Capítulo IX

Sabía qué debía hacer. Era sólo cuestión de disciplina. Controlar la voluntad y concentrar la mente. Focalizar la energía en el objetivo y no dejar nada a medias. Tendría que haber sido así desde el momento en que subí en el carro de Dan Walker después de dejar las laderas de Kerry. Era lo que tendría que haber hecho en el bosque de Sieteaguas, en lugar de permitir que las niñas burlasen mi vigilancia y conquistasen un lugar en mi corazón, en contra del sentido común. Así es como tendría que haberme protegido, en lugar de pasar el tiempo escuchando a un druida y hacer caso a las historias de aquellos que se hacían llamar los Antiguos.

Tenía que seguir una estrategia bien precisa, y el primer paso era Eamonn. Eamonn no era tan difícil, me dije mientras me lavaba y me vestía prestando insólita atención a los detalles y miraba enojada en el espejo mi rostro pálido como un fantasma y ojeroso. Al menos él no me importaba, pensé mientras cepillaba el cabello de forma enérgica y lo trenzaba en lo alto de la cabeza, de modo que pareciera mayor, una chica de al menos diecisiete años. Era sólo cuestión de recordar qué tenía que hacer y por qué lo hacía. Debía pensar en la voz de mi abuela diciéndome: podría acabar asesinado y despojado de sus míseras pertenencias durante el trayecto. Pensar en aquello y hacer lo que me había ordenado, con la mano firme de una hechicera.

Me aventure a salir fuera, a sabiendas de que era tarde y de que me coserían a preguntas si no aparecía por segundo día consecutivo. Estaba cansada, cubierta de cardenales y tenía frío. No ofrecía el aspecto de alguien que hubiese descansado durante todo un día y una noche. Una cosa era estar un poco pálida y otra aparecer completamente exhausta. Por lo menos estaba arreglada y no había usado el Sortilegio. Si debía hacerlo, lo haría con mi propio aspecto.

Tuve suerte. No se veía a las niñas por ninguna parte, y encontré a Eamonn solo, inclinado sobre documentos escritos con caracteres muy pequeños, sentado en una habitación en la que las altas y estrechas ventanas dejaban entrar la fría luz del sol de aquella mañana de invierno. Permanecí de pie en la puerta mirándolo, pensando que bajo aquella despiadada luz, su rostro parecía agotado y surcado por profundas arrugas señalando que a sus cabellos castaños les empezaban a salir las canas, y recordándome a mí misma que tenía que aprender que las personas eran sólo fichas de un juego, ni más ni menos. No hice ruido, pero de repente él se percató de mi presencia y se puso de pie, como si hubiese sido sorprendido por un enemigo.

—Buenos días —dije educadamente—. Siento haberte asustado.

—No pasa nada. —Se repuso rápidamente, viniendo a mi encuentro para llevarme hasta un banco delante de una pequeña chimenea. Hacía mucho frío; los tapices ondeaban al viento. No pude reprimir un escalofrío.

—Ven, siéntate aquí —me invitó Eamonn—, aún no te encuentras bien. ¿Has comido?

Negué con la cabeza e inmediatamente llamaron e informaron a una criada, trajeron pan, pollo frío y una jarra de cerveza en una bandeja que dejaron apoyada a mi lado. Invitó a marchara la mujer y cerró la puerta.

—Discúlpame —dije—, te he incordiado durante tu trabajo, te ruego que continúes, ignórame. Permaneceré en silencio. O si prefieres, puedo ir a otra parte. No pretendía…

A Eamonn se le dibujó una pequeña sonrisa melancólica.

—En absoluto. Estoy haciendo pocos progresos; no es una tarea de mi agrado, y hoy no consigo concentrarme. Cualquier interrupción es bienvenida. Estaba enviando a alguien para ver cómo estabas. Ven, permíteme que te sirva algo de beber.

Esperé en silencio a que lo hiciese, pensando de nuevo en los dedos cálidos de Darragh en torno a los míos y recordando el modo en que me había dado de comer como a una niña.

—Estaba preocupado, Fainne. Ayer no tuvimos el placer de disfrutar de tu compañía.

—Como ves, ahora estoy bien. —Saboreé la cerveza y corté un poco de pan.

—Yo… —Eamonn titubeaba de forma extraña—, me preguntaba si tu indisposición fue a consecuencia de… pensaba que quizá te hubiera ofendido o perturbado. Mi comportamiento no ha sido del todo correcto, soy consciente de ello.

Levanté la vista hacia él.

—No se trata tanto de tu comportamiento, como… de aquello que dijiste. Estaba… me ha perturbado, es cierto. Pero como puedes ver, ahora me he repuesto.

—Entonces te he ofendido de veras. Lo lamento. Parecía completamente sincero. Se había sentado en el banco frente a mí y me estaba observando atentamente. Saboreé mi cerveza. Efectivamente estaba hambrienta, porque las gachas de avena no habían sido gran cosa, pero mi fuerte apetito desentonaba con la visión que quería dar de mí. Dejé el pan.

—Deberíamos hablar de ello —empezó Eamonn, con un tono poco entusiasta—. Pero no sé por dónde empezar.

Lo miré. Tenía el aspecto de alguien que no hubiese dormido, y tuve la sensación de que los papeles desparramados sobre la mesa eran la última de sus preocupaciones.

—Mencionaste un compromiso —le recordé—, creo que tal vez sea posible. Pero no hablemos de ello esta mañana, todavía estoy débil y tú pareces distraído. ¿Puedo aventurarme a hacerte una sugerencia?

—Por supuesto.

—Podría permanecer aquí en silencio durante un tiempo. No hace falta hablar de lo que ha sucedido entre nosotros. Tengo conmigo la caja de costura; comeré y beberé algo, y me concentraré en el trabajo: en esta habitación hay buena luz, y esta mañana no deseo más compañía que la tuya. Puedes seguir con tu trabajo como si yo no estuviera aquí. Más tarde, tal vez después de la cena, podamos afrontar otros temas.

Por un instante se quedó mirándome en silencio. Después dijo:

—Ayer vino un joven buscándote. Un tipo extraño. Fue cabalgando hasta el patio, pidió verte, y no quería marcharse. —Tenía la frente fruncida. Ejercí el máximo control sobre mi expresión y mantuve la voz calma.

—¿De verdad?

—Tenía un poni espléndido, un animal demasiado bonito para semejante canalla. De un blanco purísimo. Dijo que te conocía de cuando estabais en Kerry.

—Creo que podría ser uno de los nómadas. Fueron ellos los que me trajeron del norte hasta Sieteaguas.

—Extraña avenencia —comentó Eamonn torvo.

—Puede ser. Pero es más seguro que una chica viaje con escolta que sola. La gente deja pasar a los nómadas sin incordiarlos. Ese hombre es pariente de una anciana de la casa de mi tío Sean. Sólo eso.

—¿Y para ti, en cambio, quién es? Fue muy insistente. Cuando le ordené que se marchara de mi propiedad parecía que le costase entenderlo. ¿Quién es para ti?

E inesperadamente en su voz apareció un tono, y en sus ojos una expresión que me hicieron sentir incómoda. Recordé que aquel hombre había alimentado un rencor durante dieciocho años, si no más. Había dicho: Aquel que coge aquello que es mío paga en consecuencia. No me gustaba aquella mirada, pero la voz de mi abuela me decía: Sí, perfecto. Aprovéchate.

Probé una risita algo despreciativa.

—¿Aquel chico? Nada en absoluto. Es buena gente, pero humilde. Acostumbraba a salir de la riada de forma repentina, preguntar cómo está una amiga y dar media vuelta con el caballo para marcharse. No significa nada.

—¿Amiga? Una señora no debería considerarse amiga de semejante personaje, nada menos que el hijo de un calderero.

—No hay nada de malo en serlo —rebatí bruscamente—, y por encima de todo no soy esa gran señora. Incluso tú lo reconoces, no puedes negarlo. Después de todo, un hombre de tu posición no podría jamás considerar a alguien como yo para hacerla su esposa. Una chica cuya descendencia es cuanto menos irregular. Criada en completa soledad, que sabe más de libros y de estudios que de cómo llevar una buena casa.

—Fainne…

—Ah. He quebrantado mis propias reglas. Te diré lo que vamos a hacer. Te sentarás allí y seguirás descifrando esos minúsculos caracteres. Yo comeré aquello que tan amablemente me has hecho traer y continuaré con mi costura. Y no hablaremos. No hasta más tarde ¿De acuerdo?

Eamonn mostró una sonrisa torcida y volvió a sentarse en su mesa.

—No sé por qué —observó—, pero tengo la impresión de que esto es más una orden que una consulta.

—¿Y el hecho te molesta? —indagué levantando la ceja, al estilo de mi abuela.

—No he dicho eso.

