Capítulo VI

El fuego es una cosa temible. Comienza con la más mínima chispa, la más diminuta voluta de humo. Crece y gana poder y se esparce, hasta que se vuelve una gran conflagración que consume todo lo que encuentra. Si no tiene restricciones, se lo llevará todo. La fuerza destructiva de lo que yo había desatado me aterrorizó. No era sólo el trabajo de las llamas mismas, los edificios arruinados, un viejo arrebatando su último respiro en una pesadilla llena de humo, jóvenes sufriendo mientras se aferraban a la vida. No era sólo Maeve, quien ahora estaba suspendida en el margen entre este mundo y el próximo. Era la manera en que todos ellos eran atrapados por él, la manera en que lo ocurrido se esparcía como las llamas mismas, para tocar y herir a cada una de las personas en Sieteaguas. Si mi abuela deseaba que yo perturbase la casa y sembrara la semilla de la duda sobre su cometido, debe haber pensado que éste ha sido un gran éxito. No quise considerar lo que mi padre hubiera pensado. Traté de imaginarlo usando el arte para hacer lo que yo había hecho, pero no pude. Hubo un momento del cual todos hablaron, cuando él había logrado que Finn-ghaill se alejara de la ensenada. Se habían ahogado hombres por lo que él hizo. Pero esto era diferente.

Observé mientras los pequeños destellos de incertidumbre se desparramaban, mientras la desgracia comenzaba a mostrarse en distintas formas, cómo el ambiente en la casa oscilaba entre la pura esperanza e inspiración del ritual Samhain y un humor de introspección ansiosa. Las horas de las comidas eran poco animadas. La charla escaseaba. Pequeños desacuerdos se encendían, los cuales no siempre eran resueltos con rapidez. Sean estaba retraído y silencioso, y Aisling ocupada y nerviosa. Conor permaneció apenas un día después del fuego, y luego partió hacia los nemetones, con cuatro de sus hermanos llevando el cuerpo del anciano entre ellos sobre una tabla. Debía llevar las horribles noticias a su gente el mismo, le dijo a Sean quedamente, no dejar a que les llegara a través de los chismorreos. Sus mayores debían ser enviados al otro lado con el ritual adecuado, y su cuerpo debía ser depositado para que descansan donde pertenecía, bajo los robles.

Estaba claro que Conor quería quedarse, pues aunque algunos se habían recuperado rápidamente, había todavía tres hombres que quedaban bajo el cuidado de Muirrin, y las posibilidades para el más joven tenían mal aspecto en verdad, a menos que pudiera aferrarse a la vida hasta que mi tía Liadan llegara. La fe de ellos en sus habilidades de curación me asombraba. Liadan era sólo una mujer, después de todo, sin importar si su sangre es de Fomhóire o no. ¿Qué podría ella hacer que Muirrin y sus ayudantes no pudieran?

Volvería apenas pudiera, dijo Conor. Sabía que la ayuda para heridos sería ofrecida a su gente lastimada porque se les debía por ley y parentesco. Mientras tanto, tenía obligaciones con aquellos a quienes había dejado en el bosque, y las debía respetar. La formalidad fría de sus palabras creó una distancia entre él y su sobrino que no había existido antes. Yo había pensado que Conor era incansable. Le había visto casi ahogarle con una calma que pocos hombres jóvenes lograrían convocar. Pero el fuego lo había conmocionado. Salió de Sieteaguas apoyándose pesadamente en su bastón de abedul, su capucha echada para ensombrecer sus rasgos. Era imposible leer su expresión. La pequeña procesión se encaminó hacia el exterior por el sendero bajo los árboles de invierno. Conor no me había hablado desde la noche del luego. No había de darse cuenta de si él lo sabía, si lo había adivinado, o si simplemente había estado demasiado distraído como para percatarse de mi presencia.

Muirrin era una muchacha fuerte, aunque se creía poca cosa. En la habitación le los enfermos les daba órdenes a todos, y la actividad era constante. Las mujeres secaban rostros febriles, cambiaban vendajes, cocían brebajes sobre el fuego. Los hombres traían leña y llevaban cubos. Pero el lugar estaba silencioso, excepto por el sonido de respiraciones dolorosas, o la voz de Muirrin dando suaves y precisas instrucciones. Cuando pasé por la puerta cerré mis ojos a la voz del joven druida, quien gemía de dolor. No visité el lecho de enferma de Maeve. Pero en mi imaginación vi su cara, cuyo lado izquierdo brillaba por las llagas llenas de pus, y sus ojos fijos, aterrorizados.

Las niñas estaban muy inquietas, y la tía Aisbug parecía incapaz de hacer mucho para remediarlo. A su vez se movía a través de la rutina estricta de su casa, como si adherirse a la rutina previniera que ella se deshiciera por completo. No lloraba, al menos no donde la gente pudiera verla. Sólo cuando había estado sentada sola junto a Maeve, mientras Muirrin se tomaba un momento para comer algo o descansar, que ella dejó que sus lágrimas fluyeran. Sería evidente más tarde en su palidez y sus ojos enrojecidos.

La cosa terrible que yo había hecho me atormentaba en mis pensamientos día y noche. Había roto una de las reglas más básicas del arte. Había sido empujada hacia el enojo, y me había dejado llevar por él. Sabía que estaba mal. Y sin embargo, no sabía qué otra cosa podría haber hecho. A medida que el tiempo pasaba, la voz interna, a la que no me gustaba oír, volvió para martirizarme. Has crecido —murmuró—. Has aprendido que es verdad. Nuestra raza sólo puede andar el camino del caos y la destrucción. La luz nos está prohibida. ¿Por qué te sorprendes? Esto se Le había dicho. Hasta tu padre te lo dijo.

Mi padre no hizo uso del arte de esta manera, para generar desazón, me dije a mi misma.

No hagas de esto tu patrón de acción. Él se perdió a sí mismo, cuando la perdió. No tiene rumbo. La esperanza fue su debilidad, y él dejó que lo destruyera.

Cada noche mientras yacía con los ojos abiertos anhelando el sueño, esta voz me murmuraba, cada vez más y más difícil de ignorar. Fue como si llevara a mi abuela dentro de mí, un ser mellizo, y pensé que se haría cada vez más fuerte, y me llevaba cada vez más cerca de apagar a la otra Fainne, la niña que una vez preparo té en un pequeño fuego, y se sentó callada bajo las piedras, y montó una poni blanca, estaba perdiendo a esa niña rápidamente. Las paredes de Sieteaguas y la gran manta del bosque parecían encogerse a mí alrededor día a día, y sentía que lentamente mi último resquicio de Kerry era estrujado hasta ser expulsado fuera de mí. Dolía. Dolía tanto que hice cosas absurdas para tratar de mejorarlo. Mantuve a Riona cerca de mi almohada, abrigada en un hermoso chal con borlas brillantes romo la luna. Mientras yacía allí podía tocar sus sedosos pliegues y soñar con un futuro que me estaba prohibido. Mientras acariciaba el cabello de lana de la muñera podía imaginar un pasado que yo no conocía, en el cual una joven madre cosía un tesoro para su hijita, con amor en cada una de las diminutas y pulcras puntadas. Mis dedos se movían alrededor del cordón fino y fuerte que conformaba el extraño collar de Riona, y algo susurraba en mi interior Aguanta. Aférrate a lo que te ha quedado. Había magia en este pequeño elemento; no la magia hábil y lista que tenía a mi disposición, sino una clase más profunda y antigua que hablaba del sentido de familia y pertenencia. Este cordón con sus fibras curiosamente entretejidas con muchos tonos y texturas estaba lleno de poder. Podía sentirlo tirando de mí, persuadiéndome, empujándome suavemente hacia un camino que yo no podía seguir.

