II

Antes de Navidad estaba especialmente cansada, la cabeza le daba vueltas, y ese permanente dolor de espalda al que no concedía ninguna importancia, y ese cansancio del cuerpo que supuso que no era más que la vejez que ya llegaba, eran sin embargo una cosa bien distinta de la que suponía, la vuelta a la vida, allí donde las cosas duelen y se padecen. Antes de eso había pasado casi diez años hibernada o muerta, como se prefiera, nada le dolía ni le hacía mella, pero más cerca de la muerte que de la vida tenía que sentirse cuando se vino a vivir a este piso del barrio de San Bernardo, decisión esta que no indica otra cosa sino que su interior estaba en un estado de desolación parecido al paisaje exterior que se ve desde la ventana del salón. Al llegar desde la árida ciudad castellana con un traslado debajo del brazo y con un papel que la reintegraba al servicio docente, se conformó con esto, o quizá no tuvo capacidad para buscar otra cosa y se instaló allí donde la condujo el primer anuncio que vio en el periódico y que cumplía las condiciones que buscaba: un piso amueblado que pudiera pagar, que tuviera ascensor porque las piernas ya no dan para mucho, que no estuviera tampoco lejos del colegio al que iba destinada. Llamó al número que aparecía en el anuncio y le dieron una dirección y el nombre de la estación de metro más cercana, suponiendo el anunciante con buen criterio que alguien que se conforma con vivir en San Bernardo no va a llegar hasta allí en taxi. Y llegó en metro, aunque tardó tanto en llegar que le pareció que se dirigía al fin del mundo, y cuando subió las escaleras, aún tuvo que caminar un buen trecho por el barro de un camino sin asfaltar hasta llegar al bloque indicado. La ciudad estaba al fondo, cubriendo la línea del horizonte. Al llegar al noveno piso se acercó a la ventana del pasillo y vio que el bloque crecía como una excrecencia sobre una extensión yerma de color pardo; y, como un monstruo reptando sobre la tierra, la circunvalación, que era la responsable de ese ruido como de torrente que escuchó desde que emergió del túnel del metro. La ciudad vista desde allí parecía un lugar confortable y humano del que nadie querría salir por voluntad propia, a pesar de lo cual, o quizá precisamente por eso, se quedó el piso. Puede que fuera porque tuvo la sensación de que aquel barrio estaba al final de todo, como ella, o puede que fuera porque aquel lugar no pretendía ser ni parecer lo que no era ni parecía: un lugar para vivir; o quizá lo eligió porque, definitivamente, era un lugar para dejarse morir, para esperar, para no oponerse al tiempo, un lugar para los vencidos. Además le resultaba cómodo, era barato, estaba amueblado, no hacía falta comprar nada, estaba cerca del colegio y, sobre todo, se evitaba seguir buscando, porque para buscar es necesario desear o, por lo menos, estar ilusionada, estado de ánimo este completamente ajeno a Luz en aquellos días. Querer algo mejor hubiera sido querer algo, y preferir, y escoger, y Luz se instaló allí como quien se detiene cuando ya el cansancio le impide dar un paso más y no le importa dónde se queda, y así era, literalmente. Se quedó allí donde ya no pudo continuar andando.

