El bosque era un manto de oscuridad que envolvía la fortaleza y la pequeña aldea. A medida que el año avanzaba y el tiempo se volvía cada vez más húmedo y frío, se me hacía más difícil quitarme de encima esa sensación de opresión, de estar encerrada en una trampa que se estrechaba cada vez más en torno a mí hasta ahogarme. El bosque protege a sus habitantes, había dicho Muirrin. Me parecía que en verdad viviera y respirara, y que percibiera la presencia de una intrusa cuyo intento era su destrucción. La abuela había organizado las cosas con una simplicidad desconcertante. Asegúrate de que no combatan —había dicho—, o bien, si sucede, asegúrate de que pierdan. Perder la batalla significaba perder las Islas. Perder las Islas significaba llevar el mal al bosque y a todos aquellos que lo habitaban, ya fueran pertenecientes al mundo de los humanos o al Más Allá. Me parecía que el bosque lo sabía, del mismo modo en que un ser humano conoce una gran verdad. Qué tontos pensamientos, me apresuré a reprocharme mientras agregaba un leño a la pequeña chimenea de mi habitación. Después de todo se trataba sólo de árboles. Los árboles pueden ser cortados y quemados. Pueden ser derribados para ganar espacio para cultivos o pasturas. Era estúpido por mi parte dar tanto peso a esos temores. No obstante, las antiguas tradiciones decían que no había que menospreciar a los árboles. Para Conor y su gente ellos eran símbolos poderosos. Para Muirrin y su familia eran entidades sagradas que debían proteger a toda costa. Y el bosque a su vez protegía a todos aquellos que habitaban en Sieteaguas.
Me quedé de pie junto a la ventana mirando hacia fuera, viendo la lluvia caer inclinada por el viento impetuoso, las formas desnudas de los grandes robles y hayas temblar bajo el azote de la tempestad y lograr resistir de todos modos. Ya casi estaba oscuro y había encendido una vela, que se escurría sobre el umbral en el esfuerzo de mantenerse encendida. Su tembloroso resplandor dorado avivaba las facciones bordadas de Riona, y ceñía su vestido de seda con el matiz de las rosas de otoño. Una extraña atmósfera envolvía ese rincón cercano a la estrecha ventana. Ya la había percibido antes: una especie de poder, un cierto significado particular, como si alguien hubiera esperado allí durante un tiempo interminable, como si aquello que había sido experimentado allí fuera tan fuerte que su memoria aún flotara en el aire frío, frente a la vela temblorosa. Esa sensación me congeló. Retrocedí y fui a sentarme sobre la cama, y los ojos de Riona me observaron. Miedos me dije, demasiados miedos. Tenía que librarme de ellos para poder cumplir con mi deber. Si la amenaza era el bosque, entonces habría de afrontarla. Debía responder a las voces y desafiar a los centinelas silenciosos. ¿Acaso mi deber no era golpear al corazón del Pueblo Encantado? Sin embargo, me asustaba la perspectiva de caminar sola bajo los robles, y más aún la de sentir sus voces. Si no conocía, a quienes debía desafiar, fracasaría. Pero ¿acaso no era yo la hija de un brujo? ¿Dónde estaba mi coraje?
El tiempo se aclaró; los días tempestuosos dieron paso a mañanas gélidas y a tardes frescas bajo un pálido sol que no lograba aplacar el profundo dolor que anidaba en los huesos. Las niñas dejaron de reñir y salieron a jugar, sin alejarse mucho de la casa. Las últimas labores de la estación habían terminado, los techos fueron reparados, la leña apilada y las provisiones para el invierno almacenadas con cuidado. En los patios, hombres con espadas, lanzas y puñales ensayaban infinitamente las danzas morrales de la guerra. Llegaron más caballos, y los escuderos estaban demasiado ocupados para dedicarse a dar lecciones de equitación a las damas. Sean parecía sombrío y preocupado, y caminaba a grandes pasos con dos perros que lo seguían en silencio. Llegaron otros hombres, que consultaron algo con él y luego se marcharon. Llegaron provisiones en unos carros, y fueron retiradas antes de que nadie pudiera ver de qué se trataba, frecuentemente Conor presenciaba estas operaciones con su sobrino, controlando y dando solemnes consejos. No era extraño que un druida se comprometiera en una campaña militar, especialmente si atañía a algo tan importante para él.
Porque mi abuela había tenido razón a propósito de la gran empresa programada para el verano. Indudablemente se trataba nada menos que del exterminio de los britanos de Northwoods, el clan que desde hacía ya muchas generaciones se había apropiado de las Islas sagradas para la vieja fe. Ese era el verano en que las Islas serían finalmente devueltas a sus guardianes de derecho. No propietarios: el término no sería apropiado. La familia sólo cuidaba del bosque, el lago y las islas. Ese antiguo deber había sido confiado a nuestro antepasado por el pueblo de los Túatha Dé Danann, cuando por primera vez puso el pie en el bosque de Sieteaguas. Pero luego había habido un terrible incumplimiento de ese deber, y Northwoods había logrado adueñarse de las Islas. A lo largo de los años, muchas veces se había desencadenado la contienda por el control de aquellas migajas de tierra en medio del mar, y muchos hijos de Erin y de Britania habían caído por la causa. Aquél sería el último asalto. Northwoods sería expulsado, sus fuerzas derrotadas. Era el momento indicado; el hijo de la profecía estaba entre ellos y era ya un guerrero maduro. Con su guía y un despliegue de aliados como nunca antes había sido convocado, la empresa no podría fallar.
Todo esto lo aprendí escuchando y observando. Las enseñanzas que me había brindado mi padre me habían vuelto hábil en ambas cosas. De hecho, había habido ocasiones en las que había escuchado más de lo que hubiera querido; ocasiones en las que me había asombrado ante la historia de esta gran familia, historia en cuya trama parecían entretejerse tantos secretos. Hubo un día en que me escapé de las charlas de las niñas y me refugié en un rincón escondido del jardín para sentarme en silencio sobre el antiguo banco de piedra. El aire era gélido; yo estaba bien envuelta en mi cálido manto. Tenía el amuleto de mi abuela en una mano, y trataba de fijar la mente en la tarea que se me había asignado y en la manera de llevarla a cabo. A veces me bastaba tocar el pequeño triángulo de bronce para ver con los ojos de la mente su rostro y sentir el orgulloso susurro de su voz. No lo olvides, Fainne. No olvides a tu padre. Recordaba sus castigos, y no dudaba de su poder. A veces, frente a la enormidad de la empresa que me esperaba, perdía el coraje. En esos momentos de duda el amuleto me era de gran ayuda. Su pequeña figura en la palma de la mano me tranquilizaba siempre; cuando lo apretaba podía creerme capaz casi de cualquier cosa.
Aquel día estaba sentada sobre mi banco a la sombra de un seto de hojas oscurecidas por el invierno, cuando oí unas voces: eran la de mi tío Sean y la de Conor. Caminaban sobre el sendero de grava al otro lado de las hayas recortadas, y se detuvieron justo detrás de mí, de manera que no pude evitar escuchar sus palabras. Por si acaso decidieran dar vuelta a la esquina y pudieran verme, hice un pequeño hechizo para con fundirme mejor en la sombra del seto, para uniformar el color de mis vestidos al de las hojas y al de las ramas secas del invierno. Escuche.
—… me he hecho muchas preguntas acerca de las razones de Ciarán para esto, pero no he conseguido hallar respuestas —estaba diciendo Conor.
—A mí me parece bastante claro, tío —replicó Sean—. Hasta Ciarán debe de haber comprendido que su hija no tiene futuro en un poblado remoto, en los límites de Kerry. No puede llevarla consigo al norte; y sabe bien que aquí jamás sería recibido, a pesar de que nuestra sangre corre por sus venas. Por eso la manda con nosotros, con la esperanza de que la ayudemos a establecerse, le encontremos un buen partido y le aseguremos un futuro adecuado como hija de Sieteaguas.
Hubo un breve silencio.
—Sin embargo, hay algo que no encaja —el tono de Conor era pensativo, como si estuviese debatiéndose con una especie de rompecabezas—. Ciarán, cuando se alejó indignado hace tantos años, no estaba animado por sentimientos de amor ni hacia Sieteaguas ni hacia nuestra familia. Nos repudió a todos nosotros, y también a la fraternidad, apenas supo quién era. Y confirmó definitivamente esa decisión llevándose a Niamh consigo, a sabiendas de que iba contra las leyes de la naturaleza. Haciéndolo, la alejó para siempre de todos nosotros. ¿Por qué elegiría justo ahora confiar su hija a nuestra piedad? Desde niño Ciarán ha sido siempre capaz de reflexionar sutilmente. Hay un plan detrás de todo esto, no sólo el simple deseo de ver a su hija casada con alguien de La nobleza.
—Con todo respeto, tío, creo que te equivocas. Pienso que Ciarán sólo está haciendo lo que habría deseado Niamh. Mi hermana amaba este lugar y a su familia, amaba la vida que se vivía aquí, las comodidades, la música, las danzas, la compañía y las fiestas. Niamh no era una eremita. Me apena no poder saber si ha perdonado lo que le hicimos, si ha muerto todavía amargada por la opción tan equivocada que le impusimos. La presencia de Fainne aquí con nosotros, ¿no podría verse como una especie de perdón?
—Tú deseas que así sea —respondió Conor serenamente—. Más me temo que no acabas de darte cuenta de quién es esa muchacha, de la herencia que lleva consigo. Es la hija de Niamh, es cierto; se le nota en su manera de echar la cabeza hacia atrás, en sus silencios repentinos, en la rapidez con la que se ofende. Pero es también hija de Ciarán. Y sabes bien lo que eso significa. Retenerla aquí podría constituir un riesgo para todos nosotros. Creo que debemos actuar con cautela.
—Vamos, tío, Fainne tiene cierta habilidad con la magia, eso es verdad, pero cualquier druida habría podido hacer lo que ella hizo aquel día en el bosque. Habiéndose criado sola con su padre durante todos estos años no sorprende en absoluto que haya absorbido conocimientos suyos. El peligro más grave proviene desde otro frente; Eamonn me está haciendo preguntas que no sé cómo responder.
—¿Qué preguntas? —el tono de Conor se volvió cortante de improviso.
—Con respecto al padre de la muchacha, quién era, sus orígenes. Las respuestas que he dado a Aisling no han satisfecho a su hermano; no ha aceptado la simple explicación de que fuera un druida de noble linaje. Ha insistido para que le dijera más.
—Mmm —dijo Conor, ¿por qué crees que esto habría de interesarle a Eamonn?
—Eamonn se interesa por todo. Quiere saber todo lo que sea dado saber, por si acaso un día le llegara a ser útil. Y esto, sin duda, lo ha hecho volverse el hombre rico e influyente que es.
Habían retomado la marcha por el sendero. Ligera como un soplo de viento me alcé y me puse a seguirles el paso desde mi lado del seto. Estaba bien entrenada para caminar silenciosamente, con el pie cojo o no.
—… secretos allí —estaba diciendo Conor—. ¿Qué ocurrió exactamente aquel día en que Niamh huyó de Sídhe Dubh y de alguna manera logró arribar donde Ciarán? Es algo de lo que Eamonn todavía se avergüenza profundamente; nunca se ha perdonado a sí mismo por haber permitido una falla semejante en la seguridad de su casa.
—No es ésa la historia que quisiera aclarar —respondió Sean. Quisiera llegar a saber la verdad acerca de aquella vez en que mi hermana Liadan fue a visitar a Eamonn y acabó en una especie de puesto de avanzada con dos hombres heridos y un puñado de bandidos. Es esa la historia que más me sorprende, y que en todos estos años me ha provocado sombríos presentimientos.
—Sí; han guardado muy bien su secreto, Liadan y su Bran. Durante todo este tiempo. Incluso persisten dudas respecto a la participación de Eamonn en aquellos hechos.
—Pero es el hermano de mi mujer. Es ahora parte de la familia.
—Indudablemente. Ha sido un aliado irreprochable, a partir de aquel día. El asunto suscita preguntas muy interesantes.
Dejaron de hablar. Pronto debería detenerme; nos habíamos aproximado a la extremidad del seto, y entonces me verían, con hechizo o sin él. Todavía no había aprendido el arte de la invisibilidad.
