Era un septiembre dorado el día en que Luz y Ali llegaron a Valencia para comenzar su nueva vida de estudiantes, y así descendieron del autobús, asustadas, contentas, felices, por fin solas y libres. Para ellas la estación era Babel, un hormigueo de gente que iba y venía, de extraños inofensivos con futuros inciertos, la soledad era un bien y no una carga pesada, la soledad les explotaba en el pecho, pero no era miedo lo que se hinchaba en sus estómagos, era algo parecido a la plenitud tanto tiempo soñada; juntas y solas por fin, con la sensación liberadora de que allí nadie hablaba su idioma. Arrastraron sus pequeñas maletas hasta la parada del autobús y sacaron el papel en el que Luz lo llevaba todo escrito: la línea de autobús, el trayecto, la residencia a la que habían de dirigirse, el nombre de la directora y después también los datos de la universidad, los papeles que serían necesarios, cómo llegar, la ventanilla… En un cuadernito ajado por el uso, lleno de pensamientos sin motivo, Luz llevaba escritas en dos páginas todas las direcciones de su nueva vida, y con el cuaderno en la mano lograron llegar a la residencia de señoritas «Virgen de los Desamparados», donde la directora ya las esperaba. Señora simpática, nada adusta como se nos describiría a una solterona de aquellos años, las condujo sin muchos preámbulos a su habitación. La residencia era un piso antiguo reconvertido, con un largo pasillo y habitaciones a cada lado a las que se entraba por una puerta alta y estrecha identificada cada una de ellas por un número de porcelana azul. La directora abrió su puerta asignada y las tres mujeres entraron a una habitación que se protegía del calor del mediodía con la penumbra que alguien se había preocupado de hacer bajando la persiana. La ventana semiabierta dejaba entrar la brisa; el visillo de encaje volaba hacia dentro, el calor quedaba fuera. La directora entró delante, les mostró la habitación, les refirió algunos aspectos prácticos y las dejó descansar porque era de suponer que estuvieran cansadas después del viaje, y allí se quedaron ellas dos, con la puerta cerrada a sus espaldas y una nueva vida enfrente. Las dos camas estaban separadas por una mesilla y sobre cada una de ellas, un crucifijo se ocuparía de sus almas mientras dormían, momento de máxima dejación del yo y el más peligroso por tanto. En una esquina, el lavabo y un espejo y, completando el mobiliario, un armario, dos mesas y dos sillas, nada más, eso era todo, y aun así les pareció mucho. Cuando la directora salió dándoles la bienvenida las dos se dieron cuenta de que la puerta tenía un cerrojo dorado que era el instrumento que había de aislarlas del mundo. El cerrojo era una novedad, un signo más de independencia, de libertad, porque en sus casas no había cerrojos ni ninguna de ellas había podido nunca cerrar una puerta detrás de sí. La intimidad era un lujo al que no todos tenían acceso, la puerta jamás se cerraba para los padres ni se entendía que una joven tuviera ninguna necesidad de encerrarse. Y por eso lo primero que hicieron al quedarse solas fue cerrar el cerrojo al mundo exterior, y después mirarse a los ojos diciéndose muchas cosas. Después Luz se acercó a la ventana, abrió la persiana y corrió los visillos para que el sol entrara de repente, como si se abriera la puerta de la gloria; toda la habitación se iluminó. La calle era tranquila y verde y los árboles impedían ver lo que pasaba en las aceras porque sus ramas pobladas casi entraban en la habitación, llenándola de sombras que se arrastraban por las paredes en cuanto soplaba el viento.
