Todo lo que yo sabía de caballos lo aprendí de Darragh. Pero no siempre había escuchado sus historias tan atentamente como podría haberlo hecho, por eso ahora no sabía demasiado. La pequeña yegua que me llevó sana y salva a la casa de Eamonn era muy vieja, pero todavía tan firme como una roca. Yo supe que era vieja porque Eilis me lo dijo. Podía deducirlo por los dientes, dijo ella. El caballo era gris-plata, y de ojos gentiles, y como Aoife, parecía saber adónde iba sin que se lo dijera. No tembló ni se alejó de mí como las otras criaturas que mi tío tenía en el establo. Por supuesto, ahora que me había deshecho del Sortilegio cualquier animal habría estado más listo para confiar en mí. Pero pensé que era más que eso. Esta yegua parecía de alguna forma diferente, especial.
—¿Dónde la conseguiste? —le pregunté a Eamonn al inicio del viaje, preguntándome si un gran lord y dueño de grandes tierras iría a una feria de caballos, o enviaría a un hombre para hacer el regateo por él, o directamente dejaría de lado tales eventos banales y simplemente criaría su propio ganado fino.
—Fue abandonada, hace mucho. —Eamonn montaba junto a mí, como para asegurarse de que yo no me desviaba del camino. Tal vez dudaba de mi habilidad para manejar siquiera una criatura tan bien entrenada como ésta—. Por una dama. Es una bestia de excelente calidad, y notablemente sana a pesar de sus años. No ha sido muy usada.
—¿Es que no ha habido ninguna dama que la monte, hasta ahora? —aventuré.
Me miró por un momento.
—Así es. Durante muchos años no ha habido señora en Glencarnagh. Y desde que Aisling se casó con tu tío, mi otra propiedad en Sídhe Dubh ha sido un lugar para hombres. Ha pasado ya un largo tiempo.
—¿Por qué no devolviste el caballo a su olvidadiza dueña? —le pregunté.
Pensé que no contestaría. Apretó los labios, y los ojos marrones se volvieron fríos. Otra vez yo me había metido torpemente en territorio prohibido.
—No hubo oportunidad de hacerlo —dijo finalmente—, ella nunca volvió.
No lo presioné más. Tenía la misma expresión que había aparecido cuando yo mencioné el nombre de Ludan. Me pregunte si el caballo habría sido de ella.
Glencarnagh era un lugar bonito, Yo no había prestado mucha atención cuando acampé aquí antes con la gente de Dan Walker, excepto que la casa era sólida y fina, y cuidada de forma extremadamente eficiente. Entonces, mi cabeza había estado llena de pensamientos sobre Sieteaguas y lo que podría encontrar allí. Ahora, tenía tiempo de observar y escuchar.
La casa había sido bien acondicionada para una familia. La propia madre de Eamonn había crecido aquí, hasta que se casó con su padre y se fue a Sídhe Dubh. Más tarde, había habido una novia en la casa, una joven esposa tomada por el abuelo de Eamonn, Seamus, cuando era anciano. Hubo un niño: Pero al parecer no había vivido para ver su séptimo año, y el anciano nunca se había recuperado del todo de esa tristeza. Cuando Seamus murió, su esposa volvió con su propia gente. Ahora, tanto Glencarnagh como Sídhe Dubh pertenecían al mismo Eamonn: un hombre de mediana edad sin esposa ni herederos, y aparentemente sin ninguna intención de adquirir ninguno de los dos. Eso era extraño. Hasta yo sabía lo suficiente para darme cuenta de que la muerte de aquel hombre, siempre posible en el andar de las cosas, llevaría a un tiempo de tremenda inestabilidad y un gran riesgo para su vecino, Sean de Sieteaguas, cuyas propias tierras casi circundaban las de Eamonn. Habría jefes y reyezuelos de todo el Ulster alegando que tenían algún parentesco y compitiendo por el túath. En medio de la preparación para la gran batalla por las islas, eso sería lo último que necesitaban. Aparte de eso, ¿qué pensar del mismo Eamonn? ¿No le importaba no tener un hijo que heredara sus vastas propiedades, sus dos casas finas, su armada personal de guerreros, sus dehesas y sus muchas otras empresas?
Había una oportunidad allí que podía ser aprovechada, un secreto que la abuela querría que yo descubriera, de eso estaba segura. Ese secreto todavía hacía que la cara de Eamonn se contrajera y que sus ojos se oscurecieran cuando el nombre de mi tía era mentado, incluso después de estos largos años. El sentido común me decía que si mi abuela quería que esta gente fuera derrotada, no sería gracias a números mayores de gente o estrategias militares, ni siquiera a través de una demostración espectacular de poder mágico, incluso suponiendo que yo tuviera la capacidad de hacer tal cosa. La derrota sólo vendría de ellos mismos, a través de la división de un aliado y el otro, del hermano y la hermana. Lo sabía por la manera en que mi abuela había jugado con mi amor por mi padre, y cómo lo había usado para atraparme. Las armas más fuertes eran aquellas del corazón: el odio, el dolor, el miedo. El amor, también. Eso es lo que podía ser usado de la manera más cruel. La abuela había entendido eso. ¿No había ella misma actuado por un deseo de vengarse de aquellos que habían lastimado a nuestra raza? Su odio era una fuerza más poderosa que ninguna armada. Había parecido tan fácil para ella ordenarme, hacerme hacer cosas malas incluso cuando yo no deseaba hacerlas. Nunca hubiera lastimado a Maeve, jamás; la niña era inocente, apenas había comenzado su vida. Yo nunca hubiera hecho eso. Pero lo había hecho, con un chasquido de los dedos y la recitación de un encantamiento, como si no tuviera más importancia que encender un pequeño luego en un campamento para calentar agua. Y ahora, incluso ruando temblaba ente la posibilidad de completar la tarea de mi abuela, se me ocurrió que si yo fallaba y no progresaba como ella deseaba, había otros a los que yo pudiera dañar. ¿Quién sería el próximo? ¿La locuela y observadora Sibeal con sus ojos profundos, la volátil Deirdre, quién tenía tantos humores como un día de otoño? ¿La práctica y perspicaz Clodagh o la bebé de mi tía Aisling, la pequeña Eilis? Todas se habían vuelto muy queridas para mí a pesar de mis mejores esfuerzos de mantenerme aparte; tan queridas como hermanas. ¿No las pondría a todas en riesgo si no me mantenía en el plan de mí abuela?
Sabía lo que ella me haría hacer aquí en Glencarnagh. Ella misma lo habría manejado de forma experta. Casi podía verla en su guisa de rulos color caoba y su figura dulcemente curvada, una sonrisa inocente y ojos amplios y alegres, siempre quedándose fuera del alcance, para que él cayera torpemente fuera de la vía de la seguridad en su persecución desesperada. Yo sabía cómo hacer eso. Ella me lo había mostrado en detalle. Pero no lo haría, no si había cualquier otra manera. Había algo terrible y vulgar en tratar de conseguir una meta por tales medios, más allá de lo importante que fuera la meta. Era una rama del arte que yo verdaderamente preferiría no tocar de ninguna manera. Esperaría un poco: encontraría una manera distinta. Y así, por ahora, me acomodé en Glencarnagh con la gratitud simple del prisionero a quien inesperadamente se lo deja en libertad, y miré a las niñas que jugaban a la pelota sobre el césped, y se perseguían la una a la otra por el laberinto, y cocían nueces en el fuego, cómoda en una habitación junto a la luz de las vetas, y sentí que el frío en mi espíritu mejoraba apenas un poco.
Había esperado seguir como antes: compañera de las niñas durante el día, guardia durante la noche, tal vez incluida en las conversaciones para adultos de vez en cuando si ocurría que eso le apetecía a mi anfitrión. No tenía talento para la música; yo no podía entretener. Poco podía uno recitar la tradición popular de los druidas en compañía de otros después de la cena. Estos talentos que yo sí poseía no eran para compartir. Tenía la esperanza de tener un poco de tiempo para mí misma, para ordenar mis pensamientos. No quería pensar más allá de eso.
Pero Eamonn tenía, otro propósito, y lo aclaró tan pronto como llegamos a Glencarnagh. Las niñas estaban exhaustas por el viaje y se fueron a la cama temprano. Yo cambien planeaba irme a descansar, puesto que tenía una confortable habitación toda para mí, y anhelaba la soledad y la tranquilidad. Últimamente, desde el incendio, incluso mis noches habían sido pocas veces pasadas en soledad, dado que era común que una niña o la otra entrara en puntillas despertada por una pesadilla y en búsqueda de compañía para mantener lejos la oscuridad. Que vinieran a mí me pareció en efecto irónico, y no ayudó a mejorar mi opinión de mí misma. Pero allí, las niñas habían sido instaladas en una cómoda habitación para cuatro, con su propia criada, y, dijo Eamonn cuando los dos estábamos frente al fuego esa velada, yo sería capaz de dormir sin ser molestada. El vestíbulo de Glencarnagh era mucho más pequeño que el gran espacio en Sieteaguas, y el calor del fuego se desparramaba hacia todos los rincones. Los muebles estaban tan lustrados que uno podía verse la cara en ellos, y los espaldares de las sillas estaban muy hábilmente esculpidos, con pocas criaturas y diseños de pergaminos. Tomé a sorbos el vino suave que me habían servido en un cáliz y asentí sin hablar.
—He visto cómo mi hermana se sirve de ti en Sieteaguas —dijo Eamonn con tono monótono—. Tus orígenes pueden ser oscuros, pero tú eres la sobrina de su esposo, a pesar de todo, y deberías ser tratada de esa forma. Usarte como un sirviente útil no es nada apropiado. Aquí, eres mi huésped.
