Esa noche me retiré pronto y Eamonn no hizo preguntas. Pero el sueño me evitaba. Me dolía la cabeza y me agitaba y se volvía, un momento fría como el hielo, al siguiente ardiendo de calor. Se escuchaban crujidos y chirridos en la casa y los sonidos de los guardias cambiando sus puestos fuera, un intercambio de palabras en voz baja, pies con botas caminando con dificultad hacia la cocina, sus dueños quizá con la esperanza de que todavía hubiera un fuego en la chimenea y algo para comer. Al final me levanté y me puse una capa sobre el camisón y crucé el pasillo, a sabiendas de que no dormiría si permanecía echada en la cama esperando que el descanso llegara. Buscaría un té de camomila e iría al lavabo y, si todavía seguía sin poder dormir, simplemente me sentaría junto a la luz de la vela e intentaría poner en orden mis pensamientos. No es que tuviera ninguna obligación aquí. Podía descansar todo el día si quería hacerlo. ¿Por qué había sido invitada sino para proveer a Eamonn de una pequeña distracción, una diversión sabrosa en su existencia bien ordenada? A eso se resumía todo. Había sido estúpida al no darme cuenta de eso. Es obvio que me sentía poca cosa.
La casa estaba dormida. Del otro lado del vestíbulo, una luz apenas visible brillaba desde el fuego de la cocina, a través de la entrada abierta. Quizá todavía hubiera gente por allí. Pero el pasillo estaba en penumbra, iluminado sólo por una que otra vela en una pequeña aleaba, para hacer que el camino mera seguro para aquellos que, como yo, sentían la necesidad de deambular por la noche. Las habitaciones laterales estaban a oscuras. Caminé suavemente con mis zapatillas, con cuidado de no molestar a nadie. No estaba de humor para tener compañía.
Un sonido casi imperceptible me llamó la atención, un jadeo rítmico, ah, ah, ah, bajo la respiración. Me detuve frente a la entrada de una habitación a oscuras.
En cuanto les vi, debería haber seguido con mi camino. Pero me encontré con que no podía. Permanecí estática en el lugar, mirando fijamente. La luz apenas visible de las velas los revelaba débilmente. Reconocí a la mujer, trabajaba en las cocinas, su nombre era Mhairi, una criatura lo suficientemente bonita, quizás un poco abandonada, con una figura generosa y bellos ojos negros. Tenía la espalda contra la pared, las piernas abiertas y la falda levantada hasta la cintura, y Eamonn le estaba haciendo a ella lo que no había podido hacerme a mí, arriba en la cascada. Los efectos de mi hechizo habían sido efímeros. Él no estaba abrazando a la mujer; tenía las dos manos contra la pared, una a cada lado de la cabeza de ella, y apenas la miraba cuando entraba y salía de ella con una determinación denodada que pensé que no estaba lejos de la ira, Mhairi no parecía oponerse; eran sus pequeños gritos lo que había oído, y en las sombras de la habitación podía ver sus ojos medio cerrados, el rostro ruborizado, los labios separados. No podía hacer que mis piernas se movieran para llevarme lejos de donde no me retenía ningún asunto, el ritmo de su movimiento aumentó y Mhairi emitió un gemido de estremecimiento y después Eamonn gritó y empujó dentro de ella una última vez. Entonces retrocedí con paso silencioso y huí a la seguridad relativa de la cocina, con las mejillas calientes de pudor y vergüenza.
Mis sueños no hicieron nada por disipar mis sentimientos de desasosiego y asco de mí misma y por la mañana descubrí que simplemente no podía salir y hacer mis quehaceres como si no hubiera pasado nada en absoluto. En Kerry, si nos sentíamos ligeramente mal, había una solución simple. Mi padre se encerraría en su sala de trabajo a luchar con sus problemas a su propia manera o saldría a caminar ante el viento y el rocío del mar, con Fiacha solamente como compañía. Si era verano, yo encontraría a Darragh y le recitaría la historia de mi drama o me sentaría junto a él en silencio mientras el mundo volvía a ordenarse lentamente. En invierno, meditaría: fijaría mis pensamientos en una sola frase de la tradición o un fragmento de verso y dejaría que el resto de las cosas mermaran su importancia. En Kerry, había un tiempo y un espacio para esas cosas. Aquí era diferente. Las chicas estaban siempre por allí y deseosas de mi compañía. Y Eamonn estaba aquí, el mismo Eamonn que había dejado claro que teníamos asuntos pendientes. No podía enfrentarme a eso, todavía no. Había gente por todos lados. No había lugar para la calma.
Mi cabeza bullía de pensamientos indeseables. Mi mente estaba tan revuelta que no había duda de que no podía ver el camino que tenía por delante. El invierno ya estaba sobre nosotros y yo no había logrado nada, más allá de un descenso a la confusión y las dudas de mí misma. Y todo ello gracias a las criaturas que se hacían llamar los Antiguos. No quería creer lo que me habían dicho, sobre la batalla y lo que podía significar. No quería hacer frente a eso. Pero debía hacerlo. Una mujer de la servidumbre trajo agua tibia para lavarme y le dije que me encontraba indispuesta. Deseaba pasar todo el día sola en mi habitación, dije. No, no necesitaba comida ni bebida, más allá de la jarra de agua que ya me había traído. Tenía leños para mi fuego. Ella se aseguraría de que todos supieran que no debían molestarme. Todos. Estaría bien, en la medida en que nadie viniera a molestarme.
Después eché el pestillo a la puerta, encendí el fuego y me senté de piernas cruzadas ante él, con una manta doblada entre el suelo de piedra y yo. Sería un día largo y mi autodisciplina se había debilitado un poco desde el tiempo de Kerry. Padre siempre decía que el frío era un estado de la mente. Uno debe aprender a lidiar con el modo en que hacía que el cuerpo temblara y se estremeciera y deseara mantas de lana y vino caliente y especiado. Uno debía aprender a dejar eso de lado. Había estado sentada desde el amanecer hasta el atardecer bajo el caliente de piedra o en la cornisa de la Honeycomb. Pero hoy necesitaba mi manta y mi pequeño fuego. Estaba dejando que las costumbres de esta gente se me metieran bajo la piel y me cambiaran.
El tiempo pasaba. Comencé con la tradición, porque eso me venía casi sin pensar. Su flujo me transportó lejos, a un punto seguro. Me concentré en el fuego, pensé en él en todas sus formas y comencé a entrar cada vez más profundamente en mi trance, la respiración más lenta, el cuerpo bañado en luz, la mente comenzando a liberarse, justo al borde… y hubo un golpe amable en la puerta.
—¿Fainne? ¡Fainne!
Era Deirdre. Yo estaba a mucha distancia ahora y oía su voz como a través de una barrera, desde el fondo de un pozo. La ignoré, aferrándome a mi calma con todas mis fuerzas.
—¡Fainne!
—Quizás esté dormida —era Eilis.
—Es mediodía. No puede estar dormida.
—Mejor déjala en paz —la voz de Clodagh, la voz del sentido común—. Ellos han dicho…
—Sí, pero…
—Deirdre. Han dicho que no la molestáramos por nada, Por nada.
—Sí, pero…
Sus voces desaparecieron. Pero me molestaban. Descubrí que no podía volver a mi trance y me sentí descompuesta, como cuando uno regresa demasiado abruptamente desde otro estado de conciencia. Ahora que las palabras se habían entrometido, eran seguidas por pensamientos y sentimientos y mi mente estaba repitiéndome los eventos de ayer y de anoche y fracasaba en darle algún sentido a todo eso. Muy bien, Eamonn había deseado a una mujer y, cuando yo lo había frustrado con mi pequeño hechizo, había ido a buscarla a otro lado. Era lo suficientemente lógico. ¿Por qué había de objetar yo el descubrimiento de que una era tan buena como otra? ¿Por qué debería importarme que me trajera aquí sólo porque pensara que sería la presa fácil, pobre, inocente y adorable que parecía? No podía tenerlo de las dos maneras. No podía jugar al juego de la abuela con él. Ya lo había decidido, antes incluso de tener que pasar un momento juntos. Entonces, ¿por qué importaba que hubiera pensado que yo sería tan fácil y se había contentado tan fácilmente con una sustituta? ¿Qué me había pensado, que él me creía genuinamente hermosa? ¿Que podía probar que era la cura para todos sus problemas? ¿Quizá que consideraría la idea de hacerme su esposa?
No eres nada —me dije a mí misma—. Es a Liadan a quien quiere. Para él, el resto de las mujeres son lo mismo. Todo lo que eras para él era otra virgen en su haber. No eres nada. ¿Qué hombre amaría a una chica como tú? Atente a aquello para lo que sirves.
Miré a través de la habitación a las telarañas mugrientas alrededor de la entrada. La araña grande en el rincón estaba posada en la red principal, oscura y quieta, esperando. Me concentré en ella. Tembló y se sacudió y allí, en la pared de piedra, había una minúscula criatura del color del cristal, que era una especie entre una abeja y un pájaro, colgando de la superficie con unas patitas como garras. Parecía bastante incómoda allí, como si poco antes hubiera estado en algún bosquecillo con arco iris, adornado con flores exóticas. Deseaba que la araña volviera a su lugar y poder observar su huida hacia el escondite de alguna manera agitada, sin duda.
Me levanté, la habilidad para la quietud había desaparecido por ahora, y me serví una taza de agua. Mientras me inclinaba, con la jarra en la mano, algo cayó en la taza con un pequeño plaf. Era el amuleto de bronce que tenía alrededor del cuello, aquel que me había dado mi abuela. Lleva es lo siempre. Nunca te lo quites, ¿entiendes? Te protegerá. Lo saqué de la taza y lo sequé en mi camisa. La cuerda en la que había estado atado se había deshilachado. Debería encontrar otra. De momento coloqué el pequeño recuerdo en el arcón de madera que había traído conmigo de Sieteaguas, bien en el fondo, donde estaría seguro. Una de las chicas tendría un trozo de cuerda o cinta que pudiera usar.
Quizás el agua me había calmado. Sentía la cabeza más clara. Y el sol estaba saliendo de entre las nubes, fuera de mi ventana. La habitación parecía más clara. Me estiré y volví a mi lugar ante el fuego. Crucé las manos en mi falda y cerré los ojos. Esta vez usaría el ojo de la mente para visualizar mi lugar más secreto, el lugar de mi corazón. Una cueva pequeña, casi subterránea, pero no del todo. La luz de un tenue azul grisáceo, como si luz y sombra fueran una sola cosa en este pequeño espacio misterioso. El único sonido, el ir y venir de pequeñas olas en una playa de arena pura de menos de dos zancadas de largo. Un lugar en el que tierra y mar y cielo se encomiaban y se tocaban de la manera más maravillosa y dulce. Mi mente estaba tranquila. Mi corazón estaba seguro. Una especie de paz me tocaba el espíritu. Sutilmente, comencé a entrar en ese reino más allá del pensamiento, que es el reino de la luz.
Un rato después, había un golpeteo en la puerta y voces otra vez.
—¡Fainne! ¿Estás despierta?
Esta vez, Clodagh. Había cambiado de opinión acerca de molestarme, entonces. Pero las palabras me atravesaban sin tener significado. Permanecía quieta; estaba demasiado lejos como para que pudieran llamarme tan fácilmente.
—¡Fainne! —el tono era insistente. Y entonces apareció otra voz, la de un hombre.
