Capítulo XVI

Alguien gritaba. Alguien se lamentaba, un terrible sonido de angustia que te hacía rechinar los dientes, un sonido digno de hacer trizas tu espíritu. Era un grito para hacer temblar al hombre más fuerte. Mis puños estaban apretados junto a los cuencos de mis ojos; mi mandíbula estaba apretada fuertemente; mi cabeza vibraba por el dolor. Al final había aprendido a hacer algo que siempre pensé que la hija de un hechicero no podría hacer. Había aprendido a llorar. Lloré como seguramente ninguna chica había llorado antes, un río de lágrimas, un torrente de pena. Me quedé allí y grité mi pérdida al viento y lady Oonagh me miró con una leve sonrisa en su rostro. A mi lado, Johnny extendió su mano a su enemigo, que estaba tumbado a sus pies.

—Ven —dijo—. Esto se ha acabado. Ambos necesitamos un médico y los dos necesitamos hablar. Deja que te ayude. —El bretón se levantó tambaleante; los dos se quedaron a mi lado, apoyándose el uno en el otro.

—¡No tan rápido! —Ella no se había dado por vencida, no tan fácilmente—. ¿Crees que has ganado, quizá? ¿Crees que esta tarea es superior a mis fuerzas sin tu ayuda, niña estúpida? Te has deshecho de la única persona a la que le importabas algo y por nada. Romperé este círculo; destruiré a estos seres humanos como hice ya una vez hace mucho. Uno por uno les cogeré, a esos hijos de Sieteaguas, y entonces os mataré a los dos: al hijo de la profecía y a ti, mi nieta desobediente.

Oí a tío Sean gritar ¡No!, y adelantarse para ser rechazado por las mismas llamas que nos protegían; vi a mi abuela levantar sus manos y mandar una onda de luz verde por la línea del círculo de llamas, onda que tocó a Finbar primero, y le hizo arrodillarse jadeando de dolor. Conor estaba preparado y aguantó, pero su rostro estaba gris y sus ojos, todo menos tranquilos.

—¡Rápido, Fainne! No podemos mantener esto mucho tiempo. ¡Ayúdanos!

Pero yo no podía. La magia volvía despacio, sentía un hormigueo en mis dedos, mi sangre fluía con rapidez, podía sentirla fluyendo en mí ahora, como una profunda furia que crecía y crecía, inexorable, imparable. Pero todavía seguía helada por mi dolor, paralizada por mí perdida y a mi lado estaban los hijos de Sieteaguas y de Northwoods, los dos a punto de desangrarse hasta morir si no les ayudaba pronto.

—¿Cuál será el primero? —siseó lady Oonagh enseñando los dientes como un gato cazador. Y envió otra onda a través del circulo, roja oscura, el color de la sangre del corazón. Fintar gritó algo y ella se rió. Pude ver algo que parecía humo saliendo de las suaves plumas de su ala, su cara estaba desprovista de color, cenicienta y aterrorizada. La próxima vez sería incapaz de enfrentarse a ella. Levantó sus brazos, con una sonrisa fiera en su rostro, y cuando hizo esto el cielo empezó a brillar de nuevo; el sol, a emerger de su extraña oscuridad, y un gran pájaro sobrevoló alrededor del círculo tan cerca de los ojos de la hechicera que ella tuvo que retirarse; continuó hasta posarse en el hombre de una figura con un manto oscuro que había aparecido entre los mirones, tan repentinamente como si fuera magia. La hechicera volvió a alzar sus manos y parecía que provocaba chispas hacia abajo, desde el aire a sus dedos. Su cuerpo estaba envuelto en una luminosidad resplandeciente. Parecía mucho más alta que ninguna mujer mortal.

—¡Tú! —chilló—. ¡Tú que me desafiaste una vez, tú que soportaste lo que no tenía que soportar ningún hombre, esta vez acabaré contigo!

Extendió sus brazos hacia abajo y apuntó a Finbar, que estaba arrodillado allí, jadeando de dolor con sus ojos todavía claros y certeros, mientras luchaba por mantener el fuego protector.

—¡Ahora! —siseó. Y la extraña llama pareció emanar de sus dedos y a través del círculo. La figura con el manto oscuro se quitó la capucha, levantó sus manos y las puso con las palmas hacia fuera en un eco de la postura de Conor. La línea de chispas de los dedos de la hechicera se desvaneció y murió.

—No creo, madre —dijo Ciarán, de pie y quieto con el cuervo en su hombro. Su mirada era honrada; su cara, pálida, pero calmada. Si había estado enfermo antes, enfermo de muerte, parecía restablecido ahora. Ella me había mentido. Ella me había manipulado y yo la había creído. ¿Cuántas más de sus amenazas eran simplemente esto, simplemente falsedades envenenadas que utilizaba para que la obedeciera por miedo?

—¡Tú! —escupió furiosamente—. ¡¿Cómo te atreves a mezclarte en esto, tú, débil y equivocado con tu cabeza llena de nociones de druidas?! No es de extrañar que tu hija fallara la prueba, al final. Tú la arruinaste, tú y esa inútil mujercita tuya, tu preciosa Niamh con sus modales suaves y su cabeza vacía. Menos mal que me deshice de ella, o no hubiera hecho nunca nada con la niña. Pero Fainne me ha desilusionado. Ha perdido su fuerza justo cuando hacía falta.

Mi padre dio unos pasos hacia delante muy despacio. Él parecía poder atravesar el círculo sin ninguna dificultad.

—¿Qué has dicho? —preguntó suavemente.

—La niña no sirve para nada, como su madre. —Hubo un cambio en la voz de lady Oonagh, como si estuviera sorprendida o asustada. Encima de nosotros el sol salía con rapidez; el día se hizo más resplandeciente.

—No es eso. Dijiste que te habías deshecho de Niamh. ¿Qué significa esto, madre?

—Un pequeño accidente, nada más. Un pequeño resbalón en un saliente. Un ligero empujón por la espalda y abajo hacia el olvido. No era buena para ti, Ciarán. Podrías haber sido un gran hombre; un hombre de poder e influencia. Te estaba echando a perder y debilitando a la niña. Tenía que irse.

La cara de mi padre brillaba con furia. Había tal peligro en esa mirada que incluso una hechicera podía asustarse ante ella. En cuanto a mí, sus palabras me hicieron temblar con horror. La conocía bien, sin embargo, me costaba creer en las profundidades de su maldad. Era ella la que les había arrebatado su felicidad al final, no Sean, no Conor, no un marido cruel o una familia despreocupada. Sino la hechicera misma, la propia madre de Ciarán. Los ojos de mi padre eran bloques de hielo, su voz era de una calma mortal.

—Así que todo se reduce a esto —dijo mirando a su madre desde el otro lado del circulo—. Una prueba de voluntad, una prueba de fuerza. Pero, primero…

Miró a Johnny donde estaba, cerca de mí, con el hijo de Edwin apoyado en su espalda. Podía oír cómo ambos jóvenes respiraban con dificultad; era difícil decir cuál de ellos estaba más pálido.

—Salid del círculo —les dijo Ciarán con calma—. Salid bajo mi protección. —Sentí, más que vi, el efecto del encantamiento que estaba utilizando, un manto guardián, invisible, inquebrantable, que envolvía a los dos jóvenes guerreros. No mantendría este encantamiento sobre ellos durante mucho tiempo, pero mientras lo hiciera, era una pantalla que ningún arma podía penetrar, ni una flecha, ni una lanza, ni la maldición de una hechicera. Protegidos por este encantamiento, podían cruzar la barrera de las llamas, ilesos, Johnny dudó, sintiendo la magia, desde luego, pero lento para comprender su significado entre las nubes de cansancio y dolor.

Miré a mi primo.

—Mejor vete —conseguí decir con un voz rota y ronca porque todavía no podía evitar derramar lágrimas—. Vete, busca ayuda y haz una tregua. Todos deben abandonar este sitio antes de que caiga la noche. Viene una ola y una neblina: nadie puede estar a salvo aquí. —Palabras, otra vez que parecían venir de fuera de mí: palabras que tenían un sentido extraño.

Johnny me miró.

—Pero… —dijo con un hilo de voz.

—Shhhh —le dije—. Todo irá bien. Ve, pídele a Gull que te cure la herida. Arregla las cosas con estos hombres. Éste es tu papel; liderar. No haces más falta aquí.

—Fainne.

—Vete, Johnny, confía en mí. Soy de tu familia. —Vi la cabeza de la hechicera girarse bruscamente hacia mí al pronunciar yo estas palabras. Sus ojos se entrecerraron, malévolos. En este momento su atención se centró en el círculo de llamas, que disminuyó ligeramente, y los dos guerreros lo atravesaron protegidos bajo el hechizo de mi padre, y cayeron en los brazos de los curanderos que les esperaban. Bran de Harrowfield y Edwin de Northwoods, corrieron ambos hacia su hijo, llevándolos a un lugar seguro. Las fuerzas de Inis Eala conservaban un control férreo sobre la muchedumbre; los guerreros estaban cada vez más inquietos y atemorizados. Habían venido aquí esperando una batalla justa, no un siniestro despliegue de trucos mágicos que convertía el día en noche ante sus ojos. Mi padre extendió sus bravos otra vez, y el fuego se avivó de nuevo. La hechicera sonrió un poco; sus dientes puntiagudos brillaron rojos en las llamas. Dio un paso, dos pasos dentro del círculo. No había tardado mucho en encontrar un camino para entrar.

Ciarán estaba calmado y firme con las llamas detrás de él. En su hombro, Fiacha se agazapaba como una efigie tallada. Detrás de mi padre el fuego aún quemaba furiosamente. Conor estaba quieto y silencioso, con los brazos entendidos manteniendo el círculo cerrado. Y en el lado opuesto. Finbar cumplía su misión, agachado en la tierra, con la cara blanca como el papel y los ojos oscurecidos por el dolor. Madre e hijo se enfrentaban a no más de seis pasos, desde donde yo estaba arrodillada, mi cabeza todavía dando vueltas por el descubrimiento de que mi madre había sido asesinada, y una mentira terrible, contada durante todos esos años, una mentira que había llenado los días de mi padre con culpabilidad y vergüenza. Todo este tiempo había pensado que su amor no era suficiente para Niamh; todo este tiempo había creído que ella eligió dejarlo. Bajo este nuevo dolor, mi corazón sufría un vacío con una pérdida que nunca podría curarse, ni siquiera aunque viviera tres veces más que una mujer mortal. Puede que mi boca ya no gritara mi pena, pero dentro de mí la canción de dolor se lamentaba como el llanto del banshee, desgarradora y cortante como un trozo de hielo revolviéndose dentro de mis entrañas. Y durante todo este tiempo sentía la magia fluyendo dentro de mí, más y más fuerte, poderosa y verdadera. Pero, no me podía mover; estaba desplomada en el suelo, sostenida por la angustia y la miseria.