Poco tiempo atrás, yo habría estado encantada de que la gente estuviera demasiado preocupada como para ocuparse de mí. Habría agradecido la oportunidad de estar sola, de recitar la tradición popular o meditar en silencio o practicar encantamientos de transferencia o manipulación. Pero ahora iba a la deriva. No podía meditar. Mi mente se negaba a deshacerse de pensamientos inoportunos. La tradición popular no parecía ayudarme más. Me acordaba del druida que yacía dolorido al final del pasillo, y del otro que se había ido al largo sueño. Juré que no ejercitaría el arte, con temor de descubrir nuevamente que podía usarlo sólo para destruir.

Nadie tenía tiempo para mí y nadie tenía tiempo para las niñas. El resultado era inevitable. Yo me sentaría sola, pretendiendo estar ocupada con una cosa u otra, y ellas vendrían a mí sigilosamente con alguna excusa. Clodagh, que necesitaba ayuda con su caligrafía. Deirdre, buscando a Clodagh. Eilis, con lágrimas rodando sobre sus mejillas, y un raspón en la rodilla al cual Muirrin no tenía tiempo de mirar. Sibeal como una pequeña sombra, sin ninguna excusa. Simplemente aparecería y se acomodaría junto a mí sin hacer ruido.

Yo estaba obligada a rebuscar. Había aprendido algunas historias en el camino desde Kerry. No todas ellas eran apropiadas para los oídos de niñas pequeñas, así que hacía algunos ajustes aquí y allá. Mis cuentos eran bien recibidos, y me veía forzada a inventar más. No sabía ningún juego propiamente dicho, pero las niñas me enseñaron piedras-de-anillo y algunos trucos con los dedos y cuerdas. Trataron de enseñarme una canción, pero alegué que no tenía voz para cantar, así que simplemente actuaron para mí. Juntas luchábamos con nuestra costura. Hicimos dobladillos en las sábanas y remendamos trajes. La tía Aisling me agradeció por mantenerlas entretenidas y apartadas de todo el mundo. Yo podía decir, con bastante sinceridad, que me sentía feliz de poder ayudar. El día estaba lleno. La cháchara de las niñas apagaba la voz de la mente. Su compañía me dejaba exhausta y el sueño se volvió una posibilidad.

Aun así, no podía estar con ellas todo el tiempo. Muirrin decía poco, pero yo sabía que Maeve no estaba mejorando, ni tampoco el joven druida. Oí decir a Sean que era un milagro que hubieran podido mantenerla viva todo este tiempo, y que tenía la esperanza de que Liadan tuviera alguna respuesta cuando llegara allí. Muirrin estaba muy pálida, sus ojos ensombrecidos y con el ceño algo fruncido todo el tiempo. Cuando las niñas no estaban durmiendo o conmigo, generalmente se las podía encontrar en el pasillo, fuera de la habitación de los enfermos, de pie o sentadas en fila, bastante silenciosas. Una vez, había considerado su silencio solemne como una extraña bendición. Ahora no estaba segura. Les daba demasiado tiempo para pensar. Comenzaron a preguntar cosas que yo no quería contestar. ¿Por qué algo tan feo le había pasado a Maeve? ¿Cuándo podría ella salir y jugar de nuevo? ¿Por qué estaba Madre enojada todo el tiempo, y por qué ella y Padre se contestaban bruscamente? Finalmente Muirrin les ordenó que no esperaran fuera de la puerta. Maeve estaba demasiado enferma para ver a nadie, y ella trataba de hacer lo mejor que podía. Ellas solamente tendrían que aguantarlo, les dijo bastante duramente, y se retiró de nuevo a la habitación de los enfermos, cerrándoles la puerta en las narices. Eilis se echo a llorar. Sibeal se cerró en sí misma. Deirdre murmuró. Y Clodagh dijo:

Muirrin nunca está enojada. Maeve debe estar a punto de morir. Y ese hombre también.

El cuarto día después del fuego llovió tan fuerte que mi estadía en la cueva con Conor volvió a mi mente. No había viento. El cielo estaba gris como una pizarra, y el agua bajaba en torrentes, rugiendo sobre el techo, corriendo como láminas sobre los senderos, convirtiendo los campos en cenagales en un instante. Si Liadan verdaderamente estaba camino al sur, esto seguramente retrasaría su llegada a Sieteaguas. El ánimo, que ya estaba decaído, empeoró. A Eilis se le metió en la cabeza que la enfermedad de Maeve era de alguna forma culpa suya, porque una vez había llamado al perro un bruto sucio que pertenecía al establo. Comenzó a llorar, y no se la podía consolar con confites ni cuentos ni ninguna clase de premios que se me pudieran ocurrir. Después de un tiempo, los ojos de Sibeal comenzaron a derramar lágrimas de compasión, y luego las otras empezaron, hasta que mi habitación estuvo repleta de tristeza. La pena era una enfermedad contagiosa que se propagaba a cada rincón de esta gran casa. Se metió lentamente en mi propio corazón, donde la culpa y la duda ya peleaban con el largo propósito que yo estaba destinada a seguir. Absorbía mi fuerza y rompía mi voluntad. Pensé que apenas si podría tolerar un momento más aquí en esta familia, aquí en esta casa, atrapada por la lluvia, asfixiada por el bosque, ahogándome en lágrimas, encarcelada con lo que había hecho. Pensé que daría cualquier cosa por escaparme, aunque fuera por un rato; apenas para respirar y volverme fuerte de nuevo.

El rescate vino de un lugar inesperado. Las niñas se estaban deprimiendo hasta llegar a un estado de completa miseria, y me aventuré en la búsqueda de algo para distraerlas, dado que ya me estaba quedando corta de ideas. Caminé a lo largo del pasillo superior, distraída en mis pensamientos, casi sin darme cuenta de adónde estaba yendo. Pasé frente a la habitación de los enfermos, y no miré hacia adentro. Pero escuché sonidos. Había uno que no lo podía ignorar, por más duramente que lo intentara. Cuando llegué a las escaleras mis piernas se sintieron débiles súbitamente, y me senté en el escalón de más arriba y puse la cabeza entre mis manos. Si sólo pudiera detener estos pensamientos. Si sólo pudiera cerrarme a las voces que me atormentaban. Nosotros pensábamos que a ti no te importaban nada las bajas que dejaras atrás.

—¿Fainne?

Me saqué las manos de la cara y miré. Tres o cuatro escalones más abajo estaba Eamonn, vestido con sus ropas de montar. Su cabello marrón estaba chorreando agua, y su cara tenía una expresión de preocupación amistosa.

—No se te ve demasiado bien —comentó con el ceño algo fruncido—. Debes de estar exhausta. Escuché que estabas ayudando con las niñas. Siento mucho lo que pasó. Vine tan pronto como el mensajero de Aisling me trajo las noticias.

No pude disimular mi sorpresa.

—Está bastante húmedo —dije bruscamente—. Pensé que nadie se aventuraría a salir con semejante tiempo. La tía Liadan se retrasará. Eso es lo que han estado diciendo.