Terminé mi desayuno y me concentré en la costura. Era una suerte que mi abuela me hubiese enseñado a coser. Quizá la calidad de mis puntadas no la hubieran satisfecho. Pero al menos era capaz de dar una oportuna apariencia de competencia doméstica. Y la luz era realmente buena. Este hombre había hablado de piel blanca y cabellos rojos como si ambas cosas le gustasen. Y yo me sentaba exactamente donde el sol invernal rozaba mis pálidas mejillas con sus reflejos; sabía que sus rayos capturarían la vivida flama de mis cabellos y los transformaría en un halo luminoso. Me concentré en mi trabajo, los dedos se movían con habilidad. Sabía sin necesidad de mirar que los ojos de Eamonn se fijaban más a menudo en mí que en los documentos que tenía delante.

Transcurrió algo de tiempo en completo silencio. El sol se desplazó demasiado rápido en el cielo, y con ello mejoró la luz. No quedaba mucho para el solsticio de invierno. Por un momento me permití pensar en Darragh y en Aoife, que lo volvía a llevar de regreso al oeste, hacia Ceann na Mara. Habría vuelto con O’Flaherty, se habría instalado y quizá se casaría con Orla y traería al mundo niños de cabellos oscuros y graciosas niñas de ojos azules. Todos nadarían como peces y cabalgarían como si hubiesen nacido en una silla de montar. Su hermana, una vez casado Aidan, se trasladaría cerca de él. Sus vidas serían sencillas, felices y llenas de significado. Vivirían tanto que verían a sus hijos crecer y hacerse adultos.

—¿Fainne?

Me sobresalté como si me hubieran golpeado y me alejé a duras penas de aquellos peligrosos pensamientos. No tenía que volver a hacerlo. Tenía que concentrarme.

—¿Mmm? —pregunté, anudando el hilo y rompiéndolo con los dientes.

—Yo… nada. Considera que no he hablado.

—Has infringido las reglas —dije de manera frívola mientras recogía mi trabajo—. Nada de discursos. De todas formas he terminado mí trabajo. Quizá sea mejor que me vaya.

—Te ruego que te quedes. Me complace sumamente tenerte sentada en silencio mientras trabajo. Es extraño, sin embargo en cierto modo es bonito. En un tiempo… en un tiempo soñaba que habría sido así, con… me imaginaba cómo habría sido si me hubiese casado. Pensar lo diferente que habría sido. Me imaginaba cabalgando hacia casa, en Sídhe Dubh, y… No, esto tampoco está bien. No debería hablarte así.

—Dime —le insistí lentamente.

Se alzó y vino a detenerse delante de mí, la mirada al paisaje invernal que se veía desde la estrecha y alta ventana: olmos desnudos, un jardín bien labrado que esperaba la nueva siembra.

—Pensarás que soy un necio —dijo—, un blando.

—No, Eamonn. No te juzgaría jamás.

Bajó la mirada hacia mí, una mirada carente de expresión.

—Sabes, en aquel tiempo pensaba que me casaría y traería hijos al mundo, como todos. Fue entonces cuando me topé por primera vez con el Hombre Pintado; aquel canalla sería la desgracia de toda mi vida. En aquel tiempo, no sabía que me despojaría de todo lo que más apreciaba: me privaría de mis esperanzas de futuro y se apoderaría de ellas. Entonces, todavía creía que mi vida sería como la del resto de los mortales. Y, a medida que sentía la influencia mortífera de aquel hombre invadirme el espíritu, me aferraba a la única imagen pura que permanecía verdadera: mi esposa de pie a las puertas de Sídhe Dubh, con mi hijo entre los brazos. Aquello sería la continuación de que las cosas serían como tenían que ser.

No dije nada.

—Qué absurdos pensamientos para un viejo como yo —observó amargamente—. Esto es lo que estarás pensando.

—Veías a Liadan, obviamente.

—Obviamente. Pero se la quedó él. Son suyos los hijos que ella engendró. Hijos que tendrían que haber sido míos.

Me pareció algo tan inconcebible de explicar que a duras penas conseguí dar una respuesta.

—Habíamos dicho que no hablaríamos de nada hasta más tarde —articulé con dificultad—. ¿Por qué has decidido contarme todo esto?

Eamonn me evitaba la mirada. Observaba, desde la ventana, a un hombre que caminaba por el sendero con una horca sobre las espaldas y una pareja de perros que lo seguían.

—Realmente no lo sé —dijo después de un rato—. Imagino que verte aquí, en la quietud de la habitación, me ha dado un sentido de… de perfección, de cómo habría sido mi vida si las cosas hubieran sido diferentes.

No dije nada.

—No quería hablar de esto. He hablado inintencionadamente. Ha sido una muestra de insensatez y debilidad. No se puede reconstruir aquello que no ha existido jamás.

Me levanté.

—Me voy —dije en voz baja—. Debo ver a las niñas, y después aún tendré que descansar. La cabalgata hasta la cascada me ha supuesto más dolores y cardenales de los que pudiera imaginar.

—Ha sido realmente desconsiderado por mi parte —comentó Eamonn frunciendo el ceño y sin dejar de mirarme—. Muy desconsiderado.

—No hay nada de qué preocuparse —lo tranquilicé—. Tal vez después de la cena podamos hacer una partida de brandubh, y seguir hablando de estos temas.

—No creo que…

—Yo en cambio creo que sí —mi voz era firme—. Mientras tanto quisiera que reflexionases sobre una pregunta.

Permaneció a la expectativa.

—La pregunta es —proseguí prudentemente—, ¿qué necesitas para seguir adelante? ¿Qué estás esperando para tomar las riendas de tu vida y para que tu vuelta a casa sea recompensada con los brazos abiertos, un fogón encendido y carcajadas de niños? ¿Qué fantasmas debes desterrar antes de poder hacer todo eso?

—No puedes…

—Ah —rebatí—. Ya lo he hecho. He formulado la pregunta y espero una respuesta.

—No diré más que esto. Son temas que es mejor no tocar.

—No lo creo en absoluto —dije—. Hasta ahora has vivido una vida a medias. Si destruyes también ésta, entonces tu enemigo te habrá vencido de verdad. Ahora me voy. ¿Harías algo por mí?

Inclinó la cabeza con un gesto cortés, pero tenía las mandíbulas contraídas.

—Pon las manos detrás de la espalda —le pedí— y mantén los ojos cerrados hasta que yo le diga.

Hizo lo que le pedí un poco perplejo. Apoyé mis manos en ambos lados de su rostro y sentí la tensión agarrotar su cuerpo.

—Ojos cerrados —ratifiqué en tono severo. Después me obligué a darle un beso que empezó con el dulce contacto de labios que se hubiera esperado de una niña inocente como yo. Pero mi abuela me había enseñado muchas cosas. Sabía cómo cambiar ese beso, con una ligera apertura de la boca y un pequeño movimiento de lengua, en algo más, algo que habría hecho acelerar la sangre y la respiración de un hombre, exactamente como le estaba sucediendo a Eamonn. Esperó hasta el momento en que él no aguantó más en mantener las manos detrás de la espalda. Alejé mi rostro y di un paso atrás.

—¡Fainne! —exclamó sin aliento, mirándome fijamente—. ¿Qué estás tratando de hacerme?

—Nada —repliqué abriendo los ojos con gesto de sorpresa—. Quería sólo enseñarte que yo creo en un posible compromiso. Y a propósito, si en un futuro tuvieras dificultad con tus lecturas, podría ayudarte. Soy más bien experta y mis ojos son más jóvenes.

Di media vuelta y abandoné la habitación, y Eamonn no pronunció ni una palabra.

No fue fácil. Yo me despreciaba por lo que estaba haciendo. Me horrorizaba imaginar lo que Darragh hubiera pensado de mí sí me hubiera visto. Mi padre me había dado siempre carta blanca para buscar mi camino y cometer mis propios errores, Pero esto lo hubiera estremecido profundamente. Sin embargo, encontré en mí la fuerza para seguir adelante. Ante mis ojos tenía la imagen de él tosiendo sangre. Y había otra también, de Darragh y Aoife que se dirigían hacia el oeste, lejos del peligro. ¿Y qué decir de las niñas, cada una diferente, cada una preciosa a su estilo? Me concedieron su confianza sin hacerme preguntas; no podía exponerlas a la furia destructiva de mi abuela. Sólo debía pensar en esto, y después de todo, seguir adelante no era tan difícil.

Pasé un rato con las niñas, y estuvieron extrañamente tranquilas; Eilis me enseñó su trabajo de costura, las gemelas se tumbaron en la alfombra delante de mi chimenea y Sibeal se sentó al lado de la ventana, inmóvil y en silencio como una estatua.

—Muy bien. Eilis —la elogié—. Tu madre estaría orgullosa de ti. Siento no haberte podido ayudar ayer. No me encontraba bien.