—No te preocupes por la muchacha —dijo Sean—. Es una buena chica, estoy seguro. Un poco de magia, ciertas habilidades particulares, ¿qué hay de malo en eso? Mira a Liadan, por ejemplo.
Conor rió, pero sin alegría.
—Te equivocas. Esa muchacha tiene el mismo poder que su padre, según sospecho. Lo veo en ella, siento lo que ella representa cada vez que me acerco a ella. Una fuerza tal en una chica demasiado joven para poder aprovecharla con sana prudencia podría revelarse desastrosa para todos nosotros. De algo estoy seguro: prefiero ampliamente tener un mago de ese talento como aliado a tenerlo como enemigo.
Prosiguieron y yo me quedé atrás. Conor era un druida: por eso no había que extrañarse de que percibiera mis capacidades y no se fiara de mí. ¡Si tan sólo fuera tan poderosa como él pensaba! Entonces quizás habría podido ser más fuerte que mi abuela, y habría podido de algún modo contradecirla y al mismo tiempo lograr proteger a mi padre. Pero Conor se equivocaba. Mi capacidad de usar las artes mágicas era bien poca cosa en comparación con la de mi abuela. Yo estaba segura de que si la hubiese mencionado, tanto yo como mi padre habríamos sido destruidos. En un rincón de mi mente permanecían sus palabras: No hacen falta muchos errores por tu parte para hacerle verdaderamente daño. Había dicho que si desobedeciera sus órdenes ella lo sabría, y yo sería muy tonta sí no tuviera eso en cuenta. Debía hacer progresos, o mí padre sufriría.
Elegí un día sin nubes, un día en el que por una vez tía Aisling no me había confiado tareas. Era el momento adecuado. No había nada qué temer, me dije mientras me calzaba las pesadas botas y cogía el chal del gancho tras la puerta. Absolutamente nada. Sólo había que ir paso a paso. El de hoy era afrontar las sombras del bosque y establecer que no constituían ningún peligro. Trucos de los Túatha Dé, sin duda, para mantener a la gente presa del miedo e impedirle hacer preguntas extrañas. Mi abuela había dicho que el Pueblo Encantado era demasiado presuntuoso. Arrogante. Se creían mejor que los otros; bastaba ver cómo habían exiliado a sus descendientes sin prestar un mínimo de atención a qué significa llevar una maldición sobre sí y sobre los propios hijos por los siglos venideros. Ya era hora de que alguien se levantara en contra de ellos. Mas, a mi entender, debía hacerse con mucho cuidado. Mi propósito debía ser mantenido en secreto hasta el último momento, o con seguridad fallaría.
Me envolví en el chal. Riona me miraba. No —parecía decir—, no bastará, y lo sabes bien. La miré con el ceño fruncido. Después me dirigí al pequeño baúl y extraje el maravilloso chal de seda con sus pequeñas criaturas luminosas, los flecos que danzaban en la luz como una cascada en perenne movimiento, y me lo puse sobre los hombros.
—¿Satisfecha? —refunfuñé. Riona no respondió, no podía. Pero su expresión parecía decir: Así está mejor. Mejor aterrarte a lo poco que te queda. La miré fijamente, preguntándome de dónde provenía ese pensamiento y qué podía significar. Después la cogí, la metí en el baúl y cerré la tapa.
Era mediodía y todavía la escarcha crujía bajo mis pies. Algunos patos flotaban sobre el lago, sumergiendo de cuando en cuando la cabeza en busca de algún fragmento de comida. El humo de los fuegos de las cabañas permanecía suspendido en el aire; junto a los umbrales se apilaban ordenadamente terrones de carbón. Dejé rápidamente atrás la aldea y me dirigí más allá de los muritos de piedra de las pasturas, hacia el margen del bosque. Allí, a cada lado del sendero, había dos hombres de tío Sean, apoyados en sus bastones, que observaban cómo me acercaba.
Les dirigí mi mejor sonrisa.
—Buenos días.
—Buenos días, señorita. Será mejor que no se vaya más allá sola.
—No iré lejos. Llegaré sólo hasta la orilla del lago. No tardaré mucho.
—Debe hacerse acompañar al menos de un hombre, si no de dos. Son órdenes de lord Sean.
—Oh, pero…
—Lo siento, señorita. No podernos permitirle seguir sola. No es seguro.
Ambos eran altos y bien plantados, y la expresión en sus rostros me dijo que sería inútil discutir. El de la izquierda se parecía vagamente a un pato, con la boca saliente y los cabellos echados hacia atrás. El otro parecía más una rana. Pronuncié un encantamiento y levanté la mano.
—Acompañaré yo a la señorita. Así todos estarán satisfechos y nadie saldrá dañado —y ahí estaba Conor, de pie junto a mí sobre el sendero, donde hasta un momento antes no había nadie.
—Sí, mi señor.
La presencia de un archidruida parecía garantizar la seguridad automáticamente. Los escuderos se hicieron a un lado y nos dejaron pasar. Proseguirnos en silencio por el sendero que discurría bajo el techo de ramas desnudas. Bajo nuestros pies las hojas caídas de robles y fresnos, hayas y abedules estaban marchitas hasta tal punto que formaban una espesa, oscura y húmeda alfombra de detritos, de donde brotaban extrañas setas y donde se afanaban innumerables criaturas rastreras. Me ajuste un poco más el chal.
—Te propones algo en este paseo —más que una pregunta era una afirmación—. Y quizás habrías preferido ir sola. Pero como ves no es posible. Los tiempos en los que los hijos de Sieteaguas podían vagar libremente y sin miedo por el bosque se han acabado. Muchas cosas han cambiado aquí.
Asentí.
—No es que quiera entrometerme, Fainne. Mi sobrino hace bien al impedir los libres movimientos por el bosque. Necesitamos la más completa reserva hasta después del verano. Me imagino que lo comprendes.
—Además —intervine—, el bosque mismo no es siempre benévolo, según me han dicho. Los extranjeros aquí no están a salvo. Muirrin me ha dicho que el bosque protege a sus habitantes.
Permanecimos en silencio por un momento, caminando juntos bajo los árboles.
—Es verdad —confirmó Conor poco después—. Pero eso no debería preocuparte. Después de todo, tú eres una de nosotros.
Contuve mi amarga respuesta. ¿Crees que me tragaré esta mentira, como lo ha hecho mi padre?
—En realidad —dije con bastante verdad— no estoy habituada a tantos árboles. Me hacen sentir un poco… incómoda.
—En ese caso ¿qué mejor compañía que un druida?
No respondí, y continuamos en silencio hasta que llegamos a un claro en medio de un grupo de serbales desnudos, que ofrecían todavía aquí y allá los arrugados frutos de la anterior estación. En el centro del espacio había una enorme piedra plana, cubierta de musgo. En aquel lugar se percibía una inmovilidad que lo volvía distinto de todo lo demás. Los únicos sonidos eran el esporádico canto de un pájaro en lo alto de las ramas y el goteo de algún arroyuelo haciéndose camino hacia el lago.
—Este lugar es perfecto —dijo Conor—. A veces vengo aquí para meditar, porque también yo aprecio mucho una pausa en el frenesí de las ocupaciones. Puedes hacer lo que quieras. No hay ninguna prisa. —Se acomodó sobre la piedra con las piernas cruzadas, con la túnica blanca que ondeaba a su alrededor, la espalda derecha como la de un niño, y cerró los ojos.
Al parecer no podía hacer otra cosa que sentarme, tan lejos de él como me lo permitía la amplitud de la piedra y hacer lo mismo. Sabía bastante de magia, de trances y de poderes del Más Allá como para entender que no se podía simplemente salir en busca de apariciones y pretender que estuvieran a nuestra disposición según nuestra voluntad. Antes era preciso calmar y moderar los sentidos; localizarlos en un símbolo preciso, un fragmento conocido de la letanía; dar tiempo al tiempo. Incluso así podía suceder que no se obtuviese lo que se esperaba. Estar en el lugar adecuado ayudaba, y era mucho más fácil si no había distracciones. Los altos arrecifes de Honeycomb eran perfectos; el rugido del océano y los gritos de las gaviotas tejían una especie de paz solitaria y sin tiempo. Pero lo mejor de todo era la pequeña caverna en la profundidad de las rocas, donde el mar, la tierra y la luz filtrada se encontraban, se tocaban y se matizaban en un delicado equilibrio. Extrañaba sus sombras de azul cambiante y el delicado murmullo de las pequeñas olas sobre la arena clara. En aquel lugar el corazón hallaba reposo. Pero Kerry estaba lejos, y en el bosque de Sieteaguas no se podía oír el canto del mar. Aquí era preciso pensar en la roca; una roca tan imponente y antigua que habría podido ser parte del corazón de la tierra, como si uno estuviera sentado a buen resguardo en el regazo de la mismísima Dana. Me concentraría en la roca, y buscaría olvidar los arboles. Respira lentamente; siente el aire en lo profundo del vientre, siente su poder en cada fibra del cuerpo. Dentro y fuera. Una pausa. Dentro y fuera. Lentamente, todavía más lentamente. Estoy aquí. La tierra me abraza. Una vez me senté con la espalda contra los megalitos, y me unifiqué con el eterno sucederse del sol y de la luna. Ahora siento la fuerza de esta roca dentro de mí, y su antigua voluntad en cada rincón de mi ser; me palpita en la sangre, me late en el corazón; penetra y se ancla en la mente y en el espíritu. Soy de la tierra, la tierra está en mí.
Pasó mucho tiempo, o quizá poco, no lo sé. Sin moverme, sin abrir los ojos, sentí que allí había algo. Batió las alas y se posó, grande como un búho y un poco deteriorado, sobre la superficie musgosa no lejos de mí. Me clavó sus extraños ojos redondos, después parpadeó. Hubo un cambio súbito; no un relámpago porque no hubo luz. No una explosión, porque no hubo sonido. Sólo una especie de sobresalto en el aire, una sacudida en el tejido de las cosas. En el lugar del búho apareció un pequeño ser de rasgos humanos, más o menos de las dimensiones de Eilis. Pero no era un niño. No habría podido decir si era hombre o mujer, porque estaba envuelto en un vaporoso manto de plumas, pardas, grises, negras, leonadas y con estrías, y llevaba una capucha de la misma tonalidad, de manera que sólo el rostro quedaba descubierto; ojos redondos de búho, nariz aplastada y cejas tupidas, y debajo de un manto un par de minúsculo; pies calzados con botas rojo brillante. No tenía necesidad de moverme o abrir los ojos. El ojo de la mente veía muy bien.
Excelente trasmigración, hija del fuego —dijo la aparición—. ¿Has aprendido de un druida, verdad?
De mi padre. Me pareció hablar sin pronunciar ni una sola palabra.
Esto lo explica todo. Una gran pérdida para tos Grandes Sabios; ha hecho elecciones muy discutibles. Y también tu madre. Al menos eso es lo que parecía entonces. Pero todo se resolvió para mejor. Las cosas han cambiado. Sucede, a veces.
¿Quién eres? ¿Eres uno de aquellos que… estás entre los que se definen como el Pueblo Encantado, o Pueblo de las Hadas?
La criatura emitió una risita que acabó en un ululato de búho.
Las lisonjas, no te servirán de nada —me hizo notar con cierta malicia—. Encantado o malvado, para mí es lo mismo. Pregúntame, le responderé. Te debo un favor. Aquella vez me sorprendí mucho. ¿Por qué elegiste salvarme? No formaba parte de ningún plan, ¿no?
¿No podía querer tu libertad sólo porque me parecía lo más justo, un gesto de espontánea bondad?, pregunte un poco ofendida.
¿No eres famosa por esto, verdad? ¿Bondad? Tú eres alguien que desecharía un tesoro, si éste se interpusiera en su camino. Nos parece que a ti no te importa demasiado cuántas víctimas dejas tras de ti.
¿Qué quieres decir con víctimas? ¿Qué es esto, un interrogatorio? No he venido hasta aquí para esto.
Sabes usar tu arte con gran habilidad; tienes la técnica en la punta de los dedos. Pero la usas con poca sabiduría. No tienes en cuenta su precio.
¿Qué precio? Pero en el fondo de mi mente veía la pequeña y nítida imagen de una merluza que se afanaba jadeante sobre la tierra ahogándose, en el aire. Esa imagen nunca se había marchado completamente. Procuraba simplemente no verla. Y recordé a Riona que me miraba fijamente, y la extraña vocecilla, que no era una verdadera voz, diciendo: Mejor aférrate a lo que tienes. Me pareció escuchar, muy débil, la queja de las gaitas de Darragh.