Aquel día, nada más llegar, Ali se tumbó en la cama, el calor era muy intenso y la sensación que se abría dentro de ella era también intensa, sensación de extrañeza y de vacío, de miedo por lo que tenía que pasar. Luz puso las maletas en el armario, se quitó los zapatos, se quitó la blusa, se quedó en sostén y se tumbó en su cama, separadas ambas por dos metros. Así estuvieron un rato, en silencio antes de dormirse cuando el madrugón de la mañana pasó factura y cayeron rendidas en un sueño claro y sin sombras. Durmieron muchas horas y fue Ali la primera en despertarse mucho más tarde cuando los pájaros cambiaron su piar con la cercanía de la noche, que no hay nada más desasosegante que escuchar cómo los pájaros saben que llega la oscuridad y gritan de angustia. Ese sonido de repente inarmónico la despertó y sintió que ya no era la misma, que era otra, que estaba lejos de su casa, de toda una vida pasada, de su novio, de la angustia, de su padre, de los reproches y fue ella la que se acercó a Luz que aún dormía; y fue ella la que se acostó a su lado y la que apretó su cuerpo contra el suyo abrazándola por detrás como no habían hecho nunca antes por miedo. Y después Ali no protestó, apenas se movió, cuando Luz se dio la vuelta y comenzó a besarla y a acariciarle el cuerpo, besos dulces que sabían salados; no protestó porque esperaba aquellos besos y porque nada de lo que ocurrió después le pareció extraño, sino familiar y cercano, y eso a pesar de que jamás habían hablado de algo así, ni de sus cuerpos, ni de las sensaciones secretas que acuitan. Tampoco hablaron después, ni mencionaron aquello como algo especial, para Ali fue algo tan natural como reconocerse hambrienta, como reconocer aquella extraña presión que le nacía cerca del ombligo y que era más perentoria que el hambre, aquel agujero que se abría dentro de ella, el vacío que Luz parecía saber cómo llenar. Y Luz se movió sin saber qué dirección estaba tomando pero llevada por muchos años imaginando, soñando, besando en sueños y esperando que estuvieran solas. Y finalmente ambas conocieron aquel sorprendente estallido que Luz conocía de antes pero que era nuevo para Ali. Así que ese placer era posible.
Y sin embargo el descubrimiento del paraíso no trae necesariamente la felicidad, especialmente si una sabe que no ha entrado para quedarse, porque entonces por encima de la felicidad puede aparecer la sensación de la felicidad perdida, la felicidad robada, en peligro; y eso es lo que Ali no Dudo evitar pensar, porque siempre tuvo tendencia a dramatizar, que se les estaba mostrando tan sólo una postal del paraíso para después decirles que no les pertenecía, que no podían quedarse. La conciencia de la tragedia es a veces sólo una sombra que pasa fugazmente y desaparece, ya volverá cuando le toque, y así la vio Ali, como una sombra que desapareció enseguida bajo la luz. Era joven, sabía que era bella, estaba con Luz que parecía fuerte y segura, y no hay pena que quede instalada en la consciencia cuando es sólo una sombra lejana que parece que no va a detenerse ni a echar raíces. Entonces Ali se abrazó a Luz y se quedó muy quieta debajo de ella, pensando que si no se movía nada malo podía pasarle, que el mal, como las fieras, ataca sólo a quien se mueve. Luz en cambio no veía sombras, sino tan sólo una felicidad intensa que la iluminaba por dentro hasta asustarla, porque a veces ocurre que la felicidad no es más que un futuro pleno, y ahora las dos podían tocarlo con la punta de los dedos.