—La ayudé yo —intervino Deirdre un poco afectada—. Te quedaste todo el día encerrada aquí. Ni tan siquiera respondías si llamaban a la puerta. ¿Qué sucedía?

—Un terrible dolor de cabeza. Pero ahora estoy mejor.

—A decir verdad no lo parece —observó Clodagh—. Tienes la cara blanca y ojeras. Pensamos incluso que habrías discutido con tío Eamonn.

—Tío Eamonn está de un humor de perros —añadió Deirdre.

No contesté. De ahora en adelante era preferible pasar menos tiempo con ellas. Era mejor que me alejase lo más rápidamente posible, aunque eso las entristeciera. Permanecer cerca de ellas significaba ponerlas en peligro. Y además, estaban siendo muy avispadas encajando todas las piezas.

—Te lo perdiste —interrumpió Clodagh tras un momento de silencio—. Darragh ha estado aquí, y tú no lo has visto.

—Eso me han dicho —contesté tajante.

—No pensábamos que fuera verdad —dijo Deirdre tumbada en el suelo, el mentón apoyado en la mano, mirando hacia mí, que estaba sentada en la cama junto a Eilis. Él y el poni blanco. Parecía mentira. Sólo un chico y un poni en un cuento, y sus aventuras. En cambio así era. Dejó que acariciásemos a Aoife.

—Dijo que había estado en Sieteaguas y que después se tuvo que marchar. ¿Vio a Maeve, lo sabías? Dijo que estaba mejor. —Clodagh sujetaba una ramita en el fuego para que prendiera—. ¿Cuándo volvemos a casa, Fainne?

De repente, se hizo el silencio en la habitación. Las cuatro me miraron fijamente con una expresión concentrada.

—Pronto —las tranquilicé, muy pronto. Primero tendré que hablar con vuestro tío Eamonn. Le preguntaré qué le parece, si queréis.

Clodagh lanzó una mirada a Deirdre, y entre ellas se intercambiaron un mensaje oculto.

—Dirá que no —constató Clodagh—. Querrá que tú permanezcas aquí en Glencarnagh. Y para ti será complicado estar sin nosotras. Tendrías que haberlo visto ayer, cuando Darragh estuvo aquí. Se puso furioso.

—Darragh fue tan amable —observó Eilis—. Dejó que le diera una zanahoria al poni.

—¿No te importa nada —me preguntó Clodagh— no haber coincidido con él?

Respiré profundamente.

—Ha sido una lástima —respondí con la voz más firme que pude—, pero me encontraba tan mal que era incapaz de ver a nadie, incluso a un viejo amigo. Vuestro tío Eamonn hizo lo más justo.

Pude sentir la mirada de Sibeal sobre mí, a pesar de que estuviese sentada a mis espaldas. Pero no dijo nada.

—Si tú lo dices —comentó Clodagh en tono escéptico.

Cuando se marcharon traté de descansar, pero en vano. Aquel día me vino en mente que las hermosas imágenes que había visto mientras estaba allí, estirada junto al pequeño fuego, con el brazo de Darragh rodeándome los hombros y el calor de su cuerpo junto al mío, serían los últimos sueños bonitos que vendrían a alegrarme.

Ahora, mientras me sumergía en un ligero entresueño, mi mente se colmaba de escenas completamente distintas: mi madre daba un paso hacia el borde del abismo y caía, caía, con los cabellos luminosos ondeando al viento y las rocas abajo esperándola, anticipando el último despiadado abrazo final; mi padre, blanco como la nieve, vomitaba sangre. Darragh yacía en la orilla del camino con un cuchillo clavado en la espalda y Aoife le daba golpecillos delicados con el hocico, los ojos crédulos y perplejos al ver que él no despertaba. Y siguieron todavía más imágenes, que parecían mostrarme cosas que hubieran sucedido o hubieran podido suceder. Una niña que rompía en sollozos, los ojos cerrados, las mejillas inundadas de lágrimas, la nariz goteando, los labios apretados en una expresión de angustia, el cabello rojo oscuro y la piel blanca como la nieve me recordaban a mí misma, como si ya no lo supiese. Ya lo había visto otras veces. Con la imagen vinieron las palabras. No sabrás jamás cuánto deberás perder, hasta que no haya sucedido. Y después la repentina completa oscuridad, como si el mundo entero hubiese sido destruido y el día se hubiese transformado en noche por la intensidad de aquel dolor. Hombres que se lamentaban y lloraban, a merced del miedo. Y una ola enorme, un muro de agua procedente de quién sabe dónde, una fuerza tan desmesurada que con mirar en alto se reconocía la muerte, incluso en la búsqueda por capturar el último tembloroso respiro. Os mandaré fuera… por completo… Os lo cogeré todo… todo.

En la cena advertí que Eamonn se había cambiado de ropa y que su cabello, como el mío, había sido cuidadosamente peinado. Observé sus ojos oscuros y serios, las facciones rígidas y entumecidas, el modo en que un mechón de pelo seguía cayendo por la frente. Pensé que una vez, tanto tiempo atrás, debía haber sido un hombre apuesto, un hombre que alguna mujer hubiera podido considerar un excelente marido. Si se tenía en cuenta su riqueza y la posición de poder que ocupaba, resultaba difícil creer que mi tía Liadan lo hubiese rechazado por otro hombre, especialmente por uno tan desagradable como describían todos a su marido. No tenía sentido. Traté de imaginarme qué tipo de mujer era para haber tratado a tan fiel pretendiente, de una forma tan cruel, como para destruir su existencia. Después me dije, una vez más, que debía recordar que hombres y mujeres no eran más que fichas de un juego a las que manipular al antojo. No era apropiado por mí parte mostrar simpatía por el hombre solemne, pálido y maduro que se sentaba a la mesa delante de mí, comiendo poco y bebiendo, en cambio, tanto. No era apropiado por mi parte experimentar ningún sentimiento. Buena chica, escuché la voz de mi abuela decir.

Acabamos la comida. Retiraron la mesa y trajeron el vino.

Eamonn dio instrucciones a los criados de no molestarnos bajo ningún concepto. Junto al fuego colocaron dos sillas talladas y, tras ellas, una mesa pequeña. Encima de ésta estaba apoyado el tablero con dibujos elaborados con las fichas para el brandubh.

—¿Te apetece jugar una partido? —preguntó Eamonn, colocándose frente a mí.

No de este juego, pensé.

—Podría estar bien, pero no esta noche. No creo que consiga concentrarme. ¿Tus criados no sacarán conclusiones, viendo la puerta cerrada y habiéndoles ordenado que se mantuvieran alejados? Aunque la reputación que en su momento pudiera haber tenido ya se ha esfumado para siempre.

Eamonn me miró con serenidad.

—Como puedes ver no he cerrado la puerta con cerrojo, ni lo haré. Conmigo no corres ningún peligro, Fainne. No soy ningún seductor, a pesar de la idea que te hayas podido hacer de mí.

—El recuerdo que tengo sobre tu comportamiento de hace unos días no corrobora lo que dice.

—Por aquello ya me excusé, y lo vuelvo a hacer. No sé qué me pudo ocurrir.

Levanté las cejas.

—Déjame adivinar.

—Tú no me has puesto las cosas fáciles. Esta mañana has… me has dejado perplejo, no consigo entender qué quieres de mí, —me sirvió vino en la copa y se llenó la suya. Era un vino inerte, de un aroma intenso, que hablaba de colinas inundadas por el sol y flores silvestres. Bebí con moderación, sabiendo que debía ser consciente de mis actos.

—Empecemos desde el principio —dije—. ¿Tienes algo que decirme? Porque a mí me parece que, vayamos a donde vayamos, tarde o temprano toparemos con el pasado. Y en esto puedo ayudarte. Créeme.

—No veo en absoluto cómo, Fainne. —Eamonn miraba fijamente su Copa de vino, como si dentro pudiese estarla respuesta al dilema—. Con toda la buena voluntad del mundo, eres demasiado joven y bastante inexperta, después de todo. A duras penas llegarías a entender qué hay entre mi y…

—¿Y Liadan?

—Ella y el resto. Tú misma lo has dicho. Tú que has sido criada en soledad, lejos de ambientes masculinos. No conseguirías entender todas las cosas perversas que han ocurrido. Todavía eres inocente. ¿Cómo podrías ayudarme?

—Entiendo; entonces —me levanté—, es completamente inútil, ¿verdad? Más vale que vuelva a Sieteaguas. Las niñas han empezado a preguntarme cuándo volveremos a casa. Les diré que podemos marcharnos por la mañana.

—No. —Eamonn se levantó de un brinco y me agarró del brazo—. No. No era eso lo que quería decir. Siéntate, Fainne, por favor.

