Capítulo X

Ella era menuda, elegante y educada. Todo lo tenía completamente bajo control. Las gentes de Eamonn le prestaron atención de inmediato y corrieron a cumplir sus órdenes. Yo la seguí, sintiéndome como una giganta patosa, tímida e incómoda, hasta que todo estuvo colocado a su gusto y ella anunció sin consultarme que compartiría mis aposentos esa noche, ya que eso sería lo más fácil para todos. Mientras caminábamos hacia allí bajo la luz de una vela, le pregunté de forma brusca.

—¿No te fías de mí, tía?

Con sus ojos verdes me echó una serena mirada de reojo, con aprecio.

—No me fío de Eamonn —dijo con tono severo—. Sé que es capaz de muchas cosas. Parece que entre ellas, de aprovecharse de chicas jóvenes.

No respondí hasta que estuvimos dentro de los aposentos y la puerta se había cerrado detrás de nosotras. Liadan tenía una bolsita en la que llevaba un camisón y un peine. Estaba claro que su intención no era quedarse mucho tiempo. La observé mientras empezaba a deshacer sus trenzas enrolladas.

—¿Estás enfadada conmigo? —le pregunté.

Se detuvo un momento, mirándome de forma bastante directa.

—No, querida —dijo—. No estoy enfadada. Solo un poco triste. Tenía tantas ganas de conocerte. De hecho, te hubiera traído de vuelta de inmediato, pero Maeve me necesitaba en Sieteaguas y Aisling no hizo caso de mi deseo. Si yo hubiera estado aquí, ninguna de vosotras se hubiera siquiera acercado a este sitio. Ahora la ocasión se ha echado a perder para ambas, pero es culpa de Eamonn, no tuya. Sé que has actuado con toda inocencia; no podría ser de otro modo con una niña de tu edad.

Ahora si me tenía realmente confundida.

—¿Tenías ganas de conocerme? —le pregunté, sentándome en la cama para quitarme los zapatos—. ¿Por qué?

¿Por qué? —Liadan parecía asombrada—. ¿Cómo puedes preguntar tal cosa, Fainne? ¿No te puedes imaginar cómo fue para nosotros el estar separados de Niamh durante todos esos años? Ciarán no nos dejó acercarnos nunca. Una vez hubo llevado a tu madre a Kerry, se acabó todo. Entendí sus motivos, pero nunca pude darle la razón. Niamh era mi hermana, y la de Sean. La queríamos. Enterarnos de que había muerto fue un golpe terrible; y que nos impidieran verte, también. El que estés aquí es un regalo, Fainne. Un regalo que, al parecer, hemos estado a punto de perder por no tener cuidado. Nos iremos pronto por la mañana. No quiero que veas a Eamonn a solas de nuevo.

—Amor —dije en tono sombrío—. ¿Por qué todo el mundo usa esa palabra? Mi tío Sean y Conor y los demás, no puede decirse que ellos no demostraran mucho amor cuando mandaron a mi madre lejos de Sieteaguas. No había mucho amor en el hecho de criar a un joven para que pensara que podía ser un druida, y después tirarle a la cara esos años de disciplina y devoción. No creo que el amor exista; y, si existe, sólo provoca dolor y pérdida. Mi madre se mató. ¿Eso no significa nada para ti?

No había sido mi intención hablar de ese modo. Hubiera querido mostrar control. Pero me había hecho enfadar, sentadita allí peripuesta, hermosa, con sus palabras poco sinceras de bienvenida. ¿No se daba cuenta, ninguno de ellos se daba cuenta de que mi padre y yo nunca encajaríamos aquí? ¿No podían entender lo que ellos mismos habían empezado?

—Eres muy parecida a ella —dijo Liadan con ternura, mirándome con sus grandes ojos de vidente—. Supongo que mucho más de lo que te imaginas. ¿No te acuerdas de tu madre?

Sacudí lo cabeza, enfadada conmigo misma por haber dicho demasiado. Estaba perdiendo la disciplina, justo en el momento en el que menos podía permitirme bajar la guardia.

—Es una pena —dijo—. Niamh podía ser en ocasiones bastante difícil. Directa, incluso hiriente. Nunca adrede. Nunca intencionadamente. Pero estaba tan llena, tan cargada de sentimientos, que a veces se le salían de forma incontrolada. No puedes rechazar el amor, Fainne. Si lo haces, es sólo porque aún no has aprendido a reconocerlo. Niamh quería a tu padre; lo quería más que a nada en el mundo. Hubiera cambiado su vida entera por él; y lo hizo, cuando llegó la hora de la verdad. Y él no hizo menos por ella. Por eso es tan difícil de creer.

—¿Qué? —Me puse el camisón tan rápido como pude, ya que no me gustaba desvestirme en compañía.

Liadan estaba pensativa.

—Que le pusiera fin. Que su elección fuera la muerte. La escuché amenazar con matarse una vez, cuando aún estaba casada con el Uí Néill. No tuve ninguna duda de que lo decía en serio. Pero que lo hiciera después de que Ciarán viniera a por ella, y después de haberte tenido a ti… eso siempre me pareció imposible. No podía entenderlo. Lo único que quería era estar con él, y dar a luz a su hijo o hija. Era lo que más deseaba. Y te quería muchísimo, Fainne. Lo sé.

—No puedes saberlo —dije de manera inexpresiva—. Me lo has dicho tú misma, no la volviste a ver después de que se fuera. No puedes saberlo. —Me tumbé en la cama y miré el techo.

—Ay, mi niña —dijo Liadan, y parecía que no sabía si tenía que reírse o llorar—. Veo que hemos empezado con mal pie. Perdóname, me tengo que pellizcar constantemente, en cada momento, para acordarme de que eres tú y no mi hermana la que está tumbada allí, ya que ella solía llevar la conversación de la misma manera cuando estaba enfadada conmigo.

—Pensaba que habías dicho que la querías.

Liadan suspiró.

—Todo el mundo la quería, Fainne. Era como una criatura hermosa del verano, preciosa, alegre y llena de vida. Lo que pasó la cambió radicalmente. Le hicieron mucho daño, a ella y a Ciarán. Lo reconozco; de hecho, tu padre y yo hablamos de ello, hace mucho tiempo. Pero Ciarán y yo nunca fuimos enemigos. Y en cuanto a Niamh, en una ocasión me habló de las ganas que tenía de tener un hijo suyo. Entendí lo que quería decir, ya que al mismo tiempo yo estaba encinta de mi propio hijo, aunque su padre estaba lejos, y parecía poco probable que jamás pudiéramos estar juntos. Entendí cuánto lo deseaba. Se aferró a esa esperanza, incluso en los momentos en que se desesperaba.

—Tal vez —dije de mala gana—, pero no me quería. ¿Cómo pudo haberme querido? De haberlo hecho, si existiera realmente el amor, ¿cómo pudo haber elegido la muerte cuando yo era demasiado pequeña para siquiera recordarla?

—Sí sé cuáles eran sus sentimientos hacia ti. —Liadan hablaba con tono suave pero convincente en la oscuridad, mientras apagaba la vela—. Lo vi. A veces tengo ese tipo de visiones. Fue hace mucho tiempo, antes de que nacieras, cuando lo vi. Una imagen de la Visión. Niamh estaba sentada en un sitio extraño, un lugar lleno de luz azul y sombras tenues, como una cueva pequeña, medio enterrada bajo el mar, en la que entraba una suave marea. Niamh y su hija. Las dos estabais haciendo dibujos en la arena, con cuidado, en silencio. Nunca olvidaré la expresión de su cara mientras te observaba. Después de eso, encontré difícil entender que se…

Se le me la voz.

Durante un rato no pude decir nada. Sus palabras me habían traído recuerdos: la pequeña cueva bajo Honeycomb, el lugar de las orillas, el refugio donde me había sentado en muchas ocasiones, sola o con Darragh a mi lado, mirando cómo la luz tenue jugaba sobre las piedras doradas, dejando que la arena pura se deslizara entre mis dedos, y escuchando cómo las pequeñas olas entraban y salían, una y otra vez. Ese lugar me evocaba Kerry. Intenté imaginarme a mi madre sentada allí en la playita, mirando cómo la pequeña Fainne jugaba en la arena. Pero eso es lo único que era: una imagen. Anhelaba acordarme, pero no podía recordar nada de ella. Tal vez fuera lo mejor. Estaba en peligro de sentir demasiado, y lo único que hacían los sentimientos era poner las cosas más difíciles.

—¿Tía Liadan?

—¿Mmm?

—¿Es tan imposible que me case con Eamonn?

Hubo un largo silencio.

—Sí —dijo finalmente.

—Pero ¿por qué? —le pregunté—. Conoces mis orígenes. ¿En qué otro lugar podría encontrar un esposo de tan alto rango? ¿No me hace un gran honor con su elección? No lo entiendo.

—No hablaré de esto aquí, en su casa, Fainne. —Era un tono que no admitía discusión alguna. Esto puede esperar. Tú puedes esperar. A diferencia de Eamonn, sólo estás en tu decimosexto año, y tienes todo el tiempo del mundo. Ahora, mejor duerme, ya que mañana nos tenemos que levantar muy temprano.

No le dije nada, puesto que no tenía respuestas para ella. Pensé que estaba dormida pero, después de un rato dijo:

—¿Sabes que una se puede casar por amor? De hecho, nuestra familia es conocida por haber elegido hacerlo de ese modo, contra viento y marea. Sería triste casarte sin más consideraciones que la seguridad o los intereses estratégicos para ayudarte a elegir a tu compañero. Práctico, tal vez, pero triste. ¿Tienes novio, Fainne?

—No —contesté bruscamente, con demasiada rapidez.

—Bueno —dijo tía Liadan en la oscuridad.

A veces el ataque es la mejor defensa.

—Tú no debiste casarte por amor, ¿verdad? —dije de forma desafiante.

—¿Por qué dices eso? —Liadan no parecía ofendida, sino más bien sorprendida.

—Perdóname, pero bajo ningún concepto tu marido parece el tipo de hombre por el cual una chica renunciaría a un matrimonio excelente y abandonaría su hogar para siempre. ¿Cómo lo conociste?

Hubo un breve silencio.