Deberías estar atenta, dijo el minúsculo personaje en su capa emplumada.
¿Es una amenaza?, lo desafié.
Otra risa de búho:
¿Amenaza? ¿Yo?
¿Entonces qué? ¿Que estas tratando de decirme?
Te espera un trabajo de mucho compromiso. El más grande que se pueda imaginar, hija del fuego. No derroches en arte. No lo malgastes por ahí. ¿Has estado cerca un par de veces, verdad? Conserva las fuerzas para después. Tendrás necesidad de todas las que hay, e incluso más.
Reflexioné intensamente por un momento. ¿Qué me estás diciendo? No lo entiendo. No era posible que la pequeña criatura supiera cuáles eran mis intenciones. Se trataba sin duda de un truco para hacerme hablar. Me juzgaban verdaderamente ingenua.
Extraño, ¿verdad? —dijo la criatura arrimándose a mí sobre la piedra. Era prácticamente imposible adivinar qué había bajo la extravagante cobertura de plumas. Sus ojos empezaron a cambiar: las negras pupilas se dilataron, el iris amarillo se redujo—. Incluso en los planes a largo plazo del Pueblo de las Hadas no siempre las cosas funcionan bien. Aquella muchacha, Liadan, no estaba prevista. Han comprendido demasiado tarde su importancia. Pero no lograron hacerle cambiar de idea; ella continuó por su camino, nos abandonó, dejó el bosque y nunca más volvió, excepto por uno o dos eventos oficiales. Se ha llevado al niño consigo, y por poco no lo ha arruinado todo. Pero el niño volverá. Todos lo hacen. El bosque los llama. Mírate. Tú has vuelto. ¿Qué harás ahora?
¿Por qué debería decírtelo? No sé quién eres. ¿Por qué habría de decírselo a cualquiera?
Podría ayudarte, hija del fuego.
No necesito ayuda. No quiero ser ayudada. ¿Por qué insistes en llamarme así?
Cuando te enojas vuelan chispas. ¿No significa nada para ti?
Significa que he disminuido el control. No volverá a pasar.
Eres verdaderamente terca. Si cambias de idea, házmelo saber.
No sucederá. Yo trabajo sola, como mi padre.
Mmm. Mira lo que le ha ocurrido. Debería haber vuelto aquí, donde había un lugar para él, en mi opinión. Fue un tonto.
No me interesa tu opinión, y no soportaré que lo insultes. Es un buen hombre, sabio y digno de honor, y es un experto en lo que hace.
Lo estás haciendo de nuevo. Estás chispeando. Eres una hija leal. Pero asegúrate de que la lealtad no sea tu ruina. Será mejor que hagas tus preguntas ahora, si tienes alguna. Está por llover.
Sin abrir los ojos podía ver el cielo sobre nosotros, de un azul pálido, terso y sin nubes.
Muy bien. —Pensé que sería mejor aprovechar la oportunidad, ya sea tanto si las respuestas fueran o no de algún valor—. ¿Qué hay sobre las Islas? ¿Por qué son tan importantes para esta familia y para el Pueblo de las Hadas?
El hombre-búho batió los parpados. Pregúntaselo al druida.
Te lo estoy preguntando a ti.
Pídele al druida que te cuente la historia. Él tiene un gran talento para eso. Las Islas son el Último Lugar. Lástima que tú no tengas el don.
¿Qué don?
El de ver el futuro. Dentro de poco todo habrá terminado. Para cuando viva una nieta tuya, o su propia nieta. Los árboles. El lago. Lo único que quedará será un puñado de campos estériles para que pasten algunas ovejas, y un estanque medio desaguado con unas pocas anguilas enfermas jadeando para respirar. Ningún lugar Adónde ir, ni para mi gente, ni para la de ellos, ni para la tuya. Sin las Islas será el final para todos nosotros.
Pensaba que las Islas eran sólo rocas en el mar. Si… si como dices todo será arrasado, ¿cómo podrán ayudar a alguien a sobrevivir? ¿Es seguro que no ofrecerán ningún sustento?
La pequeña criatura soltó un enorme suspiro que hizo temblar las plumas que lo cubrían. Ya te lo he dicho. Es el Último lugar. El druida te lo explicará.
No quiero preguntárselo a él.
Él quiere que tú se lo preguntes. Está esperando que lo hagas. Lo está esperando desde el mismo momento en que en padre se marchó hecho una furia de Sieteaguas y los Grandes Sabios perdieron su futuro jefe. Pero tú sabes todo esto, ¿verdad?
No respondí. El ser emplumado se había acercado desagradablemente al punto límite.
¿Ninguna otra pregunta? La lluvia se avecina. ¿Quieres saber qué dijo tu tía Liadan cuando supo que la hija de Ciarán había aparecido en Sieteaguas? ¿Quieres saber qué está haciendo tu padre solo allá en Kerry? ¿Quieres oír una historia de gaitas y bodas?
¡Basta! ¿Cómo puedes saber tú todas estas cosas? Podrían ser todas mentiras, inventadas sólo para confundirme y angustiarme.
¿Angustia? No pensaba que fueras capaz de semejante sentimiento. ¿Cómo hago para conocer todas estas cosas? ¿Qué clase de pregunta es ésa, para una semihechicera como tú? ¿No te ha enseñado tu padre a indagar el futuro?
Vacilé.
¿Y bien?
Sí, pero no soy muy hábil.
La criatura hizo una señal de asentimiento. Tu familia tiene un gran talento en ese campo —dijo—. Lo que tú necesitas es un vidente. Y después sucedió otra vez: aquel imperceptible cambio de las cosas, un batir de alas, y después el silencio.
Sumergida en mi trance no podía moverme ni abrir los ojos. Durante el tiempo que empleé para completar la lenta secuencia de inspiraciones para volver a la mente consciente, despertar el cuerpo y emerger finalmente al tiempo y al lugar presentes, ningún ave era ya visible. Sólo el tranquilo claro, y el archidruida que estiraba los brazos sobre la cabeza y se ponía en pie con gracia, con la agilidad de un hombre con la mitad de sus años. El día era límpido y el sol todavía brillaba, reflejándose sobre el agua del lago al pie de las colinas, en medio de los sauces.
—¿Estás lista? —me preguntó Conor serenamente. Asentí y cogimos el camino a casa. No nos llevaría mucho tiempo. Nos habíamos alejado sólo cuanto era necesario para lograr un poco de paz y soledad. Estaba distraída, mi mente repasaba la extraña conversación y trataba de entender cuanto había en ella de real y cuánto era en cambio el producto de una meditación eficaz combinada con mi natural inquietud. Poco después empecé a notar que si bien estaba segura de que habíamos simplemente retomado nuestro trayecto por el sendero acostumbrado, ahora estábamos recorriendo otro tipo de terreno, por el cual era seguro que antes no habíamos pasado; una especie de pendiente escarpada cubierta de peñascos. Muy cerca se percibía el borbotear de un arroyo. Comenzó a llover con grandes gotas que caían al suelo con fuerza, después se alzó repentinamente un viento estremecedor, que plegaba a la lluvia con duras ráfagas. Habría jurado que todavía brillaba el sol. Me cubrí la cabeza con el chal en un inútil intento de permanecer seca.
—Aquí adentro, Fainne —me gritó Conor a través del aguacero y, aferrándome por la mano, me arrastró hacia un lado, fuera del estrecho sendero y bajo el abrigo de unas rocas. Era una larga zanja en descenso que se hundía a través de una abertura en una verdadera caverna, con una amplia plataforma que sobresalía del suelo de piedra y un pequeño agujero redondo en el techo que dejaba pasar la luz. Se escuchaba el borboteo del agua en algún lugar cercano.
—El arroyo —dijo Conor con el tono de quien afirma lo obvio—. Uno de los siete. La lluvia enseguida lo engorda. ¿Estás empapada? Podríamos encender un pequeño fuego.
—¿Con que? —pregunté irritada, examinando con la mirada el interior húmedo y desnudo de ese espacio subterráneo. Fuera, parecía que arrojaran la lluvia con cubos. Había algo, en los druidas y en la lluvia, que me inquietaba.
—Podríamos improvisar —dijo él con una pequeña sonrisa—. Entre los dos deberíamos lograr hacer algo.
—Quizá. —Mi tono era todo menos conciliador. No me gustaba que me gastasen bromas. No me gustaba tener frío, estar empapada y estar atrapada en una pequeña caverna con un archidruida, más allá de los lazos sanguíneos—. Pero no hay necesidad. Debería pasar rápidamente. El día parecía más bien despejado.
—Es cierto, ¿no? —comentó Conor—. De todos modos, no querría que cogieras frío. —Se quitó el manto que llevaba sobre su larga figura y me lo puso alrededor de los hombros. Era suave y cálido, y sin la más mínima gota de agua—. Así está mejor.
Ya no pude retener mi lengua por más tiempo.
—Si estás buscando irritarme deliberadamente —disparé—, estás consiguiéndolo.
Sonrió.
—Y si tú estás evitando, deliberadamente, salir de este embrollo porque no quieres que yo vea lo que sabes hacer, entonces nos estás haciendo perder el tiempo, a mí y a ti misma.
Lo miré seriamente.
—¿Qué quieres decir?
—¿No podías servirte de un hechizo de transporte y ponerte a salvo junto a la chimenea, en la fortaleza, segura tras las puercas cerradas?
—La verdad es que no —le dije fastidiada—. Mi padre me dijo que no estaba lista aún para aprenderlo.
Conor asintió.
—Muy sabio de su parte. Te sería muy fácil, si sabes cómo hacerlo, refugiarte en casa cada vez que las cosas se vuelven demasiado difíciles de afrontar. Bien, puede que no conozcas ese hechizo. Pero hay otros.
—Quieres decir que podría transformarte en una rana, dado que parece gustarte tanto la humedad.
—Bueno, sí. Podrías intentarlo. Pero yo soy mucho más viejo que tú, y si bien habitualmente no uso trucos de mago, eso no significa que no los conozca. Creo que te sería un poco difícil. Deberás ser excepcionalmente rápida.
Posé la mirada sobre la plataforma de piedra en la que estábamos sentados. El rumor del temporal nos envolvía: descendía desde la abertura circular sobre nosotros y retumbaba fuera del estrecho pasaje a través del cual habíamos entrado. Bajo nosotros, por el suelo de la caverna, el agua corría sobre la piedra y se recogía en el centro. Los muros goteaban.
—Yo quería que él se quedara —dijo Conor con voz suave. A pesar del fragor lo oí claramente—. Le pedí que se quedara, pero no quiso. Era muy joven, y estaba muy herido. No debería habernos dejado. Nunca ha habido otro con su talento; con tantas capacidades y una inteligencia tan aguda. Me ha costado perdonármelo a mí mismo. Forma parte del pacto, parte del acuerdo de custodia, que cada generación deba dar un hijo o una hija a los Grandes Sabios.
—Seguramente habrá habido otros —comenté, maravillándome de cómo podía mentir tan descaradamente y sonar convincente, él debía conocer las prohibiciones impuestas a nuestra raza. Debía comprender lo que Ciarán era, y cómo eso lo ataba. Y sin embargo, hablaba como un padre que hubiese perdido a su amado hijo—. Están mis primos: las hijas de Sean, los hijos de la tía Liadan. Seguramente uno de ellos…
—No es fácil encontrar al verdaderamente apto. No es una vocación que tú elijas voluntariamente. Es ella la que te escoge. Una vez pensé que Liadan había elegido ese camino, ella o su hijo. Pero Liadan ha roto el modelo. Y en cuanto a Johnny, habría podido ser lo que quisiese. Pero ella se lo ha llevado. Johnny es un guerrero, un jefe de hombres que combaten, por más joven que sea. Liadan ha escogido el propio camino. Tanto los extraños habitantes de Inis Eala como la buena gente de la tierra de su marido en Britania la ven como el corazón de su comunidad. Y es una hábil curandera. Muirrin aquí en Sieteaguas cumple el mismo papel. Pero ninguno de los dos es un druida.
Yo callaba, mirando cómo el charco sobre el suelo se hacía cada vez más profundo y se desbordaba, una amplia bañera de agua que corría hacia las esquinas de la caverna. No tenía ningún deseo de dar a entender que estaba asustada.
