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Estaban en esa edad en la que las mujeres de antes ya se habían casado, estaban a punto de casarse o, desde luego, tenían novio. Estaban en esa edad en la que si no prestaban atención a los chicos que se acercaban a ellas se arriesgaban a que comenzaran los comentarios maliciosos, pero ellas, aparentemente, no se daban cuenta. El tiempo pasaba y Ali y Luz continuaban envueltas en su círculo de dos, completamente redondo, en el que resultaba imposible saber dónde estaba la entrada o la salida. Había estudiantes seducidos por el pelo color trigo de Ali, que además tenía una sonrisa capaz de iluminar la oscuridad, y había otros estudiantes que se sentían interesados por Luz, cuyo físico no era tan intimidante para ellos y, en todo caso, ambas eran jóvenes, guapas y solteras y un reclamo para muchos estudiantes que intentaron acercarse en aquel tiempo: en las fiestas universitarias, a través de compañeras de clase, entablando conversación a la salida, buscando hueco a su lado en la biblioteca… Y de todas esas ocasiones, algunas preparadas con intención, otras casuales, Ali y Luz escapaban como podían, con la permanente sensación de ser las presas de una cacería que alguien había organizado a sus espaldas. Intentaban no acudir, pero la insistencia solía obligarlas a ceder porque para una mujer joven resultaba muy llamativo mostrarse arisca, solitaria, ermitaña. Encerrarse era un crimen social cuando una era joven y más o menos guapa, apetecible, casadera, solicitada, las chicas no se pertenecían a sí mismas hasta el punto de ser libres para negarse a los demás.

Acudían pues a algunos sitios a los que eran invitadas con la intención de no despertar más comentarios, pero su presencia era de todas maneras comentada, lo que al final les dejaba la sensación de que todo era inútil y de que hablarían de ellas de una manera u otra. Si aceptaban bailar con algún chico, lo hacían siempre con desgana y se buscaban la una a la otra con la mirada, agarrando cada cual por un extremo ese lazo que ellas creían invisible pero que todos podían ver como si estuviera verdaderamente ahí; y ahí estaba, atravesando la habitación de parte a parte cuando cada una de ellas se encontraba en una esquina. Se movían juntas y hablaban entre ellas más de lo que era conveniente, pues dos amigas que vivían juntas en la misma habitación se suponía que no podían tener que decirse nada más de lo que ya se tendrían dicho. Y por esa manera de comportarse, la manera extraña que tenían de estar en el mundo, la manera en que se escabullían de cualquier cita, la manera de intentar hacerse invisibles, supremo pecado para una chica, por todo ello se hizo para todos evidente que ninguna de ellas estaba interesada en ninguna relación que no fuera la que mantenían entre ellas y que habían cerrado a cualquier otra persona de este mundo.

Y esta actitud, cuando finalmente ya no pudo esconderse más, ni disimularse, ni maquillarse, suscitó muchos comentarios, porque lo que parecía es que ellas dos rechazaban su destino natural, su futuro, su lugar, y no se dice que no a todo eso sin pagar un precio. Después de que todos supieron que no merecía la pena invertir ningún tipo de esfuerzo en aquellas dos mujeres, lo que surgió fue una especie de sentimiento de estafa. Su presencia misma era una estafa para los hombres presentes a los que ya no les merecía la pena esforzarse lo más mínimo en estar amables o encantadores, o comprensivos o ingeniosos, sino que podían mostrar los verdaderos sentimientos que las dos mujeres les inspiraban, una profunda desconfianza, rencor, desdén, miedo, en definitiva. Tampoco tenían amigas, ni conocidas siquiera, ni mostraban interés en una vida piadosa, y ni siquiera es que fueran intelectuales, cosa que algunos hubieran comprendido, es que eran la una para la otra y no cabía nadie más. Entonces el desdén general, presto siempre a marcar con fuego a los que son diferentes, las estigmatizó para que fueran reconocidas por todos, y las mismas que antes despertaban curiosidad, paso previo al desprecio, pasaron a despertar animosidad, ese sentimiento que se tiene por los que se muestran poco dados a avergonzarse de ser distintos. Porque la diferencia es aceptable sólo si puede presentarse como una desgracia, si genera compasión, y por eso todo hubiera sido distinto si se hubieran esforzado al menos en mostrar una actitud conciliadora con el resto del mundo que las observaba atento; pero Luz era orgullosa y Ali no estaba interesada en ninguna otra cosa que en su vida con Luz.

