VIII

Luz ha ido poco a poco abriendo el cuerpo a una vida que estaba muy lejana en el recuerdo y que ahora está cada vez más dentro de ella; ha ido regenerando el alma y el cuerpo después de años y años de padecer las consecuencias de un desastre devastador y terrible que la dejó arrasada, y sólo ahora siente que la savia comienza a circular de nuevo por sus venas. Sabe por qué, pero no quiere saberlo, y no piensa en ello porque si pensara se sentiría asustada; está ahí, pero es mejor no prestarle atención. Únicamente procura darse cuenta del acto de respirar, del acto de tragar, de abrir los ojos y ver la luz, y cerrarlos y dejar que los músculos se relajen después del día. Ahora se llenan de repente las veinticuatro horas del día después de tantos años de permanecer huecas y de pronto, una noche, después de toda una vida sufriendo un sueño pesado y negro como la muerte, un sueño inducido por los somníferos y en el que se hundía como una roca tirada contra el agua, ahora una noche se despierta sabiendo que ha gozado y que una chica morena ha sido la causa. Desde ese momento, el sueño se le convierte en una lámina translúcida que ya no le da miedo porque le resulta fácil regresar. Y Luz no se asusta porque no tiene capacidad para asustarse, si acaso para asombrarse de que todo esto regrese a dar vida a un árbol más que seco. Una leve inquietud al final de todas las sensaciones le avisa del peligro, pero su capacidad para darse cuenta está adormecida porque esa es la primera sensación que se atrofia cuando uno se enamora y desde ese momento, pase lo que pase, una no puede sentir miedo.

Verdad es que no tiene esperanza al modo en que las personas tenemos esperanza, como ese convencimiento inconsciente en que nuestros actos finalmente nos llevarán hacia algún puerto, y tampoco desea abrirse totalmente a ella, porque le basta con el deseo que va naciendo y que va creciendo como una marea silenciosa. No espera llegar a ningún sitio, la marea bajará una vez que haya crecido lo suficiente. En todo caso, es la vida lo que vuelve a ella y Luz la recibe porque no se puede hacer otra cosa cuando la vida llega y entra sin avisar. Recibe la vida cuando amanece y la luz entra por las nuevas persianas que la aíslan del ruido de la autopista, y cuando se despereza como un animal satisfecho que ha visto colmadas todas sus necesidades; recibe a la vida cuando se ducha y mira su cuerpo desnudo en el espejo de cuerpo entero de su cuarto. El cuerpo: lo que es, la posibilidad de enfrentarse a él sin vergüenza, sin temor, la posibilidad de entregarlo a otra, de entregarse; la herencia de su padre, un buen cuerpo, lo único que le ha dejado. ¿Aparenta los años que tiene? Seguramente sí, pero esa edad ya cumplida le produce más curiosidad que melancolía porque pocas veces piensa en la muerte, porque si de algo ha tenido miedo a lo largo de su vida ha sido de la posibilidad de sobrevivirse. Una vez le dijo a Ali: «Imagina que somos inmortales, como dicen los curas», y Ali contestó: «Espero que no. Espero que cuando esto se acabe se acabe de verdad y para siempre». Y ahora ella piensa lo mismo, que esto ya ha sido suficiente, que en esta vida da tiempo a todo, a equivocarse y a acertar, y que no puede imaginar nada peor que morir y después despertar, cuerpos gloriosos, sí, pero con la memoria intacta. Y ahora, después de que estaba segura de haber iniciado la pendiente definitiva hacia la nada, ahora de repente, comienza de nuevo a ascender, «nunca se sabe», tararea contenta, «nunca se sabe».

Contenta porque el zumo de naranja tiene un color precioso, porque los visillos vuelan por toda la habitación dejando entrar una ligera brisa que a saber de dónde viene, contenta porque está un poco nublado y el día no será tan agobiante; porque ayer compró un sofá nuevo que le acoge el cuerpo como si fuera un nido preparado sólo para ella, y porque le sujeta de manera precisa los riñones y la cabeza. Contenta porque de repente ha descubierto que ya no le da miedo mirar a las niñas que van en minifalda por la calle, porque nadie sospecharía de ella, con su edad y su aspecto de matrona y porque se ha liberado de la sensación de peligro que se agudizó al final del curso pasado; fue pasajera. El poco tiempo transcurrido desde el final de curso, cuando se sentía agobiada por el peso de una sensación que regresaba después de años de ausencia, le ha bastado para darse cuenta de que nada de lo que sienta va a hacerse visible a los ojos de los demás porque si algo hay cierto en todo esto es que se ha convertido en una mujer invisible. Los hombres no la miran, no la ven, los jóvenes tampoco y eso le permite avanzar por la vida, mirando, sintiendo, olfateando, deteniéndose a mirarlo todo, nada de lo que haga o de lo que sienta importa porque nadie la ve, nadie la juzga, es la felicidad, es la libertad absoluta. Poco importa que la respiración se le corte como si fuera una quinceañera sólo porque Fátima se acerca a su mesa, poco importa que la sangre se le venga toda a la cara, como siente que se le viene, y que la piel le arda; no importa nada que se empeñe, como ocurrió en Navidad, en que sea Fátima la que se suba a la escalera para poner la estrella en lo alto del árbol, nada de eso importa, nadie a su lado se detiene a observarla y nadie sospecha si en el metro se queda como tonta mirando a unas chicas que van con el ombligo al aire, o si se cambia de asiento para estar más cerca de una o de otra, o para oler el aroma de una piel que piensa que tiene que oler bien, ella puede hacerlo, tiene bula, está a salvo. Ser invisible es un lujo al que se accede con el tiempo y del que sólo ahora ha comenzado a disfrutar, porque eso no le pasaba de oven, cuando lo que más deseaba en el mundo es que nadie la mirara, que nadie observara su rareza. Ahora no importa, envejecer es un alivio, piensa.