Más allá de las llamas, el grueso de los guerreros se había quedado silencioso, excepto por ocasionales murmullos y susurros, quizá, oraciones. Esto era algo muy superior a la experiencia de hombres ordinarios, aunque fueras un guerrero aguerrido o un sacerdote cristiano, o simplemente un pescador o un pastor llamado a las armas en servicio de su cabecilla. El terror blanqueaba sus caras: la fascinación los mantenía mirando mientras este extraño juego se desarrollaba delante de sus ojos.

—Así que… —dijo lady Oonagh. Y me pareció que al encararse a su hijo sacaba un poder oscuro de su interior; creció más alta y grande y sus ojos negros brillaron con malevolencia en la suave palidez de su terrible y bello rostro—. Así que crees que vas a luchar contra mí; tú, mi débil hijo, corrompido por druidas, contaminado por la familia, limitado por amor. ¿Has olvidado quién te dio la vida, tú, birria de hechicero, que te presentas ahora, al final, en una fútil tentativa para salvar a estos escupidos y su patético pedazo de roca? ¿O tratas meramente de proteger a tu hija, que ha demostrado ser un instrumento tan poco apropiado para mis fines como lo fuiste tú? ¡Mírala, agachada allí, un despojo patético y tembloroso! ¡Menuda hechicera está hecha! Le preocupaba más su vulgar calderero que la gran labor que le encomendé, lo mezcló todo y al final lo dejó ir. Ahora no le queda nada, no tiene poder, no tiene influencia, no tiene familia, no tiene amante porque la echarán ahora que saben lo que ha hecho. Mutilando niños, matando druidas, espiando, vigilando, insinuándose entre ellos con la voluntad en su corazón de destruirlos. No habrá vuelta atrás para tu preciada aprendiz. Ciarán. Tendrías que haber visto a tu dulce niña en los brazos de Eamonn. Esto te hubiera abierto los ojos de verdad. ¡Oh, sí! Heredó un par de habilidades de su madre. Niamh era buena bajo las mantas: ¿verdad? ¿Por qué si no hubieras querido a una cabeza de chorlito así?

Durante todo el tiempo que mi abuela habló estuvo observando a mi padre: sus ojos nunca abandonaron su rostro. Los labios de el estaban apretados, su mandíbula firme: los ojos le ardían de rabia. Pero no perdió el control. Yo sentía que cada uno de ellos esperaba cuándo la guardia del otro pudiera bajarse; el momento de la oportunidad, el aire parecía crepitar con magia; encantamientos y contrahechizos en la mente, pero no todavía en los labios, luchaban en el aire sobre el círculo de llamas. La forma oscura de Fiacha se recortaba en pequeñas chispas. Mi propio cuerpo vibraba con la magia; sentía su fuerza en mis manos, en mis pies, ardiendo en mi cabeza.

—Se ha acabado, madre —dijo Ciarán tranquilamente—. Hay fuerzas alineadas contra ti aquí, que apenas puedes soñar. Has fallado. El joven guerrero vive para conducir a sus hombres: veo paz en sus ojos, tregua en la fuerza de su mano. Tu cometido no tiene sentido. Y si Fainne no pudo hacer la obra que le asignaste, dime, dinos a todos ¿por qué no lo hiciste tú misma?

Oonagh le devolvió la mirada. Su cara ya no era la de una dama bella y noble, ahora, había vuelto a cambiar; vi la calavera bajo la piel estirada, vi la mirada en sus ojos y supe que era miedo.

—Esto no significa nada —contestó bruscamente—. ¡El chico era inútil! Hijo de la profecía. ¡Uhh! No está preparado para ello; nunca podrá cumplir la misión predicha para él. ¿Qué importa si vive o muere? ¡Habías perdido, todos vosotros! Esto sólo puede convertirse en polvo y cenizas, hagáis lo que hagáis. ¡Polvo y cenizas, desolación y desesperación!

—Contéstame —dijo mi padre en una voz queda, y yo vi a Fiacha empezando a bajar de su hombro y por su brazo extendido preparando el vuelo—, contesta a mi pregunta. ¿No? Entonces déjame contestarla por ti, madre. Enviaste a mi hija a matar al hijo de la profecía porque no podías hacerlo tú misma. No podías hacerlo porque tu fuerza está desapareciendo día a día, estación a estación. Mientras mi hija creció, mientras trabajó y estudió y se fortaleció en la magia, tus propios poderes disminuyeron. Nunca te recuperaste de la derrota que sufriste de las manos de los seres humanos. Nunca serás lo que fuiste. No puedes destruir los secretos de las Islas. Admite la verdad. En lo que ha de ser tu gran momento de triunfo, has perdido ya.

Lady Oonagh parpadeó. Por un mero instante sus ojos estuvieron desenfocados y en ese momento Fiacha se alzó, extendió sus oscuras alas para volar rauda como una lanza, directa a su cara. Fue rápida; sus ojos se agudizaron de nuevo y con un pequeño chasqueo puso a un guardia en su lugar. Alzó una mano y ahora una bola de luz verde perseguía al cuervo que volaba en círculos sobre su cabeza. Bajando y haciendo eses para escapar del fuego siniestro. El pájaro no podía salir volando: ella lo mantenía a su lado. El encantamiento lo quemaría en el momento en que lo tocara. Mis dedos se movieron sutilmente y Fiacha quedó reducido a un minúsculo cuervo, no más grande que una avispa, una mota oscura que se escapaba del encantamiento tan fácilmente como un renacuajo lo hace de la red de un arenque, y salía disparado al cobijo de una pequeña mata que podía o no haber estado allí un instante antes. Mi padre ni siquiera miró en mi dirección. Oonagh le dirigió una mirada feroz.

—¿Qué es esto? —gruñó ella—. ¿Una sarta de trucos? ¿Perro come gato, gato come rata, rata come escarabajo, y etcétera, etcétera? Estamos por encima de esos artilugios de los ilusionistas, seguramente. Y estás equivocado. Tengo más poder que tú. Más poder que ellos. —Su mirada despreciativa barrió el gran círculo de guerreros boquiabiertos que estaban mirando, incluyendo Conor con su rostro ceniciento. Sean con su lúgubre semblante. Finbar, agachado y jadeante, pasando por encima de las altas, magnánimas figuras de los seres del Más Allá que se mantenían detrás en silencio, observando gravemente—. Nunca has entendido cómo derrotar a tus enemigos, nunca lo has sabido y nunca lo sabrás.

Entonces cambió, en el Sortilegio era una maestra, incluso más ducha que mi padre; me lo había demostrado muchas veces cuando estaba delante del espejo en Honeycomb y me enseñaba a mí, una niña atontada y la reina maravillosa, la serpiente sinuosa y el elegante gato cazador. Pero nunca me había enseñado esto. Rápido, tan rápido como un latido del corazón el cambio estaba en ella. Allí estaba, una chica de dieciocho años, sus pálidas mejillas ruborizadas en un rosa delicado, sus grandes ojos ingenuos azules como un cielo de verano, su cabellera notando por encima de sus hombros desnudos, de un dorado rojizo como la miel de clavo. Llevaba un traje del color de las violetas del bosque y en sus pies suaves zapatos de ante, zapatos de baile. Oí la exclamación de asombro de mi tío Sean, oí a la preciosa chica que no era mi madre decir ¿Ciarán? En una voz suave y dulce que temblaba de alegría dubitativa. Vi la mirada en la cara de mi padre; había bajado la guardia, y en ese momento estaba sin defensas. La chica llevaba algo suelto en su mano, algo medio escondido en los pliegues de seda de su traje; algo brillante, algo mortal. Abrí mi boca para avisarle, pronunciar un encantamiento, cualquier cosa, pero yo también dudé. La chica me miró, sus ojos llenos de amor; era mi madre…

Finbar se puso en movimiento, rápidamente como la luz del sol, se puso en pie, entró en el círculo, corriendo, volando, con el ala desplegada para detener el rayo letal mientras la chica levantaba el brazo y lo lanzaba hacia el pecho de mi padre. Doblándose, cayendo, retorciéndose, enredado en el mortal y ardiente encantamiento destinado a su hermano. Finbar se desplomó a los pies de Oonagh, una gran quemadura negra atravesaba las plumas blancas del ala, una ensangrentada herida abierta en su pecho donde el manto, la túnica y la carne viva habían sido arrancadas por la fuerza del rayo letal. La cosa yacía ahora inofensiva a su lado, humeante, perdida ya toda su fuerza. Ciarán se quedó mudo, sus ojos clavados no en el hombre que agonizaba a sus pies, sino en la figura enfrente suyo, ahora una vieja; su boca, un trazo escarlata en su cara arrugada, su pelo, una corona salvaje y despeinada blanca.

—Has matado a mi hermano —dijo Ciarán, con una voz de niño—. Lo has matado.

A Conor se le había escapado un gran grito de angustia al ver a Finbar caer. Ahora estaba salmodiando, sus dulces palabras cayendo como lágrimas en el amargo silencio. Vi la cara de Sean retorcida de dolor; sentí un dolor desgarrado en mi propio corazón, yo que había creído que no podía aguantar más tristeza. Mientras el sonido de la risa burlona de mi abuela se extendía por el aire, mi padre se arrodilló al lado de Finbar y sin importarle el peligro tomó su mano.

—Que la tierra te reciba y te abrigue —dijo en voz suave Ciarán—. Que las aguas te lleven dulcemente a tu nueva vida. Que el viento del oeste te conduzca de forma rápida y segura. El fuego lo llevas ya en tu cabeza, hermano, fuerte y sutil porque siempre fuiste un hijo del espíritu. Y hoy has dado tu vida por mí; no derrocharé este regalo. Tienes mi palabra; una palabra de hermano.

Entonces Finbar sonrió y murió, y por un momento el aire se oscureció como si una sombra pasara sobre todos nosotros. Y cuando parpadeé de nuevo, me pareció que el hombre que yacía allí, sin vida, en la dura tierra, era un hombre carente de maldad, un hombre nada desfigurado porque sus dos brazos estaban extendidos a los lados y sus ojos límpidos miraban al cielo, como buscando una respuesta que estaba muy, muy lejos, más allá del reino en el que su lámina estaba con él, sus corazones golpeados por la perdida.