Hubo un destello de expresión, que desapareció demasiado pronto para ser interpretada.

—Pensé que quizá se me necesitaría aquí —dijo Eamonn.

—Estoy segura de que la tía Aisling se alegrará de verte —dije amablemente, ha estado muy apenada. Maeve está muy enferma.

Asintió.

—Y tú, ¿estás contenta de verme, Fainne? —preguntó quedamente.

—Sí —respondí, y era verdad. Él estaba fuera de todo esto, el llanto, las paredes de piedra, la oscuridad agobiante del bosque. Lo podía mirar y no recordaba lo que yo había hecho, porque él no había sido una parte de ello.

—Ah —dijo, y levantó su mano para acomodar un caprichoso mechón de mi cabello detrás de mi oreja, un gesto curiosamente íntimo. Eso es lo notable acerca de ti, Fainne. Siempre dices lo que piensas, sin rodeos.

Sentí que me sonrojaba de nuevo.

—Tal vez no tengo los modos retinados que una muchacha debería poseer en una casa como ésta. Sí, digo lo que pienso. Nunca he aprendido a ser distinta. Pero no querría incomodarte diciendo algo inapropiado.

—No me incomodas, mi querida —dijo con una media sonrisa—, me gusta tu honestidad. Ahora venga, no deberías estar sentada en este frío piso de piedra. Vamos en busca de un fuego y quizás un poco de cerveza. Y luego tengo una propuesta para que consideres.

Tendió una mano para ayudarme a que me pusiera de pie, y yo la tomé. Su mano estaba seca y cálida y su apretón era muy fuerte. No tenía idea de qué iría a decirme, pero cualquier cosa era mejor que hacer frente a una pequeña habitación llena de niñas llorosas. Su tristeza sólo agravaba mi vergüenza por lo que había hecho.

La cocina era el único lugar verdaderamente cálido, así que nos acomodamos allí en un rincón. No era en absoluto un lugar privado; hombres y mujeres de servicio entraban y salían, se pelaban pollos y se envolvían budines para ser cocidos, y había una marea constante de soldados armados y empapados que estaban de paso para tomar una jarra rápida de cerveza, un trozo de pan de avena, y un momento o dos frente al gran fuego. Al menos, con tanto ruido y actividad, una conversación tranquila podía pasar sin ser oída, aunque quizá no inadvertida. La vieja mujer, Janis, estaba sentada exactamente donde yo la había visco la primera vez, rígida y derecha en su silla, con los agudos ojos oscuros observando todo y a todos. Serví cerveza del jarro, y puse una jarra en las manos de Eamonn.

Gracias, Fainne —dijo seriamente—. Ahora dime. No he visto todavía a mi hermana, o a tu tío. Hay una inundación en uno de los asentamientos exteriores, y Sean se ha ido a ver qué se puede hacer por la gente de allá. Me han dicho que Aisling está indispuesta. La situación aquí me tiene un poco intranquilo. Tú has observado esto en cada etapa. ¿Es probable que la niña muera? ¿Y el druida? ¿Cómo fue que el fuego prendió tan rápidamente, y que no pudo ser detenido antes de que hiciera tanto daño? Es extraño que Sean hubiera dejado que tal cosa ocurriera. Estoy preocupado acerca del estado de su seguridad aquí.

Lo miré fijamente.

—¿Quieres decir que sospechas de algún tipo de maldad? ¿La infiltración de un enemigo?

—No sé qué pensar. Las circunstancias parecen… raras, eso es todo. No querría pensar que otro accidente como éste pudiera ocurrir para desmoralizarnos. En este momento no podemos permitirnos siquiera un desliz. ¿Y si este fuego hubiera tocado el depósito de armas, o las provisiones que conservamos tan cuidadosamente? Quiero que me digas exactamente cómo ocurrió.

—No puedo. Me había retirado por la noche cuando el fuego empezó. Y mi habitación está en el otro lado. Para cuando bajé, el daño ya estaba hecho.

Eso no era más que la verdad.

—¿Y la niña?

—Está gravemente herida. Se quemó la cara y las manos. El druida está peor. Pero todavía hay alguna esperanza. Mi tía Liadan está por llegar de un momento a otro.

No me pasó por alto el cambio que parecía relampaguear en la expresión de los rasgos de Eamonn cada vez que mencionaba ese nombre. Lo que fuere que había habido entre ellos, hace mucho tiempo, había dejado una impresión que todavía perduraba dolorosamente apenas por debajo de la superficie.

—Dicen que es una sanadora maravillosa. Muirrin cree que ella puede marcar la diferencia.

—Ya veo. Bajo su firme control ahora, sus rasgos eran impasibles. —¿Y qué hay de mi hermana? ¿Ella también está mal?

—La ría Aisling está muy apenada. Es lógico. Esta profundamente preocupada por Maeve.

—No me sorprende.

—Está muy afligida. Las niñas se dan cuenta. Tiene poco tiempo para ellas, y siente que su presencia es una carga. Teme mucho perder a otro hijo, la casa depende de su fortaleza, pienso, y se halla un poco a la deriva mientras ella está tan distraída por el dolor. Ella hace tosió lo que debe hacerse, pero… no está realmente allí.

Eamonn asintió.

—Perspicaz por tu parte. Siento eso mismo, por la manera en que fui recibido aquí. La vida sigue, pero no como antes. Tengamos la esperanza… tengamos la esperanza de que la hermana de Sean podrá verdaderamente lograr milagros.

—Ciertamente ellos creen que podrá. Se dice que ella posee algunos poderes más allá de lo ordinario.

Sonrió con expresión todavía severa.

—Oh, sí. Eso es verdaderamente cierto. Es su juicio el que la hace fallar. Ahora, a la situación inmediata. Tengo una sugerencia para hacer, que le convendrá muy bien a mi hermana, pienso. Pero necesito saber, primero, si estás de acuerdo.

Alcé mis cejas a modo de pregunta.

—Tengo una linda casa vacía en Glencarnagh, con mucha gente para mantenerla. Demasiado grande por cierto para un hombre solo. Jardines en los que caminar, caballos que montar, calidez y espacio. Estas niñas te están cansando, y molestando a mi hermana. Ellas podrían volver conmigo, y quedarse allí hasta que la situación aquí se resuelva de un modo u otro. Y tú podrías acompañarlas, no como niñera, sino para que tengan cerca otra cara familiar. Esto me agradaría muchísimo, Fainne. Me gustaría ver que el color vuelve a tus mejillas. Agradecería la oportunidad de mostrarte mi casa. Y allí hay mujeres que pueden atender a las niñas. Tendrías tiempo para descansar y recuperarte. ¿Qué piensas?

—Yo… no se —balbuceé, puesto que esto me había cogido por sorpresa—. A las niñas les gustaría, imagino; Eilis siempre está hablando de tus lindos establos. Pero… no podía decirle que tenía en mente; que esta sugerencia me ofrecía la oportunidad de hacer exactamente lo que mi abuela desearía, y que pensarlo siquiera me llenaba de dudas.

—Haré lo que la tía Aisling desee, por supuesto —dije débilmente. La tía Aisling se negaría, pensé; no parecería nada apropiado que yo fuese incluida en tal visita familiar.

—Está arreglado, entonces dijo Eamonn. Hablaré con Sean apenas regrese. Dudo que tenga nada que objetar. Es una solución práctica. Quizá salgamos por la mañana, si la lluvia amaina.

