El 20 de julio tardó más de lo acostumbrado en levantarse de la cama, lo cual también era extraño en ella, que era una persona a la que el sueño se le había retirado en su momento pero que, cuando regresó por fin, lo hizo cada vez más inestable, más frágil, más enemigo, lleno de pesadillas y sueños con los que cualquiera preferiría no encontrarse. Se levantó el 20 de julio, mitad de las vacaciones escolares, mitad de la estación veraniega, calor agobiante, con la sensación de que estaba en un lugar nuevo al que le quedaba todo por explorar y descubrir y, con suerte, saborear; sensaciones estas que son más bien extrañas y poco frecuentes fuera de la adolescencia o de la primera juventud.
Era su mismo piso de siempre, con toda su fealdad, con el mismo aire presivo que sube desde la autopista para decirles a los habitantes de ese lugar fronterizo que no son nada, que son los desechos de la ciudad, la basura que toda ciudad genera y necesita pero que tiene que esconder. Era el piso de siempre, pero que esa mañana, al despertar, como si hubiera despertado de un sueño mucho más largo de las seis horas que había dormido, le pareció distinto, nuevo pero horrible. Tuvo tiempo de preguntarse cómo se había metido en ese lugar, incluso de preguntarse si de verdad lo había escogido para vivir, de preguntarse en qué momento y en qué condiciones había hecho esa elección. No recordaba haberlo alquilado, no recordaba gran cosa del día en que llegó, solamente que alquiló lo primero que vio, lo más cercano al colegio, lo que podía pagar, y que no miró nada más; si le hubieran alquilado una tumba se hubiera metido en ella. Con el sol de julio entrando en cascada por la persiana semicerrada, la fealdad del piso y del lugar se hizo aquella mañana demasiado evidente, tanto que no encontró fuerzas para levantarse de la cama y encarar un día entero, o una vida entera, ya no muy larga ciertamente, en aquel agujero. Quizá por eso se demoró aún un buen rato en la cama mirando el techo y preguntándose quién dedicaría un solo minuto de su tiempo, un esfuerzo aunque no fuera mucho, una decisión de su voluntad, a comprar una lámpara semejante, y después los muebles, uno tras otro, con los que había convivido casi ocho años y que no había mirado hasta ese momento.
El día se adivinaba tan tórrido como el de ayer, como suelen ser todos los de mediados de julio en esta ciudad árida, calurosa hasta el agobio, y solitaria. Nada que hacer, ningún lugar en el mundo adonde ir. Tan sólo esperar que pasaran los días del verano, uno tras otro, y que terminara llegando septiembre para que volvieran los niños y volviera Fátima, de la que sólo sabía que había acompañado a sus padres a Marruecos, viaje que hacían todos los veranos, como tantas otras familias de inmigrantes, con ese esfuerzo atávico e inútil, porque para la mayoría esa vuelta ya no significa nada, pues, poco a poco y a costa de no estar aquí ni allí, se han quedado, como Fátima, sin lugar en el mundo adonde ir. Entonces en ese mismo momento en el que pensaba en la vuelta de Fátima prevista para dentro de uno o dos meses, Luz Ortega se sorprendió con un pensamiento de futuro que se abrió en su cerebro como una flor primaveral. Y le resultó muy extraño, después de tantos años de seca realidad en los que pensar más allá de unas horas había sido muy doloroso, poder pensar ahora en el futuro, porque eso quería decir que había recuperado la capacidad de pensar en el pasado, esto es, de recordar, capacidad que intentaba mantener adormecida, como si no existiera en ella; le resultó tan extraño que se le llenaron los ojos de lágrimas; de alegría, de tristeza, de inevitabilidad, de dolor acumulado, de recuerdos, de soledad, de deseo. La esperanza fue como una descarga eléctrica en un cerebro seco que estaba preparado para morir en ese piso miserable que habitaba, pero no para comenzar a vivir de nuevo. Por eso, a la vez que la esperanza, que los recuerdos, sabía que ya no volvería a vivir esa vida en la que se vive sin esperar otra cosa que el solo transcurrir de las horas, para que se llenen los días y para que pasen y la cuenta de los días vaya llenándose detrás de una mientras se vacía la cuenta de los días que quedan por pasar.