No sentía nada, no tenía hambre ni frío, y en ese estado pasaron varios años en los que se dejó envejecer, sintió algunos achaques, percibió cómo las articulaciones se iban poco a poco oxidando y se hizo claramente consciente de que cada día que pasaba le costaba más subir las escaleras del metro; y cuando el tiempo iba a cambiar y amenazaba lluvia, ella lo notaba en las rodillas y en los nudillos, que se le hinchaban como le ocurría a su madre, que todas estas cosas del cuerpo se heredan. Y cuando el tiempo se volvía asfixiante, entonces también le costaba subir la escalera porque no podía respirar y tenía que pararse a coger fuerzas y a recuperar el resuello, de manera que la gente se paraba a veces a mirarla, apoyada sobre la barandilla, boqueando como un pez fuera del agua. Sabía que estaba envejeciendo y que estaba envejeciendo mal, que el cuerpo podía fallarle cualquier día, y había pensado muchas veces que a su edad ya no podía esperar recuperar aquello que se perdía, lo perdido perdido estaba para siempre, que el vigor ya no volvería. Todo esto era la conciencia de una situación que sólo se manifestaba en esos pequeños inconvenientes, no significaban nada para ella. Le daba igual, lo cotidiano no le afectaba, lo más íntimo permanecía inaccesible, enrollado y hecho un ovillo en lo más profundo, allí donde el miedo, el dolor, el amor, había tenido tiempo de pudrirse o de ser arrancado de raíz. Nadie podía llegar allí y ella misma no quería hacerlo. La sucesión de psiquiatras y psicólogos que habían pasado por su vida desde que saliera del hospital habían renunciado a hacerlo y llegó un momento en el que ella había decidido para sí misma y para los demás: «estoy bien así», y así decidió quedarse.

Y pasaron esos años de Madrid, de vuelta al trabajo, vuelta a lo cotidiano que se impone con una fuerza pertinaz a cualquier otra fuerza y a cualquier otra preocupación. Y Luz cumplía. Daba los buenos días a las personas con las que se cruzaba por la escalera, sonreía a los compañeros de colegio, a veces daba su opinión sobre cualquier tema que se discutiera en la sala de profesores porque no quería llamar la atención por hosca o callada, porque cualquiera con un mínimo entrenamiento social sabe que ser muy callada es peor que ser muy habladora, pecado venial este, mientras que el silencio es siempre sospechoso y muy mal considerado. De los callados se desconfía siempre: ¿En qué estarán pensando? ¿Qué tendrán que ocultar?, o bien incluso ¡Qué se habrá creído esta! ¿Que es más que nadie?; de los habladores no se desconfía y todo lo más levantan ligeros dolores de cabeza en sus interlocutores. Luz era amable con unos niños y severa con otros, tal como le pidieron las monjas al llegar, y si alguna monja sospechó en algún momento que era completamente atea, y cosas aún peores y más secretas, no pudo confirmarlo porque Luz tenía buen cuidado e iba a misa con los demás y su vida privada era discreta y modesta. Nadie tenía nada que decir de ella.

Sin embargo hacia el otoño del último año algunas cosas comenzaron a cambiar sorpresivamente, y aquellos que creen que bajo la pura realidad se oculta un misterio son los mismos que verían señales y signos allí donde Luz, sin embargo, no advirtió nada, hasta el punto que no podría siquiera hacer relato de esas pequeñas cosas insignificantes que comenzaron a ser distintas. Ocurrió que después de un verano tan tórrido como el actual, una tarde en la que regresaba de dar uno de sus agotadores paseos por el centro, un viento no frío, pero ya fresco y precursor del otoño, le golpeó en la cara de manera inesperada al dar la vuelta a una esquina. Entonces sintió un inexplicable placer, volvió la cara al viento y lo bebió con ansia y ella misma se sorprendió de entregarse con tanta facilidad a ese placer tan físico, tan olvidado, que se le ofrecía de manera tan gratuita. Y con ese viento que se llevaba con él la miseria del verano, Luz sintió también en el corazón un pellizco de alegría, como de alivio. Y se extrañó. Se extrañó de ese pequeño contento de ver alejarse esa estación que no le gusta, que nunca le ha gustado a pesar de ser una estación que goza de la estima general y a pesar de que odiar el verano siempre ha hecho que se sintiera diferente a todos, y hay veces en que ha tenido miedo incluso de decirlo, porque nunca le ha gustado ser diferente y siempre ha sabido que por ser diferente se paga un precio. Regresó a casa esa noche, sorprendida, extrañada, ligeramente alegre, y durmió bien. Después las cosas volvieron a ser como siempre y ella no volvió a pensar en esa tarde, ni le dio importancia, aunque en el cómputo general de las tardes importantes esa lo fue. Era el comienzo de un desperezarse, del despertar de un sueño pesado. Una pequeña y frágil rama verde brota de un tronco seco; a veces ocurre, todos lo hemos visto, y es una imagen tan poderosa que muchos la han utilizado para componer poesía; durante un tiempo no se sabe si la pequeña rama logrará salir adelante, a veces sí, otras veces no y se malogra, depende de muchas cosas, del tiempo sobre todo y de otras circunstancias, incluso de que no se cruce en su camino alguien que la arranque distraídamente.