—Tal vez —dije, logrando sonreír—. De esa manera, nos habremos ido antes de que la tía Liadan llegue.

Su mirada se aguzó.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Desde el otro lado de la cocina, la vieja nos observaba.

—Yo… simplemente escuché que vosotros dos tratabais de evitaros el uno al otro —dije—. No quise decir nada malo.

No me gustó la súbita dureza en su tono de voz.

—No es asunto de risa.

—Te he ofendido. Lo siento. Lo que fuera que hubo entre ti y mi tía Liadan todavía duele. Lo veo.

—Estas cosas pertenecen al pasado. No hablo de ellas.

Su boca estaba tensa, sus ojos marrones llenos de amargura.

Yo no tenía palabras. Me parecía que me había metido en aguas más profundas de lo que podía manejar.

—¡Fainne! ¡Aquí estás! Era Clodagh, corriendo a través de la cocina desde la entrada interna seguida por las otras niñas. Todavía había ojos rojos y facciones hinchadas, pero al menos el llanto se había detenido.

—Oh, hola, tío Eamonn. ¿Dónde estabas, Fainne?

—En ningún sitio —dije con una sonrisa débil. Aunque podían ser agotadoras, las niñas eran útiles a veces.

—Tu tío Eamonn tiene una idea. Les contaremos a todas de qué se trata. Pero sólo si tu padre está de acuerdo, ¿vale?

Sean tenía algunas dudas cuando finalmente regresó a casa y se le pidió permiso. Había ya suficiente trastorno, dijo, y además, yo apenas me había asentado en Sieteaguas. Era un poco demasiado pronto para otro cambio. Y el tiempo era terrible. Pero la tía Aisling lo desautorizó.

—Es una sugerencia muy práctica —dijo vivamente—. Me vendría muy bien. Las niñas estarán mejor alejadas de Muirrin por ahora. Podrían detenerse en St. Ronan por una noche y hacer el viaje en dos jornadas. No es un trayecto muy largo.

—Es largo para Fainne —comentó Eilis, quien había estado prestando mucha atención—. Ni siquiera puede montar bien, y todos los caballos le temen.

—¡Eilis! —exclamó su madre—. Eso no es amable. Debes aprender a cuidar tu lengua.

—Es verdad, sin embargo. —Deirdre habló defendiendo a su hermana menor, lo cual era poco común.

—En cuanto a eso —dijo Eamonn con tono casual—, he traído un caballo para Fainne. Una yegua de temperamento excepcional, muy adecuada para una joven dama. Lo tomaremos con calma. No hay por qué preocuparse.

Sean y Aisling lo miraron bruscamente. Yo fijé la vista en el suelo, algo avergonzada pero también un poco complacida. Claramente, había habido más planificación de lo que su invitación casual había sugerido.

—Ya veo —dijo Sean, frunciendo el ceño—. No estoy nada convencido de esto.

—Las niñas deberían ir. —Aisling parecía haber tomado una decisión—. Esta casa no es el mejor lugar para ellas justo ahora; hay demasiada tristeza aquí. Es mejor si se van, Sean.

—Podemos partir por la mañana si la lluvia afloja. —Eamonn parecía ansioso por tomar la ventaja que se le presentaba.

—Muy bien —dijo Sean gravemente, mirando a su esposa—. Pero sin prisas. Las niñas deben tener tiempo para despedirse.

—Disculpad. —La tía Aisling dio media vuelta abruptamente y caminó con paso rápido hacia la puerta, casi corriendo. Pensé que estaba tratando de tragar lágrimas súbitas.

—Vamos, niñas —dije vivamente—. Es conveniente que echemos un vistazo a vuestras cosas, para asegurarnos de que vuestras botas estén limpias y vuestras capas secas.

Miré a Eamonn:

—Gracias por ser tan atento —dije quedamente.

Su expresión era muy seria. Generalmente lo era. Pensé que sería un desafío persuadir a un hombre así para que se riera. La abuela no tenía un truco para eso.

—No es nada, Fainne —dijo.

—El jardín es lindo en Glencarnagh —observó Deirdre cuando estuvimos de nuevo arriba.

Yo había abierto mi arca de madera y estaba ordenando mis lamentablemente pocas pertenencias, preguntándome qué se podría considerar apropiado para tal visita.

—Hay un estanque con peces en él, y un laberinto de setos, y árboles de nueces.

—Y montones y montones de caballos —dijo Eilis—. Me pregunto si el tío Eamonn me dejará montar el negro…

—Tus piernas son demasiado cortas. Espera diez años más o menos, y entonces quizás él lo tome en consideración —dijo Deirdre secamente.

—Fainne —dijo Clodagh.

—¿Qué?

Pienso que le gustas al tío Eamonn.

—Por supuesto que le gusta —dijo Eilis, perpleja—. Es nuestro tío, nos quiere a todas.

—No es el tío de Fainne —repuso Clodagh—. Además, quiero decir que le gusta ella. No podrías entenderlo, eres muy pequeña.

—¿Quieres decir, gustar de enamorados? —Las cejas de Deirdre se dispararon hacia arriba—. Pero él es un anciano. Es más viejo que Padre.

—Tengo razón —dijo Clodagh—. Fíjate si no.

—Pienso que todas vosotras debéis iros a empacar —dije severamente—. Ordenad vuestras cosas. Quizá nos vayamos mañana, después de todo.

Sibeal no hablaba muy seguido. Ahora, su voz fue suave, pero sus palabras enviaron un escalofrío a todos los rincones de mi cuerpo.

—¿Y qué pasará si Maeve muere, y no estamos aquí?

Las mellizas se callaron repentinamente, sus caras pecosas blancas. El labio inferior de Eilis comenzó a temblar de forma inquietante.

—No digáis tales cosas —mantuve mi voz tan calma como pude—. ¿No es cierto que vuestra tía Liadan está de camino y que ella es la mejor sanadora de todo el Ulster? Por supuesto que Maeve no morirá. Para cuando regresemos estará mejor que nunca, fíjate si no.

Era una imitación creíble del estilo dinámico y positivo de Peg Walker. Pero ¿cómo podía tener la esperanza de convencerlas, si no lo creía yo misma?

—¿Fainne? —La voz de Clodagh no tenía la seguridad de siempre.

—¿Qué?

—Necesitamos ver a Maeve. Antes de irnos. Muirrin dijo que no podíamos. Pero tenemos que hacerlo. ¿Le preguntarás? A ti te prestará atención.

Cuatro pares de ojos redondos estaban fijos en mí con la misma expresión. Yo no tenía duda de que Clodagh había hablado por todas ellas, y me pregunté nuevamente acerca de los mensajes mentales, y justamente quien había heredado tales habilidades especiales.

—Yo… yo no pienso… —balbuceé.

—Por favor, Fainne —dijo Sibeal en un susurro pequeño y amable.

—Muy bien —dije. Le preguntare. Pero vosotras debéis hacer dos cosas por mí. Primero, ir a vuestras habitaciones y ordenar vuestras cosas. Separad lo que planeáis llevar con vosotras. Y manteneos lejos de la habitación de los enfermos hasta que os llame. No me esperéis fuera de la puerta. Ya sabéis como odia Muirrin eso.