Entonces mi padre se alzó de nuevo y se volvió hacia la hechicera, y su cara cambió al ver la mirada de sus ojos. No debo dejarle hacer esto; no está bien que un hijo sea el instrumento del castigo de su madre. Este era mi deber; éste era mi momento.

—No, padre —dije con calma, levantándome y acercándome—. Esto se tiene que hacer bien. Tu participación ha terminado.

La cabeza de lady Oonagh se volvió hacia mí de nuevo, sus labios se abrieron. Parecía oler la victoria.

—Fainne —musitó con dulzura—. ¡Querida, qué valiente! Mejor, creo, quédate fuera de esto. Está más allá de tus limitados poderes. Y ya veo cómo estás de debilitada. La transformación te ha quitado mucho. No hagas el ridículo, querida. Deja esto a tu padre. —Entonces se agrandaron sus ojos, y tragó y sus manos se agarrotaron, sus puños se apretaron, y sintió la fuerza de mi poder. Un encantamiento que la mantenía donde estaba, capaz de ver, capaz de hablar, incapaz de liberarse. En su mirada salvaje, vi el reconocimiento de que me había subestimado completamente.

—Astuta —dijo con tensión—. Te he enseñado bien, sea, haz lo peor que puedas. Es todo inútil, de todos modos, he ganado esta batalla a pesar de tus hábiles artimañas. Quizá Sieteaguas no ha perdido la batalla: pero las Islas están, desde luego, perdidas: y la lejana meta del Pueblo de las Hadas, frustrada. Oh, sí, están allí mirando; mira hacia atrás y los verás, la Dama del Bosque y su Señor del fuego, los mejores y más bellos de los ríos y de los océanos, de cumbres majestuosas y grutas con eco. Sieteaguas no puede ganar. El chico vive, pero no puede cumplir la profecía. No está a la altura.

Mi padre sonrió de una manera extraña. Me miró y yo a él.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Conor. Su cara estaba húmeda de lágrimas; parecía gris y viejo—. Johnny ha conducido a sus hombres valientemente, y casi le ha costado la vida. Ha triunfado aquí en el campo de batalla, y así las Islas están ganadas para Sieteaguas. ¿Qué más puede suceder?

Lady Oonagh rió, una risa joven, despreocupada como el tintineo de unas diminutas campanas.

—La batalla era sólo la primera parte, mi querido pequeño druida. Es lo que viene después lo que cuenta. El hijo de la profecía tiene que vigilar, una vigilancia muy solitaria, no menos que la larga guardia de los verdaderos secretos de la doctrina; el corazón de los misterios que el Pueblo de las Hadas abrazaron con tanto celo. Debe trepar hasta allá arriba, a la cima de ese pináculo, allí lejos en el mar y vivir solo, vivir toda su vida en soledad, manteniendo esas cosas a salvo. Sin el Vigilante en La Aguja, las viejas cosas se desvanecerían y morirían y el Pueblo de las Hadas con ellos. Tal vez no esté todo en la profecía, pero es la verdad. Pregunta a Ciarán. Él lo descifró. Pregunta a estos importantes señores y señoras del Túatha Dé, te lo dirán.

—¿El Vigilante de La Aguja? —La voz de Sean era áspera del asombro, amarga de desilusión—. ¿Tiene que vivir allí en la celda bajo los serbales, solo? Johnny es el heredero de Sieteaguas, es un líder de guerra, futuro guardián del túath, es vital para la seguridad de nuestra gente y para su bienestar. ¿Quieres decirnos que después de todo esto, de la matanza, de la pérdida, todavía no hemos ganado la verdadera batalla? ¿Que a menos que Johnny haga este sacrificio, la profecía no se cumplirá y el equilibrio se restaurará?

Hubo un silencio. Entonces Conor se cubrió el rostro con las manos y agachó la cabeza.

—Todo está perdido —dijo—. Porque el chico no puede hacer esto; todos nosotros lo sabemos. Johnny es un guerrero; su corazón late al ritmo de la espada, y no al lento devenir de la doctrina. Su madre le marcó el camino hace muchos años cuando eligió alejarle del bosque. No es un sabio, no es un místico; en semejante lugar no duraría más de un año, de Samhain a Samhain antes de volverse loco. Johnny no puede hacer esto; y si ésta es la verdad, todo ha sido en balde.

—Sabias palabras, hermano —dijo Ciarán gravemente—. El chico tiene que regresar a Sieteaguas y en su momento tomar posesión del lugar que le corresponde en el orden de las cosas. Será el guardián del bosque y de la gente y en su momento desempeñará su papel dignamente, como su tío lo hace ahora.

—Ahh —dijo lady Oonagh secamente, todavía luchando para liberarse del encantamiento en el que yo la había atrapado—. Así que estás de acuerdo conmigo. Ves, yo estaba en lo cierto todo el tiempo. El Pueblo de las Hadas está acabado.

—No me lo puedo creer, y sin embargo, debo —dijo Conor con voz derrotada.

—No es así —dijo mi padre—. Una profecía nunca es sencilla. Tiene tantos giros y vueltas como la doctrina misma, como un acertijo, puede tener más de una solución.

Hubo un pequeño alboroto en el aire, a mi lado, una agitación de plumas. Y a mi otro lado un crujido, un ligero rodar de guijarros. De repente, estaba flanqueada por los Fomhóire, un susurro general, un crujido y un piar me indicó que había más detrás de mí.

—Ejem —dijo la criatura-búho. Alrededor del círculo, los hombres estaban completamente en silencio, mirando; un espectáculo así no se había visto durante mucho tiempo y tan extraño era que casi habían olvidado su miedo—. Te olvidaste de nosotros, creo. Otra vez. Pero no importa. Venga, Fainne. Es hora de decir la verdad. Es hora de decirles que buena idea es guardar un poco de reserva, por decirlo de alguna manera, por si acaso las cosas no salen del modo en que las has planeado. El Pueblo de las Hadas no entiende esto, pero nosotros hemos estado aquí durante mucho tiempo, oh, tanto tiempo… Sabemos el valor de tener una reserva.

—Tío —dije tratando de no tragarme las lágrimas que todavía rodaban por mis mejillas, parpadeando, para poder concentrarme en el rostro cansado de Conor mientras me desplazaba delante de él—, no está todo perdido. Johnny no puede ir a La Aguja y cumplir la profecía, pero yo puedo.

—¿Tú? —Era Sean el que habló, frunciendo el ceño con una mirada feroz. Obviamente, estaba muy poco seguro de qué lado estaba yo.

—Es verdad —dijo mi padre, colocándose a mi lado. Su voz era profunda y resonante—. Había una pauta marcada por el Pueblo de las Hadas. Liadan cambió esto. Se aseguró de que su hijo no pudiera ejecutar la misión destinada para él. Pero la profecía no habla de un hombre o de guerreros y batallas. Fainne, debieras explicar esto a tu tío.

Le mire fijamente.

—Lo sabías —dije entre la sorpresa y la indignación—. ¿Lo supiste todo el tiempo y no me lo dijiste?

Ciarán meneó la cabeza; una diminuta sonrisa se esbozó en su boca severa.

—Sospechaba, eso es todo; uno no sabe esas cosas. Si hubiera estado seguro, hija, quizá te lo hubiera dicho. Pero tal vez no. Si lo hubieras sabido, tu viaje habría sido distinto, su final, quizás un fracaso. De esta manera, tus errores te han fortalecido, tus dificultades te han preparado para la larga vigilia que te espera.

—¿Qué? —farfulló lady Oonagh, todavía bajo la fuerza del encantamiento—. ¿Qué estás diciendo, desgraciado? ¡No puede ser así! ¡La chica no tiene la marca, no puede ser ella!

Me volví de nuevo para que la hechicera pudiera verme claramente.

—Me acusaste de recibir una educación hecha a la ligera le dije. —Una cosa que mi padre me enseñó fue cómo resolver acertijos; buscar signos. Si hubiera estudiado las palabras de la profecía más detenidamente, habría sabido esto antes. Habla de un chico de Erin y de Bretaña que a la vez no es de ningún lado. Mi madre, a la que tanto despreciabas, era hija de Sieteaguas, una hija del bosque. Pero su padre era Hug de Harrowfield, un bretón, que por su propia elección se casó con una mujer de Erin, y vivió su vida exiliado de su tierra natal. Mi padre es un hechicero, y él también es hijo de Sieteaguas; hijo, ciertamente, de lord Colum; que una vez fue un gran líder de la gente del bosque hasta que tú le atrapaste; hasta que tu ansia de venganza le hizo perder su camino. Los humanos de Sieteaguas lucharon contra ti entonces y triunfaron y lo hacen de nuevo hoy. Yo soy, ciertamente, una hija de Erin y de Bretaña; y, sin embargo, no soy ninguna de las dos cosas, porque soy más que esto. Llevo en mi sangre las semillas de cuatro razas, la herencia de mis antepasados Fomhóire y el linaje del Pueblo de las Hadas, a través tuyo, mi abuela. ¿No desciendes tú misma de la gente que tanto desprecias a través de un linaje de parias?

El cuerpo entero de mi abuela se sacudía con furia e incredulidad.

—Esto no significa nada —escupió. Palabras inteligentes, argumentos astutos, basura de los druidas. ¡Nunca podrás cumplir la profecía! ¡El Pueblo de las Hadas no puede ganar! ¿Qué pasa con la marca del cuervo? Tú, patética, birria de niña, ¿cómo puedes pretender esto? ¡No eres ninguna heroína; eres tan débil e inútil como lo era tu madre!

Mis dedos tocaron el pelo amarillo mantequilla de Riona. Sus faldas manchadas de sangre. A mis pies Finbar estaba extendido en el suelo, su pelo oscuro enredado alrededor de su cabeza, sus facciones pálidas y en calma. Un poco más lejos del círculo, el cuerpo de Eamonn todavía yacía donde había caído. De no haber sido por él, yo hubiera muerto, y lady Oonagh hubiera ganado esta batalla. Las palabras ya no parecían herirme. Todo lo que podía sentir era un vacío. Mi corazón estaba entumecido. Poro sabía que continuaría, que debía continuar o estas pérdidas no habrían servido para nada.

—Estás equivocada, abuela —dije con calma—. Las profecías son un poco como la Visión, creo. Muestran las cosas distorsionadas o sutilmente cambiadas, de modo que necesitas ser buena resolviendo acertijos para comprender. —Retiré a un lado el escote de mi vestido y mis dedos tocaron la pequeña cicatriz que todavía marcaba la piel blanca de mi hombro—. Fiacha me picoteó una vez cuando era niña. Un cuervo tiene un pico afilado: todavía tengo la cicatriz. Aunque puedan ser arbitrarias las resoluciones de un gran misterio, yo tengo la marca del cuervo. Soy hija de Erin y de Bretaña, en todos los aspectos soy la hija de la profecía, tanto como lo es Johnny. Además…

—Además —dijo Conor mientras se percataba—, fuiste educada como druida, fuera o no la intención de tu padre. Educada con disciplina, acostumbrada a soportar privaciones y educada en el conocimiento de la doctrina, educada en el amor a la soledad y formada en el arte de la magia.