Pensé que se te había dicho que dejaras en paz a tu prima para que descansara hoy.
—Sí, tío, pero…
—¿No te ha enseñado tu madre a obedecer a las instrucciones?
Un breve silencio.
—Sí, tío Eamonn.
—A ella no le gustaría, entonces, que hubieras elegido ignorarlas, ahora que estás lejos de casa.
—Sí, pero…
—Ya me has oído, Clodagh. Tu prima está cansada, quizá no se siente bien. Deberíamos respetar sus deseos. La he traído aquí para descansar, no para que se la moleste constantemente. Ahora encuentra algo útil que hacer. Lo mismo todas vosotras.
Hubo una especie de pausa amotinada. Después tres vocecitas, o quizá cuatro, murmuraron:
—Sí, tío Eamonn. —Y se oyeron las pisadas retirándose. Escuché todo esto, pero todavía permanecía quieta en mi lugar secreto, mí cielo seguro. En algún lugar, profundo en mi mente el pensamiento vino a mí, es tiempo de llevarlas a casa. Casa en Sieteaguas. Casa en el bosque.
Para el anochecer, había completada mi meditación y regresaba lentamente al aquí y ahora. Me sentía cansada, pero diferente. Sentía que podía dormir sin tener sueños malos. Mi mente estaba tranquila. Después de ayuno y silencio, mi cuerpo parecía de alguna manera más limpio. Estaba más cerca de mí misma, el ser de Kerry, la chica que me había parecido casi perdida en los últimos tiempos. Quizá, después de todo, ella hubiera estado allí todo el tiempo, esa chica que podía tomar decisiones y ver más allá y que sabía cuándo comenzar y cuándo detenerse. Quizá sólo había necesitado tiempo para encontrarla.
No bajaría a cenar. Quería retener este sentimiento. Quería dejar que se fortaleciera en mí, así podría tener el coraje de volver a enfrentarme a todo. Especialmente para poder dirigirme a Eamonn, agradecerle amablemente su hospitalidad y decirle que quería llevar a las chicas a casa, directamente. No había nada que negociar entre nosotros, diría. Había terminado antes siquiera de ocurrir. Un error de ambas partes. Un malentendido.
Fui a recostarme en la cama con una manta sobre mí y ensayé este discurso en mi mente. Sería importante hacerlo bien. Eamonn era un hombre poderoso, con todos sus defectos, y yo no quería ofenderlo. Pero debíamos marcharnos. Ahora lo veía claro. Simplemente no estaba dentro de mí el hacer lo que la abuela quería. Yo no era lo que ella pensaba de mí. No podía ser como ella. Incluso si hacía lo que amenazaba hacer y lastimara a mi padre, aun así, no creo que yo pudiera hacerlo. Si los Antiguos tenían razón, no se trataba sólo de ganar o perder una batalla. Iba más allá de eso. Era la diferencia entre un futuro y ningún futuro en absoluto. Seguramente que tales eventos trascendentales debían desarrollarse sin tener en cuenta cualquier cosa que yo pudiera hacer. Tendría que decirle esto a mi abuela. Tendría que rechazar la idea de hacer su voluntad y vivir con las consecuencias. Quizá podía pedirle consejo a Conor. Quizá le diría la verdad a él y me cobijaría en su misericordia.
Me sentía somnolienta. El fuego brillaba dorado, la vela estaba quieta en su estante. La gente de la casa estaría sentándose a cenar abajo, los niños en sus propias habitaciones, quizá riñendo acerca de si debían haberme levantado o no, por la razón trivial que fuera. Los hombres y mujeres al calor de la cocina. El lord del túath, solo en su mesa. Me imponía no sentir lástima por él. Su soledad era producto de lo que hacía. Era su elección.
Cálida y relajada, oscilaba en el borde del sueño. Me preguntaba qué habrían querido las niñas. No habían regresado después de que Eamonn les ordenara que se fueran. Probablemente, algún pequeño drama, un dedo cortado o un gatito perdido. Había mucha gente para ayudarlas. No entendía por qué siempre venían a mí. Ahora me dormiría y tendría buenos sueños, del mar y del cielo, de viejos amigos y tiempos de inocencia. Por la mañana comenzaría de nuevo, tan valientemente como pudiera.
—Fainne.
Al principio me resistía a creerlo. Apreté los ojos bien cerrados, como si negara la voz familiar que oía justo ahí, al lado de mi cama, en la luz de la lumbre.
—¡Fainne! ¡Levántate!
Ella estaba allí. No sólo su imagen en los carbones ardientes, no solo el sutil susurro de su voz dentro de mi mente, sino mi abuela en persona, aquí conmigo, dentro de mi habitación oscura y cerrada con pestillo. Fría con la impresión, giré la cabeza y dejé que mis ojos verificaran lo que mi corazón tembloroso ya sabía que era cierto. Allí estaba, a menos de dos pasos de mí, en su forma de mujer anciana, cabello suelto, prendas de encaje, dedos como garras, mirada torva. Su voz vibraba de ira.
—¡Arriba! ¡Fuera! ¡Ponte ante mí y explícate, chica!
Hice lo que me pedía, tiritando en mi albornoz. Mis sentimientos de paz y confianza se habían desvanecido en el instante en que reconocí su voz.
—¿Co… cómo has entrado aquí? —susurré.
—¿Piensas que no puedo dominar el poder de la transportación? —me soltó. Me subestimas, chica. Nunca escaparás a mi observación. Ni siquiera pienses en engañarme de ese modo. ¿Dónde está el amuleto? ¿Qué has hecho con él?
* * *
La repentina comprensión me sacudió cuan frío glacial. El amuleto; un sortilegio de protección, me había dicho, y yo, tonta de mí, le había creído. En el momento en que me lo había sacado, había vuelto a ser yo misma. Y ahora aquí estaba, lívida de furia, un desbordante de magia destructiva que las mismas puntas de sus dedos crepitaban con ella. Elegí mis palabras con cuidado.
—La cuerda se rompió. He puesto el amuleto en un lugar seguro. Por la mañana encontraré otra cuerda y volveré a ponérmelo. No me he olvidado de lo que me has dicho que hiciera.
—Muéstramelo.
Fui al arcón de madera, lo abrí y comencé a sacar metódicamente ropas dobladas, mi cepillo del pelo, otras cosas pequeñas. Me temblaban las manos. Justo en el fondo estaba el amuleto y apenas puse mis dedos alrededor de él, éstos se toparon con otra cosa; un objeto minúsculo, olvidado durante largo tiempo, sin percatarme de su presencia año tras año, quizás esperando este mismo contacto. Fue como un susurro directo al corazón. Debes olvidar, dijo una voz en lo profundo de mi memoria.
—¿Y bien? ¿Lo tienes? ¡Muéstramelo!
Extendí la mano hacia ella, con el amuleto de bronce en la palma. Hizo un ruido de desprecio con la nariz.
—Muy bien. Mañana. Sin falta. Quítatelo y te pondrás en peligro a ti misma y a nuestro gran esfuerzo. Quítatelo y desharás tu última protección contra esta gente. Y son fuertes. ¿Me entiendes, Fainne?
—Sí, abuela. —Lo entendía perfectamente, acaso demasiado tarde. Si no llevaba su pequeño encantamiento, su pequeño hechizo para mantenerme al servicio de su voluntad, ella estaría rápidamente a mi lado y lista para castigarme tanto a mí como a mi padre. Éste no era un talismán de protección, sino uno para cambiar mi mente, un amuleto de control. No es de extrañar que sintiera, en ocasiones, que mis pensamientos no eran los míos propios. No me sorprendía que yo misma me hubiera odiado.
—Ahora, Fainne. Me pregunto si has olvidado por qué estás aquí.
—No, abuela. Pero…
—¿Pero? —El tono de amenaza de esta sola palabra casi congela mi voluntad. Cogí aire profundamente, una vez más, y me dije a mí misma: Dispara, niña. Encuentra tu fuerza; dispara, niña.
—Ya no estoy segura de poder hacer lo que deseas, abuela. He… He…
En ese momento sentí un pinchazo de dolor en la sien derecha, un dolor que hizo que cayera de rodillas y que me dejó con náuseas, allí, en el suelo, con un sabor desagradable de bilis babeando por mi barbilla, pues tenía el estómago vacío por el día de ayuno.
—Yo… Yo…
—¿Qué era lo que querías decir, Fainne? —inquirió con dulzura.
—Yo… Al menos escúchame. Deja que termine, antes de castigarme por mis palabras.
—¿Dejar que termines? Oh, querida. ¿Cuándo te darás cuenta de que puedo hacer cualquier cosa que desee? ¡Cualquier cosa, chica!
—¿Cualquier cosa, excepto la práctica de magia más elevada? —susurré—. ¿Cualquier cosa, excepto la restricción de los ejercicios de mi padre? Eso no es bastante.
Otra puñalada de dolor, esta vez en mi costado izquierdo. Estaba en cuclillas ante ella, con la cabeza entre las manos y el mundo girando fuera de control frente a mis ojos cerrados con fuerza.
—Está mal. —Mi voz era como un pequeño hilo; pero mi padre me había ensoñado bien. En medio de la agonía que me perforaba el cráneo, encontraba todavía las palabras—. Lo que quieres. El bosque. Las Islas, estás equivocada. La batalla debe ganarse, no perderse. Las Islas deben salvarse, no desecharse. Sin eso, ninguno de nosotros puede sobrevivir. No puedo hacer esto, abuela. Ni por ti, ni por mi padre. Ni por nadie.
—Levántate.
No creía que mis piernas pudieran sostenerme. El dolor estaba desapareciendo lentamente, pero todo mi cuerpo estaba empapado en sudor y tenía un nudo en el estómago. Luché por levantarme, balanceándome, ante ella.
—Mírame, Fainne.
Me oblicué a encontrarme con su mirada. Sus ojos brillaban oscuramente; ella me devolvía la mirada como si leyera los secretos más profundos de mi corazón.
—Ellos te han dicho esto. Has hablado con ellos. ¿Cuál ha sido? ¿La dama con la capa azul y la voz melosa? ¿Aquél que se mantiene al borde de la vista, elusivo en el margen de la luz y la oscuridad? ¿Ha sido la doncella de bucles rizados y ropas de espuma y burbujas, o el caballero de cabello de fuego con sus modales imperiosos y sus pequeños juegos mentales? ¿Quién ha sido? No debes prestarles atención. Son enemigos de los de nuestro tipo. Nuestra búsqueda es frustrar su objetivo, no contribuir con él.
—Pienso que estás equivocada. Búscate otra herramienta. Además, ya que tienes el poder de aparecer aquí a mi lado en un instante, ¿por qué no completas esta tarea tú misma? A tu lado, yo no soy nada, estás disconforme conmigo. Lo has dejado claro. Arrasa con tu propio acto de destrucción, si lo deseas. Busca tu propia venganza.
Me miró torvamente, con las cejas arqueadas con desdén.
—Eres una chica muy tonta en ocasiones, Fainne. Hay una forma correcta para que esto ocurra y una forma equivocada. ¿Por qué piensas que no te he pedido que mates a sus líderes o que vendieras sus secretos al enemigo? ¿Por qué piensas que te he dejado con tus propios recursos tanto tiempo? Quiero que uses manipulación, que te deslices en sus vidas y en sus corazones, niña. Quiero que confíen en ti. Quiero que te amen. Entonces, al final de todo, tú te das la vuelta. Te das la vuelta, sonriendo, y asestas el golpe mortal. Estás hecha para esta tarea, Fainne. Es tuya y sólo tuya.