Allí tumbada, Luz pensó en el futuro, del que se dijo que es lo que riega la materia espesa del cerebro, lo que la mantiene húmeda y viva, algo que, ante su sorpresa de ahora, siempre puede volver a humedecerse. Y no sólo el cerebro es lo que se humedecía para reverdecer y regresar a la vida, sino que todo lo hacía con la imagen de una niña morena de diecisiete años, lo que la convertía prácticamente en una delincuente; una delincuente que se había dormido la noche antes intentando esquivar la visión de unos pezones oscuros que se dibujaban en su cabeza, aun cuando ella no quería verlos. Se levantó por fin cuando el ruido de la autopista se hacía ya insoportable, que en todos esos años lo había percibido de la misma manera que escuchan el mar los que viven cerca de él, sin concienciarlo. Un sonido que cambiaba de intensidad según la hora, como los paisajes cambian de color, que estaba ahí para impedir que se durmiera por las mañanas si fallaba el despertador, para sobresaltarla algunas noches, pero que servía también, en los momentos más duros, para aplacar su cabeza y sus remamientos cuando amenazaban con volverla loca. Y ahora, de repente se preguntaba cómo había podido aguantarlo, cómo es que no había enloquecido. La respuesta era sencilla: porque no puede enloquecer quien viene de la locura. Y también es verdad que con la edad las personas se van naciendo más vulnerables a estas incomodidades, a los ruidos, a las temperaturas extremas. Puede que cuando llegó aquí aún fuera fuerte y puede que ahora se estuviera reblandeciendo. Constata que los vecinos, todos los del bloque y los de los otros bloques hasta donde le alcanza la vista, se han blindado del exterior poniendo dobles cristales en las ventanas, esa es la manera que tienen de atenuar el ruido, y le sorprende lo que la gente ruede llegar a esforzarse para hacer vivible lo invivible. Y ella, que no se ha buscado un refugio en todo este tiempo, se siente desprotegida, expuesta al aire malsano de ese barrio, y esa misma mañana tomó la decisión, primera en mucho tiempo, de llamar a un cristalero para que le cubra las ventanas con un cristal doble que la proteja y la aísle del exterior.
Mientras desayunaba encendió la radio, como solía hacer todas las mañanas, para comprobar que el mundo seguía donde siempre y que las cosas eran más o menos parecidas a las de ayer, nada extraordinario en todo caso, lo que la ayudó a tomarse su café con leche lentamente, mirando un azulejo verde aguamarina y roto por la mitad que quedaba a la altura de su mirada cuando se sentaba en la banqueta de la cocina a desayunar. La luz del verano iba creciendo y abriéndose, blanca y cegadora, mientras ella continuaba también envuelta en la misma bata azul de hace veinte años, tan pasada de moda como toda su ropa, como su peinado, con la felpa desgastada, rala y amarillenta, la misma bata con la que entró por su propio pie en el hospital de San Juan de Dios hace años. Y lo mismo puede decirse de su ropa de calle, tan gastada y anodina que era objeto frecuente de comentarios en el colegio. Comprar ropa se le antojó aquella mañana una idea luminosa y alegre que hizo que la sangre se le calentara con ilusión y que bullera con alegría por las arterias estrechas y envejecidas. Y ese pensamiento mañanero y extemporáneo hizo que el día pareciera venido de lejos, de una época olvidada y perdida en la memoria, arrumbada bajo los muros caídos de una realidad terca y obcecada en la desgracia. Su estómago se sentía agradecido por el café matutino y su piel se alegraba por la ligera brisa que llegaba a la cocina desde la ventana que había dejado abierta en su cuarto, y que era ya el preludio del calor que haría en apenas una hora, pero que ahora servía también para recordar a los vivos que después de la asfixia del día llegaría siempre la noche para aplacar el cuerpo y facilitar el descanso. Hacía tiempo que no se entretenía con las sensaciones que puede producir comer, sudar, refrescarse, pensar en algo.