Después de aquel primer día se instalaron en una vida que no podrían sino definir como la vida soñada. Su vida entera, su comportamiento, sus miradas, sus gestos, sonrisas, temblores, respiraciones, todo se vio inundado por una sensación de felicidad perfecta que no podían ocultar, que se olvidaron de ocultar; y desapareció para ellas la vida normal con matices como es la de todos los demás, que pasamos por el mundo y sobrevivimos el tiempo que nos toca y a veces somos muy felices y otras veces muy desgraciados. Ellas se construyeron un círculo cerrado en el que nunca existió ninguna posibilidad de que entrara nadie más. Desde el principio sus cuerpos quedaron fijados en aquella habitación, la habitación era el lugar en el que sus cuerpos se desnudaban, se tendían uno sobre otro, se exponían al aire y a la mirada de la otra, y fuera de allí, siempre juntas; juntas en la universidad, en el aula y en la biblioteca, juntas en sus paseos por la ciudad hasta llegar a la playa, pero siempre deseando regresar al cubículo que les pertenecía y que nadie conocía. Les costaba incluso entablar conversación con sus compañeras, no podían romper el círculo por ningún lado porque lo que quedaba en el centro era algo muy parecido a la felicidad perfecta, si es que la felicidad puede imaginarse perfecta, y si es que, cuando se encuentra, se parece en algo a lo soñado. Era algo, lo que fuera, que jamás volverían a experimentar, la sensación única, que sólo se tiene en la niñez, de que el futuro es ilimitado y nos está esperando abierto y complaciente para darnos cualquier cosa que le pidamos; y como ellas alargaban la mano y lo tocaban, así era. Por la mañana se levantaban ilusionadas por ver la luz, sólo por eso, que puede parecer una tontería, pero que no lo es si recordamos que hay muchos otros que se duermen esperando que no amanezca, y por la tarde ya estaban deseando que la noche pusiera un descanso a la intensidad de las horas diurnas, que quizá la felicidad es eso, desear que pase lo que tiene que pasar, estar en conjunción perfecta con los astros, con el tiempo, con lo que sea que rige nuestros destinos. Una o dos veces a la semana se duchaban en el cuarto de baño que había al fondo del pasillo y que servía para todas las residentes, y ellas, faltas de la prudencia más elemental, entraban siempre juntas porque la ducha se había convertido en un juego que esperaban con ansiedad, y sus risas sofocadas intentando silencio pronto despertaron algunos comentarios en el pasillo. No es que pasara nada raro, porque muchas chicas se duchaban juntas para ahorrar agua y butano, que costaba caro, y para ahorrar tiempo, que eran muchas para compartir la ducha. No eran las primeras chicas que entraban juntas a ducharse, pero había algo distinto en su actitud que no pasó inadvertido, había algo en aquella permanente intimidad que exudaban que comenzó a levantar algunos comentarios, demasiada intimidad, demasiada cercanía, demasiado oscuro todo. Por la noche descubrían sus cuerpos entre miedos, susurros, alegría, pasión desmedida e inacabable. El cuerpo fue, aquellos primeros años de estudiantes, un secreto bien guardado que desvelaban con pudor y con coraje al mismo tiempo, demorándose la una en la otra, gestionándolo con prudencia, porque no conocían la prisa ni tenían ninguna otra cosa que hacer que no fuera darse una a otra, tomar una de otra.
Y fuera había vida, aunque apenas sabían reconocerla. Por las mañanas iban a la universidad e intentaban poner orden en unos estudios a los que apenas hacían caso pero que iban aprobando sin demasiada dificultad, sin que requiriera por su parte una atención excluyente ni demasiado intensa. Comían en la residencia sentadas en mesas de cuatro junto con dos compañeras nunca deseadas, nunca escogidas, levantando entre ellas una muralla de desdén por el mundo que era mal recibida por los demás, hablando de trivialidades porque de algo hay que hablar, mirándose por encima del plato y huyendo de las miradas ajenas para poder encontrar la una en la mirada de la otra la seguridad del amor que no deja resquicio. No existía siquiera la posibilidad de que nadie se inmiscuyera, encontrara espacio ni hueco en aquella mirada de una que sólo veía a la otra. Después de comer era obligada la siesta en la penumbra de una habitación que se había convertido en el único universo deseado, escogido y posible para ellas que vivían solas y aisladas. En las largas horas que pasaban allí dentro, el silencio del pasillo, profundo y hueco, umbrío y fresco, se convertía en su cómplice, cuando todos los demás pensaban que estaban estudiando, y nunca estudiaban porque no tenían tiempo para nada que no fuera ellas mismas. Pero a veces la habitación se les hacía pequeña, más pequeña de lo que era en realidad, y entonces salían a pasear al atardecer y disfrutaban del centro de los escaparates iluminados de las tiendas, que así se divertían sin gastar, porque apenas tenían dinero, y por eso miraban los cines sin entrar, conformándose con contemplar los enormes carteles; y de los teatros leían los repartos, los nombres de los actores que conocían por las revistas que a veces cogían de la sala de estar de la residencia.
