistieran, «Rápido», dijo, «deprisa», y daba órdenes y empujaba ligeramente a Ali para que corriera y así aprovechar él para tocarla ligeramente, aunque fuera con la punta de los dedos. Rememoró después el inmenso placer que sintió al darse cuenta del miedo de la chica, un placer tal que apenas le dejaba respirar y que le hizo pensar en que la escena le estaba poseyendo y que tenía que tener cuidado porque el comisario era un hombre estricto que no admitía bromas con esas cosas. No obstante, al agente se le fue la mano, no pudo evitarlo, a uno de los pechos de Luz Ortega, porque era una tentación ver cómo se movía, medio descubierto debajo de la bata, al compás de una respiración agitada. Al contacto con la mano, Luz se apartó con una náusea, lo que le confirmó al agente que aquella mujer era el diablo, y eso le animó a agarrarla de un brazo y a zarandearla mientras Ali se derrumbaba en una silla y lloraba de manera incontrolable. Nadie las vio salir cuando subieron al coche que las esperaba, Ali entre sollozos, Luz tan blanca como la niebla que cubre algunas veces el mar a lo lejos e impide que se distinga del cielo.

Llegaron a la comisaría cuando el calor húmedo del mediodía era ya asfixiante, y en la sala a la que fueron conducidas ese calor era aún más intenso y se les pegaba a la garganta y las impedía respirar con normalidad; era como si hubiesen lanzado una manta sobre sus pulmones. No cruzaron entre ellas palabra alguna y Luz evitaba mirar a Ali porque el miedo que se reflejaba en sus ojos, en todo su cuerpo, convulsionado de tanto en tanto por profundos sollozos, era para ella una tortura, y lo que ella quería era ser capaz de enfrentarse racionalmente a la situación y no caer en el pánico diciéndose que saldrían de allí, que aquello era sólo una amenaza, una bravuconería y una venganza de un Lorenzo Silva despechado. Su cerebro buscaba adormecerse a base de la repetición constante de una palabra que murmuraba como un mantra, «calma, calma». La luz de neón, blanca, sobre sus cabezas, la ausencia de ventanas en la habitación, de aire, tenían la cualidad de separarlas del mundo que había dejado de existir fuera, y ya no había sol, ni colores, ni aire puro, sino sólo una pesadilla que estaban obligadas a vivir. Luz se agarraba a la imagen del mundo real para conjurar el miedo, diciéndose que seguía existiendo, que no había desaparecido y allí seguiría estando cuando ellas salieran. Allí estuvieron unas dos horas en las cuales Luz tuvo que refrenar el impulso de darle a Ali la mano, de cogerle el rostro entre sus manos y de limpiar sus lágrimas. Y mientras la miraba llorar y la escuchaba suspirar y quejarse en voz baja de su suerte y de su comportamiento, de que la culpa era de ella, Luz supo por primera vez en aquella habitación, el lugar menos indicado para tener una revelación, que no eran dos niñas jugando un juego peligroso, sino que ella era una mujer que quería a aquella mujer que estaba frente a ella, y sorprendentemente supo también, ese día, en ese instante, que podría querer a otras mujeres. Siempre se acordará de lo extraño de que un pensamiento como ese se le apareciese en aquel momento y no antes, nunca cuando miraba a otras alumnas, a otras compañeras, sino allí dentro y cuando estaba mirando a la mujer que amaba desde que podía recordar, y se extrañó de no haberse dado cuenta antes, de que los cuerpos curvos, redondos, suaves, de las mujeres le producían esa sensación de que el estómago se le abría y se la tragaba, como si toda ella se reconcentrara hacia dentro.