Ese fue el día, 20 de julio, con todo el verano por delante, en el que su cuerpo podríamos decir que despertó definitivamente, aunque Luz no fue consciente en ese momento en el que apuraba las galletas, de las consecuencias que podía tener para su vida futura ese bienestar ligero, a flor de piel, que sintió cuando el frescor de las primeras horas de la mañana entró por la ventana para acariciarla. Sólo pensó en salir a comprar, en mejorar su casa, largo tiempo abandonada como la guarida de un moribundo que sana de repente. Y por eso depositó la taza y el platillo en la pila y no los fregó como hace siempre una obsesiva, sino que se permitió la gracia de pensar que ya los fregaría después, cuando tuviera tiempo o ganas, que para una persona que no tiene nada que hacer es casi lo mismo. Se dio una ducha rápida porque de repente se sintió urgida por la necesidad de darse prisa, urgida por la mañana, por esquivar el calor que haría luego a buen seguro, por aprovechar el tiempo antes de que el aire se hiciera irrespirable en la ciudad. Sin querer por una vez mirar el desolado paisaje como solía hacer antes de salir de casa, como si se deleitara en realidad en la desgracia de tantos, como para sentirse partícipe de un mal universal, dejando que la vista se perdiera en el infierno de bloques todos iguales en el que se había convertido el horizonte, bajó las persianas con la intención de proteger la casa del calor del mediodía. Entonces buscó en su armario algo que no la hiciera demasiado vieja, demasiado pobre, definitivamente retirada de todas las miradas, algo con lo que sentirse un ser humano vivo, y no una larva grisácea, como un día le dijo a una monja que quería sentirse el resto de su existencia, pensando que una monja, mujer retirada del mundo y de las miradas de los otros, la comprendería mejor. Cincuenta y cinco años y el sufrimiento en el rostro, cincuenta y cinco años en los hombros, vencidos hacia delante por todo el peso soportado. Su uniforme gris de todos los días no contribuyó a animar su aspecto delante del espejo pero, aun así, se sonrió y cerró la puerta tras ella con la sensación de que salía de su piso por primera vez en ocho años. Y escapó del suburbio para adentrarse en el centro de la ciudad donde los edificios llevan la huella y la marca de una humanidad que fue consciente de sí misma, y no como en su barrio, donde los edificios lo que buscan es lo contrario, confundir a los que los habitan hasta que pierdan la conciencia de sí mismos, como ha hecho ella, disciplinadamente, en todo este tiempo, tan sólo arrastrarse.
Se decidió ese día Luz por entrar en unos grandes almacenes y se dirigió, entre culpable y avergonzada, a la sección de lencería, señal inequívoca de que era otra persona la que ahora buscaba algo que comprar entre esas prendas, y no la que había venido siendo estos años y que jamás se hubiera aventurado entre la ropa interior. Durante un rato pasó su mano por las sedas artificiales de los camisones y durante un rato también se dedicó a mirar furtivamente a la dependienta de la sección, una morena parecida a Fátima, de baja estatura y constitución frágil, que parecía tan perdida como ella entre las montañas de ropa que la gente se pone para llevar debajo de otra ropa y para desnudarse después. Por un momento, quizá fuera la mirada insistente de otro ser humano sobre ella, que no está acostumbrada, sintió un ataque de pánico y hubiera querido retroceder el tiempo hasta esa mañana y no haberse sentido lo suficientemente fuerte como para salir de su piso, pero enseguida se rehizo porque la dependienta se le acercó con una sonrisa profesional y eso ayudó a que Luz volviera en sí, a su lugar. Entonces las dos se aproximan, la una a la otra, y, con calidez, hablan del tiempo, del calor asfixiante que hace, de trucos caseros para refrescarse por la noche, cuando se hace tan difícil dormir, y la dependienta le cuenta que este calor vuelve locas a las personas y que no sería la primera vez que alguien muere o mata por culpa del calor; que en su barrio la gente se pelea, las mujeres se gritan y los niños lloran más a menudo por las noches, inquietos e incapaces de dormir. Luz se queda con las ganas de preguntarle si ella también vive en un barrio del fin del mundo, donde la