—Según recuerdo —dijo Liadan, y se notaba que estaba sonriendo—, sus hombres me golpearon la cabeza y me secuestraron. Yo pensaba que él era bastante temible en aquellos tiempos, y él pensaba que yo no era más que una pesada.

—¿De modo —le dije, preguntándome si no me estaría contando historias para reírse de mí— que no te casaste por amor?

—El amor nos encontró, y nos sorprendió —dijo suavemente—. No me casé por ningún otro motivo, Fainne. Cuando veas a este hombre, tal vez pienses que es extraño; salvaje; desde luego no un jefe de aspecto digno como Eamonn de Glencarnagh. Bran no respeta las leyes y convenciones, excepto las que hace él mismo. Y su aspecto le hace destacar tanto como su reputación. Pero es cincuenta veces más hombre de lo que fue jamás Eamonn. Lo que hay entre nosotros está más allá del amor, Fainne. Él es mi marido, mi amante y mi compañero del alma, al cual puedo confiar los secretos más profundos de mi alma. Espero que, un día, tengas la alegría de encontrar un compañero así, ya que no hay nada que lo supere.

Mi tía tenía un encanto especial, no me quedó más remedio que reconocerlo. Me quedé dormida con los dedos en los oídos, por miedo a empezar a creer que lo que me contaba era verdad.

Estuvimos listas para partir al día siguiente poco después del amanecer. Las niñas estaban emocionadas ante la perspectiva de volver a casa, y se pusieron a charlar como una bandada de pajaritos hasta que Sean las hizo callar con un aviso firme, pero a la vez cariñoso. Eamonn parecía encerrado en sí mismo. Fuera lo que fuese lo que hubieran hablado él y mi tío, no le había puesto de buen humor. Sólo se presentó una fugaz oportunidad, cuando Sean me daba la espalda y Liadan contestaba alguna pregunta complicada que le había hecho Clodagh. La yegua que me había llevado de manera tan valiente tras los pasos de Aoife ya estaba ensillada, lista para que yo montara; Eamonn había dicho que podía montarla hasta casa, ya que parecía estar hecha para mí. Lo que yo desde luego no podía hacer era decirles que la vieja yegua podría estar demasiado cansada tras su aventura nocturna. Me puse de pie junto a ella y Eamonn hizo como si ajustara la brida. Me lanzo una mirada, con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada.

—Prométeme —susurró—, prométeme que harás lo que dijiste.

El corazón me latía con fuerza. Veía la muerte en su mirada, un panorama de sombra sobre sombra.

—Es un trato, ¿recuerdas? —le dije, temblando—. Es cosa de dos. Hay dos partes en un trato. ¿Cómo puedes cumplir con tu parte, ahora?

—¿Dudas de mí? —La mano de Eamonn agarró la mía firmemente, apretándome los dedos con tanta fuerza que parecía que iba a dejármela mano amoratada. Empujé el dolor y el miedo a un segundo plano y le miré fijamente, de manera resuelta.

—Yo cumpliré mi parte, si puedo confiar en que tú harás lo mismo —dije con firmeza—. Si mi tío no acepta este matrimonio, ¿por qué debería yo arriesgarme de esta manera por ti?

—No se negará. —El tono de Eamonn no admitía ninguna duda—. Cumplirá mis deseos. Son tontos si no se dan cuenta del poder que tengo sobre ellos. El esfuerzo de Sean no valdrá para nada sin mí. El Hombre Pintado será mío, y tú también serás mía. No lo dudes.

—Yo…

—¡Prométemelo, Fainne!

Asentí, con un escalofrío.

—¡Dilo!

—Lo prometo. Tendrás lo que quieres para cuando llegue el verano.

Dejó de apretarme tan fuerte y pasó mis dedos por sus labios.

—Entonces tú también tendrás, lo que quieres —murmuró—. Y también lo esperaré con gran ilusión, querida. Me temo que la espera sea dura para mí.

No sería demasiado dura, pensé, mientras Mhairi estuviera disponible. Contuve el comentario que me saltó a los labios.

—Adiós, Eamonn —dije, y en ese instante mi tía Liadan, montada en su caballo, se dirigió a nosotros y el momento de intimidad se acabó.

—¿Sólo traes esta escolta tan pequeña? —Eamonn recorrió con la mirada a los tres hombres vestidos con los colores de Sean, que ya estaban montados, y alrededor de las cuatro niñas—. No es suficiente en absoluto. Estoy asombrado de que hayas venido hasta aquí así de desprotegida. Será mejor que organice que parte de mi propia guardia cabalgue con vosotros. —Miró con el ceño fruncido hacia Liadan.

—Por favor, no lo hagas —dijo con frialdad—. Tengo a mis propios hombres.

—¿De verdad? ¿Son criaturas del Más Allá, que por eso se presentan invisibles? No veo a ningún hombre.

—No, es normal que no los veas. Son buenos en eso. No voy a ningún sitio desprotegida, Eamonn. Bran se asegura de ello.

La miró fijamente, sin palabras, entonces escupió al suelo, de forma muy deliberada, a los pies del caballo. Fue espantoso, un gesto muy alejado de todo lo que yo conocía de él, ya que, al menos en apariencia, siempre se había comportado con corrección. Liadan no dijo nada, pero le dio la vuelta a su caballo y se alejó sin mirar hacia atrás ni una sola vez.

Fue extraño, nos dirigimos hacia el este a través de los jardines y bosques de las tierras de Eamonn, pasando por sus campos y poblados, y Sean y sus tres hombres cabalgaban por delante y por detrás nuestro, al acecho, aunque mientras estuviéramos dentro de los límites de Glencarnagh yo pensaba que no podía haber peligro. No fue hasta después de haber viajado hasta más allá de los campos arbolados y habernos adentrado en un terreno más salvaje, más abierto y lleno de peñascos, que gradualmente me fui dando cuenta de la presencia constante e invisible de otros jinetes cabalgando junto con nosotros a una distancia corta. Me produjo piel de gallina. Pensé que posiblemente eran las criaturas del Más Allá, tal vez los mensajeros de Túatha Dé Danann, que habían venido a seguirme y a descubrir mis secretos. Después de un tiempo empezaron a ser visibles, como si hasta ese momento no se hubieran sentido lo suficientemente seguros como para dejarse ver. Eran seis o siete, y realmente tenían el aspecto de criaturas sacadas de un cuento antiguo, ya que estaban vestidos de gris y marrón, en armonía con el paisaje invernal, y en la cabeza llevaban una estrecha capucha que les tapaba casi toda la cara, excepto los ojos, la nariz y la boca; no había forma de distinguir un guerrero de otro. Y desde luego eran guerreros; todos ellos estaban armados con puñales y espadas, y algunos llevaban un arco o un bastón, un hacha o un cuchillo para lanzar. Yo me asusté, pero los demás continuaron la marcha a caballo, como sí la presencia de estas temibles criaturas no fuera nada extraordinario, y no caí en la cuenta hasta mucho más tarde de que debían ser los hombres de mi tía Liadan. Ya habían formado una guardia silenciosa a nuestro alrededor y mi tío, cuya presencia como parte de la escolta me pareció de repente superfluo, detuvo su caballo para seguir junto a su hermana, que estaba justo delante de mí.

Eilis eligió este momento para decir lo que pensaba.

—La próxima vez que vayamos a ver al tío Eamonn, montaré ese gran caballo negro —anunció alegremente.

—Fainne —dijo Deirdre—, ¿te vas a casar con el tío Eamonn? Clodagh dijo que lo ibas a hacer.

—¡No es cierto! —exclamó Clodagh. Lo que dije fue, ¿quién se casaría con el tío Eamonn si pudiera tener a alguien como Darragh? No me estabas escuchando.

—¡Sí te escuchaba!

—Ya basta. —Sean no necesitó levantar la voz para hacerles callar. Deirdre frunció el ceño. No le gustaba no tener la razón.

—¿Quién es Darragh? —preguntó la tía Liadan de pasada. Nadie contestó. Parecía que la pregunta iba dirigida a mí.

—Nadie —dije entre dientes.

Liadan arqueó las cejas como si considerara que mi respuesta había sido más que inadecuada. Seguimos cabalgando entre paredes rocosas; la silenciosa escolta abriendo y cerrando la comitiva, siendo su trabajo una exhibición de control absoluto llevado a cabo en completo silencio. Pude evadir dar una respuesta, ya que teníamos que ir en fila india. Cuando salimos, Clodagh respondió a la pregunta por mí.

—Darragh es un chico de los cuentos de Fainne sobre las gentes viajeras. Monta un poni blanco.

—Ella se llama Aoife —añadió Deirdre—. Vinieron cuando estábamos en Glencarnagh. Nunca pensamos que fueran reales, pero vinieron a ver a Fainne. El tío Eamonn les obligó a marcharse.

—Vino todo d camino desde… desde… —Clodagh titubeó.

—Ceann na Mara —dije en tono grave.

Le di una zanahoria al poni. Eilis nunca podía quedarse callada. No podía dejar que esto continuara.

—No es nadie —dije reprimiéndome, sintiendo los ojos de Sibeal y los de Liadan sobre mí—. Sólo es un chico que conozco de mi pueblo, eso es todo. De Kerry. Esa mujer, la que está siempre sentada en tu cocina, Janis creo que se llama, es familiar suya. Él vino a verla.

Sean y Liadan intercambiaron una mirada.

—¿Ese es el chaval que vino a Sieteaguas buscándote? —preguntó Sean—. ¿Uno de los hombres de Dan Walker?

—Su hijo —dije.

—Dan tocó la gaita en el funeral de mi madre —dijo Liadan en voz baja—. Fue la música más preciosa que he escuchado en toda mi vida, y la más triste. Tiene que ser el mejor gaitero de todo Erin, ese hombre.

—Darragh toca mejor —dije antes de poder contenerme. Mis dedos se elevaron hasta tocar el amuleto. No debía hablar de él. Se había ido. Estaba olvidado. Debía recordar esto, y por lo tanto no había ni el más mínimo motivo para hacer que mi abuela pensara en él.

—¿De verdad? —dijo Liadan, sonriendo—. Entonces debe de ser un gran músico, ¿no?

Pero no hice ningún comentario, y seguimos cabalgando en silencio, con nuestra extraña escolta siguiendo el paso como sombras vigilantes.