—Yo… —Sus palabras me habían cogido por sorpresa. Me di cuenta, para mi propio asombro, de que había llegado a aceptar las tareas que mi tía me daba con presteza. Más aún, casi las disfrutaba—. La tía Aisling siempre ha sido muy amable. Las niñas no son un problema. Pero te agradezco tu cortesía. Espero con ansias un poco de tranquilidad, algo de tiempo para mí misma.
—Debo confesar —dijo Eamonn con cautela—, que no es exactamente lo que yo tenía planeado. Aunque seguramente tendrás soledad y paz aquí, si eso es lo que deseas. Mis razones no son del todo desinteresadas. Me imagino que estarás al tanto de eso.
Lo mire por un momento y volví mi mirada hacia mi copa de vino. ¿Quería decir eso lo que yo pensaba que quería decir? Seguramente no.
—Tenía la esperanza —prosiguió—, de que podríamos pasar algo de tiempo juntos. Tengo asuntos del estado que resolver, por supuesto, y las niñas parecen apreciar tu compañía. Aun así, están las tardes. Si el tiempo despejado se mantiene, podemos montar juntos. Hay buenas tierras aquí: campos de pastoreo, valles frondosos, una cascada. Me gustaría mostrártelo.
—¿Montar? —pregunté—. Ése no es ni por asomo mi punto fuerte.
—Lo hiciste bastante bien de camino aquí, Fainne. Eres rápida para aprender, pienso.
Sonreí.
—Eso dicen de mí.
Ahora me estaba mirando muy directamente, y había un brillo en su mirada que mi abuela habría reconocido bien.
—Soy un buen maestro —dijo suavemente—. Lo descubrirás cuando me conozcas mejor.
Sentí un rubor ardiente subir a mis mejillas.
—No tengo la menor duda —murmuré.
Realmente, el si se refería a eso. Casi no podía creerlo, puesto que no había empleado ninguno de los pequeños trucos que la abuela me había enseñado, no desde que montamos alejándonos de Sieteaguas. No le había ofrecido ningún estimulo, en absoluto. Sin embargo, lo que él quería decir parecía claro. Esto era tanto extraño como preocupante. Tan pronto como fue posible dentro de los límites de los buenos modales, alegué cansancio y me retiré a la solitaria seguridad de mi habitación.
El tiempo se mantuvo bueno, aunque frío. Mis primas exploraron la extensa parte interior de la casa, con sus paredes de piedra sólida y su techo tejado astutamente, investigaron el establo y el granero, ayudaron a alimentar a las gallinas, y aceptaron pequeños regalos de los habitantes de los bien equipados establos de Eamonn. Eilis estaba cultivando la amistad de un caballo negro de largas patas que la hacía parecer una verdadera enana. Pude ver que tenía la esperanza de montar con esta criatura desafiante tan pronto como pudiera convencer a su tío de que le diera permiso. Yo envidiaba su confianza. Clodagh descubría el camino a través del laberinto, y se lo mostraba a las otras con un cierto aire de superioridad. Deirdre se cayó en el estanque cuando estaba persiguiendo una pelota, y hubo que hacer limpiar toda su ropa y dejarla secando delante del fuego. Se mantuvieron bien ocupadas, y las sonrisas regresaron a sus caras angustiadas. Sibeal permanecía callada. Había traído su pequeño bloc de Sieteaguas, y mientras sus hermanas se perseguían por los caminos, o jugaban con su pelota, o le daban zanahorias a los caballos, ella se quedaba haciendo letras cuidadosamente en la superficie acerada con su pequeño estilete. Era a mí a quien ella traía su trabajo para ser corregido, un hecho que no pasó inadvertido.
—¿Tienes alguna habilidad para escribir, entonces? —Eamonn me preguntó cuando estábamos sentados en la entrada después de la cena. Había habido otras visitas antes de la comida: su juez, su agente, su maestro de armas, y varios otros hombres de la casa, con una o dos esposas también. Pero Eamonn, al parecer, no comía en compañía. Éste no era un lugar como Sieteaguas, donde todos nos sentábamos juntos mientras cenábamos, y la charla era vigorosa y salpicada con risas; donde las niñas se reunían con sus padres a la mesa, y la gente de trabajo compartía los frutos de sus labores con el jefe y la señora. Aquí, un pequeño grupo de asesores de confianza se juntaban para discutir sobre varias materias: disputas de tierras, el comercio de ganado, un problema en la armería, el envío de hombres para recolectar bienes de un barco que había llegado a algún lugar. Las mujeres contribuían poco, pero yo podía ver que estaba siendo observada con gran interés. Era charla de hombres. Yo escuchaba cuidadosamente, pero no entendía mucho de ella. Era bastante extraño haber sido incluida en este grupo. Mi presencia provocó que algunas cejas se levantaran al comienzo, incluso hasta un guiño por parte de un hombre, aunque noté que se aseguraban de que Eamonn no viera nada de eso. Entonces, cuando llegaba el momento de servir la comida, ellos se esfumaban como por efecto de una orden tácita, y yo me quedaba sola con Eamonn, sentada privilegiadamente a la mesa cuyo fino roble brillaba como un espejo. Me abstuve de hacer ningún comentario, aunque yo verdaderamente hubiera estado más cómoda cenando con mis primas y la mujer que las servía en sus propias habitaciones, o arrebatando un bocado en una esquina de las cocinas o donde fuere que el resto de la gente de Glencarnagh comía. Pensé en un pez asado sobre un pequeño fuego, con un par de nabos por si acaso. No pertenecía a la compañía de éste hombre, y no entendía qué esperaba él de mí. Usaba los modales de mesa que mi abuela me había enseñado, y hablaba poco, y después de un rato la comida finalizaba y nos íbamos a sentar junto al fuego, con una botella de vino sobre una mesita. Fue entonces cuando él habló acerca de cómo yo ayudaba a Sibeal con sus letras.
—Puedo leer y escribir, sí —dije cautelosamente. Puedo traducir del latín al irlandés, y del irlandés al latín. Puedo escribir una mediauncial aceptable. Las lecciones eran excelentes.
—Debiste de estar bien enseñada, supongo, en una casa de oración; aunque entiendo que una hermana religiosa no puede esperar el mismo nivel de educación que se les ofrece a los hombres jóvenes en tales establecimientos. Claramente, tenían la intención de que continuaras tu futuro entre esas paredes. Y aun así no has salido de allí convertida a la fe cristiana.
—¿Cómo sabes que no lo soy? —inquirí, preguntándome hasta dónde se desarrollaría esta conversación antes de que yo tuviera que mentir.
—Sé que Conor estaba impresionado por tus habilidades y conocimientos, y que trató de meterle en la cabeza a Sean que quizás habría que reclutarte para que te unieras a sus hermanos y hermanas en los nemetones. De alguna forma te has aferrado a las costumbres de tu padre. Me han dicho que él era un druida. Encontré eso interesante.
No contesté. El vino era bueno; calentaba el corazón, y se subía a la cabeza, haciéndote sentir algo mareada. Eamonn parecía ser capaz de ingerir copas y más copas y no mostrar ningún efecto.
—¿Quieres saber lo que pienso? —preguntó.
Yo no dije nada.
Creo que sería un desperdicio de alguna forma.
—¿Qué sería un desperdicio?
—Que tú te convirtieras en una druida. Amas a los niños, eso es bien claro. Pienso que no serias reacia a… a las oportunidades, que una vida más completa podría darte.
Le eché una mirada tan ecuánime como me fue posible, lo cual no fue tan fácil después del vino.
—Uno podría decir que la vida más completa es aquella del espíritu —dije severamente—. El espíritu, y la mente. Fui criada para creer eso.
—Pero no lo crees, ¿verdad, Fainne? —Se acercó un poco, y yo sentí desconfianza súbitamente, me sentí incómoda, como si me estuviera sondeando, oliendo, de la manera en que un predador se fija en su presa. Me asusté de haberle dejado tomar el control tan rápidamente.
—No sé —dije tragando—. Tengo apenas quince años, y mi futuro es incierto. Tendré que tomar decisiones. Supongo que mi tío Sean me guiará.
—Aun así —dijo suavemente, y tendió su mano para levantar la botella de vino de la mesa, rozándome el brazo al pasar, como si fuera por casualidad—, ninguna decisión debe ser tomada ciegamente. Será sabio explorar las opciones, antes de decidir por un camino. ¿No crees?
—Tal vez —dije, mientras deseaba con todas mis fuerzas dejar de temblar, deseaba que mi corazón no latiera con tanta fuerza.
—No hay necesidad de tenerme miedo —dijo Eamonn.
Ni siquiera podía tratar de contestar tal afirmación, así que la ignoré. Mi mano se movió sobre el amuleto, deseando desesperadamente que me llegara alguna inspiración. Respiré hondo. Tal vez la única defensa era el ataque.
—¿Puedo preguntarte algo? —dije.
—Por supuesto.
—Me parece a mí que esta es una casa para una familia. Una casa confortable y agradable; está llena de luminosidad. A las pequeñas les gusta estar aquí; están a salvo, y lo notan.
Eamonn inclinó su cabeza apenas mostrando que aparentemente estaba de acuerdo, pero sus ojos eran desconfiados.
—El dueño de semejante casa debe ser un administrador cauteloso —proseguí—. Está inmaculada y bien cuidada, y mantenida con toda su belleza y comodidad. Es una casa… es una casa cuyo propósito es agradar a una mujer, y proteger a sus niños. Y sin embargo, tú has optado por no tener ninguna de las dos cosas aquí. Eso me parece extraño.
Hubo un silencio, y yo comencé a lamentar mis palabras audaces.
—Lo siento si te he ofendido —agregué.
Eamonn me miró por un momento, y desvió la mirada.
—Ciertamente dices lo que tienes en mente. En cuanto a Glencarnagh, era el bogar de mi abuelo antes de ser mío. Seamus Redbeard, le llamaban. Se casó tarde en su vida, por segunda vez, y mejoró las comodidades aquí para complacer a su joven esposa. Éste siempre fue un buen hogar. Yo no vivo aquí; lo visito de vez en cuando, y tengo gente que lo mantiene para mí. El otro lugar es bastante distinto.