Alguna vez también se pasaban por la puerta de los teatros el día del estreno, porque entre el gentío podían darse la mano y agarrársela fuerte, porque entre la multitud parecían sólo dos chicas con miedo de perderse. Vivían al lado del mar, pero les parecía que el mar estaba muy lejos porque no lo veían casi nunca ya que para verlo hubieran tenido que coger un tranvía de recorrido largo, pesado, no tenían tiempo, o eso les parecía, que a veces eso mismo les parece a quienes el tiempo les sobra. El mar no se veía desde la residencia y apenas se olía y sólo algunas tardes húmedas la brisa traía un olor a sal que no les gustaba en todo caso, porque el mar era algo que pertenecía a la vida del pueblo y no algo de la ciudad, que era más bien tierra firme y sofisticación, lo más alejado del pueblo que hubieran podido imaginar.
En esta nueva vida, Luz, siempre la más sensata, era la que se ocupaba de estudiar como se había ocupado desde que eran niñas, era la que llevaba la cuenta de lo que había que hacer, los trabajos que presentar, la que se ocupaba de apuntar en un cuaderno las fechas de los exámenes, la que se encargaba de llevar los apuntes más o menos al día y de pedirlos si no habían ido a clase porque habían quedado rendidas la una en brazos de la otra, extenuadas. Era Luz la responsable, la que luchaba, nunca demasiado pronto, para librarse del abrazo de Ali y levantarse de la cama para ponerse a estudiar, y la que al final levantaba a Ali y la sentaba entre besos y protestas, enfrente de los libros. Al fin y al cabo la cabeza organizada de Luz nunca olvidaba que tenían que cuidarse de ellas mismas y no dar pasos en falso, y la que sabía que permanecer allí o regresar al pueblo dependía de una beca, y esta de las notas que Ali mantenía como podía mientras decía que estudiar es lo contrario de vivir; eso decía, que no quiere decir en absoluto que muchos de los que estudian y han sacado gozo al estudio estuvieran de acuerdo con esa idea descabellada, sino antes bien, algunos defenderían hasta la muerte que sólo estudiando se extrae de verdad todo el jugo a la vida. Ali no pensaba eso y se quejaba continuamente de la pesada obligación de estudiar y de tener que demostrar lo estudiado en los exámenes. No podía, no encontraba fuerzas para estudiar porque, cuando no estaba enredada en Luz, la alegría de la calle la distraía y también el gentío que parecía no tener casa; si no, ¿por qué siempre estaba la calle igual de llena, no importaba la hora? Ali se preguntaba al asomarse a la ventana, ¿dónde van? ¿No tienen familia en casa? Asombrosa les había parecido a las dos al poco de llegar la libertad de las mujeres, porque no la conocían semejante, que las mujeres en el pueblo no se comportaban, ni hablaban, ni se movían, ni hacían las mismas cosas que hacían las mujeres en la ciudad, que parecía que podían hacerlo todo y que nada de lo que quisieran hacer les estaba vedado; sobre todo ir solas a todas partes, a donde se les antojara, sin que eso le extrañara a nadie, hasta el punto de que no sólo no extrañaba sino que era común, parte del paisaje corriente en la ciudad, ver a grupos de amigas o a parejas de mujeres, como ellas, en la cola del cine o paseando por la calle a horas no muy recomendables, todas las horas parecían posibles. Era normal ver a las mujeres sentadas en las horchaterías, hablando sin parar y riéndose, sobre todo riéndose, cuando de siempre se sabía que las mujeres tienen más motivos para estar tristes que alegres, y en el pueblo así era, motivos nunca faltaban, aquellos no eran tiempos para la risa. Y sin embargo, aunque el mundo entero sabía, y aún sabe y se recuerda y así se estudia, que aquellos fueron tiempos sombríos, ellas dos se enterarían después de todo eso porque, sin poderlo evitar, ellas siempre los recordarían luminosos; las sombras vendrían después, cuando ya no pudiera hacerse la luz ni hubiera tiempo.