Así que no podemos nombrar un día en especial en el que Luz sintiera o supiera que las cosas iban a ser distintas a partir de ese momento, ni de que estaba creciendo en su pecho alguna clase de ilusión, no. Fueron pequeñas cosas de las que nunca llegó a ser consciente las que indicaron que se avecinaba un cambio. El aire de aquella tarde, un olor a naranjas que creía percibir y que no estaba más que en su imaginación, de repente la transportaba, cuando creía haber perdido para siempre la capacidad de regresar al pasado, un sabor intenso, una luz demasiado clara… Si alguna vez pensó que la coraza se estaba resquebrajando no le gustó, porque había aprendido a sentirse cómoda y protegida en su aparente insensibilidad, pero tampoco le dedicó mucho tiempo a ese pensamiento, no parecía previsible que pasara de ahí, de recobrar la capacidad para que ciertas sensaciones volvieran a hacerle mella. Estaba envejeciendo y, para cuando aquello terminara de romperse, es de esperar que fuese demasiado vieja para que los sentidos tuvieran ya algún poder sobre ella. Luz Ortega esperaba la vejez con cierta paz porque era de la opinión de que en la vejez todo se hace más llevadero, las cosas se van dejando atrás, pueden verse de lejos, y los recuerdos cambian de color.

Y entonces, quizá entonces, quizá como consecuencia de todos esos cambios hasta ese momento imperceptibles, quizá como causa primera que vino acompañada de todo lo demás, llegó Fátima. ¿Por qué Fátima después de llevar años y años dando clase a niñas de todas las edades? Niñas guapas y feas, irresistiblemente atractivas como había habido algunas, cuya figura al caminar se le clavaba en el ombligo; niñas inteligentes, cuya agudeza mental podía haberla seducido, chicas que ya eran mujeres, niñas que no llegaban a la pubertad, alumnas queridas y otras de cuyo nombre no era capaz de acordarse más de dos clases. Había dado clases a niñas cuando los colegios no eran mixtos, y cuando el mundo era un mundo de mujeres en el que se mezclaban alumnas y profesoras y ella tenía veintipocos años, y aunque algunas de sus alumnas le hacían volver la cabeza cuando se cruzaba con ellas, nunca intentó, ni pensó siquiera, en cruzar la línea. Después de todo lo que pasó, todo eso que el lector todavía ignora, vinieron los años oscuros, y el deseo se apagó como se apaga el fuego sobre el que se echa una manta. Y cuando salió de aquella ciudad y pidió el traslado a Madrid, cuando volvió a la enseñanza, aún dio clases a cientos de niños y de niñas y jamás, ni una sola vez en todo este tiempo en el que estaba sola y era vulnerable y además podía considerarse que era libre, sintió que corriera el peligro de que el fuego se avivase, estaba muerto. Madrid y el Sagrado Corazón y las niñas de uniforme no significaron nada, hasta que apareció Fátima en la clase. Quizá tenga que resignarse a la idea, tan vulgar, de que después de todo haya sucumbido porque Fátima es de un moreno oscuro y profundo que la perturba sólo porque siempre le gustaron las chicas con la piel oscura; quizá haya sido siempre así aunque tal pensamiento haya permanecido siempre prohibido y ella misma no se lo haya podido formular antes de ahora e incluso, si ahora mismo se decidiera a pensar en ello, le parecería extraño y ajeno a ella, porque Ali era de piel muy blanca. Pero ha soñado en ocasiones con mujeres de piel oscura y ha sentido lo que no puede nombrarse cuando ha visto en la televisión a las mujeres de algunas tribus africanas con sus pechos altos al aire, con la aréola del pezón de un color más negro aún que el resto de la piel. Así que, si había alguna chica destinada a sacarla de ese lugar indefinido en el que vegetaba, esa tenía que ser la pequeña chica árabe, Fátima, a la que Luz no se ha entregado sin luchar, y ha luchado hasta no poder más y perder el combate. Ha luchado y se ha esforzado del otoño hasta la Navidad, cuando toda la clase se quedó a poner el árbol de Navidad y cuando ella le dijo a Fátima que fuese ella, precisamente ella, desafiando toda prudencia, la que colocase la estrella en lo más alto. Sólo porque sabía, aunque no quería reconocer que lo sabía, que si subía por la escalera podría verle el interior de los muslos, y las bragas. Y ahí supo que había perdido, que las cosas habían vuelto a comenzar, que la vida había regresado, y que había regresado como si nunca se hubiese ido, eso es lo peor, como si nunca se hubiese ido, como si el tiempo no le hubiese dejado ninguna huella.

