No hubo nada memorable en la vida de las niñas en aquellos años; en dos ocasiones ardió el monte y el pueblo entero tuvo que salir corriendo, dos o tres veces llovió como si se hubiera decretado otro diluvio y el agua inundó las casas hasta el segundo piso. Pero hubo una tercera vez en la que llovió tanto que el río se desbordó y tuvieron que refugiarse en el tejado donde las subió Ortega con la intención de ponerlas a salvo mientras él se iba con los demás hombres a ver en qué se podía echar una mano, y mientras estuvieron en aquel tejado cada una se entretuvo con sus propios y extraños pensamientos que luego se cuidaron mucho de contarse. Luz tuvo mucho miedo mientras veía como crecía el agua debajo de ellas y pensó en que su vida habría sido una vida triste y gris si finalmente no conseguía salir de aquel pueblo; si no construía una vida con Ali, que ya por entonces no podía imaginarse una vida sin ella. Pensó y temió que su destino se frustrara esa misma tarde por culpa de una riada, porque se vio muy frágil, se vio muy sola, aunque tuvo mucho cuidado de no contar a Ali nada de esto y en que su miedo no se notara, así que lo tragó como se traga una medicina amarga y sonrió. Ali, por su parte, no tuvo miedo en ningún momento, no pensó que fuera a pasarles nada, porque Ali era optimista y de natural alegre y porque esa tarde, mientras llovía y las nubes cerraban el cielo, no sólo Luz tuvo sus pensamientos profundos, sino que también ella pensó en cosas en las que habitualmente una no se para a pensar cuando se está con los pies en el suelo y rodeada por lo más prosaico de la vida, el día a día que lo invade todo hasta parecer que es lo único. Ali pensó en que no quería casarse ni ser como sus primas, pero fue un pensamiento demasiado fugaz para tener consistencia y para ser recordado una vez vuelta a lo cotidiano. Lo que Ali deseaba era salir de allí tanto como lo deseaba Luz, y marchar con ella a Valencia, a estudiar, tal como Luz decía y no se cansaba de repetir, que eso era lo único importante porque era lo único que podría abrirles las puertas de una existencia diferente. Después dejó de llover y las niñas vieron venir a Ortega junto con Lucio, el hermano de Ali, avanzando entre el agua, lentamente y con gran esfuerzo, para rescatarlas. Entonces Ortega dijo que el peligro había pasado. Luz vio con alivio como dejaba de llover y como el agua descendía, aunque no lo suficiente como para que no tuvieran que avanzar mojadas hasta la cintura. Y fue ese día de la riada uno de los más importantes de sus vidas, porque después de bajar del tejado no pudieron volver a sus casas, anegadas por el agua y el barro, sino que fueron a la escuela que era uno de los pocos lugares que permanecían secos y allí estuvieron todavía aquella noche esperando que bajara el agua. Aquella fue la primera noche en que las niñas durmieron juntas por primera vez, juntas y arropadas por la misma manta, y eso es lo que Luz recuerda, ese es uno de los recuerdos que no se le va de la cabeza, uno de esos que permanece para siempre anclado en la memoria como si pesara tanto que nada de lo que venga después lo puede barrer, y eso a pesar de que nunca hablaron de ello; y no por miedo o vergüenza, sino por temor de que al poner en palabras lo vivido, estas no reflejaran fielmente las sensaciones que cada una de ellas había tenido.
