No era momento de volverse a mirar, así que apreté los dientes y traté de aceptar la idea de aquel viaje. Lo peor era el ruido constante: los relinchos de los caballos, los ladridos de los perros, el crujido de las ruedas de los carros y toda aquella gente que gritaba al mismo tiempo, como una manada de gansos. Estuve muy tentada de lanzar un hechizo de silencio, o de taparme las orejas con las manos. Con un gran esfuerzo, en cambio, logré evitar ambas cosas.
Poco después de la salida hicimos una parada, porque Dan Walker tenía que hablar con un tipo por una cuestión de caballos. Los carros se detuvieron al cobijo de unos olmos altos, donde las mujeres encendieron un pequeño fuego e hirvieron una olla de agua para el té. Pero mantuvieron a los caballos embridados, y los abrevaron con un cubo. Pronto retomaríamos el camino.
El estrépito era incesante. Los niños más pequeños corrían alrededor de todo, riendo, gritando y mojándose en un arroyo cercano. Peg silbaba, Molly canturreaba. Las chicas más mayores hablaban de la feria de los caballos, pronosticando cuáles de los chicos que habían encontrado allí el pasado año podrían volver a ver. Los chicos bromeaban entre ellos mientras abrevaban a las bestias entre un continuo chocar de cubos de agua.
Sentada bajo los árboles me imaginé la paz silenciosa de Honeycomb, donde se podía pasar un día entero sin que fuera pronunciada una palabra, donde el único sonido era el ruido de los pies calzados con sandalias y el lejano estruendo del océano.
—Ven conmigo.
La voz de Darragh interrumpió mis pensamientos. Luego su mano agarró la mía para tirar de mí y ponerme de pie antes de que tuviera la posibilidad de contestar un sí o un no.
—Hay algo que quiero enseñarte. Ven.
Me empujó a través de los árboles, obligándome a caminar más rápido de lo que normalmente conseguía, y desde allí me hizo trepar por una ladera de hierba hasta que alcanzamos un punto de observación coronado por un pequeño cúmulo de piedras. Habíamos recorrido un buen trecho desde la costa; los caballos empezaron a seguir la senda, y a veces los hombres tenían que bajarse de los carros y continuar a pie tirando de las riendas. Peg me había dicho que me quedara donde estaba, y yo no puse objeción. Quizá pensaba que no podría seguir su paso, no con mi pie tullido. Darragh, en cambio, no me tenía acostumbrada a esos favoritismos.
—Ahora —empezó—, mira hacia allá abajo. Échale un último vistazo a la costa de Kerry. Así no la olvidarás. En Sieteaguas no hay mar, sólo una infinita extensión de árboles.
Estaba lejos; muy lejos. No se oían las olas estrellándose, el rugido del mar, los gritos de las gaviotas que revoloteaban por la orilla mientras los pescadores limpiaban el pescado. Solamente el sol reflejándose en la lejanía sobre el agua; solamente el cielo blanquecino y la tierra que se encontraba con el mar en una sucesión de franjas verdes, grises y marrones punteadas aquí y allá por grandes rocas y grupos de árboles azotados por el viento.
—Mira más allá. Al otro lado del promontorio. Dime qué ves. —Darragh me puso una mano en el hombro, me hizo girar ligeramente y con la otra mano señaló lo que a mí me pareció una franja vacía de océano—. Mira atentamente.
Era una isla, un espolón de roca minúsculo y escarpado, lejano, entre las aguas tumultuosas. Si entrecerraba los ojos lograba ver los penachos de espuma de las olas que se abatían contra su base. Cerca de ésta entreví otra más. Parecía un lugar desolado hasta para mis cánones.
—Desde nuestra bahía no son visibles —explicó Darragh—. El Escollo de Skellig, así lo llaman. Vive gente.
—¿Allí vive gente? ¿Cómo es posible?
—Ermitaños cristianos. Monjes. Es bueno para el alma. Por lo menos eso dicen. Una vez los vikingos atracaron allí. Mataron a gran parle de los monjes y destruyeron lo poco que poseían. Pero los ermitaños volvieron. Qué extraña vida llevan. Piensa en todo lo que se pierden.
—Pero quién sabe qué paz experimentan —consideré en un tono algo hosco, mientras los ojos no querían apartarse de aquellos puntitos del océano y la mente meditaba sobre una elección como aquélla.
—Nos encuentras demasiado ruidosos, ¿no es así?
No respondí.
—El hecho es que no estás acostumbrada a vivir entre la gente, ya está. Te acostumbrarás. No debes tener miedo de nosotros.
—¿Miedo? —respondí resentida—. ¿Por qué debería teneros miedo?
Darragh se detuvo a pensar un instante.
—¿Porque todo es nuevo? —soltó—. ¿Porque estás acostumbrada al silencio, tú y tu padre solos? ¿A hacer eso que hacéis juntos? ¿Porque no te gusta ser observada?
La infelicidad se hizo densa dentro de mí como una pequeña nube personal, gris y borrascosa. Miré el mar en silencio.
—Es así, ¿no? —insistió Darragh.
—Quizá.
—¿Preferirías ser quizás un ermitaño que vive sobre una roca en el mar y que se alimenta exclusivamente de algas y marisco? En tal caso estarías completamente sola, no tendrías alma viva por quien preocuparte.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Ni más ni menos que lo que he dicho.
—No habría nada de malo en una vida como ésa —declaré—. Por lo menos es… segura.
—Un extraño modo de considerar las cosas. ¿Qué dirías entonces de los arrecifes? ¿O de los vikingos? ¿O del peligro de morir de hambre en invierno? ¿O quizá creías que podrás apuntar un dedo hacia un monje y ir transformarlo en una bonita merluza?
Sentí que me helaba, y huí de su mirada. Entre nosotros cayó un pesado silencio.
—¿Fainne? —dijo por fin—. ¿Qué te pasa?
Entonces comprendí que sus palabras habían sido inocentes, solamente una broma, y que había sido mi mente la que me había dado miedo.
—Nada.
—Estoy preocupado por ti. Durante el verano allí abajo había alguien más, ¿no es cierto?
—Mi abuela vino a visitarnos.
—Ah. ¿Y por eso no has salido?
—También por eso.
—¿Y los demás motivos?
Tenía la expresión ceñuda, las cejas se le unían en una única línea oscura.
—No… No puedo hacer las cosas que hacen los demás. No puedo tener… amigos. No puedo distraerme. Es difícil de explicar. Todo esto ya es hasta demasiado difícil para mí: viajar sobre un carro, mezclarme con la gente, tener que hablar, escuchar y… en suma, yo no puedo hacer todo esto. No puedo… dejar a los demás que se me acerquen.
Darragh no contestó. Mantuve la mirada baja, consciente de que él estaba mirándome, Pero reacia a sostener la expresión de aquellos ojos castaños increíblemente honestos.
—Lo siento —murmure.
—Yo también —declaró lentamente—. Quizá pienses que no estamos a tu altura. Pero allí donde vas encontrarás gente como tú. Tu familia, le hará bien, Fainne. Te harán sentir como en casa. Las personas no son tan malas, una vez las conoces. Y… y es normalísimo tener alrededor a tus parientes y amigos. No entiendo como tú puedas estar sin ellos.
Me apreté el chal alrededor de los hombros.
—Sí, sé que no puedes entenderlo —contesté—. Pero aquellos como nosotros no tienen amigos.
Luego dimos la vuelta y descendimos la colina. En los puntos más inclinados me tomaba de la mano, y ninguno de los dos dijo una palabra más hasta que estuvimos bajo los olmos y nos llegó el sonido de las risas de Molly por alguna broma de Peg.
—Pero tú sí tienes —dijo Darragh con dulzura—. A veces los amigos están ahí sin que tengas que ir a buscarlos. Y una vez encontrados, es muy difícil perderlos.
—Pero yo me iré muy lejos —respondí.
—Y soy yo un vagabundo, ¿recuerdas? —dijo Darragh—. Siempre en camino, así soy yo.