Y tan ocupadas estaban la una en la otra, en beberse, en amarse, en respirarse, que ni siquiera eran conscientes de lo que estaba creciendo como una mala hierba a su alrededor, porque de haberse dado cuenta, de haber podido ver siquiera la cara del odio, que siempre asusta e intimida, quizá hubieran podido preparar algún tipo de defensa, planear una estrategia. Pero no estaban acostumbradas a estar con gente y desconocían las reglas que rigen los grupos humanos; por eso lo ignoraban todo de los demás. En realidad, cuando iban a una fiesta les hubiera gustado bailar juntas y a veces lo hacían porque las amigas, si es que no había pareja masculina de la que echar mano, estaban autorizadas a bailar juntas, y eso no despertaba ningún tipo de emoción, como no fuera la risa —se hacía gracioso— o la compasión —se hacía triste—, pobrecillas, pero bastaba mirar un segundo a una pareja formada por dos amigas que bailaban y a Luz y Ali bailando para saber que no era lo mismo y entonces las risas se congelaban y la compasión desaparecía. Había algo indefinible que las rodeaba cuando bailaban que provocaba malestar, algo que no era fácil de describir, pero que estaba ahí, y todos podían verlo, y el que no lo pudieran nombrar lo hacía aún más terrible. Las mujeres se sentían incómodas y se apartaban para que nada de aquellas las salpicase, y los hombres se decían cosas en voz baja. Era algo entre ellas, algo visible, casi tangible, una manera de tocarse o siquiera de rozarse, de mirarse, algo indescriptiblemente sensual que hacía que todas las miradas terminaran puestas en aquellas dos personas que bailaban ajenas a todo. Así que los rumores comenzaron a dispararse. «Algo extraño», se decía, en un tiempo en el que lo extraño también estaba prohibido y poco a poco la soledad elegida se fue convirtiendo en soledad impuesta y aunque no se dieron cuenta, ocupadas como estaban en vivir cada día, que las puertas se estaban cerrando para ellas. Y aunque si se lo hubieran preguntado no le hubieran dado importancia y se hubieran reído de esas puertas que en todo caso nunca habían querido traspasar, lo cierto es que nadie puede vivir siempre fuera de la ciudad, nadie. Y dos chicas de las que se murmura están marcadas y llaman la atención, porque las habladurías señalan la excentricidad, que está permitida o que es tolerada en los hombres, pero no en las mujeres.

Las habladurías, lo que de ellas se decía, los comentarios, terminaron llegando a los profesores porque aquella era una ciudad pequeña después de todo, y provinciana, y los profesores también comenzaron entonces a fijarse en aquellas dos alumnas invisibles hasta ese mismo momento que habían dejado de serlo por mor de las murmuraciones, fueran verdad o mentira, que eso lo mismo daba. Protegidas en la invisibilidad de la digna pobreza, que no hay nada que se vea menos que la pobreza cuando no es sangrante y es sólo desesperanza, de una feminidad sin aspavientos, ellas dos no se dieron cuenta del cambio que se producía a su alrededor y no hicieron nada para protegerse. Y puede que hicieran bien en no darse por aludidas, en no preocuparse, en no protegerse, porque hasta lo malo se acaba y todo llega a su fin después de consumirse y de arder un momento o prolongadamente; todo llega a su fin por agotamiento o por consunción, y los años, los cursos, fueron pasando entre estudios más o menos intensos y veraneos en el pueblo.