gente puede volverse loca porque sí y no sólo por el calor, pero se contiene porque intuye que la dependienta no va a querer ofrecerle esa información tan personal, de la que mucha gente se avergüenza. Después se hizo un silencio que sirvió para dar pasó a la otra parte de la conversación, aquella que hacía referencia al camisón que Luz había elegido y que querría comprar sin necesidad de probárselo, porque de sobra sabe siempre con sólo un vistazo a la prenda si es su talla o no, y si le va a valer o no, aunque finalmente accede a probárselo sólo porque no se siente capaz de decir que no, y lo único que desea, mientras se dirige con el camisón de flores al probador, es que la chica no se empeñe en verla con él puesto, táctica que emplean algunas vendedoras sabedoras de lo vulnerables que somos cuando mostramos el cuerpo. «No se preocupe, que ya la llamo si me hace falta algo», y delante del espejo del probador se desviste con desgana, y se pone el camisón sin echar siquiera una mirada furtiva a su cuerpo. Por fin, con el camisón ya puesto, no tiene más remedio que mirarse. Se ve extraña, se ve otra, y los ojos se le llenan de lágrimas al contemplarse vestida de flores, como rodeada de alegría, lo cual le parece una traición, y quiere arrancarse ese tejido que le parece indecente; ni tiene edad, ni tiene valor, ni debería tener ganas para vestirse de flores. Y cuando se lo va a quitar, arrepintiéndose nuevamente de todo, lanza otra furtiva mirada al espejo y se gusta, por una vez se gusta. No está tan mal. Sigue igual de delgada que cuando era joven, tiene buen tipo, siempre lo ha tenido, no ha tenido nunca que luchar contra la grasa, la celulitis, esas cosas no han aparecido, y el suyo ha sido y es un cuerpo delgado y flexible que ha transmitido siempre cierta sensación de fuerza que le agradaba porque a ella jamás le gustaron las mujeres delgadas o las que parecen débiles, porque las mujeres no son débiles, eso siempre lo ha sabido. Y decidió entonces quedarse con el camisón y, en un arranque inusitado de valentía, decidió comprarse no un camisón de flores, sino dos, iguales pero de distinto color. No sabe para qué, no sabe quién habrá de verla en camisón, aunque en su fuero interno, allá donde la conciencia no se atreve a penetrar, si no lo sabe, lo desea. Y salió a la calle con sus dos camisones debajo del brazo y deseando que llegara la noche para poder ponerse uno y para quitarse de una vez por todas el saco blanco que lleva años vistiendo y al que nunca ha terminado de acostumbrarse porque es el que le dieron en el hospital.
Al caminar por las calles semivacías por culpa del calor y de las vacaciones se preguntaba con desgana si todos estos cambios, si comprar los camisones, si tener ganas de comprarse unas sandalias, significaría algo más que lo que parecía que significaba en una primera y simplista lectura, si sería la prueba de que se avecinaba un gran cambio en su vida, si estos pequeños, aparentemente insignificantes, cambios, no serían quizá el preludio de cambios mucho más importantes, como un cambio de casa, ahora que la fealdad de la suya se le había comenzado a hacer insoportable. Decidió pararse a comer en un bar pequeño al aire libre, sólo porque le había entrado hambre y no tenía fuerzas para regresar a su casa sin nada en el estómago, aunque a la postre el placer no se lo proporcionó la comida casera y engrasada, sino la soledad de un lugar en el que cada comensal comía solo y comía ensimismado. Y ella se demoró con la comida y después con el café mucho más de lo prudente, hasta que el sol se desplazó tanto que ya el toldo no servía de nada y se hizo imposible permanecer allí sentada, y cuando ya los rayos del sol lamían sus pies entendió que era momento de levantarse, echarse a andar, volver a casa. Entonces decidió coger un taxi, cosa que hacía años que no hacía, y no por falta de dinero, sino por falta de decisión, de valentía, porque lleva años no dándole ni un respiro a ese cuerpo, por venganza, supone. Coger un taxi es un lujo, es un placer sensual en esta tarde de calor y pretende que dure, así que le dice al taxista que no se apresure, que se marea con la velocidad, y recostada en el asiento cierra los ojos y deja que el ligero viento del aire acondicionado la refresque.