El viaje fue largo. Aprendí a excluir parte del ruido repitiendo para mis adentros innumerables veces la lista de preguntas y respuestas que papá y yo fuimos perfeccionando durante los largos años de mi infancia.
¿Quiénes fueron los primeros habitantes de la tierra de Erin?
Los Antiguos Espíritus. Los Antiguos.
¿Quien vino después?
Y así pasaba el tiempo, mientras el carro avanzaba lentamente bajo la leve lluvia otoñal, el viento cortante del oeste y, cuando nos retrasábamos en la marcha, el gran arco estrellado.
¿De dónde vienes tú?
Del Caldero de lo Desconocido.
¿Qué deseas alcanzar?
El conocimiento. La sabiduría. La comprensión de todas las cosas.
Las antiguas tradiciones eran lo único con lo que contaba para seguir adelante. Las antiguas tradiciones eran control y dirección, entre tantos niños ruidosos, mujeres vociferantes y la inevitable compañía, más de la que probablemente habría deseado acumular en toda una existencia.
Peg era bastante amable, a pesar de ser un poco tosca. Nunca me pedía que la ayudara a desollar los conejos, a buscar agua o a lavar los pañales de los críos. Una vez comprendido que prefería estar aparte y visco que me escondía bajo las mantas hasta las orejas, hacía de todo para encontrarme un rinconcito tranquilo donde desenrollar mi jergón. Cuando nos deteníamos solamente por una noche dormíamos en los carros, sobre los que se desplegaba una especie de entoldado que ofrecía un poco de amparo. Los chicos dormían en el suelo, bajo los árboles, cerca de los caballos. Todos aquellos cuerpos cercanos producían cierto olor, y nunca se lograba tener silencio. A menudo, mientras yacía despierta mirando al cielo, pensando en que mi padre estaría en casa, escuchaba los débiles crujidos y chasquidos de cuanto había a mi alrededor, el pisar de los caballos que se movían inquietos, los suspiros y los quejidos de los niños que se agitaban en sus sueños y el roncar de los adultos, exhaustos después de un largo día de camino. Al alba estarían todos en pie, listos para partir, recogiendo los trastos en un rápido proceso que seguía un esquema rutinario. Tuve la impresión de haber recorrido una distancia considerable, a pesar de las muchas paradas para vender cestos, capturar un poni o sencillamente visitar a viejos amigos. Al cabo de poco perdí la cuenta de los días. Hubo una vez en que descendimos a lo largo de un valle solitario, cuyo fondo estaba recubierto por lo que parecía una serie de pequeños lagos. Cuando Darragh se acercó a la parte trasera del carro en el que viajaba yo, conseguí llevármelo aparte durante un instante.
—¿Estamos llegando? —le pregunté en un tono tan bajo que nadie más pudo oírme.
—¿Llegando adónde? —preguntó Darragh.
—A Sieteaguas —susurré.
Darragh me mostró una de sus sonrisas torcidas y sacudió la cabeza.
—Ni siquiera estamos a mitad del camino —me informó—. Tenemos que ir hacia el norte y después al este un buen trecho, antes de alcanzar el bosque. Por allí el paisaje es muy diferente. Pero antes de llegar tendrás tiempo de descansar, y también de divertirte.
—¿Divertirme? —repetí arrugando la frente, desilusionada por el hecho de que aún faltara todo aquel camino y furiosa conmigo misma por habérselo preguntado.
—Por supuesto. Son los días más bonitos del año. Durante unos días nos detendremos allí abajo, donde el valle se extiende. Dejaremos descansar a los caballos. Montaremos un verdadero campamento. No muy lejos está la Encrucijada, donde se celebra la feria de caballos más grande del país. Juegos, competiciones, música, un montón de cosas de comer y de beber, y la más agradable compañía que puedas desear. Verás, conocerás a un montón de gente interesante. —Me escrutaba con atención—. No te angusties, Fainne. Yo me ocuparé de ti.
Nos detuvimos cerca de la orilla del lago, y los hombres se fueron a una cierta distancia de la ribera, lejos de ojos indiscretos. El día no había sido muy frío, aunque el otoño ya se estaba acabando. El problema no era tanto meter en el agua a los niños sino lograr lavarlos. Me quedé a mirar mientras las mujeres y las chicas los desvestían y los frotaban enérgicamente entre chapoteos y gritos de protesta. Aquel baño provocó una especie de batalla acuática, y sucesivamente, también Peg, Molly y las demás chicas se desvistieron sin mediar palabra y empezaron a lavarse pasándose una escama de jabón, además de soltar sartas de comentarios mordaces, Yo aparté la mirada, notando una extraña mezcla de incomodidad y envidia. A ellos todo aquello parecía resultarles fácil. En cambio, a mí no me gustaba el agua. En casa nunca iba a nadar al mar. Los únicos baños que me daba eran dentro del barreño puesto frente al fuego, lleno del agua que yo misma iba a buscar y calentaba. Desde siempre, mis abluciones ocurrían en la más absoluta intimidad, una regla respetada incluso por mi abuela. A pesar de todo, sabía que estaba sucia y que no desprendía un buen olor, y tenía dos vestidos limpios en el pequeño baúl. Pero… pero aquello era demasiado duro.
Peg se dirigió a la orilla y salió goteando del agua, el cuerpo todavía esbelto y en forma a pesar de la camada de niños que había tenido.
—Vamos, chica —me invitó con una sonrisa. Es la última posibilidad de darse un buen baño antes de la feria. El agua no está tan fría, una vez ya estás dentro.
—Yo… yo no sé si…
—Ven, chiquilla, nadie está mirando. Allá hay una pequeña ensenada, en un punto más apartado. No estás acostumbrada como nosotras, lo entiendo. Yo vigilaré.
Así, con las mejillas en llamas por la vergüenza, me abrí paso por la orilla hasta un punto apartado bajo algunos sauces, y allí me desnudé, mientras, Peg, que ya llevaba un vestido limpio y se estaba peinando y trenzando el largo cabello oscuro, se sentaba sobre el tronco de un árbol caído y echaba fuera a los críos que intentaban acercarse demasiado. El agua estaba helada. Y para empeorar las cosas había un fondo blando de todo, muy resbaladizo. Además enseguida se hacía profundo. Miré más allá y vi a las demás chicas nadando. Vi fugaces apariciones de brazos morenos que chapoteaban, cabellos mojados parecidos a graciosas algas que se posaban sobre hombros desnudos. Más abajo, a lo largo de la orilla, los chicos se colgaban de las ramas de un árbol para luego zambullirse en el agua. Me lavé lo más rápidamente que pude usando la escama de jabón sobre el cuerpo y el cabello, agradecida por aquella oportunidad de sacarme de encima el sudor y la mugre del viaje, aterrorizada de dar un paso en falso y acabar inadvertidamente donde no alcanzara con los pies. Peg estaba mirando hacia el otro lado. Antes de que pudiera enterarse, yo me habría ahogado. Nadie sabía que no era capaz de nadar. Nadie excepto Darragh. Hundirse en el agua; jadear, luchar inútilmente para llenar de aire los pulmones… una fea manera de morirse. Habría sido como… habría sido lo mismo que… eche de la mente aquel pensamiento antes de acabarlo.
Cuando salí del agua Peg me entregó un paño con el que secarme, y luego Molly llegó y me dio un vestido: no era uno de los míos sino otro, tejido en casa y alegremente pintado a rayas azules y verdes. Sobre los hombros me puso un chal de cintas azules.
Ale quedé allí de pie, temblorosa, apretándome el paño, demasiado pequeño para cubrir completamente mi desnudez.
—Tengo otro vestido dentro del baúl —logré decir. No…
—Ponte éste, así acabamos antes —respondió Peg con un tono que quería subrayar lo absurdo de mí objeción—. El azul te sienta bien. Vamos, levanta los brazos, chica, eso es.
Habían traído de todo, hasta unas enaguas limpias y medias ribeteadas en azul. Cuando estuve vestida, Peg me hizo girar y empezó a cepillarme el pelo.