Se convirtieron en extranjeras en el pueblo, y ya poca gente de allí las trataba como a uno de los suyos, porque ellas ya no eran de los suyos, sino de fuera, aunque nadie sabía que también eran extranjeras en la ciudad, no eran de ningún sitio en realidad, sino sólo la una de la otra. La ciudad sólo servía para llenar sus tiempos muertos, aquellos en los que no podían estar la una tumbada sobre el vientre de la otra, escuchando el corazón ajeno que latía como si fuera el propio. Ahora ya no querían más que rondar por los estrenos y por las librerías; caminar por la calle con un helado en la mano o sentarse a tomar una horchata mirando la gente pasar, la tarde irse, y contemplar a ese hombre que corre, sombrero en mano para coger el autobús que se le escapa finalmente, lo cual las llenaba de tristeza, o ver a esa abuela que llevaba al nieto de la mano y se la agarraba fuerte, porque el nieto es la vida que comienza, cuando ella ya sentía la muerte lamer sus pies. Su propia soledad excluyente necesitaba de pasatiempos que no vinieran de ellas mismas, y por eso salían mucho y por eso la ciudad se había convertido en un foco de luz del que ya no podían prescindir si es que no querían hundirse en la oscuridad.

Por eso ahora, las pocas veces en las que iban al pueblo —y sólo iban cuando no tenían más remedio— se ahogaban en aquel aire enrarecido lleno de palabras que se decían unos a otros para contarse siempre las mismas cosas, porque las cosas en el pueblo estaban como suspendidas desde hacía siglos y se repetían con cadencia impenitente según las estaciones. Allí los padres de ambas envejecían con rencor porque ninguna de las dos les había dado lo que ellos demandaban: agradecimiento, reconocimiento por el esfuerzo que había supuesto enviar a sus hijas a la universidad. Ortega, sobre todo, se sentía abandonado. El fracaso era completo, nada de lo que Luz hiciese o dijese o consiguiese tendría nada que ver con él y pasaba los días encerrado, dando vueltas a su pequeño espacio, sintiendo el dolor punzante de una vida tirada, como todas las vidas, que sólo arden inflamadas de esperanza un breve tiempo y que después se apagan. Los padres de Ali veían en ella a alguien lejano que no se parecía en nada a ellos ni a las demás chicas del pueblo, era una extraña, una extranjera para siempre y sólo Lucio se esforzaba en mantener un contacto, cada vez más quebrado. También él acumulaba rencor por dentro, debió ser él quien fuera a la universidad, eran los hijos los que iban y no las hijas y si bien es cierto que él no terminó el bachillerato, también lo es que nadie había puesto nunca en duda que era ella la que estudiaba, y no él, lo cual, desde su punto de vista, ya era hacerle de menos. Lucio seguía allí, apegado a su casa y al pueblo, llenando a su madre de orgullo y a su padre de arrepentimiento; quizá, pensaban, nunca le habían concedido a aquel chico que de pequeño parecía poco listo la oportunidad que se había merecido. La ferretería de Lucio, la familia de Lucio, que crecía y les daba nietos, era lo que valía. Los sueños de Ali no valían nada.

En un mes de mayo, cuando el curso tocaba a su fin y la ciudad estaba feliz y contagiaba esa felicidad a todos sus habitantes, que se movían como tocados por una gracia especial, Luz tuvo que regresar al pueblo porque Ortega sufrió una angina de pecho y Benigna llamó a la residencia pidiendo a su hija que no la dejara sola en ese trance que ella pensaba que era el de la muerte del marido y padre. Luz volvió entonces, pero lo hizo con una sensación inquietante; una sensación que sabía de alivio, aunque no quisiera calificarla de tal y es que el miedo a pronunciar algunas palabras no hace que no conozcamos su significado ni que ignoremos los síntomas a los que hacen referencia. Camino de casa, sentada en el autocar, no podía evitar pensar en que si su padre moría, los lazos con el pueblo caerían deshechos definitivamente y ella sería libre para siempre y para Ali, porque Benigna no había sido nunca más que una sombra a la que quizá podría recuperar en otro sitio, en otro momento. El camino en esta ocasión se le hizo corto mientras el autobús recorría las huertas de una infancia cada vez más lejana y menos suya. En cuanto llegó al pueblo dejó la maleta en casa, cogió un taxi y se trasladó al hospital comarcal. Se reunió con su madre en un pasillo blanco y estéril en el que apenas se dijeron palabra porque Benigna estaba como ausente, despreocupada, silenciosa y expectante, porque hay algo en la muerte que nos llena de estupor, algo que atenúa en un primer instante el sufrimiento porque parece irreal y porque recubre los primeros momentos de una sensación de lejanía que nos protege del horror. Benigna actuaba como si aquello le estuviese sucediendo a otro y no fuera su marido el que yacía postrado en una cama, alejado de todo, como si ya se hubiese despedido. Luz pensó al verle que parecía no sufrir, que simplemente parecía haber abandonado la lucha de toda su vida, se había dejado vencer por los acontecimientos porque ya no tenía nada que decir ni nada qué hacer para intervenir, siquiera fuese mínimamente, en la vida de su hija, y cuando estuvo de más, su corazón falló, o eso pensaba Luz mientras pasaba algunas tardes sentada a su lado en el hospital.