Fue el segundo día cuando pasó. Nos detuvimos a pasar la noche en uno de los poblados de mi tío Sean, y yo había compartido mis habitaciones con las niñas.

Me gustó ese arreglo. Su charla incesante podía cansar, pero cualquier cosa era mejor que soportar otra de las extrañas conversaciones con mi tía, en las que ella parecía entender mucho más de lo que yo pudiera expresar con palabras. Consciente de que yo debía seguir igual, consciente de las implicaciones de lo que le había prometido a Eamonn, no tenía deseo alguno de que Liadan entablara una amistad conmigo, o de revelarle ningún secreto. De hecho, ya era hora de que yo dejara de lado todas mis amistades y que me concentrara en lo que tenía que hacer. Debía recordar eso. Yo sería fuerte, ya que había sido mi propio padre el que me había ejercitado en autodisciplina, y él fue un verdadero paradigma de autocontrol.

Cabalgamos por un estrecho camino con vistas sobre un valle cubierto de árboles. Había estado nevando por la noche y los pinos aún tenían una capa blanca sobre las espesas agujas de sus ramas. Los perros de Sean corrían por delante, dejando atrás un doble rastro. Era un día sereno, y el cielo era una masa de pesadas nubes bajas. Entre eso y los árboles con su aspecto casi amenazante, no podía escaparme del sentimiento que tan bien conocía de estar atrapada, encerrada. Seguí cabalgando sin alegría, intentando encontrar en algún rincón de mi mente una imagen clara de la cala, con las gaviotas volando en el cielo abierto, y el aire repleto del olor de la espuma salada, y el estruendo del océano sobre las rocas de Honeycomb. Pero lo único que podía ver era la cara de mi padre, gastada y blanca, y lo único que podía oír era su lucha por respirar, mientras tosía entre arcadas en su destrozado taller.

Nuestros caballos iban eligiendo el camino de forma cuidadosa. La senda era bastante estrecha y durante un tramo corto, la ladera subía de forma escarpada hacia nuestra derecha, y caía bruscamente a nuestra izquierda, donde un antiguo desprendimiento de tierras había dejado una cascada de rocas. Tres de los hombres enmascarados iban por delante, seguidos por mí tío, y por Clodagh y Sibeal. Yo iba detrás, con los demás a la zaga. Menos mal, pensé, que mi yegua era una criatura tan extraordinaria, puesto que yo no era una amazona experimentada. Pero esta dócil yegua se conocía el camino y me podía fiar de ella. Le debía muchísimo; había abusado de ella, la había extenuado y aún me llevaba de buena gana. Cuando llegáramos a casa debería asegurarme de que tuviera descanso, cuidados, y lo que fuera que les gustara a los caballos, tal vez zanahorias.

Fue de repente. No hubo manera de decir lo que era: un pájaro, un murciélago, o algo más siniestro. Vino de la nada, moviéndose veloz como una flecha, bajando y subiendo de nuevo en medio de un silencio absoluto, y se marchó antes de que tuviera apenas tiempo de verlo. Mi corazón latió con fuerza por el susto. La yegua tembló y se detuvo. Pero delante de nosotras, por donde había pasado la sombra, el poni de Sibeal se espantó, levantando sus patas delanteras bien alto, y Sibeal cayó. No hubo tiempo de pensar. Vi su pequeña figura envuelta en una capa volando por los aires, cayendo hacia la pendiente rocosa a nuestra izquierda. Oí el grito de Deirdre detrás de mí. La magia empezó a correr a través de mi cuerpo, aunque apenas fui consciente de que yo misma la había invocado. Los largos años de práctica me vinieron bien. Detente. La criatura de repente se quedó flotando en el aire, a un palmo apenas de una roca puntiaguda contra la que su cabecita se habría golpeado con violencia. Ahora hacia abajo poco a poco. Hice los ajustes necesarios. Un poco a la derecha, para que acabara sobre una estrecha cornisa junto a las sólidas rocas. No de forma demasiado brusca: se asustaría y aún podría caerse. Ya había pasado todo. Yo estaba tiritando de la cabeza a los pies, incapaz de pronunciar palabra, como si este limitado uso de la magia me hubiera agotado.

Los hombres de la tía Liada ti eran buenos. Incluso antes de que Sibeal hubiera tenido tiempo de darse cuenta de lo que había pasado, dos de ellos habían bajado la empinada cuesta hasta el lugar donde estaba tendida, y estaban aguantando su pequeña silueta para que no cayera aún más abajo. Con palabras tranquilizadoras la subieron cuidadosamente de vuelta al camino. Liadan, blanca como el papel, comprobó que la criatura no tuviera ningún hueso roto; Sibeal misma estaba increíblemente serena, tan sólo un sollozo o dos, un ligero temblor del labio como únicas señales de su angustia. Eilis, por otro lado, sollozaba de miedo. Tan pronto se supo que Sibeal estaba ilesa, fue llevada ante su padre, y nuestro escolta nos condujo con silenciosa eficiencia colina abajo hasta un lugar seguro bajo los pinos, donde pudimos descansar un rato y recuperarnos. Hicieron un pequeño fuego; prepararon el té. Me entretuve consolando a Eilis, que se había puesto a berrear, ya que lo último que quería era que me hicieran preguntas. Había actuado por instinto; había tomado el único camino posible. Si pasara de nuevo, sabía que no actuaría de otro modo. Sin embargo, aún llevaba puesto el amuleto de mi abuela, aún seguía sus pasos. Percibí un cambio, en mí misma o en el talismán que llevaba. Desde la noche que había venido a mí, la noche en que había amenazado con destruir todo lo que yo quería, me daba la sensación de que ya no podría hacer su voluntad ciegamente, sin cuestionarla. ¿Había cambiado de algún modo el poder del amuleto por la cuerda de la que ahora colgaba? Tenía el corazón helado. Tal vez el incidente de hoy había sido mera casualidad. Pero tal vez había sido cosa de la abuela, una especie de prueba. Si fuera así, no cabría la menor duda de que había fracasado rotundamente. Había hecho exactamente lo contrario de lo que ella hubiera querido. Tal vez nunca lo sabría. Tal vez, de ahora en adelante, tendría que observar cada caída, cada pequeño accidente, sin saberlo.

—Eres muy buena amazona, Eilis —dije en voz baja, alisando los rizos de la niña—. Cuando lleguemos a casa le contaré a tu madre cómo mantuviste a tu caballo bajo control, incluso con todo lo que ocurrió, y que no habrías podido ser más valiente.

Poco a poco se fue calmando y después de un rato Deirdre nos trajo té a las dos, mientras miraba desde lejos cómo Liadan le hacía otro chequeo a Sibeal, más a conciencia, mirándole a los ojos y haciéndole preguntas. No parecía que el poni de la niña hubiera sufrido ningún daño; ahora estaba junto al resto, paciendo en la escasa hierba invernal.

—Es curioso —señaló Deirdre—. Cuando la gente se cae de un caballo, suelen, simplemente… caerse. Pero Sibeal pareció que flotaba, al final. Nunca antes había visto eso.

—Magia —dijo Eilis hipando. Como en un cuento.

—Podría haber muerto. —Deirdre estaba muy pensativa. Pero antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión. Liadan estuvo junto a nosotros, y las niñas se agruparon en torno a Sibeal y no dejaron de ofrecerle té y de acosarla con preguntas.

Mi tía se sentó a mi lado sobre una rama caída. No estaba sonriendo, más bien estaba seria.

—Mi hermano no ha visto lo que ha pasado aquí; pero yo sí, Fainne —dijo en voz baja—. Al principio pensé que estaba imaginando cosas. Pero Sibeal dijo: Fainne me salvó.

No respondí.

—Tal vez no sepas que tu padre me salvó la vida una vez, mediante las artes druídicas. Has hecho una cosa magnífica, Fainne. Ciarán estaría orgulloso de ti. Tan rápida; tan sutil.

La tristeza se apoderó de mí; me hubiera puesto a sollozar, si hubiera podido.

—Parece que estás triste —dijo Liadan—. ¿Le echas mucho de menos?

Sin querer, asentí con la cabeza.

—Mmm —dijo ella—. Hay un largo camino desde Kerry, Me he preguntado varias veces por qué Ciarán no ha venido contigo, ya que eres muy joven para hacer un viaje así tú sola. Conor le hubiera recibido bien. Estoy segura de que a ti te recibió bien. Con este talento seguro que mi tío se habría ocupado de intentar reclutarte para la hermandad. Nunca ha encontrado a nadie más con el talento de tu padre.

—¡No seas ingenua! —salté, furiosa conmigo misma por dejar que los sentimientos se apoderaran de mí de nuevo—. Nuestra especie no puede aspirar a seguir los caminos más elevados de la magia druida. Estamos malditos, y jamás podremos ir por el camino de la luz.

Liadan arqueó las cejas. Tenía los ojos del verde de las hojas bajo la fría luz del sol de invierno; la cara pálida como la nieve.

—A mí me parece —dijo en voz baja— que acabas de desmentir tu propia teoría.

No tenía razón, por supuesto. No sabía las otras cosas que yo había hecho, cosas terribles. No entendía lo que aún debía hacer.

—Estás temblando, Fainne. Te has llevado un buen susto, querida. Ven, dame la mano, déjame ayudarte.

—¡No! —Mi voz sonó áspera. No dejé que me mirara a los ojos, y leyera lo que tenía en la mente. Tal vez ella pensaba que yo no sabía que ella era una vidente—. Estoy muy bien, tía Liadan —añadí de forma más cortés—. Lo que hice fue… fue simplemente lo que hubiera hecho cualquiera, un pequeño truco, nada más. Estoy contenta de haber podido ayudar. No fue nada.

No hizo ningún comentario, pero sentí cómo fijaba su mirada sobre mí, juzgándome con astucia. Cabalgó junto a su hermano todo el camino de vuelta a casa, y no hablaron en voz alta, pero ambos parecían muy serios. Me pregunte si estarían hablando de mi, usando la telepatía, como era costumbre entre las gentes de Fomhóire, de los que, si lo que decía mi abuela era cierto, habían heredado esta habilidad.