—No lo haré. Castígame todo lo que quieras. No puedo continuar hiriendo a los inocentes y abusar de mi arte y equivocarme, de manera inconsciente, respecto de las consecuencias. No podría hacerlo, ni siquiera si el objetivo fuera uno en el que creyera.
Hubo un silencio cargado. Permanecí respirando con todo el control que pude reunir, preguntándome dónde me alcanzaría el próximo dardo de agonía.
—¿No has olvidado algo? —preguntó mi abuela en un tono sedoso. Señaló las brasas brillantes del fuego. Me volví. Mientras miraba fijamente, las llamas se elevaron sobre sí mismas, moviéndose y revolviéndose para formar una imagen. Allí estaba mi padre, solo en su sala de trabajo. Alrededor de él, en lugar de los estantes llenos, ordenados, las sombras de botellas y botes alineados, los pergaminos y manuscritos cuidadosamente archivados, había un revoltijo caótico, como si cada trocito de parafernalia que poseía, cada talismán, cada ingrediente secreto se hubiera mezclado con los demás por un acto violento del destino. Él estaba en cuclillas en el centro del suelo, esforzándose al máximo por respirar, con el pecho pesado, la boca abriéndose en una lucha por coger aire. Sus ropas estaban hechas harapos. Parecía un esqueleto, una frágil colección de huesos que parecían sostenerse unidos sólo por una piel pálida y ceñida. Levantó la mirada hacia mí con los intensos ojos oscuros de mi abuela.
Me di la vuelta, con el corazón palpitando. Reuní toda mi voluntad, pero mi voz tembló de todos modos.
—Conozco a mi padre —dije—. Esto es terrible de ver, si es que se trata de una visión verdadera. Pero mi padre busca el camino de la luz, incluso aunque le esté prohibido. Preferiría sufrir y morir antes que ver perecer a un inocente y que se destruyeran cosas buenas porque quise protegerlo. Conozco a mi padre. Lo conozco mejor que tú, aunque sea tu único hijo.
Entonces sentí el dolor otra vez, en mi pie ahora, retorciéndose y ardiendo, como si los huesos mismos se apretaran con un puño de metal y se estrujaran. Dejé escapar un gemido de terror.
—Nunca te había gustado mucho este pie, ¿no? —señaló la abuela en un tono amable—. Siempre has deseado ser más bella. ¿Quién podría culparte? No puedo imaginar por qué no empleas más el Sortilegio. Aquí estás, en la casa de un hombre de influencia, y él permanece soltero. Menuda presa. Sólo piensa, Fainne. Una vez que Sieteaguas haya vencido, este hombre lo tendrá todo. Tres ventajas en una. Tu hijo podría heredar eso. El nieto de Ciarán. Uno de los nuestros. Él sería el propietario de las tierras más fuertes de todo Ulster. Y tú serías su madre. Con un poder como ése, ¿quién necesita belleza?
Hubo otra ola desgarradora de agonía dentro de mi pie y apreté los dientes, para no llorar en voz alta. El dolor cesó.
—Allí —dijo con calma—, echa un vistazo a eso.
Bajé la mirada y sentí que la sangre fluía y bajaba de mi rostro. Donde antes había estado mi pie derecho, aquél cuya forma era sólo un poco diferente, un poco torcido, un poco curvado hacia dentro, ahora tenía una pata espantosa como la de algún monstruo en un cuento antiguo, una parodia de pie con la piel hinchada, cubierta de pelos y con dedos bulbosos inclinados por el giro, con uñas amarillas gruesas como cuernos.
—Puedo hacer más —dijo ella—. Mucho más. Las manos. El rostro. El cuerpo mismo. Paso a paso. Los hombres huirían gritando. Nunca más volverías a poner un pie fuera de esa puerta otra vez. ¿Todavía quieres desafiar mi petición? —Se sentó descuidadamente en el borde de la cama, sonriendo.
Bajé la vista hacia la monstruosidad que tenía en lugar de un pie. Evoqué un hechizo para volverá cambiarlo. Murmuré las palabras.
—Oh, no —dijo mi abuela con tranquilidad—. No es tan sencillo —y antes de que pudiera terminar d encantamiento, el contra-hechizo ya estaba allí y mi horrenda pata peluda permanecía como estaba.
—Muy bien dije, con las lágrimas acumulándose detrás de mis ojos, —quizá puedas hacerlo peor. Quizá puedas transformarme en un monstruo. Entonces yo haría como hizo mi madre y le pondría fin. Me cortaría las muñecas. Saltaría de la torre de Sieteaguas. Caminaría hacia lo profundo del lago, hasta que las aguas se cerraran sobre mi cabeza. ¿Entonces qué?
—Maldita chica. Tu padre debe responder por lo que ha hecho de ti. Aquí. —Chasqueó los dedos y mi pie volvió a su antigua forma. Tomé aire y solté el abyecto gracias que brotó de mis labios. No dejaría que ella supiera cuan cerca había estado de ceder, cuando había visto lo que podía hacerme.
—Siéntate chica. Ponte esta manta encima. Hace frío. Tienes algunas cosas bonitas en tu arcón aquí, veo. Algunos vestidos buenos. Eso es un alivio. No se puede ir a cortejar a un hombre rico con la apariencia de una verdulera andrajosa. Y que chal más bonito, de todos colores. Viene de un mercado de gitanos, ¿verdad?
—No es nada. —Con un gran esfuerzo mantuve mi rostro y mi voz impávidos. Pensé que sabía adónde quería llegar—. Puedes quedártelo sí quieres —agregué—. No significa nada para mí.
—¿No? Sin embargo, es un poco barato y de mal gusto para mí estilo, Fainne; el tipo de nimiedad que un hombre que viaja puede llevarle a su querida. No creo que yo usara una cosa tan chabacana.
—Tonta de mí por sugerirlo —dije, levantándome y comenzando a colocar mis pertenencias de regreso en el arcón. Detrás de mí, mi abuela volvió a hablar.
—Así que, dejarás que tu padre sufra y muera. Permitirás que tu cuerpo se convierta en el de un monstruo. No te importa nada tu propio futuro. Esto me sorprende, he de admitirlo. No eres en absoluto la chica que pensé que eras. Pero no me desafiarás, Fainne.
—No sé qué quieres decir. No puedes hacer que yo haga lo que tú quieres. No puedes forzarme.
—¿Piensas que no? ¿Y qué pasaría si vieras a todos tus seres queridos, aquellos que te importan, abatidos uno por uno? ¿Y qué pasaría si observaras la destrucción lenta de todo lo que estimas? ¿Soportarías eso, a sabiendas de que estaba en tu poder el detenerlo? ¿Entonces qué? ¿Dejarías de actuar, de protegerlos?
—No sé qué quieres decir —solté, pero un horror oscuro se extendía dentro de mí mientras reconocía el significado de sus palabras—. No tengo a nadie, excepto mi padre. Y ya te lo he dicho, sé cuál sería su opinión al respecto de todo esto.
—Oh, no hay duda de eso, él continuará sufriendo. Pero por lo demás, no te creo, te he visto, de vez en cuando. He visto la mirada en tus ojos. Te he observado jugar con esas niñas, metiéndolas en la cama, haciendo como si te enfadaras por las molestias que te causan. He visto el modo en que tus manos se aferran a tu nimiedad gitana, como si los recuerdos en sus pliegues fueran demasiado preciosos como para dejarlos ir. No hay duda de ello, Fainne. Los verás a todos, en agonía, paso a paso. Una caída desafortunada de un caballo. Una chiquilla cayendo en la compañía equivocada. Un estofado comido al costado del camino, con una elección imprudente de hongos. Un feo incidente con un anzuelo. Todos accidentes. En lo que respecta a ti, serás la única ilesa. Tu trabajo será observar, mientras sufren a tu alrededor. Observar, a sabiendas de que podías haberlo detenido. A sabiendas de que, sin tu desobediencia, nada de esto haría falta que pasase.
—¡Basta! ¡Basta ya! ¿Cómo sé que esto es verdad, de todas maneras? Podrías estar mintiéndome. Mi padre podría no estar enfermo en absoluto. ¡Podría desafiarte y todo podría seguir estando bien!
—¿Eso crees? —echó una mirada a mi pie. —Si eliges ponerlo a prueba, no puedo detenerte, querida mía. Sería a tu propio riesgo. Y, tienes razón, no puedes saber acerca de tu padre. No, a menos que regreses a Kerry. Y si lo haces, te aseguro que sus huesos estarán blanqueándose en la arena antes de que alcances tu pequeña cueva. Por supuesto, siempre podrías inundar un muchacho gitano con un mensaje—. Echó un vistazo hacia el arcón de madera, donde el chal ahora permanecía pulcramente doblado. —Siempre podrías hacer eso. ¿Pero quién puede asegurar que llegaría a salvo, con las carreteras como están? Podría ser asesinado en el camino por su paquetito de bienes baratos, y así llegar al fin de su viaje.
—¡Basta ya! ¡Es malvado!
—Ajá. Malvado, ¿no? Tienes mucho que aprender. Bueno y malo, sombra y luz; no hay más que un hilo entre ellos. Todo es uno, al final. Ahora, dime. Dime todo lo que has hecho desde que has venido aquí. Todos los detalles.
—¿No has estado observándome a cada paso del camino? ¿No lo sabes ya?
Rió socarronamente.
—Apenas. Veo fragmentos. Un poquito por aquí, otro poquito más por allá. Piezas de un rompecabezas. Un rompecabezas que me concierne. Por eso estoy aquí. Ahora, dime. Después resolveremos que es lo que viene a continuación. Has estado perdiendo tiempo, eso no ocurrirá más, ¿oyes?
—Sí, abuela —le dije.
Con el corazón apretado de sufrimiento, la cabeza llena de lágrimas sin derramar, se lo dije todo. Tenía que decírselo porque era culpa mía. Había dejado que esta gente se me metiera bajo la piel. Les había permitido que me encantaran y había comenzado a ser una de ellos. Y ahora, no podía estar allí y ver a Sibeal o a Clodagh o a alguno de los otros heridos. No podía contemplar que la tía Aisling perdiera otro niño. En particular, no podía dejar que mi abuela desarrollara ningún interés más en la familia de Dan Walker, donde fuera que la carretera los hubiera llevado. Había tendido una trampa muy limpia y yo había caído directamente en ella.
Al final había salido todo. La historia del fuego, aunque dejé a un lado cómo sentí mi caminata en el bosque con Conor y qué había experimentado en la celebración de Samhain. La historia de qué le había dicho a Eamonn, y mi viaje aquí a Glencarnagh y cómo las cosas se habían desarrollado entre nosotros. No dije nada de los Antiguos y hablé tan poco de las niñas como pude. En particular, no hice mención de Sibeal y sus ojos claros, ojos de vidente.
—Ajá —asintió la abuela cuando hube terminado—. Debes usar a este Eamonn, eso está claro. Debes y lo harás. Conozco a su padre. Éste es otro como él. Un hombre muy poderoso, Fainne. Y uno peligroso. Un hombre con honor. Un hombre que no dudará en apuñalar a su hermano por la espalda, si es necesario para cumplir con su propósito. Un hombre que nunca olvida un desprecio.