Después pasaron algunos días en los que no se sabía si Ortega viviría o moriría y a nadie parecía importarle y ni siquiera sabemos si le importaba al propio sujeto, a Ortega, que parecía descansar después de una vida de la que lo menos que se puede decir es que había sido tensa; tensa de deseos incumplidos y de esperanzas que se habían revelado vanas, la vida hueca de un hombre gris al que la vida le vino grande pero que nunca supo resignarse a ser Nadie, difícil aprendizaje para todos. Benigna y Luz subían cada tarde al hospital a hacer compañía al moribundo. Benigna hacía ganchillo y Luz leía un libro y trataba de no pensar en el cuerpo de Ali tendido sobre la cama, húmedo y abierto, recién duchado, oliendo a sexo. Por las ventanas el sol se iba moviendo y el día cambiaba cada hora de color, pero dentro no pasaba nunca nada. Parecía mentira que en aquel ambiente silencioso y anodino se dirimiera el paso de la vida a la muerte, sin un solo sonido destemplado, con todos hablando en voz baja, con los familiares de todos los enfermos deseando, secretamente, que la muerte ganara sus batallas y así pudieran irse a casa a descansar, que cuando el combate se prolonga se hace cansado, y total, para nada.

Y Ali quedó sola en Valencia por primera vez en mucho tiempo, y tuvo miedo porque el mundo se le apareció demasiado ancho, porque Luz le proporcionaba una protección contra el exterior que había desaparecido al marcharse. De repente, todo le hacía daño y ya no se sentía inmune a nada de lo que antes ni siquiera veía, ni le rozaba, ni sabía que existía, ahora el mundo se le hizo presente y todo llegaba hasta ella: las miradas de curiosidad y de desprecio de los demás la herían; las palabras dichas a media voz la asustaban, todo lo que se murmuraba llegaba hasta sus oídos porque estaba sola y era vulnerable, porque ella nunca fue fuerte. Le costaba bajar al comedor entre las miradas extrañadas, sentarse en la mesa con desconocidas, levantarse al acabar la cena y tener que atravesar el comedor cuando todos la miraban, le costaba estar allí, le costaba seguir adelante sola. Por eso en esos días trató de concentrarse en el estudio, pero seguía teniendo miedo de salir de la habitación porque todos los seres humanos le parecían hostiles, nadie le parecía humano en realidad, todos hablaban lenguajes desconocidos para ella que no tenía con quien hablar. Y tenía también, por qué no decirlo, miedo de sí misma porque Ali siempre tuvo que luchar contra sus propios fantasmas que ahora se presentaron para torturarla. Pensó en acudir a confesar ahora que Luz estaba fuera, pensó en cambiar de vida, pensó en que obraba mal, los remordimientos se hicieron fuertes y la acosaban, y como no quería comer en la residencia porque su soledad y su extrañamiento se hacían tan dolorosamente visibles como una deformidad, comenzó a quedarse en la universidad, donde era más fácil pasar inadvertida si mantenía la vista fija en un libro y si hacía como que leía. Ali se quedaba en la cafetería aunque no tenía dinero para pedir el menú así que se conformaba con una sopa que es lo que podía pagar y se guardaba el hambre para la hora de la cena.