—Yo no…
—Vamos, niña. No es un problema, no te preocupes. Qué cabeza tan rizada. Tengo un bonito trozo de cinta azul que me ha sobrado de esos pañuelos que he cosido. Molly, ve a ver si lo encuentras, ¿quieres? Debería ser de la medida justa para atar esta trenza. Tú madre tenía una melena muy bonita. Un color delicado, un poco más oscuro que la miel de trébol.
Me quedé callada mientras aquellos dedos ágiles entrelazaban mi pelo con gran habilidad y luego ataban la trenza con la cinta azul que Molly había rescatado de un recóndito cesto en las profundidades del carro.
—Ya está —concluyó Peg manteniéndose a un brazo de distancia y escudriñándome de pies a cabeza. Nada mal, ¿no te parece? Ahora lavamos estos paños sucios y luego volvemos por los otros. Mañana por la mañana ya se habrán secado. Por fin un campamento como debe ser: un bonito fuego y la posibilidad de relajarse y de entretenerse un poco. Te gustará, chiquilla. Ya verás cómo sí.
Pronto estuvimos otra vez sobre el carro, que avanzaba lentamente por un paisaje cada vez más plano, formado solamente por campos. En el aire se respiraba de nuevo el olor del mar. Las chicas más jóvenes cayeron en un silencio inusual en ellas, y me miraron con sus grandes ojos oscuros. Pensé que quizás el baño en el agua las hubiera cansado. Después, una de ellas me dirigió la palabra.
—Qué guapa eres —dijo, y estalló en una risita nerviosa. Las otras trataron de acallarla, luego se quedaron en silencio durante un instante, y por fin las tres se entregaron a la risa. Como no logré entender si aquello era una felicitación sincera o si sólo me estaban tomando el pelo, decidí no decir nada.
Fue justo como Darragh había dicho. Alcanzamos la cañada y la encrucijada del camino. De repente había personas por todas partes: hombres a caballo, chicos que tiraban de ponis, campesinos conduciendo carros muy cargados, individuos vestidos de un modo extravagante que hacían juegos de manos con pelotitas y que tenían extraños pájaros pintados metidos en jaulas. Había un carro cubierto, remolcado por un viejo caballo macilento, y con un individuo vestido de negro y con aire siniestro sentado en la caja. Junto a éste caminaba un hombre mus joven, que cantaba las virtudes de los muchos elixires que portaban: filtros de amor, pociones mágicas para reponer las fuerzas o invocar una maldición sobre los enemigos.
—Venid, venid todos —gritaba con gran vigor y aún mayor confianza—. ¡Cura las enfermedades! ¡Predice el futuro! Id a presencia del Gran Maestro Bretón, bajo las viejas encinas, al norte del campo de las competiciones. Si no quedáis satisfechos os devolvemos el dinero—. Me quedé a observarlos mientras pasaban de largo, y me pregunté qué pondría en las mezclas aquel individuo. ¿Alguna hierba y una gota de miel? Nada eficaz, imaginé. Pero había algunos que corrían detrás de su carro, parloteando excitados. Ahí van un par de idiotas, pensé. Pronto se habrían separado de la poca plata que llevaran, y para nada.
No seguimos la calle junto a la muchedumbre en aumento; embocamos en cambio un camino lateral hacia el oeste, y pronto alcanzamos un claro de hierba enmarcado por viejos árboles y delimitado por un alegre curso de agua. Nos detuvimos, y montaron el campamento. Esta vez los carros fueron descargados de toda su carga; se erigieran prácticos toldos y un sólido hogar de piedra en el centro del claro, con espacio suficiente para que toda la gente pudiera sentarse alrededor cómodamente. Se les quitó las sillas y las riendas a los caballos, que se rumbaron a descansar bajo el amparo de los árboles, donde los chicos se pusieren a cepillarlos, uno a uno, buscando con atención eventuales heridas sufridas durante el viaje. Deduje que nos detendríamos en aquel lugar mientras durara la feria, cubriendo la distancia que nos separaba de ella cada día para resolver los asuntos y volviendo por la tarde al campamento. Logré oír el ruido del mar: un leve pero incesante sonido de las olas estrellándose y retirándose.
Ahora las mujeres y las jovencitas tenían una gran tienda propia, y bajo ella una amable Peg me enseñó mi rincón. Mientras desenrollaba mis mantas y abría la cerradura de mi baúl de madera, logré susurrarle un agradecimiento, al que ella contestó con una sonrisa torcida, la misma que mostraba su hijo. En cuanto mis cosas estuvieron colocadas en orden, huí de la tienda en dirección a los árboles y emboqué la senda que llevaba al oeste. No estaba lejos. Un breve paseo por la senda pedregosa entre los matorrales, luego por una dulce pendiente y allí estaba. Las olas llegaban perezosas y rozaban la playa amplia y clara que se extendía de norte a sur entre colinas altas. Aún más lejos se veían penachos de espuma y oscuras rocas que brillaban sobre la superficie del agua. Un imponente arrecife parecía ejercer de guardián de la plácida bahía. El sol moribundo se acercaba cada vez más a la enorme masa de agua, tiñendo la arena de pálido oro. Aquí y allá se veían algunas figuras pequeñas: dos chicos sobre sus ponis desafiándose al galope en una loca carrera sobre la orilla: un joven sobre un caballo negro que hendía las olas y luego volvía a la orilla sacudiéndose de encima el agua en un halo de lluvia plateada. Había otras personas paseando, una pareja cogida de la mano, una jovencita que se inclinaba para recoger conchas.
Permanecí allí sentada durante un rato, observando. Me quedé allí lo suficiente para calmarme, para ralentizar la respiración, y decirme a mí misma que podría hacerlo, que lo conseguiría. Quizá, por la noche, cuando se juntaran alrededor del luego, no se tomarían a mal que yo me retirara pronto. Quizá, cuando se unieran a la gran muchedumbre para ir a la feria de los caballos, yo podría quedarme allí y pasear sola por la playa o sentarme a mirar el lento rodar de olas hasta la orilla, un esquema en constante cambio, pero siempre igual. Quizá fuera posible. De otro modo tendría que usar el Sortilegio. Seguro que la abuela habría considerado de tontos no haberlo usado hasta aquel momento para disfrazar mi malestar, mi miedo a los extraños. Y efectivamente, hasta yo lo encontraba también de tontos. Pero había algo que me retenía. Recordé el ceño de Darragh y sus palabras. No me gusta verte hacer lo que haces. También recordaba la voz de la niña. Qué guapa eres. Estaba casi convencida de que aquellas fueron palabras de burla. Pero por un instante lograron calentarme el corazón. Si hubiera usado el Sortilegio todos habrían pensado que era bonita, pero no habría sido lo mismo.
Al final no hubo modo de evitar la fiesta nocturna. Mis excusas pronunciadas a medias fueron ignoradas por Peg, que me empujó hacia un círculo de personas sentadas sobre esterillas, viejos baúles y otros objetos dispuestos alrededor del fuego. Me hizo sentar entre ella y Molly, me puso entre las manos una taza con una bebida caliente y tragante y en un instante también ella estuvo sentada en su lugar, lista para gozar de la diversión. Sencillamente no tuve posibilidad alguna de contradecirla.
Muchos eran los rostros alrededor del fuego, algunos jóvenes, otros viejos. Los niños más pequeños dormitaban en brazos de sus padres, o bien dormían acurrucados dentro de las mantas, vigilados por una hermana o un hermano mayor. A los miembros más ancianos se les había dado los mejores sitios, los más cómodos, los más cercanos al calor del fuego, estaban todos: Dan Walker, con su corta barba negra y el aro de oro en la oreja; el grupo de jóvenes que me encontré durante mi visita al campamento cuando todavía estaba en casa; Darragh, que conversaba con un par de chicas vestidas con colores chillones y que yo no había visto nunca antes. Había más gente que no conocía, eran claramente invitados. Las dos chicas parecían tener hermanos, o bien primos, y cerca de Dan había un hombre más anciano, con el pelo cano, que repartía con ella bebida hirviente contenida en el gran caldero puesto cerca del niego. Yo bebía, a sorbitos, con cautela, tenía un buen sabor, pero era fuerte; me pareció sidra con especias y miel.
