IV

En su casa había algunos libros que su padre trajo de cuando estuvo en la ciudad antes de la guerra y como en el pueblo no había biblioteca y la mitad de los del pueblo no sabía leer, los libros eran una especie de atracción para los vecinos, que consideraban que Ortega era un intelectual, lo que en aquellos momentos no era precisamente un título de prestigio. La verdad es que Ortega estudió para abogado, aunque por culpa de la guerra no pudo terminar, y la verdad es también que los libros en el pueblo, perdida ya la guerra, le servían de bien poco, como no fuera para delatarle y convertirle en sospechoso a ojos de las nuevas autoridades.

Llegó al pueblo sin que se sepa muy bien de donde y allí se casó con _na mujer como él, ya entrada en años, pero que había heredado unas tierras de calidad, lo que les permitiría en adelante vivir con desahogo. Como ambos eran mayores al casarse no esperaban descendencia así que el embarazo de Benigna fue vivido como una especie de milagro que el padre aprovecho para desempolvar los libros y para decidir que su hijo tendría un futuro mejor que el suyo, de perdedor encerrado en un pueblo de mala muerte que ni siquiera era el suyo. Así que cuando nació por fin la niña ya tenía diseñada parte de su vida, que incluía algo que entonces no era muy corriente que se incluyera en los planes de vida de las niñas, hacer una carrera, estudiar, y cosas aún menos corrientes y que obligaban a Ortega, como padre, a tener cuidado para que la niña no se echase novio de jovencita y todo viniera a desbaratarlo un matrimonio prematuro. La niña se llamó Luz, Luz a secas, en contra de la opinión de la madre, de Benigna, que pensaba que aquel era un nombre pagano y en contra también de la opinión del cura, que en todo caso decidió por su cuenta añadir el preceptivo «María» el día del bautizo. Se bautizó María de la Luz, pero siempre fue Luz a secas, como quiso su padre. También desde el principio Ortega asumió su educación y Luz aprendió de las lecciones que su padre le daba al volver de la escuela, a la que empezó a ir con seis años y cuando ya hacía dos que sabía de sobra leer y escribir, las cuentas, algo de historia y geografía. Pero lo que Luz recuerda de aquellos años es que ella, desde el principio, supo que tenía que estudiar mucho más que cualquiera de los otros niños, porque ya sabía que su destino no era casarse pronto, ni trabajar con su padre en las tierras, sino ir a la capital a estudiar una carrera, lo cual era inusitado para una niña de pueblo e hizo que Luz viviese aquel destino como un secreto que tenía que guardar; lo cierto es que ya desde entonces se sentía distinta.

Lo mejor de la escuela en aquellos primeros años era sin duda la señorita Matilde que comenzó a ocupar gran parte de sus pensamientos dentro y fuera de la escuela. Le gustaba pensar en ella cuando regresaba a su casa andando, y pensaba tanto que a veces daba un rodeo para no llegar demasiado pronto y poder permanecer un rato más en su compañía. La verdad es que Luz se moría por la señorita Matilde, por que la mirase, le dijese que había hecho bien los ejercicios, le tocase la cabeza y le alabase los tirabuzones que Benigna se esforzaba en hacerle con unas tenacillas. El amor que Luz le tenía a la señorita Matilde era correspondido, o por lo menos la niña lo sentía así, porque era inteligente y porque prestaba mucha atención, y seguramente también porque Luz miraba a su profesora con amor y admiración, cosas estas a las que todos somos sensibles. Por eso Luz procuraba hacer todo lo que dijese la maestra, llevar los mejores deberes y saberse las lecciones como nadie, y como a todos nos gusta sentirnos adorados, la señorita Matilde sentía una especial predilección por aquella alumna perfecta, y le hizo sentir a Luz que su primer amor fue feliz y correspondido; y así fue hasta que pasó lo que pasó. Era para corregirle la caligrafía por lo que la señorita Matilde se inclinaba sobre ella. Venía desde atrás, desde su espalda, y su olor llegaba a Luz antes de que la sintiera sobre sí, antes de percibir que el cuerpo de la señorita Matilde, con el brazo extendido, se inclinaba sobre su hombro para mirar lo que estaba escribiendo. Era un olor suave, mezcla de jabón, colonia vieja y lavanda de la que se ponía en el armario para dar olor a la ropa. La cabeza de Luz quedaba a la altura de su axila, y cuando por fin sentía el roce del cuerpo de la profesora, entonces aparecía un nuevo olor, el olor acre del sudor, que no resultaba desagradable, como olía a veces el sudor de los campesinos o el de los niños cuando jugaban en la plaza, sino que en ella era un rotundo olor a corporeidad; y cuando la señorita Matilde comenzaba a hablarle, su aliento le humedecía ligeramente el cuello y también olía a elixir de la boca, a menta. Después, la maestra levantaba la mano del pupitre en el que se apoyaba y cogía con su mano la mano de Luz para ayudarla a reafirmar el trazo de las letras. Otras veces era el curso de los ríos lo que la señorita Matilde le ayudaba a subrayar o, a veces, un número mal puesto en una suma; la profesora siempre estaba cerca de ella. Por eso, cuando regresaba a casa, el olor y el tacto de la señorita iban con ella, y por eso se encerraba en su habitación sola. Para sentarse en la silla y, cerrando los ojos, hacer regresar las sensaciones perdidas.