Desaparecieron sin chistar. Yo estaba temblando, mi corazón helado de miedo. Había utilizado cualquier excusa desde la noche del fuego para convencerme de que no necesitaba entrar a la habitación de los enfermos y ver lo que había hecho. Muirrin no me necesitaba. Tenía montones de ayudantes mucho más hábiles. De hecho, yo no era de la familia. Sería una intrusión. Estaba mejor ocupada cuidando a las niñas. La mayoría de las excusas eran bastante ciertas. Pero la razón por la cual no había ido no era ninguna de ellas. Me había mantenido lejos porque temía que, una vez que viera lo que había en esa habitación, no tendría la voluntad de seguir con la tarea que se me había encomendado. Y si fallaba en eso, mi padre moriría sufriendo. Pero hoy no tenía opción. Había hecho una promesa. Debía ir. Tenía que ir ahora, ahora mismo, antes de perder el poco coraje que había conseguido. Era cuestión de hacer que mis pies fueran derechos por el pasillo, uno detrás del otro, y cuando llegara a la entrada, en lugar de seguir caminando rápidamente tratando de no oír los sonidos, simplemente entrar y…

Tomé a Riona y la metí bajo mi brazo. Y allí estaba el chal que había estado envuelto alrededor de ella, el maravilloso y soleado chal. ¿Cómo podía ponérmelo? Sería como dejar que Darragh viera lo que yo había hecho, como pretender que yo era digna de tal regalo, cuando lo que yo vi delante mío me confirmó que era verdad, que mi raza era capaz sólo de destrucción y maldad. Pero algo me hizo ponérmelo de cualquier forma. Encima de él, me envolví en mi servicial chal de lana de forma que sólo el borde de seda se veía, apenas un poco en la parte inferior. Luego caminé por el pasillo y di un golpecito a la puerta, y entré, con mi corazón dando tumbos y mi piel húmeda de sudor.

—¡Fainne! —exclamó Muirrin sorprendida.

Estaba revolviendo algo en una ollita junto al fuego. Maeve yacía en una tarima elevada, y la tía Aisling estaba sentada junto a ella, ocultando a la niña de mi vista. Había un pequeño pero cálido fuego en el hogar, y un agradable olor a hierbas. Junto a la ventana dos sirvientas estaban ocupadas doblando sábanas recién lavadas. Esta habitación estaba al lado de la otra, donde los druidas heridos yacían, pero yo no podía verlos. Todo estaba silencioso, excepto por el sonido de una voz masculina leyendo o recitando quedamente.

—Me alegra que hayas venido —me dijo Muirrin en voz baja, cabeceando hacia su madre—. Mira a ver si puedes hacer que Madre se vaya a descansar. Se está agotando a sí misma, y para nada. Hay poco que ella pueda hacer aquí. Ahora que tú has venido, quizás ella se vaya.

Me obligué a caminar hacia la cama; me forcé a mirar a la niña que yacía en una suerte de entresueño agitado. Sus manos tenían pesados vendajes. Yo sólo podía adivinar el daño que se había producido, agarrándose al hierro caliente en su caída precipitada. Le habían quitado el vendaje de la cabeza, y de un lado su cabello brillante estaba encrespado y quemado, el párpado izquierdo muy hinchado, las cejas y las pestañas habían desaparecido. Un mosaico de púrpura y rojo y marrón horrible que rezumaba algún líquido se extendía como una úlcera desde el ojo hasta la pequeña oreja. De ese lado, su cara era como la de un monstruo. Me obligué a seguir mirando. Controlé mi expresión. Después de un momento, sentí que era capaz de hablar.

—Yo me sentaré con ella durante un rato, tía Aisling. Tú deberías ir a descansar. Eilis estaba preguntando por ti. Le encantaría mostrarte la pequeña tela a la que le ha hecho un dobladillo. Está muy orgullosa de ella.

Aisling me miraba fijamente, sus ojos azules como en blanco. Por un momento, creo que apenas sí se daba cuenta de quién era yo.

—Yo me quedaré aquí con Maeve. Está bien, tía. Puedes irte.

Usé el arte sutilmente, para hacer mi voz más convincente. Comuniqué el mensaje de que podía confiar en mí. Por dentro, me dieron escalofríos por mi propia duplicidad.

La tía Aisling parpadeó y pareció volver en sí misma.

—Supongo que sería muy apropiado —dijo reticentemente—. Gracias, Fainne. Muirrin, volveré más tarde.

Durante largo tiempo estuve allí sentada, simplemente mirando fijo a la niña. Mirarla era castigarme. Pero toda la culpa en el mundo no arreglaría el mal que yo le había hecho. Si estas personas supieran, si entendieran que yo era responsable, sería verdaderamente una marginada. Sería odiada y vilipendiada como lo había sido mi abuela. Sin importar que debía actuar así para prevenir el sufrimiento de mi padre. Sin importar que debía llevar a cabo una tarea de tal magnitud que ninguna de sus vidas sería jamás igual. Miré fijamente a la niña y supe que había robado su futuro. Lo que yo había hecho era tan malo como lo que Conor había hecho a mi padre. Si Maeve viviera, estaría llena de cicatrices y sería monstruosa. Me vi a mí misma simple y torpe, con mi cabello con pequeños rizos y mi pie doblado, mi altura desgarbada y mi timidez. Pero mi piel era suave y pálida, mis manos hábiles y libres de imperfecciones, mi cuerpo sano, porque como Roisin había dicho, la cojera no era nada, yo no estaba desfigurada. No así. Fue en ese momento que me juré a mí misma que jamás usaría el Sortilegio nuevamente para hacerme ver hermosa. Agradecería a la diosa por ser tan afortunada, y seguiría como yo misma. Gentilmente, dejé que el velo de la gracia se fuera, sabiendo que en la naturaleza de las cosas, la gente no vería nada extraño en el cambio.

—Se está despertando —dijo Muirrin en voz baja—. Estas pociones son efectivas, pero no duran mucho. Todos andamos mal de sueño. El dolor ha sido terrible. ¿Te quedarás mientras le pongo un vendaje nuevo?

Asentí y me retiré del lado de la cama. Apretando a Riona contra mi pecho, observé mientras la niña se despertaba, su ojo dañado como una pequeña raja por la hinchazón de la piel alrededor de él, el otro redondo y temeroso, miraba mientras Muirrin bañaba su piel quemada con aguas herbales frescas, escuché cómo el hilo de sus gemidos débiles crecía hasta convertirse en un delgado sonido penetrante de dolor mientras una venda de pieles de cebolla era colocada contra su piel quemada de la cara y cuero cabelludo y atada allí con un vendaje de telas limpias. Lo mantuve en su lugar mientras Muirrin ataba los nudos y sentí los gritos de Maeve vibrando a través de mi propia cabeza, como si fueran a quedarse allí para siempre. Entonces se le cambió su ropa de cama, mientras una robusta sirvienta levantaba a la niña en sus brazos tan cuidadosamente como a una canasta de huevos frescos. Para cuando Maeve fue devuelta a su tarima y estaba tratando de tomar unos sorbos de la taza que Muirrin tenía junco a sus labios, yo estaba petrificada de horror.

—Ahora, Maeve —dijo Muirrin con calma—, tienes una visita, Fainne está aquí para verte. ¿Lo notaste? Tómalo, todo, fíjate, y luego ella se sentará aquí contigo durante un rato. Hasta puede que te cuente una historia.