—¿Que estáis diciendo? —Sean me miró ahora dividido entre una comprensión horrorizada y una esperanza incipiente.

Pero yo estaba de repente, cansada, tan cansada que apenas podía pensar en cómo contestar; y ante mis ojos, mi abuela empezó a luchar de nuevo contra el encantamiento, desgarrando sus límites invisibles con manos huesudas, enseñando sus dientes afilados en un gesto de terrible furia.

—¡No! —siseó—. ¡Esto no puede ser!

—Creo que sí puede ser —dijo mi padre moviéndose despacio detrás de mí, para poner una mano en mi hombro, prestándome así su propia fuerza—. Creo que encontrarás, madre, que cometiste un error de juicio al compartir tu conocimiento conmigo, despidiéndome después como alguien indigno de tu atención. Como druida yo también aprendí a resolver acertijos y a respetar lo que es. Como hechicero aprendí a jugar juegos y siempre juego para ganar. Tú te concentraste en educar a mi hija para que cumpliera tu voluntad; y haciendo eso has creado el arma de tu propia destrucción. En la forja de tu crueldad con tus pruebas de voluntad y resistencia, has creado tú misma a la hija de la profecía y el instrumento de tu caída. Yo la preparé tan bien como pude; tú la afinaste hasta la perfección.

—Ven.

Hubo un repentino silencio porque ésta era una voz diferente y los hombres retrocedieron asombrados. De cada extremo del círculo se adelantó un ser sobrenatural, todos ellos mucho más altos que cualquier hombre o mujer del linaje mortal y tan deslumbrantes que parecía que el sol hubiera salido de nuevo, allí, en esa desolada ladera de la colina. Era la gente de Túatha Dé; habían observado y esperado hasta que este combate, este debate se acabara. Ahora se adelantaron, con sus rostros graves y pálidos, sus voces como el brillo del agua sobre los guijarros o el distante trueno de una tormenta de otoño.

—Soy Deirdre del Bosque. —Una mujer se me acercó, con una mano larga y ancha extendida. Su cabellera caía sobre su espalda como una cortina de seda oscura; sus ojos eran del azul intenso del cielo al atardecer, un color que se repetía en los pliegues de su manto—. El tiempo pasa. Estamos preparados.

—Ven, hija del fuego. —Era un hombre el que habló, si a una criatura tan sobrenatural se le puede llamar hombre: su pelo era de un rojo muy brillante, una aureola de llamas que bailaban y chisporroteaban alrededor de su cabeza. Sus ojos, también brillaban con fuerza: maliciosos, peligrosos—. Tu larga labor te espera. Ven ya.

—Te llevaremos allí. —Este otro ser tenía una voz como el océano, suave y poderosa, un sonido como las olas lamiendo en las cámaras resonantes de Honeycomb. El mar te llevará—. No puedo decir cómo era; excepto que era una cosa de agua, transparente, pero real; un ser cambiante con una melena frondosa y ojos salvajes; y manos y pies fluidos como la marca en las pozas de las rocas.

—Todavía no. —El cuarto ser habló, y todos se volvieron para mirarle—. Era poco más que un alboroto en el aire; la huella de una vestimenta brillante, el resplandor, ahora aquí, ahora desaparecido, de un par de ojos profundos, el fulgor del cabello como mechones de joyas moviéndose en la brisa. —Esto tiene que acabar ahora. Sigue adelante.

Era una orden que no podía ser rechazada: una voz de poder, pero no era a mí a quien dirigía estas palabras. El hechizo que había lanzado se rompió abruptamente, hecho trizas por alguna magia más poderosa. Sentí las manos de mi padre en mis hombros, agarrándolos firmemente, mientras lady Oonagh se adelantaba hacia mí, un poco insegura sobre sus pies, extendiendo sus largos dedos depredadores.

—¡Te destruiré! —chilló ella, temblando de pies a cabeza, y la amenaza en sus ojos oscuros era suficiente para helar la voluntad más férrea—. ¡Te despedazaré miembro a miembro, tú, pequeña y enfermiza!

Alrededor de ella los grandes señores y señoras de Túatha Dé Danann permanecieron silenciosos y quietos. Las manos de mi padre eran fuertes y cálidas; en su tacto sentí su amor. Conor salmodió antiguas palabras para sí. Todavía ardía la barrera de llamas, haciendo retroceder a aquellos que pretendieran intentar una intervención imprudente con espada o lanza. No sentía ningún miedo mientras la veía acercarse, aunque el veneno en sus ojos era real y amenazador. No sentía nada más que el vacío dentro de mí y el conocimiento de mi propio poder.

—Esto es para que lo hagas tú, Fainne —dijo la Dama del Bosque suavemente—. Así debe ser. Acaba con la larga oscuridad. Utiliza lo que has aprendido.

Y así mire directamente los ojos de mi abuela, que eran el vivo reflejo de los míos, y recité las palabras de un pequeño encantamiento que había perfeccionado hacía muchos años, bajo su tutela. Siempre había sido muy buena en esto, y ahora la magia fluía a través de mí, tan fuerte y segura como en los días de Kerry, los días antes de que me fuera lejos de mi casa y aprendiera que el amor es la cosa más cruel de todas. En el momento antes de cambiar, vi el reconocimiento en sus ojos, el conocimiento de su propia derrota y el terror.

—De todo el mal que has hecho —le susurré—, hay una cosa, precisamente una, que no te perdonaré nunca. Pero no te mataré. Puedes tener tu oportunidad como el resto de nosotros. —Entonces chasqueé mis dedos y la temible hechicera se convirtió en un pollo de granja, cacareando y picoteando de este lado y del otro a mis pies, asustado por la gente. Chasqueé mis dedos otra vez y una pequeña serpiente se deslizó y se enroscó allí, reluciente, oscura como una mora madura preparándose para escapar, hasta que la convertí en una cucaracha de un negro brillante que se escabullía. En un sitio detrás de mí, hubo un alboroto de plumas, un leve cambio en el orden de las cosas, Moví mi mano y susurré; la cucaracha se convirtió en un orondo ratón de campo, bien alimentado con el grano recogido la temporada anterior. Se escondió tras una gran piedra con musgo, un buen refugio para una pequeña criatura salvaje. Pero cuando el ratón llegó allí, la piedra rodó, sutilmente y en un instante un pájaro se precipitó raudo y mortal para volver a elevarse con la criatura chillando y defendiéndose, firmemente agarrada a su pico. El búho andrajoso aterrizó limpiamente encima de la gran piedra con musgo; tragó una vez y todo lo que pudo verse del ratón fue la cola agitándose frenéticamente sobresaliendo del final del pico. El búho tragó de nuevo y el ratón había desaparecido. Ninguno de nosotros dijo una palabra.

—Ven, Fainne. —La Dama del Bosque alargó su pálida y suave mano otra vez, indicándome que la siguiera—. Es la hora. —Se volvió a los hombres allí reunidos, a Sean y Conor y a los líderes de Bretaña y Erin por igual—. La chica dijo la verdad —advirtió ella—. Escuchad sus advertencias. Y las mías. Después de esta noche, nada puede permanecer aquí, a salvo. Después de esta noche ningún pie humano andará por estas orillas, excepto los de esta joven. Utilizad los barcos que podáis, trasladad a vuestros hombres de aquí sin pérdida de tiempo, y navegad a un puerto seguro. Porque si permanecéis en las Islas pereceréis todos. La profecía se ha cumplido. La búsqueda ha terminado. Iros a casa, y empezad vuestras vidas de nuevo.

—Incluso ahora vuestros hijos están acordando la paz. —Era la criatura de la cabellera de fuego la que habló, su voz tan solemne y profunda como el trueno—. Sea tan fácilmente esto acordado, gracias a alguien tan sabio y valeroso como el hijo de la profecía. Porque no lo dudéis, el joven también ha intervenido aquí; sin él la batalla no se hubiera ganado porque es él el que da a vuestros hombres el verdadero corazón que los sostiene. Sin él, la paz no sería posible entre Northwoods y Sieteaguas, entre Harrowfield y su vecino. Johnny es el hijo que hemos hecho; su linaje es nuestra creación. —Oí una leve tos detrás de mí; los Antiguos parecían tener una opinión distinta sobre esta cuestión, pero no estaban argumentando el tema—. El chico es un excepcional y brillante ejemplo para todos nosotros. Seguidle y disfrutareis de la paz a ambos lados del agua. Seguidle y preservaréis ambas tierras y bosques por un tiempo. Por un tiempo. —Había una profunda tristeza detrás de sus vibrantes palabras.

—Ven, Fainne.

No podía rechazar seguirles. Verdaderamente había llegado el momento. Los guerreros se estaban dispersando rápidamente; algunos, bajo las órdenes de Snake, se dirigían al atraque para cargar los barcos y prepararse para la partida. Había muchos hombres para transportar desde la orilla y sería necesario un milagro en la organización de la huida. Pero los hombres de Inis Eala eran buenos en estas cosas. Al caer la noche todos estarían lejos, a salvo. Guerreros vestidos de verde estaban levantando el cuerpo roto de Eamonn, ocupándose de la lanza. Hombres de Sieteaguas estaban cubriendo la figura de Finbar con un pedazo blanco de tela que llevaba el símbolo de dos torques entrelazados. Sean estaba mirando hacia el puesto de guardia, pues Edwin de Northwoods estaba allí esperando.

—Un momento —les pedí a mis guías del Pueblo de las Hadas, porque pensé que puesto que esta despedida era para siempre, podían concederme por lo menos un poco de tiempo. Me volví hacia mi tío, el señor de Sieteaguas.

—Diles a las chicas que no las olvidaré —dije tan firmemente como pude—. Me enseñaron todo sobre la familia, y sobre muchas otras cosas. Quisiera estar segura de que se le dé a Eamonn una buena despedida, con luces y música y honor, porque aunque cometió muchos errores, al final murió valientemente. Y dile a Maeve… dile que lo siento, que lo siento muchísimo.

Había pena en los ojos de Sean, pero también cierto respeto. Asintió, y me besó en una mejilla y después en la otra, pero no dijo una palabra.

—Adiós, tío —le dije a Conor.