Un día la señorita Matilde llegó a la clase con una sonrisa un poco extraña. Se rio sin parar y se puso muy misteriosa: «Niños, después de la clase quiero deciros algo». Todos gritaron a la vez «¿qué?, ¿qué?». Y Luz se puso especialmente nerviosa y excitada porque no pasaban nunca cosas importantes que mereciera la pena reseñar en aquel pueblo valenciano, «el culo del mundo», como le gustaba decir a Ortega. Pero no era el culo del mundo para Luz, sino su mismo centro, que por entonces situaba la felicidad en cosas tan simples y tan fáciles de conseguir como la risa de la señorita Matilde, que se contagió a toda la clase y que la convirtió en un coro de voces de alegría, porque la alegría es contagiosa y se extiende con facilidad, no así la tristeza, que lleva cada uno bien dentro. Entonces, al llegar el momento deseado, la señorita Matilde se puso delante del encerado, se colocó las manos, blancas y finas, con un pequeño aro de oro en el anular, sobre su vientre y dijo con voz entrecortada por la risa: «Estoy esperando un niño, nacerá en diciembre». Y Luz, sin saber por qué, tuvo una náusea. Una náusea que le duró toda la tarde y que le dejó la piel, según le dijo la maestra, «del color de la tierra del jardín». Y eso que Luz no tenía por entonces una idea muy clara de la manera en la que los niños se concebían, sólo pensó, o se imaginó, a ese pequeño bebé creciendo en el vientre plano de la señorita Matilde y sintió un asco ilimitado, del que revuelve las tripas y las pone del revés. Una vida usurpando otra vida, una vida a la que, antes de conocerla, ya el mundo le concede una importancia excepcional, cuando no es nada en realidad, sólo una vida más, alimentándose de un cuerpo puesto a su disposición, una vida que cambiaría para siempre la de la señorita Matilde, que la poseería y la haría suya, hurtándosela así a los demás. Luz decidió en ese mismo instante que ella jamás tendría hijos, pero supo también que eso no era algo que pudiera contar a los demás y no lo hizo y lo calló, pero su amor por la señorita Matilde, que había durado varios años, desapareció ese mismo día, cuando supo que era una mujer como las demás. Le pareció que la señorita Matilde se había entregado, sin que pudiera decir exactamente a qué o a quién, le pareció que había perdido, aun cuando no pudiera decir en qué guerra se había producido la derrota; intuía, sin poder expresarlo, que ella misma había perdido también y Luz, a sus pocos años, supo que no quería sufrir.