Algo había cambiado Sieteaguas desde nuestra partida. No sabía exactamente qué; era como si el ambiente se hubiera relajado, la sombra había pasado, y un orden y una razón de ser habían vuelto al lugar. Era contó si de algún modo, la familia hubiera recuperado su corazón. Aisling abrazó a sus hijas, sonriendo; Muirrin rondaba en un segundo plano, y allí, a su lado, estaba Maeve, con un gran vendaje alrededor de la cabeza. Sus hermanas corrieron a darle la bienvenida, hablando todas a la vez.

—Con cuidado —advirtió Muirrin—. Sólo un momento, después se tiene que ir directa a la cama.

Hubo sonrisas y lágrimas por doquier. Me mantuve en un segundo plano, ya que no pintaba nada allí, esperé a que hubieran terminado, para poder irme a mi habitación, cerrar la puerta y estar sola. Para poder irme a algún sitio y no ver nada. El que hubiera salvado a una criatura no quitaba el que le hubiera hecho daño a otra. No era tan fácil.

Las niñas estaban radiantes. Y Deirdre se había sonrojado. Las sonrisas más amplias, los saludos más efusivos de hecho no eran para Aisling, ni para Maeve, sino exclusivamente para otra persona. Cerca de la familia estaban otros dos de los hombres de Liadan, vestidos con sus sencillas ropas oscuras, aunque éstos no estaban enmascarados. Pensé que debían de ser guardias. Ambos eran jóvenes; uno llamaba la atención de inmediato, ya que tenía la piel oscura como la mejor madera de roble, y llevaba el pelo en pequeñas trenzas, como los druidas, aunque decorado con cuentas de colores brillantes y pedacitos de pluma en las puntas. Estaba de pie junto a Maeve, aguantando a la niña con el brazo. Vi cómo Muirrin le susurraba algo al oído, y él sonreía, mostrando sus dientes blancos.

Pero era el otro hombre quien tenía la atención de mi prima, aunque no me lo podía explicar. Era un tipo bastante normal, de facciones agradables, algo bajito pero de constitución fuerte, con el pelo rizado y marrón cortado al rape.

Se giró un poco y, con sorpresa, le vi unas marcas en la cara, un dibujo con matices hecho delicadamente por medio de incisiones, que rodeaba un ojo y que llegaba, haciendo espirales, a la frente y la mejilla: Era un trabajo exquisito; se sugerían sutilmente el pico, y las plumas, nada más.

A nuestro alrededor, los hombres que habían formado nuestra guardia habían desmontado y, de uno en uno, se iban quitando sus máscaras, y pude ver que cada uno de ellos tenía alguna marca parecida en la cara, casi todos pequeños, algunos más elaborados, pero todos diferentes. Cada uno sugería un animal: un tejón, una foca, un lobo, un ciervo. Yo era la única que les miraba fijamente. Para los demás, este grupo de guerreros pintados debía ser un espectáculo familiar.

—Fainne. —Era Clodagh, que se había puesto a mi lado, y me estaba estirando de la manga, éste es Johnny.

El hombre, de aspecto normal, estaba de pie detrás de ella, con una sonrisa amistosa en sus facciones pintadas. Le miré boquiabierta. ¿Este era Johnny, el legendario hijo de la profecía? ¿Este joven poco atractivo, que no se diferenciaba del resto de su propia guardia? Tenía que haber una equivocación. Había estado esperando… bueno, al menos había esperado un guerrero de estatura formidable, o tal vez un sabio empapado de magia y erudición. No, no alguien que podría ser tanto un mozo de cuadra como un ayudante de cocina.

—Tantas primas —dijo Johnny— y ningún varón. Me alegro de conocerte, Fainne. Maeve ha hablado muchísimo de ti, y nos ha contado todo lo que se dice sobre ti.

Alargó el brazo y me cogió de la mano. Me dio un apretón caluroso y fuerte. Le miré a los ojos e inmediatamente me di cuenta de que me había equivocado. Tenía los ojos grises y profundos. Me examinaron rápidamente, grabaron lo que vieron y lo archivaron por si le hiciera falta en el futuro. El hombre era listo. Era un estratega. Y tenía una sonrisa ante la que era difícil resistirse. Me encontré devolviéndole la sonrisa.

—Así está mejor —dijo él—. Mira, aquí está mi amigo Evan. El aprendiz de la Madre de Evan. Ella le contará que él tiene la preparación de un curandero de primera categoría. Él y Muirrin han hecho maravillas con la joven Maeve. Los dos forman un equipo excelente.

Le sonreí cándidamente al hombre moreno y después a Muirrin. Esta se sonrojó; Evan bajó la mirada al suelo. Entonces Liadan dijo que Maeve debía volver a la cama, y con el frenesí de entrar adentro y de organizar el equipaje, pude escaparme al piso de arriba, a mi propio aposento, donde eché el cerrojo, aunque no sabía contra qué.

No me gustará —me encontré diciéndome a mí misma—. No me puede gustar. Eso lo haría demasiado difícil. Me senté en el suelo delante de la chimenea, pero no encendí fuego, a pesar del frío que hacía ese día invernal. Me daban miedo las visiones que pudiera ver en su corazón, las cosas malvadas se extendían ante mí, las que tal vez fuera a hacer yo misma, y las que tal vez, no tendría el poder de parar. Tenía que ser fácil —me dije a mí misma—. Es un juego de estrategia. Como brandubh. Sabes lo que hay que hacer. Simplemente, hazlo.

Era fácil decirlo. Las cosas, habían cambiado muchísimo aquí en Sieteaguas. Y no era únicamente que hubiera venido Johnny, y que Maeve estuviera mejorando más rápido de lo que nadie se hubiera atrevido a imaginar. Era él. Johnny. Se veía en la manera en que los hombres acudían a él en busca de respuestas, y la manera en que él les hablaba, amable, respetuoso, pero seguro de sí mismo, como si fuera un hombre mucho más viejo, curtido y sabio. Se veía en su sonrisa y en su porte, en la manera en que llevaba sus sencillas ropas con orgullo, como si el formar parte de un equipo le produjera más satisfacción que cualquier distintivo de liderazgo. Sin embargo, era un líder. Los hombres más mayores callaban para oírle hablar. Las mujeres se daban prisa en servirle la comida o en llenar su copa, y se sonrojaban cuando él les dirigía una palabra amable. Estaba en todos sitios, instruyendo a los hombres de Sean en el patio, inspeccionando la construcción de algún granero nuevo, hablando con Janis en las cocinas. Con bastante frecuencia se le podía encontrar junto a la cama de Maeve, contándole un cuento, o escuchando sus confidencias. Era su sonrisa tan dulce la que había llenado estas salas; sus ofrecimientos de ayuda los que habían traído el color de vuelta a la cara pálida de Aisling; su consejo el que buscaba Sean por las noches, mientras los hombres hablaban largo rato sobre los mapas y diagramas. Gracias a él la casa había recuperado el sentimiento de fuerza y la razón de ser que se había desvanecido en Samhain, la noche del fuego. Yo había traído la oscuridad. Johnny había devuelto la luz.

Se acercaba Meán Geimhridh. A menudo, en la cala, el tiempo era tan salvaje en esta época del año que no se distinguía la noche del día; las nubes tapaban el sol del solsticio de invierno y todo estaba en sombra. Sin embargo, yo lo sabía; subía la montana hubiera lluvia o tempestad, y me sentaba bajo el dolmen mirando al oeste, pensando que, si podía ver lo suficientemente lejos, tal vez pudiera vislumbrar Tir Na n’Og, la isla de los sueños. Pero nunca pude. Entonces me quedaba sentada, con la capa por encima de la cabeza para protegerme del viento, sintiendo la fuerza de la piedra a mis espaldas como si de una gran mano que me apoyaba se tratase, y tenía mis propios sueños sobre el verano. El verano siempre llegaba. Era una cuestión de esperar y de ser fuerte. Eso se había acabado, por supuesto. Le había dicho adiós a la cala, y a mi padre. Había mandado a Darragh lejos, lejos donde pudiera estar a salvo, y para mí no podría haber más veranos.

Había que practicar. Para hacer lo que debía, me iba a hacer falta un uso de la magia mucho más complejo del que mi padre me había permitido usar. De hecho, me lo había prohibido terminantemente, y con motivo. De modo que debía agudizar mis habilidades de nuevo, disciplinar mi mente y hacerme más fuerte. Entonces, y sólo entonces podría intentar la transformación de niña humana a animal salvaje y, todavía más difícil, volver a ser yo. La perspectiva me aterrorizaba. ¿Qué pasaría si había sobreestimado mis propias habilidades? ¿Y si me condenaba a mí misma a una vida como pato o sapo o, peor aún, me encontrara atrapada entre un cuerpo y otro?

Entonces no tendría poder para protegerlos de ella. Era un hechizo potente, una de las formas más desafiantes de la magia; agotaba la fuerza y ponía a prueba la mente. Mi padre había creído que yo no estaba preparada para probarlo. ¿Y si aún fuera así? El tiempo estaba pasando rápidamente; y con el frío del solsticio, parecía que los hombres se reunían para alguna partida inminente, y la tía Liadan hablaba de volver a casa. Incluso en la oscuridad invernal, estas gentes fijaban su mirada en la victoria del verano. No estaba tan lejos. Debía prepararme.

Pero ¿cómo podía practicar esta técnica aquí, en Sieteaguas? No había soledad alguna, ni privacidad exceptuando dentro de los confines de mi propio aposento, e incluso allí me interrumpían constantemente. La casa estaba llena, la familia ocupada y me pedían ayuda en gran número de labores, muchas de ellas a las que yo no estaba acostumbrada. Aprendí cosas, pero no eran las adecuadas; como coserle pliegues a un canesú, cómo conservar manzanas en miel y preparar lenguas de cerdo en gelatina, cómo desplumar un ganso, la mejor manera de curar una muñeca torcida.