—¿Qué diríais de un par de historias? —preguntó alguien—. ¿Quién se sabe una bonita? ¿Brian? ¿Diarmuid?
—Yo no —rebatió el hombre de los cabellos canos sacudiendo la cabeza—. Me duelen las muelas. No puedo hablar.
—¡Uhh! —se burló otro. Bebe un poco más, y verás cómo se te pasa.
—Hay un viejo en la feria que arranca los dientes de un modo rápido y limpio —sugirió Molly—. Si acudes a él, te lo habrá arrancado antes de que puedas soltar el primer gemido.
—¿Quién, ese carnicero? —El hombre palideció visiblemente—. Prefiero que me la saque mi vieja con un par de pinzas para el fuego.
Le sugirieron otros remedios, ninguno especialmente eficaz. Luego Dan Walker tomó la palabra.
—Os voy a contar una historia —anunció. Siguió un coro de aprobaciones, y después un silencio—. Es la historia de un hombre llamado Daithi, Daithi O’Flaherty. Pero, atención, no tiene nada que ver con la noble familia que lleva el mismo nombre y que vive en estas tierras. —Hubo un estruendo de risotadas de conformidad—. Era un campesino. Bien, Daithi sintió el deseo de ir a buscar a su enamorada, y de pasar con ella el día. Se dirigía hacia allí cuando oyó ruidos, una serie de golpes y palmadas, procedentes de debajo de las matas que bordeaban la senda. Daithi era un tipo de rápidos reflejos. Con sangre fría, se agazapó silencioso y escudriñó entre las ramas, para ver de qué se trataba. Asombrado, vio a un individuo minúsculo que vestía un sombrero de punta y un delantal de cuero. Junto a él había un jarro y un gran cazo. El hombrecillo estaba reparando La suela de una bota, de un tamaño como la mitad de vuestro meñique, apto solamente para un duende como él. Mientras Daithi lo observaba reteniendo la respiración, la criatura dejó su utensilio de zapatero y se fue hasta el jarro, del que sacó con el cazo una bebida; luego volvió al trabajo y continuó dando martillazos.
»Daithi se propuso ser muy amable con él. Así, mantuvo la voz baja para no asustar al hombrecillo.
»"Buenos días, señor", dijo con la máxima gentileza.
»"Buenos días", replicó el otro sin dejar de golpear.
»"¿Y qué es eso tan bonito que está haciendo?", preguntó Daithi.
»"Un zapato, como puede ver", contestó el duende en un tono algo socarrón. "¿Y cómo es que anda por aquí en vez de estar trabajando?"
»"Volveré al trabajo enseguida", replicó Daithi, pensando: 'A no ser que te atrape primero’. "¿Y dígame, qué tiene en ese jarro?"
»"Cerveza", declaró el homúnculo. "La mejor que haya bebido nunca. La fabrico yo mismo." Y se relamió los labios.
»"¿De verdad?", replicó Daithi. "¿Y que ha utilizado para obtener semejante calidad? ¿Malta?"
»El duende elevó los ojos al cielo en señal de desprecio.
"¿Malta? La malta es para los niños. Esta cerveza está hecha con brezo. Nada menos."
»"¿Brezo?", exclamó Daithi. '"Pero si no se puede sacar cerveza del brezo."
»"Ah", dijo el hombrecillo. "Los Dubhghaill me enseñaron a hacerlo. Una receta secreta que sólo la sabe hacer mi familia, nadie más."
»"¿Puedo probarla, entonces?"
»"Claro", respondió el duende. "Pero me asombra mucho que a un campesino como tú pueda ocurrírsele perder aquí el tiempo mientras sus gansos se han escapado del corral y están molestando en el jardín del vecino."
»Daithi enmudeció, y casi estuvo a punto de regresar a la carrera para ver si aquel hombrecillo tenía razón. Pero en el último momento se lo repensó, y en lugar de salir corriendo alargó una mano y agarró al duende por una pierna. El jarro se volcó, y toda la cerveza se esparció por el suelo.
»"Y ahora", dijo Daithi con voz amenazadora, "muéstrame dónde escondes tu reserva de oro, o será peor para ti."
»Bien, el duende estaba perdido porque, como todo sabemos, hasta mantener agarrado a uno de ellos y no perderlo de vista para que esté obligado a enseñar su tesoro. Por tanto, se encaminaron en dirección a los campos de Daithi y llegaron a un terreno baldío, lleno de piedras. El duende señaló una de las piedras más grandes en el margen meridional del campo.
»"Ahí debajo", afirmó el hombrecillo, "bajo aquella piedra está mi olla de oro, pero que los dioses te fulminen."
»Ahora bien. Daithi probó y probó a levantar la piedra, empujando y tirando, sin soltar al duende. Al final comprendió que sin su azada no lo conseguiría. Sin embargo, allí había muchas piedras. Un Campo entero de piedras. Por tanto, antes de alejarse para buscar la azada tendría que marcar la piedra de alguna manera. Metió una mano en el bolsillo y encontró un trozo de cinta roja que le había dado un nómada y quería regalarle a su enamorada para darle una sorpresa. Lo tomó y lo ató alrededor de la piedra bajo la cual estaba enterrado el oro.
»"Ya está", dijo, y miró al hombrecillo con una expresión severa. "Ahora, antes de que te deje marchar", prosiguió, conociendo la astucia de aquel pueblo, "quiero que me des tu palabra. No moverás el tesoro antes de que yo vuelva con la azada, ni quitarás la cinta de esta piedra. Promételo."
»"Lo prometo por mi honor", declaró el duende con aire sincero.
Hubo algunas risas procedentes de aquella parte de público que ya conocía el fin de la historia.
»"Muy bien", concluyó Daithi.
»"Entonces, ¿dejas que me marche?", preguntó amablemente la minúscula criatura. Daithi lo liberó y el duende desapareció en un santiamén. Daithi se fue a casa a buscarla azada, luego corrió en dirección al campo pensando en todo lo que haría una vez tuviera la olla de oro. Pero ¿adivináis qué vio cuándo volvió al recodo y miró hacia el campo? Que alrededor de cada piedra había una cinta roja. Cavó y cavó, lo intentó una y otra vez, pero Daithi O’Flaherty no encontró nunca el tesoro del duende.
Le siguió un estruendo de aplausos satisfechos. La historia me había entretenido también a mí, aunque no tuviera el aire épico de las historias que solía contarme mi padre. El hombre del pelo gris, aparentemente curado de su dolor de muelas, se ofreció a cantar. Era una bonita canción, dulce y consoladora, que narraba las dificultades de un hombre para ganarse la vida en el despiadado hielo y en la tierra inhóspita de Ceann na Mara, pero también hablaba del amor que sentía por ella, tanto que su corazón siempre volvía a aquel lugar. Hubo más historiáis: divertidas, tristes, conmovedoras. Al final Darragh se dejó convencer para tocar la gaita. Esta vez no eligió una de las lúgubres melodías que muchas veces escuché reverberar contra la ladera de la colina y la bahía, tocó una pieza para bailar; los más jóvenes se levantaron y se pusieron en círculo, dando vida a un rítmico golpear de pies y manos y a una variopinta vorágine de faldas y flecos, de chales bajo la luz dorada del fuego del campamento. Yo estaba sentada mirando y degustando mi bebida. Darragh seguía tocando. No miraba a los bailarines de caras alegres o a los ancianos sentados que retomaban su amistad después de un año de separación. Él me miraba a mí. Levántate y baila, me decía con sus ojos, desafiándome. ¿Por qué no lo haces? Y dentro de mí, en lo más hondo, había algo que me empujaba a hacerlo. La música iba directa a la sangre, despertando sentimientos que era mejor dejar adormecidos. Pero yo estaba bien adiestrada. Me dirigí a mi misma con severidad. ¿Tú, bailar? No seas tonta. Nunca podrás bailar sin que se rían de ti. Además, sabes bien quién eres, todo esto te está vetado, y siempre lo estará.
Después de todo no fue demasiado difícil levantarme, murmurar en voz baja unas palabras a Peg y retirarme a la tienda.