—¿Difícil, verdad? —pregunté en tono bajito apenas me hube sentado de nuevo y él hubo calmado su congoja volviendo a su sitio—. No entiendes lo que quiero, y yo no tengo la menor idea de lo que quieres tú. No estoy ni tan siquiera segura de que tú mismo lo sepas. ¿Por qué no empiezas por responderme a la pregunta que te hice?

Eamonn no contestó. Tenía las mandíbulas cerradas, como si apretase los dientes para retener las palabras.

—¿Quieres ignorarla? —lo provoqué—. ¿La consideras…? ¿Cómo es esa palabra que tanto te gusta…? ¿Inapropiada?

Sus labios se curvaron en una sonrisa sin alegría.

—Por supuesto que era apropiada. Tengo la sensación de que tú misma podrías responderla.

—Es posible. Pero quiero que seas tú quien la conteste.

Otro silencio.

—No he hablado nunca de estas cosas —dijo después de un rato en un tono completamente diferente, casi de disculpa—. Jamás ni una sola vez, en todos estos años. ¿Por qué debería hacerlo ahora? Y aparte estoy sujeto a una promesa. No puedo desvelarte toda la verdad, y no lo haré.

No dije nada, pero permanecí a la espera.

—De lo que has dicho hay algo que me ha quedado en mente durante todo el día. Que si no reacciono ahora para cambiar el curso de mi vida, entonces mi enemigo me habrá vencido realmente. Si quieres que te dé el nombre del fantasma que me perseguía, que sepas que era el Hombre Pintado. Asesinó a mis hombres, me arrebató a mi mujer y a mis hijos. Se ha apoderado de mi futuro. No conseguiré concebir otra vida hasta que no le ponga las manos alrededor del cuello y le arranque el último respiro. Deseo verlo sufrir y morir. ¿Es esto lo que querías escuchar? ¿Es esto?

—Dime —mi voz no era tan firme, pero conseguí mantenerla bajo control—, ¿no te perturba pensar que la mujer que una vez amaste perdería a su marido y se encontraría frente a un futuro de dolor y soledad? Porque ella todavía te importa, eso no lo puedes negar.

—¿Amor? Todavía utilizas esa palabra. Es una palabra que no quiere decir nada, Fainne. Cuando crezcas lo entenderás. Liadan me ha condenado a una vida vacía. ¿Por qué tendría que merecer algo mejor? Además, en Inis Eala abundan los hombres. Criaturas salvajes como él, cuantas quiera. Tendrá donde escoger. Su cama no permanecerá fría por mucho tiempo, después de que él ya no esté.

—Eres muy duro.

—¿Esto es lo que piensas? ¿Después de lo que me ha hecho?

—Dime, ¿no hay quizás una pequeña esperanza, en algún lugar, bajo tu deseo de venganza, que una vez que este hombre no esté, Liadan pueda cambiar sus sentimientos y volver contigo? —Lo observaba con atención, adecuando mis palabras según su humor—. ¿Es para esto por lo que te has quedado soltero durante todo este tiempo? ¿No dijiste una vez que estos salones estaban bien iluminados gracias a ella?

—¡Bah! —dijo con desprecio—. No soy completamente estúpido. Ni desprovisto de orgullo. Entregándose a él se ha deshonrado y ensuciado. Ha dejado de ser una compañera para un hombre de valores. Así lo ha escogido. No le ofrecería otra oportunidad, ni aunque me lo rogase. Además, no tiene la edad de dar a luz, sin peligro, a sus hijos.

Eamonn me miró, y yo me forcé en devolverle la mirada sin pestañear.

—Entonces —continué—, tienes que matar al tal Hombre Pintado. Después podrás olvidar y apropiarte de nuevo de tu vida. Si todo reside en esto, ¿por qué no tomaste la iniciativa hace años? ¿Por qué perder, de esta forma, tanto tiempo? Tienes los medios, diría yo. He sabido que ese hombre es un repudiado, rechazado por la gente respetable, aunque posea tierras en ultramar. Y además es un bretón. Un enemigo. Hubiera sido sencillo. ¿Por qué esperar tanto tiempo?

—¿Acaso crees que no lo he intentado? —La voz de Eamonn se volvió más áspera, y él se levantó y empegó a recorrer la habitación a grandes zancadas, hacia delante y hacia atrás—. Ese hombre es huidizo como una anguila, y no se deja acorralar; es falso y está completamente falto de escrúpulos. Gracias al matrimonio ha adquirido un mínimo de respeto. A lo largo del tiempo ha tomado posesión de Harrowfield y de aquella extraña propiedad en el norte. Así que ahora ha unido aliados tan poderosos como sus enemigos. Has dicho que tengo los medios. No sirven de nada. Es ingenioso. Un embaucador que sabe manipular a cualquiera para sacar provecho. Sabe cómo liberarse de las redes más sutiles, cómo hacer desaparecer los raseros a los cazadores más hábiles. Mi búsqueda no ha sido nunca interrumpida, Fainne, en todos estos años. Y no he llegado, ni tan siquiera, a acercarme, a él. He aquí la clase de hombre que es.

—Un hombre inteligente.

—¿Inteligente? Astuto como un zorro, nada más. Desecho de alcantarilla.

—Es el aliado de Sean, y el padre de su heredero. Eso dificulta las cosas. ¿No pondrías quizás en peligro las tierras de mi tío contra los bretones si el Hombre Pintado fuera asesinado? Muirrin me dijo que cada componente de la alianza tiene un papel fundamental para que los esfuerzos de Sean sean coronados por el éxito.

—Podría ser también —dijo contrariado—. Mi deseo de destruir a aquel hombre no incluye a Sean.

—Sin embargo, los guerreros de Inis Eala lucharán junto a ti en la batalla por Las Islas. Por lo que el Hombre Pintado será tu mismo aliado.

—Ese hombre es el demonio —dijo fríamente—. No puede ser considerado como un aliado, bajo ninguna circunstancia. Hace ya tiempo que estaba predestinado a morir entre mis manos.

—¿Me estás diciendo —lo acusé— que tu ansia de venganza es más fuerte que tu deseo por ver las Islas devueltas al Ulster? ¿Cómo es posible?

Eamonn farfulló algo, siempre caminando hacia delante y hacia atrás.

—¿Qué?

—No quiero seguir discutiendo. Ya te lo he dicho, estoy sujeto a una promesa.

—¿Una promesa hecha a quién?

—A ella, no me preguntes nada más, Fainne. Es algo que no se puede decir.

—Bien. Yo, sin embargo, sé lo que hay que hacer. Me parece que necesitas información del interior. Una espía quizá.

—Nadie, en Harrowfield, puede espiar nada. Nadie entra ni sale sin el consentimiento de ese hombre. Y él sabe siempre todo. Lo he intentado. Y también Inis Eala es igual de impenetrable. Ni tan siquiera uno de mis hombres ha conseguido llegar más lejos del pueblo de la orilla enfrente de la isla, por no hablar de sobrepasar la franja de mar que hay delante. El Hombre Pintado tiene una red de informadores que rivaliza con la de Northwoods. Se desplaza a menudo entre Ulster y Bretaña e incluso bastante más lejos, pero siempre en secreto. Nadie consigue seguirlo. Hubo una época en la que la gente creía que él y sus hombres eran una especie de criaturas del Otro Mundo, fuera de las leyes de los seres humanos. Cosa que casi llegué a creer yo también, qué estúpido fui.

—De acuerdo —reconocí, nada de espías. O por lo menos, nada de espías humanos.

—¿Qué otro tipo de espías hay?

—Ah. A esto llegaremos más tarde. Sigo pensando que puedo ayudarte. ¿Más vino? —Rellené su copa y vertí una o dos gotas, en la mía. Eamonn me miraba incrédulo.

—¿Ayudarme tú? Perdóname, Fainne, pero no veo cómo.

—No, de hecho no puedes. Te lo explicaré a su debido tiempo. Antes, sin embargo, tengo otra pregunta.

—Espero que no sea tan difícil como la primera. Parece que todo esto sea más complicado que el brandubh.

—Quiero que me digas sinceramente por qué consideras que yo no soy apta para ser tu esposa. Háblame claramente.

Abrió la boca para hablar y luego la cerró.

—Consideras que es una pregunta inapropiada —constaté fríamente—. Es obvio, bien mirado.

—En tu educación, hay sin duda más de un error —comentó entre dientes—. No es una pregunta que una joven mujer deba hacer a un hombre.

—Sin embargo, la he hecho, y quiero una respuesta sincera. Y si quieres considerarlo poco apropiado, quizá tampoco lo sea que un hombre de tu posición invite a la sobrina de un pariente a cabalgar solos, y le meta la lengua en la boca y los dedos…

—¡Basta, Fainne! Estás siendo… vulgar.

—Este tipo de cosas las desconocía, hasta que tú me las enseñaste —rebatí enfadada, despreciándome con la expresión de asco que vislumbraba en sus ojos.