—Adiós, querida. —Su expresión era muy grave—. Esta es una larga despedida. Quisiera poder ayudarte. Eres muy joven, para tanta responsabilidad. Demasiado joven, con toda tu vida por delante.

—No parece que importe —susurré, las lágrimas empezando a rodar—. Haré esto, pues parece que es para lo único que sirvo.

—¿Lo único? —respondió Conor—. Un gran y maravilloso único, yo creo.

Él no entendió. Ninguno de ellos entendió el vacío dentro de mí. Me volví a mi padre.

—¿Padre?

Ciarán me miró, su rostro muy pálido, sus ojos oscuros, todavía cautelosos, incluso ahora.

—Tengo gran fe en ti, hija —dijo—. Siempre la tuve, gran fe y gran orgullo. Y te quiero. Nunca olvides esto.

—Padre, ¿volverás ahora? ¿A casa, a Sieteaguas? Te necesitan, Conor es viejo y está cansado. Ya es hora de que los lazos de la familia se rehagan y de que la sabiduría de tu clase se renueve en el bosque. Y hay una niña pequeña allí que puede ser una gran mística, sí tú la enseñas. He hecho mucho daño, padre, pensando sólo en proteger a los que quería. Quería mantenerte a salvo y, y…

Mis palabras se desvanecieron en el silencio.

—Has sido muy fuerte; suficientemente fuerte para todos nosotros al final. Consideraré lo que me pides. —Miró a la forma amortajada de blanco que yacía en el suelo cerca de nuestros pies—. Quizá ya sea tiempo para que se curen al menos estas heridas. Ahora, adiós, hija. Se agachó para besarme en la frente. —Que la mano de la diosa descanse en ti; pueda el sol calentar tus días y la luna iluminar tus sueños.

—Adiós, padre, te llevaré siempre en mi corazón.

Pero mientras el Pueblo de las Hadas me llevaba a la orilla, donde una barca larga y oscura esperaba sobre los guijarros, me parecía que mi corazón estaba vacío, ahora, limpio de todo lo que había contenido y que nunca más se podría llenar. No parecía importar lo que me esperaba, lo solitario y peligroso de mi misión. No parecía importar lo que dejaba atrás. No entendían esto, ninguno de ellos lo entendía. Los Antiguos tenían razón. Me había deshecho de mi único tesoro. No había sabido cuánto tenía que perder hasta que ya se había ido. Ahora, por mi propia elección, lo había perdido todo.

El barco se alejó de la orilla sin ninguna vela ni remo a la vista, sin ninguna tripulación en su peligrosa travesía hacía La Aguja. Detrás de mí, en la orilla, el Pueblo de las Hadas observaba grave y silencioso. Agarré a Riona fuertemente en mis brazos como si volviera a ser una niña pequeña mientras el barco navegaba cada vez con más rapidez, lejos de la tierra.

—No fue justo —susurré fieramente—. Darragh era muy bueno. Nunca hizo nada malo y ella lo mató y todo fue por culpa mía. Y Finbar murió por mí, porque le hice venir aquí. Nadie comprende. Nadie sabe, Esperan que me sienta como una especie de heroína, como si estuviera llena de grandes propósitos. Pero no queda nada en mí, excepto vacío.

Y creí oír una leve y silenciosa voz que procedía de la muñeca mientras miraba en sus ojos oscuros e inescrutables. Lo sé —dijo ella—. Yo, a quien Niamh hizo con sus propias dos manos, puntada a puntada, hilo a hilo; yo sé lo que es el amor.

Miré hacia atrás, hacia la orilla, donde Conor y mi padre estaban ahora, uno al lado del otro, levantando, la mano en gesto de saludo y de adiós. Sus figuras se volvieron más y más pequeñas, hasta que al final ya no se veían tras el pequeño barco navegando hacia adelante, empujado por la corriente, arrastrado aún más rápidamente hacia las traicioneras rocas de La Aguja. Cerré mis ojos y me rendí a lo que fuera.

El Pueblo de las Hadas viaja más rápidamente que el viento del oeste: más sutilmente que una sombra. Estaban esperando allí cuando el barco llegó, a través de aguas arremolinadas hasta La Aguja, arrastrado hasta una caverna bajo las rocas al lado de un saliente toscamente tallado. Esto formaba una especie de dique, aunque no puedo imaginar que una embarcación sin magia pudiera llegar a un atraque tan extraño. La Dama del Bosque volvió a extender su mano para ayudarme a desembarcar y conducirme por una serie de escalones imposibles tallados en el lado más escarpado de la roca. ¡Quién podría vivir en semejante lugar! El más ligero viento podía arrojarle a los arrecifes de abajo. ¡Y cómo podría sobrevivir! Me vi a mí misma dirigiéndome hacia una muerte solitaria con una dieta de algas de mar y algún molusco ocasional arrancado de la roca con dedos sangrantes. Una vida de ermitaño. Era posible, desde luego. Existía un lugar así en Kerry, los Skelligs, y los monjes cristianos habían resistido allí durante las invasiones vikingas, durante el pillaje y asesinato, durante las tormentas de Meán Fómhair y las duras garras del invierno. Año tras año, se habían aferrado a su pináculo, su aislamiento fortificando su fe y agudizando sus mentes para contemplar mejor los misterios. No entendía la manera de los cristianos. Mis estudios me sugerían que les faltaba respeto por cosas como: el poder de la tierra y del sol, la fuerza del agua y la pureza del aire. Éstas son las piedras de toque de la vieja fe, porque sin ellas, sin el conocimiento de la luna y de las estrellas, sin la comprensión de todas las existencias, ¿cómo podría uno dar sentido a las cosas? Somos parte de esas maravillas, ligados a ellas como un niño recién nacido está unido a su madre; si no las conocemos, no nos conocemos a nosotros mismos. Hay tantas manifestaciones de la belleza: el raudo ciervo, el lustroso salmón, el delicado reyezuelo y la misteriosa estrella de mar, el fuerte olmo y el esbelto abedul. Y allí están las cosas, más allá del límite, que se muestran muy poco. Los inescrutables y cambiantes seres del Más Allá, que andan a nuestro lado, a través de nuestras cortas vidas, invisibles, excepto cuando quieren o cuando nosotros aprendemos a cruzar la divisoria. En Samhain podemos verles o tal vez en sueños y visiones; pero no es como antes, cuando los Antiguos andaban por la tierra y las fronteras eran poco visibles entre las grandes cosas que son y las que son sus guardianes. En cuanto a los humanos, somos una pequeña parte en su largo camino, tan pequeño y, sin embargo, cada uno de nosotros es preciado, una joya de gran valor, y cada uno de nosotros es diferente. El Pueblo de las Hadas podía no verlo así. Yo suponía. No podían entender cómo la pérdida de una simple vida humana pudiera pesar tanto porque sus pensamientos estaban en el gran orden de las cosas. Mi importancia estaba sólo en el rol que jugaría para ellos.

Llegamos a lo alto de las escaleras. Me fallaba la respiración y estaba mareada porque no había comido nada desde que dejé Inis Eala. Aquí la superficie de precipicios daba lugar a una pequeña planicie cobijada por una pared de roca natural. Había matas de serbal creciendo espesas con hojas y frutos, aunque apenas era primavera. El viento no azotaba este pequeño lugar de cobijo. Es más, había una extraña sensación de calma en él, como si de alguna manera estuviera aislado del resto del mundo, de la tormenta y la helada, del paso de las estaciones, quizás incluso del tiempo mismo. En el centro de este espacio abierto surgía un manantial entre piedras planas que formaba una poza en las rocas, antes de fluir por un estrecho canal hasta el borde y precipitarse al mar, allá lejos. Había una pequeña copa al lado de la poza. O alguien vivía allí o había vivido, o el sitio había sido preparado para mí.

—Hace mucho tiempo —dijo la Dama del bosque—, desde que hombre o mujer habitaron este lugar. Hubo una vez un druida. Es una vocación difícil: La Aguja ha estado deshabitada desde el tiempo anterior a la memoria de hombre o mujer viviente, o de sus padres o de los padres de sus padres. Estuvimos muy cerca de perder todo Sieteaguas, de dejar ir las Islas. Los invasores talaron los bosques sagrados y profanaron el manantial santo; anduvieron por las cuevas de la verdad. Pero no vieron nada. No comprendieron nada. Los misterios se revelan sólo a unos pocos. Sólo a aquellos que entienden la norma.

—Si esto es así —le pregunté, ¿por qué no dejáis las cosas como están? ¿Por qué necesitáis un débil instrumento humano como yo para quedarse aquí y vigilar este sitio como una especie de cuidador? ¿No puede cuidarse solo? Podríais mantener a la gente alejada con magia, ¿no? ¿Nieblas, tempestades, monstruos marinos? ¿Por qué necesitáis al hijo de la profecía?

El fiero señor apareció a su lado, había notado una cierta extravagancia en su estilo; parecía aficionado a repentinas duchas de chispas y a destellos de luz llenos de colores.

—Ah —dijo con una sonrisa lúgubre—. La explicación está en las palabras mismas. Una profecía debe ser respetada. Uno puede ayudarla un poco, pero al final gobierna el devenir de las cosas. Hace mucho tiempo que sabemos que nuestros días están contados. Hemos sabido que esta profecía debe cumplirse si queremos tener una posibilidad de preservar lo más preciado para nosotros. Nuestra era está llegando a su final. A los Antiguos les ha ido mejor porque aunque sean débiles y lisiados, poseen, sin embargo, la sabiduría de la tierra misma, la habilidad para mimetizarse y ser invisibles en medio de las cosas y resistir. Los Túatha Dé tienen artes diversas. Una vez fuimos verdaderamente grandes, gobernantes del reino de Erin, supremos y poderosos, verdaderamente resplandecimos; en nosotros estaba la encarnación del misterio y la maravilla, magia y encantamiento. Pero el mundo cambia. En esta época de seres humanos nuestros lugares de refugio son pocos, el bosque de Sieteaguas es uno de los últimos; y mientras lord Sean gobierne allí, y después de él el chico Johnny, podremos andar bajo esos olmos con segundad. El gran druida es una de las verdaderas gentes de Sieteaguas; conservará los preceptos de la vieja fe e inspirará a otros y Ciarán también tendrá su tiempo y su influencia; a pesar de todo es su hijo. El hombre tiene un corazón fuerte y mucho que dar. Ellos ganarán una estación, un año, la duración de una vida para el bosque y sus habitantes, pero llegará un tiempo, no muy lejano, cuando incluso ese antiguo bosque caerá víctima del hacha para darle al hombre tierras de pasto. Sus asentamientos, sus torres, sus murallas. Cree en su ignorancia que puede domar la tierra, y forzar al mismo océano a hacer su voluntad. Y así dejará baldío el cuerpo de la madre que le dio la vida y no sabrá que lo hace. Las viejas costumbres serán olvidadas, Fainne. No importa lo que hagamos. Una nueva era empieza; una era de oscuridad en la cual los que viven en la tierra estarán separados de las mismas cosas que les dan la vida.