Uno de aquellos días, al terminar la sopa, el camarero le sirvió un plato de carne estofada. «No he pedido segundo plato», protestó. «Ha sido el señor de la esquina. Él la invita». Ali se volvió y tuvo que sonreír al extraño y que hacer un gesto con la mano de agradecimiento, de saludo, de complacencia, porque no quería la carne estofada y no quería tampoco rechazarla, y no quería hablar con el extraño que avanzaba hacia ella, pero se sentía sola al mismo tiempo y con ganas de hablar con alguien. Luz se había ido hacía diez días y, desde entonces, no había cruzado palabra con ningún ser humano. «Hola, me llamo Lorenzo Silva», dijo el extraño al tiempo que le alargaba una mano fina de joven estudiante. «Hace tres días que te veo comer sopa y he pensado que quizá quisieras probar el segundo plato del menú. Tenía buena pinta». Y Ali pensó que, efectivamente, la carne tenía muy buena pinta, y como no tenía experiencia en las artes sociales, simplemente musitó gracias mirando a un plato del que no se atrevía a comer, porque es difícil comer, algo tan íntimo, delante de un extraño. Sólo cuando él trasladó su plato hasta la mesa que había convertido en mesa de dos y ya no de una, y solitaria, y sólo cuando él comenzó a comer de su propio plato, transigió ella en probar el guiso. No le había quedado otro remedio que aceptar al desconocido a su mesa, que él hizo suya con un dominio de la situación que Ali encontró desarmante y extraño, pero que después terminó por resultarle seductora. Aquel hombre era todo desenvoltura y conocimiento del mundo y de las relaciones, lo que no podía por menos que asombrar a alguien que tenía tan escaso conocimiento del mundo como Ali. Lorenzo Silva brillaba y seducía.

Durante la comida hablaron mucho y Ali terminó por encontrar agradable a ese desconocido que hablaba de cosas de las que ella no solía escuchar hablar. Después Silva se empeñó en acompañarla a la residencia y ella que no sabía decir que no y agobiada también por aquellos días de soledad, aceptó. En los dos días siguientes mantuvo el contacto con Silva, ya que él se presentó en la residencia por la mañana para acompañarla hasta la universidad, donde después comieron juntos. Era delgado y elegante, bien vestido, sonreía sin parar y tenía una voz educada y bonita. Ali intuía que estaba jugando con fuego, pero se dejó llevar porque Lorenzo Silva le dijo que ella brillaba y se sintió halagada; recordó que cuando iba con su novio y con sus amigos solían decir de ella que era toda una belleza, y recordó que aquellos halagos hacían que se sintiera orgullosa de algo tan tonto y que tan poco depende de una como es la belleza, algo que no se elige pero que se convierte en el precio que toda mujer vale; y por más que supiera que era injusto y un arma de doble filo no podía evitar sentirse bien y valiosa. Junto a Luz la belleza de Ali pasaba desapercibida porque ambas vivían en un escondrijo. Por eso se dejó llevar por la charla envolvente de Lorenzo Silva mientras Luz velaba la enfermedad de su padre. Silva, además, la escuchaba hablar y se reía con las cosas que ella contaba, no importaba qué, porque parecía disfrutar sólo con el tono de su voz, y a Ali le gustaba también escucharse porque le pareció que demasiado tiempo había estado callada; y cuando el segundo día se miró en el espejo de su habitación, se encontró diferente, más guapa que nunca, con el pelo dorado y la piel perfecta y blanca. Entonces, durante aquellos pocos días, Ali se entregó a un placer abandonado: el de gustar, el de encontrarse seductora, de ofrecer la propia belleza a alguien que la apreciaba, de preocuparse por la ropa o el maquillaje que no solía usar porque Luz lo odiaba. Además fue una rebelión, un gesto de independencia, una reafirmación de su propia autonomía. Él la admiraba y se lo demostraba y no hay nada que satisfaga más la propia vanidad que el sentirse admirado; cada día que salían juntos él se daba cuenta de los cambios operados en ella, nunca dejaba de comentar la falda nueva, el color de los labios, todo era motivo de halago y los halagos la adormecían y la hacían estremecer de placer.