—Cometí un error. Ya dije que lo sentía. Eres una chica atractiva, tienes un comportamiento que captura el ojo y la imaginación e impulsa a un hombre a desear tenerte entre sus brazos y hacerte aquellas cosas que tú de forma tan grosera has recordado. Para un hombre es natural sentir de esta forma, Fainne. Incluso una muchacha inocente y educada en un convento puede entenderlo.

Asentí, mirando al suelo.

—Y para una mujer tener las mismas sensaciones. Es esto lo que hace que dos personas se atraigan, un escalofrío en la sangre, un ansia por estar cerca del otro. Lo sé. Pero como te he dicho, no me entregaré a ningún hombre fuera del matrimonio. Y tú me has hecho entender claramente que no tienes intención de casarte. Sin embargo, me has traído aquí y no pareces deseoso de que me marche.

Ahora estaba mirando fijamente el fuego, reacio a que nuestras miradas se encontrasen.

—De hecho, no. Te lo dije. Te considero una compañía agradable, despierta de mente, inteligente, competente, buena con los niños: paciente y afectuosa. Y llena de sorpresas. Estoy empezando a creer que las sorpresas no me disgustan tanto como creía. No puedo negar que esperaba que tú pudieras… que permitieras que te enseñase el arte de la alcoba, Fainne. Era una idea, en realidad muy persistente, desde que te vi con tus primas en Sieteaguas, tan fuera de lugar en aquella casa, como una flor exótica en medio de flores silvestres. ¿Pero casarme? Creo que no quiero ni pensarlo.

Mi corazón estaba desbordado de ira. Me concentré y traté de respirar con calma. Los sentimientos eran irrelevantes. Los sentimientos sólo obstaculizaban y te alejaban de lo que había que hacer.

—Así que pensabas que hubiera podido estar aquí como una especie de… esposa no oficial, ¿no es así? ¿Calentar tu cama, sentada obedientemente junto a ti, pero escondiéndome cada vez que llegara alguien de cierta importancia?

—No, Fainne. —Parecía trastornado, pero esta vez no conseguí sentir por él la más mínima simpatía—. No he tenido jamás tales intenciones. Me he comportado como un estúpido, como un egoísta, sin pensar. Una falta de juicio que no volveré a cometer. Ha sido como si tú fueses una llama intensa que deseaba que me reavivara el corazón.

—Muy poético. Pero no me habrías pedido en matrimonio. —¿Por qué no?

—Un absoluto pensaba casarme. Me parecía demasiado tarde. Y además, cuando un hombre de una posición toma a una mujer por esposa, ella debe tener un linaje asegurado. No pienses que no se me pasó por la cabeza cuando te vi por primera vez. Hice mis indagaciones. Pregunté a mi hermana, a Sean, pregunté al druida, todos fueron increíblemente esquivos respecto a la identidad de tu padre. Esto bastó para entender que había algo ambiguo en tu pasado. Un hombre no entrega su preciado semental a una potra salvaje, Fainne. Su estirpe estaría contaminada y no sería merecedora de ser criada.

Soporté la humillación con gran dificultad. Sentía el impulso de golpearlo. En cambio traté de sonrojarme ligeramente y bebí un sorbo de vino.

—Entiendo. Ves, para mí un buen matrimonio podría marcar la diferencia. No me faltan habilidades ni talentos; y a decir verdad poseo algunos que tú jamás adivinarías, Eamonn, Pero en casa del tío Sean soy sólo una pariente humilde. Sin una unión apropiada ni un hombre válido que me guíe, me espera un oscuro futuro, de servidumbre como mínimo.

Eamonn frunció el ceño.

—Podría ofrecerte' un lugar aquí. Aquí serías bien acogida. Tendrías todo aquello que deseases: trajes elegantes, collares, el mando de mi casa y de mi propiedad, serías mi compañera cuando estuviera aquí. Tendrías garantizada una vida acomodada, Fainne. No hace falta que vuelvas a ser la criada en casa de mi hermana. Y… y te iniciaría con ternura en aquellos placeres de los que has hablado. Creo que podrías estar de acuerdo.

—Pero no me pondrías el anillo en el dedo, ni me darías un nombre, ni me permitirías que diera a luz a tus hijos. Antes que soportar tal humillación, preterirías no tenerlos en absoluto. Considerándolo bien, sería una mísera substituta de ella, ¿verdad? —A pesar de mis esfuerzos me tembló la voz.

—Oh, Fainne. He actuado tan mal, y te he confundido. El matrimonio está fuera de tu alcance, querida mía. Vendría censurado por todos, una semejante unión sería considerada una locura y una insensatez, señal que mi juicio estaría desapareciendo. Me convertiría en el hazmerreír.

—Si no te casas no tendrás hijos legítimos. Cuando mueras llegarán carroñeros a tus tierras, y las devorarán trozo a trozo. ¿Esto es lo que quieres? ¿Has perdido el deseo de luchar por aquello que te pertenece, de preservar el derecho a la vida de tus hijos? Me decepcionas, Al final te has dejado vencer por tu enemigo.

Silencio de nuevo.

—Dime, entonces —retomó Eamonn apoyando pesadamente la copa encima de la mesa y tomando mis manos entre las suyas—, quién eres realmente y por qué has venido aquí. Porque una cosa es cierta, no me casaré con una mujer que no tiene padre.

La estrategia que seguía estaba cargada de riesgos, y ésta era la parte más peliaguda. Un hombre con un sentimiento tan grande de la propiedad hubiera retrocedido ante la verdad. Pero debía revelársela y mantener despierto su interés para que escuchase lo que vendría a continuación.

—De acuerdo —dije con algo de indecisión del todo natural—, te diré la verdad. Me temo que no te gustará. Pero debes prometerme que me dejarás llegar hasta el final. Dame tu palabra.

—Tienes mi palabra —contestó Eamonn mientras rozaba con el pulgar suavemente mi muñeca, como si en el fondo de su cabeza los placeres carnales lo tuvieran bajo su poder, a pesar del sentido común. Si así era, tenía ventaja, y debía aprovecharla, aunque sólo de pensarlo me entraron náuseas.

—De acuerdo —repetí—. ¿Eres capaz de entender lo difícil que resulta para mí? Es como admitir que soy… como decirlo… imperfecta. No soy aquello que había creído que era, Eamonn. No te he dicho jamás que me hubiese criado en un convento, entre monjas cristianas. He dejado que creyeras lo que quisieras, nada más. Crecí con mi padre en Kerry, solos él y yo. Fue mi padre quien me enseñó todo cuanto sé. En otro tiempo fue druida, pero ahora no lo es, desde que conoció a mi madre y se la llevó. Su nombre era, es Ciarán, y es el hermanastro de Conor de Sieteaguas.

Esta vez el silencio fue muy largo. Siguió cogiéndome las manos, pero ahora las suyas estaban inmóviles, como heladas.

—¿Cómo? —exclamó en voz tan baja que a duras penas conseguí escucharlo. Sus ojos revelaban el asombro más completo.

—Mi padre es el hijo que Colum de Sieteaguas tuvo de su segunda esposa. Ella se lo llevó cuando él era muy pequeño; pero su padre lo volvió a traer a casa, al bosque, y fue criado como un druida. Es un buen hombre, sabio y de honor. Ha sido mi única familia, mi guía, mi mentor durante todos estos años.

—Pero… esto significa… ¿Sabes lo que significa, Fainne? —Ahora me había soltado las manos.

—Claro. Significa que la unión entre mi madre y mi padre estaba prohibida. Por sus venas corría la misma sangre, porque la madre de ella era la hermanastra de él. Cuando se enamoraron lo desconocían. Nadie le dijo a mi padre de quién era hijo, hasta que fue demasiado tarde.

—Pero… pero tu madre, Niamh, estaba casada. Estaba casada con uno de los Uí Néill y fue secuestrada en mi misma fortaleza, Sídhe Dubh. Se la llevó… ¡Que el Dagda me guíe! ¿No me dirás que Liadan conocía este amor incestuoso, y ayudó a su hermana a huir a los brazos del amante? ¡Que Liadan haya permitido eso con la ayuda de… de aquel ser infame… es algo inconcebible! ¡Que algo semejante haya ocurrido en mi casa, en presencia de mi hermana! ¿Sean está al corriente de todo esto?

—Estaba al corriente de su amor. Por ello mi madre fue entregada a otro hombre y mandada a Tirconnell. Fue terriblemente infeliz. Su marido fue cruel con ella.

—Quizá la castigó tras conocer un acto de tal perversión. Parece, sin duda, que le faltase el sentido común, igual que a su hermana.

Volví a reprimir la rabia.

—Ahora sabes quién soy, Eamonn. Ésta es la verdad. Ahora quizás entiendas por qué mis parientes fueron tan imprecisos a la hora de contestarte.