—¿Una fortaleza rodeada de pantanos? Eso es lo que he escuchado.
—Cierto. Puedes pensar que ése es un medio más apropiado para un hombre solitario de mediana edad.
—Aun así, has elegido mantener Glencarnagh como está. El jardín debe ser precioso en la primavera. ¿Por qué te molestarías, si estás tan poco aquí como para verlo?
Otro breve silencio.
—Habría una respuesta fácil a eso. Podría decir que para que tú y mis sobrinas pudieran disfrutarlo, cuando vienen de visita.
—¿Pero?
Hizo una mueca.
—¿Importa por qué? —preguntó—. La esperanza muere, y aun entonces uno se encuentra poniéndose a prueba. Glencarnagh es una concha vacía, Fainne. Un santuario a lo que jamás puede ser. Y no obstante, no puedo obligarme a dejarla ir. Sería… sería como la muerte final de los sueños. Sueños que deberían haber sido enterrados mucho tiempo ha.
Lo miré fijamente.
—Eso es terrible —solté, conmocionada hasta olvidar cualquier miedo que podía, haber sentido. ¿Cómo puedes decir eso?
—Todo lo que siempre quise —dijo suavemente, con la mirada perdida en el vino en su copa—, todo lo que siempre quise era lo que cualquier hombre razonable quiere. Una esposa, un hijo, mi hogar y tierras, la posibilidad de proveer para mi gente y cumplir con mi deber. Nunca me equivoqué ni en un paso, Fainne. Seguí las reglas en cada momento. Y entonces, con un chasquear de dedos, me fue robado, no por un hombre de prestigio superior, lo cual yo podría casi haber entendido, sino por un villano que debería haber muerto en su cuna antes de vivir para ver la luz del día. —Sus dedos se crisparon con tal fuerza alrededor de la copa que sus nudillos estaban blancos—. Fui robado de todo lo que importaba. Robado incluso de la oportunidad de vengarme. Peor todavía, forzado a una alianza profana con una criatura cuyo nombre mismo desprecio. Y sin embargo, mantengo esta casa luminosa y fresca, como si la primavera caminara por sus salas, cuando las nieves de mediados del invierno forman una cubierta sobre los campos afuera. Como si, incluso ahora, hubiera una posibilidad de que ella pudiera volver.
Me había dejado muda. Me quedé callada, esperando a que los latidos de mi corazón redujeran su ritmo, pensando que había estado equivocada en más de una cosa. Pensando que, después de todo, los truquillos de mi abuela no serían de ninguna ayuda aquí, puesto que este hombre no había querido más que a una mujer, y ésa era justamente la que no podía tener.
—Hablas… hablas de mi tía Liadan, ¿no? —pregunté finalmente.
—¿Te dijo Sean eso? —inquirió bruscamente.
—No —dije coa tanta calma como pude—. Lo adiviné. Haces que sea bastante evidente, a pesar de todo tu discurso lleno de alusiones. Apenas si toleras oír la mención de su nombre; incluso ahora pareces estar diciéndome que todavía la amas.
—¿Amor? —su tono era amargo—. Una vez pensé, que entendía esa palabra. Ya no. Hay un dar y recibir entre hombres y mujeres. Tal vez eso es todo lo que habrá jamás. No puede haber sido amor lo que la hizo actuar como ella actuó. Más parecido a alguna suerte de deseo perverso, que la llevó a olvidar quien era, y que era lo que había prometido.
—Ha pasado mucho tiempo —aventuré—. Todavía pareces muy enfadado.
Fue en este momento que pareció recordar dónde estaba, y con quién estaba hablando. Lo vi respirar hondo, y hacer que sus rasgos se relajaran apenas un poco.
—Lo siento, Fainne. No puedo creer que te hablara de esa manera. Me olvidé de mí mismo, y sólo puedo pedirte tu perdón. Eres demasiado joven para cargar tamaña estupidez.
Era muy puntilloso con las reglas. Eso es lo que Muirrin había dicho. Le debe de doler darse cuenta de que se había dejado ver de esa manera por una simple muchacha, y una a la cual hacía relativamente poco que conocía. Formulé mi respuesta con cuidado.
—No he sido criada como lo han sido otras niñas. Por favor, no dejes que esto te moleste.
—Hablas desde tu inocencia —replicó, frunciendo el entrecejo—. Esto fue incorrecto por mi parte, indisciplinado e inapropiado.
—No lo creo —dije en voz baja—. Puesto que me parece que ésta es una carga que has llevado solo sin compartirla durante mucho tiempo. ¿Te la llevarías a la tumba?
—¡Fainne! Me escandalizas. Puedo ser un hombre viejo desde tu punto de vista, pero no tengo intención de morirme todavía.
—Sin embargo —dije—, irás a una batalla este verano. Una empresa que conlleva un gran peligro, de alto riesgo. Parece que te importa poco el futuro de tu nombre o de tus propiedades. Tal vez no le temes a la muerte. Con todo, es mejor que libres a tu espíritu de tal odio. La diosa te reclama en el momento en que ella desea, no en el momento que tú eliges para dar el paso a través del borde.
—Eres una muchacha extraña, Fainne —dijo Eamonn, y tomó mi mano en la suya y se la llevó a los labios—. No sé qué pensar de ti.
—Ni yo de ti —dije, retirando mi mano—. No sé qué es lo que quieres de mí.
—Ahora mismo —dijo sin una sonrisa—, creo que es hora de que te retires a tu cama. Llévate una vela del estante de allí, junto a la puerta.
—Yo…
—Es mejor que te vayas, Fainne. No soy buena compañía esta noche.
Así que lo dejé frente al fuego con la botella de vino junto a él, y me pregunté cuántas copas tendría que vaciar, antes de que pudiera sumirse en un olvido breve.
Me situé frente al espejo. Era un magnífico espejo: el bronce pulido devolvía la luz de las llamas de la vela, resplandeciendo con una calidez dorada. Alrededor del borde, el metal estaba finamente decorado con un patrón intrincado, eslabón con eslabón, una cadena triple con un óvalo de esmalte intercalado aquí y allá. Escarlata, dorado como el sol, azul profundo como el océano sin fondo. Era el espejo de un hombre rico. Mi reflejo me miraba de vuelta, su forma suavizada por el tinte sonrosado del metal, una niña de otoño. Me vi a mí misma, y oí las palabras de Eamonn. Soy un buen maestro, él había dicho, y cuando yo reflexioné sobre ello, no había mucha duda acerca de que artes creía que podía compartir conmigo. La muchacha en el espejo no era el tipo de muchacha que llena a un hombre de deseo. Su cabello se rizaba en pequeños bucles, del color de las llamas, rojo fuego. Sus ojos eran del mismo púrpura profundo e intenso de las bayas más maduras. Los labios, severos. Era una boca de ermitaña, adecuada para recitar la tradición popular, o rezar en retiro. Estos no eran labios para besar, o susurrar palabras dulces, o cantar canciones de amor. La piel era pálida, las mejillas sin frescura. Pero mi cuerpo había estado cambiando casi sin que yo lo notara. Estaba desarrollando curvas aquí y allí, de tal manera que la joven torpe y desgarbada ahora entraba y salía en todos los sitios adecuados. El pie torcido todavía estaba allí. Pero no había cura para el legado de una unión prohibida, pensé salvajemente. Pero a pesar de eso, me veía… no del todo desagradable. Le sonreí a mi imagen en el espejo, y el pequeño amuleto que colgaba alrededor de mi cuello centelleó de vuelta, captando la luz de la vela. Mi sonrisa se desvaneció. Era una tontería creer que yo alguna vez podría ser otra cosa que lo que era. La apariencia no significaba nada. ¿Adónde había llevado a mi madre su aspecto? Vendida al mejor postor, y desgraciada el resto de su corta vida. Sin embargo, los comentarios sugerentes de Eamonn y sus miradas furtivas de costado plantaron la semilla de una solución a mi problema; los comienzos de una estrategia para conseguir la meta de mi abuela. La podía oír diciéndomelo. Éste hombre es poderoso. Y es posible corromperlo. Acércate a él, haz que te desee. Úsalo, Fainne.
Pero no podía hacerlo. La posibilidad me hacía sentir enferma. Era un abuso del arte y yo sabía que no podía obligarme a ello. Deslicé mi camisón sobre mi cabeza y me metí en la cama, consciente del espejo que todavía relucía suavemente en el otro extremo de la habitación, a la luz del pequeño fuego en el hogar. Yo no tenía la voluntad necesaria. Mi cuerpo retrocedía ante la posibilidad. ¿Cómo podía hacerlo, cuando las mismas palabras que el hombre había dicho me hacían estremecer? Estaba mal, simplemente. Manipular a un hombre de esa manera, para que resuelle detrás tuyo como un sabueso detrás de una perra en celo, doblarlo bajo tu voluntad hasta que sea capaz de hacer cualquier cosa por ti; eso era perder la última pizca de respeto por mí misma. Pensé que jamás sería capaz de entender a los hombres, y menos aún desear acostarme con uno y hacer todas las cosas que la abuela me había dicho que hombres y mujeres hacían juntos. El pensamiento de por sí me disgustaba. Tenía que haber otra forma. Venir aquí había sido un error.