Finalmente aparecieron dos hombres, uno era el que las había detenido que entraba en la habitación con los ojos brillantes y el gesto desafiante, el otro, mayor, venía con cara y gesto de cansancio y una especie de dolor contenido. Se sentaron a la mesa frente a ellas y abrieron una carpeta. El hombre mayor con cara de cansado fue el que habló mientras el otro no dejó de mirarlas un momento. «Alguien ha presentado una denuncia contra vosotras por comportamiento inmoral. Las investigaciones que hemos hecho demuestran que vuestro comportamiento no es normal. El agente Sánchez va a haceros algunas preguntas». El agente Sánchez se dispuso a hacer las preguntas, para lo cual sonrió primero y adelantó su cuerpo sobre la mesa después, de manera que Luz pudo oler su aliento: «¿Dormís juntas?». Ninguna de las dos contestó. Sánchez levantó la voz hasta gritar: «¡Os he hecho una pregunta! ¿Dormís juntas?». Ali lloró aún más fuerte hasta el punto de que los sollozos le hubieran impedido ahora pronunciar ninguna palabra, aun así negó fuertemente con la cabeza. «¿Tenéis novio?, ¿salís con chicos?», y mientras hacía esta pregunta, miró fijamente a Ali, que no podía hablar, no había más que verla, era inútil esperar que pronunciara una sola palabra; el agente sólo pensaba en prolongar aquello lo más posible y en irse después con la Chata o quizá en hacer un extra y pagar a otra chica de mayor calidad, una mulata que se decía que había llegado una semana antes y que él no podía permitirse, aunque también pensó que un día es un día y que ese gasto valdría la pena. El agente Sánchez se dirigió ahora a Luz: «¿Qué piensas de los hombres? ¿Te gustan?». Luz pudo hablar porque se aferró al pensamiento de que sólo pretendían asustarlas, de que saldrían de allí, de que el comisario parecía tan asqueado del agente como ellas mismas, pensó que se parecía a su padre y que se le veía tan derrotado como a su progenitor; entonces comprendió que la derrota puede esconderse en todas las trincheras y respondió tratando de que su voz no sonara desafiante: «No pienso nada de los hombres. No tengo mucho tiempo para pensar en ellos, he estado estudiando mucho». «Ya, tú eres la lista. ¿Crees que vas a llegar muy lejos? ¿Sabes dónde podríamos mandaros?», el agente escupió en el suelo, y ese fue el momento en el que el comisario tomó la palabra: «Podríamos pasar todo este asunto al juez, pero hemos decidido que os podemos dar una oportunidad. La vida que habéis llevado hasta ahora no es la normal en dos jóvenes de vuestra edad, y ni queremos escándalos en esta ciudad ni podemos permitir determinadas cosas, pero sois muy jóvenes y estáis demasiado centradas en los estudios, lo cual no es bueno para las chicas. Puede que estéis enfermas, puede que una de vosotras esté enferma. Hemos escrito a vuestras familias poniéndoles al corriente del caso. Nos hemos puesto en contacto con la policía de vuestra zona y se van a ocupar de que os vea un médico. Nos hemos encargado de eso, puede que después de todo aún podáis llevar una vida normal. Por ahora no vamos a poner nada en vuestro expediente. Estas cosas a veces se curan si se cogen a tiempo». Esas palabras eran el final, el comisario había dicho todo lo que quería decir, había cerrado la carpeta con la que había entrado y después de mirarlas salió de la habitación. El agente no salió con él, sino que cuando parecía que también se iba, se dio la vuelta, se dirigió a Luz, le cogió la cara con una mano grande y la obligó a mirar a Ali que temblaba con las lágrimas rodando por sus mejillas; entonces, muy cerca de ella, tan cerca que las palabras le golpeaban en la cara, le dijo: «Mira lo que la estás haciendo», y después: «El comisario es demasiado bueno, yo sé muy bien lo que te hace falta, ya te curaba yo a ti», y salió también de la habitación.

Ahora estaban solas de nuevo, aunque no cruzaron palabra y sólo los sollozos de Ali impedían que su propia respiración ocupara todo el silencio de allí dentro. Pasó aún un tiempo, ninguna de las dos hubiera podido decir cuánto, hasta que otro hombre entró y les dijo: «Podéis marcharos». Entonces salieron. Luz sentía la cabeza como un peso y las sienes le pitaban. «Es el miedo», se dijo, y comprenderlo la ayudó a tranquilizarse. Ali tenía los ojos enrojecidos y las mejillas surcadas por el rastro de las lágrimas, las manos le temblaban, parecía otra y no la de siempre.

Al salir de la comisaría el sol todavía estaba en lo alto y la vida parecía estar en el mismo sitio en el que la dejaran, sólo que ya no lo estaba aunque sólo ellas pudieran darse cuenta de ese cambio. Tuvieron que andar hasta la residencia porque no tenían dinero para coger un taxi, ni siquiera para coger el autobús; habían salido sin nada, sin el bolso siquiera y andar por la calle con las manos vacías, sin nada entre los dedos, les hacía sentir como si fueran desnudas, aumentaba su vergüenza, su sensación de vulnerabilidad, de estar expuestas a todas las miradas, a todos los juicios.