Por las noches era difícil pasar desapercibida. Con la llegada de Johnny y de sus guerreros pintados, la cena se había convertido en un acontecimiento más festivo, la cual la mayor parte de las veces acababa con la gente narrando cuentos o cantando canciones. Uno de los hombres jóvenes tenía una voz hermosa y a otro no se le daba nada mal el silbido. En la casa había un arpa pequeñita, grabada con mucho detalle, y tanto Deirdre como Clodagh sabían sonsacarle a sus delicadas cuerdas un son de cierta dulzura. En el campamento de Dan Walker se respiraba un sentimiento de bienestar parecido; el mismo alegre compañerismo. Sin embargo, era extraño. Eran mis parientes, pero me sentía menos parte de ellos que de aquella familia simple y colorida de gentes nómadas. Tenía mejor concepto de Peg, que me había dado un pañuelo y una sonrisa, que de la tía Liadan, con sus ojos penetrantes y sus silencios. Escuché su música festiva y añoré el solitario lamento de la gaita.

Consideré el bosque. Allá afuera, seguramente había muchos lugares abiertos, sin inquilinos: claros entre árboles de invierno, tramos desiertos a la orilla de los lagos, grandes piedras con liquen incrustado. Esos eran los lugares más apropiados para la práctica secreta de la magia.

Pero no tenía ningún druida que caminara a mi lado, y había muchos guardias. Aparte, ¿quién sabía qué seres extraños podían estar mirando en esa oscura maraña, más que preparados para espiar mis secretos y anticipar mis movimientos? No podía ir allí.

Me asaltaban las dudas y me encontraba aterrorizada por mi falta de progreso. Si lo dejaba demasiado de lado, si me permitía a mí misma pensar demasiado sobre lo que tenía intenciones de hacer y lo que ello significaba, entonces sabría que estaba arriesgando toda voluntad de actuar. Ahora, cuando palpaba la cuerda alrededor de mi cuello no parecía enfocar mi mente en la tarea pendiente, sino que susurraba un mensaje distinto: tú eres una niña de Sieteaguas —me decía—. Tú eres una de nosotros. Si no había progreso, entonces ella volvería, y haría que otros pagaran el castigo de mi desobediencia. Sin embargo, cuando pensaba en ello, me parecía que no importaba lo que yo escogiera hacer; el pueblo de Sieteaguas estaba perdido. Yo tal vez pudiera proteger a los inocentes de la maldición de mi abuela obedeciendo sus órdenes. Si lo hiciera, no habría más fuegos o caídas inesperadas, o esas otras cosas que ella había listado como envenenamientos o desapariciones. Aquellos a los que yo buscaba proteger estarían a salvo, aquí en Sieteaguas y en Kerry, y en el lejano oeste en Ceann na Mara. Podría lograrlo. Pero, a largo plazo, si continuaba con su búsqueda la batalla estaría perdida, y las Islas también, y esta familia sería hundida en el caos y la desesperación. ¿No era ésta una catástrofe más grande que las pérdidas personales que yo buscaba prevenir? Efectivamente, si yo seguía las voces de aquellos que se hacían llamar los Antiguos, si no consiguiera ganar las Islas esta vez, ello supondría un fracaso que simbolizaría nada más y nada menos que la desaparición de las razas de Erin: el Pueblo de las Hadas, los Antiguos, los muchos y extraños habitantes del Más Allá, que viven en todas las cosas. En cuanto a los humanos, ellos perderían para siempre los misterios del espíritu. ¿Qué tipo de hombre o mujer podrías considerarte, sin ellos? Dejarían de ser los guardianes de la tierra y del océano, y se convertirían en simples parásitos a su merced, sin entender lo que significaba, sin consideración por la confianza sagrada puesta sobre ellos. ¿Podría ser cierto que fuera ésta la intención de mi abuela? La decisión a la que me enfrentaba no era tal; ambas opciones terminaban en oscuridad. No podía esperar otra cosa, con la sangre maldita que corría por mis venas, y en las de mi padre; sangre manchada que significaba que nunca podríamos seguir los caminos de la luz. Yo no era una niña de Sieteaguas. No importaba el camino que escociese, no podía hacer nada sino destruir a mis parientes y lo que ellos estaban buscando tan duramente mantener a salvo.

Practicaba tanto como podía en los confines de mi aposento hasta bien entrada la noche. Por las mañanas aparecía blanca como el papel, bostezando y malhumorada. La tía Liadan me observaba con atención, sin que sus delicadas facciones dejaran al descubierto nada en absoluto. Tía Aisling también me observaba, frunciendo el ceño, y me obligaba a descansar por las tardes, y obligaba a sus hijas a darme un poco de paz y tranquilidad. Yo aprovechaba ese tiempo, agradecida, y lo usaba para practicar aún más. No me atreví a intentar la transformación, aún no, pero cada vez estaba más cerca. Me iba preparando con otras cosas; con la manipulación de objetos, que ahora me resultaba fácil, dejando caer cosas y cogiéndolas al vuelo, moviéndolas sutilmente, ajustando formas y tamaños de manera ingeniosa. En una ocasión me asusté con una cucaracha gigante; afortunadamente pude invertir el hechizo con un chasquido de dedos. Perdí una araña, haciéndola tan pequeña que después no podía verla para devolverla a su tamaño. Todavía no dominaba este truco hasta el punto de poderlo hacer sin mirar.

Fui practicando las transformaciones ante el espejo, primero las más fáciles, ya que tenía poco tiempo: la niña bonita, la más elegante de la feria; una versión menos atractiva, bizca con el pelo ralo y encrespado; una versión madura y algo corpulenta, con un hijo en sus entrañas y arrugas en la frente: una vieja bruja que se parecía de manera asombrosa a mi abuela. No mantuve esa apariencia mucho rato, ya que me producía escalofríos el pensar que tal vez hubiera un futuro en el que yo sería exactamente igual que ella. Después, una de las más difíciles, una Fainne que tenía unos ocho años, del mismo tamaño que mi prima Sibeal. La niña me miraba fijamente desde la superficie de cobre pulido del espejo, con sus rasgos inocentes e inmaduros, el pelo cayéndole por los hombros como una capa de fuego. En el dedo llevaba un anillo hecho de hierbas salvajes. Y detrás de ella, en lugar de las paredes de piedra de mi aposento, vi los acantilados de Honeycomb, y las olas del océano del sur, y el cielo cubierto de nubes de Kerry. Me pareció oír la voz de mi padre que me decía, enhorabuena, hija. Tienes talento para esto. Volví a convertirme en mi misma de manera brusca, demasiado brusca, ya que casi me desmayé con la repentina pérdida de energía a que conducen tales transiciones, y cuando me miré de nuevo en el espejo, me vi a mí misma pálida y consumida, como si fuera una especie de chica-sombra. Día tras día, noche tras noche, fui puliendo mis habilidades. Pronto, muy pronto, tendría que dar el último paso, de chica a animal salvaje, de animal salvaje a chica.

Llegó una carta de Eamonn. No para mí; eso hubiera sido inapropiado, y Eamonn se afanaba en cumplir las reglas a rajatabla, en la medida de lo posible. La carta era para mi tío Sean, y era una petición de mano formal, pidiéndome en matrimonio. Una carta así no podía ser ignorada ni tampoco ser rechazada de forma directa, no si el que escribía era un pariente o un aliado. No parecía haber diferencia alguna a pesar de que ya le hubieran dicho a Eamonn que esta unión era impensable. Realmente él no entendía el significado de la palabra no. Hizo su petición con cortesía, señalando que no esperaba que hubiera dote alguna, teniendo en cuenta mis circunstancias; añadió que, en vista de los riesgos inminentes del verano, prefería que el matrimonio se llevara a cabo en primavera, tal vez en Imbolc. Pero había otro mensaje implícito tras estas palabras. Yo estaría instalada en Glencarnagh antes del verano, y aceptada como su esposa. Lo más probable era que me dejara embarazada antes de partir hacia la gran campaña. Si le mataran, al menos dejaría un heredero. Este mensaje entre líneas le quedaría bien claro a Sean. En cuanto a mí, podía ver las verdaderas intenciones de Eamonn. Quería estamparme con la marca de sus pertenencias. Ahora que sabía lo que yo era capaz de hacer quería estar seguro de que trabajaría para cumplir sus deseos, y no los de otro. Información; secretos; inteligencia. Conmigo a su lado, no se le cerraría oportunidad alguna. Mejor establecer eso antes de que empezara la campaña. Se le había ocurrido, tal vez, que había posibilidades en nuestra unión que iban mucho más allá de la eliminación de un enemigo en concreto.

Sean me enseñó la carta en privado. Lo agradecí, ya que no quería que la tía Liadan observara un encuentro así. Leí la misiva rápidamente y se la devolví.

—Muy formal —comenté.

Mi tío levantó las cejas.

—Veo que eres una lectora habilidosa —dijo.

—Mi padre me enseñó. Conor le enseñó a él. Supongo que se me puede llamar estudiosa. Tal vez, si no permites que me case, podría buscar trabajo como escriba de alguna casa.

Sean me miró de manera socarrona.

—No lo creo. Conor te vio más bien como a una druida. ¿Considerarías tal vocación?

—Mi raza no puede serlo. —Mi tono era frío—. Deberías saberlo, tío. Soy la hija de mi padre, al fin y al cabo.

—Y de tu madre, Fainne. Ella era mi propia hermana. Debo tomar las decisiones correctas en cuanto a ti.

—Elegiste mal para ella —dije con rencor.

—Tal vez sí, y tal vez no. Es cierto que tuvo mala suerte. Sin embargo, en aquel momento la familia hizo lo que les pareció que era lo correcto. Nadie podía saber cómo iba a acabar. No creas que no tengo corazón, Fainne, pero, en cierto modo, Niamh provocó lo que le sucedió. Eligió a un hombre al que no podía tener.

Le dirigí una mirada feroz.

—Si no lo hubiera hecho, yo no existiría, tío. Yo soy la hija de una relación prohibida. ¿No crees que este matrimonio es la mejor oportunidad que tendré de labrarme un futuro?

Sean suspiró, y fue a sentarse junto a la mesita.

—Deberías hablar con Liadan sobre esto —dijo—. Algunos aspectos de este asunto se discuten mejor entre mujeres.

—No —dije rápidamente—. Eso no debería ser necesario. Dame tan sólo una buena razón por la que Eamonn y yo no deberíamos casarnos; una razón aparte de la diferencia de edad, puesto que eso no es importante, mientras yo esté dispuesta.

Pensé que le había puesto entre la espada y la pared, que iba a tener que revelarme la verdad sobre lo que fuera que hubiera entre Eamonn y Liadan, algún secreto que ambos guardaban celosamente, que había causado gran amargura. Pero era un estratega demasiado bueno como para eso.