—¿Te has divertido, chiquilla? —preguntó Peg. Yo le hice un gesto que podía significar cualquier cosa y me fui hacia el rincón oscuro de mi intimidad. Fuera seguía la música. A la gaita de Darragh se unieron una flauta y un tambor. En mi rincón de soledad abrí el baúl y hurgué en su interior. Encontré a Riona y la saqué. En la oscuridad, su rostro era a duras penas distinguible.
¿Mi madre bailaba? —le pregunté—. ¿Esto está hecho con lo que una vez fue un vestido de baile?, añadí, acariciando un pliegue del vestidito de seda rosa de Riona. Seguro que sólo una chica fascinante y segura de sí misma habría llevado un vestido hecho de aquel tejido. Sin embargo, aquella misma chica era la frágil criatura descrita por Peg, la mujer que abandonó a su niña pequeña y al hombre que amó con tanta pasión, la mujer que, un día, se lanzó desde el barranco a los remolinos de espuma para hundirse en el helado océano donde las olas se abatían inexorables contra las rocas de Honeycomb. Y fue su familia la que le había hecho eso: su padre, sus tíos y el hermano que todavía gobernaba como lord de Sieteaguas. Todas aquellas palabras de Darragh sobre la importancia de la familia sólo eran patrañas vacías. Fueron ellos quienes la mataron: y los que casi destruyeron a un padre. A su modo, por lo tanto, no eran mucho peores que mi abuela. Ahora tenía que enfrentarme a ellos, y de alguna manera llevar a cabo la misión que mi abuela me había confiado. ¿Cómo podía pensar en las historias, en la música o en la diversión, cuando tenía frente a mí una tarea tan terrible? Dan Walker y su grupo eran gente sencilla. Hasta las historias que contaban eran historias simples. Yo no pertenecía a su mundo, y sería estúpida si me hacía la ilusión de conseguirlo algún día. Tenía que ocuparme de mí misma, y no atraer demasiado la atención sobre mí. Dentro de poco el viaje acabaría, y podría empezar a hacer lo que se me había ordenado.
Sin embargo, no era tan sencillo. Me daba la impresión de que había una pequeña conspiración para sacarme de mi aislamiento, para inducirme a sentirme parte de las cosas, quisiera o no. A la mañana siguiente todos se despertaron muy temprano. Cuando salí de la tienda frotándome los ojos todo el mundo estaba ya comiendo sus gachas de avena. Había un lavabo común, donde fui a lavarme la cara: pronto aprendí a no ser demasiado exigente.
—Come rápido —me aconsejó una de las chicas mientras me adelantaba con aire resuelto tratando de recogerse el pelo en un pañuelo—. Hay un buen trozo de camino por recorrer, la venta empieza enseguida.
Acepté el cuenco de gachas sin decir una palabra y me lo llevé bajo los árboles, donde comí sentada sobre un tronco caído. Me sentía cansada, Por la noche se me había hecho muy tarde. Y. en todo caso, no tenía ningunas ganas de ir allí. Pero todos parecían demasiado ocupados, y no vi a nadie a quien poder preguntar. Los ponis debían tener el aspecto más radiante. Dan los inspeccionó y los chicos los cepillaron aquí y allá para darles el toque final: un último peinado de crines, una cola cepillada más a conciencia. Peg elegía los mejores cestos y les daba a las chicas instrucciones sobre la venta, a las que se sumaron otras advertencias sobre cómo mantenerse lejos de los problemas. Quizá no fuera necesario pedir permiso para quedarme. Quizá, sencillamente, se olvidaran de mí. Me sentí invadida por una intensa oleada de nostalgia, un deseo vehemente de volver a ver a mi padre y de poder sentirme segura una vez más, en la tierra de Kerry, tan tranquila y familiar. No sé lo que habría dado por poder reunir mi modesto equipaje y ponerme en marcha sola, recorriendo el camino hasta encontrarme sobre la colina donde los monolitos señalaban el paso del tiempo, y una vez superada, llegar de nuevo a la bahía. Pero no me era posible. El único camino que podía escoger era el que se abría frente a mí. Me sentía triste e impotente. Me sentía perdida, como si no perteneciera a ningún lugar.
—Será mejor que laves el cuenco y te prepares para venir, jovencita. —La voz de Peg interrumpió mis pensamientos—. Dentro de poco nos pondremos en marcha. Será un largo camino.
La miré, tratando de concentrarme en el sentido de sus palabras. Entonces apareció Darragh por detrás, vestido con sus mejores galas, un pañuelo verde al cuello, el aire feliz y las botas tan limpias que brillaban.
—Está demasiado lejos para que Fainne pueda hacerlo a pie —le dijo a su madre.
—La chica lo conseguirá —respondió la mujer mirándolo de través con una extraña expresión en la cara—. No está lisiada.
—Yo… yo querría… —fue todo lo que supe decir. Dos pares de ojos me miraron, y comprendí que ambos sabían lo que estaba intentando decir.
—Hagamos lo siguiente —anunció Darragh en tono despreocupado—. Yo acompañaré a Fainne. Llevar a uno más no será un problema para Aoife. La dejaré abajo, en las encinas, y no te preocupes que después me encontraré con vosotros para ir al mercado, será más sencillo para todos.
—Si lo prefieres así —contestó su madre—. Y ahora intenta no retrasarte.
—De acuerdo, madre respondió Darragh sonriendo, y avanzó hasta el punto donde lo esperaba bajo los árboles, ceñuda, con el cuenco de gachas vacío en la mano.
—¿Lista? —me dijo, alzando ligeramente las cejas.
—Yo no quiero ir —protesté.
—Bueno, no puedes quedarte aquí sola, así que no te quedan muchas opciones, ¿no crees? —afirmó en tono despreocupado—. Te iría bien un pañuelo en la cabeza, o te dará mucho el aire al cabalgar. También sería mejor que te sujetaras el pelo. ¿Quieres que te lo haga yo?
—¡Claro que no! —repliqué. —No soy una niña. Puedo hacerlo sola.
—No te lo tomes así me exhortó con voz tranquila.
Una de las otras chicas se ofreció a ayudarme con la trenza, y como teníamos prisa accedí. Una decisión de la que me arrepentí muy pronto.
—Tratamiento especial, ¿eh? —indagó mientras los dedos entrelazaban la masa espesa e indomable de rizos rojizos. No me era posible mirarla para detener su palabrería con una expresión desdeñosa. Así que me vi obligada a contestarle.
—¿Qué quieres decir?
—Cabalgar junto a Darragh. Nunca antes ha llevado a una chica hasta la Encrucijada. Hay demasiadas que le van detrás, ése es el problema. Y Darragh es muy prudente, no tiene preferencias.
No supe qué responderle. Si me hubiera soltado el pelo le hubiera dado un bofetón de buena gana.
—No hay de por medio ninguna preferencia —siseé rabiosa. Sólo intenta ayudarme por el hecho de que no puedo caminar de prisa. Moví ligeramente el pie derecho para enseñarle la bota, fabricada de una forma diferente de la habitual.
—¿Eso? —preguntó la chica en un tono maleducado—. No me parece un gran problema. Podrías caminar perfectamente, como todas. ¿Tienes un trozo de cinta?
Le pasé la cinta azul por encima de mi hombro.
—No existe la menor duda de que tú eres su favorita. No es propio de él distraerse tanto el primer día de la feria. Generalmente está de picantes que todos los demás, justo después del alba. Ese chico tiene una verdadera manía por los caballos. Espera a que llegue a la Encrucijada contigo a la grupa. Romperá el corazón de alguna chica, te lo digo yo.
—Estoy segura de que te equivocas —dije sintiendo cómo se sonrojaban las mejillas por la vergüenza—. Es sólo que… que yo no soy una de vosotros. Yo soy… una extraña, una huésped. Y él intenta ser amable. Eso es todo.
La chica sujetó la trenza atando la cinta bien fuerte.
—Quizá —concedió, y se volvió hacia mí con una sonrisa que la incluía sin ninguno duda en la descendencia de Peg. Por lo que debía de ser la hermana de Darragh. Pero no lograba recordar su nombre—. O quizá no. —Y dicho eso desapareció en una vorágine de faldas rojas y un destello de pendientes de oro antes de que pudiera darle las gracias.