Pero aún no se dijeron palabra y anduvieron en silencio, la una al lado de la otra, sin rozarse, sin mirarse, hasta que llegaron al barrio y entonces sí que se detuvieron en el borde de la acera. Ali alargó la mano y se aferró al brazo de Luz y la miró desesperada, pidiéndole que la salvara de aquello, pidiéndole que hiciera desaparecer las últimas horas, el miedo, la vergüenza de pensar que alguien supiera de ellas lo que no debía saberse, lo que Ali le pedía es que consiguiera que la vida volviera a ser como antes, cosa imposible como Luz bien sabía; y además ella tenía que luchar contra su propio miedo, de naturaleza diferente quizá, pero igual de intenso, miedo al futuro y al presente inmediato, ¿qué iba a ser de ellas si aquello se extendía, si finalmente aparecía en su expediente? ¿Cómo podrían ser profesoras después de aquello? A ella también le sudaban las palmas de las manos y también contenía las lágrimas a duras penas. Ali dijo con voz apenas audible «¿Por qué hemos dejado que nos pase esto? ¿Cómo hemos dejado que nos pasara esto? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?», preguntas todas ellas que parecen diferentes, pero que son iguales en realidad y a las que bastaría sólo una respuesta, sólo una para las tres. Después su voz se convirtió en un sollozo que la encogió, que la dobló en dos, que era apenas un grito reprimido: «¡Dios mío!», gritó, «¿Qué me pasa?». Entonces Luz la cogió por los brazos y sin levantar la voz, tratando de no llamar la atención, con el sudor corriendo por su espinazo, ahora sí que tenía miedo, ahora sí que quería volverse invisible y que nadie de la mucha gente que pasaba por la calle reparara en ella, gritó: «¡No nos pasa nada! Escucha Ali, no nos pasa nada. Nos queremos, eso es todo», y entonces calló, asustada quizá de la magnitud de sus palabras porque es la verdad que hasta ese día jamás habían dicho nada parecido a eso, jamás ninguna palabra había sido pronunciada para nombrar lo que no tenía nombre, y si lo tenía —y es de suponer que todo lo que existe está para ser nombrado— no era conocido por ninguna de las dos y podríamos decir que tampoco por la mayoría de la población en ese momento. En todo caso la frase «nos queremos» sirvió de algo y tuvo la virtud de serenar a Ali que la miró deseando que continuara, que sus palabras surgieran para traerle paz, y ante aquella mirada Luz tuvo que continuar hablando: «No nos va a pasar nada, todo se arreglará», decía, tratando de que su voz calmase a Ali y de que funcionase también como la medicina que necesitaba para entrar en razón, para volver en sí; y de la misma manera que cuando estaba allí dentro, en la comisaría, se repetía a sí misma, «calma, calma» ahora repetía «no nos va a pasar nada». «¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a entrar ahí?», esas fueron las preguntas de Ali, señal de que estaba volviendo en sí lo suficiente como para preocuparse por los aspectos prácticos de la cuestión. Luz aclaró: «Nadie sabe nada de cierto. Nadie nos vio salir y, si lo vieron, no saben que era la policía, pensarán que era un familiar» y de nuevo repitió la retahíla tranquilizadora: «no nos va a pasar nada». Y debió surtir efecto aquella letanía, porque Ali fue aflojando sus músculos poco a poco, y su rostro se distendió, y pudo soltarse de los brazos que la sujetaban y aun así no caerse, sino mantenerse erguida y comenzar a andar hacia la residencia con una suerte de inconsciencia suicida.

De alguna manera lo que Ali sentía es que ya todo daba igual, que supieran o no supieran, que todos lo comentaran a sus espaldas o no, porque llega un momento en el que el instinto de supervivencia decae si hemos estado sometidos a mucha presión y entonces en ese momento, ese instante que esperan todos los torturadores, las defensas se aflojan porque ya lo único que se quiere es descansar, no vivir, sino descansar. Pero Luz tenía razón en lo que había dicho, nadie las había visto salir, nadie sabía que nada extraordinario hubiese sucedido y ellas dos pudieron subir la escalera como la habían subido miles de veces en esos años y abrir la puerta de un cuarto que consideraban un refugio y que ahora sentían como el campo de una batalla en la que habían sido derrotadas; y al entrar pudieron ver aquel escenario de la misma manera que lo había visto el agente Sánchez, que a esa hora pensaba en ellas mientras se acostaba con la Chata. Y al verlo por primera vez como lo verían unos ojos extraños que abrieran la puerta se sintieron humilladas, vejadas, vieron que allí su intimidad dejaba de ser tal porque todo las delataba, y comprendieron que ya no podían seguir viviendo en aquel cuarto, eso lo vieron en cuanto entraron y no les hizo falta decírselo la una a la otra porque era tan evidente que, al cerrar la puerta tras de sí, simplemente se dedicaron a recoger sus cosas en silencio, cubrieron con la colcha la cama que guardaba aún la huella de sus cuerpos y recogieron, sin querer siquiera mirarse, alguna ropa que denotaba también pereza por el orden y, seguramente, un dejarse ir, un apresuramiento en desnudarse que el policía no habría juzgado con benevolencia. Ahora cada una de ellas estaba alimentando una suerte de rencor hacia la otra, porque se culpaban mutuamente, y Luz pensaba que si Ali no hubiera tonteado con Lorenzo Silva nada de esto hubiera pasado, y la otra pensaba que si Luz recogiera sus cosas, si hiciera la cama al levantarse, si no fuera tirando la ropa por ahí… y entonces por primera vez, y puede que por última en sus vidas, hubieran querido no haberse conocido, no haberse empecinado de aquella manera en estar juntas, tal era la rabia que alimentaban, los reproches que se hacían en silencio. Ahora cada una de ellas era la guardiana del secreto de la otra, cada una de ellas delataba la verdad de la otra; ahora la existencia, la mera presencia de una, convertía la vida de la otra en algo que no podía contarse.