—¿Sabías —dijo Conor siguiendo con la conversación— que yo mismo tenía casi veinte años cuando alcancé los templos arbóreos? Había estudiado, por supuesto, ya me había dedicado a las antiguas tradiciones y a la disciplina. Pero dejé el mundo muy tarde. A la misma edad Ciarán ya estaba completando su aprendizaje. Estaría muy contento si pudiese creer que todo esto no se ha desperdiciado. Parece que el agua esté avanzando.
Asentí.
—¿Quiénes fueron los primeros habitantes de la tierra de Erin? —preguntó en voz baja.
—Los Antiguos Sabios. Los Fomhóire. El pueblo de las profundidades del océano, de los pozos y del fondo de los lagos. El pueblo del mar y de las oscuras cuevas de la tierra.
—¿Y después de ellos?
—Los Fir Bolg. Los hombres-bolsa.
—¿Podrías continuar?
—Hasta donde tú quieras. Podría ser una buena manera de morir: recitar las antiguas tradiciones ahogándose lentamente.
Él miró el suelo de la caverna. El agua estaba goteando no sólo por las paredes, sino ahora también desde la entrada baja, en una especie de churro. Resultaba imposible salir por ahí. El nivel estaba trepando hasta nuestro saliente. El fragor del exterior continuaba sin cambios.
—Parece que se vuelve cada vez más profundo —observó Conor.
Apreté los dientes e intenté aparentar que no me importaba. Hurgué en mi cerebro buscando un hechizo que se adaptase, pero no me vino a la mente nada. Mi padre era quien hacía cambiar las condiciones meteorológicas.
—¿Tienes miedo? —preguntó Conor, moviéndose hacia atrás del saliente. El agua salpicaba muy cerca de nuestros pies. ¿No te había llevado a Kerry, donde las olas son altas como los robles? Me pareció oír decir eso a Maeve.
—Pues sí, en teoría estoy acostumbrada a ver agua alrededor mío, a sentir el olor y su rumor, pero esto no quiere decir que desee estar dentro —dije bruscamente.
—No, claro. Diría que tu elemento es el fuego —comentó el druida con calma—. Estoy empezando a tener los pies mojados. ¿Intentamos escaparnos? Se levantó y miró fijamente el pequeño agujero en el techo de la caverna sobre nosotros. Quizás hubiese sido posible salir con mucha dificultad. Uno de nosotros debería trepar primero. Tenía el agua en las canillas y seguía subiendo.
—¿Qué piensas? —preguntó Conor, y en aquel momento un estrépito de agua irrumpió desde el agujero sobre su cabeza, una violenta cascada que continuaba implacablemente, y que hacía imposible escuchar y muy difícil ver. El nivel del agua subió de modo alarmante hasta llegarme a la cintura. Sentí que mi vestido me arrastraba hacia abajo. Tenía el corazón que me martilleaba, y si hubiese podido transformarme en un pez o en una rana para salvarme, el terror puro que sentía me lo habría impedido.
Conor estaba gritándome en el oído.
—¡Vamos! ¡Yo te ayudo! ¡Respira profundamente y salta!
—¿Qué? —¿Saltar hasta arriba, atravesar aquella masa líquida martilleante, sumergirme en ese flujo, con el agua en los ojos y en la cejas, sin saber qué había al otro lado? De sólo pensarlo me paralizaba.
—¡Rápido! —gritó Conor, aferrándome el brazo mientras uno de mis pies resbalaba en el borde hacia el agua, y poco a poco desaparecía bajo la superficie—. ¡Rápido, mientras podamos ver dónde estamos!
—Yo… yo…
—Eres hija de Ciarán, ¿sí o no? —y me abrazó la cintura y me llevó hasta el círculo de luz a través del cual el agua caía sin disminuir su intensidad. Respiré sin olvidarme de llenar el tórax lentamente desde la base hasta el extremo superior, y luego me estiré y me empujé hacia arriba con toda la fuerza que tenía, contra el ímpetu del agua que caía. Me aferré a las resbaladizas rocas buscando una raíz, una rama o lo que hubiese podido darme apoyo, contuve la respiración hasta que pareció que el pecho iba a reventarme; maldije la tradición de los vestidos largos, me descalcé las botas, encontré un pequeño saliente en la roca… y finalmente encontré aire. Me aferré a las raíces de un sauce, jadeando y tosiendo, y trepé hacia afuera entre las rocas, sobre las que el agua corría imparable, formando un canal en la estrecha altura de la caverna.
—Conor —grité, inclinándome a mirar en la oscuridad bajo el torrente—. ¡Conor! —No hubo respuesta. Miré frenéticamente a mi alrededor, pensando cuan útil habría sido una cuerda o una pequeña escalera, o hasta una pequeña linterna, si hubiese podido encenderla. Fuego. Al menos así él habría podido ver la salida. Chasqueé los dedos murmurando algunas palabras. Hubo un chasquido y una burbuja, una nubecita de vapor—. ¡Oh, vamos! —imploré y probé nuevamente. Apareció una esfera de llamas, que quedó suspendida en el aire sobre el agujero de la roca—. Apresúrate. Fainne —me dije, preocupada—. El hombre es lo suficientemente viejo como para ser tu abuelo, y te ha salvado. —Miré alrededor otra vez, y apenas tuve tiempo de agarrar una rama fuerte de fresno que el agua se estaba llevando. Me aferré a las raíces del árbol con una mano, con el agua que me diluviaba alrededor, y con la otra me estiré con la rama extendida delante de mí.
La caverna ya debía de estar casi llena. ¿Durante cuánto tiempo un hombre puede contener la respiración? Moví el bastón por todos lados, intentando no perderlo agarrándolo fuertemente con mis dedos contra la corriente que lo engullía. Jamás había caído tanta lluvia. Maldito bosque. Las palabras se arremolinaban en mi cabeza, Nos parece que no te importan nada las víctimas que dejas tras de ti. Al diablo el Pueblo de las Hadas y sus amigos con cara de búho. ¿Qué sabían ellos? Seguí agitando el bastón, buscando algo, cualquier cosa. ¿Dónde estaba? El agua corría por mi rostro, lavándolo. ¿Era esto lo que se sentía cuando se lloraba?
De repente sentí que tiraban de la rama. Me solté de las raíces del árbol y agarré el bastón con las dos manos, ancorándome con los pies, para no ser arrastrada por la pendiente. Sobre mi cabeza la esfera de fuego continuaba brillando, iluminando el camino que seguir. Tiré con todas mis fuerzas, sintiendo la tensión recorrer mí espalda. Fuerza, fuerza, viejo. No estás lejos. No lo estás.
Una mano pálida y sutil apareció, aferró el bastón, luego la otra emergió del agua y se agarró a las raíces fangosas que estaban a mi lado. Me incliné y le aferré el brazo, y tiré de nuevo con todas mis fuerzas. Una salpicadura, y su cabeza emergió del agua, las sutiles trenzas pegadas a las mejillas, la boca abierta y jadeante como la de un pez. De algún modo logró ser digno.
—¡Que Manannan me salve! —dijo escupiendo. Es ésta una experiencia que seré feliz de no repetir. Dame de nuevo la mano. Fainne. Ya no soy tan ágil como era… ah, ya está. Por todos los dioses protectores… Y perdí también mi bastón.
—¡Vamos! —lo exhorté, levantándome con alguna dificultad del terreno traicionero. Deja que te ayude. Será mejor que nos alejemos de estas rocas y alcancemos la tierra seca, si logramos encontrar un pedazo.
—Muy sabio, Fainne —aceptó, atrapado por un violento acceso de tos mientras miraba la esfera de luz que pendía sobre el agujero en el terreno. El agua todavía se derramaba en su interior. Lejos, en la base de la colina, se oía el rumor a borbotones del arroyo que encontraba la salida.
Murmuré una palabra y la llama se apagó.
—Vamos —repetí, y nos encaminamos con paso inseguro, con los brazos entrelazados para sostenernos, sobre las rocas y a lo largo de lo que quedaba del sendero trazado al costado de la colina, que ahora se desmoronaba a pedacitos, hasta que llegamos a un bosquecito de pinos, bajo los que había un espacio tapizado de coníferas, cubierto de manera tupida y misteriosamente seco. Nos sentamos lado a lado, con la respiración agitada.
—Volverá —dije al cabo de un momento.
—¿Quién?
—El bastón. No te preocupes. Vuelven siempre. Así decía mi padre.
—¿De veras? Nunca lo había perdido hasta ahora. Son historias que se dicen. Quizá son verdaderas, aunque puede ser que no.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué hiciste eso? Me han dicho siempre que no use el arte de modo imprudente y ahora tú… has llegado casi a suicidarte. Tú eres un archidruida. ¿Por qué?
—¿Por qué he hecho qué cosa, Fainne?
—Esto. La lluvia y… y todo. A tu edad, deberías saber que no se hace.
—¿Por qué das por descontado que ha sido obra mía?
Lo miré de reojo, quitándome el chal de la espalda estrujándolo. El color no se había desteñido; se veían los preciosos dibujos que representaban todo lo que es bello, justo y agradable.
—Mi padre decía a menudo que tú eras bueno con el tiempo.
—U… uh. —Ahora que había retomado el aliento. Conor volvía a ser el mismo: como si nada hubiese pasado.
—También él era bueno con el tiempo —dije con cautela—. Una vez, en la bahía, dirigió al viento y a las olas. La gente lo consideraba un héroe.
—Estoy seguro de que eso es verdad —dijo Conor, calmado—. Un héroe comete errores, y se hace más fuerte. Pero sería la última persona en reconocerlo. Escucha. La lluvia está cesando. ¿Volvemos a casa?
Nos pusimos de nuevo en camino. Los pies me chapoteaban en las botas, y el vestido pesaba como el plomo. Había perdido la manta de Conor en alguna parte en el agua, y sólo tenía el chal mojado para protegerme del frío. La lluvia se redujo a pocas gotas, y luego paró del todo, y también el viento. En la orilla donde el sendero salía desde los árboles, un largo y robusto trozo de abedul, descolorido por el agua, la superficie pálida entallada con innumerables símbolos pequeños.
—Tenías razón —dijo Conor inclinándose a recogerlo. Me pareció que el mismo bastón ascendiese para colocarse en su mano, como si hubiese vuelto a casa. Lo raro fue que mientras recorríamos el último tramo del camino entre el bosque y el campo abierto, sentí que mí ropa se secaba, el cabello ya no estaba pesado y mojado, y las botas eran de nuevo cómodas y protegían del agua. En cuanto a Conor, se habría podido pensar que se había alejado sólo para dar un breve paseo primaveral.
Estaba reflexionando con gran atención. Relacionaba todo lo que había pasado, intentando ver más allá de lo real e inmediato o de recoger lo que era menos obvio, como mi padre me había enseñado a hacer siempre. La oscuridad de la caverna bajo tierra. La subida a través del agua, la urgencia de salir a través de una estrecha abertura hacia la luz y el aire. El fuego. Mi parte dentro de lo acontecido. La mano extendida en amistad, la unión de sangre. La extraña sensación de paz interior que sentía, contra toda lógica. Me paré bruscamente.
—¿Qué pasa, Fainne? —preguntó Conor con voz baja, sin mirarme.
No sabía cómo formular la pregunta.
—No creo que puedas hacerlo —dije al cabo de un rato, mirándolo con el ceño fruncido—. Celebrar una especie de… iniciación, según creo… sin el consentimiento del otro. No creo que funcione, a menos que tu aprendiz haya tenido una preparación adecuada y no muestre su propia voluntad. Y además… —me detuve. No era mi tarea recordarle que los vástagos de una estirpe de brujos no podrían jamás convertirse en druidas. Ya debía saberlo.
—¿Además qué, Fainne? —sonreía. Sólo Dana sabía lo que estaba pensando ese hombre ladino.
—Nada —raspé las bolas en el suelo, sintiendo que mi rabia crecía—. Solo que… deberías saber que todo esto es inútil conmigo. Sabes bien quién es mi padre. Yo no puedo ser… no puedo ser parte de esto. El bosque, la familia… la hermandad. Deberías entenderlo.
Conor volvió a caminar, regular y tranquilo con sus viejas sandalias de cuero.
—No lo había programado —dijo—. Ciertamente no espero que tú me creas, sin embargo es la verdad. Quizá, como tú dices, realmente era una prueba; si es así, la has superado, creo. Una prueba organizada por otros, no por mí. Podría necesitarse mucho tiempo antes de que su significado nos sea claro. Podrías utilizar lo que sucedió como punto de partida para meditar y sacar conclusiones, Fainne. De una experiencia como esta siempre hay algo por aprender.