En el pueblo soplaba el aire del mar, en la ciudad el aire se estrellaba contra las casas y el asfalto ponía aún más grados en el ambiente. Y gracias a ese calor descubrieron una tarde que les gustaba abrazarse entre sudor, cuando la piel brillaba y estaba húmeda, cuando el olor a sudor del cuerpo ajeno era más intenso y se mezclaba con ese otro olor que no se nombraba pero que ahora sí se nombraría y se diría de él que era el olor del sexo, y todo ese olor acabó impregnando la habitación de la misma manera que el olor a humo impregna las habitaciones del que fuma. Aquel olor lo impregnaba todo de manera que Luz podía, si quería, recuperarlo cuando se sentía sola y triste, cuando Ali se quedaba en la biblioteca, y lo hacía hundiendo su cara en las cortinas, en la almohada, en la colcha, y todo le parecía que olía a Ali, al peculiar aroma de su pelo mezcla de jabón y de la manzanilla que usaba para aclarárselo. Y los días pasaban sin sentirlos y parecía que los astros, el azar, todos los dioses o uno sólo pero generoso, se hubieran confabulado para que la felicidad las inundara como una marea dulce e inacabable. Sólo una cosa las separaba, las intranquilizaba, y las revolvía en una superficie de aparente felicidad: la culpa, que es como la marea negra del alma, la culpa que abrasaba a Ali y que no conocía Luz, que siempre se asumió sin problemas como diferente, llegada aquí para encontrar en Ali a alguien que era como ella. Ali era la que a veces se despertaba en medio de la noche con la angustia agarrada al pecho como una garra, con negros pensamientos sobrevolando el futuro, y ante eso el único antídoto era extender la mano, tocar a Luz y ver como su respiración la tranquilizaba si estaba dormida, y si se despertaba, entonces la tranquilizaban sus caricias y sus palabras tiernas. Pero la culpa es difícil de calmar para cualquiera, porque es un sentimiento casi indeleble para el que lo sufre, y por eso a veces Ali se empeñaba en entrar en una iglesia para pedir perdón por lo que fuera que estaba haciendo mal. Cuando Luz veía a las mujeres cubiertas con el velo, rezando el rosario, orando en silencio y acercándose al confesionario, confesando sus culpas, que es la única manera de librarse de ellas, también ella pensaba a veces que debería confesarse, porque pecados tenía muchos y quizá el principal es que no se sentía culpable de nada, y si la racionalidad le decía que guardaba en su interior algo malo, no hubiera sabido explicar qué era, porque no tenía nombre y al no poder nombrarse ni describirse, no le parecía tan grave. Ali entraba en las iglesias porque eso la ayudaba, Luz esperaba fuera. Que no creía en Dios, que era atea se lo había dicho una tarde en que las dos pasaron por delante de una iglesia. «¿Cuándo ha sido?», le preguntó Ali mirándola con una curiosidad alarmada. «¿Cuándo ha sido qué?». «Cuándo has dejado de creer en Dios». Pronunciar esa frase ya era extraño, ya sumía a quien lo hiciera en una diferencia extrañada del mundo y por eso era dolorosa para Ali que ya se sentía fuera, alejada, y le hubiera gustado encontrar consuelo en la normalidad que envuelve las cosas cotidianas y que todos comparten, Dios era una de ellas. «Hace mucho. Un verano, cuando tú ya tenías novio. Estaba sentada en lo alto de la colina de detrás del huerto de la señora Marina. No sé, estaba pensando y de repente me di cuenta que se había ido y que no quedaba en mí ni rastro de fe, ni rastro. Y supe que no volvería. Fue como una revelación —se rio—. Eso sí que fue una revelación, y de las buenas». Andaban dando un paseo por la tarde y era ya un otoño extrañamente frío. Iban abrigadas y cubiertas por sombrero y bufanda, y las palabras les salían de la boca en forma de nubes blancas de vaho. Sólo al rato pudo Ali volver a hablar y a dar sus razones porque ya las había encontrado: «Lo que hacemos no está bien y es lo que tiene la culpa de que tú ya no creas en Dios. Yo sí que creo, y creo que Dios me perdona porque yo no puedo hacer otra cosa que lo que hago», y al rato añadió: «Otra cosa que quererte». Y continuaron el paseo en silencio.
