La certidumbre de que algo raro, monstruoso, anidaba y crecía en la niña apareció primero en Ortega, porque era hombre de mundo y sabía de cosas que están ahí pero de las que no se puede hablar. Fue como las nubes que se van cargando y preparando para una tormenta, que al principio no preocupan y que después asustan cuando se ven negras sobre la cabeza y entonces quizá es ya demasiado tarde para ponerse a cubierto. Y comenzó a mirar a su hija de otra manera, simplemente atento, que no definitivamente preocupado; al fin y al cabo no eran más que dos niñas, aunque fueran dos niñas a las que el tiempo cambiaba de día en día. Y a ojos de Ortega, Luz parecía a veces estar perdiendo la razón. Y comenzó a culparse, y comenzó a pensar que puede que Benigna no estuviera tan descaminada cuando decía que aquellos trabajos impuestos no eran los propios de una chica, de una mujer, alguien a quien no se le puede exigir como a un hombre, que estará sujeta a otros vaivenes más inseguros, que dependerá de sentimientos aleatorios que crecerán dentro de ella de manera inesperada e incontrolable. Ahora, cuando Ali soñaba con un chico moreno y desaparecía por las tardes y no regresaba hasta la noche, Luz se ennegrecía hasta que su piel y su mirada se volvían oscuras, cetrinas, casi ciegas. Dejó de comer, de estudiar, de hablar y no respondía cuando le preguntaban; Luz se marchitaba como una planta bajo el sol fuerte de verano.
La madre de Ali, Aurelia, volvió aquel verano y Ali sintió como si su pecho se abriera de nuevo al aire y respiró. Al regresar su madre de Francia, se entregó a ella para recuperar el tiempo perdido y todo lo demás se le fue de la cabeza, Luz se le olvidó y todo se le olvidó, excepto esa madre a la que apenas conocía y a la que quería conocer mientras hubiera tiempo.
Ali se alejó tanto que expulsó a Luz de su vida, y a Luz se le fue la palabra. Por las mañanas tenía un peso en el estómago que la impedía comer. En clase las sienes le pitaban y en el alma sentía puro dolor, como si el alma pudiera herirse igual que la carne; descubrió que es posible. A la hora de comer la náusea le impedía tragar nada y a todas horas esa sensación de ansiedad, de dificultad para respirar, de que el aire pesaba insoportablemente. Y además todos la miraban como si estuviese loca, ponerse así por una amiga a la que, por otra parte, seguía viendo cada día en el colegio, y pensaron que esa niña era rara y que estaba mal de tanto estudiar, de tanta presión, de tanto reflejar los deseos de su padre. El mismo Ortega se sintió definitivamente culpable y muchas de las esperanzas que había depositado en Luz se evaporaron aquel verano y llegó a la conclusión de que tienen razón los que dicen que a las niñas hay que dejarles aire para que se oreen porque la presión puede llegar a asfixiarlas. Pensó en dedicarse más a su hija, pensó en distraerla, en convertirla en la señorita que le correspondía ser y le encargó nuevos vestidos en Valencia y se la llevó un fin de semana a la capital y procuró alejarla de los libros y el estudio. Pero nada animó a Luz, que sentía que el aire de sus pulmones estaba a punto de agotarse, como la vida, que no podría soportar sin Ali; porque se veía en un planeta en el que estaba sola, para siempre sola, con un dolor que nacía de dentro, una angustia, como hambre sin ser hambre, como miedo, aunque no tuviera nada que temer, sentimientos que se adueñaban de ella y que la inundaban hasta convertirla en otra persona que no tenía, ni tenía derecho a tener, esperanza. Se sentía naciendo cada día, con todo el dolor del nacimiento, o muriendo, llegando a su final, y no sabía por qué, todo estaba fuera de su control, muda, sin palabras, imposibilitada para ser la misma de antes, la que miraba pasar los días como si estos siguieran un orden.