—¿Qué? —dije bruscamente. No era justo; parecía exactamente mi padre. Que un archidruida puede ahogarse con la misma facilidad que un hombre, quizá.
—Lo sabes bien sin preguntármelo. Sólo tú puedes llegar a descubrir qué lección sacarás de todo esto para ti misma. Quizá la pregunta se refiere a quién eres o qué eres. Se puede pasar la vida entera en el intento de responder a estas preguntas. Ciertamente, tienes razón. Llevaba consigo todos los símbolos del ingreso de un druida a la confraternidad; es así como damos a nuestra gente esta especie de renacimiento, este resurgir a la luz, desde el cuerpo de nuestra madre tierra. Pregúntate a ti misma por qué te ha sido otorgada esta experiencia.
—Seguramente por error. Quizás ellos —quienes hayan sido— me han confundido con otro.
Conor sonrió.
—Lo dudo mucho. Eres la hija de tu padre. Quisiera pedirte algo, Fainne. Un favor. Quisiera que me ayudases.
Habíamos llegado al sendero junto a la aldea.
—Si tiene algo que ver con el agua, la respuesta es no.
Sonrió de nuevo.
—Quisiera que me ayudases en las celebraciones de Samhain. Me imagino que te han enseñado el ritual.
—Sí, pero… intenta entender, mi padre y yo no somos druidas. La que ha sucedido hoy no cambia nada.
Conor me miró con aire grave.
—Dudas de ti misma y lo puedes hacer perfectamente. Esto y mucho más, así lo creo.
—Yo… no se —balbuceé, encontré muy fácil transmitir mi confusión, porque de repente sentía la necesidad de contar todo a aquel viejo tan calmo; contarle el motivo por el que estaba allí, lo que había hecho mi abuela, y los temores que sentía por mi padre. Tú también lo amabas. Ayúdame. Pero no logre decir nada.
—Piensa, Fainne. Durante tu estadía deberás elegir. Elecciones que te llevarán lejos, que quizás irán mucho más allá de lo que imaginas.
Si tú supieras lo que imagino, temblarías de terror.
—Lo pensaré —respondí.
Conor asintió con la cabeza y volvimos a caminar en silencio hacia la fortaleza. Cuando estuve en mi habitación, me quité el chal, que ya estaba casi seco, y lo puse de nuevo en el baúl. Dudé un poco antes de sacar a Riona y colocarla de nuevo en el borde de la ventana. Luego aticé el fuego hasta obtener un abundante y luminoso resplandor de calor, y me senté al lado de la chimenea. Había sido un día extraño. En cierto sentido había logrado lo que me había propuesto. Había afrontado el bosque y había superado la prueba. Había escuchado la voz del Más Allá, quizá no la que esperaba, pero de todas maneras, una voz. Sin embargo, no había extraído ningún aprendizaje. El mensaje que el pequeño hombre-búho me había dado no era propiamente un mensaje. Las palabras no tenían sentido. No había hecho las preguntas que quería hacerle a Conor. Sin embargo, dentro de mí, sentía calor, como si finalmente hubiese ganado algo. No tenía sentido. ¡Caramba con todos los druidas de Erin! No hacen más que confundirte. Así como los búhos que hablan, la ropa que se seca en un momento y las muñecas que te siguen con la mirada y que te hablan dentro de la cabeza. Di un gran bostezo, luego otro, me acurruqué allí delante del fuego y me dormí.
En silencio, discretamente, como una sombra que se mueve bajo el sol invernal, los druidas llegaron a Sieteaguas. No eran muchos: un viejo con la barba gris, algunos mucho más jóvenes, hombres y mujeres con el cabello trenzado y el rostro calmo y pálido. Inescrutables, como su jefe. Se fueron acomodando en un edificio al lado de los establos, porque preferían no estar dentro de los muros de piedra de la fortaleza y más cerca del bosque. Permanecieron a la espera.
Samhain es la más oscura y misteriosa de las celebraciones. En Kerry, mi padre y yo celebrábamos el ritual solos, y por ser quiénes éramos, su desarrollo se modificaba ligeramente. No como podría pensar la gente. Puede que seamos brujos, pero no somos adoradores del diablo. No somos adivinos, ni practicantes de magia negra. Reconocemos las antiguas divinidades. Rendimos honor a los elementos, el fuego, el aire, el agua y la tierra. No podemos acercarnos al quinto elemento, que es la pura esencia del espíritu. Veneramos el transcurrir del año y sus repeticiones. Pero usamos las habilidades que poseemos para nuestros fines; no seguimos los esquemas de los druidas. Sin embargo, lo que hacemos es, en muchos aspectos, parecido. Entendía la ceremonia, y el rol que debía cumplir. Conor había mostrado una gran capacidad de intuición, estaba obligada a admitirlo. Había conocido bastante bien a mi padre como para saber que había aprendido la antigua tradición y comprendía el significado de ella. Tenía razón: si se consideraba mi educación, estaba absolutamente preparada para convertirme en druida. Además ¿qué otras perspectiva tenía? Era muy improbable que consiguiese atrapar un marido rico o influyente, se revelase o no la verdad de mi origen: aunque fuese la hija bastarda de una unión prohibida, o peor aún, un ser sin raíces, de padre desconocido. Quizá se podía inventar la historia de que era hija de un druida, pero ¿quién podría estar seguro? Podría haber sido engendrada por un leproso, un ladronzuelo, o de cualquier criatura del Más Allá, quizás un elfo. ¿Qué cacique, orgulloso de su propia línea sanguínea, se habría dignado dirigir su mirada hacía mi?
Aquella noche, fue particularmente difícil recordar por qué estaba en Sieteaguas. Como ya dije, Samhain se celebra en secreto. Aquel año, los druidas habían llegado a la luz del día porque todos sabían que sería la última vez, antes de la batalla final. La celebración señalaba el inicio de un nuevo año, el año en el que los britanos serían barridos de las Islas y, con ello, la rendición de cuentas. Quizá, hizo notar Conor, el próximo Samhain podría ser celebrado, como se hacía en el pasado, a la sombra de los serbales sagrados que coronaban la Aguja, en el lejano mar del este. Si pudiera ser testigo de todo eso —dijo—, podría dejar esta vida como un hombre feliz. Aquellas palabras hicieron que un estremecimiento recorriera mi espalda, pero no dije nada.
El rito sería celebrado en el corazón del bosque, donde los druida llevaban su solitaria existencia, espiados por los otros habitantes de extrañas voces y apariciones fugaces. En los templos arbóreos había quedado un cierto número de cofrades de Conor para llevar a cabo la tarea. Aquellos que habían venido a Sieteaguas celebrarían una ceremonia a la que serían invitados los miembros más ancianos de la familia, luego serian presentados a todos y saludarían a los integrantes de toda la comunidad, compartiendo con ellos el banquete ritual de Samhain. De este modo, todos participarían. Sin embargo, solo un estrecho círculo de personas podía ser testigo de las fórmulas sagradas y del modo en que eran pronunciadas; por lo tanto, yo tenía pocas posibilidades de oírlas por completo. Las niñas pequeñas eran excluidas. Conociendo su total incapacidad para estarse quietas unos pocos minutos, pensé que era una sabia decisión.
Samhain es un momento grávido de peligro. Durante los tres días que marcan el pasaje del año y su descenso en la oscuridad, se derriban las barreras, y los confines entre los mundos se vuelven menos definidos. No es extraño asistir a las manifestaciones del Más Allá, porque en aquel momento de confusión las sombras de sus habitantes se aproximan sigilosamente. Las cosas adoptan un aspecto distinto. A la luz del fogón de Samhain sucede que mirando al propio vecino se vea, de improviso, el rostro de un amigo hace tiempo muerto. Despertarse por la mañana y describir que han sucedido cosas extrañas: un rebaño vagando, a pesar de haber sido cercado, extrañas luces y estrofas de música antigua de fondo en plena noche. Si se quiere indagar el futuro, éste es el mejor momento para probar: con certeza se logrará ver algo. Aunque luego se podría llegar a desear no haberlo hecho.
En el curso del ritual, había una parte confiada al druida más joven, y aquella tarea me fue asignada. No fue difícil pronunciar las palabras con intensidad y pasión. La misma voz de Conor tenía un poder solemne que parecía llegar directo al espíritu. Yo había consentido en ayudarlo. Había considerado que si debía obedecer la voluntad de mi abuela debía ganarme la confianza de este hombre, debía encontrar un lugar en su comunidad. Me dije que estaba simplemente recitando una parte; que esto significaba poco para mí. A medida que la ceremonia avanzaba, en la habitación iluminada por las candelas preparadas para ese fin, se hizo imposible ignorar la presencia entre nosotros de entidades invisibles, en algunas esquinas a la sombra, o en las llamas del fuego ritual. Una parte del ritual consiste en la solemne repetición de nombres: los nombres de quienes han dejado esta vida y de cuyos espíritus nos separa sólo un suspiro. De algún modo, todo esto me tocó más profundamente de cuanto hubiese sucedido hasta ahora, y por un momento olvidé, a mi pesar, que no pertenecía verdaderamente a aquel lugar, y que nunca lo haría. Olvidé a la abuela. Permanecimos allí, de pie como una familia, los vivos con las manos entrelazadas formando un círculo, y los otros, mezclados entre nosotros.
Eran muchos, al menos los que estaban presentes. Se aproximaban sigilosamente, los miembros de Sieteaguas que se habían ido, a tejer y reforzar el tejido de esta familia.
Me dirijo a vosotros, hermanos míos —invocó Conor con voz, tranquila—. Diarmid, valiente y testarudo. Cormack, mellizo y amigo, leal y sincero. Liam, en un tiempo, señor de todo esto. Has dejado tu herencia al hombre justo en el que se ha convertido tu sobrino, semejante a ti.
Sorcha, hija del bosque —intervino Sean—. Inigualable curador, espíritu grande. Iubdan, hombre de la tierra, sabio y resuelto. Mi mano está en la tuya, vosotros guiáis mis pasos.
—Eilis, madre —fue el turno de Aisling—. Al darme a luz, diste vida. No te he conocido, pero te quiero y te rindo honor.
Luego todos me miraron, y las palabras me vinieron espontáneamente.
—Niamh —susurré—. Has danzado en Imbolc, y refulgías de luz. Eres mi madre y una hija de Sieteaguas. Estás aquí, cerca de nosotros, así como lo están quienes se han ido.
—Y así, los hijos de esta comunidad, mis hermanos que han vivido tan poco tiempo en este mundo —agregó Muirrin, tomando la mano de su madre—. Los pequeños Liam y Seamus; preciosos como las estrellas del cielo; dulces, como las gotas de rocío sobre los espinos, vivís como llamas luminosas en nuestra mente y en nuestros corazones.
—A través de las sombras sentimos vuestra presencia a nuestro lado —prosiguió Conor alzando las manos—, porque esta noche entre nosotros no existen las barreras. Compartid nuestro banquete; sed bienvenidos, y caminad entre nosotros.
Continuó con el ritual. Uno por uno, la sal, el pan, el vino y la miel, dieron distribuidos a los presentes, y las porciones destinadas a los espíritus se lanzaron a las llamas. Me moví a lo largo del círculo, cumpliendo mi tarea, como hacían los druidas. Me di cuenta de las terribles pérdidas que esta familia había sufrido, eran mis mismas perdidas, y viceversa. Comprendí que los muertos estaban todavía allí, entre nosotros. Su herencia pervivía en las acciones y en las elecciones de quienes vivíamos. ¿Lograba mirar mi madre a través del velo que separaba este mundo del otro, y sonreír, por aquello que veía? ¿Qué camino habría querido para mí?
El círculo se disolvió, y el ritual estuvo completo.
—Venid —nos invitó Conor—. La buena gente de la comunidad espera nuestra compañía, comamos juntos, y preparémonos para el tiempo de las sombras.
Nos dirigimos hacia el gran salón, donde se encontraba la gente de la casa y de la aldea. Era una gran reunión. A los habitantes de Sieteaguas se les habían agregado muchos guerreros, y muchos otros que tenían un rol en la preparación de la guerra. Herreros, armeros, domadores de caballos, y quienes se ocupaban de gestionar el reabastecimiento y organizaban los reagrupamientos veloces y silenciosos de una gran cantidad de hombres. Estaba también la vieja, la tía de Dan Walker. La vi que me miraba con sus ojos oscuros y penetrantes.