—Estás muy equivocada, estoy segura. —Por más raros que parecieran los modales de Eamonn a veces, era difícil de creer que este hombre estuviera tan atado por una convención. ¿No me había dicho que nunca había roto las reglas?
—No lo creas. Él es la respuesta a nuestro problema. Utiliza su odio. Utiliza su deseo. Haz que te desee tanto que te prometa cualquier cosa que tú le pidas.
—Eso es ridículo. Eamonn podría tener a cualquier mujer que quisiera. Su interés en mí es momentáneo. No quiere decir que vaya a proponerme matrimonio. Estoy segura de eso.
—Entonces debes hacer que cambie de opinión. Toma el control. Usa tu arte. Haz que arda por ti.
—Yo… no puedo. Eso me avergüenza, y lo degrada a él. Es… No es justo.
—¿Justo? ¿Justo, dices? —Mi abuela lanzó otra risotada. Me pregunté cuánto tiempo pasaría antes, de que alguien la oyera y viniera a golpear la puerta para preguntar si me encontraba bien—. Olvida lo que es justo. Olvida el honor. Conceptos insignificantes, ambos. Sólo hay una cosa que importa aquí, Fainne. El poder. Tu poder sobre éste hombre. Su poder para romper la alianza. Nuestro poder para degradar al Pueblo Encantado. Poder y venganza. El resto no es nada.
—Sí, abuela.
—Ahora dime otra vez. Dime qué ha dicho él sobre tu tía Liadan. Y dime que ha dicho del esposo de ella.
—No necesito repetirlo. Sé lo que debe hacerse.
—¡Ajá! ¿Tú? Eso es un poquito difícil de creer, por cómo has actuado hasta ahora.
—Sé lo que debe hacerse —repetí con gravedad—. Será mejor que me dejes sola para ponerlo en marcha.
—¿Qué? ¿Poner en marcha qué?
Así que lo describí para ella, inexorablemente, paso a paso: un argumento que se alimentaba de los celos y la obsesión, que usaba subterfugios y traición para lograr su fin. Apenas podía creer que debía seguir adelante con aquello. Pero parecía que no había otra manera. Cuando hube finalizado, mi abuela me sonrió, con sus dientecitos aislados en una boca arrugada por la edad.
—Bien —susurró—. Muy bien. Fainne. Quizá llegues a convertirte en algo después de todo, a pesar de tu apariencia poco atractiva.
—Abuela, debes confiar en que puedo salir adelante con esto. No habrá necesidad de que regreses otra vez. Hazlo y será difícil para mí retener la confianza de ellos.
Se estremeció de regocijo.
—¿Conque dándome órdenes ahora? Vendré si quiero, niña.
—No estás escuchando. Te doy mi palabra. Haré lo que pides, siempre y cuando… siempre y cuando tú no…
—¿Lastime a aquellos que quieres? Oh, querida, el amor es una cosa tan confusa para una chica joven, ¿verdad? Todos estaríamos mejor sin él. Cuanto antes te des cuenta de ello, más fácil será la vida para ti. Nunca elijas a en hombre por amor. No hay futuro en eso.
—¿Estás de acuerdo? ¿Confiaras en mí para llevar a cabo esto por ti?
—¿Confiar? ¡Ja! Necesitaré una garantía. Y recuerda lo que te digo, si no puedes hacer que este plan funcione, necesitarás tomar acciones más drásticas. Te daré un poco más de tiempo, justo el suficiente. Pero quiero ver progresos, Fainne. Quiero resultados. Tienes razón, no vengo con alegría para esas partes. Ponte el amuleto. Entonces sabré que estás segura. No te lo quites. Nunca, ¿entiendes?
Me miraba intensamente otra vez, como si pudiera ver dentro en lo profundo. Agradezco a la gran deidad que ella nunca haya dominado el arte de leer la mente de otro, de hablar sin palabras. Y sólo podrá verlo cuando lo lleve puesto. Dulce Brígida, era verdad. Había sido una estúpida. Había estado demasiado ciega.
—Sí, abuela. Por la mañana encontraré una cuerda fuerte y me pondré tu amuleto otra vez alrededor del cuello. Lo prometo.
—Espero que no estés mintiéndome. Sabré si no cumples esta promesa. Y habrá otros que sufran.
Me mordí el labio y me contuve para no contestar.
—Bien, ahora —dijo, explayándose—, qué pequeña visita más satisfactoria. Ocúpate de hacer esto bien, Fainne. No me asustes otra vez así. Abandóname y te mostraré cuan creativa puedo ser, te lo prometo. Haz lo correcto y quizá pase un tiempo antes de que vuelvas a saber de mí.
—Sí, abuela.
—Adiós, entonces.
Contemple mientras se desvanecía, lentamente, en la tenue luz del fuego ardiente y de la vela solitaria. Permanecí mirando hasta que todo trazo de la vieja bruja horrenda hubo desaparecido. Incluso entonces, pasé la mano por el aire una, dos, tres veces antes de estar convencida de que no hubiera nada allí. Estaba oscuro afuera. La cena ya habría terminado, las niñas pequeñas estarían preparándose para ir a la cama. Eamonn estaría sentado solo ante el fuego del vestíbulo, con la jarra de vino por compañía. Quizá debería comenzar esta noche. Me tembló el corazón. ¿Por qué había creído que tenía la fuerza para desafiarla? ¿Por qué me permití pensar que podía elegir mi camino, que podía dirigirme hacía la luz en lugar de hacia la oscuridad? No había elección para mí y nunca la había habido.
Y el amuleto. Cuán tonta había sido, ¿cómo no reconocer que se trataba del encantamiento de una bruja como la que indudablemente era? Ponte siempre eso. Te protegerá. Un lavador de mente, el más potente de los controles: por medio de él, ella podía seguir observándome y manejarme para que hiciera su voluntad. Había leído acerca de tal encantamiento hace mucho tiempo, en las polvorientas páginas de un grimorio. Mientras lo llevara puesto, ella podría encontrarme. En el momento en que me lo había quitado, ella lo había sabido; y vino apresuradamente, enfurecida y… y algo más también. Casi asustada. Como si una Fainne fuera de su control fuese infinitamente más peligrosa para ella que toda la gente encantada del mundo. Pero eso no podía ser cierto. Como hechicera, yo estaba medio entrenada, apenas había probado en las ramas más desafiantes del arte, obstaculizada por mí juventud y mi inexperiencia. En cambio, mi abuela era una maestra, más poderosa incluso que mi padre, ¿o acaso no lo había capturado en su propio hechizo de enfermedad mortal? Debía de haberme equivocado yo. Eché un vistazo al arcón de madera. El amuleto estaba seguro. Por la mañana debía volver a ponérmelo. Debía mantener mi palabra. Era la única manera. Los protegería, a mi padre, las niñas, la familia y… y a todo aquel que estuviera cerca de mí. No podía observar cómo ella los destruía uno por uno.
Escuché movimiento de gente en el pasillo. No era tan tarde. La abuela había venido y se había ido entre el momento en el que se sentaban a cenar y el apagado de las últimas velas. Debía ir y hablar con Eamonn ahora, mientras tuviera el coraje. Rápidamente me quité el albornoz y temblando, me puse un vestido fresco. Me recogí el pelo en un moño encima de la nuca. Me puse las zapatillas y me dije que nunca más volvería a quejarme de mi pie torcido. Me enjuagué el rostro con agua de la jarra, sin dejar de sentir el ruido sordo de mi corazón y la garra del miedo dentro de mí. Esa sensación nunca se iría ahora, no hasta que la tarea que me había encomendado estuviese completa. Y, después de eso, nada más importaría.
Abrí la puerta con precaución, con la esperanza de deslizarme por el pasillo sin ser vista. Di un paso fuera y me detuve. Sibeal estaba sentada en el suelo del pasillo con su capa encima para que la resguardara del frío. Estaba tan quieta que sólo podía verla en las sombras. No habló, pero levantó la mirada hacia mí y la luz de mi vela menguó ante la superficie clara como el agua de sus ojos extraños. Se puso de pie en completo silencio. Cuando abrí un poco más la puerta, se deslizó por ella como un pequeño fantasma y, pasando a mi lado, entró en mi dormitorio. Cerré la puerta detrás de nosotras.
Por un momento no dijo nada.
—¿Qué pasa, Sibeal? ¿Por qué estabas esperando aquí?
—Los demás dicen que no te lo digamos. Ahora no. Dicen que ya era demasiado tarde.
—¿Qué? ¿No decirme qué? —¿Podía haber algo peor que lo que me había sucedido ese día? Mi mente repasó a toda velocidad las posibilidades. Noticias de Sieteaguas. Maeve. Noticias de otros lugares. Mi padre—. ¿Qué es? ¡Dime!
La niña me miraba con gravedad.
—Intentamos decírtelo. Pero no respondías. Y después tío Eamonn vino e hizo que nos fuéramos.
La cogí de los dos brazos y la sacudí ligeramente.
—¡Dime! —dije a través de los dientes apretados.
—No tienes que lastimarme. No tienes que enfadarte.
Me recordé a mí misma que sólo tenía ocho años y que había esperado, silenciosa en la oscuridad, hasta que yo estuve lista para salir.
—Lo siento. Estoy… estoy preocupada, eso es todo. ¿Son malas noticias?
—No. Es sólo que ese poni estuvo aquí. Ése de tus historias. Pensamos que tal vez querrías saberlo. Pensamos que querrías verlo. Pero ahora es demasiado tarde.
Si Antes había sentido miedo, eso no era nada comparado con la angustia que me oprimía el corazón ahora.
—¿Qué poni? —susurré, como si no supiera la respuesta.
—El poni blanco. Ya sabes, ése de todas tus historias. Él nos dejó que le diéramos palmaditas y Eilis le dio una zanahoria.
—¿Él? —musité.
—El hombre. El hombre de las historias, el que tenía el aro de oro en la oreja. Él preguntaba por ti.
—¿Darragh? ¿Darragh estuvo hoy aquí? —Mi voz tembló. Él estaba aquí, y mi abuela estaba aquí y ella había dicho… había dicho: Podrías mandar a un chaval gitano con un mensaje. Había dicho: podría ser asesinado en el camino—. Quizá no era él —dije, aferrándome a una esperanza vana—. ¿Por qué vendría él aquí? El tiene trabajo en el oeste, a miles de kilómetros de Glencarnagh. Quizás era cualquier otro. ¿Dónde está él ahora, Sibeal? ¡Rápido, dime!
El tono de Sibeal era solemne.
—Se fue. Ambos, él y el poni. Tío Eamonn los echó. Tío Eamonn estaba enfadado.
—¿Cuánto tiempo hace? ¿Adónde iba?
—Lejos. No sé dónde.
—¿En qué dirección? ¿Este, a Sieteaguas? ¿Oeste? ¿En qué dirección? ¿Hace cuánto. Sibeal?
—¿Cuál es el problema, Fainne? —Tenía los ojos muy abiertos e inquisitivos, casi miedosos.
—Lo siento, lo siento. No pasa nada, has hecho bien en esperarme, así puedes contarme… Yo solo… sólo…
—¿Disgustada porque te lo has perdido? Hemos pensado que lo estarías. Por eso hemos intentado decírtelo antes. Pero no respondías a la puerta.