Parecía que no tuviera nada más que decir, y permaneció de pie mirando el fuego fijamente, de brazos cruzados. Pensé que quizá se estuviese alegrando de la afortunada escapatoria y agradeciendo a los dioses no haberme llevado a la cama, al final.

—Terminemos con todo esto —dije con una frivolidad desconcertante que me pesaba como una losa—. Tenemos otros temas de los que hablar: tu enemigo; tu venganza. Porque me parece que todo esto es prioritario para ti; tan prioritario como para dejar a un lado tu lealtad hacia los aliados y los consanguíneos.

—No importa —dijo al fin Eamonn de forma concluyente—. Aquí termina todo entre nosotros. Si lo deseas, vuelve a Sieteaguas, llévate contigo a las niñas. Dejemos que todo vuelva a como estaba. Yo no tengo futuro, Fainne. Si decido pasar mi vida persiguiendo a un fantasma ¿por qué debería preocuparte?

—Quizá no debería hacerlo —respondí humildemente—, pero detesto ver a un buen hombre perderse. Y además te he dicho que podría ayudarte. Lo que te he dicho es cierto y te demostraré cómo. En primer lugar ha sido necesario hablarte de mi padre. Ha sido educado como un druida. Tras dejar a los Grandes Sabios siguió profundizando en el arte de la magia. Cuando mi madre murió, él se Convirtió en mi única compañía, y me enseñó muchas cosas como un maestro a su discípulo. A esto me refería cuando hablaba de habilidades.

—Ahora ya no me interesa.

—Prometiste que me escucharías hasta el final.

Eamonn permaneció de pie, con una expresión impenetrable. Le serví una copa de vino y se la tendí y él la vació. Dudé incluso de que fuera consciente.

—Imagínate las dos partes de una balanza —retomé en un tono imparcial—. Por una parte tienes la oportunidad de derrotar al Hombre Pintado de una vez por todas. La venganza está asegurada, saber que tendrás su vida en tus manos. Por otra parte hay una joven; una mujer que tú mismo has admitido que te acelera el corazón y te hace estremecer. Una mujer que se conserva pura para ti y permanece intacta para su noche de bodas. Quizá no la ames; pero te ofrecerá todo aquello que Liadan no te ha dado jamás. Te devolverá la juventud, concebirá para ti hermosos hijos y lindas hijas. No lanzará jamás una mirada a ningún otro hombre, mantendrá su casa resplandeciente y su corazón ardiente y te acogerá con los brazos abiertos a tu regreso. Jamás te aburrirás junto a ella; cada vez te sorprenderá como la primera vez. Sólo hay un problema. Su linaje no es perfecto, tú mismo has dicho que no la querrías. Que la rechazarías. Y de esta forma perderías ambas cosas. La balanza no estaría equilibrada; echarías a perder tu futuro, y al mismo tiempo echarías a perder la oportunidad de destruir a tu viejo enemigo y rendir cuentas con las injusticias del pasado. Porque para tener una cosa tienes que aceptar también la otra.

—Hablas como un druida. No te entiendo. —Había avivado su curiosidad, por consiguiente sus intenciones. Había escogido minuciosamente las palabras.

—Para derrotar a ese enemigo necesitas informaciones que provengan del interior. Necesitas conocer sus flaquezas; informaciones de sus movimientos; llegar a saber cuándo esté solo e indefenso, y por lo tanto, especialmente vulnerable. El próximo verano lucharás junto a él. Habrá sin duda ocasiones.

—Pero…

—Sí, hay un problema. De una parte una propiedad en la lejana Northumbria, en territorio enemigo, muy bien protegida. Difícilmente se podría operar allí. Por la otra parte una isla fortificada, secreta y remota, con una red protectora tan tupida que parece casi obra de seres del Más Allá. Nuestro hombre a veces se encuentra allí. ¿Pero cómo traspasar semejantes defensas? Seguramente no enviando algún guerrero adiestrado en el arte del espionaje. Aquel hombre tendrá siempre uno mejor que el suyo. No, necesitas algo diferente. Necesitas un espía que pase inadvertido, que pueda camuflarse con el entorno como si no estuviera allí. Un espía que pueda entrar sin ser visto en la más privada asamblea, en la cita más confidencial. Un espía que pueda incluso llegar a descubrir los secretos de alcoba, sí deseas conocerlos. Yo puedo ser todo eso.

Ahora me miraba fijamente, y su expresión se situaba entre el trastorno y la confusión. Tenía las mejillas coloradas, quizá por el vino, pero yo creí reconocer una nueva agitación.

—Mi padre me enseñó algunas habilidades que son, por así llamarlas, insólitas —continué despacio—. Te lo demostraré. Llama a un criado; pídele, qué sé yo, que traiga comida, o leña para la chimenea.

Sin hacer preguntas, Eamonn obedeció. El hombre vino y permaneció de pie frente a nosotros; era un jovenzuelo recio, de rostro tosco y ojos maliciosos. Mientras formulaba el conjuro mi corazón retumbaba, porque tenía ante mí la imagen de la mujer que con un cuchillo despedazaba un pescado que era, en realidad, su propia hija. Esta vez no podía cometer ningún error. Mientras Eamonn daba con voz contenida instrucciones al criado, yo pronuncié en voz baja el conjuro, venciendo la tentación de transformar al mismo Eamonn en otra cosa, ya que estaba, quizás en un armiño. Mientras hablaba las facciones del hombre empezaron a alterarse, la nariz se le alargó, la piel se le cubrió de un pelaje oscuro, sus dimensiones se redujeron bajo la atónita y horrorizada mirada de Eamonn. He aquí que ante nuestros ojos apareció un magnífico perro de caza negro, algo cansado, la lengua colgando y las orejas derechas, que movía la cola entusiasmado.

—Buen perro —lo tranquilicé—. Siéntate.

Eamonn apoyó lentamente su copa de vino sobre la mesa.

—¿Debo creer en lo que veo? —dijo sin aliento—. ¿No se trata de ningún juego de luces que desaparecerá en cuanto nos movamos? ¿Cómo lo has hecho?

—Aquí —dije—. Es real. Tócalo. Después le volveré a dar su aspecto y lo mandaremos a seguir con sus tareas.

Prudentemente, Eamonn alargó la mano y el perro le lamió los dedos.

—¡Que el Dagda me proteja! —susurró Eamonn. ¿Quién eres, una maestra de las artes ocultas?

Acaricie la cabeza del perro murmurando una palabra, y en una fracción de segundo ante nosotros volvió a aparecer el criado, que pestañeaba algo confundido. Sentí un gran alivio; había funcionado, esta vez lo había hecho sin equivocarme.

—Trae más vino —le dije al hombre en tono amable—. Y un poco de pan de trigo, si hay. Lord Eamonn tiene hambre. —Cuando el joven se marchó, continué—: No soy ninguna discípula del mal. Mi padre es un brujo. Me enseñó él. Pero no utilizamos la magia negra. Empleamos nuestro arte con sabiduría y cautela. ¿Ves como esto podría utilizarse para llegar al objetivo en el que hasta ahora habías fracasado?

—Creo que es mejor que sigas hablándome de ello. Ven, sentémonos, quizá debiéramos esperar a que el chico venga y se vuelva a ir. ¿Se acordará de algo?

—Depende. Depende de cómo se haya formulado el hechizo. Creerá haber tenido una ligera laguna, un momento de contusión, nada más. Si lo hubiera dejado más tiempo bajo la apariencia de un perro, las cosas podrían haber sido diferentes.

—¿Mandarías… mandarías a un hombre transformado en alguna criatura para obtener información? ¿Y él lo haría y vendría a relatártelas? —Ahora estaba entusiasmado, y su mente estaba analizando todas las posibilidades.

—No, Eamonn. Ahora le lo explicaré. Y entenderás por qué la imagen de la balanza corresponde al concepto. Ah, he aquí tu hombre con el vino. Gracias. —Sonreí al muchacho que apoyaba la bandeja con un jarro de vino fresco y un pequeño chusco de pan tierno.

—Por esta noche no necesito nada más. —Eamonn no podía dejar de mirarlo fijamente como si esperase que de un momento a otro le fueran a salir las orejas puntiagudas y moviera la cola—. Puedes irte a la cama. Y los otros también. Cuando salgas cierra la puerta y di a todos que no nos molesten.

—Sí, mi señor.

El hombre se retiró y Eamonn se agachó hacia delante para añadir otro trozo de leña al fuego. La habitación estaba inmersa en la penumbra, a parte del centelleo que provenía de la chimenea y de algunas candelas colocadas aquí y allá. Fuera, el viento rugía entre las ramas despojadas de los árboles. Allí, delante de aquel fuego, se respiraba un ambiente de conspiración, de secretos compartidos al amparo de la oscuridad. Bebí un sorbo de vino y volví a dejar la copa. No demasiado. Hasta ahora todo iba como estaba previsto. No podía permitirme decir nada imprudente.