¿No estás olvidando algo? —dijo la vocecita interior—. ¿Qué hay de tu padre? Toma esta oportunidad Fainne. La alianza pende sobre el filo de un cuchillo. Elige el punto más débil, puesto que ya es verdaderamente frágil. El hombre te habla. Hazlo hablar de nuevo. Y recuerda, es en el dormitorio donde el hombre dice sus pensamientos más secretos. Me tape las orejas, como si eso pudiera silenciarla voz dentro de mí. Me abracé las piernas hasta convertirme en una pelota debajo de las sábanas. Pero no había una Riona que me ayudara a mantener a raya a la voz. No había cómo acallar su mensaje implacable. No necesitaba mirar dentro del espejo para ver la imagen de mi padre, resollando y jadeando tratando de respirar, usando cada vestigio del control que poseía para no llorar de dolor cuando el ataque le apretaba el pecho, robándole el aire vital. Sentí la pequeña y dura forma del amuleto tibio contra mi pecho. Debes ir —repetía la voz, una y otra vez—. Por tu padre. Se lo debes. Hasta el final, Fainne. Hasta el final.
La lluvia volvió, y no se podía salir a cabalgar. Eamonn me enseñó a jugar brandubh, un juego algo más sofisticado que el piedras-de-anillo. Yo estaba feliz con esto. El grado de concentración requerido para anticipar el siguiente movimiento estratégico del oponente significaba que uno no podía mantener una de esas difíciles conversaciones al mismo tiempo. Estar sentados el uno frente al otro, con una pequeña mesa y el tablero de juego entremedio, significaba que no nos tocaríamos. Las piezas de juego estaban talladas de manera maravillosa, el tablero mismo estaba decorado con intrincadas incrustaciones de madera. Comenzamos con partidas de práctica, y cuando vio que ya había entendido las reglas empezamos a jugar seriamente. Nuestro tercer juego propiamente dicho continuó hasta entrada la noche. El resto de la casa estaba en la cama, y nosotros dos seguíamos sentados solos delante del fuego. Eamonn bebía continuamente, como era su costumbre. Yo bebía mi vino a pequeños sorbos, pero tomaba tan poco como podía. Tener la cabeza despejada era indispensable para el juego de mesa que teníamos delante, y también para el más sutil, tácito juego que continuaba entre nosotros en la mirada y el gesto. Antes del amanecer las piezas negras habían derrotado a las blancas, y yo había ganado. Eamonn estaba bastante impresionado.
—Bueno —remarcó con el ceño un poco fruncido, veo que me tendré que cuidar de ti, Fainne.
A través de un gran bostezo. No pude resistir decirle:
—Me dijiste que eras un buen maestro.
—Y tú dijiste que aprendías rápido, eso era verdad. Eres casi demasiado rápida.
—¿Hubieras preferido que te dejara ganarme? —pregunté, alzando las cejas.
—Claro que no —su respuesta fue brusca—. Me sorprendiste, eso es todo. La mente de una mujer generalmente no es capaz de comprender los complejos patrones de este juego y usarlos para su ventaja. La próxima vez me mantendré en guardia. Te subestimé como oponente.
—Y no te gusta perder. —Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas.
Entrecerró los ojos.
—Un día tu franqueza te meterá en problemas —dijo suavemente—. Puede ser sabio contener esa lengua aunque sea un poquito, cuando estés en compañía de otros. Pero no dices más que la verdad. No acepto la derrota fácilmente. Empiezo cualquier empresa esperando ganar.
—¿Y cuan seguido pierdes?
—Hasta ahora, nunca.
—Pero…
—Un hombre que toma lo que es mío puede esperar una retribución similar. Puede olvidar lo que ha hecho. Pero yo no olvido.
—¿Y si tal hombre se convirtiera un aliado? —pregunté—. ¿No te enfrentarías entonces a una opción imposible?
Hubo una pausa. Sus dedos apretaban la copa de vino como si estuviera estrujando el cuello de su enemigo.
—Tal hombre jamás puede ser considerado un aliado —dijo con dureza—. Mejor estaría uno si pusiera su confianza en algún monstruo de otro mundo que en uno como él. Los códigos normales de parentesco y lealtad no se aplican. Mejor sería si tal criatura jamás hubiera nacido.
Su tono sombrío me alarmó. Lamenté haberle preguntado. Levanté mi vela, y él pareció volver a sí mismo.
—Es muy tarde. Casi de día. Te iría bien quedarle en la cama por la mañana, estarás cansada.
—Puede que lo haga. Pero estoy acostumbrada a los días largos y a levantarme temprano. Gracias por el juego. Lo disfruté.
Y lo había hecho. Sentaba bien ejercitar la mente en algo distinto que el desafío imposible que mi abuela me había ordenado. Sentaba bien concentrarme hasta el punto que la imagen de la cara chamuscada de Maeve se atenuaba durante un rato en mi mente. Cuando fuera a casa, quizá podía enseñarle a mi padre… No, mejor no llevar ese pensamiento más lejos. Verdaderamente debo de estar cansada.
—¿Te sientes mareada? —Eamonn preguntó, dando un paso adelante para tomar mi brazo—. Estás pálida, te he mantenido despierta hasta demasiado tarde.
—No es nada. Se me pasará.
—Buenas noches, entonces. O tal vez debería ser buenos días.
Generalmente asentía gravemente o me daba un apretón de manos al despedirse de mí. Esta vez se inclinó hacia mí y me dio un pequeño beso en la mejilla. No había nada en el beso, fue ligero y rápido. Pero yo vi la mirada en sus ojos.
—Buenas noches —dije apresuradamente, y me retiré a mi propia habitación. Yací en la cama bajo mis cubiertas de suave lana y fino lino, tan cansada que debería haberme dormido en el momento en que mi cabeza tocó la almohada, pero fui incapaz de hacer que mi mente dejara de trabajar laboriosamente. Era bastante obvio lo que la abuela me habría hecho hacer ahora. De hecho, se estaba volviendo evidente que la tarea que ella me había encomendado podía no ser tan imposible después de todo, si sólo yo pudiera forzarme a mí misma a hacer lo que debía hacerse con Eamonn. Poro ¿cómo podría llevarlo a cabo? ¿Cómo podría tolerarlo?
Cuando amanecía afuera y el gallo comenzó a cantar de forma extravagante en el jardín, me quedé dormida con mis problemas todavía dando vueltas y enredándose en mi mente.
No dormí demasiado. Había un descanso del tiempo húmedo, y las niñas estaban ansiosas por salir, a pesar del frío glacial que hacía ese día. Habían llegado visitas, y ya estaban encerrados con Eamonn en su sala de consejo. Él también debía de haber dormido poco. Había magníficos caballos que estaban siendo atendidos en los establos, y buenas capas colgadas para que se secaran delante de los fuegos de la cocina. Nadie parecía querer decir quiénes eran los visitantes. Tal vez nadie lo sabía.
Las cinco salimos a pasear, vestidas con pesadas capas con capucha y fuertes botas de invierno. El sol estaba luchando por emerger de entre las nubes todavía repletas de lluvia, y la brisa era cortante, pero las niñas lucían una sonrisa en sus caras. Estaban contentas de estar en el espacio abierto de nuevo.
—Se está bien aquí —observó Deirdre—. Puedes salir a dar mi paseo sin que algún soldado esté todo el tiempo acechando y prohibiéndote el paso.
Eilis estaba saltando sobre charcos. Uno, dos, tres… ¡salta! Uno, dos, tres… ¡salpica! Necesitaría un cambio de ropas cuando volviéramos. A medida que caminábamos bajando un sendero entre árboles, de tejo que habían sido podados cuidadosamente, hacia una pequeña arboleda de avellanos sin hojas, observé que en verdad sí había guardias. No estaban acechando, como Deirdre había dicho, simplemente una discreta presencia a una distancia apropiada. Hombres de verde, bien armados y silenciosos. Se le permitía a uno andar sin rumbo, pero no sin vigilancia. Era por nuestra propia seguridad, supuse. Aun así, me irritaba. Pensé en Kerry, y la manera en que Darragh y yo habíamos trepado por los acantilados como pequeñas cabras salvajes, y correteado una y otra vez en el camino de la marea que avanzaba, y nunca nuestra gente se preguntó si estaríamos a salvo, o cuándo volveríamos a casa. Ellos sabían que estábamos a salvo porque estábamos juntos. El corazón me dolía con el anhelo de volver a ser esa niñita. Pero no había manera de reescribir el pasado; no se podía detener la rueda que giraba.
Deirdre quería trepar a los arboles. Se metió sus faldas bajo el cinturón y de un salto se subió demostrando su impresionante agilidad y también enseñando una pierna de manera poco apropiada para una dama. Inmediatamente Eilis clamaba para que la ayudáramos a subir.
—Bebés —se burló Clodagh mientras levantaba a su hermanita para que alcanzara la rama más baja, pero el brillo en sus ojos revelaba que no estaba dispuesta a ser menos que su hermana gemela, y pronto las tres estaban correteando como ardillas, y balanceándose peligrosamente desde las ramas sin hojas.
Sibeal estaba sentada en una roca de superficie chata, cerca de donde el arroyo hinchado por la lluvia bajaba para formar un estanque pequeño y redondo. Hoy el agua estaba cubierta de espuma, pues la corriente era fuerte incluso en este lugar de reposo transitorio. Sibeal tenía las piernas cruzadas, con sus manos todavía sobre su falda, y su espalda muy derecha. Era una postura de meditación, como la de Conor. Su mirada estaba fija en el agua. Me senté en silencio sobre las rocas a su lado.
Pasó algún tiempo. Los sonidos aumentaban y se atenuaban: las risas y gritos de las otras, el quebrarse de las ramas, los cantos de los pájaros; la voz del agua misma cuando bajaba en cascada hasta la copa de recepción que era el estanque. El sol mostró su cara abruptamente entre las nubes y la luz tocó la superficie del agua, penetrante, deslumbrante en su resplandor puro. La espuma de burbujas se volvió dorada; las rocas mojadas relucieron.
Frente a mí, alguien estaba sentado en cuclillas; alguien del mismo tamaño que mi prima, pero cubierto de plumas. De alguna forma, era posible hablar sin hacer ningún sonido.
Tú de nuevo.
¿Decepcionada? ¿A quién esperabas?
No vine aquí buscando criaturas de Otro inundo.