Y con los ojos cerrados piensa en demasiadas cosas que no quiere pensar y se le aparecen pensamientos no deseados que la obligan a abrirlos de nuevo para centrarse en las calles que van pasando por la ventanilla y que se van empobreciendo a medida que el taxi avanza hacia el sur y a medida que va dejando atrás el centro. Las casas se vuelven como de papel cuanto más avanza el coche, la pintura que apenas las cubre se cae a pedazos en los tramos finales del camino y las fachadas parecen hechas no de una sola vez, sino a trozos y con materiales diferentes. El aire se enrarece y se hace más difícil de respirar, quizá porque la pobreza es opresiva no sólo para las conciencias, sino también para los pulmones, que necesitan espacios abiertos; la atmósfera cambia de color misteriosamente, como si el sol se entristeciera allí donde las vidas son miserables. También la gente que pasea por la acera cambia y las mujeres parecen más cansadas, más vencidas según se aproxima a su propio barrio, en donde será una más de esas mujeres cansadas cuyas vidas podrían no haberse vivido y nadie las hubiera echado en falta.
Y cuando llega a su casa, la tarde ha cambiado de color y se respira diferente, lleva todo el día fuera, está cansada, su cuerpo no aguanta como antes y especialmente el calor ha hecho mella en su organismo y le hace difícil la respiración, que deja de ser ese acto inconsciente para pasar a ser necesidad imperiosa. Y por fin, boqueando como pez fuera del agua, abre la puerta del piso que dejó en penumbra al salir, porque si entra el sol en las horas de calor después ya no tiene remedio y de nada sirve abrir al anochecer, que ya se ha pegado el calor a los muebles y al suelo, y ya es imposible dormir por la noche y ni siquiera refrescarse abriendo la ventana. Todo es tan triste en este piso que el alma no puede sino permanecer siempre helada. Los muebles de formica que puso el propietario con la intención de alquilar la vivienda lo antes posible, el papel pintado de la pared, con unos dibujos pasados de moda, tan desgastado en algunos rincones que puede verse debajo la pared, el suelo de linóleo y pisado por mil pisadas, todo desprendiendo ese olor a miseria, que es indeleble y que se pega a cada rincón de la casa. Luz se ahoga en la tristeza de la tarde y se apresura a llegar a su habitación, como atontada, con la cabeza un poco floja, con una sensación parecida a la que a veces tenía en el hospital, como de tener un mar en la cabeza; un mar con su playa y con sus olas que vienen y que van y todas rompiendo en su cerebro, lentamente. Pero ya no está en el hospital, hace más de diez años que salió, ¿cómo es posible que a veces le parezca que se encuentra allí todavía? Quizá porque jamás saldrá del hospital y una parte de ella estará allí para siempre, eso piensa mientras el llanto acude a su garganta y no puede evitar un sollozo de desesperación. Al final se tira en la cama y llora agarrada a la almohada. Llora tranquila, llora un poco por costumbre, un poco por desahogo, un poco para matar el resto de la tarde, que se resiste a perderse para siempre, un poco por recuerdo, un poco por no saber qué más hacer ni cómo vivir sin llorar.
Y la tarde pasa muy lenta y muy pesada porque es una tarde de julio, de esas que parece que no van a acabar nunca. Y Luz se queda como un caracol, enroscada sobre sí misma, todo el cuerpo descansando, dejando que pase el tiempo que a veces es sanador y es suave. Hasta que llegó por fin la noche de ese día y se levantó el castigo de calor y Luz decidió ponerse el camisón de flores recién comprado con una ilusión nueva y después de ponérselo se miró en el espejo y se encontró bien. Se alegró entonces de haber hecho esa compra e intuyó también que comprando el camisón había roto una barrera. Se paseó así vestida por el piso sintiendo que las manos morenas de Fátima se enredaban en su cintura y esa sensación le hizo por unos instantes tan feliz como lo era a veces, hace mucho tiempo.