—Ahora te explico, Eamonn. No puedo transformar a un hombre en un perro, en una mosca o un pájaro y después enviarlo a espiar para ti. Bajo aquella apariencia no recordaría sus instrucciones y no entendería el lenguaje de los humanos. Podría transformarte a ti; convertirte en un sapo o en una comadreja. Pero tú serías como tus sirvientes; también perderías la conciencia humana, hasta que no te devolviera a tu verdadero aspecto. Así que sería inútil.

—Pero entonces, ¿cómo se puede hacer?

—Un ser humano cualquiera no puede cambiar la apariencia y conservar la conciencia de ambas formas: humana y animal. Quien puede hacerlo es un adivino o un brujo.

—Quieres decir que…

—Quiero decir que si quieres llevarlo a cabo tendrás que confiar en mí y permitir que lo haga yo. Porque yo puedo transformarme, convertirme en búho, salmón o ciervo, entrar en casa de mi tío, o en las habitaciones secretas de Inis Eala, y escuchar. Y después puedo volver con la clave que te permitirá destruir a aquel hombre. Yo tengo las habilidades y puedo hacerlo.

—¿Comprendes de verdad lo que estás diciendo? —comentó muy despacio Eamonn—. ¿No se tratará de ninguna excéntrica fantasía infantil?

—Mi abuela transformó a seis chicos en cisnes y llegó casi a destruir la dinastía de Sieteaguas —dije apagada—. No creas, que yo no sería capaz de hacer lo mismo. Sería más bien tu intención la que habría que cuestionar. Porque si llevamos a cabo este proyecto, la hazaña de mi tío Sean estaría destinada al fracaso, tía Aisling, al fin y al cabo es tu hermana. ¿Querrías ver Sieteaguas derrocada y que los bretones ganaran las Islas?

En el rostro de Eamonn apareció una sonrisa amarga.

—Tenemos al hijo de la profecía, ¿no? Podría ser que la cosa no fracasara.

—¿El hijo del mismo hombre que quieres destruir? ¿No es acaso su padre al que consideras todo menos humano?

—Te parecerá extraño, pero el chico es un líder de verdad, respetado por todos los aliados. Es fuerte, talentoso, sabio más de lo que se podría esperar por su corta edad. Me resulta intolerable la idea de que el hijo de semejante padre pueda convertirse algún día en el señor de Sieteaguas, lo reconozco. Pero un hijo no escoge a su padre.

—Entiendo —me sorprendió. Su odio era tan fuerte que hubiera rivalizado con todos aquellos que tuvieran algún lazo con el Hombre Pintado.

Me pregunté, una vez más, qué clase de hombre era este Johnny, cuando todos depositaban tanta fe en él.

—¿Crees entonces que si su padre muriera guiaría él a los aliados a la batalla?

Eamonn se quedó pensativo.

—En cualquier caso él será un jefe. La profecía no deja lugar a dudas. Por lo que respecta al papel que ha desempeñado su padre, no he llegado a entenderlo. Podrán ser también aliados, pero Sean dice sólo lo que le conviene, lo cual me irrita mucho. No sé juzgar si la pérdida del Hombre Pintado comprometerá o no las tierras. Ni me importa mucho, ya que debo confesarte que la primera cosa para mí es mucho más importante que la segunda. Deja que lo vea, Fainne. Demuéstrame que sabes hacer aquello que dices. —Ahora la voz le temblaba por la excitación—. Muéstrame que puedes transformarte.

—Oh, no. No tengo la más mínima intención de hacerlo.

—¿Por qué no?

—Porque es muy peligroso, Eamonn. Empobrece la magia; después de practicarla uno se siente exhausto, agotado, Poderes tan grandes no deben ser utilizados con ligereza, para una mera demostración. Créeme, puedo hacerlo, y cuando llegue el momento lo haré.

—No consigo entender todo esto —murmuró. Podía ver que su mente analizaba todas las cautivadoras posibilidades que le había enseñado—. Haciéndolo así, puedo tenerlo antes de que el verano termine. Puedo llegar a saber sus pensamientos más íntimos, estar al corriente de sus secretos más oscuros. Haciéndolo así no podré, sin duda, fallar. Y ese hombre morirá entre mis manos, ¿estás segura, Fainne? ¿Estás segura de poder hacerlo para mí?

—Oh, sí —contesté con calma—. Sin duda alguna. Pero todo tiene un precio, Eamonn. No eres el único en tener un objetivo y una idea.

—¿Qué precio? —Podía palpar la agitación en su voz, en aquel momento hubiera podido pedir cualquier cosa.

—Te lo he dicho antes —le respondí—. Los platos, la balanza. Si aceptas una parte del trato tienes también que aceptar la otra. Si debemos ser socios, entonces seremos socios en todo. Yo convertiré en acciones tu voluntad, recogeré información de aquello que necesites. Compartiré contigo el corazón y la cama. Descubrirás que ahí también puedo hacer magia. Daré a luz a tus hijos, y tú me darás un nombre. Necesito esta seguridad. Necesito respetabilidad, una casa, un lugar al que pertenecer. Sin esto no lo haré. Porque si tú matases a tu aliado y la hazaña de mi tío fracasa, el único futuro posible que me queda es contigo.

Hubo un silencio ensordecedor, interrumpido sólo por el crepitar del pequeño fuego de la chimenea y fuera, el ulular de un búho. Esperaba que me dijese que no esposaría una mujer de sangre impura, después de todo. De ser así, posiblemente no sería capaz de controlarme, de permanecer serena. Los poderes mágicos no preparan contra este tipo de dolor.

—Fainne, —dijo en voz baja. Miraba las llamas y no pude captar su expresión.

—¿Sí? —A mi pesar, mi voz salió entrecortada como si estuviese a punto de llorar. Fui una estúpida en beber tanto vino. El control lo era todo.

—Ven aquí. Acércate.

Me levanté y fui a arrodillarme frente a él, de tal forma que la luz del fuego hiciera brillar mis cabellos y colorease de tono rosáceo mi pálida piel. Lo miré a los ojos, colmando los míos de una expresión de inocente esperanza, de frescura y de sinceridad.

—¿Me juras que estás diciendo la verdad? ¿Que puedes, hacerlo y que funcionará?

—Lo juro, Eamonn. —Me divertí con la idea de hacer un segundo hechizo, por ejemplo lo opuesto de lo que le hice en aquel horroroso momento delante de la cascada. Pero viendo la expresión de sus ojos entendí que no era necesario. Su mirada estaba cargada de deseo, pero había también mucho más. Era la mirada de un hombre tan roído por el odio que no se hubiera detenido ante nada hasta conseguir su objetivo; una miraba que me decía que, mientras sus necesidades físicas fueran satisfechas de vez en cuando, la única cosa que realmente lo excitaba era la idea de tener entre sus manos el cuello de su enemigo, y el sonido del último aliento saliendo de su boca.

—Tócame, Fainne —susurró, y yo percibí en su voz la misma excitación, inquieta y peligrosa—. Déjame probar tus labios; déjame saborear sobre ellos la venganza.

Sentí el incontenible deseo de escupirle en la cara, porque tenía la sensación que aquel hombre no me veía como una mujer de carne y hueso, sino sólo como una herramienta que utilizar para sus oscuros propósitos. Sentí que aumentaban la rabia y la repugnancia. Ambos los suprimí. Control —dijo la voz de mi abuela—. No lo pierdas ahora, al final. Haz aquello que te pide. ¿No has dicho acaso que serías una buena esposa? Muéstrale lo buena que serás. Hazlo de manera que te desee.

—Has dicho… —murmuré.

—Sólo un beso, sólo uno —repitió Eamonn en voz baja; me tomó entre sus brazos y apretó sus labios contra mi cuello, sobre las mejillas, y cuando no tuve elección dejé que me besara en los labios. Ése fue el peor momento: fingir que yo también lo deseaba, rodear con mis brazos su cuello, entreabrir los labios para que él pudiera penetrar con su lengua en mi boca, sentir sus manos en mi cuerpo y saber para siempre que todo aquello era terriblemente deshonesto. Sentía una terrible repugnancia, si bien suspiré fingiendo placer y moví mi cuerpo contra el suyo. Sentía que él me deseaba pero no era tan estúpida como para pensar que mis artes tuvieran algo que ver con esto. Aquella noche había confirmado que era la idea de venganza lo que lo mantenía vivo. Sería interesante, pensé mientras su mano empezaba a moverse contra mi muslo, imaginar lo que sucedería después. No conseguía verme en el papel de esposa de aquel hombre. Si todo esto llegara a suceder, tenía las herramientas para castigarlo por su arrogancia. Pero no ocurriría jamás. Pasara lo que pasaje, después del verano para mí no existiría ningún futuro. Había propuesto el matrimonio sólo para que mi oferta de ayuda mágica fuera más convincente, porque era poco creíble que hubiera tenido tal gesto sólo por bondad. O quizá lo había hecho también para conservar un mínimo de orgullo. Sus manos seguían moviéndose más allá de lo que debía ser el límite consentido. Probablemente no había entendido aquello que le quería decir.