La niña trago obedientemente, con trabajo. Esta poción le podría dar otro período corto de descanso. Me maravillé por la fortaleza de voluntad de Muirrin. No lloró de miedo por su propia indefensión. No regañaba a los dioses por golpear de esa manera a su hermana. No se colapsaba de cansancio ni me preguntaba por qué había tardado tanto en visitar a la niña. Simplemente seguía haciendo calladamente lo que debía hacerse, aceptando las cosas como eran, y tomando su lugar en el orden con un sentido de propósito que no dejaba lugar a dudas. Y sin embargo, tenía su costo. Yo podía verlo en sus ojos ensombrecidos. Maeve se recostó de vuelta en sus almohadas con un resuello pequeño de aire que salió de ella y que podría haber sido un suspiro. Sus ojos se volvieron hacia mí.

—Bueno. Maeve —dije tan firmemente como pude, sentándome en el banco junto a su cama—. He traído a alguien para que te visitara.

Levanté a Riona para que la niña pudiera ver sus rizos amarillos como la manteca, sus ojos oscuros y astutos, y su boca delicadamente bordada. Las faldas de rosa pálido se extendían como un abanico sobre la austera cela del cobertor de Maeve. Los labios de la niña se estiraron en una diminuta sonrisa.

—Bien —dije—, ella también está contenta de verte. Tengo que pedirte un favor. Voy a ir a visitar a tu tío Eamonn, y estaré lejos por un tiempo. Riona no puede venir. Pero no quiero dejarla sola, dado que somos tan nuevas aquí. Tenía la esperanza de que tal vez tú podrías cuidarla por mí mientras yo estoy lejos. Tendrías que hacerle compañía, asegurarte de que sus cabellos están limpios, tal vez darle un rinconcito de tu cama por la noche. ¿Podrías hacer eso?

La pequeña, y dolorosa sonrisa, estaba allí de nuevo.

—Bien —dije, y desenrolle el extraño collar que la muñeca llevaba, sabiendo en el fondo que aunque podía darle mi pequeña compañera a alguien que la necesitaba más, no podía dejar ir este último lazo con mi madre. Deslicé el collar en el bolsillo de mi vestido y coloqué a Riona al lado de Maeve, bajo el cobertor.

Cabía cómodamente en la curva del brazo de la niña, como si le perteneciera. La expresión en sus rasgos bordados ahora parecía casi benigna.

—Ahora te contare una historia, y luego debo irme. ¿Te gustaría oír un cuento?

Una respuesta muy débil. Mmm. Eso era todo lo que ella podía decir. Del otro lado de la habitación, Muirrin se sentó junto al fuego, y una de las mujeres puso una jarra entre sus manos. Miró fijamente a las llamas como si de pronto estuviera demasiado cansada como para moverse.

¿Qué clase de historia le cuentas a una niña cuando si ella mira al otro lado de la habitación, ve a la muerte esperando entre las sombras? Yo conocía muchas, pero ninguna parecía adecuada. ¿Qué trucos pueden entretener a una niñita mientras su piel se enrosca y se tensa y se vuelve un tejido abrumador de cicatrices? ¿Cómo mantienes su corazón fuerte y su espíritu claro cuando debes hablar desde la contusión oscura de tu propia culpa? Mis dedos jugaron con el diminuto borde de fleco que colgaba debajo de mi chal de lana. Sedoso y soleado. Memoria de la inocencia. El patrón delicado y diáfano de onditas que lamen la arena en la minúscula cueva secreta. Notas de una melodía arqueándose a través de la quietud del amanecer.

—La gente con la que viajé cuando vine aquí, ellos cuentan muchos relatos alrededor del fuego en la noche. Eso es para mantener el frío lejos, ¿entiendes? Los niños más pequeños se sientan al frente, y los ancianos y las mujeres, donde se está más cálido. Entonces están los muchachos más grandes y las muchachas y la gente ya crecida, ese es otro círculo. Y más allá están las criaturas. Los perros que cuidan el campamento, y los patos y las gallinas en pequeños corrales, y los caballos. Suficientes caballos hacen un bonito círculo ellos solos. Si esos caballos pudieran hablar, tendrían un par de cuentos para contar. Algunas de las historias son nobles y magníficas, y algunas de ellas son tontas, y otras pueden hacerte llorar y reír al mismo tiempo. Te voy a contar una historia acerca de un niño y una poni blanca. Es nueva. Tú eres la primera persona que la escucha. Tú y Riona.

Maeve dio un pequeño suspiro, y volvió su cabeza apenas hacia mí, como para no perderse una sola palabra.

—Bien, ahora —dije—, este niño era uno de la gente nómada. Había crecido yendo de viaje. Eso era a lo que estaba acostumbrado. No había bonitas casas o camas suaves para él; ni sirvientes que le cocinaran o le lavaran, ni mozos que atendieran a las bestias y trabajaran en los campos. Sólo un carro y un par de caballos, y el cielo y el mar, y el camino que se estiraba delante de él, lleno de aventuras. Él no se quedaba quieto mucho tiempo. Está en la naturaleza del hombre nómada estar siempre andando, ¿sabes?

Maeve estaba tratando de decir algo. Agaché mi cabeza para captar sus débiles palabras.

—¿… nombre?

Trague saliva.

—Su nombre era Darragh. Viajaba con su madre y su padre, y sus hermanas y hermanos y algunos primos y tíos y tías, y su viejo abuelo también. Había montones de gente, y todavía más caballos, porque eso era lo que ellos hacían. Cazaban ponis salvajes o los compraban baratos, y los entrenaban bien para ser montados, y los vendían en la Cross. Allí es donde tienen la mejor feria de caballos en todo Erin.

La habitación ahora estaba muy silenciosa. No sólo la niña estaba absorta en el cuento, sino que también Muirrin tenía la mirada fija en mí, y las sirvientas habían dejado su trabajo y se habían sentado sobre un banco cerca de la ventana para escuchar.

—Darragh tenía un don inusitado con los caballos. Había algo en él, algo que uno no podía jamás definir, pero las criaturas confiaban en él. Es difícil para un poni alejarse de su manada y estar entre hombres, ¿sabes?, es difícil y aterrador. Como decirle adiós a tu familia. Como irse a algún lugar tan diferente que podría ser otro mundo. Le llaman quebrar a un caballo, domarlo para que pueda tolerar una montura, y someterse a la voluntad del jinete. A veces lo que hacen puede parecer bastante cruel; atar a una criatura, hacer que se recueste y acepte el dominio del hombre sobre él. Quebrar su espíritu, eso es lo que es. Esa es la única manera, dicen los hombres nómadas, si quieres que el caballo tenga cualquier valor para un posible comprador. Nadie quiere una bestia que uno no puede confiar que obedezca.

»A Darragh no le gustaba hablar de quebrar. Él tenía un enfoque completamente distinto. Si los otros nombres pensaban que sus métodos eran un poco raros, nunca lo dijeron, porque siempre sucedía que los caballos que Darragh había traído eran los más buscados, y los que conseguían los mejores precios en la Cross.

»Hubo una vez que habían acampado bajo una colina, y los hombres y los muchachos fueron a buscar ponis salvajes, pensando que podrían tomar algunos para la feria del otoño siguiente. Los ponis estaban pastando en el pasto dulce del lado de la colina. Estaban alterados, movían las orejas nerviosamente, sacudían las colas, como si se olieran que algo estaba a punto de pasar. Estaban listos para salir huyendo con la más mínima excusa. Sus pelajes tenían los colores del paisaje, negros, grises, marrones, los tonos de la roca y el liquen y la corteza de los árboles. Pero había uno que sobresalía. Ella se movía entre ellos como una preciosa luna llena entre nubes oscuras, su pelaje tan blanco y luminoso como cualquier cosa jamás vista. Su crin y cola caían como el fleco sedoso de un chal, lustroso y reluciente.