En las dos semanas en que ambas estuvieron separadas —no fue mucho más tiempo— se preparó su destino, aunque ellas no pudieran saberlo todavía, porque de haberlo sabido, seguramente hubieran hecho lo posible para que lo que estaba escrito, o decidido, no se cumpliera; pero así vivimos cada instante, con inconsciencia, como si no fuera nada, cuando, si supiéramos lo que se nos avecina, seguramente nos enfrentaríamos a todos los momentos con la gravedad que muchos de ellos se merecen, y nuestro pasado se reescribiría.

En el hospital Luz veía pasar las horas mientras pensaba en Ali con un deseo ya nada vergonzante ni pudoroso, sino pleno, mientras que Ali pensaba en Luz, pero pensaba también que no hacía daño a nadie teniendo un amigo con quien hablar mientras ella estaba fuera, nunca pensó que los actos de hoy tendrán consecuencias mañana. En aquellas escasas dos semanas que estuvieron separadas, hablaron dos veces por teléfono y Ali no le contó nada de Lorenzo Silva, por supuesto que no, y una vez que hubo colgado, después de las correspondientes palabras de aliento y de ánimo por su padre y unas cuantas palabras de amor dichas en muy baja voz, colgó el auricular y ni por un instante pensó o se sintió culpable por estar ocultando algo, ni pensó tampoco en que aquella era una historia de próximo y difícil desenlace, así de inconsciente era. Secretamente pensaba que cuando Luz volviera las cosas se reconducirían solas, imaginando un escenario en el que Lorenzo Silva desaparecería como por arte de magia y todo volvería a ser como antes. Pero las cosas no volvieron a ser como antes porque las cosas serán similares o parecidas, pero iguales no vuelven a ser nunca y todo queda finalmente a merced de esas cosas que pasan y a las que puede que no demos importancia, pero que cambian y definen un nuevo escenario, por más que nos parezca el mismo escenario de siempre. En este caso Ortega, en lugar de morirse, que era lo que se esperaba, se repuso de su angina, volvió a la vida cuando todos lo daban por muerto, y aunque no volvió a ser el mismo, quizá por la cercanía de la muerte que a nadie deja indiferente, Luz pudo regresar a Valencia. En los últimos dos días había tenido una inquietud que era como un mal presagio, aunque ella no creía en los presagios, ni en los presentimientos, pero sí que sintió abrirse un agujero negro en su interior, algo que necesitaba ser llenado y que antes se llenaba cuando la voz de Ali le susurraba. Le había parecido que la voz de Ali por teléfono sonaba diferente por más que sus palabras se empeñaran en decir lo contrario y en asegurarle que todo seguía igual y en jurarle que no había ninguna novedad. Conjuró el miedo como pudo aquellos dos días que le quedaban para regresar a Valencia con la esperanza en que dos días no son nada y pasan pronto, y regresó con el corazón encogido por el miedo.

Al llegar a Valencia se apresuró a dejar sus cosas en la residencia y salió hacia la facultad a buscar a Ali, a quien suponía en la biblioteca a esas horas pero a quien encontró en el jardín que daba acceso al recinto universitario, sentada en el suelo y hablando con un joven desconocido para ella. Ver a Lorenzo Silva, aunque ella ignorase que ese era su nombre, ver a Ali sentada junto a él, le produjo un estallido interior difícil de explicar, porque lo que percibió era una intimidad que ella no imaginaba, no conocía, no controlaba; eso son los celos, que exista vida para quien amamos más allá de la que podemos proporcionarle y que se pretende que sea la única vida posible; la posibilidad de que la vida no empiece y acabe en nosotros, de que quien amamos viva, se divierta, goce, contemple el mundo a través de otros ojos, escuche otras opiniones que no sean las nuestras, eso son los celos, cuando uno quisiera ser la única fuente de vida de la persona amada, eso son los celos y allí estaban, cuando vio que Ali, sentada en el suelo, bebía de lo que el desconocido le estaba diciendo. En ella todo le pareció nuevo, la sonrisa afectada, la manera de echar la cabeza hacia atrás para que el pelo flotara a su alrededor, la risa un tanto histriónica e impostada, el movimiento de los brazos, exagerado, e incluso la manera de cruzar las piernas en el suelo le parecieron gestos que desconocía, y comprendió que la persona que mejor creemos conocer sólo nos ofrece una parte de sí misma y que siempre habrá aspectos desconocidos que nos hurtan, lo que ofrecen a los demás, eso nos roban; eso también son los celos.