En verano el tiempo transcurre tan moroso como lentos son los pasos de los pocos que se aventuran más allá de sus casas, personas que tendrán, sin duda, cosas importantes que hacer. El sonido de los relojes le proporciona a Luz una paz balsámica, el tic-tac suave que acaricia el espacio de la tarde es como el sonido lento y seguro de un corazón latiendo en paz. Después de comer se sienta en el sofá nuevo con una revista en las manos y la televisión encendida sin voz y se queda dormida, con la cabeza ligeramente caída sobre el pecho. El sueño de la siesta en esa posición no suele ser profundo, apenas un leve dejar este mundo para entrar de puntillas en el otro, y volver. Pero, mientras, se encuentra en un espacio en el que está en medio de todo, de la realidad y el sueño, entre este mundo y aquel otro, entre la revista que lleva fotos en color y otro mundo en blanco y negro en el que sólo ve sombras, apenas atreviéndose a recordar algunas cosas a las que no se permite regresar cuando está despierta.

Y en ese momento suena el timbre del teléfono para traerla bruscamente de nuevo al sofá, al barrio de San Bernardo. El timbre se introduce en el sueño y le duele, y entonces todo su cuerpo se duele y se queja, y la cabeza se queja también, y se despierta al borde de las lágrimas. Pocas veces suena el teléfono en esta casa y por eso su sonido se le hace extraño y la obliga a levantarse trastabillando, como borracha y pesada, con la voz aún agarrada a las tripas, y con esa misma voz contesta: «¿Diga?». «Señorita Luz, soy la madre de Fátima. ¿Se acuerda?». Cómo no iba a acordarse, si ahora de lo que se da cuenta es de que no ha hecho otra cosa que pensar en Fátima todos estos meses, especialmente en este último mes en el que la vida ha vuelto a echar raíces sin su permiso. «La recuerdo, claro que sí. La niña me dijo que se iban a Marruecos a pasar el verano. ¿Ha pasado algo?». Pero no era en Marruecos donde había pasado algo, sino claramente dentro de ella misma, y tan perceptible fue la sensación que se asustó. «Calma, calma», se dijo a sí misma, mientras trataba de que su voz no reflejase ninguna sorpresa, ninguna emoción. «Bueno, ¿le importa que le hable?, ¿estaba haciendo algo? Si quiere llamo luego». No, no llame luego, no me deje en la oscuridad de no saber de Fátima después de haber escuchado su nombre. «No hacía nada importante, no se preocupe, cuénteme». Luz escucha su voz normalizada y se tranquiliza porque no hay nada que temer. «Perdone que la moleste en su mes de vacaciones, pero en el colegio me dijeron que podía llamarla. Ya sabe que mi marido y yo queremos que Fátima no sea como nosotros, que estudie, que no sea tan pobre, ni tenga que trabajar tan duro. En Marruecos no es lo normal pensar así para una niña, pero mi marido siempre la ha querido mucho. Ahora, cuando volvemos allí, la niña ya no está a gusto. Todas sus primas y todas sus amigas se han casado y ella está muy sola. Además, la familia quiere que se case también, pero nosotros queremos que estudie, ya lo sabe». «Sí, y es una actitud muy loable de su parte. La mayor parte de las familias marroquíes del colegio no quieren eso para sus hijas». La alegría le desbordaba el pecho con la certeza que se hizo realidad en ese momento, Fátima ha regresado. «El caso es que la niña no quería más que volver y volver y ver a sus amigas y seguir con la vida aquí, y hemos decidido que era lo mejor. Aunque nos duela, el lugar de Fátima ya no es Marruecos. Pero también es cierto que este año no le ha ido muy bien en los estudios y estamos muy preocupados. Nuestra ilusión es que la niña entrara en la universidad. Nadie de nuestras familias ha ido a la universidad, ¿sabe? Y ella es nuestra esperanza. Además, siempre pensamos que era muy lista». «Es muy lista, una de las más listas. Sólo le pasa que se ha despistado un poco, está en la edad más difícil, no ven las cosas claras y hacen muchas tonterías, pero luego se les pasa. No es nada para preocuparse, aunque tampoco hay que dejarles solos».