Se prepararon los bancos, y algunos se dejaron vacíos para aquellos visitantes del Más Allá que hubiesen querido alcanzarnos. Las puertas estaban completamente abiertas porque esta noche, ninguna llegada habría sido impedida, ningún paso refutado. Los hogares estaban fríos. Afuera, en el amplio espacio entre la fortaleza y la escudería, ardía un gran fogón, cuyas chispas danzaban en el aire. Había luna llena, y las nubes ligeras se movían en la incandescencia que irradiaba.
—Morrigan nos observa detrás de su velo —dijo Conor—. Ven conmigo, Fainne. Aticemos los hogares y dirijamos nuestros pasos hacia el año nuevo.
Había encendido el fogón mucho antes, usando sus manos y un conjuro. Otros lo habían alimentado con medios más prosaicos, agregando regularmente ramitas de fresno bien secas. Ahora Conor tomó una antorcha apagada y la mantuvo cerca de las llamas, hasta que prendió y brilló de luz dorada en la noche.
—Este es el fuego del nuevo año —su voz era nítida y potente, y sus ojos llenos de serena esperanza—. Éste es el año de la rendición de cuentas. Nosotros medimos los días de la oscuridad, y hacemos el inventario. Nos preparamos para los tiempos luminosos y alegres, y para el día de la victoria. Prometo a los pueblos del bosque de los dos lados del velo que antes del próximo Samhain las Islas serán reconquistadas. El hijo de la profecía nos guiará, y llevaremos a cabo la tarea sagrada que nos ha sido confiada. Lo prometo.
Luego puso la antorcha en mis manos.
—¿Sabes qué debes hacer? —me preguntó en voz baja.
Asentí. Sentía una sensación muy extraña, como si en alguna medida ya lo hubiese hecho, como sí una escena del pasado se estuviese repitiendo, pero con una sutil diferencia. Mis pies se movieron solos. Entré con la antorcha ardiente en el gran salón, y delante de toda la gente reunida me adelanté y rocé los troncos ya preparados en el enorme hogar. Se encendieron e irradiaron una luz brillante. Luego atravesé la casa, teniendo cuidado de los tapices, y encendí cada uno de los hogares, hasta la pequeña chimenea de mi cuarto. Me pareció ver con el rabillo del ojo una leve sonrisa en la embellecida boca de Riona, pero cuando me giré, ella estaba mirando por la ventana con el aire solemne de siempre.
Cumplido mi deber, regresé al salón. Aquella noche, inusualmente, no tenía miedo de la muchedumbre reunida, de las charlas y de la vivacidad. Había vino y pan de harina de avena, carne fría y un poco del delicado queso hecho con leche de oveja. Poco, porque desde ahora hasta la primavera no habría leche fresca, y la mayor parte de manteca y queso era almacenada en las grutas. Las últimas cabezas de ganado en excedencia habían sido sacrificadas, los últimos granos recogidos. Los animales de raza, los mejores del rebaño y la manada, eran encerrados en los graneros o en los recintos de alrededor de la aldea. El escaso grano que aún estaba en los campos se dejaría allí para los espíritus. Era el tiempo en el que se cambiaba la luz del sol por el calor de los hogares; los trabajos de la granja, del bosque y de los campos de guerra por el pequeño núcleo de la casa y de la familia, para programar lo que viniese.
No fue exactamente una celebración. La gente hablaba tranquilamente, reunida en pequeños grupos. Hasta las niñas estaban más tranquilas que de costumbre. La hora de ir a la cama ya había pasado hacía rato, y Eilis estaba sentada en las rodillas de tía Aisling con el pulgar en la boca, como un bebé. Maeve, que me había seguido durante mi recorrido por la casa paso a paso con los ojos desorbitados de admiración, se sentó cerca del hogar, relajándose medio dormida sobre su gran perro. Sibeal estaba al lado de la vieja, Janis, quien probablemente le estaba contando una historia. Las jóvenes se afanaban dando vueltas, asegurándose de que los cálices contuviesen bebida y los platos estuviesen permanentemente llenos.
—Te has portado muy bien esta noche, Fainne —era Muirrin, que se me acercó con una jarra de vino a llenarme la copa—. Casi como si hubieras sido llamada para ello, diría. Es un gran honor ayudar en la Ceremonia. Y es un honor mayor aún encender los fuegos. Nunca había visto a Conor confiar una tarea similar a nadie que no fuese un druida.
—¿En serio? —pregunté sorbiendo un poco de vino.
—Te estima mucho, Fainne. No debes tomar esto a la ligera. De todos ellos, de todos los hermanos-cisne, Conor es el único que ha permanecido aquí en el bosque. Él mantiene vivo el recuerdo de los viejos tiempos. Nos impide olvidar quiénes somos y que debemos hacer. Y él ve que tú tienes una parte en todo esto, no me cabe la menor duda.
—Puede ser —comenté—. Muirrin, me has dicho que tus padres han tenido hijas y que la tía Liadan ha tenido hijos. Pero…
Hizo una media sonrisa.
—Eran gemelos, Entre Maeve y Sibeal. Vivieron menos de un día. Yo tenía alrededor de siete años cuando nacieron. Los tuve en brazos, por poco tiempo. ¡Qué manitas más pequeñas tenían!
—Lo siento. No tendría que haber hablado. Has dicho que tu padre estaba contento de que fuese Johnny quien heredase. Pero no sabía que había tenido varones y que los había perdido.
—El dolor fue terrible. Mi padre tuvo que lidiar con él. Es muy fuerte. Quiere a Johnny y lo respeta. Para mi madre es diferente. —Tuvo un momento de duda.
—¿No se alegra de que el heredero sea un sobrino? —pregunté.
—No lo admitiría jamás. Es una buena mujer, dedicada a mi padre y a las interminables tareas domésticas. No lo diría jamás abiertamente, pero está convencida de haber fallado, de no haberle dado un varoncito. Es una especie de… contención, sólo así podría llamarlo. Quiere a Johnny, nadie puede no hacerlo. Será el jefe ideal para Sieteaguas. Pero, de todas maneras, provoca dudas.
—¿Dudas? —le pregunté mientras nos sentábamos cerca una de la otra en un banco situado en una esquina—. ¿Por qué debería dudar si todos dicen que Johnny es una criatura perfecta?
Ella sonrió.
—Es perfecto verdaderamente. Estoy segura de que estarás de acuerdo cuando lo conozcas. Los sentimientos de mi madre tienen que ver fundamentalmente con su origen. Es un primo, ciertamente, pero…
—¿Qué puede objetar tía Aisling sobre el padre de Johnny?
—Objetar no. No usaría una palabra tan fuerte. Mi madre respeta la decisión de mi padre. Es sólo que… entre mi tío Eamonn y el Capitán existen sentimientos virulentos. Nunca han dicho de qué se trata, o de qué se trató. Creo que mi madre piensa que su hermano no aprobaría jamás a Johnny como futuro jefe de estas tierras. Esto la hace sentir intranquila respecto al futuro. El Capitán no ha estado aquí desde que él y la tía Liadan se fueron. Cuando tiene que ver a papá se encuentran fuera, cada vez en un lugar diferente. Yo lo he visto sólo una vez. Y tío Eamonn hace de todo por alejarse cuando Liadan está aquí. Es como si lograsen mantener buenas relaciones sólo si no se encuentran cara a cara.
—¡Qué raro! ¿Desde cuándo dura todo esto?
—Desde que Johnny era pequeño. Ya hace casi dieciocho años.
—Entiendo —dije, aunque en realidad no entendía nada en absoluto. Había muchos secretos aquí; sin duda, secretos muy extraños—. Lo siento, Muirrin, por tus hermanitos. —Era lo que sentía realmente. Había visto la mirada dolorida en la cara pequeña y pecosa de la tía Aisling cuando se pronunciaba su nombre.
—Gracias, Fainne. ¡Eres tan buena! Estoy contenta de que hayas venido aquí. Mis hermanas son deliciosas, pero es maravilloso tener una amiga con quien poder hablar. Antes o después mi madre aceptará los proyectos de mi padre para Sieteaguas. Primero es necesario ganar la batalla. Luego trabajaremos por el futuro. —Su rostro se iluminaba de esperanza y resolución.
—Debes disculparme —dije—. De improviso me siento muy cansada. ¿Crees que el tío Sean se irritaría si me fuera a acostar?
—¡Oh!, Fainne, ¡pobre! Me olvidaba que has trabajado mucho ayudando a Conor a llevar aquella pesada antorcha… vete, corre. Yo te disculpare ante los demás.
Volé a mi habitación y cerré el cerrojo de la puerta; me quité el amuleto, y cambié el vestido bueno por un cómodo y viejo camisón. Tomé a Riona del borde de la ventana y me senté delante del hogar junto a ella. Con los dedos rozaba la áspera superficie del amuleto que llevaba al cuello, tocando las minúsculas inscripciones. Aunque el pequeño fuego ardiese encendido, la habitación estaba fría, más fría que el hielo del alba: más fría que las salpicaduras del mar en el corazón del invierno; pero no tanto como el hielo que envolvía mi espíritu y no quería irse. Era el gélido mordisco de la incertidumbre. Tomé el atizador, con la intención de reavivar el fuego para calentarme. Apenas había rozado las brazas con el hierro cuando una imprevista llamarada estalló, iluminando toda la habitación con una vivida luz rojiza, y llenando mi nariz y mi boca de un humo acre y sofocante. Todo el aire pareció burbujear y silbar a mí alrededor, el corazón empezó a martillearme el pecho a causa del miedo. La llama se atenuó, el fuego se tornó un resplandor púrpura, oscuro como las moras, y allí, en su profundidad, se encontraba la cara arrugada de mí abuela, rodeada de llamaradas. Los ojos agudos me miraban fijamente, y entre los chisporroteos de la leña quemada oí su voz que me reprochaba:
Avergüénzate, Fainne. ¿Has olvidado el sufrimiento de tu padre? ¿Has perdido tu disciplina tan rápido que has podido jugar a ser druida y olvidarte de tu deber?
Me parecía que no lograría hablar. El corazón me galopaba en el pecho, tenía la piel húmeda de sudor. Sabía que me descubriría. Sabía que vendría, antes o después. Pero no ahora. No así.
—Yo… yo —balbuceé, luchando por encontrar algún resto de control—. No me he olvidado, juro que no…
¡Oh, Fainne! Qué débil eres. Cómo te dejas embrollar tan fácilmente. ¿Por qué salvaste al druida de la inundación? ¿Por qué no has dejado que se hunda en la oscuridad a quien condenó a tu padre? Claro eme lo veía. Tu voluntad no es tan fuerte como pensabas.
—Conor hace su juego —me rechinaban los dientes. Deseé que no me hiciese ver la imagen de mi padre, aquello no—. He entendido qué tipo de persona es; yo seré más lista que él. Es un viejo.
Es un druida, no me convences, Fainne. ¿Debo ir allí en carne y hueso, además de mi espíritu, para azuzar tu voluntad? Niña, ¿te has olvidado por qué estás allí?
—N… no, abuela.
¿Entonces por qué estás perdiendo el tiempo soñando delante del fuego?
—Ha… sido necesario ganarme la confianza de esta gente —murmuré titubeando. Así no iba bien, debía recomponerme, y rápido. Sus ojos parecían navajas que escarbaban a fondo, buscando hasta el más pequeño secreto—. Actuar como amiga, hacer el papel de una de la familia. Mi madre… —La voz se me quebró. Aquella noche me había parecido casi sentir que Niamh me miraba a través del velo de las sombras.
Tu madre se avergonzaría de ti. —La voz de la abuela era fría y dura como una piedra—. Ella despreciaba esta gente por lo que le habían hecho y por lo que habían hecho a Ciarán. Tu voluntad se está debilitando, Fainne. Tú sabes por qué.
—¿Que pretendes decir?