Aquel joven miraba a aquella mujer como si le perteneciera. Luz sintió que una garra siniestra le retorcía las entrañas y se dirigió hacia la pareja con las piernas temblando, el alma en un grito. «Hola», dijo; quería decir más, pero no supo qué. Ali se levantó de inmediato, seguida de Lorenzo Silva, que se puso en pie como impulsado por un resorte. «¿Cuándo has llegado?». Ali ya sabía que esa pregunta no era lo que debería haber dicho, lo supo en cuanto esas palabras salieron de su boca, demasiado tarde ya para silenciarlas. Supo que hubiera debido mirar a Luz con ojos de amor, rozar sus manos, sonreír con alegría, eso entre otras cosas hubiera debido hacer y era lo que Luz esperaba que hiciera, pero no pudo porque la presencia de Lorenzo Silva la intimidaba y porque, secretamente, deseba que Luz no hubiese llegado, no todavía. «Es mi compañera de habitación —aclaró a modo de explicación a Silva, que miraba la escena con una sonrisa de suficiencia que a Luz le pareció repulsiva—, Luz Ortega», y lo dijo mirando a Lorenzo, y él asintió sintiendo ya una furia ciega contra aquella intrusa. Ellos dos se dieron la mano formalmente y luego ambos miraron a Ali. Puede que Lorenzo se hubiera enamorado de la chica del pelo color trigo que tenía la risa fácil. Puede que Lorenzo desease llevársela a la cama, aunque es improbable que pensara algo así de una estudiante siendo los tiempos los que eran, puede que hubiera ido mucho más allá y en esa semana hubiera pensado en Ali como la futura madre de sus hijos, que era la manera como Lorenzo Silva juzgaba a una mujer, como hacen muchos hombres. Él había pensado antes en eso y sabía que la elegida tenía que ser una mujer de carácter alegre, porque no hay nada peor que una madre triste, como la que a él le había tocado en suerte. Siempre quiso librar a sus hijos de una desgracia semejante y la risa de Ali era fácil, contagiosa y ligera. «Traigo cosas de tu casa para ti. ¿Nos vamos?», dijo Luz con voz gélida. Pero ese tono de voz, que quiso que sonase como un cuchillo metálico, contrastaba con el temblor que no pudo evitar al pronunciar las palabras y que ambos, Ali y Lorenzo Silva, pudieron advertir. Ambos percibieron todo el odio, porque el odio hiede y casi puede tocarse, advirtieron el miedo, porque no hay quien oculte el miedo, que nos hace sudar y temblar, y sólo Ali se dio cuenta de la inseguridad que se escondía debajo de las palabras aparentemente firmes de Luz y sólo ella, y no Lorenzo Silva, percibió el precipicio que ambas tenían debajo de sus pies, así que asintió, ofreció cortésmente la mano a Silva y después le dio la espalda para caminar con Luz hacia el autobús. Ninguna de las dos dijo nada en todo el camino, sino que caminaron la una junto a la otra como si no se conocieran de nada, como si se acabaran de conocer incluso, separadas por esa sensación de incomodidad que se asocia a los primeros encuentros. Luz rumiando una rabia que le salía por los poros y que le impedía incluso respirar con normalidad, y Ali pensando en algo que decir cuando por fin estallase la tormenta que estalló en el momento en que cerraron tras sí la puerta de su habitación que volvió a ser, en ese mismo instante, el único mundo permitido. «¿Quién es ese? ¿Por qué estabas con él?», y mientras decía esto la empujó contra la cama en un gesto de rabia del que luego tendría tiempo de arrepentirse. Y después se sentó a su lado. «¿Qué has hecho? Es peligroso, ¿de qué hablabais?, ¿qué le has estado contando?». Y Ali, que no sabía qué responder porque ya no se acordaba de lo que había pasado exactamente, ni de qué había hecho que había levantado en Luz una ira semejante, que sentía que todo había sido en realidad como un sueño, se dio cuenta de que ahora la realidad volvía y ya sólo supo echarse a llorar contra su almohada.