Ajá. Si la voz de la mente puede expresar incredulidad, esto era lo que la criatura quería mostrar. Y yo no vine porque tú me llamaste, sino porque ella me llamó.
¿Mi… mi prima? ¿Ella te llamó?
Ella abrió el camino, para que yo pudiera cruzar. Lo que ella ve es algo totalmente distinto. Ella mira en el agua. Ella ve lo que será, y lo que puede ser. Yo estoy aquí por ti.
¿Y por qué habrías de buscarme? Yo ya estaba bastante confundida. Lo último que necesitaba era otro diálogo críptico que planteara más preguntas que respuestas.
Estás confusa. Lo intuyo. Has perdido tu camino, si alguna vez tuviste uno. Y no sabes a quién pedirle señas.
No necesito señas. Encuentro mi propio, camino. Mi padre me enseñó a resolver mis propios problemas.
Y lo harás. No dudo de ello. Pero estás desperdiciando tiempo. ¿Y qué tal un pequeño consejo?
¿Un consejo tuyo? No lo creo. Ni siquiera sé quién eres. Qué eres.
La pequeña criatura que parecía un búho erizó sus plumas, perdiendo una o dos de ellas. Las cuales flotaron en el aire ante mí, delicadas, leonados fragmentos como las hojas del último esqueleto de otoño. A mi lado, Sibeal seguía sentada sin moverse, con la vista clara fija en el agua.
Lo que soy —repitió la criatura—. Lo que somos. Échanos una mirada, Fainne. Si no puedes adivinar, con esa cabeza llena de tradición popular druida, tu educación fue un desperdicio.
¿Nosotros?, pregunté, y a medida que la voz de mi mente hablaba, vi sin abrir mis ojos un movimiento en el paisaje, un cambio y un devenir, como si el arroyuelo, los grandes cantos, las grietas de la tierra se arrugaran y movieran para revelar lo que había estado allí todo el rato, si tan sólo uno hubiera sabido cómo mirar. Se reunieron a mi alrededor en un círculo, silenciosos. Ninguno era más alto que un niño medio crecido; cada uno era distinto, cada uno de alguna forma se parecía a alguna criatura conocida, una rana, una ardilla, un cochinillo tal vez, aunque algunos se parecían más a pequeñas plantas o arbustos más que nada; cada uno era sí mismo de manera única. No eran animales y, ciertamente, no eran humanos. Los miré con más atención. Había uno con un solo ojo en el centro de la frente, y otro no tenía más que una pierna, y saltaba valiéndose de una pequeña muleta de madera de abedul. Uno tenía profundas arrugas sobre todo su cuerpo, como una vieja manzana seca; y otro parecía estar cubierto de la cabeza hasta los pies con un moho gris verdoso y afelpado.
Sois… sois, dudé.
Prosigue. La criatura que parecía un búho asentía dándome ánimos. ¿Quienes fueron las primeras gentes en la tierra de Erin?
¿Vosotros?, aventuré.
Hubo un coro de aprobación de risitas, murmullos, ululatos y rugidos.
Somos los Antiguos. Fue la criatura que parecía una piedra mohosa la que había hablado. Su forma era sólida, sin miembros que uno pudiera ver, y sin embargo tenía una suerte de cara: una hendidura por boca, unas manchas de liquen rojo que podían ser ojos. Somos tus ancestros.
¡Qué! —casi dije en voz alta, de tan sorprendida como estaba—. ¿Vosotros? ¿Cómo puede ser eso?
Hubo un murmullo de risas a mi alrededor. Sibeal no se movió.
Tus ancestros y los de tu prima. Pero ella no nos ve. Lo que ella ve es bastante distinto. Pareces impresionada. —La criatura que parecía un búho fijó sus grandes ojos redondos en mi—. Nunca le preguntaste al druida acerca de la historia, ¿no? ¿Qué era lo que temías? La historia cuenta de una unión, hace largo tiempo, entre un hombre de los Gaels y uno de los nuestros. La línea de Sieteaguas surgió de esa unión. Y tú eres una niña de Sieteaguas.
No lo creo —fruncí el ceño—. Yo no fui criada para amar el bosque, como esas gentes. Mi camino es diferente.
Había una criatura que parecía estar hecha de agua; su forma cambiaba y fluía dentro de sí misma mientras yo miraba, y a través de la fluidez cambiante de su forma yo podía ver las rocas y los pastos detrás. Su forma no era distinta de la de un niño pequeño, con hojas de oscura alga de estanque en vez de cabello.
Todos vuelven —Su voz era como el balbuceo de un arroyo sobre guijarros suaves—. Los niños vuelven al bosque. Pero no es suficiente. Ya no lo es.
Tú has vuelto —dijo la criatura-búho—. Puede que quieras negarlo, pero eres una de nosotros.
Eso no tiene sentido. —Están tratando de engañarme. Tratando de hacerme revelar mi propósito aquí—. Soy una niña mortal, eso es todo. Soy parte irlandesa y parte británica. Una mezcla. Estoy tan lejos de vosotros como… como…
¿Como un perro perdido de los patrones misteriosos de las estrellas? ¿No era eso? Ah, ahora te he hecho enojar. Y he demostrado mi punto.
¿Qué punto? ¿Qué quieres decir?
¿Ves esas pequeñas llamitas que centellean sobre la superficie de tu cabello cuando pierdes los estribos? No conozco ninguna niña mortal que pueda hacer ese truco. Ahora escucha. Nosotros sabemos lo que eres.
¿Ah, sí? —La conversación comenzaba a inquietarme. Reprimí el impulso de usar el arte. No me mostraría de esa manera—. ¿Y qué soy?
La criatura mohosa habló de nuevo. Como tú has dicho, una mezcla. Una mezcla muy peligrosa. Una mezcla de cuatro razas. ¿Por qué te mandó tu padre aquí? ¿Por qué ahora, justo al final de las cosas?
Estas palabras me helaron. Debía tratar de controlar la situación, como mejor pudiera.
Dime —dije—. El Pueblo de las Hadas quiere ganar una batalla, ¿no? ¿Ganar nuevamente las Islas? ¿Es eso lo que quieres decir con el final de las cosas? Pero ya tienen grandes poderes. ¿No son los dioses y dioses Túatha Dé capaces de cambiar los patrones del viento y el agua, capaces de eliminar armadas enteras y aniquilar la oposición más fuerte? ¿Por qué simplemente no toman las Islas ellos mismos? ¿Qué necesidad hay de que la gente humana muera, generación tras generación, en este largo feudo? Esta familia ha perdido muchos hijos. ¿Y qué tiene eso que ver con seres como vosotros? ¿Con… gente menor?
Hubo un zumbido y susurros alrededor del círculo de extraños seres pequeños. Cejas que se movían nerviosamente; colas que se sacudían; plumas que se erizaban y narices arrugadas con gesto burlón.
¿Gente menor? —La criatura mohosa habló con su profunda y seca voz—. Pensaron que éramos menores cuando nos descerraron a los pozos y las cuevas, y las profundidades del mar; a las islas salvajes y las raíces de los grandes robles. Pero permanecemos, a pesar de todo. Permanecemos y somos sabios. Los tiempos cambian, hija. El orden cambia. Es así con los Túath a Dé. Con la llegada de los hijos de Mil, su estrella comenzó a menguar. Sus días estaban contados. Tu padre y el archidruida son los últimos sabios en esta tierra. Bien está que Conor llore la pérdida de su pupilo más apto, puesto que no habrá otro igual, no en el tiempo de ningún hombre vivo en esta tierra hoy, ni en el tiempo de los hijos de sus hijos, ni de los hijos de esos hijos.
»Posa sus manos en juegos de poder e influencia, busca horizontes lejanos y riquezas más allá de la imaginación. Piensa en ser dueño de lo que no puede ser poseído. Talla los árboles antiguos para extender sus tierras de pastoreo: mina las cuevas profundas y derrumba las piedras erectas. Abraza una nueva fe con fervor y, tal vez con sinceridad. Pero se aparta más y más de Las cosas antiguas. Ya no puede oír el latido de la tierra, su madre. No puede oler el cambio en el aire; no puede ver lo que yace más allá del velo de las sombras. Incluso su nuevo dios está formado sobre la base de su propia imagen, ¿no es así como le llaman el hijo del hombre? Por su propia elección se ha ido a la deriva de los antiguos cielos del sol y la luna, del devenir ordenado de las estaciones. Y sin él, el Pueblo de las Hadas mengua y se vuelve nada. Emprenden la retirada y se esconden, y son reducidos al clurichaun con esta pequeña jarra de cerveza; el marroncito que roba la leche de la vaca en Samhain; el semi-oído llanto de la banshee. Ellos devienen no más que una memoria en la mente de un viejo hombre frágil; un cuento contado por una vieja loca. Lo hemos visto, Fainne. Ese tiempo llega, y pronto. Las hachas se ensañarán con el gran bosque de Sieteaguas, hasta que no quedará más que un vestigio de lo que era. Un viejo roble aquí y allá, decorado con una brizna de madera dorada. Un precioso abedul cerca del borde del agua, donde una vez una familia de niños de ojos claros pronunciaron el nombre de su madre, y el nombre de la gran Dana, en el mismo suspiro. El lago mismo no será más que un estanque seco. No habrá refugio para ellos. Y cuando mueran, también lo hará nuestra propia raza. Lo hemos visto.
¿No puede eso ser detenido de alguna manera?, pregunté.
Lo hemos visto. Es lo que será. En tal mundo no hay lugar para nosotros. A mi alrededor, las criaturas suspiraron a una.
Entonces, ¿por qué es tan importante ganar las Islas de nuevo? Seguramente no importa si la profecía se cumple. La marca del cuervo, el líder elegido, y todo eso. Tú estás diciendo que todo está perdido de cualquier manera. Los años de confianza, la guardia que se ha mantenido en el bosque por las personas de Sieteaguas, ¿todo eso para nada?