Y si Ortega albergaba pensamientos oscuros acerca de su hija, a quien suponía enferma de los nervios por culpa de la presión a la que él la había sometido desde que era una niña pequeña, Benigna se convenció de que la niña estaba definitivamente enferma y lloraba por las noches y se culpaba por haberla abandonado, por habérsela entregado a su padre sin luchar, a un hombre que no puede saber de las cosas de las mujeres que siempre serán oscuras y misteriosas para ellos. Y mientras su mujer lloraba en silencio, con el mismo silencio con el que lo hacía todo, Ortega decidió no rendirse y por eso tomó la decisión de escribir a un afamado médico de los nervios contándole el caso de su hija y rogándole que le recibiera o que, al menos, le diera una pauta para actuar en adelante. Un mes después le llegó la respuesta, que transcribimos completa, entendiendo que será del máximo interés:
Querido amigo, es usted un padre angustiado que se preocupa con razón de la salud mental de su hija. El desinterés acerca de estas cuestiones es, en la actualidad, causa de muchas desgracias familiares, y la mayoría de las cosas que pasan se podrían prever y solucionar con sólo que la familia cumpliera con sus obligaciones. Sin embargo, quiero tranquilizarle y asegurarle que la afección que padece su hija es muy corriente en niñas de su edad extremadamente sensibles, que no son pocas, pues el sistema nervioso y sensitivo de las mujeres es de una debilidad extrema y soporta mal los contratiempos. Parece, por lo que me cuenta, que su hija padece una fijación nerviosa por una amiga. Esa fijación morbosa debe arrancarse de raíz en previsión de que pase a mayores y termine por impedir que su hija se convierta en una mujer adulta que ponga sus intereses en donde los intereses de las mujeres maduras deben estar, en el matrimonio y la maternidad. Usted se pregunta si tiene algo de culpa con su comportamiento, con su deseo de que su hija vaya a la universidad, de que trabaje y sea capaz de mantenerse a sí misma. Sin duda que esos deseos casi antinaturales tienen que ver en lo que le pasa a su querida hija, pero ahora no debe torturarse con eso, sino ponerle remedio. Aún está a tiempo. Es un error darle a una hija la misma educación que se le daría a un muchacho. Las jóvenes no tienen la resistencia necesaria para que su frágil sistema nervioso aguante sin daño la presión de un mundo de hombres. El temperamento de las jóvenes es el adecuado para dedicarse a los dulces placeres de la maternidad y el darse y entregarse a los otros. El egoísmo, necesario para competir ahí fuera, es algo extraño para las chicas. En la actualidad no es infrecuente que los padres tengan para sus hijas aspiraciones «profesionales» y ellas, presionadas, inseguras en un mundo que no es el suyo, masculinizadas a la fuerza, terminan por ver en su mejor amiga, en lugar de la segura amistad femenina, una especie de trasunto de ellas mismas. Ya que no se les ha dejado ser mujeres completas, buscan a otra mujer para completarse. Esta operación antinatural depende, para ser extirpada de raíz, de los padres. Como le digo, no se torture. Las jóvenes pocas veces llegan a mayores en sus relaciones con estas amigas especiales porque no está en el cerebro de la mujer tener relaciones del mismo tipo que las tienen los hombres. Pero en todo caso, y para prevenir e impedir que la insania llegue más lejos, lo que debe hacer es separar radicalmente a su hija de su amiga y en adelante conducirla suavemente por el camino que es el propio de las mujeres, y no por el que correspondería a un chico. Ahora es cuando debe poder demostrar que es usted un buen padre que se preocupa por su hija. Un saludo muy cordial.
Doctor E. Benavides.
Doctor en medicina y psiquiatría.
Valencia.