Tenía ya ocho años y era seria, reservada, estudiosa y muy solitaria, y fue por entonces, en su octavo cumpleaños, cuando su padre, que hasta entonces había puesto en su hija muchas de sus esperanzas, se dio cuenta de que algo no iba del todo bien, sin que pudiera decir qué, porque era algo a lo que no se puede poner palabras con facilidad, y él tampoco supo hacerlo. También es extraño que fuese su padre y no su madre quien fuera capaz de percibir algo tan oscuro, tan secreto, tan indefinible y desconocido hasta para ella misma, pero en aquella casa para muchas cosas se hacía como si Benigna no existiese; en el pueblo decían al referirse a ella «pobre Benigna», y así quedó para siempre, como la pobre Benigna, sin historia. Luz iba en cambio escribiendo su historia poco a poco y sólo Ortega, que sabía más cosas que nadie porque había estudiado, vio unas letras desconocidas escritas debajo del silencio, pero todavía era demasiado pronto para descifrar nada y él se conformaba con que la niña cumpliera con el camino que él mismo había trazado para ella. Y Luz Ortega llegó a la edad en la que entró en el bachillerato siendo la primera de la clase, lo que la hacía distinta porque ya a esas edades las niñas no destacaban, y menos aún en el pueblo aquel en el que la mayoría ya pensaba en casarse y en el que todas dedicaban más tiempo a ayudar en casa que a los estudios, lo que no era su caso, eximida como estaba de todos esos trabajos. Luz, con doce años, era la primera en todo, la preferida de las maestras, la niña que no se casaría con un pescador ni olería nunca a pescado, eso todos lo sabían.

Fue entonces cuando llegó Alicia, que venía de un pueblo pegado al mar, y llegó sabiendo apenas la mitad de las letras y la mitad de los números, sin saber qué hacer con la otra mitad y sin haber ido nunca antes al colegio. De esta niña nueva sí podía decirse que tenía el destino escrito, que cosería las redes cuando se rompieran, que se casaría pronto con un pescador, pero era al mismo tiempo la que parecía extranjera, con la piel clara, llena de pecas, siempre escondiéndose del sol, y la melena rubia, como si hubiera nacido lejos; y Luz, nada más verla, quiso enseñarle las letras, los números y todo lo que ella ya sabía, los ríos, las provincias y los países, y secretamente quiso también librarla de un futuro que nadie querría para sí pero que se desplegaba ante las niñas como si fuera deseable o inevitable, y que envuelto en celofán de plata no parecía tan horrible como era, como sería. Luz comenzó a esperar a Ali a la salida de la escuela y a ofrecerse para todo, para los deberes y los exámenes, para que no se sintiera sola en los recreos, para que las maestras no la tomaran con ella por ser la más lenta, y se hicieron amigas sin dificultad y comenzaron a estar siempre juntas, para todo, como están siempre juntas las amigas verdaderas. Juntas para jugar, cuando Ali quería salir al recreo hiciese el tiempo que hiciese, y para estudiar, cuando era Luz la que pensaba que Ali no se esforzaba lo suficiente y que era muy importante que pusiese el alma porque le iba la vida en ello.

Se hicieron inseparables aunque eran bien diferentes, que a una le gustaba el aire y a la otra los libros, que una prefería jugar en los recreos, mientras la otra prefería pasarlos estudiando, o leyendo, o hablando entre ellas. Enseguida pudo verse que Ali era buena con los números y Luz con las letras, que Ali se aburría con los libros que leía Luz, y Luz pronto se vio superada por la capacidad de Ali para entender las matemáticas; a Ali le gustaba el verano porque olía a fruta, mientras que a Luz le gustaba el invierno porque olía a leña; en cambio a Luz le gustaban los interiores frescos de las casas, mientras que Ali se sentía enseguida encerrada y necesitaba salir al aire fresco. Pero a pesar de esto, gustos diferentes, diferentes maneras de pasar el tiempo, jamás peleaban, aunque cada una se guardaba sus pequeños dolores respecto de la otra.