—Sin ti, todo estará perdido —habló el ser que parecía hecho sólo de aire y de luz. Todo lo que podía ver de él eran sus ojos luminosos y los hilos dorados de su pelo. Porque mientras los misterios permanezcan vivos en el corazón de una sola criatura humana, mientras el conocimiento de nuestra especie viva allí a salvo, entonces, no desapareceremos para siempre, sino simplemente esperaremos soñando hasta que el tiempo llegue para la renovación, el renacimiento de la sagrada alianza, el conocimiento del gran círculo de la existencia.

—Debes conservar estas cosas vivas, Fainne —dijo el ser como agua, cuya larga cabellera se ondulaba alrededor de su espalda como delicados hilos de algas. Creo que vi pececillos entrando y saliendo de las frondas—. Este es el legado que depositamos en ti.

—Pero… —empecé, había una pregunta bastante evidente surgiendo en mis labios.

—Ven, déjanos enseñarte.

La Dama del Bosque tomó mi mano de nuevo y me llevó al muro de roca y vi que había una abertura allí, una simple brecha, astutamente oculta, de modo que se podía pensar que fuera sólo una leve irregularidad en la superficie, quizá sólo una sombra.

—Hay mucho más aquí de lo que se ve —dijo gravemente—. Estas aberturas no son fáciles de encontrar: así guardamos lo poco que nos queda. Una vez dentro descubrirás que esto es un reino mucho mayor del que imaginabas.

—Así como el espíritu arde brillantemente y parece a veces demasiado grande para contenerse en un pequeño caparazón del cuerpo, lo mismo sucede con este lugar —dijo el ser-agua suavemente—. El mundo interior es más ancho y más complejo que el exterior, más profundo y más intrincado. Aquí verás muchas cosas: verás lo que era, lo que es y lo que puede ser. Observarás y te acordarás.

Era verdaderamente como dijeron. La ranura en las rocas daba lugar a un pasaje y éste a una caverna mayor, mucho mayor en altura y anchura de lo que la estrecha planicie exterior parecía indicar. Y había otras grutas, que conducían, fuera de la cámara central en cada extremo. A través de una abertura, apercibí una cálida luz dorada y un lugar para dormir con almohadas y suave ropa de cama y una manta que parecía la piel peluda de algún animal salvaje. Mis ojos se abrieron de extrañeza.

—Mira aquí, Fainne.

El propósito de esta cámara central se evidenció rápidamente para mí, educada como había sido en el conocimiento de los misterios y la práctica del ritual. En el medio había un recipiente de bronce, ancho y poco profundo, vacío ahora, cerca había una jarra labrada y de material similar, situada en una plancha de granito. Encima de esas vasijas ceremoniales, el techo de la caverna se arqueaba hacia arriba y en el centro estaba descubierto. Me pareció que el agujero circular en las rocas estaba situado con precisión, al igual que los menhires en Kerry tenían cada uno su posición y su razón de ser. Esta abertura mostraba un pequeño trozo de cielo azul sin nubes. Era quizá mediodía, tal vez más tarde. Esta noche puedo mirar hacia arriba y ver una estrella preciosa; o una oscuridad profunda y aterciopelada y el silencio. En ciertas épocas del año los rayos del sol atravesarían la piedra convirtiendo el agua ritual en ruego viviente. Ésta era una gruta igual al lugar en el que Finbar había vivido solo, allá lejos en lnis Eala. Un lugar antiguo. Un lugar seguro. La mano de la diosa se extendía sobre él y su cuerpo maternal lo sujetaba. Si las viejas costumbres fueran preservadas, conservadas intactas en la memoria de una sola persona humana, en el latido de un solo corazón humano, seria aquí. Pero ¿por cuánto tiempo? Abrí la boca para hacer la pregunta y el ser-océano agitó su extraña mano en forma de alga por encima del recipiente de bronce y éste se llenó instantáneamente de agua clara. Cerré la boca sin hablar. La criatura que era más luz ligera que sustancia se inclinó y respiró en el agua y su superficie cobró vida en una mezcla de diminutas imágenes, brillantes como flores de verano que se agitaban y cambiaban en un complejo y fascinante dibujo.

—Ven, hija del fuego —dijo el ser con los cabellos en llamas—. Te enseñaremos.

La Dama del Bosque cogió mi mano izquierda y él la derecha y juntos miramos dentro del agua. Había tanto allí, demasiado. Estaba mezclado y fragmentado, pero dentro del intrincado movimiento podía ver cosas familiares, ahora aquí y ahora desaparecidos: un pez aleteando fuera del agua, jaulas abriéndose, criaturas huyendo rápidamente; un fuego ardiendo, y el rostro de un hombre contorsionado de dolor. Cerré los ojos con fuerza.

—Yo no sé ver el futuro —dije, tensa—. No soy buena en esto. Si éste es el trabajo que queréis que haga, os habéis equivocado de chica.

—Concéntrate —dijo la dama.

—Controla —dijo el feroz caballero—. Encuentras difícil esto no porque tengas poca habilidad, sino porque tienes demasiada. Tienes que reducir tu perspectiva. Céntrate en un tiempo, un lugar, una secuencia. Encuentra un modelo y elimina el resto hasta que lo necesites. Aquí está el funcionamiento de todas las existencias, Fainne. Aquí puedes encontrar lo que era: el movimiento sin fin de las estrellas, las voces de las antiguas rocas, los misterios de las profundidades del océano. Puedes leer las historias de nuestra especie, y tu especie, y la otra especie también. Puedes ver lo que es: incluso ahora, tu padre y los otros abandonando las orillas de las Grandes Islas; incluso ahora los bretones embarcándose hacia su casa, dejando tras de ellos una promesa de paz. El capitán de la nave que les transporta es un primo que nunca has conocido, Fintan, heredero de Harrowfield. Les espera un tiempo luminoso a estos hombres, un breve y luminoso tiempo.

—Verás estas cosas —dijo la dama—. Y se te mostrará lo que va a ser o lo que puede ser, pero hay un peligro que estoy segura comprenderás. Has sido elegida para esto, Fainne, por lo que tú eres. No hay límite para ti; nada te impide llegar a las más altas cotas de la magia, si es a lo que aspiras. La que te dijo otra cosa, te mintió a ti y a tu padre. Incluso entonces, incluso cuando no eras nada más que una niña, ella sintió el poder en ti; un poder al final muy superior al suyo. Su error fue creer que podía canalizarlo para hacer su voluntad. Subestimó tanto la fortaleza de Ciarán como la tuya. Es una paradoja, porque sin su sangre, la sangre de los parias, no serías lo suficientemente fuerte para esta misión. Lady Oonagh era una de nosotros. Su especie son nuestras sombras, nuestros equivalentes que andan a nuestro lado, conservando el equilibrio. Uno no puede existir sin el otro; y sin embargo luchamos, luchamos juntos eternamente. Así que ella te ha hecho fuerte. Tienes un profundo conocimiento para alguien tan joven. Aquellas habilidades que todavía no dominas, nosotros te las enseñaremos. ¡Oh, sí! —Levantó las cejas sonriendo ante mi gesto de sorpresa—. Vendremos de vez en cuando, por lo menos hasta que estés instalada en este lugar. Y ahora mira otra vez, escoge una simple imagen y concentra tu mente en ella. Haz que funcione para ti. Bloquea el resto.

Miré dentro de la poza, acordándome de la pequeña Sibeal y su total y silenciosa concentración. Tenía sólo ocho años. Tenía yo mucho terreno que recuperar. Entre el caótico baile de imágenes, había uno que me atrajo: tres niños echados sobre unas rocas cerca del lago. El lago de Sieteaguas. No lejos del torreón. Era verano; dos de ellos deslizaron sus dedos por el agua observando los peces. El tercero, un chico con un mechón de pelo oscuro, yacía boca arriba con los brazos estirados mirando al cielo. El chico se parecía a Coll; se parecía a mi tío Sean. Pero sólo había un hombre que yo conocía con esos ojos claros y profundos, ojos sin otro color que el de la sabiduría. Sin duda, lo que yo veía era una imagen de hace mucho tiempo, y este chico era Finbar, mirando, más allá del reino donde jugaban su hermano pequeño y su hermana, dentro de su propio y extraño destino. La diminuta imagen cambió pero era la misma. Las rocas, el lago, patos oscuros chapoteaban allí. Los tres chicos, hijos e hijas de Sieteaguas. Era todavía verano, pero un verano distinto y los niños eran distintos también: un par de gemelos, chico y chica, y con el cabello oscuro, agachándose para jugar con los peces que nadaban alrededor de los arrecifes; y otra niña, tan hermosa como el espíritu de otoño, con una melena de un rubio dorado. La diminuta niña morena, mi tía Liadan, dijo algo y Sean le dio un codazo en las costillas, y mi madre rió, sus dulces y puras facciones iluminadas por la risa. Me acerqué más al agua ansiosa por ver más, ansiosa por ver a esta niña como había sido una vez, antes de que la despojaran de la alegría. Pero la imagen se nubló y cambió de nuevo y vi a mi prima Sibeal, sentada con las piernas cruzadas en la misma piedra cerca del lago, y las manos entrelazadas sobre su regazo. Sus ojos parecían no ver nada y verlo todo. Me miró a los ojos y sonrió y la imagen desapareció.

—Aprenderás deprisa —dijo la Dama del Bosque mientras yo parpadeaba y me frotaba los ojos—. Aprenderás a conservar estas cosas en tu mente y en tu espíritu, a preservar lo que es valioso. Recitarás la doctrina; observarás los rituales. El sol y la luna te protegerán; el mar será el muro de tu fortaleza; la piedra viva, tu refugio seguro. Protege bien el misterioso vínculo entre la tierra y la vida que habita allí, y nuestra gran madre te apoyará.

Me sentí un poco mareada, y algo más perpleja. Quizá mis preguntas no importaran realmente. El legado depositado en mí era importante; debiera sentirme orgullosa, pero no sentía nada, excepto el vacío de mi corazón y los fríos surcos de mis lágrimas.

—¿Deseas preguntarnos algo antes de que nos marchemos? —La Dama del Bosque habló ahora con más dulzura, pero uno no podía olvidar lo que era. Esta especie no sabía nada de la bondad humana. Para ellos seguramente nuestras pequeñas vidas no tenían importancia en el orden de las cosas.