—Muy bien —me dijo—. Necesitarnos el permiso de tu padre. Liadan me dice que está segura de que no te lo dará. Pero si estás empeñada en este matrimonio, vamos a ponerlo a prueba. Dime dónde puedo encontrar a Ciarán, y enviaré un mensajero con esta noticia, y le pediré que dé su bendición al matrimonio.

—¡No! —No pude controlar mi miedo—. ¡No, no puedes hacer eso! —Una vez dichas las palabras, no las podía retirar.

Sean me miró astutamente.

—Ya veo —dijo—. Sin embargo, debemos responder a esta carta de una manera u otra. O Eamonn vendrá a nuestra puerta a exigir explicaciones. Me has puesto en una situación muy comprometida, sobrina.

—Lo siento —dije entre dientes.

—No importa. Conor llegará por la mañana para celebrar el ritual del solsticio; lo discutiremos con él, y con Liadan, antes de que decidamos cómo articular nuestra respuesta. Brighid nos salve, en ocasiones creo que he vuelto al tiempo en que le ofrecieron lo mismo a tu madre, y ella incluso se negó a escuchar. Ya en aquel entonces, la bruja que era una vieja enemiga de la familia había vuelto a posar sus manos sobre nosotros una vez más, y nos movía como si fuéramos las picas de algún juego inventado por ella misma. Es posible que, a la hora de la verdad, Niamh no tuviera ninguna opción.

Me entraron escalofríos. Pensé en mi madre, saltando desde un saliente a la nada, y en las palabras de Liadan. Eso siempre me había parecido imposible. Una idea terrible se me metió en la cabeza y se negaba a salir. Tal vez Niamh no se había rendido. Tal vez le habían arrebatado su segunda oportunidad.

—No tienes por qué tener miedo de Liadan —dijo Sean con una sonrisa—. Ella quería a su hermana, y no quiere hacerte daño.

—¿Miedo? Claro que no tengo miedo. —Pero ni siquiera logré convencerme a mí misma. Miré de nuevo a mi tío. Estaba sentado relajadamente, acariciándole la cabeza al gran perro que estaba sentado a su lado. Los ojos del perro estaban medio cerrados de puro placer. A los pies de Sean dormía el otro perro—. Es sólo que…

—Dime, Fainne. —Su voz era cariñosa—. Mi deseo es que estés como en casa aquí, lo sabes. No quiero que te consideres diferente a ninguna de mis propias hijas, mientras permanezcas con nosotros.

—Es sólo… el… el poder, la habilidad de hablar sin palabras, de ver los pensamientos de la gente… ella tiene eso, lo sé. Tengo… tengo miedo de eso, tío. Miedo de que la tía Liadan me mire la mente y vea cosas que son… privadas. —¿Por qué había dicho tal cosa? No iba a conseguir más que levantar sus sospechas—. Una chica de mi edad tiene secretos —añadí apresuradamente—. Cosas que tal vez le cuente a su mejor amiga, pero a nadie más.

—Deberías hablar con ella —dijo Sean de nuevo—. Es verdad. En la familia hay miembros con esta habilidad. La fuerza varía de uno a otro; Liadan tiene un fuerte talento, compartido sólo por uno más, que yo sepa. Pero no lo usa nunca para espiar, o para inmiscuirse donde no es bienvenida, Fainne. Tal talento trae consigo una gran responsabilidad. No se puede usar a la ligera. Seria, tal vez, sólo en el momento en que creyera que aquellos a los que quiere estuvieran en peligro mortal, cuando podría estar tentada a usarlo de ese modo.

Sus palabras no consiguieron tranquilizarme.

—Ya veo. Tal vez hable con ella. ¿Esto tiene que ser discutido en alguna reunión familiar, aireado ante todos, ante Conor, y todos los demás?

Mi tío asintió con gravedad.

—Creo que sí, Fainne. Debemos elegir bien nuestras palabras cuando formulemos nuestra respuesta a Eamonn, un hombre influyente; no nos podemos permitir hacerle enfadar.

Yo no había visto a Conor desde que se produjo el fuego, y él no me había visto a mí desde que había llevado al anciano druida a casa para descansar en el penetrante silencio debajo de los grandes robles. No sabía lo que le iba a decir a Conor. Me parecía que alguien que sabía leer estas cosas debería poder ver la culpa claramente reflejada en mi cara. Me parecía que alguien tan bien dotado como un archidruida vería en mis ojos el espíritu maligno que había heredado de mi abuela.

Estaba sentada junto a Maeve, contándole un cuento. A pesar de mis grandes esfuerzos por decir que no, encontré que no me podía negar a sus frecuentes peticiones de que fuera a visitarla y que, una vez sentada a su lado, no le podía negar un cuento. En esta ocasión había empezado un cuento de dos pequeños amigos y cómo casi se quedaron atrapados por la marea, Maeve y yo no estábamos solas; Muirrin estaba ocupada con un mortero y el joven de piel morena, Evan, estaba en el cuarto de al lado atendiendo a un tipo que tenía un tajo feo en la nalga. Los jabalíes vagaban por el bosque, y este hombre había salido malparado del intento de matar con la lanza un buen espécimen para el banquete del solsticio. El colmillo había entrado y salido de manera bastante limpia; Evan le tranquilizaba mientras le suturaba la herida. Johnny estaba de pie ante el pequeño fuego. Había entrado después de que yo hubiera empezado, y pensé en dejar de contar la historia, ya que no tenía deseo alguno de mostrarme de este modo ante él. Pero Maeve dijo:

—Continúa, por favor, Fainne —con su vocecita cortés, y Johnny me dirigió su amplia sonrisa encantadora, y yo continué.

—Pues bien, ¿qué iban a hacer? Las olas se hacían más grandes y el día se estaba haciendo cada vez más oscuro, y lo único que quedaba en la playa era una pequeña franja de arena, apenas lo suficientemente amplia para que cupieran los pies de Fainne. Estaba asustada, pero no se lo iba a decir a Darragh, por lo que no dijo absolutamente nada, simplemente cogió fuerte a Riona y observó cómo el agua se acercaba, y sintió la pared de roca escarpada detrás, demasiado escarpada para escalar.

Maeve me observaba de manera solemne. Aún tenía la cabeza vendada; el ojo, al menos, se había curado, se le había bajado la hinchazón; aún tenía la visión intacta. Sus manos estaban vendadas. Sabía que Muirrin le quitaba las tiras de lino dos veces al día, y obligaba a Maeve a mover y doblar los dedos. Había oído a la criatura llorar de dolor mientras estiraba la piel dañada. Muirrin misma solía salir de estas sesiones con los ojos rojos.

—Entonces dijo Darragh: «Pues tendremos que nadar. No es tan lejos, sólo hasta, esas rocas de ahí, y entonces subiremos al embarcadero, aunque sea difícil. Déjame a Riona a mí, yo la llevaré». Y Fainne dijo con una pequeña vocecilla: «No sé nadar». Darragh la miró fijamente, con el agua subiéndole hasta los tobillos, y entonces dijo: «No creerás que voy a dejarte aquí para que le ahogues, ¿verdad? ¿Crees que puedes flotar de espaldas, sin que te entre el pánico? Yo nadaré por los dos. Tenemos que salir de aquí, las olas vienen rápido». Mientras hablaba estaba asegurando a Riona con su cinturón y caminando mar adentro. Las olas ya estaban salpicando la base del acantilado; Fainne sentía el agua por las rodillas, tirando de su falda. Sólo de pensar en ir más adentro le hacía temblar de pies a cabeza. Pero no le demostraría a Darragh que estaba asustada. De modo que hizo como él había ordenado: entró en el mar espumoso, y dejó que la cubriera entera hasta que estuvo congelada; sintió los brazos de Darragh bajo los suyos y apretándole el pecho, sujetándola para que estuviera a salvo, y entonces se empezaron a mover a través del agua, dejando que les llevara. Fainne nunca había estado tan asustada. A veces el agua corría por encima de ella, entrándole en la boca y metiéndose por la nariz, y una vez Darragh casi la soltó y ella sintió que se iba a hundir. El agua estaba helada, y ella sentía el poder del océano cuando les llevaba de arriba abajo y de abajo arriba. En una ocasión se atrevió a abrir los ojos y a mirar hacia atrás; pero los cerró de nuevo rápidamente, ya que estaban lejos, lejos de la orilla, tan lejos que parecía imposible que Darragh pudiera volver nadando, no cargando con ella. Cerró los ojos firmemente.

»"Mira, Fainne", dijo Darragh. "Tenemos compañía. Eso es algo que no se ve frecuentemente, desde luego." Su voz sonaba como siempre; no como la de un chico que estaba en peligro de ahogarse. Ni siquiera jadeaba mucho. Con cuidado ella abrió un poquito un ojo. Y allí, junto a ellos, a la derecha y a la izquierda, nadaban unas enormes criaturas de las profundidades, siguiéndoles el paso como si fueran elegantes guardianes, Eran selkies, hijos de Manannan mac Lir, que habían venido a asegurase de que llegaran a salvo a la orilla. Todo el camino a través de la bahía jugaban, se sumergían y nadaban en círculos, bailando en el agua, y Fainne los miraba embelesada, olvidándose de su miedo. Y, por fin, llegaron a las rocas lisas del final de la bahía, y Darragh y Fainne salieron del agua con dificultad, tiritando de frío y sonriendo de oreja a oreja. Los dos selkies se alejaron a nado y no miraron en ningún momento hacia atrás, aunque durante un rato pudieron ver cómo jugaban persiguiéndose el uno al otro más allá de las olas.

»"Se dice —dijo Darragh, mirando— que los selkies son en parte humanos. ¿Lo sabías? A veces salen del agua y se quitan la piel, y se vuelven a convertir en hombres y mujeres durante un rato. Pero tienen que volver. El mar les llama. Es un hechizo que les fue impuesto. Es lo que se cuenta."

»Fainne asintió, y los dos se fueron caminando a casa, con frío, mojados y cansados, pero no infelices. En cuanto a Riona, se había dado un baño que no había querido, pero se secó pronto ante el fuego de la chimenea, y lo que pensó de todo ello nadie lo supo, porque no dijo palabra.