—Lo siento —dije otra vez. Mucho más de lo que ella sabría jamás. Que él hubiera estado aquí ya era suficientemente extraño. ¿Quién sabe por qué había venido? Que no lo hubiera recibido era bastante cruel. Pero mejor así. Se había ido y no volvería a verlo, y eso significaba que él estaba a salvo de la abuela. Quizás él había venido para visitar a la anciana, Janis. Quizás era eso. De cualquier modo, así era mejor. Mucho mejor. ¿Por qué, entonces, me dolía tanto, como si mi corazón hubiera sido desgarrado en dos?
—Lo siento, Fainne —dijo Sibeal en un delicado susurro—. Se fue al oeste, creo. Antes del atardecer. Dijo que tenía que regresar rápido. Pero quería esperar hasta que tú estuvieras mejor y pudieras bajar a hablar con él. Tío Eamonn hizo que se fuera. Tío Eamonn estaba realmente enfadado.
—Yo… él estaba… ¿Darragh estaba bien? ¿Ha hablado contigo? —deja que ella lo diga todo, cada palabra, cada gesto. Nunca sería suficiente.
—Me dio un mensaje para ti —dijo Sibeal con solemnidad—. Hizo que lo practicara.
Esperé.
—Dijo: Di adiós a Curly de mi parte. Dile que se aleje de los problemas hasta que yo regrese. Él quería que lo dijera exactamente así.
—¡Pero él no debe regresar! Mi voz tembló, mientras el miedo se apoderaba de mis entrañas otra vez. —¡No puede! ¡No puedo dejar que regrese!
—¿Qué problema hay, Fainne? —Los ojos incoloros de Sibeal me escudriñaron, con expresión ansiosa.
—Nada —murmuré—. Nada. Está todo bien, Sibeal. Has hecho bien, muy bien. Estoy en deuda contigo. Ahora, debe de haber pasado la hora de ir a la cama para ti y estás helada. Ve con las demás. Y, ¿Sibeal?
Volvió su carita pálida hacia la mía.
—No hables de esto. Por favor. No me gusta pedirte que guardes secretos. Pero no hables de esto con tu tío ni con los demás. Es muy importante.
Hizo un leve asentimiento y salió en silencio por la puerta.
Disponía de una noche. Sólo una noche antes de tener que ponerme el talismán en el cuello y ser, otra vez, la criatura de mi abuela. Darragh había venido y me lo había perdido. Darragh había dicho que volvería. No debía volver. Tenía hasta el amanecer para encontrarlo y decírselo. Después de eso, no podría tener más secretos para con mi abuela. Después de eso, no sería posible tener amigos.
Un buen poni puede recorrer un largo camino entre el atardecer y la hora de dormir. A través del campo abierto, cuando el jinete tiene prisa, puede atravesar muchos kilómetros. Más allá de las fronteras de Glencarnagh, Aoife estaría todavía moviéndose hacia el oeste, en esa dirección hacia las costas estériles de Ceann na Mara. Una cosa sabía con certeza. No podía pedir ayuda a Eamonn. Un hombre que coge lo que es mío, paga por ello, había dicho. Había escuchado la vocecita seria de Sibeal. Tío Eamonn estaba realmente enfadado. No había posibilidad de cruzar el vestíbulo y pedirle amablemente un caballo y un par de hombres con antorchas. Debía emprender este viaje sola y sin vigilancia, y estar de regreso en mi habitación antes del amanecer. De algún modo debía recorrer esos kilómetros y encontrarlo.
Un gran hechicero como mi padre hubiera usado el Sortilegio: lo hubiera usado completamente para conseguir un efecto de transformación total. Él hubiera corrido a través de los campos y los pastizales como un venado veloz o volado con alas fuertes como un búho o algún otro pájaro de la noche. Yo sabía, al menos en teoría, cómo se hacía eso. Pero mi padre me había prohibido que lo intentara. Era demasiado peligroso. Uno podía hacer el cambio y ser incapaz de regresar. Y eso reducía el arte; socavaba su fuerza. Sin embargo, el tiempo pasaba y yo estaba casi lo suficientemente desesperada como para intentarlo. El corazón me golpeaba con fuerza, mi sangre corría, permanecía junto a mi ventana mirando hacia fuera, la noche, y me preguntaba si sería capaz de abarcar la distancia entre mujer y pájaro, de criatura humana vinculada con la tierra a un alado ser del aire. ¿Y qué sucedería si fallaba y caía del cielo para chocar contra las piedras de abajo? Pero ¿de qué otro modo podría estar allí a tiempo?
La luna espiaba entre las nubes. Una brisa zumbaba entre los setos, revolviendo las ramas desnudas de los olmos viejos, hendidos por el rayo, que cobijaban los canteros del jardín y los estanques oscuros. Allí afuera, cerca del seco, había un caballo. La luna reflejaba la sombra gris de su piel, iluminándolo como una perla delicada. Quizá la mano de alguna deidad estaba conmigo esta noche. Me moví tan velozmente como pude. Una capa oscura; mis zapatos para salir de casa en la mano, para no hacer ruido. Después un hechizo. No para alterar mi forma; no era gran cosa de todos modos. Un cambio parcial: apenas un efecto de sombras, para poder pasar sin ser vista si tenía mucha suerte. Me moví en silencio a lo largo del pasillo, pasé junto a la habitación en la que Eamonn estaba sentado solo. Salí por las cocinas, metiéndome, en una pequeña alcoba cuando los guardias pasaban riéndose y bromeando en su camino a la cena tardía y buena cerveza. Salí antes de que la siguiente guardia entrara. Seguí la línea del seto hasta que la encontré, la pequeña yegua que había cabalgado antes, ahora esperándome plácidamente en la noche no tan sobresaltada como parecía yo, debajo de su hocico. ¿Cómo había escapado del establo y había hecho para que no la vieran? ¿No sería tal vez una criatura del Más Allá, puesto que era mucho mayor que cualquier otro caballo y todavía lúcida y briosa? Había sido de Liadan, después de todo, alguna vez, y de Liadan se decía que poseía algunos poderes más allá de lo ordinario. De cualquier modo, la yegua estaba aquí y parecía dispuesta. Eso no resolvía el problema de cómo me subiría a su lomo y cómo cabalgaría sin montura ni brida. Tampoco me ayudaba a resolver en qué dirección ir.
—Vamos —susurré—, vamos, deprisa.
Ahora se alejaba de mí, hacia la línea del seto, mezclándose con las sombras.
—Espera. —Me apresuré tras ella. Junto a la pared de piedra que mantenía a los cerdos alejados del jardín de la cocina, se detuvo.
—Bien —murmuré—, bien. Sabes cómo se hace, lo veo. —Me puse los zapatos, trepé a la pared y después al lomo del caballo, donde me coloqué precariamente sin montura ni manta, sin brida ni rienda con que ayudarme—. Muy bien —dije suavemente—. Voy a necesitar toda la ayuda que sea posible. Tendrás que viajar rápido. Y silenciosamente. Y no dejar que me caiga. ¿Entendido? Ahora, encuentra a Aoife. Encuentra a Darragh para mí. —Puse la mano contra su cuello, esperando que me escuchara, esperando que supiera qué era lo que había que hacer. Una tontería, en realidad. No era yo quien podía murmurar en el oído de un caballo y ganar su amistad de por vida. No era a mí a quien las criaturas salvajes regresarían, sólo por amor. Pero el caballo gris levantó la cabeza y movió las orejas, y se encaminó rápidamente hacia el oeste, cruzó los setos, a través de un pequeño puente, junto a los avellanos, hacia la noche en sombras. Enrosqué ambas manos en su crin y apreté con las rodillas. No me caería. No lo haría. Llegaría y estaría de regreso antes del amanecer. Debía hacerlo. Cuando lo encontrara, le diría que debía ir directo a casa de O’Flaherty y nunca volver a acercarse a mí. Le diría eso y le diría adiós y después regresaría a Glencarnagh. Era simple en realidad.
El tiempo pasaba y el caballo se movía hacia delante en la noche, al principio con seguridad, como si la luz de la luna fuera suficiente para mostrarle el camino. Hacía frío; tanto frío que no podía soltar mis dedos por culpa de los calambres.
Tenía los pies entumecidos y me dolían las orejas. Podía sentir escalofríos por todo el cuerpo, como olas de agua helada en una costa de frío hasta los huesos.
Parecía que sabía hacia dónde estaba yendo, pensé con gravedad, preguntándome cuánto tiempo pasaría antes de que mi cuerpo congelado perdiera la voluntad de cogerse y me cayera desde su lomo hasta la tierra dura. Por encima de los silenciosos pasos de la yegua gris, aparecieron un rechinar y un crujido, como si los árboles se inclinaran para vernos pasar. Por un instante pensé que se trataba de una manada a lo lejos, como de lobos hambrientos. Me dije a mí misma que estaba equivocada. Algo ululaba en las oscuras ramas. Un coro de croares nos saludó cuando pasábamos junto a un pantanal que brillaba en la oscuridad. Por un momento, hubo un repentino batir de alas emplumadas y el sonido de una bandada de murciélagos sobrevolándonos las cabezas y alejándose a unas cavernas subterráneas. Tenía mucho frío y apenas podía mantenerme despierta, por la urgencia del viaje. Estaba tan cansada que pensé que podría detenerme, como si pudiera esperar y, simplemente, cobijarme entre los helechos y dormir. Un agradable sueño largo. Después de todo, ¿quién me echaría de menos?
El caballo había ralentizado la marcha. Volvía la cabeza hacia uno y otro lado. Dio un paso y se detuvo. Dio otro y se paró. Estaba despierta otra vez, de modo abrupto, con el corazón latiéndome alarmado.
—¡Debes conocer el camino! —le dije, cortante—. ¡Vamos! ¿Por qué llegar tan lejos para renunciar ahora? ¿No puedes seguir las huellas de Aoife como haría un perro de caza? ¿Qué pasa contigo?
Tembló un poco, permaneciendo allí en la noche. Estábamos a las puertas de un campo abierto; la luz de la luna mostraba pequeñas colinas tachonadas de arboles pequeños.
—¡Avanza! —dije entre dientes—. ¡Rápido, antes de que ambas nos congelemos! ¿No sabes que tenemos que estar allí y regresar antes de la mañana? ¡Ve! ¡Por favor!
Di patadas a sus flancos con los pies y apreté con las rodillas. Me quedaba tan poca fuerza que dudaba de que ella lo notara.
—Ay, por favor —susurré en la oscuridad, pero la yegua permaneció inmóvil. Mi mente cavilaba, en algún nivel distante, acerca de qué explicación le daría a Eamonn cuando me descubriera aquí fuera por la mañana, medio congelada, con un caballo que no me pertenecía. Quizá me muriera de frío. Al menos, eso evitaría que tuviera que inventar excusas.
Hubo un ulular por encima de mi cabeza y algo oscuro voló con un súbito batir de alas. Creí sentir una pequeña pluma caer rozándome la nariz. Estornudé. Hubo otro ulular. Su tono enviaba un mensaje claro. Vamos, estúpida. No tenemos toda la noche.
El pequeño caballo se movió hacia delante. Frente a nosotros, el búho volaba de lado a lado, esperando en una rama baja, en un muro de piedra, en un afloramiento rocoso. Impaciente. Vamos. ¿No podéis ir más deprisa? El caballo comenzó a trotar y entonces, cuando emergimos a una especie de huella real, a galopar. Yo era sacudida arriba y abajo, como un saco de granos. Me agarré de las crines de nuevo y me incliné hacia delante, esperando que las rodillas me mantuvieran sujeta. El dolor me atravesaba las piernas y la espalda. Mantuve los dientes apretados.