Esta gente es perspicaz. Dan la impresión de acogerte, exteriormente parecen aceptarte. Conor te está engañando, te está haciendo creer las mismas mentiras que a tu padre. Comienzas a pensar que, después de todo, quizá lo puedes hacer. Que quizá puedes caminar hacia la luz; seguir la senda señalada por los Grandes Sabios, hasta lograr ser como él. ¡Hug! Mírate. Fainne. Mira lo que eres sin la cobertura del amuleto. Tú eres distinta; no eres una de ellos. Tú llevas mi herencia, la sangre de los exiliados, y Conor lo sabe. Está jugando contigo, nada más. Hasta tu padre busca simplemente usarte para sus fines. Así actuamos los de nuestra raza. No hay amor, no hay aceptación. El camino es sólo contusión y sombra. Al menos dale un sentido.
—Dices que no hay amor. Pero yo amo a mi padre y él me ama. Esto valdrá algo.
Son sólo sentimentalismos sin sentido. Ciarán creía amar a tu madre. Ese fue su más grande error. Si te amara, no te habría enviado aquí. Tu padre sabe, como lo sé yo, que tú no serás nunca nada más de lo que eres. Ahora presta atención, Mira el fuego.
—Estoy mirando.
Mira otra vez.
Obedecí y las llamas cambiaron, se enroscaron y se alargaron, y me mostraron, exactamente en su núcleo luminoso, una imagen minúscula, pero nítida: mi padre inclinado hacia delante que tosía como sí el pecho le fuese a explotar, y entre los dedos de la mano con la que se tapaba La boca, goteaba sangre brillante. Parpadeé y la imagen desapareció. Mi corazón se volvió gélido como el hielo.
¿Has visto bien? Ha sido obra tuya. Eso que ves está sucediendo en este momento. Para un hombre en estas condiciones, es difícil incluso comer. No te sorprendas de que esté tan delgado. A veces es casi imposible respirar. Y durante el invierno en Kerry hace mucho frío. Sus ojos me perforaban.
—¡Por favor! —La angustia me quebró la voz. No logré evitar implorarle. ¡Por favor! ¡No lo hagáis!, no es culpa de mi padre. Por favor, ¡no le hagáis tanto mal! Haré lo que queráis. Soy… tengo un plan. Lo estás castigando sin motivo.
Los planes son una cosa, Las acciones otra. ¿Qué has hecho des de que llegaste aquí? ¿Has usado tu arte mágico? ¿Has encontrado de quién servirte? ¿Qué has hecho?
—Yo… he ido al bosque a buscar al Pueblo Encantado. He hablado con uno de ellos.
¿Y?
—Y… he suscitado el interés de un hombre —balbuceé, aferrándome por la desesperación a un hilo—. Un hombre influyente. Es parte de mi plan.
Si has suscitado su interés, ¿dónde está esta noche?
—Ha ido a casa, por ahora. Me ha dicho que no ve la hora de volver a verme. —No era suficiente, sabía que no lo era. La tos asfixiante de mi padre me resonaba en la cabeza como campanas fúnebres.
No es suficiente, Fainne. Patéticamente insuficiente. ¿Recuerdas aquel bacalao? Lo hiciste con facilidad. El paso siguiente es el verdadero desafío. Has sido una estúpida al dejar que esta gente cavase con el calor un pasaje hacia tu corazón. Harías bien en reaccionar rápido, antes de que te olvides cómo se hace. De lo contrario, perderás toda tu determinación. Te convertirás sencillamente en una de ellos. Quizá te agrada ver sufrir a tu padre.
—¡Basta! De todas maneras no ha sido fácil. Todas las noches, antes de dormirme veo aquel pescado. Ha sido algo tremendo, un abuso de mi arte.
Aquella muchacha no era indispensable, Fainne. Era sacrificable, todos lo son. No tienes espina dorsal, muchacha. Ahora muéstrame. Muéstrame que aún la tienes. Muéstrame que no te importa nada de esta gente. Son los mismos que han echado a tu madre de casa, a los brazos de un hombre tan cruel que ella nunca más se recuperó. Son quienes han sembrado la esperanza en el corazón de tu padre, sólo para luego extirpársela. A ellos no les importa nada de ti. Nada. Todo lo que les importa es su precioso bosque, sus Islas, y los deseos del Pueblo Encantado. Tu madre está muerta. Se ha suicidado por lo que esta gente le hizo. ¿Quizá lo has olvidado? En cambio, estás sumergiéndote en su absurda concepción del mundo, tanto como para considerar una absurda profecía, producto de la retorcida fantasía de algún bardo, más que la existencia de una mujer de carne y hueso. Sal fuera, Fainne. ¿Dónde está tu rabia? Muéstrame que eres fuerte.
Y entonces sentí surgir dentro de mí el arte de la magia en todo su poder, fluir en cada parte de mi cuerpo. Podía hacer lo que ella quería, sabía que podía hacerlo; sólo debía usar aquello que mi padre me había enseñado. Sin embargo, él había dicho…
—A veces —susurré—, se necesita más fuerza para no actuar…
¿Y esto qué es? ¿Una tontería de druida? Sé coherente contigo misma. Reconoce tu herencia. Demuestra que aún puedes hacerlo. ¿Cuánto pasará hasta que uses tu arte? Muéstramelo, Fainne. Sólo un pequeño fuego, quizá. Pero caliente. Haz que se asusten. Túrbales. ¿No crees poder hacerlo? Has perdido la rabia. Has perdido la determinación. Deja de lado el amor que dices sentir por tu padre. No significa nada.
—¡Puedo hacerlo! Ahora hasta mis dedos sienten las llamas dentro de mí. Pero… pero parece que no haya un propósito real… es sólo un estéril engaño.
¿Me hablas de propósitos? ¿Justamente esta noche? ¿No ha esperado tu madre, año tras año, suspendida entre los dos mundos que tú vinieses aquí, para poder verte a través del velo en la noche de Samhain? ¿Para ver cómo puedes demostrar finalmente a su hermano, a su tío y a toda esta gente que no pueden seguir adelante alegremente sobre un camino bañado de sangre de una inocente? Esta noche tu madre te ve, Fainne. Hazlo por ella. Le han quitado toda vitalidad, la han relegado en la oscuridad y en la desesperación. Dale su venganza, hazlo por ella. Muéstrale lo que su hija puede hacer.
Ahora el poder era inmenso en mí, una llama que parecía incitarme a actuar, y sin embargo, por alguna razón, yo aún la combatía. Mi madre pertenecía a aquella gente, no importa lo que hubiesen hecho.
—Yo… yo no estoy segura.
Si no logras reunir tu voluntad para esto, entonces es que eres realmente una alumna incapaz… No deberías dudar ni siquiera un momento. Ciarán ha perdido su tesoro. Fainne; su amor y su esperanza. Ha perdido su verdadera identidad. Y al aceptar aquí en Sieteaguas que no tienes padre aquí, lo has negado. Sabes que lo harás sufrir, si desobedeces mis órdenes. Hazlo por esto. Muestra a tu padre que no lo has olvidado. Encuentra el furor dentro de ti. Genera el fuego.
Por un momento cerré los ojos, incapaz de resistir la fuerza de aquella mirada, y cuando los abrí de nuevo, el fuego se había reducido a pocos tizones reverberantes, y ella ya no estaba.
—Padre —susurré—, resiste, padre, dondequiera que estés. Resiste.
* * *
Tomé a Riona y la guardé en el baúl, en el fondo, bajo el chal de Darragh. Allí abajo, en la oscuridad, donde nadie habría podido verla. Cerré la tapa, y volví a la ventana. Era muy tarde. Estuve sentada allí sola durante mucho tiempo. Parecía que no hubiese nadie dando vueltas, pero estaban los guardias; estaban siempre. La familia, los druidas, la gente de la casa y de la aldea ya debían de haberse retirado. Todo estaba tranquilo. Apagué la vela con un soplido y cerré los ojos. Respiré lentamente y a fondo, invocando la mirada del espíritu; lento y profundo, un aumento gradual de poder, como las olas del gran océano. En mi mente veía el fogón que Conor había encendido, que todavía quemaba allí abajo, dentro de los muros fortificados. Aunque pequeño, lo veía nítido. Cerca del fuego velaban los guardias; atentos en la oscuridad de la noche, se apretaban lo máximo posible a los márgenes del fogón para calentarse. Era una noche silenciosa, lo bastante fría como para congelar a un hombre, aunque estuviese bajo un manto de piel de oveja, la túnica de lana, y otras vestimentas que llevase encima. Pensé en aquel fuego, visualizándolo como si estuviese exactamente delante de mí. Grandes troncos en su núcleo más profundo, que brillaban oro y naranja, y se reducían a ceniza oscura. Brasas que ascendían por la corriente producida y danzaban en el aire como insectos luminosos. Un par de chispas. Espirales de humo. A la mañana no habría quedado mucho. Podía producir fuego. Todo lo que tenía que hacer era apuntar el dedo. Pero esto habría sido distinto. Un accidente. No tenía nada que ver conmigo. ¿No estaba en mi habitación durmiendo, al lado opuesto de la fortaleza? Desde mi ventana no podía ni siquiera ver el patio donde desafortunadamente el fuego se habría descontrolado y se habría extendido. Con los ojos fuertemente cerrados, mantuve el fuego en mi mente. El cambio fue veloz. Debía serlo, antes de que los guardias pudiesen correr con sacos y bastones a golpear y a parar las llamas. Un destello imprevisto, las llamaradas lamiendo el terreno, devorando todo aquello que pudiera arder. Hombres que gritaban, hombres que corrían. Qué color más bello tenían las llamaradas, oro rojo como el sol de otoño sobre la oscura miel de trébol. ¿Ves, abuela? ¿Ves lo que puedo hacer? Las llamas alcanzaron los zarcillos de las dependencias externas y se elevaron hambrientas hasta el cielo. Cantaban. Gritaban. Rugían. Y ahora había otros ruidos, no en mi cabeza sino reales, demasiado reales, allí afuera en la noche, ruidos de gente que gritaba, de cubos que chocaban, y la voz de mi tío Sean que gritaba órdenes. Relinchos de caballos, el estruendo de algo grande que era derribado o arrastrado, un imprevisto y terrible grito de dolor, un hombre que gritaba, y gritaba, más y más. Esto no quería oírlo. Me puse las manos sobre los oídos, pero no cambió nada. Había otros ruidos, el sonido de los cascos sobre las piedras del sendero. Abrí los ojos, y ahora podía ver bajo mi ventana hombres que llevaban tos caballos para que estuvieran a salvo a los campos y que volvían a sumergirse en la confusión. El resplandor de las llamas volvía sus sombras largas y negras contra el fondo verde entre la fortaleza y el bosque. Permanecí de pie inmóvil. No había ninguna necesidad de romper el hechizo. Habían apagado el luego. Habían puesto a salvo a los animales. Me sentí satisfecha por ello. Toda la comunidad habría sido desestabilizada. Tal acontecimiento justamente en la noche de Samhain, habría hecho pensar que la esperanza del druida para el año próximo era infundada. Habría sembrado el germen de la incertidumbre, y éste habría germinado. ¿Por qué mis manos temblaban como hojas de abedul con viento otoñal? Para calmarlas las apreté alrededor del amuleto que tenía en el cuello.
Golpearon violentamente a mi puerta.
—¡Fainne! ¿Estás despierta?
Era Muirrin. No tenía más opción que abrir la puerta y hacerla entrar.
—¿Qué está sucediendo? —Hice todo lo posible por parecer atontada por el sueño.
—¡Oh, Fainne! ¿No has oído el ruido? Hubo un terrible incendio. Uno de los druidas ha muerto, y otros están gravemente heridos. Y no encontramos a Maeve. Esperaba… pensaba que podía estar aquí contigo. Pero veo que no está. ¡Oh, Fainne!, qué haremos si… —Ante aquel pensamiento la hábil curandera de Sieteaguas, siempre dueña de sí, se cubrió la cara con las manos e irrumpió en sollozos y llanto. Sentí un escalofrío terrible que me atravesaba el cuerpo, que no tenía nada que ver con la intempestiva hora de la noche ni con el frío de la estación.
—Te ayudaré a buscarla —le dije, el temblor de mi voz no tenía nada de ficticio—. Déjame coger la capa. Estoy segura de que está bien, Muirrin. Cuando bajemos, la encontraremos, créeme. —Que Brighid me ayude, ¿por qué no lo frené a tiempo? ¿Por qué no lo frené apenas las llamas habían comenzado a lamer las paredes? ¿Por qué no había prestado atención a dónde dormían los druidas?