Maeve dio un pequeño suspiro de satisfacción, y yo miré hacia arriba, y allí, en la puerta de la habitación contigua, estaba Conor.

—Una historia real, sin duda —comentó gravemente, avanzando para saludar a Muirrin y Johnny, y para tocar suavemente la cabeza de la niña con la mano.

—Ah, sí —dijo Maeve con seguridad—. Todos los cuentos de Fainne son verdad, bueno, tal vez no el del Clurichaun. Pero el de Darragh es real.

—¿De veras? —Johnny estaba sonriendo, con las cejas levantadas mientras me miraba—. Y además un nadador tan bueno. Creo que a mí me gustaría conocer al chaval. Parece un tipo útil para tener cerca.

—Pues es poco probable que lo hagas —dije con un tono represivo—. Vive lejos, en el oeste. Y las historias no son del todo ciertas, ni del todo inciertas.

—Siempre es así con los mejores cuentos —dijo Conor—. Aprendiste este arte de tu padre, creo —añadió con voz baja. Tenía la misma habilidad de mantenernos hechizados con sus palabras.

—Perdonadme. —Me puse de pie de un salto y me escabullí, murmurando algo sobre las muchas cosas que tenía que hacer. Cuando estuve segura en mi cuarto, quise calmarme, y me planté ante el espejo, y requerí la destreza. Pero tenía la mente confundida y triste y no pude escaparme de mi propia cara de angustia que me devolvía fijamente la mirada. Al final me di por vencida. Abrí mi cofre de madera y hurgando hasta el fondo, saqué el chal de seda que una vez, hace mucho tiempo en otra vida, yo había llevado para cabalgar hasta la feria. Me senté en el suelo con su dibujo de colores veraniegos alrededor de mis hombros, y cerrando fuertemente los ojos me balanceé de atrás hacia delante, y susurré: lo siento, lo siento. Pero no había forma alguna de saber si hablaba con mi padre, con Darragh, o simplemente conmigo misma.

El dejarme llevar por tales debilidades era peligroso. Mostraba una lamentable falta de autocontrol. Mi padre nunca dejó que sus sentimientos le vencieran de este modo. Qué decepcionado estaría si pudiera verme. Y, sin embargo, había aquellos largos momentos en los que se encerraba en su taller y no dejaba que me acercara. ¿Luchaba para dominar la compleja maestría de la magia, o luchaba contra otra cosa? Le había visto salir al finalizar el día con la misma cara de confusión y odio hacia sí mismo como la que yo estaba viendo en mi propia cara ahora. En aquel momento lo había achacado a los grandes retos que se asignaba como maestro hechicero. Ahora, de repente, no estaba tan segura. De niña, hubiera hecho cualquier cosa para alejar su tristeza, para llevar esa sonrisa excepcional a sus labios y, sin embargo, cuando estaba de este humor, no me hacía caso, me rechazaba físicamente e interrumpía mis ansiosas preguntas. Más tarde hacía todo lo posible por compensarme, compartiendo un cuento junto al fuego, escuchando pacientemente cómo yo le relataba los pequeños eventos de mi día. Había deseado con todas mis fuerzas hacer que su mundo estuviera bien, y había descubierto que no podía. Mi amor por él había dado color a mi vida entonces, y aún lo hacía ahora. Era el arma más fuerte de mi abuela, y me ataba a un futuro de sombras y traición.

No podía escaparme de Conor. Me encontró antes de la cena, mientras le hacía un recado a la tía Aisling. Estaba en las cocinas, donde había otro par de ojos que hubiera preterido evitar. La vieja Janis, casi no me había dirigido la palabra desde que volví de Glencarnagh, pero lo que había dicho me había hecho sentir muy incómoda.

—Siempre supe —comentó, fijando su oscura y penetrante mirada sobre mí—, que tu madre tendría problemas. Y los tuvo. No parece que tú seas muy diferente.

—¿Qué quieres decir? —salté, escandalizada por esta acusación tan ridícula.

—¿Te encontró él? —Fue su siguiente intento.

—¿Quién? —Le lancé una mirada de odio.

—¿Quién crees?

Hubo una pausa. Me di cuenta de que tenía las manos en un puño. Me obligué a relajarlas.

—No lo vi —le dije tranquilamente.

—¿No lo viste, o no quisiste verlo?

—¿Y a ti qué más te da? —¿Cómo se atrevía a interrogarme de este modo?

—Muchachita, soy lo suficientemente vieja como para decir la verdad sin tener miedo. Es posible que no me escuches. Niamh no me escuchaba si lo que yo tenía que contarle no le interesaba. Vas a hacer algo de lo que te arrepentirás para siempre, si le rompes el corazón a ese muchacho.

—Tonterías —dije, temblando, pero había perdido la seguridad en mi tono—. Los corazones, y el romperlos, no tienen cabida aquí. Darragh es… era… mi amigo, eso es todo. Ahora se ha ido. Tiene una novia en Ceann na Mara, una chica encantadora que sabe de caballos y que tiene un padre rico. Es… es una situación idónea. No tiene nada que ver con los sentimientos, ni para él ni para mí.

Janis suspiró, y sonrió un poquito sin alegría alguna.

—Vi la mirada en sus ojos, muchachita. Me parece que no conoces el valor de lo que estás dejando a un lado. A mí me parece que no sabes ver tu camino.

—Si lo sé —susurré, preguntándome por qué me quedaba a su lado escuchando, dejando que me hiciera tanto daño con sus palabras—. Es… es justamente, por eso, porque sé estas cosas, por lo que tengo que hacer lo que hago. Es mejor así. Mejor para Darragh. Mejor para todo el mundo.

Janis me estaba escudriñando de cerca.

—Así no es como funciona, muchachita —dijo en voz baja—. No puedes organizar la vida de la gente, y sus sentimientos, para que todo vaya según tú crees que es lo mejor. Creciste con Darragh, ¿verdad?

Asentí, muda de rabia.

—Mmm. Me lo dijo. ¿Y en alguna ocasión dejó que decidieras por él?

Sacudí la cabeza.

—Pues, bien.

—Sé lo que es mejor —dije ferozmente.

Janis estiró sus viejos dedos huesudos y me cogió de la mano. La suavidad de su tacto me sorprendió.

—Esto conlleva muchas lágrimas, muchachita —dijo.

Lo único que pude hacer fue asentir, ya que sus palabras me volvieron a traer la pequeña imagen que había visto en sueños, noche tras noche, desde el día en que convertí a una niña en un pez y deje que su propia madre pusiera fin a su vida con un cuchillo de cocina. Me sentí atormentada por una angustia tan hiriente que amenazaba con destrozarme.

—No es culpa mía —dije con la voz entrecortada, y salí corriendo.

Tras eso, hice todo lo posible por estar lejos de Janis. Sin embargo, había recados, y era impensable no hacerlos, ya que en esta casa la palabra de la tía Aisling era la ley. De modo que allí estaba, en la cocina, pidiéndole a la cocinera que enviara a un par de hombres a algún granero u otro a buscar gallinas, y Janis estaba sentada silenciosamente delante del luego, observándome. Y al otro lado de la chimenea estaba Conor, haciendo exactamente lo mismo.

—Ah —dijo con una sonrisa—, justo la chica que necesitaba ver. Ven, Fainne, vamos a dar una vueltecita juntos. Tengo una propuesta que hacerte.

No podía negarme, encontré una capa colgada junto al fuego; Conor se puso la capucha. Estaba nevando de nuevo, y dejamos las marcas de nuestras botas en el blanco prístino mientras íbamos camino abajo hacia el bosque. Había esa extraña calidez en el aire que presagia más nieve antes del anochecer. Esperé a que el druida hablara. Intente anticipar cuáles serían sus preguntas, y formular mentalmente respuestas convincentes. Tal vez me preguntaría sobre el fuego y mi parte en él. Tal vez hablaría de muertes y heridos. Tal vez me preguntaría, de nuevo, por qué había venido aquí. Era posible que sólo quisiera hablar de mi matrimonio; decirme lo imposible que era.

—Mañana celebramos el Meán Geimhridh —dijo Conor—. Demostraste ser una ayudante muy capaz la última vez, Fainne. ¿Llevarás a cabo esta labor por mí de nuevo?

Me costó trabajo encontrar una respuesta.

—Yo… yo no puedo imaginar por qué querrías que yo lo hiciera. No sería nada apropiado.

—¿No? —preguntó Conor, sonriendo un poco—. ¿Y por qué no?

No podía decir la verdad: que actuar así sería una farsa. La noche del Samhain me había permitido a mí misma fingir que formaba parte de la familia. La noche del Samhain había venido mi abuela, y yo había prendido el fuego.

—No puedo —dije directamente—. Sabes que nunca podré pertenecer a la orden de los sabios. Sabías que mi padre no podía, pero le mentiste y le hiciste creer que era posible, durante todos esos años. Eso fue como… fue como prometerle a una persona un premio maravilloso, si trabajaba lo suficientemente duro y, después, cuando se lo hubiera ganado, arrebatárselo. No es de extrañar que mi padre todavía hable de ti con amargura. No puedo ser druida, tío. No puedo hacer estas Cosas. No sirvo para hacerlo.

Pasó un bueno rato antes de que Conor contestara. Si le había causado un disgusto, me dije a mi misma que me daba igual; ya era hora de que se enfrentara a la verdad de lo que había hecho. Se sentó en el muro de piedra, cerca del lugar donde el sendero se adentraba en las sombras del bosque, bajo los árboles sin hojas. Yo me quedé de pie a su lado mirando hacia el lago.

—Me acuerdo de cómo tu abuelo reconstruyó este muro, piedra a piedra —comentó finalmente—. Un sabio y paciente profesor, era Hugh de Harrowfield. Les enseñó a los hombres de aquí la manera correcta de hacerlo, pero siempre llevó a cabo su propio papel; siempre enseñaba a través del ejemplo. Tiene truco, un conocimiento. Se tienen que colocar las piedras con el lado más largo atravesando la pared, y la parte más fina, horizontal; de esta manera las piedras se apoyan la una a la otra, y no sucumben a la presión. Son como una gran familia, estas piedras, las fuertes aguantan a las débiles, pero cada una tiene su parte en el todo duradero. —No hice comentario alguno. Parecía ser un cuento con moraleja—. Lo que tú has dicho no es verdad, Fainne —dijo Conor con seriedad—. Entiendo por qué puedes pensar que es así, ya que es lo que pensaba tu padre; que porque era el hijo de una hechicera se le habían prohibido los poderes de la luz; la práctica de la magia más sublime. Una vez se le hubo metido esa idea en la cabeza, ningún razonamiento se la pudo quitar. Intenté decírselo la noche que vino a la casa y le descubrimos la verdad sobre su familia. Pero no quiso escucharnos.