El búho voló hacia delante y la yegua lo siguió. Recordé a Fiacha, el cuervo. Así era su manera de volar: un poco adelante, un poco atrás, una pausa de un lado o del otro, dando la impresión distinta de que pensaba que los humanos eran increíbles, gradualmente tediosos, pero que su trabajo era vigilarlos, así que mejor hacerlo. Me preguntaba dónde estaría Fiacha ahora. ¿Colgaría de una cornisa sobre Honeycomb y observaría al hechicero Ciarán mientras tosía entre las herramientas ruinosas de su arte antiguo? ¿O mi abuela lo habría desterrado, dejando a mi padre solo? ¿Por qué venían, estas criaturas del Más Allá que nos guardaban y guiaban como ningún simple búho o cuervo harían? El pájaro voló hacia delante a través de la noche, dirigiendo a mi caballo hacia la cima de una colina y luego hacia una cañada, a través de un pantano y un bosque y a salvo más allá de las fronteras de Glencarnagh.
Al final, bajo los manzanos de ramas desnudas, nos detuvimos. El búho se posó en una rama cubierta de musgo sobre nuestras cabezas, con su silueta recortada contra la luna. Lo vi descender, melindrosamente, para ajustarse el plumaje. Me sentía como si me hubieran cogido y agitado como un bote de crema y, de repente, me hubieran soltado. Me dolía cada hueso del cuerpo.
El bosque a nuestro alrededor estaba en calma. La yegua permanecía inmóvil. El búho no emitía sonido alguno. Estaban esperando que yo hiciera algo. Obligué a mi cuerpo a que se moviera, y me deslicé hasta que poco a poco caí del lomo de la yegua, hasta el suelo. Mis piernas eran como gelatina. Me sostenía en pie sólo porque mi mano permanecía agarrada a sus crines. Ella se quedó quieta, imperturbable; un don extraño para un caballo, este.
Bajo una ligera pendiente ante nosotras, había más árboles y agua que brillaba de color plateado en la suave luz de la luna. Y había otra lucecita también; una especie de luz cálida, parpadeante.
Detecté un olor apenas perceptible de algo sabroso en el aire: ¿no podían ser, con certeza, copos de avena? Entonces la yegua hizo un sonido con la respiración y desde el fondo de la colina hubo una respuesta, un suave relincho. Vi una figura que aparecía de pie desde el fuego brillante del campamento y se volvía lentamente hacia mí. Apoyada pesadamente contra el hombro del caballo, me tambaleé hacia delante.
Entonces pasaron muchas cosas en poco tiempo, sin que mediara una palabra. Los pasos de un correteo suave y la inspiración cortada de aire. Un brazo a mi alrededor, en apoyo a mi progreso titubeante hacia el fuego. Una capa sobre mis hombros increíblemente cálida. No podía sentarme, tenía el cuerpo demasiado dolorido: una manta doblada, con un olor intenso a caballo que me relajaba hasta una posición medio yaciente, tan cerca del fuego como la seguridad lo permitía. Había un tintineo mínimo de metal, como un cazo usado para llenar algún otro recipiente. Después, una mano se enredaba entre mis dedos congelados alrededor de una taza de algo caliente y perfumado, los temblores me recorrían el cuerpo, me castañeteaban los dientes, no podía haber pronunciado palabra, incluso aunque hubiera sabido qué decir. Darragh se mantenía ocupado avivando el luego, añadiendo uno o dos leños, ventilando las brasas. Las Llamas se elevaron; mi rostro comenzó a distenderse. Tomé un sorbo de la bebida que me proveía. Era té, muy caliente y muy dulce. Nunca había probado nada tan bueno. Al final, Darragh se sentó delante de mí, al otro lado del fuego, y me miró fijamente.
—Menuda yegua tienes ahí —señaló—. Has aprendido a cabalgar desde que me dejaste, por lo que veo.
Por un momento, me quedé sin palabras. ¿Era eso todo lo que se le ocurría decir? Pensándolo mejor, era típico.
—Según mis recuerdos, tú me dejaste a mí —le solté, pero mi voz salió temblorosa y patética—. Pero sí, puedo cabalgar. Un poco. He de estar de vuelta antes del amanecer.
Darragh me miró.
—¿Eso es todo? —dijo.
—No necesitas usar ese tono —contesté.
—¿Qué tono, Fainne?
—Como si lo supieras todo. Como si pensaras que soy estúpida por haber venido aquí. No sé para qué me he molestado. —Una nueva oleada de temblores se apoderó de mí y me aferré a la capa, apretándola más contra mi cuerpo.
Darragh me observó en silencio unos instantes. Su pequeño aro de oro en la oreja brillaba a la luz de la lumbre.
—¿Por qué has venido? —preguntó finalmente.
—Pa… para decirte algo importante.
Ahora estaba revolviendo su cazo sobre el luego. El delicioso olor volvió a esparcirse. Peg y Molly y los demás siempre cocinaban copos de avena por las mañanas. Mantenían a raya el frío, decía Peg. Sacó el recipiente del calor y lo trajo hasta mí.
—No hay fuentes de oro aquí —dijo—. Ni cucharas de plata. No acostumbramos atender a finas damas. Pero la comida es buena. Vamos, Fainne. Debes comer.
—Estoy demasiado cansada para comer.
—Aquí —dijo con amabilidad, y se sentó a mi lado—. Come y no hables. —Sumergió la cuchara de asta en el recipiente y me encontré a mí misma abriendo la boca y siendo alimentada como un pájaro en el nido. Hubiera sido humillante, pero la expresión cuidadosa de su rostro, el gran cuidado con el que llevaba a cabo la tarea, de algún modo hacía que estuviera todo bien entre nosotros. Además, los copos estaban deliciosos y descubrí que tenía bastante hambre.
—Bien —decía Darragh de vez en cuando—. Bien hecho. Buena chica —y pronto me lo hube acabado todo.
—Lo siento —dije, con la voz un poco más fortalecida—. ¿Se suponía que ese sería tu desayuno?
Darragh no respondió. Estaba se sentándose cerca de mí, mirando al fuego, con los brazos cruzados. El silencio se extendió. Al rato habló con poca segundad en sí mismo.
—Mejor cuéntame. Dime de qué se trata.
—Dime tú primero. ¿Por qué viniste a Glencarnagh? ¿Qué haces tan lejos de casa y en medio del invierno? ¿No se suponía que estarías trabajando para O’Flaherty?
—Lo estoy. En nuestro camino de regreso, ahora, Aoife y yo. No le gustó la idea de dejar que me tomara algunos días para venir a Sieteaguas. Fue necesario que Orla le hablara con dulzura. Al final, dijo que podía ir, pero he dado mi palabra de que estaría de regreso con la oscuridad de la luna. No mucho tiempo.
Hice todo lo posible por tomarme esto bien.
—¿Quién es Orla? —pregunté.
Darragh me echó una mirada de reojo.
—La hija de O’Flaherty. La menor.
—Ya veo.
—No. no lo ves, Fainne.
—Sí que lo veo. Supongo que es buena con los caballos, ¿verdad?
—Muy buena —dijo él, con los dientes brillándole en la oscuridad cuando sonreía—. Una jinete capaz, para ser una chica. Entiende todos los trucos.
—Sí, bueno, seguro que sí, supongo. Y no hay duda de que también es bonita, ¿verdad?
—Ah, sí —dijo Darragh, extendiendo las manos para calentárselas al luego—. Largo cabello dorado, mejillas como rosas, ojos azules como el cielo de verano. Igual que su hermana. Tienen pretendientes poniéndose en fila desde aquí hasta el Cross, ambas.
Estaba tomándome el pelo.
—Olvídalo —dije con enfado—. Ahora responde a la pregunta. ¿Por qué estás aquí?
—Me puse nervioso. Me preocupé por ti. Me parecía que podías estar metida en problemas y necesitarías ayuda.
—¿Qué?
—No hace falta que suenes tan extrañada. Cuando cabalgué a Sieteaguas, me dijeron que te habías ido. Vine a Glencarnagh; he descubierto que no me necesitas en absoluto. Ahora estoy de camino a casa. Es una historia simple. Cometí un error. No es el primero.
No sabía qué decir, así que permanecí en silencio. Estaba comenzando a sentirme casi abrigada, con el fuego, la capa y los copos. Mi cuerpo casi se había repuesto de todos los dolores y temblores. Era mi mente la que parecía no estar funcionando muy bien. Todo en lo que podía pensar era en cuan corta era una noche y cuántas cosas había para decir y cómo cada vez que abría la boca, me salían las palabras equivocadas.
—¿Fainne? Su voz era amable en la oscuridad.
—¿Mmm?
—Dime. Dime que es lo que está mal. ¿Por qué has cabalgado todo este camino en la oscuridad para encontrarme? ¿Qué es? ¿Qué puede ser tan importante como para dejar que te congeles hasta casi morir?
Su bondad casi me abruma. Todos los recuerdos se me agolparon en la memoria, mi padre, la abuela y el amuleto; Maeve y el fuego, Eamonn. Deseaba decírselo todo, cada fragmento; aliviarme de la culpa y del miedo, pero no podía. Él debía permanecer ajeno. Debía mantenerlo fuera.
—He venido a decirte que te fueras a casa y que nunca regresaras —dije lisa y llanamente—. No debes volver, Darragh. No debes intentar volver a verme. Es importante.
Hubo una pausa.
—¿Has venido hasta aquí en la oscuridad sólo para decirme esto?
—Sí. Es lo que debe ser. Créeme.
—Ya veo —dijo con rigor.
—No, no lo entiendes. —No podía ocultar el sufrimiento en mi tono—. No lo entiendes en absoluto. Pero somos amigos, a pesar de todo. Debo pedirte que confíes en mí y que hagas lo que te pido.
Entrecerró los ojos y me miró.
—Dime. ¿Qué significa ese hombre para ti, el señor de Glencarnagh? Menuda pieza desagradable. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—No es asunto tuyo. ¿Qué te ha dicho?
—Me mandó a que siguiera mi camino, el listillo. Sugirió que una escolta armada me acompañara a la frontera. A mí, que soy un hombre de viajes. Rechacé su amable oferta. Me dijo que no. Que no podía verte, ni hoy, ni mañana, ni ningún día del año. Dijo que estabas allí como una invitada muy especial y que no se te podía molestar. La gentuza como yo debe hacer algo mejor que molestar a la dama. Eso fue lo que me dio a entender. Hizo que deseara, por unos momentos, ser un luchador, no un músico. ¿Qué significa eso, Fainne? ¿Invitada muy especial?
—Lamento que te tratara así —me temblaba la voz—. Estaba enferma. Indispuesta. No sabía que estabas allí.
—¿Y eres feliz con que este hombre tome las decisiones por ti? ¿Contenta de tenerlo para que te elija los amigos?
No respondí.
—Fainne. Mírame.
Volví mi rostro hacia el suyo. Parecía muy pálido y muy serio.
—¿Te casarás con este hombre? ¿Es eso lo que es? Dime la verdad.
—No es asunto tuyo —susurré.
—Ah, sí que lo es. Ahora, respóndeme.
Asentí con la cabeza de mala gana.
—No es del todo imposible.
—Un poco mayor para ti, ¿no crees? —dijo Darragh sin rodeos.