Luz fija en esa noche la conciencia de que algo le pasaba, algo que no les pasaba a las demás niñas, algo de lo que no convenía hablar y sobre lo que tampoco convenía hacerse muchas preguntas a una misma, algo para olvidar o guardar lo más profundo que se pudiera. Lo supo cuando se acercó a Ali buscando el calor de su cuerpo; supo que el calor que encontró no venía del cuerpo de su amiga, sino que nacía dentro de ella misma y pensó en una sensación desconocida hasta ese momento y producida por las circunstancias inusuales en las que se hallaban, el frío, la humedad el cansancio… Todo eso junto le produjo un aceleramiento tal del corazón que, junto al calor interior, tuvo Luz Ortega aquella noche miedo de morirse. Esa noche la pasó despierta, atenta a los síntomas físicos que su cuerpo experimentaba y que eran nuevos para ella. Atenta estuvo a los calores de la fiebre que la asustaron y que atribuyó al efecto del agua, aunque todo ello era tan placentero que resultaba difícil relacionarlo con algo nocivo, como la enfermedad. Se acercó al cuerpo de Ali que dormía a su lado y lo sintió vivo y caliente, palpitante, húmedo todavía, y sintió la necesidad de acercarse aún más y la abrazó por detrás, y cuando el calor de dentro se le hacía ya insoportable y amenazaba con explotarle el pecho, Luz puso sus labios en el cuello de Alicia, que no se despertó, o que si se despertó hizo como que seguía durmiendo, dando así la oportunidad a Luz de pasear sus labios por su cuello tibio. Pasó lo que pasó, pero, a pesar de ello, Luz pensó que las extrañas sensaciones que experimentó su cuerpo, y que ella no conocía, eran debidas al miedo y al cansancio de un día duro. Luz no lo relacionó con el cuerpo de Ali, cuya proximidad, allí tumbado al lado del suyo, era tan natural como que lloviera y que después escampara, como siempre ocurre, que llueve y escampa y el campo se seca del todo para que en verano arda. Ali no dijo nada, no se movió, y continuó respirando al mismo ritmo, pero sintió los labios de Luz en su nuca y se estremeció; ella que siempre era la menos consciente de las dos, ella que pocas veces pensaba en el futuro, se estremeció también de miedo, aunque no pudiera decir lo que temía, pero se fingió dormida con los ojos apretados porque lo que no se ve no existe. En el exterior, los adultos charlaban en voz baja y dentro los niños dormían. Pero algo había pasado y nadie hubiera podido decir que las cosas eran exactamente igual que ayer, porque amanecieron extrañas la una con la otra, llevaban un secreto dentro, y no quisieron, como otras veces, demorarse hablando, sino que se apresuraron a regresar a sus casas en silencio.
Y después de aquello la vida transcurrió normal y el tiempo pasó tan deprisa como pasa siempre, y en unos meses se habían convertido en las dos únicas niñas de la clase, cuando ya sólo quedaban algunos niños estudiando porque no era normal que las niñas continuaran los estudios más allá de los catorce años, edad en la que salían al mundo. Pero Ali y Luz vivían de espaldas al mundo real, de espaldas a todo, con su vida de siempre, de casa al colegio, del colegio a casa, después a ayudar en casa, a lo que saliera, pero sólo eso, porque Ortega estaba obsesionado, y más cada día que pasaba, con que su hija estudiara una carrera, y la libraba de todos los trabajos que hacían las hijas en sus casas, todas las hijas menos Luz que no hacía sino estudiar y pasar las tardes con Ali. Por entonces las niñas eran, todos hubieran estado de acuerdo en esta apreciación, serias, modestas, poco habladoras, más charlatana Ali que Luz, buenas niñas, un orgullo para cualquier padre, como solía decir Ortega. Estudiaban juntas y juntas vivían y hablaban de sus cosas en voz baja, pero sus cosas no eran muchas porque su mundo era estrecho. Hablaban sobre todo del futuro porque el futuro parecía más ancho que el presente y daba para más conversación.