Naturalmente se equivocaba totalmente. Darragh y yo éramos viejos amigos, nada más. Y Darragh pensaba que yo no era más que una pelmaza y que me metería en líos si él no actuaba como un perro guardián. Imposible considerar otra alternativa. Me até el pañuelo azul sobre la trenza y lo alcance donde me esperaba pacientemente, junto a Aoife, que pastaba tranquila. En cuanto apareció Dan. los demás hombres y chicos se habían ido. Peg y Molly estaban tratando de organizar a los niños más pequeños para que siguieran a los más grandes, y de destinar un par de viejos caballos al transporte de los cestos y los bebés.
Darragh mostraba una extraña expresión, como si fuera a echarse a reír.
—Aquí está la pequeña nómada —fue su comentario—. Sólo te falta el toque final y estarás perfecta, ten. De debajo de la chaqueta extrajo un envoltorio de tela suave como la seda y bien doblado. Cuando lo cogí se abrió, revelándose un chal variopinto, decorado con dibujos de pequeñas criaturas, exquisitas y delicadas como joyas: lagartijas verdes, pájaros de plumaje azul intenso, mariposas doradas y peces exóticos del color del arco iris con tupidas colas. Los flecos del chal eran largas borlitas brillantes, de un color a medias entre el oro y la piala. Era la prenda más bonita que había visto nunca.
—No puedo llevarlo —le dije sin conseguir apartar los ojos. Parecía sólo apto para una princesa.
—¿No? —preguntó Darragh y, después de habérmelo cogido de las manos me lo entendió sobre los hombros y le anudó las puntas por delante—. Venga, vamos —me exhortó—. He prometido no llegar tarde. No tienes miedo de cabalgar sobre un poni, ¿no?
—¡Claro que no! —repliqué.
—Entonces pongámonos en marcha.
Con su ayuda no fue demasiado difícil encaramarse a la grupa de Aoife. Creía que subiría detrás y me agarraría a él, como había dicho su hermana: en cambio me puso delante, sentada de lado como una señora, y me agarró con un brazo mientras que con la otra mano sostenía las riendas con fuerza. Mientras galopábamos me pareció que Aoife sabía lo que Darragh quería de ella sin necesidad de palabras. Cuando llegábamos a un cruce en el camino. Darragh pronunciaba una palabra con voz sosegada y ella embocaba una dirección o bien la otra. La espoleaba con la rodilla, o bien posaba una de sus manos morenas sobre el brillante cuello blanco, y ella comprendía enseguida.
—¿Todo bien? —me preguntó una o dos veces, y yo asentí. En realidad las cosas iban más que bien. Yo me sentía como en los viejos tiempos. Los tiempos en que de niños compartíamos nuestra silenciosa amistad. Aquellos días habían pasado para siempre. Lo sabía muy bien. Pero al menos durante aquel trayecto pude fingir que nada había cambiado. Sentía la maravillosa suavidad del chal, con sus dibujos llenos de vida, envolverme como un talismán protector; casi logré creer que era una más del pueblo nómada que iba a la feria llena de ilusión y, detrás de mí, con el brazo alrededor de mi cintura, el guapo chico que mejor tocaba la gaita de todo Kerry. Estaba allí, en la grupa del poni más blanco y más inteligente que nunca haya existido, con el rostro azotado por el viento; el extravagante y desnudo perfil de las colinas remotas a un lado y a otro las aguas de un amplio brazo de mar delimitadas por una costa rocosa, sembrada aquí y allá por pequeñas playas y por algún barco empujado a la arena por la marca. No había muchas personas por allá, no en aquel momento. Quizás íbamos con retraso de verdad. Pero Darragh no parecía preocuparse por eso, y Aoife devoraba el camino, como si fuera su dueña incuestionable.
Adelantamos a Peg, a Molly y a los niños, y la hermana de Darragh me guiñó el ojo.
—¿Cómo se llama tu hermana? —le pregunté al poco.
—¿Cuál?
—La de la falda roja y los modales un poco descarados, que parece que te sigue en edad, creo.
Hubo un momento de silencio.
—¿Por qué no se lo preguntas tú misma? —preguntó él.
Yo no respondí.
—Tranquila que no muerde, Fainne —me dijo, pero en su tono no había reprobación—. Creo que te refieres a Roisin. ¿Ha sido maleducada contigo?
—En realidad, no.
—Tendrás que tener cuidado con ella, porque le gusta decir las cosas de un modo claro y rotundo.
—Mmm —repliqué—. Ya me he dado cuenta.
—Pero no es mala chica. Ninguna de ellas lo es.
Llegamos a la feria antes de lo que hubiera deseado. Nunca había visto a tantas personas juntas, ni escuchado tal cacofonía de voces. Pero si se miraba con atención, aquel lugar revelaba un orden propio. Los verdaderos negocios se cerraban en la zona adyacente a los caballos, donde corrillos de campesinos, nómadas y algunos tipos con aire de lord local o de maestro de armas revisaban dentaduras e inspeccionaban pezuñas, inmersos en privadas conversaciones. Más cerca de nosotros otras personas intercambiaban distintas mercancías y charlaban, y en el aire se esparcía el perfume de algo que se estaba asando sobre el fuego. Vi el carro cubierto del Gran Maestro Bretón y de su locuaz pelagatos. De lejos alguien llamó a Darragh a gritos. Nos detuvimos cerca de un grupo de arboles altos.
—Bien —anunció, y se deslizó de la silla ligera como una pluma—. Ya hemos llegado. —Me depositó en el suelo y dejó las manos alrededor de mi cintura durante unos instantes—. Ah —exclamó—, una sonrisa. Una recompensa especial de verdad.
Alargué la mano para acariciar el flanco bien cepillado de Aoife.
—No tienes intención de venderla, ¿verdad? —pregunté.
—¿A ella? Muy improbable. No puedo separarme de ella. No ahora. Es mi talismán.
Asentí.
—Hay alguien que te llama —lo advertí. Darragh apartó sus manos de mi cintura.
—No sé si hago bien yendo —consideró frunciendo el ceño—. Mi madre no ha llegado aún, y yo le he prometido esperarla para dejarte con ella. Además, éste no es lugar para una chica —añadió, señalando la fila de caballos.
Se oyó gritar otra voz:
—¡Darragh! ¡Te necesitamos aquí!
—Será mejor que vayas —lo incité, mostrando más coraje del que sentía—. Yo me quedaré aquí, bajo las encimas, y esperaré a los demás.
Los ojos castaños de Darragh me escrutaron llenos de aprensión.
—¿Estás segura?
—No soy una niña. Creo que se me puede dejar un rato sola sin que me pierda.
—Prométeme que te mantendrás alejada de los problemas.
—No seas ridículo.
—Prométemelo, o me veré obligado a esperar aquí contigo.
—¡Darragh! —esta vez era Dan Walker quien lo llamaba.
—Qué tontería. Está bien, te lo prometo.
—Nos vemos después, entonces. —Me tiró suavemente de la punta del pañuelo, se volvió sobre los talones y se alejó, con Aoife siguiéndole obediente a su lado, firme como una roca entre la masa hormigueante y ruidosa de la muchedumbre.
Era así: si lo prometía lo cumplía. Pero uno no puede ir contra la propia naturaleza. A veces las cosas ocurren y hace falta actuar, sencillamente no se puede hacer de otro modo. Y aquella mañana en la Encrucijada fue precisamente así.
Me metí entre, las sombras, bajo los grandes árboles, deseando poder hacerme invisible. Por ahora lograba pasar bastante inadvertida, a pesar de mi chal de colores, porque toda la atención recaía en el carro del Gran Maestro Bretón. Lo habían abierto y descargado a no más de diez pasos de distancia de mí, y provocó un gran estirar de cuellos y una algarabía de ooohs y aahs por parte de la muchedumbre allí reunida. El ayudante larguirucho se ocupaba de todo el trabajo y explicaciones, mientras que el Maestro se mantenía envuelto en una capa hecha jirones, el esbozo de una verdadera capa de mago, y levantaba su nariz aguileña dándose grandes aires para parecer arrogante y misterioso. Pensé que había menos magia en aquel lúgubre individuo que en mi dedo meñique. Se veía enseguida que era un embustero, y estaba muy sorprendida de que la gente pareciera creerle.