—Semejante unión no es insólita. Es la edad de la mujer la que es más importante, con seguridad, si el hombre quiere tener un heredero.
Darragh nunca se enfadaba. Ésa era una de las cosas buenas de él. Pensé que en ese momento estaba a punto. Apretó la mandíbula, aunque mantenía la voz tranquila.
—Así es que te casarás por un nombre y una fortuna. Llevarás al hijo de un hombre mayor por eso.
—No lo entenderías.
—Pruébame.
—No podrías entenderlo.
Darragh se quedó en silencio un instante. Entonces señaló:
—Ya me lo dejaste lo suficientemente claro una vez, ¿no es así? Algo acerca de estar perdido, creo que era.
—Hablé sin pensar en esa ocasión. Siento haberte herido. Pero hay algo que no puedo explicarte. Sólo estoy pidiéndote que te mantengas alejado. Eso es todo. —Ay, pero cómo ansiaba decirle la verdad.
Esperó un poco. A medida que avanzaba la noche, el aire a nuestro alrededor se hacía más y más frío. Ahora el pequeño fuego, la capa abrigada no era suficiente para alejar la sensación de congelamiento, que parecía venir desde lo más profundo de mí. Pensé que si fuera capaz de llorar, las lágrimas se volverían hielo antes incluso de que pudieran caer de mis ojos.
—¿Amas a ese hombre? —preguntó Darragh directamente, esta vez sin mirarme.
—¡Amar! —exclamé, sentándome de la impresión y reprimiendo un quejido de dolor—. ¡Claro que no! El amor no tiene nada que ver con esto. ¿Quien se casaría por amor, de todas maneras? Eso no son más que tonterías. No hay nada en una unión así, aparte de dolor y desperdicio. —Pensé en mi madre y mi padre, y en cómo las vidas de ambos se habían destruido por el lazo que había entre ellos.
—Entonces aconsejarías a mi hermana Roisin que no se casase con Aidan, ¿verdad? Tenían planes para una boda en otoño, cuando ella tenga diecisiete. Aidan posee su pequeño terreno ahora, ¿piensas que es mejor que no sigan adelante con eso?
Fruncí el ceño.
—Eso es diferente —dije.
—¿Cómo de diferente? ¿Lo dices porque son gente simple, no como tú y en gran señor allí atrás?
—¡Claro que no! ¡Pensé que me conocías mejor!
—Y así era —dijo Darragh suavemente—, pero sigues sorprendiéndome.
—Es diferente porque… porque… no puedo decirte. Pero lo es.
—Ajá —dijo Darragh. Permanecimos sentados en silencio durante un rato. El frío parecía atacar por todos lados. Las únicas partes de mi cuerpo que al menos estaban medio cálidas eran mis manos; las tenía frente al fuego—. El resto del cuerpo estaba aterido, por no hablar del daño que me había causado la cabalgata. Pensé, vagamente, en cómo haría para volver a subirme al lomo del caballo antes del amanecer y hacer todo el recorrido otra vez.
Darragh se sentó con las manos alrededor de sus rodillas, mirándome entre las llamas. Estaba solemne, sin sonreír en absoluto.
—No me has convencido —dijo.
—¿Convencido de que?
—De que estás bien. Que no necesitas que te vigilen de vez en cuando. No lo creo ni por un instante. Tus palabras me dan una historia y tus ojos me cuentan otra. Venga, ya. Puedes hablar conmigo. No hay secretos entre nosotros, entre tú y yo. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?
—Nada. —Mi voz tembló, a pesar de mis mejores esfuerzos—. Nada. —Sólo estoy diciéndote que te vayas y que nunca regreses aquí.
—¿Y qué harás, una vez que me haya ido?
Ponerme el amuleto y terminar el trabajo de mi abuela, para poder mantenerte a salvo.
—Regresar a Glencarnagh y estar en mi habitación antes de que sepan que me he ido —le dije—. Continuar con mi vida. Eso no es asunto tuyo.
—Tengo otra sugerencia —aventuró Darragh.
No dije nada.
—Esperamos hasta el amanecer y, entonces, te pongo encima de Aoife y ambos vamos a casa a Kerry. Eso es lo que haremos.
La simple mención de esto me dejó sin habla y, por un momento, fui incapaz de responder. La nostalgia me embargó. Si tan sólo pudiera decir que sí. Si tan sólo pudiera ir a casa, de regreso a Honeycomb y a mi padre, de regreso al tiempo en el que todo tenía sentido y en el que lo peor de mi vida era tener que esperar hasta que pasara el invierno para que la gente de Dan Walker regresara a la casa. Pero no podía ir. Si no me ponía el amuleto de mi abuela al amanecer, ella aparecería a mi lado, enfadada y en busca de respuestas. Y una vez que lo tuviera puesto, ella podía verme, cuando ella quisiera. Regresar a Kerry significaba la muerte para mi padre y para Darragh. No trabajar por la voluntad de mi abuela era el fin para todos nosotros.
—No puedo —dije—. Además, ¿qué pasará con O’Flaherty y sus caballos? ¿No tienes un trabajo al que regresar? ¿Y qué hay de Orla?
Darragh lanzó un palito al fuego.
—Olvídate de O’Flaherty dijo. No te compliques con eso. Estoy ofreciéndome a llevarte a casa. Estás cansada, estás asustada, no sabes con certeza qué camino tomar. No creo que a tu padre le gustara verte así.
Me obligué a mí misma a hablar.
—No puedo regresar. —Mi voz era tan gélida como el frío que me entumecía el corazón y me congelaba las lágrimas sin derramar—. Debes irte. Tú y Aoife. Yo debo quedarme aquí. Sé lo que estoy haciendo, Darragh.
Entonces no dijo nada durante un largo rato y, mientras el silencio se extendía, comencé a bostezar y empegaron a cerrárseme los párpados, a pesar del frío, y pensé débilmente que había pasado mucho tiempo desde que había dormido. Pero no podía permitirme quedarme dormida. Todavía tenía que cabalgar de regreso a Glencarnagh, todavía tenía que…
—Aquí —dijo Darragh. Había encontrado otra manta, que no era mucho más que una tira de arpillera, quizás usada para mantener la temperatura de Aoife, ya que olía intensamente a caballo—. Mejor descansa un poco. Estás muerta de cansancio. Ven, recuéstate y te taparé.
—No puedo protesté en medio de mis bostezos convulsivos. —Te he dicho… de regreso al amanecer… camino largo…
—Aoife es rápida —dijo Darragh—. Te llevaremos de regreso con tiempo de sobra. Yo te despertaré.
—No… no entiendes…
—Sí, entiendo, Fainne.
—Pero… —La manta me hacía sentir bien, demasiado bien. Apoyé la cabeza y se me cerraron los ojos tan pronto como hube terminado de murmurar mi propuesta.
—Ahora calla —dijo Darragh. Yo te cuidare. Descansa.
El sueño me arrolló como una gran ola, repentino e imparable. Una o dos veces me desperté un poco, consciente del frío del invierno que perforaba la manta y la capa y el vestido como el tacto de un espíritu con sus dedos congelados; consciente de que estaba temblando y estremeciéndome otra vez; a pesar de las brasas todavía ardientes y mis esfuerzos por acurrucarme tan apretadamente como me era posible. Y entonces, de repente, me sentí reconfortada, maravillosamente cálida y estaba segura y bien y en algún lugar en el fondo de mi mente, el sol brillaba sobre la resplandeciente agua de la cala y era verano. Después me agité otra vez, a sabiendas de que estaba pasando la noche, pero sin querer despertarme del todo, no fuera que esta visión se perdiera para siempre. Había un brazo a mi alrededor, sosteniendo la capa sobre mí, y la misma vieja manta nos cubría a los dos. Darragh yacía detrás de mí, con el cuerpo acurrucado contra el mío, la calidez de su cuerpo era parte de mí, su respiración lenta, pacífica, contra mi pelo. Me mantuve quieta. No me permitía volver a la plena conciencia. Pensé, si todo terminara ahora, no me importaría lo más mínimo. Que se termine ahora, así nunca necesitaré despertar. Y me volví a dormir.
—Curly.
Me abracé a la manta que tenía alrededor y apreté para cerrar los ojos.
—Fainne. Despierta, cariño.
Me puse la manta sobre la cara.
—Fainne. Vamos, ahora.
Parpadeé y me estire y lancé un gruñido. Me senté con un poco de dificultad. Todavía estaba oscuro. A través del fuego, Darragh se estaba moviendo y podía ver a Aoife con sus alforjas y la manta doblada sobre el lomo. La yegua gris permanecía a su lado tranquilamente. La luminosidad se desvanecía de mi mente como si nunca hubiera existido.
Intenté ponerme en pie. No fue fácil. La cabalgata me había afectado más de lo que pensaba.
—Darragh.
—¿Mmm?
—Lo que he dicho iba en serio. Regresa a casa de O’Flaherty. Yo cabalgaré a Glencarnagh sola.
—Ajá.
—¡Deja de decir eso! —Mi voz estaba tan débil y temblorosa como la de un chiquillo llorando. ¿Qué estaba pasándome?—. No puedes venir. Iré sola.
—Veamos cómo caminas por aquí, entonces.
—¡Eso no es justo! —Di un paso y el dolor me sajó la espalda—. Puedo ir, iré.
—Siéntate, Fainne. Si insistes en regresar, Aoife y yo te llevaremos. Te lo he dicho.
—¿Por qué no me escuchas? —protesté, hundiéndome con torpeza en el suelo otra vez, con las piernas debilitadas al punto de no poder sostenerme—. No puedes venir. No pueden verte conmigo. No en Glencarnagh. Ni en ningún otro lado.
—¿Te avergüenza, eso es, que te vean en compañía de un nómada? —Estaba de espaldas a mí, frente a la yegua.
—¡Por supuesto que no!
—Puede que seas lo suficientemente estúpida como para intentar cabalgar. Podría dejarte, porque estoy cansado de luchar contigo. Pero no puedes conducir esta yegua todo el camino a Glencarnagh. Es vieja e hizo un largo camino para ti anoche. No está en condiciones de llevarte de regreso, no en la oscuridad. Yo te llevaré. No te preocupes, no te avergonzare mostrando mi rostro ante el gran hombre. No querría arruinar tus posibilidades con él, ¿verdad?
No dije nada. ¿Qué sentido tendría? Haría lo que debía hacer y a cada momento agradecería a la deidad que él estuviera lejos en el oeste y no pudiera verme. Todos los días agradecería que se me hubiera garantizado la posibilidad de enviarlo lejos, a salvo de los ojos de mi abuela. Pero ahora necesitaba su ayuda para regresar a Glencarnagh. Tendría que aceptarlo, sólo esta vez.
—Bueno, ahora —dijo amablemente después de un momento—, mejor vamos saliendo.
—Lo siento —dije en una voz apenas audible.
—¿Por qué?
—Siento haber hecho ir tan lejos a la yegua en la oscuridad, en el frío. Siento haberla extenuado. No pensé. Todo lo que pensaba era…
—No te compliques con eso —dijo Darragh—. Sólo está un poco cansada, pero nada que un descanso y un establo cálido no puedan curar. No está acostumbrada a tanta emoción, pobre viejita mía. Pero es una criatura sana. No te preocupes por ella. Volverá con facilidad, siguiendo los pasos de Aoife. Me parece a mí que ya tienes suficientes problemas como para preocuparte por esto.