Y entonces los años tranquilos ya no se le aparecieron más como años de silencio, sino de pérdida, y apareció el enorme resquemor, la frustración, el odio casi, el odio que nunca antes se había permitido sentir porque era una pasión demasiado peligrosa para ella. En ese momento le cambió el carácter y sus compañeros dejaron de pensar que era una persona apacible para pensar que era una persona hosca, porque ya no tenía más que unas pocas palabras, y aun estas siempre cortantes, porque no quería que nadie le diese conversación. En cambio, se esforzó con las alumnas para ofrecer en clase su mejor cara, que no es necesariamente la más pedagógica pero que era bien distinta de la anterior, y como consecuencia de ese ablandamiento de su persona las niñas se reían de ella, cuando poco antes Luz infundía respeto. En ese momento la autoridad de la clase se diluyó en sus manos, le era difícil mantener el orden, y para las alumnas era fácil y estimulante desafiar a una profesora indecisa y temblorosa, que de todos es sabido que los alumnos buscan cualquier oportunidad o fisura que ofrezca el adulto que representa la autoridad para, si es posible, comérselo vivo. Luz no recordaba si antes, meses atrás, las chicas eran tan rebeldes e irrespetuosas, le parecía que no, que era ahora, cuando estaba en peligro de descubrirse ante el mundo con una debilidad perseguida por la ley, la sociedad y la cultura, cuando era objeto de provocaciones sin fin que se convertían en una tortura cotidiana; quizá es que antes no les resultara tan atractiva a las alumnas la posibilidad de acabar con una profesora a la que las continuas puyas que se le clavaban no parecían doler en lo más mínimo. Había vuelto de una especie de más allá en el que antes estaba a cubierto, y eso significaba muchas cosas, pero también la vuelta a la inseguridad, a la fragilidad, a la extrema debilidad de quien oculta una pasión que se le escapa por todos los poros de la piel. Había regresado para mirar los muslos de Fátima, las manos de dedos estilizados, la melena negra de la niña, su risa siempre fácil y contagiosa, y con todo eso regresó el desasosiego por las noches, el insomnio que creía doblegado, el no poder dormir sintiendo cómo un punzón helado le revolvía el interior, el fuego comiéndole las tripas y, con todo ello, cosas todas de carácter íntimo, vinieron también las muestras públicas que cualquiera con un poco más de experiencia en la vida que esas adolescentes hubiera atribuido sin problema a los síntomas del enamoramiento o de la pasión sexual: los balbuceos en clase, la mirada que no sabe dónde fijarse pero que evita a toda costa cruzarse con la de la persona objeto de deseo… Todo conocido, visto y explicado. Y el día aquel, justo antes de las vacaciones, cuando todas las niñas se peleaban por subir a lo más alto del árbol a poner la estrella, y cuando ella pronunció «Fátima» en alto y con todas sus letras, y cuando esas sílabas surtieron su efecto y subió Fátima, supo que la suerte estaba echada porque Fátima se volvió y la miró y le sonrió, y Luz bajó la cabeza ante esa mirada sabiendo que Fátima, en ese momento, la reconocía, porque una chica de 17 años de hoy no se parece en nada a la chica de 17 años que fue Luz Ortega o que fue Ali, que ni siquiera conocían las palabras que nombraban lo que sentían, lo que hacían o lo que querían hacer y no podían.