Ah. Justo ahí está la clave. Todo será perdido con el tiempo; el lago, el bosque, los druidas y el Pueblo de las Hadas. Todo lo que ves. Es lo oculto lo que debe permanecer. La semilla que espera dentro del arrugado fruto del otoño; la joya mantenida a salvo dentro de la piedra silenciosa. El secreto escondido en lo profundo del corazón. La verdad llevada en el espíritu fuerte. Mientras que las Islas mismas no son más que una memoria para la raza humana, ese grano debe sobrevivir. Por esa razón la batalla debe ser ganada, las Islas reclamadas, antes de que sea demasiado tarde. Todo debe ser llevado a cabo hasta el final de acuerdo con la profecía. Así es como la diosa misma lo ha decretado. Las islas son el Último Lugar. Allí está conservado lo que es más precioso. Allí está guardado hasta que la rueda gire, y el tiempo llegue nuevamente cuando el hombre oiga el latido, y sintonice nuevamente con la vida interior. Con la llegada del niño de la profecía, viene el cuidador de la verdad, el Observador en la Aguja. Esto debe desarrollarse, o todos estaremos perdidos verdaderamente. Créeme, los Túatha Dé no buscarían la ayuda de la gente humana a menos que lo necesitaran gravemente. Les duele en el orgullo estar forzados a rebajarse de esta manera. Pero es sólo a través de la raza humana que la profecía puede ser realizada, y los misterios guardados a salvo.
Sólo un momento. ¿El Observador en la Aguja? No recuerdo ninguna mención de eso antes. ¿Qué significa? Hablas enigmáticamente.
El ser mohoso amplió su grieta de boca mirándome. Quizás estaba tratando de sonreír.
Deberías estar acostumbrada a eso, niña. ¿No es tu padre un druida?
No puedo decirte lo que pasará —dijo la criatura-búho—. Las profecías y las visiones nunca son tan simples como parece. Hay batallas, y sangre, y muerte. Hay sacrificios y llantos. Esa parte es clara para todos. Pero no es la muerte lo que importa. Es el mantenimiento. La parte tácita. El mantenimiento de la verdad, en tiempos de oscuridad e ignorancia, Sin eso, estamos todos perdidos, y tienes razón. Los años de pérdida y dolor no habrán servido de nada.
¿Por qué me cuentas esto? —Yo estaba temblando. Si estas palabras eran ciertas, entonces la búsqueda en la que mi abuela me había puesto era seguramente una abominación—. Tú sabes quién soy, y quién es mi padre. Tú debes saber de mi abuela, y lo que ella hizo. ¿No eres muy imprudente al confiarme con secretos?
¿Lo crees tú? —El ser de agua habló, su voz tranquilizadora y calma—. ¿No se te ha ocurrido que todas las niñas tienen dos abuelas?
Entonces, con un aleteo de movimiento, un doblado y ocultación, súbitamente desaparecieron.
—¿La viste?
La voz de Sibeal me asustó tanto que casi caí en el estanque.
—¿Ver… ver a quien? —tartamudeé.
—A la Dama. ¿La viste?
—¿Qué dama? —La miré fijamente, asombrándome por la profunda calma de su expresión. Claramente ella no había estado al tanto en lo absoluto de mis extraños acompañantes.
—La Dama del Bosque. ¿No la viste? Estaba allí mismo, justo cruzando el estanque, al otro lado.
Negué con la cabeza.
—No vi ninguna dama dije. ¿Viene a ti a menudo?
—A veces. —Sibeal se levantó, acomodando sus faldas—. Me muestra imágenes.
—¿Imágenes?
—En el agua. Vi a Maeve.
El miedo me atenazó. No hablé.
—Ella ya estaba más crecida, era mayor que Muirrin, Pero supe que era ella, Podía darme cuenta, por su cara.
—¿Su cara? —repetí estúpidamente, insegura de querer saber.
—Sí, las cicatrices. Y sus manos todavía estaban lastimadas, llevaba guantes, unos bonitos. ¿Volvemos con las otras ahora?
—No. Cuéntame el resto.
—¿Qué resto?
—De Maeve. ¿Estaba… estaba bien ella? ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba feliz?
Sibeal me echó una rápida mirada, aparentemente sorprendida.
—Tenía un bebé pequeño. Le estaba cantando. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Por qué crees? —exclamé, exasperada, y olvidando que ella era sólo una niña pequeña—. ¡Claro que quiero saber! Ves lo que está por pasar, ¿no? ¡De esta forma sabemos que vivirá y se recuperará, y tendrá algún tipo de futuro! ¡Por supuesto que quiero saber!
—No llores, Fainne —dijo Sibeal solemnemente, y me ofreció su pequeño pañuelito de lino.
—No lloro —dije enfadada, molesta por haber perdido el control tan fácilmente. De cualquier forma, no podría haber llorado siquiera si hubiera querido. En nuestra raza, las lágrimas parecen amontonarse más y más adentro de uno, para nunca ser liberadas; un océano de lágrimas inundando las profundidades del corazón.
—Sólo que —prosiguió cuando comenzábamos a caminar lentamente siguiendo el matorral de avellanos— nunca puedes estar segura de si lo que ves va a ocurrir, o si es sólo algo que puede ser verdad. O podría ser apenas un… apenas un símbolo.
—¿Sabes lo que quiere decir eso? —inquirí, divertida a pesar de mí misma.
—Como una calavera para significar la muerte —explicó Sibeal seriamente—. O un anillo para una promesa. Como la luz del sol para la alegría, o sombras para misterio.
—Olvida que te pregunté —dije—. ¿Estás segura de que sólo tienes ocho años?
—Creo que sí —contestó Sibeal con tono perplejo.
Cene sola esa noche. Eamonn estaba esperándome cuando volvía a mi habitación para cambiar mis botas barrosas por zapatos suaves para caminar por la casa y trataba de arreglar mi cabello despeinado. Como si hubiera sentido mi presencia, salió de la sala de consejo cuando pasé, y cerró rápidamente la puerta detrás suyo. Pero yo había sido entrenada en la observación y registré el vistazo momentáneo de dos hombres sentados junto a la mesa adentro. Hasta capté un fragmento de la conversación.
Es el hijo quien es la clave, dijo el hombre más alto, el que tenía rubios cabellos trenzados hacia atrás para mantenerlos fuera de su cara, y los hombros algo desnivelados, como si llevara una vieja herida mal curada. El otro era más bajo, mayor, con facciones serias y una barba gris hierro. La puerta se cerró, y con ella la respuesta.
—Fainne —dijo Eamonn amablemente, mirándome de arriba abajo—. Has estado afuera, veo. ¿Tuviste una mañana agradable?
—Gracias, sí. —Su escrutinio me hizo sumamente consciente de mis mejillas sonrosadas, mis cabellos salvajes y mi vestido arrugado, y el hecho de que todavía estaba respirando pesadamente luego de haber jugado a perseguir todo el camino de vuelta desde el matorral—. Las niñas estuvieron trepando por los árboles.
—¿Has dormido bien?
—Bastante bien. ¿Y tú?
Hizo una mueca.
—El descanso me evita estos días. Importa poco. Sugiero una noche temprana hoy, Fainne. No puedo cenar contigo, lamentablemente. Estamos en concejo durante todo el tiempo que estos hombres se queden aquí. Debo confesar que tengo una cierta inclinación por mostrarte. Pero bajo las circunstancias eso no sería sabio. Mis huéspedes se habrán ido por la mañana. Tal vez podríamos probar hacer ese paseo que te mencioné, si tus primas pueden prescindir de ti por un día.
—Tal vez —dije, insegura de si estaba más aliviada por el futuro de una cena temprana y relajada con las niñas, seguida de un buen sueño, o alarmada por la idea de un día afuera en compañía de Eamonn—. Estás ocupado, le dejaré volver a ello.
Me di la vuelta para irme, y sentí su mano cerrarse alrededor de mi muñeca. Para un hombre de sus años, él era verdaderamente rápido.
—¿No estás enfadada? ¿No te ofende que deba excluirte?
Hablé sin volverme.
—¿Por qué habría de ofenderme? Ésta es tu casa; esos son tus asuntos. No tengo la expectativa de compartir ninguna de las dos cosas.
Esto sonó bastante brusco, una vez que las palabras hubieron salido.
—¿No? —dijo Eamonn suavemente, y me dejó ir.
Oí la puerta abrirse y cerrarse nuevamente detrás de mí, y huí por el pasillo a mi propia habitación, confusa. ¿Qué clase de lugar era éste, en el que en un momento dado estabas fuera en los campos charlando con criaturas de Otro mundo que parecían decirte que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina, y al momento siguiente estabas jugando algún tipo de juego que no entendías con un hombre que era lo suficientemente viejo para ser tu padre? ¿Por qué no podía tener cinco años nuevamente, cuando la mayor de mis preocupaciones seria la necesidad de mover mis piernas lo suficientemente rápido para mantenerme a la altura de Darragh? No es que ésa hubiera sido una preocupación real; ni una sola vez había dejado él de esperarme. No hasta el día en que le dije que no lo necesitaba más, y le mandé que se fuera.
* * *
Demasiadas cosas para una noche temprana y un buen descanso. Estuve atormentada por sueños malvados; sueños de los que me despertaba con la cabeza dolorida y el cuerpo sudoroso, sueños de los cuales nada podía recordar, excepto que me dejaban más miserable y confusa que antes. Lo único que podía recordar era correr, correr tan rápidamente como podía, sin ser capaz de alcanzar lo que yo estaba persiguiendo.