En vacaciones volvían a casa, pero siempre lo menos posible porque al vivir en Valencia, el pueblo se había convertido en algo irreal, perdido en un tiempo extraño del pasado que podían hacer no existir si querían, era pasado y era mentira, eran fantasmas los que quedaban allí y por eso era fácil buscar excusas, que tenían que estudiar, que necesitaban estar cerca de una biblioteca, que allí no se concentraban…, pero cuando las vacaciones eran largas, y no había más remedio que volver, ambas hacían sus maletas en silencio, como si empaquetaran el alma, entristecidas. Luz sentía angustia, Ali mucha pena porque desde que su madre había vuelto todo lo embargaba una pena inesperada en lugar de la alegría que hubiera sido esperable; era la pena del regreso cuando se vuelve igual que uno se fue, sin nada. El viaje en autocar, el mismo viaje que un día las trajo hasta la libertad más deseada, ahora en vacaciones las regresaba a otros días penosos del pasado y a otras sensaciones, amargas y ocluidas, a otras personas que las juzgaban, a Lucio, que las miraba con rencor, aunque ya se había casado y prosperaba, y hubiera debido perdonar cualquier antigua afrenta, a Aurelia, que las miraba con dolor, y a Ortega, que no se perdonaba a sí mismo muchas cosas, el fracaso sobre todas ellas.
Cuando el autocar enfilaba el camino al fondo del cual aparecían las primeras casas blancas del pueblo, las dos sentían cómo una enorme piedra las arrastraba hacia el fondo y cómo una tristeza amarga se adueñaba de sus ánimos aún jóvenes y, por tanto, tan dúctiles y que se recuperaban tan pronto de las posibles penas; eso es de lo que ellas no se daban cuenta, de la capacidad que tenían para dejar la pena atrás, aunque en el momento de llegar a su pueblo de vacaciones sólo sintieran esa tristeza pegajosa que se extendía sobre ellas como el alquitrán, ennegreciéndolo todo de tal manera que la luz se oscurecía, el aire se espesaba y hasta los movimientos parecían más lentos. Y en los siguientes días que pasaban en el pueblo, a veces eran meses, Luz se quedaba en casa la mayor parte del tiempo y leía y estudiaba para no pensar en nada, aunque a veces no podía evitarlo y le daba por pensar en el cuerpo blanco de Ali. Ali en cambio pensaba en que era mala y se entristecía al ver a Lucio, que trabajaba mucho para salir adelante y que aguantaba las bromas de los otros que se reían de él por esa hermana tan rara que dejó a su novio plantado en el altar. Lucio miraba a las chicas con desdén, no se hubiera debido permitir a Ali ir a la universidad, semejante dispendio de tiempo y dinero; había cambiado mucho. Ahora pasaba la mayor parte del tiempo trabajando, salía por las mañanas y no regresaba hasta la noche y volvía siempre enfadado y gritaba a su mujer por cualquier cosa. Siempre estaba cansado pero su tienda iba bien y pronto pondría otra en el pueblo de al lado. Augusto no decía nada porque siempre fue un hombre callado y vencido, o quizá callado porque la derrota deja sin palabras, al igual que callada estaba Aurelia, vencidos y mudos los dos, sin nada que decir, perplejos. Ortega miraba a su hija y la encontraba cada vez más cambiada, parecía mayor, mucho más seria, mucho más segura de sí misma, que hacía mucho que no era una niña.
Y después de las bienvenidas y los besos, en la misma estación se separaban y se marchaba cada una a su casa, y en todo lo que duraba el verano ya se veían sólo de lejos, porque si antes podían permitirse el lujo de ser amigas y estar juntas, ahora en cambio sentían que todo en ellas las delataba, y que cualquiera que se cruzara con ellas podría verlo con sólo mirarlas, les parecía que olían, que se veía a la legua lo que eran y lo que hacían. Así que se encerraba cada una en su casa y, como en un tiempo de retiro, dejaban que pasaran los días y que el verano acabara. Entonces volvían a la vida como las crisálidas.