Después de Navidad las cosas comenzaron a rodar por una pendiente que nadie sabía dónde podía acabar, y podría decirse que fueron a peor si por peor entendemos que Luz está segura de que en ese momento todo lo que ella ocultaba se hizo público o, por lo menos, pasó a ser objeto de sospecha y comentario general. Fátima lo sabía, sus compañeras lo sabían porque las chicas de ahora saben todo sobre el sexo (aunque Luz se pregunta si lo sabrán todo del amor). El asunto se encontraba flotando por debajo de todas las conversaciones, de todas las risas, de las preguntas y respuestas que se hacían en la clase, de las frases que se susurraban por los pasillos y que se callaban en cuanto aparecía la interesada, que siempre sabía que se estaba hablando de ella y que bajaba la cabeza y atravesaba la zona peligrosa entre un silencio que podía palparse y que se pegaba a las piernas y dificultaba los pasos. Y si hay algo que demostraba que Fátima estaba enterada o que sospechaba al menos el asunto, es que ella misma estaba crecida, más segura de sí misma, engrandecida por la pasión ajena, que a todos nos engrandece y nos asegura y nos da alas. Y si las monjas o las profesoras escucharon algo de eso, no sería la primera vez ni la última, ni sería el peor comentario o el más atrevido que habrían escuchado, así que se comportaban como si no hubiesen oído nada, porque hacer oídos sordos es lo que siempre se ha hecho cuando no se quiere dar pábulo a un comentario malicioso que se prefiere que no crezca y que acabe muriendo entre las cuatro paredes que le han dado vida, que las monjas han aprendido que en este tiempo en el que todo puede decirse sin ningún límite, mejor es no creer todo lo que se dice. Así que la actitud de las personas responsables del colegio era la única posible, la de no referirse nunca a ello, ni siquiera en las conversaciones más privadas y mantenidas en voz baja, la de aparentar que no hay nada que ocultar porque nada pasa en realidad, porque nada ha pasado ni pasará; y puede que ese silencio tuviera mucho que ver, aunque ese es otro asunto que aquí no va a tratarse, con el hecho de que las monjas siempre han tenido también un lado oscuro que ocultar y del que, hasta hace muy poco tiempo, era imposible hacer siquiera comentario alguno. El silencio era la postura oficial, pero lo que no podía ocultarse es que Fátima comenzó a sacar mejores notas, ella que no era una alumna brillante, que nunca lo había sido, y precisamente en la asignatura de Luz, que supo que no tenía más remedio que entregarse y que se entregó sin ningún cargo de conciencia, pensando que, después de todo lo pasado, poner buenas o malas notas no era nada que tuviera ninguna importancia. Y a la madre de Fátima le dijo que debía estar muy orgullosa de la marcha de su hija, mientras la niña sonreía a su espalda y ella miraba a su hija como si no la conociera.