»"Esa es mía", dijo Darragh en un susurro.

»"¿Él?", murmuró su padre, quien sabía más de caballos que la mayoría de las personas podrían aprender en una vida. "No es probable. Mira su ojo. Esa criatura está loca. Hay un orgullo y un enojo en ella que significa que jamás la quebrarás. Más probablemente ella será tu muerte. Elige uno de los otros."

»Pero Darragh ya se había decidido. Lo habitual, una vez que hubieran elegido los que valía la pena llevarse, era volver con sus propios caballos, y los perros, y aislar a los ponis de la manada para llevarlos de vuelta al campamento. Una vez allí serían confinados, y se los haría sujeto de la disciplina usual, hasta que fueran lo suficientemente dóciles para dejarse montar.

»Darragh sabía que el poni blanco era diferente. Él también había visto lo mismo que su padre; el destello salvaje en el ojo, la llamarada en las ventanas de la nariz, el porte orgulloso de la cabeza hermosa. Ella era como una princesa de los viejos cuentos, distante e intocable, y muy terca. Y asustada. Ella había sentido su presencia allí. Esta poni no podía ser cogida y dirigida a palos, con sabuesos ladrando a sus talones. Eso verdaderamente la volvería loca. Esta princesa sólo podía ser domada con amor.

»Justamente, los nómadas estaban acampados por esas tierras durante todo el verano, lo cual era conveniente dado que Darragh necesitaba tiempo. Le dijo a su madre que tal vez estuviera lejos durante un tiempo, y que se lo dijera a su padre, pero no todavía. Entonces subió a la colina bien temprano por la mañana, cuando la bruma todavía dormía en las hondonadas y hendiduras y sólo los pájaros más valientes cantaban sus desafíos al primer tinte rosado del amanecer. Fue con pie suave, sin compañía, con un pequeño dogal en un bolsillo y un pedazo de pan y queso en el otro, y sus ojos y oídos abiertos. La poni blanca estaba sola bajo los árboles Serbales de los Cazadores. Estaba soñando; y tan silencioso fue Darragh, al acercarse a ella, que el animal no oyó ni un suspiro hasta que él estuvo bastante cerca, sentado sobre una roca tan quieto como podía. Ella lo miró. Él no se movió en absoluto, aunque a decir verdad hacía un frío gélido y le costaba muchísimo no temblar y tiritar. Pero se mantuvo quieto, y se aseguró de que su mirada estuviera en el pasto o los arboles o el cielo que lentamente se aclaraba a un lila claro; después de un rato ella pareció casi olvidarlo, dejando caer su cabeza para pacer en el pasto, Pero ella tenía su ojo puesto en él, él lo sabía.

»Fue un proceso largo. Por un lado. Darragh la estaba cansando con su paciencia. Por el otro, ella trataba de determinar la medida de su persistencia. Por donde fuera que la blanca poni iba, allí estaba Darragh, silencioso, quieto, sin tratar de hacer nada, solamente manteniéndose cerca de ella. Ella corría, corría tan rápido como el viento del oeste, por los valles y montañas y a través de los campos de reluciente pasto, y Darragh había corrido detrás de ella tan rápido como permitían sus piernas humanas, y se quedaba atrás de vez en cuando. Pero siempre, finalmente, la encontraba. Siempre había sido un muchacho delgado, y ahora enflaqueció más. Había encontrado algo para comer en una cabaña por aquí, o un manojo de bayas por allí, pero no era mucho. Sus botas estaban casi completamente desgastadas. En el campamento, su gente contaba los días a medida que pasaban.

»"El muchacho es un ingenuo", dijo su padre. "Le dije que nunca quebraría a esa poni. Cualquiera puede ver que ella está loca". Su madre no decía nada. Ella tenía su propia opinión, pero se la callaba.

»Darragh estaba exhausto. Había corrido del amanecer al atardecer, y se había dañado el tobillo y tenía ampollas en todos los dedos de los pies. Habían pasado muchos días desde el momento en que salió de casa, y ahora estaban de vuelta en el lado de la colina donde todo había comenzado. La poni lo estaba mirando, y él estaba cerca, muy cerca de donde estaba parada. Él casi podía escuchar lo que ella pensaba: encontraba este comportamiento verdaderamente extraño, y no podía entender qué era lo que él quería de ella. Debía estar del otro lado de la colina al este, con la manada, pero por alguna razón estaba allí con él. Debía irse, los otros estaban esperando, pero… pero…

»"Bien, entonces", dijo Darragh, y dio un paso adelante, y posó su mano delgada y marrón muy suavemente sobre el cuello de la poni blanca. "Me voy a casa. Deberías volver con tu propia gente. No te metas en problemas".

»Y con eso, se dio media vuelta y bajó la colina hacia el campamento.

Hice una pausa. Todo estaba silencioso en la habitación: hasta la voz de la habitación contigua había cesado su cadencia constante. Afuera, los pájaros piaban.

—Ese no puede ser el final —dijo Muirrin.

Bajé la vista hacia Maeve. Ella todavía estaba despierta, su cara vuelta hacia mí con expresión ilusionada.

—Claro que no —repuse—. Darragh fue a casa, y remojó sus pies en un cubo de agua caliente, y comió una buena porción de guiso, y entonces se enrolló en su frazada y durmió desde el atardecer hasta mucho después del cantar del gallo. Su hermana. Roisin era su nombre, tuvo que despertarlo, puesto que él estaba muy dormido después de tanto correr, y tanto sentarse inmóvil, y tanto tratar de adivinar la manera en que un poni pensaría.

»"Levántate, Darragh", siseó ella en su oreja. "Mira. Mira para allá."

»Se desenrolló de su frazada de nuevo, parpadeando y frotándose los ojos. Y allí, delicada y agraciada en la luz de la mañana, estaba la poni blanca, esperándolo en el lado lejano del campamento entre los canastos y los barriles y los trastos. Puso su cabeza hermosa un poco para un lado, y lo miró con los ojos que su padre había llamado locos, y dio un relincho suave, como diciendo, aquí estoy ahora: ¿qué hacemos entonces?

»El verano siguiente, el padre de Darragh le preguntó si planeaba vender a Aoife, que así llamaban a la poni blanca. Conseguiría un buen precio por ella en la feria, puesto que ella era una criatura de inteligencia excepcional, aunque en verdad se portaba de la mejor manera sólo cuando Darragh mismo cabalgaba sobre su lomo. Aun así, él había llevado a una chica de paseo sobre ella una vez, y sus modales habían sido perfectos. Pero Darragh no podía separarse de ella.

»"No puedo", le dijo a su padre. "Ella no es mía como para que yo la venda."

»"¿Qué clase de tontería es ésa?", preguntó su padre. "Tú cazaste a la criatura, tú la domaste. Por supuesto que es tuya. Conozco a cinco hombres que pagarían buena plata por una yegua como ésta."

»"No es así como funciona", contestó Darragh, acariciando el pelaje nevoso de Aoife con dedos gentiles. "Yo la elegí a ella, y ella me eligió a mí. No hubo ninguna caza, ni ninguna pertenencia. Ella es libre de irse si quiere. De cualquier forma, jamás podría separarme de ella, no ahora. Ella es mi amuleto."