El día comenzó bastante bien. Si había esperado montar solos, los dos a solas, no había pensado lógicamente. Habría guardias, por supuesto, hombres vestidos con túnicas verdes que nos acompañaban en silencio, a cierra distancia. Después de todo, había una batalla pendiente, y una alianza cuyos miembros apenas parecían confiar el uno en el otro, menos aún en la oposición. Yo tenía el mismo caballo que me había traído a Glencarnagh; con ella, me di cuenta de que casi podía disfrutar montando. Comenzamos un recorrido por los campos cerrados, las tierras de pastoreo más altas, los pequeños asentamientos ordenados cada uno con su fortificación bien tripulada. El campo era más que nada abierto: gentiles colinas, valles amplios y llenos de pasto, con algún arroyuelo bordeado de sauces y saúcos. Había muchísimos árboles, pero el lugar no tenía la quietud opresiva y asfixiante de Sieteaguas. Y a mí me gustaba más. Me gustaba incluso más el hecho de que Eamonn parecía bastante contento de explicármelo todo, sin ninguna sugerencia de que la salida tuviera algún otro propósito que mostrarme lo que se le mostraría a cualquier huésped. Me sentía muy aliviada y comencé a pasármelo bien, porque era un día precioso, y una magnífica propiedad, y había muchas cosas que captaban mi interés. Miramos las colmenas y hablamos con el colmenero acerca de las propiedades curativas de distintas flores, y cómo éstas pueden ser conservadas y concentradas en la miel. Inspeccionamos una pequeña represa y una rueda de molino. Nos detuvimos en uno de los mayores asentamientos, un gran rath con una firme pared exterior hecha de estacas afiladas, rodeando el pueblo y el pequeño fuerte. Aquí, uno de los clientes libres de Eamonn, líder en la comunidad, nos proveyó con un almuerzo de cerveza y unos panes y cordero cocinado con ajo, y nos dio la oportunidad de descansar un poco.
—Estás cojeando —observó Eamonn cuando me senté sobre un banco y aflojé un poco mi pie en su pesada bota—, ¿te has lastimado?
—No es nada.
No podía evitar un tono cortante. Odiaba este pie, tan doblado y feo. Y me odiaba a mí misma por cuánto me molestaba. Pero no usaría el Sortilegio para arreglarlo. No después de esa vez en la feria. No después de Maeve.
—¿Estás segura? Quizá deberíamos volver a casa inmediatamente. No querría cansarte.
—Dije que no es nada. Éste pie está… está algo dañado, eso es todo. En efecto, camino algo torcida. ¿No lo habías notado?
Eamonn simplemente negó con la cabeza e insinuó una sonrisa. Luego volvió a los amables intercambios de noticias con nuestros anfitriones.
Nos estábamos alejando del asentamiento, y Eamonn estaba hablando quedamente con uno de sus soldados. Luego cabalgó hasta ponerse a la par mía.
—¿Te gustaría ver la cascada? —preguntó. —Debe de haber una buena corriente después de toda esta lluvia. ¿No estás demasiado cansada?
Negué con la cabeza.
—Bien. Está en la cima de aquella colina, al oeste.
Mientras cabalgábamos en esa dirección, vi que todos excepto dos de nuestros guardias se quedaban atrás, aparentemente bajo instrucciones de esperar hasta que hubiéramos vuelto. El sendero subía más y más bajo una red compleja de abedules y fresnos sin hojas, y emergía a una ladera abierta y rocosa. Mi pequeño caballo se abría paso a lo largo del difícil camino con delicadeza.
Sobre nosotros, el cielo invernal estaba despejado, como un enorme cuenco invertido de azul como huevo de pato, y me di cuenta de que a mi derecha se abría un impresionante panorama: campos y árboles y muros de piedra, y lejos, hacia el este, la manta de oscuros árboles que marcaba la frontera con Sieteaguas.
—No mires todavía —dijo Eamonn hablando por encima de su hombro.
Estaba algo alarmada por la manera en que la ladera se inclinaba suavemente de un lado del sendero, y bruscamente del otro, y sólo podía confiar en los sólidos instintos de mi montura. Mi ansiedad eliminó otros pensamientos de mi mente; y fue sólo cuando el sonido de una corriente de agua creció hasta convertirse en un rugido en mis oídos, y el camino se ampliaba para volverse un ancho anaquel cubierto de pasto y con un borde de grandes rocas, que me percaté de que los últimos guardias habían quedado atrás. Eamonn me ayudó a bajar, y me pareció que sus manos persistían sobre mi cintura un poco más de lo estrictamente necesario.
El ruido del agua estaba por todos lados, resonando desde las paredes de piedra, tamborileando en nuestros oídos, vibrando en la misma tierra sobre la que estábamos. Había una fina bruma en el aire y un brillo de humedad sobre todo.
—Ven y mira —dijo Eamonn, levantando su voz para que le oyera por encima del estrépito—. Por aquí. Pero ten cuidado. Es resbaloso.
Ubicándose en un punto particular de la superficie resbaladiza de la piedra, justo en el filo, podías verlo. El borde de la caída estaba justo al otro lado de la esquina y cerca de la altura de un hombre por encima de nosotros. Podías mirar el descenso violento y súbito, el velo arremolinado de agua que caía para chocar y salpicar todo el camino abajo y más ahajo hasta algún estanque mucho más remoto que no se veía desde allí. El acantilado estaba suavizado por helechos y musgos y diminutas plantas aferrándose a su superficie rajada y agrietada. Observé fijamente el torrente que se desparramaba y rociaba todo, y lo único que podía pensar era en el borde de la roca por encima de Honeycomb, y mi madre dando un solo paso hacia el vacío, y cayendo, cayendo a través del aire despiadado a las rocas y las olas que hervían abajo. Pensé en el arte, y el truco que había aprendido con una pelota de vidrio. Cae. Para. Ahora suavemente abajo. Nadie había detenido su descenso. No hubo ninguna gran mano que se tendiera para atraparla suavemente en su palma, y dejarla dulcemente de vuelta sobre la tierra. Aquí está tu segunda oportunidad. Ahora vive tu vida nuevamente. Al contrario, habían permitido que se fuera. Tal vez el propósito que tenían para ella ya se había realizado. Ser el juguete de un hombre rico. Romper el corazón de mi padre. Dar a luz a una hija cuya mente estaba tan confusa e infeliz como la de ella misma. Una vez que estuvo hecho, ¿qué importa si ella deshacía su pobre, bello y frágil ser sobre las rocas duras de Honeycomb?
—¡Fainne!
Quizás había cerrado mis ojos. Tal vez había estado meciéndome, o mi pie torcido había resbalado apenas un poco sobre la superficie traicionera. Al mismo tiempo que Eamonn me llamaba, sentí sus brazos alrededor de mi cintura de nuevo, sujetándome firmemente, tirándome hacia atrás.
—Cuidado —dijo con dureza—. No me asustes de esa forma.
Pero ahora era yo la que estaba asustada. Puesto que él todavía no me había soltado, a pesar de que estábamos a salvo de vuelta en el césped. Sus manos aún me abrazaban fuertemente, y él estaba cerca, tan cerca que podía sentir la calidez de su cuerpo, y oír su respiración sobre el sonido del agua.
—No querría perderte tan pronto después de haberte encontrado —dijo suavemente.
—No… no sé lo que quieres decir —susurré. Quería alejarme, librarme de su abrazo. Pero temía ofenderlo.
Me hizo girar para que lo mirara.
—Pensé… por un momento pensé… no, olvídalo.
—¿Pensaste que saltaría?
—Que te caerías, tal vez. Tienes los pies inseguros hoy.
—Ya te lo dije, no es nada.
—Estoy preocupado por haberte pedido demasiado. Déjame ver este pie. Tal vez podemos improvisar un poco de relleno para la bota, o…
—No es una lesión. Mi pie está mal formado, siempre lo ha estado. Nunca caminare derecha.
—Enséñamelo.
Apartó sus manos de mi cintura y fue a sentarse sobre las rocas, cruzándose de brazos y observándome con calma.
—Yo…
¿Cómo podía decirle que esto era lo más doloroso que nadie me podía pedir que hiciera? ¿Cómo explicarle cuánto me avergonzaba mostrar esta deformidad? Si Clodagh tenía razón, esto me marcaba como una niña que jamás debería haber nacido. Y el hombre apenas me conocía. No entendía nada.
—¿Por qué estás asustada, Fainne? —preguntó Eamonn suavemente.
—¡No estoy asustada! —grité, y con manos temblorosas desaté mi bota y la aflojé para poder sacar mi pie—. Desenrollé mi media, y caminé cojeando hasta donde él estaba para sentarme a su lado. —Ahí está —dije abruptamente—. No logro imaginarme por qué lo querías ver.
Mis mejillas ardían de vergüenza.
Ahora estaba arrodillado a mi lado, y sus manos se movían contra mi pie desnudo, aparentemente sin hacer caso a su singularidad, acariciando el arco, siguiendo la curva interna, sus dedos moviéndose para rodear mi tobillo, cálidos y fuertes.
—Esta deformidad no es tan importante como para cegar a un hombre de tus otros encantos. Pero te molesta, veo eso —observó, todavía mirando mi pie, aunque su mano parecía estar moviéndose hacia arriba de mi pierna, bajo mi falda, de una manera que era bastante inquietante.
—Tanto, que pareces distinta hoy. Más lejana, como una criatura lista para volar. ¿Estás asustada, Fainne? Te lo he dicho, soy un buen maestro. Seré gentil contigo e iré despacio. No hay necesidad de alejarse con vergüenza.
Su mano todavía se movía, acariciando mi pantorrilla, levantando la falda, desviando su camino como por casualidad hacia la rodilla, y más arriba.
—Yo… yo…
—Tienes miedo.
Quitó su mano, y se sentó junto a mí de nuevo, pero más cerca. Deseé que mi suspiro de alivio no hubiera sido demasiado audible.
—No te apremiaré. Sólo… debes entender, para un hombre, hay una cierta urgencia en tales materias, una… una necesidad que es difícil de negar. A veces puede ser doloroso ejercer autocontrol.