Ali pensaba que Luz la abandonaría al crecer y se avergonzaba de su familia de pescadores y de su modesta casa, y de las comidas que hacía su hermano; del olor a pescado que a veces no podía evitar que impregnara sus vestidos, y de su padre cuando iba a verla. Eso, la vergüenza, el sentir que no era bastante para ella, el sentir el desprecio de la familia de Luz ruando pasaba allí la tarde, la atormentaba. Luz, por su parte, sentía esa vergüenza como una afrenta a su amistad y, tan pronto como a los doce años, tuvo que ir aprendiendo a luchar por ella. Y tanto estaban juntas que Ortega le dijo un día: «Ten cuidado que esa niña no tiene nada que darte. Que a esa niña la casan en cuanto puedan», y también Benigna dijo ser de esa opinión y le contó a Luz lo que ya se decía por el pueblo: que el padre de Ali la casaría pronto porque él estaba siempre en la mar y su madre estaba trabajando en otro país, un caso muy triste el de una niña que crece sin madre, de los más tristes, según Benigna. Y todas esas cosas, esas desgracias, enfurecían a Luz, y el resultado de su furia era que por la mañana presionaba a Ali con una exigencia que la hacía llorar, porque se enfadaba y gritaba si no se sabía las lecciones, pero todo se debía a que Luz sabía cosas del futuro que Ali desconocía. De alguna manera vaga, lejana, perdida en la consciencia, Luz sabía que el futuro de Ali, como el suyo propio, pendía de un hilo, de la decisión tomada a la ligera por un padre, de un vaivén que diera la vida, que puede cambiar en un segundo, y que por la circunstancia que fuera, podía obligarlas a abandonar la escuela, a rasarse, a trabajar. Luz intuía que las mujeres nunca estaban seguras porque sus vidas no dependían nunca enteramente de ellas mismas. Luz lo supo enseguida, pero Ali tardó mucho en saberlo.

En aquel momento, donde iba la una iba la otra, lo que una decía la otra lo confirmaba, la sonrisa de cualquiera de ellas tenía su reflejo en la de la otra, pero eso era normal y a nadie le extrañaba porque las niñas no estaban nunca solas ya que estar sola no estaba bien visto en una niña, que tenían proscrito ser hoscas, poco amigables; la sociabilidad era tan necesaria en una niña como la limpieza o la dulzura, virtud femenina esta que bien podía practicarse con las amigas. Una niña solitaria era objeto de comentarios, una niña solitaria despertaba sospechas, una niña solitaria era un peligro para sí misma, por lo que la llegada de Ali fue en realidad un alivio para la niña solitaria que era Luz, que se vio así libre de comentarios que ya escuchaba cada dos por tres en boca de los adultos: «Esta niña pasa demasiado tiempo sola», o «Esta niña es rara», frases todas ellas que la hacían sufrir porque nadie elige ser raro ni a nadie le gusta ser diferente. Benigna, a quien desde muy pronto le había sido arrebatada cualquier responsabilidad en la educación de su hija, sólo encontró motivos para alegrarse de la amistad entre las niñas porque le pareció que era de agradecer cualquier cosa que acercase a Luz a la normalidad, sólo Ortega encontró motivos para desconfiar, porque su hija y la hija del pescador no ocupaban el mismo lugar en el escalafón social, rígida estructura en la que Luz perdía con aquel contacto lo que Ali ganaba a costa suya. Aun así, Ortega, que presumía de tenerlo todo previsto, lo dejó pasar, creyendo que el tiempo siempre pone las cosas en su sitio, y, en este caso, el tiempo sería el encargado de separarlas, de enseñarle a su hija las cosas que de verdad son importantes en esta vida.

Los años de la infancia, que pasan tan despacio, se recuerdan todos muy parecidos, llenos de obligaciones y de un tiempo que transcurre tranquilo, siempre al mismo ritmo, sólo sacudido por ocasiones memorables: una muerte, una catástrofe, a veces una aparición, pero nada de esto hubo en la vida de las niñas, que pasaban sus días entre la escuela por las mañanas, los estudios por la tarde y sentarse en el patio a charlar de las cosas de las que podían charlar unas niñas que no habían salido nunca del pueblo: del tiempo, de las lecturas, de la gente que pasaba por la calle y, cada vez más, del futuro. El tiempo vino, efectivamente; ese que Ortega pensaba que pondría las cosas en su sitio, pero vino para convertir a Ali en una joven que estaba al mismo nivel en los estudios que Luz y que ya no necesitaba de sus clases; ahora eran las dos las que se ayudaban y las dos las que daban la misma importancia al estudio, porque eso era lo que las sacaría de allí y esa era, precisamente, su conversación secreta preferida, esa que se mantiene entre susurros cuando no hay nadie cerca y que se acaba en cuanto entra otra presencia: salir de allí, eso que no podían decir a sus madres, ni a las vecinas, ni a los demás niños: que soñaban con el día en que fueran lo bastante mayores como para hacer las maletas y salir para siempre de aquel pueblo, juntas, para no regresar.