Y entonces fue cuando la madre de Fátima pronunció una frase que supo que iba a cambiar toda su vida. «Habíamos pensado, señorita, que, si usted puede, este verano le diera unas clases de recuperación. En el colegio nos han dicho que usted era la persona indicada, que no salía en verano y que puede que no le importara. Nosotros le pagaríamos lo que sea lo normal». «Por Dios, por eso no se preocupe, ya hablaremos de eso, ahora lo importante es Fátima. Ya va a cumplir dieciocho años y tiene que esforzarse mucho si quiere ponerse al nivel de sus compañeros y estar preparada el curso que viene. No se preocupe, yo estoy dispuesta a darle las clases que haga falta, a ocuparme de ella este verano».

La conversación discurre aún un buen rato por caminos de cortesía y parabienes entre ambas partes, pero Luz apenas escucha ya las palabras de la madre de Fátima, porque los latidos de su corazón tapan cualquier otro sonido que pudiera escucharse, dentro y fuera de ella. Y después cuelga y con la respiración alterada se acerca a la ventana para darse cuenta de que el día se ha puesto repentinamente negro y una cortina traslúcida en el horizonte permite asegurar, sin ningún género de dudas, que está lloviendo en la lejanía, quizá en el campo al que hace tanto que no sale, que ha olvidado que hay algo más allá de este paisaje de pobreza en el que reina una autopista cuyo tráfico jamás decrece, sea de día o de noche y en el que el horizonte está cegado por unos pisos baratos, apiñados como hongos pegados a la tierra, disputándose un terreno ralo, dejando a la vista la pobreza, porque esta es tan evidente en este barrio que nadie se molesta en ocultarla. Nadie se molesta en cuidar de unas plantas que se pusieron al principio con el fin de aderezar la injusticia y de hacer más soportable el infierno, pero las plantas se negaron a crecer y se han convertido en matojos de yerbas muertas, secas, empapadas por la contaminación que cae del cielo después de alzarse desde la autopista, como una lluvia de lodo. «¿Cómo he llegado a vivir aquí?», se pregunta Luz entre jadeos. Ya no le es soportable este lugar que antes ni siquiera veía, ya no le vale cambiar las cortinas ni poner dobles cristales ni alfombras. Tiene que mudarse a un lugar en el que la vida sea posible y no una larva agazapada detrás del ruido y la suciedad, pidiendo un respiro que no se le da. Fátima es la luz que se le ofrece a un moribundo al que no le importa saber que, finalmente, morirá de todos modos. Fátima es el agua que se le da a alguien que está muerto de sed, y a Luz no le importa —no lo piensa en realidad— que Fátima sea el deseo más prohibido, el más imposible, el que puede hacer sufrir más que gozar porque nadie que renace de las tinieblas piensa en el futuro, eso es para los que están instalados confortablemente en la realidad. «¿En qué hemos quedado finalmente?», se pregunta aterrada. Por un momento le falta el aliento al pensar que no ha quedado claro su ofrecimiento. «¿Cuándo empezamos?», se ha escuchado decir, y después la madre le ha contestado: «Fátima llega mañana de Marruecos. Cuando a usted le parezca bien, le digo que se pase por su casa».

Y Luz se escucha gritar ¡Ya mismo!, con el corazón fuera del pecho y la voz fuera de sí y de toda prudencia, pero no ha gritado, han sido sólo palabras que se ha dicho para sí, palabras que han resonado únicamente dentro de su cabeza y que el corazón ha golpeado contra el exterior, contra todo; contra el pasado en especial, pero también contra el presente, que ya se está resquebrajando. Lo que Luz ha dicho en realidad, es que la semana que viene estaría bien, una vez que Fátima hubiese descansado del viaje. Y ha dicho también que estaría bien tener sólo una o dos clases semanales, porque no es cuestión de que la niña termine aborreciendo el estudio cosa que bien puede pasar si se la obliga a estudiar todo el verano. Entonces ha colgado y se ha quedado en silencio, escuchando su cuerpo y la autopista, escuchando un cuerpo que todavía bombea sangre, cuando debería estar muerto.