—Me pregunto… —aventuré.

—¿Qué pasa, niña?

—Tengo dos preguntas. Una chica humana necesita comida, calor, ropa para cubrirse, y los medios para calentarse en invierno, estoy preparada para estar sola, eso no es nada nuevo. Pero ¿cómo encontraré tiempo para llevar a cabo las obligaciones que requerís si a la vez debo arañar la vida de estas rocas desnudas? Sé pescar con caña, pero…

Los cuatro se pusieron a reír con una risa alta y profunda, cuyo sonido musical resonó por toda la estancia.

—Serás abastecida —dijo el señor fiero—. A través de un acto de inesperada bondad te has ganado extraños y leales amigos. Los Antiguos se asegurarán de que todo está aquí para ti según lo necesites; es más, insistieron en que este deber fuera suyo y solamente suyo; extrañas criaturas son. No será necesario que pesques —volvió a reírse entre dientes.

—Muy bien —dije mirando a mí alrededor y preguntándome cuántos ojos estaban observándonos. Los Antiguos se camuflaban muy bien, nunca sabías qué brizna de sombra, qué revoltijo de piedras quebradas podían sin aviso transformarse en un ser viviente. Por lo menos tendría algún tipo de compañía—. Hay otra cosa que no parecéis haber pensado —dije—. Mi abuela me dijo que nuestra especie vive muchos años porque tenemos vuestra sangre, nuestro ciclo de vida es mayor que la de los seres humanos corrientes. Pero no viviré siempre. Puedo mantener estos secretos a salvo hasta que sea una vieja arpía arrugada como lady Oonagh. Pero al final moriré y los misterios se perderán conmigo.

Los ojos acuosos del ser-océano se abrieron mucho y sus cejas frondosas se levantaron.

—Oh, no —dijo sorprendido. Los secretos no mueren contigo. No es así. Nuestra visión es mucho más larga que la simple vida de un guardián. Enseñarás estas cosas a tu hija para que ella a su vez pueda mantener el legado y transmitir la sabiduría a su propia hija. Pasarán muchos años, oh, muchos años, antes de que esta sabiduría pueda ser conocida por el mundo. Es por esta razón que escondemos las Islas, esta noche, del reino de los hombres. Una gran ola las sepultará, una neblina surgirá y las cubrirá. Los viajeros podrán buscar, pero ninguno de ellos encontrará este lugar de nuevo.

—Mi hija —asentí sin comprender—. Ya veo. Corrígeme si me equivoco, pero creí que hacía falta un hombre y una mujer para hacer un niño. ¿Va a ser el padre de este niño un cangrejo o una gaviota, tal vez? ¿O estabais planeando el naufragio de algún posible marinero en mi puerta para que pudiera utilizarlo convenientemente?

Hubo un repentino silencio. Tal vez se me había escapado algo. Los cuatro grandes seres de la Túatha Dé me miraron gravemente y entonces el señor del fuego alargó su mano y, ahí, delante mío en el aire, una frágil bola de cristal se suspendía, llorando, tan hermosa y brillante como una estrella.

—Conoces el Sortilegio —dijo él—. Enséñanoslo.

Me quedé mirándole horrorizada, muda ante tanta crueldad. Me tragué las palabras que brotaban de mis labios. Cae. Para. Ahora suavemente hacia abajo. ¿Cómo se atrevían? ¿Cómo se atrevían a jugar así conmigo? La bola no se estrelló contra el suelo. Cayó y se detuvo y se mantuvo, suspendida ahora, un palmo por encima de la superficie rocosa. Pero yo no había formulado ningún hechizo. La resplandeciente orbe parpadeaba en el brillo del cabello llameante del señor del fuego. Se agachó y lo cogió en sus manos.

—¿Ves? —dijo suavemente—. No eres la única que puede hacer esta hazaña de magia.

—Cangrejos, gaviotas, marineros errantes; creo que no —dijo la Dama del Bosque—. Creo que podemos hacer algo un poco mejor que esto.

Mi corazón dio un vuelco. Aterrorizada al pensar que no le había entendido bien.

—¿Qué quieres decir? —susurré.

—¿Qué tipo de padre puede necesitar un niño creciendo en este lugar aislado? —reflexionó—. Un niño así debería tener recursos y ser alegre y sabio. Necesitaría ser capaz de trepar y mantener el equilibrio y respetar a las criaturas salvajes, porque nos rodean en este reino circundado por el mar. Sería útil que pudiera enseñarle a nadar, ya que su madre no podría. ¿Qué más crees?

—¿Qué estás diciendo? —Mi voz se quebró de angustia. Estaba temblando como un abedul de invierno. Temía que me atormentaran porque no era posible, seguro. ¿Cómo podía ser? Los acantilados eran altos, las rocas eran afiladas, el océano te agarraba con una mano de hielo. Y a pesar de todo, la esperanza creció en mí, como la savia de primavera brota dulce y fuerte.

—Un poco de música para pasar el tiempo —dijo el señor del aire y de la luz—. Un poco de risa, un poco de bondad, paciencia y una razón para continuar. Esto sería el amor, tal vez.

—Nos parecía que existía solamente una elección —replicó el ser-Océano.

—¿Queréis decir que está vivo? —Casi no me atreví a formular las palabras, temiendo la respuesta. Pensé que mi corazón podía saltar de mi pecho porque me golpeaba como un gran tambor—. ¿Le salvasteis? ¿Pero cómo pudo ser? ¿Cómo pudo sobrevivir en ese mar traicionero después de semejante zambullida? ¿Y dónde está ahora? ¡No me mintáis, oh, por favor!

—Calla, niña. Tenemos que irnos pronto. Esta no es una cuestión sencilla porque no fue fácil arrebatarle así de las fauces de la muerte y preservar su vida. —La Dama del Bosque estaba verdaderamente seria. Una sombra le cubría el semblante—. Ha sido necesario hacer un pequeño reajuste al orden de las cosas para que esto fuera posible. Y no está aquí, todavía no. No vendrá a ti tan fácilmente porque hay otro tipo de prueba, una que te has impuesto tú misma.

—¿Qué prueba? —Tenía frío otra vez y estaba desconcertada por sus palabras—. ¿Qué debo hacer?

Ella suspiró.

—Te ha seguido a los confines de la tierra. Ha renunciado a todo aquello que atesoraba por ti. Tiemblas de alegría ahora que está vivo y, sin embargo, lo echaste de tu lado una y otra vez. Quizá demasiado a menudo. Quizás esta vez no regrese sabiéndose incapaz de soportar que le apartes de nuevo.

Los cuatro estaban empezando a desvanecerse, empezando a irse, ya. Sus formas se iban haciendo transparentes y atenuadas hasta que pude ver muy poco de ellos, excepto los ojos, tristes, orgullosos, no totalmente carentes de compasión.

—¡Decidme, oh, por favor, decidme lo que debo hacer!

La Dama del Bosque fue la última en irse. Su voz ahora parecía tan frágil y efímera como el suspiro de la brisa en las hojas del gran bosque. Un suave crujido de despedida.

—Debes bajar a la orilla del mar y esperarle —dijo—. No habrá más que una oportunidad. Desperdíciala y le perderás para siempre. Debes abrir tu corazón y hablar con la verdad de tus labios. ¡Ah, todavía no! —añadió al ver que me precipitaba hacia la entrada—. No hasta el crepúsculo. Debes esperar a la hora del cambio. Será sólo entonces cuando podrás traerle a casa. —Su figura ensombrecida se borró y se difuminó en la nada.

En la hora en que el claro azul del ocaso de la tarde empieza a apagarse y a oscurecerse, como si una brocha se extendiera sobre el vasto cielo para pintarlo en el tono de la lavanda seca, el matiz del ala de la paloma, el color del liquen sobre la piedra antigua, bajé descalza por las escaleras, toscamente talladas, todo el camino hacia abajo hasta un lugar donde las grandes rocas planas sobresalían del mar, en el lado sur de La Aguja. Habría momentos en que el agua lamería las superficies hendidas de esas piedras monumentales. Incluso ahora sus rincones secretos contenían pequeñas pozas, cada una de ellas con su delicada parte de vida, frágiles criaturas del mar colgadas, frondosas anémonas e iridiscentes renacuajos no más largos que una simple pestaña. Pero ahora, la alta superficie de la roca estaba seca. Allí me senté con las piernas cruzadas y la espalda recta, con la mirada fija en las aguas oscuras delante de mí. Sentí el calor atrapado allí, en la antigua piedra y el abrazo de la tierra, mientras devolvía la vida solar a mi cuerpo.

Las palabras vinieron en silencio, como había pasado antes. Esta roca es tu madre, te sostiene en la palma de su mano. Este calor es tu padre, te da su vida, su espíritu y su fortaleza. A pesar de la serenidad de la hora y del lugar, mi corazón latía con fuerza mientras la luz se desvanecía. El mar se oscurecía y no vi nadadores ahí en su frío abrazo, ni hijos ni hijas de Manannan mac Lir jugando con el oleaje mientras el sol bajaba al oeste en algún lugar más allá de las colinas de Kerry. El agua susurraba a mis pies, bañando y lamiendo las viejas piedras como si lavara el pasado y lo hiciera todo nuevo y limpio. Una gran inundación, un pozo de lágrimas. Pero no habría nunca lágrimas suficientes para compensar lo que había hecho. Si hubiera un tesoro abandonado en esta orilla salvaje, ¿quién merecía menos recibirlo que esta hija de hechicera, que había herido a tanta gente buena en sus torpes maneras? ¿Cómo se podría enderezar esto?

Las palabras volvieron otra vez, palabras secretas traídas por el susurro del viento del oeste, suspiros en el profundo oleaje del mar. Este aliento es una promesa, un regalo de amor y lealtad. La marea cambia; todas las cosas cambian y renacen. La tierra sufre y aguanta. El océano tiembla esperando la renovación. Las cosas hermosas perecen y la inocencia muere. Pero la esperanza sobrevive mientras el Vigilante mantiene su fe, arriba en La Aguja. Esta es la forma de la verdad.