—¿Cómo puede ser falso? Nuestra sangre es maligna. Por mucho que nos esforcemos, todas nuestras elecciones nos llevan a la oscuridad. Eso no se puede controlar. Lo sé.

Conor suspiró.

—Eres muy joven, Fainne. ¿Cómo puedes decir eso con tanta certeza?

—Porque… porque eso es lo que me ocurre a mí —susurré—. No merece la pena fingir lo contrario.

—No me lo puedo creer, criatura.

—Es cierto, tío. No es sólo lo que mi padre quiso creer. Es una cosa muy, muy antigua. La historia de lo que somos. Somos descendientes de una de los Túatha Dé, el Pueblo Encantado; de una que fue expulsada por practicar una forma oscura del arte. Evocó algo maléfico y lo dejó suelto por el mundo. De modo que el Pueblo Encantado la desterró, y le prohibieron la magia sublime. Es así para todos sus descendientes.

Ahora Conor sí que me estaba mirando muy atentamente.

—Una historia interesante —dijo—. Pero sólo una historia, después de todo. ¿Dónde escuchaste esto, Fainne?

—Mi… mi padre me dijo que era así.

—¿Y dónde lo escuchó él? —me preguntó—. Uno puede elegir creer tales historias o no. Pero te diré algo que no te quedará más remedio que creer, ya que está basado en un hecho probado.

Esperé.

—Ahora dime. ¿Alguna vez has visto que tu padre usara la magia con fines maléficos?

—No —contesté reticentemente—. Pero eso es diferente. Mi padre hizo una elección. Me lo contó. Me dijo que nuestra especie está atraída por lo diabólico. Pero siempre podemos optar por no usar el arte.

Conor asintió con seriedad.

—¿De modo que no ejercita sus habilidades?

Fruncí el ceño.

—Practica; con qué fin, no hay manera de saberlo. Posiblemente lo haga para retarse a sí mismo, para llenar sus días vacíos. Antes hacía demostraciones, para enseñarme. Pero… sí la usó en una ocasión. —Miré al druida—. Salvó a la gente de la bahía, cuando vinieron los vikingos. Aún hablan de ello.

—Así que —dijo Conor— la única vez que la usó, fue para hacer muchísimo bien.

—Algunos murieron —dije—. Hubo un guerrero de pelo muy rubio, arrastrado a la playa junto con los fragmentos de los barcos vikingos.

—Es un asunto complicado. En ocasiones es difícil distinguir lo que está bien de lo que está mal, Fainne. Y aún eres joven, y apenas has empezado tu entrenamiento.

—¿Eso qué significa? —contesté bruscamente, algo ofendida de que me considerara una simple principiante.

—Hemos hablado de tu padre. Pero ¿y tú? Dices que sólo puedes tomar el camino hacia la oscuridad, por lo que eres. Te digo que eso no es verdad. Sí puedes elegir. Sí, eres la nieta de una hechicera. Pero tu abuela fue mi hermana Sorcha, a quien a veces se le llama la hija del bosque. Era la más fuerte de las mujeres; de gran corazón, pura de espíritu, muy querida en su casa y en esta comunidad. Tu abuelo, Hugh de Harrowfield, fue un hombre leal y admirable, aunque fuera británico. Tú también cargas con esa herencia, Fainne. Eres una de nosotros, te guste o no. Y no tienes razón en cuanto al arte. Liadan me contó lo que pasó con Sibeal, de camino a Glencarnagh. Usaste tus habilidades para bien, entonces. Estoy seguro de que ha habido más ocasiones.

Me sentía a punto de llorar.

—Me hecho unas cosas muy malas, tío —las palabras se me escapaban a mi pesar—. Cosas terribles que no puedo contarte. Si la familia supiera estas cosas, sería expulsada como lo fue mi padre.

—Ciarán nunca fue expulsado. —La voz de Conor era tranquila, pero la sombra de un viejo dolor todavía se dejaba notar—. Él eligió marcharse. Eligió un camino peligroso. Creo que la fue a buscar. A lady Oonagh.

—¿A Lady Oonagh?

Alzó las cejas.

—Su madre, la bruja.

—¿Es ése su nombre? Siempre la había llamado, simplemente, abuela.

A veces, dices algo, y una vez que han salido las palabras, sabes que nunca deberían haber sido pronunciadas. Pero ya es demasiado tarde para desdecirlas. Vi cómo cambiaba la expresión de Conor; vi como su serena confianza se desvanecía para dar paso a una tensión pálida que casi parecía indicar miedo. Desvié la mirada con dificultad, mirando de nuevo hacia las vacías aguas del lago, hoy grises y tristes bajo el cielo invernal encapotado.

—Tu… —aventuró, y carraspeó— dime, Fainne —dijo con más control—, ¿tu abuela… tu abuela estaba presente durante tus años de crecimiento en Kerry?

Pensé que había elegido sus palabras con sumo cuidado. En cuanto a mí, había dejado que un tema comprometido se inmiscuyera en la conversación. Había perdido control de ella, y de mí misma. Así eran los druidas. Con la formación de la que yo había disfrutado tendría que haber sabido lo que podía pasar.

—No, tío. Sólo estuvo allí poco tiempo. Crecí con mi padre, como te dije.

—Si él hubiera pensado que el arte te llevaría hacia la malignidad, ¿por qué te lo enseñó?

No tenía respuesta para esto.

—Vamos —dijo—. Está haciendo más frío. Vamos a caminar de vuelta.

—Sí, tío.

Volvimos a la torre en silencio. Me debatía entre sentimientos opuestos, sobre todo por el miedo a la furia de mí abuela si hubiera visto este intercambio. Pero más allá de este temor, había un terror mucho más fuerte, de que tal vez Conor tuviera razón. ¿Era posible que, después de todo, yo no fuera completamente diabólica, sino que quizás aspirara a algo distinto? Ese pensamiento era cruel. No podía ser más que la vana esperanza que una vez había tentado a mi padre, que después le fue arrebatada de forma brusca. Y, sin embargo… y sin embargo, yo había salvado a Sibeal. Había hecho el bien sin ni siquiera pensarlo. Mientras nos dirigíamos hacia la puerta principal, donde los chicos estaban atareados barriendo la nieve de los senderos, y las chicas, bien envueltas en pañuelos y chales; colgaban guirnaldas de follaje en la entrada, me acordé de lo que había pasado en aquella feria. No había habido motivo alguno para hacer que ese tipo dejara de hacer sus desagradables trucos; ni motivo para liberar a sus peludos y plumados cautivos, más allá de un sentimiento de lo que está bien. Pero lo había hecho. Llevaba puesto el amuleto y lo había hecho de todas formas.

La idea que Conor me había metido en la cabeza era tan aterradora que deseé con todo mi corazón que nunca se hubiera llegado a gestar. Pero una vez allí se alojó firmemente y no me podía deshacer de ella. De hecho, me di cuenta de que la verdad me había ido invadiendo desde hacía ya tiempo. Desde el momento en que había ensartado el pequeño amuleto de la abuela en aquella cuerda extraña de múltiples fibras, esta nueva posibilidad había estado creciendo en mi mente. En ocasiones, algo brillante y exquisito en ese collar parecía trabajar en contra del efecto maligno del talismán. Tal vez fuera amor, o familia, o tal vez ambas cosas. Me alegré de que mi abuela nunca hubiera dominado el arte de ver los pensamientos de una persona; el arte del que mi tía Liadan supuestamente iba sobrada. Porque ésta era una idea que mi abuela no podía ver.

Esa noche apagué el fuego de la chimenea en mi aposento y me senté tiritando junto a luz de una única vela, con las sombras bailando por las paredes, al compás de los fuertes latidos de mi corazón. Nevaba afuera; reinaba un gran silencio. Había pensado que no tenía más opción que hacer lo que quería mi abuela: intentar llevar a cabo una espantosa tarea de proporciones grandiosas. Por imposible que pareciera, yo había planeado hacerlo, ya que estaba atada por el miedo, y por mi creencia de que, tarde o temprano, no me quedaría más remedio que acatar su voluntad y seguir el camino del mal al que mi sangre maldita me ligaba. Abrumador, pero de una manera fácil, porque era inevitable, y fuera de mi control.

Pero me había equivocado. El poder del amuleto había retorcido mi mente y entorpecido mi capacidad de razonamiento. Me había cegado, sólo dejándome ver lo que ella quería. Ella había obrado a través del amuleto, realizando sus fechorías, haciéndome creer que eran obra mía. Sin duda era una hechicera poderosa. Pero tal vez no tanto. Nunca había explicado por qué ella misma no podía matar a la criatura de la profecía y acabar con todo esto de una vez por todas. Lo único que había dicho era que todo debía ir sucediéndose de acuerdo con las profecías antiguas. Y esa noche, cuando me había quitado el amuleto, ella entró apresuradamente para preguntar qué estaba haciendo. Realmente me había tenido miedo; miedo de lo que podría hacer si escapara de su control. Un trascendental despliegue de eventos, había dicho mi padre, y algo sobre la necesidad de encontrar una utilidad apropiada para mis habilidades. Pues muy bien, parecía ser que ya había encontrado esa habilidad, aunque me estremecía al considerarlo. Podía devolverle la vida a mi padre. Podía mostrarle que, de hecho, nuestra especie sí podía aspirar a la luz. Podía asegurarme de que no se les quitara a estas gentes la posibilidad de ganar la batalla y salvar sus Islas. Nunca iba a poder enmendar los terribles males que había causado. El pasado no podía rehacerse. Pero de ahora en adelante podría tomar un camino diferente si me atrevía. Sería un camino de miedo y sacrificio; con el tiempo, tal vez un camino de redención. Lady Oonagh era fuerte. Yo debía serlo aún más.