La verdad es que en todo ese tiempo, y aun cuando ya habían cumplido catorce años, sólo Luz tuvo sospechas de que le pasaba algo y esas sospechas tenían que ver con que los mareos, la sensación de ahogo, el calor, el placer y el dolor al mismo tiempo que sintiera aquella primera noche en que tuvo que compartir lecho con Ali se repitieron después a menudo, hasta el punto de que llegaron a asustarla. Las niñas de entonces no imaginaban el sexo, ni lo sospechaban, y ella llegó a pensar que estaba enferma aunque algo le decía que su enfermedad no era de las que se curaban ni era nada tampoco que pudiera contarse a los demás. Luz no sabía de sexo, ni de amores, ni de deseo, pero, como todas las niñas, sabía que hay cosas, humores del cuerpo, de los que es mejor no hablar con los mayores, porque el cuerpo se aprende poco a poco, sin necesidad de explicación. El cuerpo menstrúa, el cuerpo expulsa líquidos que ni siquiera pueden nombrarse, el cuerpo tiene partes secretas de las que no es conveniente hablar; y lo que a Luz le pasaba cuando Ali se ponía demasiado cerca entraba en esa categoría del secreto, de la vergüenza, del temor, hasta que ella misma llegó a asustarse porque pensó que el incendio que se le desataba dentro tenía que notársele en la cara, y que todos se darían cuenta de que ardía por fuera cuando estaba ardiendo por dentro. Entonces Luz, asustada de sí misma, procuró no dar lugar a situaciones que la atemorizaban y dejó de bañarse con Ali, como hacían antes, que se secaban la una a la otra, y dejó de meterse en su cama cuando a veces se quedaban una en la casa de la otra y Ali se quejaba de que tenía frío, y en esas noches ya no corría a apretarse contra su cuerpo porque una luz de alarma se encendía para decirle que algo espantoso pasaba en su interior, algo vergonzoso y que no podría ocultar siempre, algo como la lepra, algo que era un pecado mortal. Porque los pecados eran reales y se cometían, porque Dios estaba presente en sus vidas, en las vidas de todos; de la existencia de Dios nadie dudaba y era tan cierta su presencia como que sale el sol por las mañanas, y la posibilidad de la no existencia de Dios no se pensaba, no existía ni siquiera la pregunta y quizá ese sea el signo más evidente de que los tiempos han cambiado, que Dios ha ido difuminándose, desapareciendo poco a poco de las vidas de las gentes y ahora a muchas personas les es difícil imaginar unos años en los que Dios estaba con la misma seguridad con la que sabemos que las cosas están frías o calientes. Y porque estaba y la juzgaba, y la juzgaba duramente, Luz hablaba con Dios cuando se sentía sola, cuando necesitaba escuchar su propia voz, cuando tenía miedo o no sabía qué hacer. Luz iba a la iglesia, se arrodillaba y hablaba con Dios mirando hacia la imagen del altar, Dios hubiera debido ser el consuelo para el dolor y las privaciones, para el miedo al futuro y para la inseguridad que sentía dentro de ella misma. Pero ella rezaba sin encontrar consuelo porque dentro de sí crecía el monstruo, una falla que no podía cerrar, una puerta siempre abierta al pecado, y no sabía por qué ni a qué se debía, pero le producía dolor, incertidumbre hacia el futuro y, sobre todo, le hacía dudar de sí misma, de que fuera verdaderamente lo que aparentaba ser y todos creían que era.
En aquellos años oscuros, Luz llegó a pensar en la posibilidad de estar poseída por el diablo, cuya presencia era también palpable entonces, pero que ha sufrido aún más que Dios y finalmente desaparecido completamente de nuestras vidas. Luego, de repente, igual que vino se fue y Luz supo, sin lugar a dudas, que ella no era parecida siquiera a los demás. Ocurrió que una mañana se levantó y se encontró con que sabía que Dios no existe y que estaba sola, para siempre, hasta el día de su muerte y que ese día se encontraría más sola que nunca, pero que ante eso no había remedio. Dios, fuera lo que fuera, se había marchado de ella y no volvería jamás, y ese mismo día, como una revelación, al sentir el vacío, sintió también el vértigo de la existencia y tuvo un miedo terrible porque supo también que algo terminaría quemándola, pero que no era el diario, sino su propio cuerpo. Calló esto como lo callaba todo y se apartó de Ali por un tiempo, no por miedo, sino porque la sintió lejana, y nunca más volvió a la iglesia ni quiso confesar nada y ese mismo domingo tuvo que fingir que estaba enferma para poder librarse del rito de la misa.
Su madre, Benigna, mujer callada pero atenta, lo supo nada más verla, que Luz se había vuelto una descreída, y lo achacó a los libros que leía y que le daba Ortega, porque siempre se supo que los libros los leen sobre todo los ateos. Ortega se asustó un poco porque no quería que su hija, además de universitaria, se hiciese roja o atea, cosas que siempre iban juntas, pero no dijo nada porque en su fuero interno sabía que los libros abren la mente y que la mente, una vez abierta, lleva por caminos que las personas normales no tienen por qué comprender, y que la libertad conduce al descreimiento. Él lo sabía y terminó aprobándolo, porque lo consideró signo de distinción y orgullo, pero Benigna lloró sin parar por su hija, por su alma perdida, aunque secretamente lloraba también por ella misma.