Temblé al oír las palabras pero me mantuve quieta allí, en las rocas, porque me parecía que no había nada más que esperar y esperar. Si perdía la esperanza, entonces sí que verdaderamente no quedaría nada, nada en absoluto. Fuera, en el agua oscurecida, hubo un repentino movimiento que no era el oleaje o algas enredadas. Seguramente… seguramente serían criaturas con lustrosos cuerpos, cabezas redondas, criaturas del mar jugando, sumergiéndose, bailando en la marea. Sus formas, la verdadera esencia, del cambiante y fluido elemento en el que habitaban con tanta alegría. Entrecerré mis ojos y miré con insistencia, más cerca. Sí. Sí. Eran selkies, cinco o seis, moviéndose y haciendo círculos, apenas fuera de la orilla. De vez en cuando levantaban sus cabezas del agua, la piel oscura y lustrosa brillando en la última luz, y fijaban sus ojos acuosos y plañideros en mi, sentada, colgada de las rocas de La Aguja. Seguramente se acercarían. Seguramente aquí, donde la piedra descendía ligeramente en el agua, un selkie podía deslizarse hasta la orilla, y… y… pero no vinieron y ahora el sol se iba poniendo bajo el horizonte, allí lejos en el oeste, y era casi el crepúsculo. Esto sería mí castigo, quizá, por atreverme a esperar que, después de todo, se me pudiera conceder el maravilloso regalo de tener en mis brazos una vez más aquello que tanto amaba y creía haber perdido para siempre. Ésta era mi condena por atreverme a creer, incluso por un momento, que la diosa pudiera pensar que yo merecía tal bondad. Susurré su nombre mientras los selkies parecían ir a la deriva, lejos de la isla, incluso más lejos, hasta desaparecer de mi vista, hasta que apenas podía verlos en la media luz. Darragh, susurré como una tonta, enferma de amor. Oh, por favor. Oh, por favor.

—Tendrás que hacerlo un poco mejor que esto —dijo una leve voz, seca, a mi izquierda. Me sobresalté y miré hacia abajo. Esta vez no se había tomado el tiempo de transformarse; era el pequeño andrajoso búho, aunque no había oído ninguna señal de vuelo ni de aterrizaje—. Tendrás que hacer un trabajo de verdad y pronto. El crepúsculo no dura mucho. Pronto será oscuro y demasiado tarde.

—Piensa, niña, piensa —dijo una profunda voz quebrada a mi derecha. Una voz que parecía venir de las mismas rocas. ¿Era esa grieta una especie de boca? ¿Ese limpio y redondo agujero con una concha brillante una especie de ojo? Los Fomhóire estaban por todos lados. Así habían sobrevivido durante innumerables eones mientras otros eran asesinados o exiliados—. Piensa —dijo la voz de nuevo—. Utiliza tu cabeza. Recuerda.

—No puedo —susurré. No puedo verle. Seguro que es demasiado tarde—. Y sin embargo, allí en el agua, ¿no había un selkie, abandonado al atardecer, con los ojos brillantes mirando hacia tierra, que parecía no tener ganas de nadar detrás de los otros mientras recorrían su camino al este hacia las abrigadas bahías de las islas mayores? Él esperaba, pero no esperaría siempre. ¿Qué se suponía que debía hacer? No podía llamarle. Esta era una criatura salvaje, mi voz le haría huir asustado. Piensa, Fainne. Recuerda. Recuerda.

—Cantando —me susurré mientras, recordaba. Darragh tocando la gaita tan dulcemente y tratando de convencerme para que me uniera a él. ¿Qué había dicho? Algo sobre focas, era. Apuesto a que podrías cantar y conseguir que las focas salieran del océano, si probaras, dijo. Que la diosa me ayude. ¿Cómo podría cantar y hacer que esta maravillosa criatura se acercara a la orilla, yo con mi voz rota y llorosa, que es igual que el grito de una criatura pequeña y perdida en las marismas, graznando sola en los arrecifes? Miré a los ojos acuosos del selkie y él me devolvió la mirada y supe que eso era exactamente lo que tenía que hacer. Que la mía era la única voz que podría devolverle a casa porque atragantada y rota como era ¿no era la voz del amor?

—Apresúrate, ya —me alentó la criatura-búho. Demasiado tarde cuando oscurezca.

Y verdaderamente, allí en el mar, el selkie giró su cabeza para mirar donde estaban los otros y lo hizo de nuevo para mirarme a mí. Así que, respiré hondo y empecé a cantar. Mi voz era débil y desafinada. Un pequeño hilo de voz arrebatado por el viento del oeste. Seguramente una canción era demasiado pequeña para que llegara tan lejos hasta donde estaba la criatura que se balanceaba por el oleaje. Me estaba mirando.

—Bien —dijo la criatura-búho mintiendo claramente.

—Más —me animó el ser-roca—, más, más fuerte. Te oye. Rápido, ahora.

Parecía oírme porque nadó más cerca e imaginé ver algo similar al reconocimiento en esos extraños ojos, oscuros, apenados con la brutalidad del océano en ellos. Empecé otra vez. El calor de las grandes piedras me penetró. El viento del oeste me dio aliento. La voz del mar me prestó un profundo contrapunto al fluir entrecortado de mi melodía. Seguí cantando mientras la luz desaparecía y el agua se volvía negra como la tinta, mientras las sombras extendían sus largas manos sobre mí y el cielo se teñía del color violeta profundo del atardecer. Mi voz era un hilo patético de sonidos informes en la inmensidad de este lugar remoto. Mi melodía inconexa, mis palabras entrecortadas. Pero canté mi canción desde lo más profundo de mi corazón y vertí en ello todo el amor y el deseo que había mantenido oculto. Todas las cosas que nunca le había dicho porque no podía se las canté, ahora, en el crepúsculo. Esperando el tiempo del cambio.

Ven a mí ahora, mi hermoso

resplandeciente de piel, selkie de ojos salvajes,

hijo del océano, poderoso nadador, ven.

La noche se oscurece, el aire se enfría,

nada hacia la orilla, busca tu cobijo.

Salvaje es el viento del oeste,

refresca la marea de primavera.

Muchacho de mi corazón, mi hermoso,

vuelve a casa, vuelve a casa a mí ahora.

Mucho he esperado para tenerte cerca,

mucho he anhelado tenerle a mi vera,

a salvo en el círculo de mis brazos.

Las últimas luces se desvanecieron. A mis pies, cerca, en la orilla, el selkie esperaba con su lustrosa cabeza oscura, apenas visible sobre el agua, sus ojos redondos clavados en los míos. Mi canción llegó a un vacilante final. Extendí mi mano mientras el atardecer se hizo noche y mis dedos se aferraron a la mano fuerte de un hombre. Estiré con todas mis fuerzas mientras las lágrimas volvían a rodar por mis mejillas, y al final, ahí, en las rocas, a mi lado, tumbado, tiritando, bajo la primera luz borrosa de la luna naciente, estaba mi amor, empapado, temblando de la cabeza a los pies y sin rastro de ropa en él. Puse mis dos brazos alrededor suyo mientras me agachaba a su lado y me pregunté por qué había dudado de que volvería a mí. ¿No había sido siempre el más fiel de los amigos?

—Lo siento —susurré—. Lo siento, Darragh. ¡Oh, siento tanto haberte hecho esto!

* * *

Parpadeó y meneó su cabeza como si no estuviera seguro de lo que era: hombre o foca. Quizá, si se creyeran las historias, de ahora en adelante nunca sería mucho ni lo uno, ni lo otro. Estaba temblando tanto que sentí los espasmos a través de mi cuerpo al abrazarle. Traté de desatarme el chal para ponérselo alrededor.

—Lo siento —dije otra vez entre lágrimas de alegría y de pena.

Darragh se puso de pie con cuidado. Su cuerpo era muy pálido a la luz de la luna. Pálido y desnudo y muy, muy hermoso. Trague saliva.

—Es posible vivir aquí —continué diciendo, queriendo que él hablara, pero temiendo que lo hiciera también porque le había abierto mi corazón y ahora empezaba a pensar si habría sido un disparate. Después de todo, me había vuelto la espalda una vez antes, cuando había ansiado su contacto—. Hay comida y agua en el refugio, pero no es mucho. No podemos abandonar este sitio, lo siento. Por culpa mía has perdido todo lo que podrías haber tenido.

Darragh me miró en la penumbra.

—Siempre dijiste que no po… podías cantar —observó a través de sus dientes que castañeteaban—. Me gustaría mucho oír esa canción otra vez. La melodía más bonita que he oído nunca, era. ¿Me la cantarías otra ve… vez si te lo pido cariñosamente?

Sentí que me sonrojaba.

—Puede —dije—. Ahora mismo debemos encontrar una manera de calentarte antes de que mueras congelado.

—Podría pensar en una o dos maneras —dijo Darragh sonrojándose intensamente mientras hablaba. Alargó sus brazos hacia mí y me abrazó. No importaba la falta de túnica, ni pantalones, ni un pedazo de nada y sentí el latido acompasado de su corazón contra mi cuerpo, gran cura para el espíritu herido, pensé. Podría morir con su dulzura.

—Darragh dije. —No hay nada para ti aquí. Nada más que yo, las aves marinas y el tiempo. No es una vida para ti—. De todas maneras me aferré a lo que tenía. Entendí, ahora, que algunas cosas son demasiado valiosas para dejarlas escapar.

—Todo lo que he querido siempre ha sido tenerte a mi lado y el camino delante de nosotros —dijo Darragh—. Es suficiente para mí.

—No es un gran camino —dije, sintiendo que la corriente de deseo empezaba a fluir por mi cuerpo, sintiendo que crecía en mi la necesidad incontenible y abrumadora de estar más cerca aún.

—Una gran aventura. —La voz de Darragh era suave en mi pelo—. Eso es lo que es. —Otro gran estremecimiento le sacudió el cuerpo y me retiré.

—Dime una cosa —le dije—. Aquella noche en Inis Eala, cuando tocaste la gaita y me disgustaste. ¿Por qué te apartaste de mí? ¿Por qué no te despediste de mí con un beso o un abrazo o algún pequeño detalle? Creí… Creí…

—Qué tonta —dijo Darragh con dulzura—. Nunca lo notaste, ¿verdad? ¿Nunca te distes cuenta de que te quería y te deseaba tanto que no me atrevía a tocarte, sabiendo que si empezaba no podría parar y podría hacer algo que te asustaría y alejaría para siempre? A los chicos les pasa esto, Curly, el deseo, incluso ahora. —Miró hacia abajo, a su cuerpo desnudo y hacia arriba otra vez—. Incluso con este frío, ¿ves? —me sonrió de manera indefensa.

—Ven a mí —dije trémula, extendiéndole mi mano. No perdamos más tiempo.

Y juntos los dos empezamos la larga escalada hacia el calor y el cobijo; hacia una vida nueva porque parecía que su destino era ser mío y el mío ser suya. Aquí, en este lugar de los confines, este lugar donde la tierra y el fuego, el aire y el agua se encontraban tan dulce y misteriosamente y se separaban y se volvían a encontrar en su eterna danza.