El ayudante era un hombre muy activo. Pronto, la zona de alrededor del carro se llenó de un llamativo surtido de pancartas y redes, con una gran cantidad de jaulitas colgadas de palos, llenas de extraños animales a la venta, útiles para entretener a la enamorada o para poner celoso al vecino. Me acerqué un poco, pero era difícil conseguir ver sin ser vista. En la jaula más próxima a mí había un pájaro con aire infeliz, una especie de búho de plumaje raído. Se desplazaba de una punta a la otra de la percha, a pasitos, con sus redondos ojos aterrorizados. Debajo de él, en cambio, había una criatura peluda que se aferraba con las garras a los barrotes de la estrecha prisión, con la cabeza colgando como si fingiera dormir. Al lado opuesto otro animal emitía chillidos agudos, y la gente lo señalaba con la mano, acompañando el gesto con pequeñas exclamaciones.
—Y ahora, mis amabilísimos señores, más estimables señoras, mis queridos y afortunados jóvenes… —El ayudante estaba gritando: no podía hacer menos para hacerse oír entre tanto alboroto—. Acérquense, acérquense, y el Maestro les enseñará los milagrosos remedios que les traemos este año. Algunos son ya conocidos y se han experimentado, en cambio otros son sorprendentes descubrimientos, pero todos son extraordinariamente eficaces.
Continuó con ese tono durante un rato. Yo miraba a mí alrededor. De Peg, Molly o de los demás no se veía ni la sombra. Me acerqué más. Entonces conseguí localizar el origen del estrépito: un pájaro de plumaje multicolor se había posado sobre el carro, en el extremo opuesto. Detrás había más criaturas enjaulas. Una liebre de pelo claro encarcelada en un espacio tan estrecho que ni siquiera podía moverse, ni mucho menos doblar sus robustas patas para saltar como habría hecho en libertad. Un muchachito metió el dedo entre las barras para tocarla, y la pobre bestia ni tuvo el espacio necesario para echarse atrás. La miré a los ojos: estaban ausentes, trastornados, ojos donde el pánico había superado a la razón. El pájaro gritó de nuevo, y a mí me parceló que aquel grito expresaba el miedo y la rabia de todos ellos por haber sido exhibidos y encarcelados en el carro; por ser criaturas maravillosas atadas a palos, expuestas y osadas por diversión, y después desechadas sin tan solo un pensamiento.
El hombre decantó una poción vigorizante. Fingió beber un sorbo, luego invitó a un hombretón entre la muchedumbre a pelear en un combate. El resultado era previsible. Los dos fingieron pegarse, luego el ayudante del Maestro derribó a su corpulento adversario con un leve golpe en la mandíbula. El gigante cayó al suelo, y la multitud contuvo la respiración. Después de unos instantes, cuando la voz de un niño preguntaba: ¿Ha muerto, mamá?, el hombre empezó a gemir. Mientras se frotaba la mandíbula y hacía girar los ojos, lo ayudaron a ponerse de pie. Entre la muchedumbre corrieron murmuraciones excitadas, y muchos compradores se acercaron. Me pregunté cuál sería la remuneración del hombretón por su exhibición.
—Y ahora —continuó el tiralevitas aparentemente envalentonado por su éxito—, será el Maestro mismo el que os demuestre las virtudes de un nuevo filtro de amor, totalmente eficaz sobre cualquier persona. Preparada con sus propias manos, esta potente poción transformará a la más reacia de las novias en… bueno, queridos, queridos amigos, en algo inimaginable. Pero serán los hechos los que hablen por sí mismos. Distinguidos señores míos, para todos ustedes… el Maestro.
Se esperaba que aplaudiéramos, creo. Pero aún no conseguía ver bien. Si me acercaba, en cambio, me habría encontrado entre la muchedumbre, y la gente me habría visto, me habría empujado y quizá también me hubiera hablado, y entonces… Mis dedos se cerraron alrededor del amuleto de seguridad. Usa el Sortilegio, niña. Eran las palabras de la abuela que me resonaban en algún lugar de mi cabeza. Conviértete en lo que quieras.
Lo hice con rapidez, antes de que pudiera cambiar de idea. Peg y Molly aún no habían llegado. Darragh estaba ocupado. Nadie se daría cuenta de nada. Elegí el aspecto que creí que suscitaría la menor atención, una versión más adulta de mí misma, una mujer de mediana edad, con ropas normales de trabajo, con chal, bufanda y pelo desgreñado. Me convertí en una entre muchas; efectivamente, entre el gentío había muchas como yo. Nadie me vio avanzar en silencio y colocarme entre las primeras filas, donde vi con claridad al hombre que se hacía llamar Maestro escudriñar la muchedumbre con expresión desdeñosa.
—El Maestro está buscando —anunció el asistente en tono solemne—. Busca, elige entre vosotros para encontrar un individuo que no conozca el amor, un pobre corazón solitario. ¿Queréis venir vos, señor?
—Ya está comprometido —replico una estridente voz femenina desde el fondo de la multitud. Todo el mundo se cebó a reír.
—Ah —exclamó el ayudante mientras el Maestro apuntaba con un dedo huesudo—. Allí hay uno. ¿Cómo os llamáis, señor?
El hombre se sonrojó de vergüenza, pero logró sonreír.
—Se llama Ross —declaró un amigo partiéndose de risa—. Sólo le falta algún tornillo, pero por lo demás es un buen hombre. —Parecía haber empezado muy temprano con la cerveza.
—También a vos os gustaría tener una bella enamorada, ¿no es cierto, Ross? —preguntó el ayudante empujando a la víctima elegida sobre los peldaños del carro, donde todos pudieran verlo—. Veamos si conseguimos encontrar una que sea adecuada para vos. ¿Amables señoras, quién tiene ganas de probar nuestro nuevo elixir?
Hubo un ruido de pies inquietos y un silencio general. Parecía que no había voluntarios. No me sorprendió. El hombre que habían escogido era todo piel y huesos, no parecía muy limpio y tenía una enorme nariz goteante.
—Valentía —exhortó el pelagatos—. ¿Quién quiere probar? No hay una deliciosa señora que quiera entretenerse un poco. ¿No? Entonces será el Maestro quien escoja a esa persona.
El hombre de la capa negra bajó del carro y empezó a caminar entre las primeras filas, donde la gente se apelotonaba. Yo me esforzaba en seguirlo con la mirada mientras que la atención de los demás se concentraba completamente en el pregonero. El Maestro llevaba en la mano una fina cadenita de oro de la que colgaba un objeto pequeño, y lo hacía oscilar adelante y atrás, adelante y atrás.
—Quién sabe, quizás haya algo para la valiente muchacha que se atreva —insinuó el asistente. El Maestro caminaba adelante y atrás. La cadenita oscilaba a derecha e izquierda, a izquierda y derecha. Entonces el hombre se detuvo. Alargó un dedo y señaló.
—¡Ah! —exclamó el ayudante—, tenemos una voluntaria. Subid, querida mía, subid y probad esta exquisita poción, hecha con hierbas cuidadosamente seleccionadas, bayas y una pizca de… —y formó un circulo con el pulgar y el índice—, de los ingredientes más secretamente custodiados. Un pequeño sorbo será suficiente.
La chica que habían elegido era muy joven, más joven que yo, e iba pobremente vestida con una falda toda zurcida. A pesar de eso, su cuerpo tenía una delicada lozanía que habría podido atraer a un hombre. Nadie puso objeciones cuando los dos hombres la empujaron hacia delante. Parecía que estuviera allí sola. Nadie pareció notar la manera en que miraba la cadenita de oro que oscilaba adelante y atrás, adelante y atrás, como si no tuviera ojos más que para ella. Nadie excepto yo. Sentí la rabia crecer en mi interior.