Y después de todo eso, que en realidad no fue nada, porque no fueron sino las dudas y vacilaciones de una adolescente que se hace mayor, los infiernos del alma por los que todos los adolescentes pasan, y que son parte del aprendizaje inevitable y que igual que aparecen un día desaparecen, después de todo eso, cuando las aguas podían estar volviendo a su cauce, en la primavera de 1951 ocurrió el primer gran desastre de la vida de Luz, la primera gran explosión de una bomba que durante toda su vida estaría ahí, amenazando con destruirlo todo. Ali cambió sutilmente, y aunque este cambio no fue apreciado por los que la rodeaban, Luz lo notó inmediatamente. ¿Cómo no iba a notarlo si la tierra tembló y se abrió en una grieta cuyo fondo no se divisaba? Ali se convirtió, de un día para otro, en una extraña que deseaba cosas que ellas dos juntas jamás habían deseado; en una persona que pasó de utilizar un «Nosotras» omnipresente a un «Yo» sonoro y escandaloso.
Estaban por cumplir dieciséis años y Luz supo, porque los signos eran evidentes, y más evidentes aún para quien no dejaba de estar pendiente del más leve signo, señal o gesto de su compañera, que Ali se había enamorado de un chico de la clase. Un chico alto y silencioso que la miraba con ojos de conquistador y dueño, y que se creía el rey del mundo porque su padre tenía una tienda, lo que le libraría de trabajar con las manos; un chico que ofrecía a quien se acercara a él un mundo seguro por donde transitar sin dudas. Pronto se hizo evidente para Luz y para todos los que la miraran que Ali corría a clase para encontrarse con él y que ya no encontraba gusto en pasear con Luz rodeando los campos de azaleas mientras charlaban en voz baja, ni encontraba gusto en alargarse en la vuelta a casa en un paseo interminable y sosegado, ni en hablar en voz baja por las noches cuando ambas estaban ya metidas en sus camas.
Todo eso dejó paso a la sensación de que lo que Ali buscaba ahora era pasar en la escuela el mayor tiempo posible y que suspiraba al paso de un chico moreno de ojos grandes. Y Luz sintió en aquellos días, que paradójicamente fueron en realidad muy pocos, como si se le desgarrara el cuerpo hacia los cuatro puntos cardinales. Fue en realidad sólo una pequeña aproximación al dolor que habría de conocer más adelante, el mismo dolor, el del hielo en el estómago y en la sangre, el vacío en las arterias, el apagarse de la vida por dentro, ese dolor que casi todos conocen y del que pocos se libran.
Luz y Ali dejaron de ser amigas íntimas como lo habían sido siempre pero nadie lo encontró extraño porque era ley de vida, cosas que pasan y que está bien que pasen porque era lo normal a su edad, algo que les ocurre a las chicas, incluso a las amigas más cercanas, que llega un día en el que un chico se pone por medio y la amistad se resiente. Ali, a decir de todos, creció de golpe y se convirtió en una mujer muy guapa, para alivio de su padre y para satisfacción de su hermano Lucio, que estaba orgulloso de tener a una señorita en la familia. Ali comenzó a preocuparse mucho de su aspecto y menos de sus estudios, comenzó a interesarse por un chico y a desinteresarse por la que había sido su amiga inseparable todos los años de su infancia, era la infancia la que quedaba atrás y llegaba la adultez con sus servidumbres, todo ello era normal. Todos lo percibieron, y la primera de todos Luz, que sintió que el suelo se abría debajo de sus pies. No necesitaron hablar de ello, simplemente ocurrió y para todos lo extraño hubiese sido lo contrario, que no ocurriese. Que Ali no era la misma, sino otra, semejante pero otra, fue algo que no tuvieron que hablar entre ellas porque sucedió de un día para otro y se hizo tan evidente que no requirió ninguna explicación, simplemente pasó y el cambio se las llevó a las dos por delante, porque el tiempo arrasa con todo, y de eso se trataba, del tiempo imponiendo su lógica implacable; que estaba siempre pensando en otra cosa, que pensaba en alguien, que miraba a lo lejos como si ese alguien en quien pensaba con tanta insistencia fuera a aparecer de pronto, y se comprobó también que, ante los signos evidentes de la catástrofe, Luz no dijo nada, no se quejó en voz alta, sino que intentó continuar como si no pasara nada, dejando sus vidas suspendidas en el mismo punto en el que estaban antes de la aparición de Manuel Meneses en el corazón de Ali, allí donde antes sólo reinaba ella. Ali se había convertido en esos años en una de las chicas más guapas del pueblo y sólo uno de los mejores chicos podía llevársela, y el hijo del tendero era una buena opción, y su padre y su hermano, y también su madre, desde Francia, se mostraban encantados de aquella elección.