En aquel momento difícil, Ortega, al recibir la extensa carta del doctor Benavides, al que en adelante siempre le estaría agradecido, tomó la determinación de ser menos egoísta y de no imponerle a su hija lo que sin duda eran sueños ajenos a ella, por lo que con gran dolor de su corazón se dirigió a su mujer con intención de entregarle la responsabilidad en el futuro de la niña. «Ahora debes ocuparte de ella. Ahora debes enseñarle a ser una mujer, a vestirse y peinarse, a ocuparse de cosas de mujeres y no de las cosas en las que piensan los chicos. Puede que mucho de lo que ha pasado sea culpa mía, pero estamos a tiempo de arreglarlo. Sé una madre para ella, gánate su confianza. Puede que si lo hacemos bien, la niña se case y me dé un nieto que vaya a la universidad y que se convierta en el hijo que tú no pudiste darme», le dijo a Benigna un abatido Ortega. Benigna se echó a llorar al escuchar a su marido, y no por lástima de ese hijo que no había podido darle, pues esa pena ella nunca la había tenido, sino por la enorme responsabilidad que se le venía encima. Su hija y ella eran como dos extrañas, Luz no contaba con ella para nada de la vida, y Benigna ni siquiera estaba segura de qué era eso que tenía que enseñarle cuando ella misma no era muy cuidadosa con el vestido, ni aficionada a maquillarse, ni sabía tampoco utilizar zalamerías femeninas, esas no servían para nada en el pueblo, donde no había mucho donde elegir y donde si alguien te pedía en matrimonio ya era bastante. Ella no había hecho nada para conquistar a su marido, los maridos venían, una no iba a buscarles. Y ahora Ortega echaba sobre ella la responsabilidad de educar a esa niña que ya era demasiado mayor para cambiar. Benigna reaccionó con indiferencia, con deseos de regresar lo antes posible a su propio mundo del patio y la costura con las amigas, y a él regresó en cuanto pudo. Ortega, por su parte, lo intentó todo, pero Luz se internó por un sendero de sombras y silencio donde no cabía nadie más.
Se hizo el silencio sobre el tiempo que pasaba, algo cayó a plomo sobre los días, enmudeciéndolos, y se hicieron tan iguales que eran difíciles de distinguir, imposibles luego de recordar. Aun así no dejaron de pasar ni ella de vivir. Siguió viviendo encerrada en sí misma y cerrada a los demás, y, con el tiempo, Ortega se rindió y tuvo la certeza de que no podía hacer nada porque Luz era tan tozuda como él la había enseñado a ser, tan orgullosa; y cada vez más. Llegado el momento pasó con brillantez su examen de reválida y se preparó para ir a la universidad, algo que en el pueblo fue criticado con saña.
La vida en esos años fue sólo un paréntesis que Luz no recuerda y del que ni siquiera fue consciente mientras vivía. Ella vivía y dormía, veía a Ali de lejos y ambas procuraban no mirarse. Mientras en casa de Luz todo eran sombras, en casa de Ali fue tiempo de actividad y alegría. Lucio se desvivía por su hermana y él mismo tenía una novia con la que se casaría en breve, Aurelia soñaba con casar a los dos hijos el mismo año, aunque con algo más de prisa a Ali, cuyo noviazgo iba hacia el compromiso, que a su hijo, pues de Ali se decían cosas en voz baja que era preciso silenciar, aunque nadie se atreviera a decirlas en alta voz: se decía de ella que era una chica difícil que no acababa de aclararse con las cosas, que le costaba dejar de estudiar, algo que tendría que hacer al casarse, que tenía «aspiraciones», algo que las chicas no debían tener al llegar al matrimonio, porque las aspiraciones sobran en los matrimonios normales. Y sin embargo, a pesar de la maledicencia, Ali se esforzaba en domeñar sus deseos, los sueños que hubiera tenido, y hacía todo lo que se supone que debe hacer una chica con novio. Cuando salía con él, se arreglaba y le ofrecía siempre su mejor cara, su mejor sonrisa, y procuraba no agobiarle con sus preocupaciones o con sus temores y le escuchaba con atención, porque las de él sí que eran verdaderas preocupaciones.
Y los días pasaron lentamente como pasa el tiempo en la juventud, y un día, hace mucho tiempo de esto y han pasado muchas cosas desde entonces, se anunció en el pueblo que Ali iba a casarse y comenzaron a hacerse preparativos de boda, que llevan mucho tiempo si se quieren hacer como Dios manda. Luz, en su casa, sintió que un rayo del cielo la partía en dos, pero se recompuso porque ya no luchaba sino con ella misma y porque se estaba preparando para ir a Valencia, a la universidad, para dejar su casa para siempre y porque ahora el dolor no era tan punzante como antes, como una erupción, sino como un rumor constante que bullera por dentro. En todo ese tiempo Luz había permanecido silenciosa, siempre callada, siempre oscura, siempre enfadada y triste aunque oponiendo a los deseos de sus padres una resistencia pasiva y poco escandalosa; se puso los vestidos con flores que le compraron para ir a los bailes a los que la llevaron, cumplió con los deberes de sociabilidad de los que sabía que era imposible escaparse, sonrió y bailó con quien la sacó a bailar, se peinó como su madre dijo, asintió a lo que su padre decía, habló con los chicos que la pretendían y puso delante de todos un cristal que nadie pudo romper. Las aguas se amansaron poco a poco porque era lista y no se enfrentó a nada, se doblaba como los juncos y volvía a erguirse en cuanto pasaba la tormenta. Leía libros que pedía por correo y que no siempre le entregaba a su padre, que exigía conocerlos antes; paseaba sola, aunque su madre quería acompañarla a veces.