»Con el paso del tiempo. Darragh se volvió muy popular por la manera que tenía de tratar con los caballos. No cualquiera tiene la habilidad y la paciencia de domar una criatura salvaje sólo con amor. Él nunca se separó de Aoife, ni ella de él. Se convirtieron en una suerte de leyenda, ellos dos. Las personas los señalarían y susurrarían al ver al joven oscuro con su pendiente de oro, montando sobre la hermosa poni blanca cerca de las cabañas.

»"Ese muchacho es mitad caballo él mismo", diría alguien.

»"Eso no es lo que yo he oído", apuntaba otro. "Dicen que la criatura es una poni duende. Se convierte en una hermosa muchacha de noche, y vuelve en sí misma de día. No ha dudado por qué él no se separa de ella"

»Pero Darragh sólo esbozaba su sonrisa tórrida, y espoleaba suavemente el costado de Aoife. y los dos caminaban dentro del atardecer. Y ese es el final de la historia, por ahora.

Maeve parecía estar dormida, su respiración más suave, y Riona todavía apretada fuerte entre sus brazos. Acomode el cobertor alrededor de su cuerpo pequeño.

—¿Es ésa una historia verdadera? —preguntó la sirvienta robusta con alguna duda. Se había sentado como en trance a lo largo de todo mi cuento.

—Lo suficientemente verdadera —contesté, pensando que estaba muy bien que mi raza no pudiera llorar, de lo contrario yo estaría llorando a estas alturas—. De hecho, yo misma monté en esa poni una vez. Es tan inteligente y preciosa como describe el cuento.

—Lo cuentas bien. —Muirrin se levantó de su silla y se estiró cansinamente—. Hace que suenes como… como otra persona completamente distinta.

No contesté. Ni todos los cuentos lindos del mundo, ni todas las dulces memorias, podían arreglar las cosas nuevamente. No para Maeve; no para ninguno de nosotros. Estaba contenta de que Darragh se hubiera ido. Estaba contenta por el hecho de que no lo volvería a ver jamás. ¿Qué muchacho cuerdo podría querer a alguien como yo por amiga?

—Muirrin —dije, recordando tardíamente por qué estaba yo allí—. ¿Te has enterado de que nos vamos todas a Glencarnagh, las niñas y yo?

—Lo he oído —dijo Muirrin con una sonrisa irónica—. Una verdadera sorpresa. Me pregunto qué habrá inspirado al tío Eamonn a este súbito gesto de apoyo familiar.

—Creo que sólo está tratando de ser útil —dije.

—Tal vez… Las niñas jamás han ido allá antes, excepto en visitas formales con Madre o Padre. El tío Eamonn es puntilloso con todas las cosas que son apropiadas. Siempre hace todo de acuerdo con las reglas.

—Esto no rompe ninguna regla. Él es su tío, después de todo.

—Mmm. —Muirrin me observó con curiosidad—. Siempre que sepas lo que haces.

—Yo… tengo que pedirte un favor —dije—. Las niñas quieren ver a Maeve antes de irse. Parece ser importante. Me enviaron para persuadirte de dejarlas entrar, aunque sea por un ratito.

Muirrin frunció el ceño.

—Sólo las perturbará, y eso perturbará a Maeve. Tal vez tú no te das cuenta de lo enferma que está, Fainne. Está muy conmocionada y débil. No quiero arriesgar más contagios en esas heridas; eso podría acabar con ella. Perdóname por ser brusca, pero debo hacer todo lo que pueda para ayudarla a aguantar hasta que la tía Liadan llegue. Esa no es una buena ida.

—Por favor, déjalas visitarla —usé el arte, tan sutilmente como pude, haciendo que mis palabras sonaran convincentes—. No deseo apenarte, pero… pero Sibeal preguntó, ¿y qué pasará si Maeve muere, y nosotras no estamos aquí? Están pensando en eso. Les advertiré que deben guardarse sus comentarios para sí mismas, y que no deben afligirla. Por favor, Muirrin.

Ahora Muirrin me miraba muy atentamente y tenía una expresión extraña en la cara, como si estuviera tratando de descifrar una página de palabras escritas en un idioma a la vez familiar y desconocido.

—Muy bien —dijo tras un momento o dos—. Poco puedo decir si me lo pides de esa manera. Te mandaré llamar cuando ella despierte. Las niñas deben irse antes de que le cambien de nuevo los vendajes. No pueden estar aquí en ese momento. Fainne…

Se mordió las palabras.

—¿Qué? —pregunté.

—Pareces… diferente, eso es todo.

—¿Qué quieres decir con diferente? —me alarmé. ¿Habría notado ella mi uso del arte?

—No se —dijo Muirrin—. Es como si a veces fueras una persona y a veces otra. Como si fueras dos personas. Suena absurdo, ¿no? Realmente, debo estar muy cansada.

—¿No hay suficiente con una? —dije como a la ligera, pero supe que había sido descuidada. Había pasado por alto los extraños poderes que algunos miembros de mi familia poseían. Había olvidado que tenían algo de Fomhóire. De ahora en adelante tendría más cuidado.

* * *

Como para hacer más fácil nuestra partida, las nubes se disiparon y el sol se levantó en una mañana despejada y fría. Los caballos y los ponis habían sido preparados y estaban frente a las puertas principales, y una buena cantidad de soldados armados, cuyas túnicas de verde oscuro llevaban el blasón de una torre negra que los marcaba como pertenecientes a la casa de Eamonn, se reunieron en una escolta impresionante. Esta vez, al parecer, ninguno de los hombres de Sieteaguas montaría con nosotros. Eamonn era parte de la familia y por eso, supuse, se le evitaba la indignidad de tener que ser visto a través de los límites por los guardias de mi tío. Uno podía confiar en la familia. Eso quería Darragh que yo creyera: el mensaje había sido implícito en su charla despreocupada acerca de las alegrías de crecer rodeado de hermanas y hermanos. Eso mostraba, pensé con amargura, cuan poco era yo aceptada aquí en verdad; Eamonn podía pasar como quisiese, pero no me dejarían siquiera dar un paseo por el bosque sin una escolta de hombres armados. Y sin embargo, yo era parte de la familia por mi sangre, y Eamonn no lo era.

Las niñitas estaban verdaderamente muy calladas. Visitar a Maeve había sido difícil para ellas; contener sus comentarios y sus lágrimas de consternación, todavía más difícil. Lo habían afrontado con valentía, las cuatro, y yo me había asegurado de decirles lo bien que lo habían hecho, una vez que la puerta se había cerrado sobre el dolor de su hermana. Hubo muchas lágrimas entonces, pero eran tanto de enojo como de dolor.

—¡Eso no está bien! —murmuró Clodagh, frunciendo el entrecejo furiosamente mientras miraba fijamente sus puños apretados—. No se debería permitir que estas cosas pasen. ¿Cómo puede ser que los dioses dejaran que pasara?

—No es justo —agregó Deirdre, mirando ferozmente a su alrededor, sin ver a nadie en particular.

Las más pequeñas no tenían nada que decir. Sibeal era la sombra de una niña; Eilis se chupaba el pulgar. Por la mañana, bajaron con sus capas y sus botas de montar, y las ayudaron a subirse en sus ponis, muy pronto estuvimos en camino, dentro del bosque y yendo hacia Glencarnagh.