El interior de los corazones es un coto vedado a las miradas ajenas. El interior de los corazones sí, pero ¿qué hay en el interior del suyo? ¿Dónde, en realidad, se aloja el deseo? Su amor por Ali, y el deseo del principio, de los días de sol de verano, se guardaban ambos en el mismo sitio, pero el deseo de ahora, el deseo en estado puro y líquido, no se aloja en el corazón, sino en las tripas, y no es tan invisible como el amor, sino que sale al exterior más fácilmente, y a poco que una no tenga cuidado, se transparenta a través de la piel, y todo el mundo podrá verlo. Por eso con el deseo hay que tener cuidado, porque tiene su propio grito y quiere salir fuera y termina por hacerse visible, mientras que el grito del amor se dirige hacia dentro. Tendrá cuidado, de acuerdo, tendrá cuidado, pero eso no va significar más que eso, cuidado, pero no va a negarse nada, ni va a negarse a nada; ni va a negarse ni va a torturarse, ni a atormentarse más. Por el contrario piensa que va a tumbarse al sol y que va a quedarse quieta dejando que el calor le lama hasta los más íntimos resquicios de la piel. Piensa que si tiene hambre va a comer y que si tiene sed va a beber, y que si quiere vida va a buscarla donde la vida se encuentra y que si tiene necesidad de creer en un futuro, va a construirlo a costa de lo que sea.

Y todos esos pensamientos la tranquilizan y esa tranquilidad le sirve para que ese día entero, hasta que llega la noche, lo viva en paz consigo misma; pero la dicha nunca es completa y al llegar la noche aparecerán algunos fantasmas que siempre se destapan con la oscuridad. Aparecerá Ali, que lleva mucho tiempo sepultada en el limbo de los recuerdos que no quiere abrir.

A la tarde, la tormenta ha dejado algo de fresco y el aire huele bien, lo cual es un regalo extraordinario y le permite dejar entornada la ventana de la cocina para que el aire con olor a humedad y a tierra mojada entre en la casa. A veces es lo que pasa, que sin que sepamos por qué, ni tengamos sobre ello ningún control, hay olores, sabores, texturas, que penetran en el cerebro perforando las corazas del olvido y abriendo un boquete por el que salen recuerdos relacionados con ese olor en concreto, con ese sabor, con esa textura que recogen las yemas de los dedos. El olor a tierra húmeda, a pesar de que llega mezclado con el olor a gasolina, le trae a la memoria algo de campo, algo del pueblo, algo de aquella época en la que el aire olía a la estación en la que se estuviera, a monte bajo, a naranja, a huerto o a bosque. Y eso tiene que ver con Ali y tiene que ver con otra vida que se acabó ya y que no quiere recordar, y tiene también que ver con otras esperanzas, con amor y deseo pasados y ya muertos, con sufrimientos y alegrías, claro, como en cualquier vida, que la de Luz no es diferente en eso. Pero por todos esos recuerdos que la asaltan a la llamada de un olor o de una sensación frágil que puede romperse en cualquier momento, sólo por eso, algo tan pequeño, Luz flaquea en su determinación de no cerrarse como ha pensado a eso que la vida se ha empeñado en regalarle ahora, cuando parecía que no podría regalarle nada. Por un momento, mientras se sienta en su sillón y mira cómo el sol desaparece a lo lejos, tras la línea de edificios que marcan el límite de la ciudad, piensa en dejarlo pasar y en envejecer como lo que es, una profesora de historia sin pasado ni futuro. ¡Pero que tendrá la sabia nueva cuando se empeña en recorrer las venas y en alimentar un cuerpo que quiere dejarse morir! Que lo revive, que lo reverdece, que lo florece, que lo levanta.

Y ya en la noche cerrada, después de horas de debatirse entre el deseo por ser aún protagonista de un futuro y el deseo de encerrarse y esconderse, gana el primero porque viene envuelto en un cuerpo de mujer moreno y fuerte, grande y elegante, muy bello y muy joven, y entonces Luz se engaña (será la noche, que confunde las cosas) y ya no ve problema alguno en pasar algunas horas con Fátima y dejar que alimente sus fantasías, ahora que vuelve a tenerlas. No hay nada que penalice los pensamientos íntimos, ni nada que obligue a descubrirlos a no ser una misma y ya es demasiado mayor para pensar en otra cosa que no sea ese contacto con Fátima que ahora se le brinda. No irá más allá, pero nada le impedirá soñar. Y ya esa misma noche Luz Ortega se está engañando a sí misma. No piensa en el peligro, ha perdido esa sensación que la mantiene a una pegada a la tierra y viva, no piensa en que, a veces, nos engañamos al imaginarnos indestructibles, inmortales e ingrávidos, no piensa que el peligro es lo que nos protege y que cuando esa sensación desaparece, arrollada por el deseo, es cuando se está de verdad al borde del precipicio. Esa noche no piensa en nada que la frene, sólo en la semana que viene y en esa chica que llamará a su puerta cuando ella lleva ya un año entero deseando que eso ocurra.