Para Luz continuar resultó imposible porque la vida no se retoma donde se quiere, sino que avanza por su cuenta y hay que incorporarse en marcha. Poco a poco, las relaciones entre ellas se hicieron tensas y Luz se impacientaba con Ali porque flojeaba en los estudios, porque todo parecía darle igual, excepto Manuel Meneses, con el que intercambiaba miradas en el colegio y notas arrugadas que iban de mano en mano por el patio. La tensión se hizo insoportable, Luz tenía siempre la sensación de estar de más, y sufría viendo el interés de Meneses por conducir la conversación, por hacerse con los deseos, con la voluntad de Ali, que se entregaba sin oponer resistencia a una fuerza superior que quería hacerla suya y que la invitaba a descansar. Luz comenzó a evitar a la pareja, a Ali también, lo que no había hecho nunca, y se sentía por ello expulsada de su pequeña y frágil patria, sola en medio del patio, sin nadie con quien rabiar, viendo a Ali de lejos reírse con el tendero y viendo como el universo entero celebraba aquella relación recién nacida que la enterraba a ella en lo más profundo de la soledad. Por entonces se supo que la madre de Ali estaba ya por venir y que el padre quería reunir a su familia ahora que los chicos eran mayores, entonces comenzó a hablarse de boda. Y ya no era sólo el chico de los ojos grandes, aquel Manuel Meneses, el que se entrometía entre ellas dos, sino que al abrirse la puerta de la sociabilidad por ella entraron todo tipo de gentes y situaciones, y ahora Ali se quedaba un rato después de las clases con otras amigas y a veces se quedaban los dos con otra gente, Meneses y ella, con lo que la soledad de Luz era más evidente, como estar desnuda a la vista de todos. Las horas para Luz eran tan negras que ni veía la claridad, le costaba respirar y el estómago se le llenaba de algo que no era aire, pero que la llenaba igualmente, impidiéndole tragar ningún alimento. La normalidad de Ali, sus nuevas preocupaciones, eran como una herida abierta.
Una tarde en la que Luz no hablaba, no levantaba la voz, no encontraba las palabras para responder a Ali, esta se volvió hacia ella indignada: «¿Qué te pasa? ¿Quieres decirme qué te pasa?». Era un rugido más que una frase, era una queja, era la necesidad de que emergiera lo que estaba oculto bajo la superficie. Y Luz se encontró con que no sabía qué decir: «… no atiendes a tus estudios, no eres la de antes, todo ha dejado de importarte…». Palabras que no encerraban ninguna verdad, porque la verdad estaba mucho más allá de lo que ella misma era capaz de comprender. «No es eso lo que te pasa. Y las dos lo sabemos». ¿Lo sabían? Eso es lo que Luz se ha preguntado durante mucho tiempo. ¿Lo sabía ella? ¿Sabía ya, con dieciséis años, que lo que sentía por Ali era deseo y que lo que no soportaba era la posibilidad de que algo o alguien la apartaran de su cercanía, paliativa del dolor cotidiano? ¿Y lo sabía Ali? Seguramente sí, pero ninguna lo dijo porque no existían palabras para ello.
Las cosas cambiaron porque dejaron de ser amigas en el sentido infantil de la palabra, pasaron a ser otra cosa y ya nunca volvieron a tener esa paz anterior; su relación se cargó de tensión. Luz la amaba y la odiaba al mismo tiempo y no soportaba estar lejos de ella, pero no soportaba tampoco tenerla cerca porque ya no compartían esa cercanía como antes. Y todos pudieron darse cuenta, pero, sobre todos ellos, Ortega comenzó a preocuparse seriamente, y cuando Luz cumplió los 16, ese mismo año, por el mes de abril, una nube cruzó por el cielo hasta ese momento azul de su pensamiento. Una nube negra que le hizo temer por el futuro de la niña y que le hizo pensar en algo que no se atrevería a pronunciar nunca. Fue sólo una nube, como el fugaz pensamiento de la muerte en una tarde de la adolescencia, que se conjura rápidamente, pero la sospecha había aparecido y la sospecha sólo precedía a la certidumbre que, en poco tiempo, se apoderaría de todos.