De todo esto, lo único que se puede sacar en claro es que si Luz Ortega se libró de que las habladurías y comentarios, frecuentes por otra parte en esos ambientes de mujeres, llegaran al punto de ser peligrosos es porque, afortunadamente, nadie de allí dentro conocía su pasado, que había logrado mantener en el más absoluto de los secretos. Pero después, alguna gente, cuando quería conseguir algo, le pedía a Fátima que hiciera de interlocutora con la profesora. Y Fátima administraba su influencia. No todo el tiempo, no con todos, porque hay que tener prudencia y Fátima era una niña inteligente. La prudencia que Fátima demostró a la hora de administrar el poder que puso en sus manos el deseo que despertara en Luz fue algo que lejos de enfadar a la profesora la hizo sonreír; porque lo cierto es que la niña se comportaba como una adulta responsable que no derrocha lo que tiene, sino que lo cuida, lo atesora y lo invierte con cuidado; y así desde el principio Fátima estableció una lista de prioridades siempre que se tratara de interceder o de pedir algo a la profesora; primero ella y sin excesos, después sus amigas íntimas, algunas veces algún favor a otras compañeras, pero la mayoría de las veces, nada. «Yo no puedo hacer nada», era la respuesta que la mayoría escuchaba cuando le pedían que utilizara esa influencia que todos sabían que tenía, pero que nadie podía concretar ni demostrar. Finalmente nadie sabía lo que estaba pasando de verdad porque todas las palabras se decían en voz baja y eran difíciles de escuchar, y quienes en su momento creyeron ver y estar seguros dejaron de estarlo ante la evidencia de que no pasaba nada; quienes creyeron intuir algo pronto se olvidaron del tema, y al final aquello alcanzó la categoría de rumor malintencionado que nunca traspasó las puertas cerradas del colegio o del convento, era cosa de colegio de chicas y cosa también, a qué negarlo, de la belleza de Fátima, esplendorosa. ¿O es que no es acaso cierto que muchos profesores le ponían ojos tiernos y que jamás la regañaban con dureza? Fátima tenía bula, lo cual era normal para todos, porque nadie niega que, sea justo o no, la belleza es un arma poderosa y una valiosa moneda de cambio.

Se levantaba a medianoche con sudores fríos pensando que estaba en el hospital y alargaba la mano para tocar la rugosa pared que tuvo a su lado derecho durante meses. Tenía pesadillas en las que Ali gritaba desde el hospital mientras se estaba muriendo, y la llamaba y no la dejaban entrar a verla y tenía que esperar que otros se lo contaran. En ocasiones se despertaba con la voz de Ali pidiéndole que acabara con su sufrimiento. Y por la mañana, se levantaba antes del amanecer, se lavaba con una minuciosidad histérica —que fue así como lo definió una psiquiatra— de la que nunca ha querido desprenderse, se vestía con la sencillez de quien posee tres únicos conjuntos que han de servir para cualquier ocasión que se presente y salía a la calle con el estómago contraído. Pero después, al llegar al colegio por la mañana tenía el consuelo de que allí estaba Fátima para llenar las horas y los vacíos. Y cuando el vacío se fue llenando con esa suerte de esperanza inevitable, entonces los muebles de su piso, muebles que compró un casero tacaño, le parecieron difíciles de soportar; y la suciedad de la pintura de las paredes, suciedad de la que antes no tenía noticia, le comenzó a producir un irreprimible asco físico, como le ocurría con toda su casa ocho años después de haber entrado en ella; todo eso era producto de la esperanza. Y tanto asco comenzó a darle todo que un día, cuando sonó el despertador y tuvo que poner un pie en el suelo, no fue capaz de hacerlo porque le asqueaba ese linóleo pisado por mil suelas antes que las suyas.

Y todo lo que antes no existía pasó a existir de repente y a golpearla con esa existencia, y todo eso pasó a formar parte del dolor, darse cuenta de que vivía en un piso infecto, en un barrio terrible y que el ruido constante de la circunvalación iba a acabar por volverla loca, a ella que tanto le ha gustado el silencio. Entonces todas las nuevas sensaciones, lejos de ser liberadoras, de significar la vuelta a la vida, se le fueron haciendo insoportables porque apareció también la necesidad de escapar. Y quería escapar, pero también quería quedarse en el mismo sitio sintiendo cómo las miradas de Fátima se posaban sobre su piel reseca, porque eso era todo lo que obtendría de ella, y así es como debía ser. Así que Luz se encontraba con que, a veces, lejos de alegrarse del lento deshielo que estaba experimentando, lo que deseba era regresar al lugar en el que antes se encontraba, por ser aquel un lugar indoloro y ausente; pero, al mismo tiempo quería también sentir todo lo que pudiera venir de Fátima, aunque le doliera. Así fueron pasando los días del invierno.