Si aquellas preguntas tenían respuesta, yo no la conocía. En cambio, mientras corríamos bajando las escaleras y en el patio, una pequeña voz habló dentro de mí. Sucede lo mismo de nuevo. Como aquella vez con el pescado. No puedes contenerte, lo llevas en la sangre.
Aquella noche me sentí como si estuviese dividida. Existía una Fainne que se ocupaba de ayudar a Muirrin, buscando por todos lados a Maeve por la casa, en el jardín, con la linterna en la mano, abajo en la aldea, donde viejos y niños ahora estaban despiertos y aterrados y los demás habían corrido a sacar agua y a pasarse los cubos para apagar las llamas. El ganado había sido reunido en los campos, y los muchachos y los perros hacían lo posible para mantener unidos a los rebaños aterrorizados. Preguntamos a todos, pero ninguno había visto a Maeve. Cuando volvimos a los restos humeantes de los edificios externos quemados pudimos ver cómo Sean la llevaba afuera: su rostro a la luz de las antorchas parecía el de un hombre viejo, y Muirrin emitió un ahogado grito de angustia y corrió hacia su padre y la figura inerte como la de una muñeca que llevaba entre sus brazos.
Durante todo el tiempo, la otra Fainne continuaba observando desde dentro de mí. Nadie podía verla. Nadie podía sentir su voz sutil excepto yo; una voz que era la de mi abuela. Has sido tú quien ha hecho todo esto. Mira cuan fuerte puedes ser. Mañana tu padre respirará mejor.
Me puse las manos sobre los oídos y respiré profundamente una, dos, tres veces. Luego me obligué a avanzar y a abrir los labios para hacer la pregunta cuya respuesta temía oír. Pero no hubo necesidad de preguntar.
—Rápido —decía Muirrin con voz decidida, aunque tuviese el rostro blanco y marcado por las lágrimas. Llevadla a la habitación que está al lado de la mía, y haríais bien en llevar a los hombres heridos a aquella situada al lado. Hacedlo lentamente. Necesitaremos una gran cantidad de tela limpia, y gente que ayude. Ahora, ¡rápido!
Por lo tanto, Maeve aún estaba viva. Me aclaré la garganta.
—Dónde… ¿dónde está el perro? —articulé—. Podría querer su perro.
—Está muerto —dijo Sean con pesadumbre—. No podía dormir adentro: vino aquí a buscar calor y los druidas lo acogieron.
—¿Estaba buscando el perro? —susurré mientras volvíamos en procesión a la torre. Lejos, en algún lugar un hombre aún gritaba por el dolor—, ¿en el incendio?
Sean asintió con el ceño.
—No nos dimos cuenta. Debe de haber quedado atrapada por intentar salvarlo.
—¿Qué le sucedió? ¿Es grave? —me obligué a preguntarle.
—Parece ser que tropezó, y en el intento por no caerse apoyó sus manos sobre una barra de hierro que mantenía la puerta cerrada, sin saber que estaba candente. Sus manos están… tiene las manos arruinadas —la voz del tío tembló—. Tenía el cabello en llamas. Logramos apagarlas. Su rostro y sus manos llevarán para siempre las cicatrices, si sobrevive. No logro perdonarme. ¿Cómo he podido dejar que sucediese una cosa semejante?
Con la cara blanca como el yeso Muirrin impartía órdenes, veloz y eficiente. Piezas de tela, agua, hierbas. Un amplío espacio con las camillas ordenadas en fila. Gente que las alzaba y transportaba. Había un joven druida con quemaduras terribles en las piernas y en los pies. A pesar de toda la disciplina no lograba contener los gritos, y su eco me laceraba. La camilla del más anciano estaba cubierta con una tela blanca desde la cabeza hasta los pies. El viejo sabio no volvería a ver el solsticio de invierno bajo los robles desnudos. Alguno había puesto una ramita de tejo sobre la tela blanca como la nieve que lo cubría. Los hombres heridos eran cinco; algunos quemados, otros sofocados por el humo. En la habitación donde yacían, Conor se movía de una a otra camilla, inclinándose a murmurar suaves palabras, a tomar una mano o a acariciar una frente. Llevaron a Maeve a la habitación contigua, y yo daba vueltas cerca de la puerta sin poder ayudar mientras la acostaban. Por una vez, la tía Aisling parecía completamente perdida. Estaba arrodillada al lado de su hija, los ojos vacíos fijos en los cabellos quemados, en el rostro y las manos cubiertas de ampollas, mientras la respiración dificultosa de la niña llenaba la habitación iluminada por las velas.
Muirrin estaba encendiendo otras lámparas.
—¿Padre? —dijo.
Sean la miró.
—Hay demasiados heridos como para que pueda cuidarlos a todos —dijo con voz calma—. Y todo esto podría estar más allá de mi capacidad. Necesitamos a Liadan.
* * *
Mi tío asintió.
—Es una suerte que esté en Inis Eala y no en Britania, Al menos no deberá atravesar el mar, y podrá estar aquí más rápidamente. ¿Qué puedes hacer por Maeve?
Muirrin dudó.
—Haré todo lo que pueda, papá —murmuró. Ahora vete. Escucha a los hombres que te buscan. También tú, mamá.
—Quiero estar con ella. —La voz de la tía Aisling era irreconocible; sutil y temblorosa, totalmente distinta de la habitual. Me aterrorizaba que las cosas pudiesen cambiar tan deprisa—. Y si se despierta y…
—Te llamo inmediatamente —la tranquilizó Muirrin con admirable firmeza—. Te lo prometo. Tienes razón, te querrá cerca. Pero ahora le daré una infusión para el dolor; durante algún tiempo dormirá. La gente necesitará de ti abajo, para dar órdenes y tranquilizarlos, de que todo irá bien. Lo que ha sucedido habrá alterado a todos.
—Tienes razón, lo sé. —Aisling se levantó, una pequeña y sutil figura en su pulcro vestido. Sin el velo, a la luz de las velas, sus cabellos eran luminosos como la caléndula—. Debo bajar. —La vi enderezar la espalda y tragarse las lágrimas, después alguien la llamó desde la otra habitación, y ella salió.
—¿Puedo… hacer algo?
Muirrin me miró.
—En realidad no, Fainne. Es un trabajo para manos expertas; y hay muchos que me están ayudando a traer agua y recoger hierbas. Pero… —Ahora miraba más allá de mi espalda, hacia la puerta. Me di la vuelta.
Estaban allí de pie, inmóviles como una fila de pequeñas estatuas. Deirdre. Clodagh, Sibeal, y la pequeña Eilis, con sus camisones, los pies desnudos sobre el suelo de piedra. Ocho ojos aterrorizados estaban fijados en mí, casi buscando que los tranquilizase. Que yo los tranquilizase. Detrás de mi espalda Muirrin habló con firmeza.
—Todo está bien, niñas. —Se había acercado a ellas, impidiendo así la visión del interior de la habitación—. Hubo un incendio, y Maeve se ha hecho daño. La estoy curando. Ahora Fainne os pondrá de nuevo en la cama y os contará una historia, y mañana sabréis todo. —Bajó la voz—. Fainne ¿estás de acuerdo? —Su tono revelaba una terrible angustia detrás de las tranquilizadoras palabras.
—Quiero a mamá —lloriqueó Eilis rascándose los ojos.
—¿Podemos ver a Maeve? —preguntó Deirdre, poniéndose de puntillas para ver algo—. ¿Qué le ha pasado?
No podía hacer más que lo que me habían pedido.
—Vamos —les dije imitando lo mejor posible el tono de Muirrin—. Vuestra madre está ocupada, y también Muirrin. Conozco una bella historia de un hombre que fue sorprendido por un huracán, y otra que habla de un poni blanco. Y tu… —dije mirando a la exhausta y llorosa Eilis, esta noche puedes llevarte a la cama a Riona. Si eres buena.
Detrás de nosotras la puerta se cerró delicadamente. En otra habitación un hombre sollozaba de dolor. Sentí la suave voz de Conor calma y contenida.
—Fainne —preguntó Clodagh en voz baja mientras nos íbamos—. ¿Quién está llorando?
—Un hombre que se ha hecho daño —expliqué, considerando que no era oportuno mentir. Uno de los druidas. Están curándolo. Tiene quemaduras profundas.
Se quedaron mudas, cosa rara en ellas. Ninguna dijo una palabra hasta que no estuvimos las cinco en mi habitación, y yo empecé a sacar mantas, a arreglar la cama y a avivar el pequeño hogar. Era bueno ocupar la mente con pequeños gestos prácticos e inmediatos.
Les conté la historia del huracán, luego la otra también, y metí a Riona bajo las mantas cerca de Eilis. Pronto todas se durmieron, excepto Clodagh, que aún estaba sentada delante del fuego con mi chal entre las manos, acariciando las minúsculas criaturas con una delicadeza increíble.
—¡Es tan bello! —dijo en voz baja para no despertar a sus hermanas. ¿Te lo dio tu novio?
—No soy el tipo de muchacha que tiene novio —le respondí—. Me lo ha dado un amigo. —Y por suerte me había dejado después de habérmelo regalado. Al menos no había podido ver lo que yo había hecho esta noche.
—¿Fainne?
—¿Mmm?
—¿Maeve morirá?
Me estremecí. Era como si viese a la niña sentada en la ventana peinando el cabello rubio de Riona, mientras su perro roncaba delante del fuego.
—No lo sé —dije—. Muirrin es una gran curandera, lo dicen todos. Y vuestro padre ha dicho que vendrá Liadan, aunque se necesitará un poco de tiempo para hacerle llegar el mensaje y que venga a Sieteaguas.
Clodagh me miró fijamente.
—¡Oh, no! —dijo—. Mi padre habla con ella. Está ya en camino.
—¿Habla con ella?
—Como hacemos Deirdre y yo. ¿Tú no eres capaz? Es decir, hablar sin hablar. Padre puede decir a Liadan las cosas directamente, aunque esté en Harrowfield, que está lejos, en Northumbria. Vendrá lo más rápido posible. Tía Liadan puede curar a cualquiera.
—Bien —dije seria—. Esto significa que Maeve tiene buenas posibilidades de recuperarse. Ahora debernos dormir. Ven, acércate junto a mí. Esperemos que no tengas los pies muy tríos.
Pero cuando ella finalmente se durmió, me quedé tendida en la cama con los ojos abiertos hasta que las primeras luces de la mañana se filtraron por la ventana y la casa comenzó a ponerse en movimiento alrededor de nosotros. Me quedé como estaba y con los ojos fijos en las paredes de piedra, pensé en mi madre. Me pregunté si su espíritu atormentado estaba allí, en alguna parte mirándome, viendo lo que había hecho. ¿Qué había dicho mi padre? Hubieron tiempos felices… tu nacimiento… creía haber hecho algo bueno. Finalmente no fue capaz de creerlo. Quizá su respuesta final fue la única que podía dejar.
Aquélla podía ser una salida. Cortarse las muñecas, un salto desde el techo, el abrazo helado del lago. Pero yo no podía hacer lo que ella había hecho. Habría destruido a mi padre por completo. Debía seguir las órdenes de mi abuela, A él le debía todo, no podía dejar que ella lo torturase. Aunque ¿cómo podía conciliar esto con lo que había hecho aquella noche? Era la segunda vez que mataba. Y además estaba la cosa tremenda que había hecho a Maeve, y al joven druida. ¿Hasta dónde se alzaría el precio que tendría que pagar por la salvación de mi padre? La acción indigna de aquella noche no tenía nada que ver con la batalla y el Pueblo Encantado. ¿Por qué, entonces, me había obligado a cometerla?
No es ella quien te ha obligado, —susurró la indeseable voz dentro de mí—. Lo has hecho tú misma. Es la sangre que corre por tus venas. No puedes hacerlo de otra manera. Además, éste es un castigo justo, por lo que ellos hicieron.
No… no creo que quiera ser lo que soy.
¿Y quién te gustaría ser? La mujer de mi calderero con un bebé en la panza, tres niños colgados de la falda, y una vida nómada. Crees poder elegir, ¿no? También lo creía tu padre. Y mira lo que le sucedió. ¿Aún sientes simpatía por esta gente?
Quería que aquella voz dejase de atormentarme, y en cambio continuaba. La voz era yo misma, y no lograba hacerla callar. Las niñas dormían tranquilas a mi lado, y mientras la luz del alba llenaba la habitación de resplandores dorados, parecía que las sombras se insinuasen en mi mente y en mi corazón, sombras que ni el sol podía apartar.