Después me levantó y me puso sobre el lomo de Aoife, después se subió detrás de mí y nos pusimos en marcha en la noche.
Era una cabalgata extraña: en silencio la mayoría del tiempo, y más rápido que mi viaje hasta aquí, aparentemente con poca necesidad de direcciones. A su paso, la yegua gris nos seguía, un poco más atrás. En un momento dado Darragh dijo:
—Hay un búho allí. Siguiéndonos o guiándonos. ¿Lo ves? Me recuerda al cuervo que siempre estaba cerca de tu padre, dondequiera que fuera. Como un guardián.
Asentí en la oscuridad.
—Uno parecido —dije.
—Ya veo. ¿Fainne?
—¿Mmm? —Me negaba a dejar que mi mente fuera más allá del momento; más allá del ritmo firme del poni y del reflejo blanco de su piel bajo la luna y Darragh sentado detrás de mí con su brazo alrededor de mi cintura y su propia calidez subiendo por mi cuerpo, fundiendo el frío de mi corazón. Me sentía a salvo. Pensé, tontamente, que retendría esto tanto tiempo como pudiera; porque ésta sería la última vez.
—Sé que no vendrás conmigo. Sé que no volverás a Kerry. Me has dicho que no soy bienvenido aquí. Pero…
—¿Pero qué?
—Desearía que considerases el consejo de un viejo amigo. Desearía, al menos, que no permanecieras en Glencarnagh. Estarías más segura en Sieteaguas. Hay buena gente allí. Tu tío es un buen hombre. Mi padre tiene un gran respeto por él y por toda la familia. Y… y deberías tomarte tu tiempo antes de tomar decisiones. Todavía eres joven. Tienes todo el tiempo del mundo.
Ah, no. No lo tengo. Tengo hasta el verano. No más de eso. Mi destino está limitado a dos estaciones. Pero puedo comprar un período más largo para ti.
—¿Has terminado? —le pregunté.
Él no respondió.
—No hace mucho tiempo, me aconsejabas que buscara un marido y que criara una prole de niños, creo recordar —le dije—. Ahora me dices que espere. ¿Cuál es la que vale?
—No te burles de mí, Fainne. Si debes casarte, al menos elige a un hombre bueno.
Me quedé en silencio. De alguna manera, tenía una habilidad para decir las cosas más simples y hacerme feliz o desgraciada al instante. Continuamos nuestro camino y me pareció que podía ver la ligera iluminación del cielo, como si el amanecer no estuviera muy lejos, el frío comenzó a penetrar otra vez en mi espíritu, como si el mejor amigo y el más verdadero del mundo no tuviera el poder de aplacar sus dedos gélidos.
—Darragh —dije tranquilamente, e incluso para mí, mi propia voz sonó extraña, como si estuviera luchando para contener las lágrimas. Pero tenía los ojos secos. Era la hija de un hechicero y era fuerte. No lloraría.
—¿Sí?
—Si supieras las cosas que he hecho, no querrías ser mi amigo. Si supieras, comprenderías por qué te pido que te alejes de mí. Cosas terribles. Cosas espantosas acerca de las que no soporto hablar.
—¿Por qué no me lo cuentas y dejas que yo juzgue?
Un ruido sordo de alarma sonó en mi corazón.
—No puedo. No puedo contártelo.
—Podría adivinar.
—No, no podrías. Nadie podría adivinar. Está… está más allá de la imaginación de la gente ordinaria. Sólo créeme, es mejor para ti mantenerte alejado de mí. Por favor, créelo.
Aoife se movía firmemente hacia delante y ahora había un gris distinto en el cielo, un cambio en el patrón de las sombras a nuestro alrededor.
—Podría adivinar —dijo Darragh otra vez. Su mano estaba relajada en los estribos, con el brazo alrededor de mí, seguro y firme—. Hubo un fuego. La tía me dijo. Un hombre murió y otro resultó herido. Un niño salió lastimado. Extraño accidente. Siempre has sido buena haciendo fuegos.
No dije nada.
—Tienes razón. Fue terrible que pasara una cosa así. Podrías persuadirme, sin mucho problema, de que has tenido algo que ver con eso. Nunca me convencerás de que has hecho una cosa semejante a propósito. Herir al inocente, tomar la vida de un hombre sagrado. Nunca creeré eso.
—Hay más —susurré.
Darragh esperó.
—La niña, en la cala. La pescadora, aquella que desapareció. ¿Lo recuerdas?
Él permanecía en silencio.
Cada palabra era una prueba. Me esforcé para que salieran una por una, con el corazón latiéndome con fuerza.
—Yo… yo usé el arte, Darragh. Lo usé erróneamente. La hice cambiar y murió. Algo salió mal y ella murió. Nunca se lo he dicho a nadie hasta ahora. Después de esto, seguro que no puedes ser mi amigo.
Y ahora se iría, contento. Me despreciaría y me dejaría y no tendría que preocuparme más, porque él estaría a salvo. Demasiado malo que duela, demasiado malo si se siente como un cuchillo en el corazón moviéndose y removiéndose. Nunca sufriría lo suficiente para enmendar las cosas que había hecho y las cosas que todavía debía llevar a cabo.
—Era una buena muchacha —dijo Darragh con tranquilidad. Bajamos por una pendiente suave, y entre viejos olmos y, bajo la luz del amanecer, en la distancia, estaba la casa baja y larga de Glencarnagh; y allí, no muy lejos, había dos guardias con túnicas verdes y armas en sus cinturones. Aoife se detuvo.
—Ahora, debes irte —dije entre dientes—. Déjame aquí, yo llegare sola hasta la casa. Has llegado demasiado lejos.
Detrás de mí. Darragh no se movía.
—Darragh —susurré con irritación. El cielo estaba aclarándose más todavía. Debía estar adentro de regreso, con el amuleto alrededor del cuello, antes del día. Eso era lo que le había prometido a la abuela. Y Darragh debía irse antes de que lo vieran. Temía la ira de Eamonn.
Al final, Darragh se volvió, deslizándose del lomo del poni, ayudándome a bajar. Tenía las piernas débiles y él me sostenía por los brazos, frunciendo el ceño cuando escudriñaba mi rostro con la pálida luz previa al amanecer.
—Quizá vaya hasta Kerry yo mismo y busque a tu padre —murmuró—. Quizás eso es lo que haré.
—¡No! —dije en un grito ahogado—. ¡No! ¡No lo hagas! ¡Sólo vete y déjame! ¿Cuán claro he de decirlo para que lo entiendas?
—Necesitas que cuiden de ti. Eso es lo que siempre he dicho y no ha cambiado. Estás metida en algo que es demasiado grande para ti. Eso no está bien, Fainne.
Respiré hondo.
—No seas estúpido —dije e hice que mi voz sonara lo más fría que pude—. Esto es bastante simple. Quiero olvidarte. Quiero limpiar todos los rastros de ti de mi mente. Desearía que te fueras lejos y no volver a verte nunca más. Créelo. Es la verdad.
Darragh palideció y alejó las manos de donde me sostenía. Me di cuenta de que podía permanecer de pie sin ayuda. Su mirada seguía fija en mi rostro. Sus ojos marrones, mirando los míos, estaban buscando profundamente.
—Dame la mano —dijo.
Abrí la boca para discutir pero, en cambio, me vi extendiendo la mano y poniéndola en la suya. Ambos bajamos la mirada.
—No te creo —dijo Darragh, mientras sus dedos tocaban el círculo de pastos tejidos que llevaba en mi dedo meñique; el pequeño recuerdo que habían tocado mis dedos, por casualidad, en el rincón más secreto de mi arcón de madera, cuando había pensado en desafiar a mi abuela y había fracasado. Esto que ella no había visto y que nunca vería, estaría seguro en el arcón antes de que el amuleto volviera a mi cuello. Éste era un símbolo de inocencia; y yo ya no podía llevarlo más. Sin embargo, esta noche había aparecido en mi dedo para probar que no había olvidado.
—No te creo —repitió, y me soltó la mano—. Ahora, es casi el amanecer y sería mejor que entraras. ¿No te verán esos guardias?
Sacudí la cabeza.
—Hay formas de conseguirlo.
Él frunció el ceño.
—Esto no me gusta nada. Fainne. Detesto la idea de tener que dejarte aquí.
No le respondí. Nos miramos por un instante, entonces me aparté.
—De acuerdo, entonces —dijo con dulzura, y su mano se movió para liberar mi cara de un mechón rebelde. Sus dedos se detuvieron sobre mi sien, luego se apartaron—. Hasta luego, Curly. Mantente apartada de los problemas hasta que…
—¡No! —exclamé—. ¡No lo digas! ¡No puedes volver! Nunca, ¿comprendes? ¡Nunca!
Le di la espalda y huí bajo la sombra de los olmos con toda la velocidad que me permitía mi cuerpo magullado, volviendo a utilizar el hechizo para que los guardias no vieran otra cosa que un reflejo de la luz del alba, un movimiento imperceptible en el claroscuro de los matojos y la hierba alta. No me volví, ni siquiera una vez. Superé a la carrera el seto y atravesé el jardín, luego traspasé la puerta de la cocina y recorrí el pasillo hasta llegar a mi habitación, donde el fuego ya se había apagado y la vela reducido a un montón grumoso de cera. El aire era frío y cortante, pero no tanto como el hielo mortal que me llenaba el corazón.
Me quité el anillo del dedo y lo metí en el fondo del baúl, bajo el chal de seda. No lo llevaría nunca, nunca. Luego saqué el amuleto de mi abuela, el triángulo de bronce caprichosamente trabajado, y me puse en busca de un cordón o de una cinta, de cualquier hilo que me permitiera llevarlo al cuello, porque quería evitar el riesgo de que ella volviera mientras Darragh todavía estaba de viaje dentro de los confines de Glencarnagh. Una vez puesto el amuleto, ella estaría segura de tenerme bajo control. Tenía que respetar su voluntad, y mis seres queridos estarían seguros.
Recordé algo. Un cordoncillo, de forma algo extraña, que estaba en el cuello de Riona, mi muñeca. Se lo había quitado para conservarlo, junto a la piedra blanca que llevaba enhebrada. ¿Dónde lo había metido? Creía recordar que lo había guardado en el bolsillo de un vestido. El vestido de color rojo. Lo tenía allí conmigo, en el baúl. En efecto, allí estaba, una robusta cinta hecha de fibras entrelazadas, tan resistente que parecía indestructible, con los extremos rematados en cuero. Entonces me había costado desatarla. Ahora, curiosamente, el nudo se deshizo con facilidad. Me parecía que aquel objeto, que una vez había pertenecido a mi madre, no estaba destinado a llevar un colgante tan cargado de peligro. Repuse la piedra blanca en el baúl y metí el triángulo de bronce por el cordón. Mientras me lo colgaba al cuello me descubrí murmurando: Lo siento. Lo siento mucho. Ahora el amuleto parecía más ligero, como si la cuerda que lo sostenía fuera mucho más fuerte que la que se había deshilachado y luego roto bajo aquel peso enfermizo. Quizá también en los momentos más oscuros el espíritu de mi madre velaba sobre mí. Me estremecí. Mejor que no viera; mejor que no supiera que había vuelto a ser el instrumento de mí abuela. Porque me pareció que desde aquel momento en adelante mis pasos seguirían las huellas de la bruja, y mi suerte discurriría por un camino igual al suyo.