Fátima es una niña marroquí que no volverá nunca a la tierra que es la suya sólo de nombre, porque apenas la reconoce ya, como ella misma se encarga de explicar a todo el que quiera escucharla y a pesar de que sus padres se empeñan en que pase un tiempo allí todos los veranos. Pero Fátima, cuando va a Marruecos, no hace otra cosa que mirar la televisión de aquí, y ya no habla nunca en casa en la lengua de sus padres, sino que contesta siempre en español y, en lo que hace a las costumbres, viste siempre como las demás chicas de su edad y practica la misma mirada desafiante, y utiliza la misma voz imperiosa de quien cree que todo se le debe, así que por todas esas cosas, porque ha abandonado definitivamente todo lo que tenga que ver con la tierra de sus padres, Fátima no será ya nunca más lo que sus padres esperaban que ella fuese. Su destino, sea el que sea, está ya en el mismo sitio que todas sus compañeras de colegio, que es un destino un poco mejor que el que le esperaría en Marruecos, que no es lo mismo ser pobre allí que aquí. Y porque su destino es el de aquí y ya no el de allí es por lo que Fátima fuma a escondidas, seguramente bebe, tomará pastillas en las fiestas, mueve las caderas al andar cuando pasa delante de los chicos y su voz cambia de tono cuando habla con ellos y se convierte en pura miel. Y aun así sus padres no se han dado cuenta de nada, de cómo ha cambiado su niña, y esperan que los respete como es debido y los cuide cuando sean viejos, y mientras, continúan siendo los pobres trabajadores que vinieron huyendo de la miseria para encontrar otro tipo de miseria. La madre de Fátima baja siempre los ojos cuando se dirige a cualquiera de las profesoras o a las monjas, y el padre, al que Luz sólo ha visto una vez, le dijo aquel día: «Usted péguele si hace falta, señorita, queremos que tenga una educación». Luz se había mostrado falsamente espantada y comprensiva a un tiempo, había sonreído tratando de no mostrarse suficiente ni altiva, «no, no, no se puede pegar a los alumnos», dijo. «Pero hay que vigilarla de cerca porque la chica es lista, aunque se despista, es un poco vaga, no estudia lo que debería». «Nos gustaría que ella estudiase, que no tuviese que dejar la escuela, ayúdela señorita», dijo la madre escondida en su pañuelo y con la mirada fija en el suelo, con la vergüenza de quien sabe que no es nada, que no puede pedir nada, que está de más en el mundo. «Vamos a ver, es difícil conseguir que estudien a esta edad. A ver qué se nos ocurre. Venga a hablar conmigo cuando quiera. Estoy aquí para eso». «Muchas gracias, muchas gracias», musitaron ambos a un tiempo, como una letanía, como una oración dicha en voz baja mientras salían del aula, asustados, agradecidos de que la señorita les hubiese dedicado un minuto de su tiempo. Sólo les importaba Fátima y que no fuera como ellos. Pero Fátima ya no era como ellos, estaba en otro universo.

Luz llamó entonces a la niña, que esperaba fuera con cara entre desafiante y expectante, y le dijo que entrara, cosa que hizo con su gesto adusto de siempre, porque no es una chica dulce, ni paciente, ni amable, sino que es como todas las de su edad, una enemiga; pero al mismo tiempo y sin que ella misma haya podido darse cuenta del todo, es un cuerpo de mujer rotundo que aplaca el aire cuando pasa. La mirada de Fátima es la de una persona que desafía al mundo sin saber de qué armas dispone. A Luz, a pesar de lo que siente, siempre le han dado pena Fátima y sus compañeras, y los chicos que vienen a buscarlas a la salida del colegio, ya perdidos entre la circunvalación y los bloques de hormigón con nombres como A-24, el suyo. Le dio pena Fátima porque sabía lo que le esperaba y, por un momento, sólo por un momento, tuvo la descabellada idea de que, si pudiera besarla, acariciarla, tocarla y susurrarle palabras que nunca había dicho al oído de nadie, Fátima podría salvarse. A veces lo desconocido trae la salvación, lo prohibido resulta salvífico, y por un instante, mientras la niña la miraba, Luz quiso ser feliz con esa idea.