—Eamonn… —resoplé—. Has prometido.

—Sólo una vez —murmuró él—. Sólo una vez, Fainne. Te gustará, ya verás. Sólo esta noche. Después esperaré… no me digas que no.

Era muy fuerte; suficientemente fuerte como para impedir cualquier posible huida sin utilizar la magia. No quería irritarlo lo más mínimo, porque después de todo no había dicho todavía que sí, no explícitamente. Y además no podía pronunciar las palabras del hechizo con su lengua en mi boca, y él no parecía especialmente deseoso de sacarla.

Oí el débil sonido antes que él. No fue más que un chirrido, un crujido mientras la puerta se abría y alguien se detenía ante el umbral. Eamonn separó sus labios de los míos y retiró las manos de mi cuerpo. Tomó aliento, listo para dar un grito al posible criado que había osado entrar cuando no lo habían requerido. Se giró hacia la puerta. Y a continuación hubo un silencio sepulcral.

—He venido a llevar a casa a mis hijas —era la voz de mi tío Sean, helada como la escarcha al alba de Samhain—, y en el momento oportuno por lo que parece.

Me volví lentamente y sentí el sofoco subirme por las mejillas, no obstante me esforcé por controlarme. Mi tío llevaba traje de equitación y su mirada era tan gélida como su voz.

Detrás de mí Eamonn suspiró, después sentí sus manos apoyarse sobre mis hombros en un gesto, que me pareció, de posesión.

—Sean. Qué sorpresa —lo saludó con encomiable cortesía—, Fainne me ha honrado aceptando ser mi esposa.

Si en algún momento había percibido trastorno y repulsión en el rostro de Sean no podía compararse con lo que expresaba ahora. Dio dos pasos firmes hacia la habitación, sin hablar, aunque sus labios se perfilaban amenazadores. Al sentir que Eamonn me agarraba por los hombros cada vez más fuerte y su cuerpo se agarrotaba, me sobrevino un escalofrío doloroso.

Mi tío no había venido solo. Detrás de él, en el hueco de la puerta, se encontraba una mujer de pie. Hasta ahora escondida porque era pequeña, una cosa menuda que a duras penas llegaba a los hombros de Sean. Por un momento pensé que tal vez fuese Muirrin, después la miré mejor. La mujer tenía los mismos rizos oscuros que mi prima, metódicamente recogidos en finas trenzas, con pequeños mechones caprichosos que escapaban del recogido y le encuadraban los rasgos delicados del rostro. Tenía los mismos extraños ojos verdes, y la misma constitución menuda y esbelta. Pero Muirrin no tenía los labios que se curvaban tan dulcemente, labios que un hombre hubiera pensado que estaban hechos para ser besados. Además, Muirrin no tenía un aspecto tan autoritario, pues esta mujer era mucho mayor. Mientras entraba en la habitación se desabrochó las hebillas de la capa; parecía tan imponente como mi tío, una mujer que hubiera obtenido inmediatamente el acato de todos sin necesitar ni tan siquiera pedirlo. Tenerla como enemigo hubiera sido una fatalidad. No tenía ninguna duda de que ésa era la única hermana de mi madre, mi tía Liadan.

—Yo… Yo… —Eamonn, que había afrontado la imprevista aparición de mi tío con sorprendente desenvoltura, ahora se había quedado sin palabras.

—Gélida noche para salir a caballo —advertí, y por un momento apoyé una mano sobre la de Eamonn, luego, en cuanto me soltó, me alejé de él—. Imagino que te apetecerá un vaso de vino.

—Gracias. —Liadan parecía capaz de hablar, al contrario de los dos hombres. Se adelantó apoyando la capa sobre un banco y descubriendo un traje y un gabán de muy simple confección. El primero gris oscuro, el segundo con un matiz más claro con un toque morado. A pesar de la dureza de su aspecto, su voz era acogedora y sus grandes ojos verdes me examinaban con gran tranquilidad. Vertí el vino y le serví el vaso, intentando mantener las manos firmes.

—No os esperábamos —dije.

Liadan lanzó una mirada a Eamonn y luego a mí. Apretó los labios.

—Sin duda. No me disculparé, porque me parece que nuestra llegada ha sido muy oportuna. Nos hemos organizado para llevarte a ti y a las niñas mañana por la mañana. Maeve parece que está mejor y anhela ver a sus hermanas.

—Me… Me alegro de que esté mejor —comenté. Me esforcé en seguir la conversación—, ¿y el otro hombre que se quemó, el joven druida?

—Conseguí calmarle un poco el dolor. Pero de semejantes heridas no se recupera ni tan siquiera un hombre joven y fuerte. Traté de explicárselo. Conor se lo llevó al bosque.

—Lo siento. —Se me quebró la voz, y su mirada se endureció. Los dos hombres no se habían movido, ni habían pronunciado palabra. En la habitación ligeramente iluminada se respiraba una gran tensión, Luego se escuchó un ruido de pasos veloces y en la puerta apareció el criado de Eamonn que se abrochaba la camisa, se peinaba los cabellos encrespados y pedía mil disculpas. Eamonn dio rápidas instrucciones. Que se encargaran de traer vianda para los invitados, preparar lo más rápido posible los dormitorios, satisfacer a los huéspedes, refugiar a los caballos en las cuadras y atenderlos.

—Me temo que tenemos una discusión pendiente que no puede esperar a mañana. —Finalmente Sean se movió, pero sólo para cruzar los brazos y adoptar una actitud resentida—. Quiero que las niñas se marchen de aquí lo antes posible, en cuanto hayamos preparado el equipaje.

—No hay razón para tener tanta prisa. —Había llegado a conocer a Eamonn suficientemente bien como para percibir la profunda incomodidad que revelaba su voz y ver cómo evitaba mirar hacia mi tía mientras ella se acomodaba sobre el banco, la espalda recta, consiguiendo quién sabe como parecer una princesa a pesar de su simple vestimenta.

—No tengo intención de permanecer aquí más de una noche —dijo Liadan en tono distante—. Es hora de que las niñas vuelvan a casa. Y por lo que acabas de anunciar, está fuera de discusión. A la luz del día y de una breve reflexión tú también lo entenderás, Eamonn.

—No lo creo. Esta unión me parece completamente perfecta, y estoy seguro de que Aisling también estará de acuerdo. Mi hermana me ha insistido durante muchos años que me case y me he hastiado. Y creo que difícilmente podréis ver a vuestra sobrina mejor colocada.

—No es posible —afirmó Sean sin tantos preámbulos—. Por razones que es mejor no discutir aquí.

—Si haces mención a la descendencia de Fainne, la conozco, ella misma me la ha revelado y con gran valor. Creo que si debemos discutir de esto esta noche, deberemos en primer lugar disculparla; no se ha encontrado bien y está muy cansada. Estos asuntos mejor solucionarlos entre hombres.

Vi la comisura de la boca de mi tía Liadan turbarse ligeramente, aunque sus ojos permanecieron completamente serios. Miró a su hermano y él le devolvió la mirada, y recordé que Sean y Liadan eran gemelos. Me acordé de aquello que Clodagh me había dicho: las palabras fluían entre ellos en silencio, independientemente de la distancia. Desde el oscuro y sombrío bosque de Sieteaguas hasta el impenetrable secreto de Inis Eala, o más allá del mar hasta Harrowfield: palabras de la mente, directas como flechas y más rápidas que el ciervo más veloz.

—Por una vez estoy de acuerdo contigo, Eamonn. —Liadan se levantó bostezando—. Podemos ahorrar a Fainne los detalles, esto es cierto, y por lo que a mí se refiere, estoy exhausta y sólo necesito un lugar caliente donde dormir. Voy a controlar que nuestra escolta haya sido atendida y después me retiraré. Créeme, no deseo permanecer aquí ni un minuto más de cuanto sea necesario. Ven, Fainne, salgamos.

Mientras abandonábamos juntas la habitación dejando atrás a los hombres en un silencio pesado, por encima de los hombros volví la mirada hacia Eamonn. Su expresión era una mezcla imposible de describir, donde la agonía de un amor sin esperanza luchaba contra un odio vengativo alimentado durante años de frustración. Había tenido razón, antes. Era sobre ella en quien fijaba sus ojos, y las sombras oscuras que se vislumbraban mostraban que estaba luchando contra sí mismo. Para él nada importaba excepto esto.