Y cuando Ali anunció que se casaba el dolor insoportable que sintió en su interior apenas se le notó en el exterior. Luz era una extranjera en aquel pueblo, más extrañada que nunca, presa de un mal interior que no tenía remedio y del que no se podía hablar pero que la hacía llorar por las noches con una desesperación que nacía de un lugar profundo de su cuerpo, como un maldito manantial de aguas más que hediondas que le pudrían la sangre, que le daban sed en lugar de saciársela; siempre con sed, siempre con ganas, unas ganas difusas de no se sabe qué que llegaban a marearla, a nublarle la cabeza, que le provocaban extraños sueños en los que Ali aparecía desnuda. Y ocurrían a veces cosas en esos sueños que ella misma no quería recordar por la mañana. Pero la mañana amanecía y el dolor seguía ahí, como una piedra, dura, resistente a todo, siempre del mismo tamaño. Fue por entonces cuando conoció esa sensación que reaparecería muchas veces a lo largo de su vida: abrir los ojos a la mañana y no ver luz, sino oscuridad, y sentir en el pecho esa bolsa de aire que oprime y que impide respirar, que duele y que anega. Pero aprendió también a levantarse con ese peso y a hacer lo que se esperaba de ella. Porque al principio, muy al principio, cuando el peso era insoportable y el dolor parecía explotar en las entrañas, no conseguía encontrar la fuerza para levantarse, lavarse, desayunar y decir las frases mínimas de sociabilidad. Entonces su padre se preocupaba y hablaba de que esa chica tenía que encontrar novio y dejar de estudiar, y su madre lloraba por los rincones, así que consiguió aprender a moverse con naturalidad entre el dolor agudo. Y lo consiguió, y ella misma encontró que los movimientos repetidos, siempre iguales, de cada mañana eran un alivio. Así que no sabe cómo conseguía cada mañana la fuerza necesaria para continuar aun cuando no veía futuro para ella, porque esa es una de las características del dolor intenso, que ennegrece el futuro hasta hacerlo desaparecer; entonces la vida se hace difícil porque se convierte en una cuestión de costumbre, o de fe.
Durante los años de alejamiento, en los que apenas hablaron, Luz se estuvo preguntando qué es lo que había llevado a Ali a buscar lo que todas las chicas parecían buscar: un novio, un matrimonio, una casa para limpiar, unos hijos. Porque, antes del cambio, ellas no habían hablado de ello más que para burlarse y Ali jamás le había dicho que tal o cual chico le pareciese guapo, que un actor de cine, un cantante, llamara su atención. Ellas dos, que hablaban de todo, del futuro, de los sentimientos más profundos y difíciles de explicar con palabras, no habían hablado jamás de chicos, ni de matrimonio. Y si Ali pensaba en ello pero no se lo decía, es que la había estado engañando y si la había engañado en una cosa, entonces cualquier cosa que hubieran hablado podía ahora ser mentira, y todas sus certezas se tambaleaban. Así pasaba Luz sus noches, torturada, con momentos de los que quería extraer verdades que no habían sido; trayendo recuerdos y exprimiéndolos hasta que ya no quedaba nada que exprimir. Y entonces hubo un momento en el que, siendo ya una mujer, comenzó a comprender que Ali quizá había tratado de escapar de eso que ella misma había sufrido, del peso en el pecho, del miedo, del dolor profundo del alma y de la soledad, y que por eso había buscado un novio, una vida, todo lo que estuvo a punto de tener. Su rabia comenzó a diluirse de un día para otro, sus sueños a tranquilizarse y sus despertares comenzaron a ser más claros. El futuro volvió, lentamente y sin definir, pero regresó al fin y el pecho se liberó de la angustia. Así fueron aquellos dos años de soledad para Luz Ortega, y más le hubiera valido entonces escapar de aquel pueblo antes de que llegara aquel verano que cambió su vida para siempre.