—Pero lo harás —logre decir, mi voz como un chillido por mi nerviosismo.
—Quizá nos encontremos a mitad de camino.
—Yo… no te entiendo.
—¿No? No puedes ignorar lo que quiero decir, Fainne. Tus palabras, tus miradas, me han llevado a creer que no rechazarías mis atenciones. No lo niegues. Desde la primera vez que te conocí en Sieteaguas, lo he visto en tu cara, y en esos misteriosos ojos oscuros. En la manera en que alzas tus cejas y sacudes tu cabeza, en la manera en que tu cuerpo se balancea cuando caminas. Un hombre tendría que ser un monje para no desearte. Un hombre tendría que estar loco para no desear tocar esa piel pálida como la nieve, sentir la pureza de esa carne contra la suya, mirarte yaciendo en su cama, con sólo la llama oscura de tu cabello para esconder tu desnudez, y saber que tú le perteneces a él sólo, una joya brillante que jamás será compartida. No tengo la fortaleza de negar ese anhelo, Fainne; debo aclarártelo a ti, con o sin miedo.
Era totalmente incapaz de articular una respuesta. Mi corazón latía con fuerza por la sorpresa. ¿Yo había hecho eso, sin siquiera proponérmelo? ¿Lo había hecho sentir así, sin siquiera emplear el Sortilegio? Seguramente estaba mal interpretando sus palabras.
—Te he sobresaltado, y por ello me disculpo. Pero aquí no hay ojos entrometidos, orejas que oigan. Me hablaste con mucha franqueza. Parecías estar diciendo que era tiempo de olvidar, tiempo de seguir adelante. No sé si puedo hacer eso, Fainne. Pero tú podrías ayudarme. Contigo, quizá pueda comenzar a borrar el pasado.
—Yo… no creo que yo… —Había rodeado mi propio cuerpo con mis brazos, como para detenerme antes de hacer algo que lamentaría para siempre.
—Vamos. Te doy mi palabra. No haré nada que tú no desees. Sólo tienes que decírmelo y me detendré. Pero no puedes mentirme. Sé que me deseas. Lo veo en la manera en que te sonrojas, como una llamarada repentina bajo la piel traslúcida de tu mejilla. Escucho que me necesitas en tu respiración.
Tenía mucha práctica. Antes de que yo pudiera decir una palabra, estuve esmeradamente atrapada en sus brazos, mis manos contra su pecho, mis piernas cruzadas con las suyas de forma que yo estaba casi sobre su rodilla, y él me estaba dando un beso que parecía bastante experto, aunque yo no tuviera nada con qué compararlo. Era un beso que comenzaba gentilmente y se volvía más duro: un beso que empezaba con un suave encuentro de labios, y que crecía hasta convertirse en un húmedo e íntimo sondeo de lenguas, un beso hambriento y provocador que me dejó sin aliento y temblando. Bajo mi mano su corazón estaba palpitando rápidamente, y sus propias manos se movían de forma experta, una sobre mi espalda, sujetándome cerca de él, la otra en el lado interno de mi muslo. Había cierras sensaciones muy extrañas en partes de mi cuerpo en las que no quería pensar, y el roce de sus dedos me hacía jadear y estremecerme.
—Oh, Fainne —murmuró—. Ven, acércate. Pon tus manos sobre mí, mi amor. Pon tu mano aquí, déjame mostrarte.
Y súbitamente, las enseñanzas de mi abuela no eran de ninguna ayuda. De hecho, estaba tan impresionada que apenas podía recordar una palabra de ellas. Simplemente sabía que esto estaba mal. Estaba tan mal que no podía dejar que pasara. Gritar o pelear sería indisciplinado y sería un gran insulto. Me obligué a centrarme; me obligué a tratar esto como un misterio que debía ser resuelto, mientras sus manos acariciaban mi cuerpo y sus labios se desviaban hacia mi oreja, y mi cuello, y hacia abajo, hacia mis pechos. Podía sentir, bajo mi mano, esa parte de su cuerpo que me había urgido que tocara. Era interesante cómo cambiaba bajo mis dedos. Yo no era ignorante en tales asuntos, a pesar de mi extraña educación. Una vez, en la cala, había visto una yegua que había sido traída a un semental; había observado el acto con gran asombro, y había decidido que no parecía muy agradable, al menos para la yegua. Había sitio consciente, en el campamento de Dan Walker, de encuentros secretos en rincones, bajo mantas, o afuera en la noche debajo de los árboles, de sonidos y movimientos que uno aprendía a fingir ignorar. Pero ahora, con el cuerpo de Eamonn endureciéndose contra mí, y su respiración volviéndose áspera y descontrolada, y su mano desatando mi corpiño para descubrir mis pechos al sol del invierno, supe que debía detener esto.
Eamonn estaba alargando la mano para desatar su cinto, se estaba apretando contra mi mano. Cualquiera que fuera la solución, debía ser rápida. Yo podía usar el arte, como lo había hecho una vez antes, y causarle un dolor penetrante en la barriga, una súbita debilidad en el estómago. Eso parecía poco amable; y lo suficientemente arbitrario como para parecer sospechoso.
Ahora yacía sobre la tierra, y todo el largo de su cuerpo estaba contra mí, y sus manos se estaban volviendo verdaderamente muy insistentes. Desde donde pastaba, el pequeño caballo dio un suave relincho. Caballos. Algo acerca de caballos. Si tan sólo pudiera pensar claramente por un momento. Un semental no podía actuar, no podía entrar en la yegua, a menos que su miembro fuera alterado por el deseo hasta convertirlo en un tipo de herramienta más útil. Una visión impresionante, en efecto, una vez el cambio. Evidentemente, era igual para un hombre. Y aunque no sabía ningún encantamiento específico, podía adaptar uno rápidamente; un hechizo para modificar las formas de las cosas, para endurecer lo blando, por ejemplo, o ablandar lo duro. No demasiado súbitamente, sin embargo; no debe haber sospechas.
—Eamonn —gemí—, no puedo hacer esto. No está bien. Yo siempre… siempre dije que esperaría. —Bajo mi aliento murmuré el hechizo, justo cuando mi mano tocaba la más secreta parte de su cuerpo.
—Que esperaría hasta estar casada. —El hechizo parecía estar haciendo efecto con rapidez alarmante. Vi la expresión de su cara cambiar de una emoción intensa a una sorpresa y entonces a una humillación aguda. Se levantó rápidamente alejándose de mi contacto.
—Lo siento de veras —dije—. Sé lo difícil que debe ser esto para un hombre.
—En efecto —dijo después de un momento o dos—. En efecto.
—Yo… simplemente no puedo hacerlo —dije, sentándome y comenzando a reajustar mi vestido con dedos temblorosos. Siempre fui criada para creer que tales acciones eran sagradas y reservadas para la cama de matrimonio. Para una dama, quiero decir. No deseo ofenderte, o… o causarte ningún disgusto. Pero tomé un voto de que jamás me entregaría a un hombre, excepto después de que él hubiera puesto su anillo sobre mi dedo.
Eamonn parecía tener algunas dificultades para retomar el control de su respiración.
—Lo siento —dije de nuevo.
—No. Soy yo quien debería disculparse. Esperé demasiado de ti, demasiado pronto. Olvidé lo joven que eres. Es fácil que uno se olvide de eso contigo, Fainne.
—No tenía la intención…
—Ah. Ahora no estás siendo del todo sincera, Puesto que pienso, de corazón, que ambos hablamos el mismo lenguaje. Venga, es mejor que volvamos a casa. Tú lo entendiste mal, tal vez.
—¿Entendí mal qué?
—Mi posición. Mis obligaciones. Mis intenciones al invitarte aquí a Glencarnagh.
Sentí humillación, seguida de cerca por un enojo creciente, y hablé sin pensar.
—Es mejor que seas directo en tus palabras. Eamonn. ¿Para qué molestarte en protegerme velando la verdad? Quieres decir, ¿pensaste que yo vendría aquí, y me entregaría a ti, y estaría muy honrada de que un hombre tan importante se molestara en yacer conmigo? Quieres decir, ¿tu intención era meramente acostarte conmigo y terminar con eso? Un hombre disfruta de una muchacha que no ha sido probada de vez en cuando, ¿no es así?
No podía mantener mí voz firme. Mi falta de control me molestaba. Pensé que era muy astuta, con mi pequeño hechizo. Ahora me sentía barata y usada, y peor aún, lo había insultado verdaderamente. Él no era un hombre al que yo quisiera tener como enemigo. Pero lo había subestimado nuevamente. Lo había interpretado mucho más simplemente de lo que era en verdad.
—Eres muy hermosa cuando pierdes los estribos —dijo quedamente, mirándome fijo—. Tus cabellos parecen una llama a la luz del sol. Tus ojos resplandecen con sentimiento. ¿Cómo puede un hombre ver eso y no desearte? Eres peligrosa, Fainne. Muy peligrosa. Pero siempre me ha gustado el desafío. Ahora disfrutemos del camino de vuelta a casa, puesto que es un día precioso. Esto no se ha terminado entre nosotros. Somos de la misma clase, tú y yo. Hablaremos más de esto más tarde. Estoy seguro de que encontraremos un espacio para… la negociación.
Me ayudó a subirme al caballo, y emprendimos la vuelta en el sendero de la montaña, conmigo a la cabeza esta vez. Los soldados estarían esperando. Nuestro tiempo a solas había sido bastante corto. Yo podía imaginarme cómo interpretarían eso. No haría nada para mejorar mi reputación entre esas gentes. Ese pensamiento me enfermaba.
—Ya te lo he dicho. —La voz de Eamonn venía de detrás mío, apenas si la oía sobre el rugido de la gran cascada que se iba atenuando. No tomo bien la derrota, Pero creo que encontrarás que éste es un juego en el cual ambos podemos ser ganadores al final.