El Maestro se metió la cadena de oro en el bolsillo. La chica estaba frente a él, los rasgos delicados mostrando una expresión ausente. Del lado opuesto, el hombre con la nariz de patata le lanzó entonces una mirada concupiscente, abriendo mucho los ojos, guiñándolos en dirección a sus amigos entre la muchedumbre, que empezaron a reírse y a darse codazos.
El Maestro se inclinó y le susurró a la chica algo al oído, todo lo que logré oír fue:
—Bebe esto, querida mía. —Pero hubo algo más. Imaginaba lo que estaba tramando.
Ella tomó la tacita entre las manos y bebió. Por un instante no sucedió nada. De repente se volvió, el rostro una máscara inexpresiva, y dio unos pasos en dirección a aquel hombre, Ross. Luego le echó los bravos al cuello y, apretando su cuerpo contra el de él, posó la boca sobre la del hombre en un largo beso. La muchedumbre los animó y aplaudió. Vi las manos del hombre manoseándole las faldas, y el modo asqueroso con que le metió la lengua en la boca. Esperaba que el Maestro chasqueara los dedos o moviera la mano delante de los ojos de la chica para detener la sugestión, en cambio se quedó a observar al tipo, que ahora bajaba a la chica y se la llevaba entre la gente. Muchos hombres se amontonaron alrededor del carro, impacientes por comprar. Yo estaba indignada. Aquello no era otra cosa que un engaño, una vieja treta, fácil, una vez encontrado al sujeto impresionable. Fácil de hacer. Fácil de deshacer.
Pero el Maestro no lo anuló. Dejó que Ross se llevara a la chica y… bueno, como he dicho, uno no puede ir contra la propia naturaleza. A veces no se puede hacer más que actuar. El pájaro de plumaje colorido seguía posado sobre su percha a poca distancia del hombro del Maestro, y todavía gritaba sus quejas, como si comprendiera todo lo que ocurría. Lo miré a los ojos, y le hablé con la mente.
Las barras que lo encarcelaban se rompieron. Nadie se dio cuenta. El pájaro se acurrucó, se hinchó, cambió. Por un instante, en el trasiego creado por los compradores que se abrían paso a codazos, nadie vio nada. Las plumas de colores se volvieron escamas brillantes. Pico y garras desaparecieron. Le di libertad a mi fantasía. La criatura se alargó, adelgazó y se volvió sinuosa. La serpiente se enredó en la percha, consciente de la fuerza del propio cuello musculoso, del veneno contenido en la lengua bífida. Ebria por recuperar la ya olvidada sensación de libertad.
Un niño habló.
—¿Qué es eso, mamá?
Cuando la bestia se deslizó sinuosa alrededor de su cuello, por encima de la negra capa desgarrada, el Maestro se quedó inmóvil donde estaba.
—Aaah —consiguió articular apenas con un hilillo de voz. El ayudante dio un paso atrás. La muchedumbre retrocedió. Entre la gente, el hombre llamado Ross se detuvo y se volvió a mirar, todavía manteniendo a la chica agarrada por el brazo. Avancé un paso, asegurándome de que el Maestro me veía.
—Libérala —le ordené con tono calmado.
Los ojos casi se le salieron de las órbitas. El rostro se le enrojecía por momentos. Quizás la serpiente le apretaba demasiado. Pero no me preocupé de ello.
—Llama aquí a la chica y anula lo que le has hecho —le dije en voz tan baja que sólo él y su ayudante pudieron oírme. —Hazlo o eres hombre muerto. No creas, que me importa lo que pueda ocurrirte.
—Aaah —gimoteó el Maestro, volviendo los ojos en dirección al ayudante. La serpiente se movió: desenrolló la cola de su percha y la envolvió ordenadamente alrededor del brazo del Maestro. Ahora el hombre sostenía al animal en todo su peso. La cabeza, pequeña y triangular, estaba suspendida justo frente a sus ojos.
El ayudante retrocedió gritando.
—¡Tú! ¡Tú, tráela aquí de nuevo!
La muchedumbre se dividió para dejar pasar al hombre y a la chica. El miedo mantenía a la gente a una cierta distancia del carro, pero el espanto no le permitía a nadie alejarse demasiado, ya que los hechos que estaban ocurriendo serían materia de innumerables historias nocturnas durante los muchos y largos inviernos por venir. El ayudante agarró el otro brazo de la chica y tiró de ella, separándola del lascivo Ross. No tuvo que usar mucha fuerza, porque la visión de los crueles ojos de la serpiente desanimó al hombre por completo. El gentío se cerró a su alrededor.
La chica fue conducida sobre el carro, Su expresión era ausente; para ella, aquella criatura terrorífica habría podido ser muy bien un erizo o una oveja.
—Libérala —siseé—. Rápido, o le ordenaré a la serpiente que te muerda. —No estaba del todo segura de poder hacerlo, pero la amenaza surtió su efecto. El Maestro levantó una mano temblorosa y chasqueó los dedos frente a la cara inexpresiva de la chica. Ella parpadeó y se frotó los ojos. Entonces vio la serpiente y gritó.
—No pasa nada le dije, y mis palabras fueron tapadas por el murmullo producido por la reacción excitada de la muchedumbre. —Vete a casa. Venga. Ve a buscar a tu familia y vete a casa.
—Mi padre —dijo con la voz rota por el pánico, como si se acordara de algo—. Mi padre me matará. —Miró a su alrededor con expresión aterrorizada, localizó a alguien junto a los recintos de los caballos en venta y se fue hacia allí corriendo.
—Aaarggh —fue el grito estrangulado que me llegó. Pero no me había olvidado del Maestro. No del todo. Tenía que actuar rápido y luego desaparecer, ya que vi una fugaz aparición de Roisin al final de la muchedumbre, y comprendí que los demás habían llegado y estaban buscándome.
Mire a la serpiente a los ojos pequeños y brillantes. Me sentía satisfecha de mi creación. Pero una serpiente, después de todo, no podía volar. Pronuncié la fórmula, y se transformó. El Maestro soltó un gemido de dolor mientras el pájaro del color del arco iris le clavaba por un instante las garras en el hombro, antes de desplegar las alas y desaparecer de un modo un poco desgarbado, revoloteando por encima del gentío con un grito de escarnio y luego dirigiéndose al este. Todos miraron hacia arriba, alargando el cuello para admirar el fenómeno. Tenía poco tiempo, pero aquélla era una de mis especialidades. Las puertas de las jaulas se abrieron con un chasquido, los cerrojos salieron disparados, las estacas cayeron de sus soportes. Sin embargo, no todos los animales podían sentirse seguros, por lo que tuve que transformar a algunos. La liebre se convirtió en un saludable poni, en cuyo flanco le di una palmadita para dirigirlo hacia los cercados de los caballos. Allí estaría bien. La criatura peluda de largas garras se convirtió en una ardilla, que se lanzó al espacio abierto y alcanzó las encinas, donde estableció su morada enseguida. Los pinzones y las palomas no tendrían problemas. Quizá no hacía tanto que estaban en cautividad, ya que parecían impacientes por volar y afrontar los riesgos del invierno, de las trampas de los cazadores y de los halcones. Sólo un animal quedó prisionero. El pequeño búho, cuya jaula también estaba abierta y cuya posibilidad de fuga estaba allí delante, se mantenía tembloroso sobre su percha, levantando primero una pata y luego la otra, incapaz de pasar a la acción quién sabe por qué motivo. Ahora la gente empezaba a comprender, a señalarme con el dedo, a mirarme; el Maestro y su pelagatos se estaban acercando a donde estaba yo, absorta en exhortar a la criatura a que abriera las alas y echara a volar. Me pareció oír la voz de Peg pronunciar mi nombre desde algún lugar detrás de las encinas.
Vuela, estúpido, le dije al pájaro. Porque no podía transformarlo: estaba demasiado asustado para sobrevivir. Era necesaria una decisión inmediata. Me dirigí al Maestro.
—Dame este búho. De otro modo le diré a toda esta gente lo embustero que eres. Les explicaré que todos tus remedios son falsos. Puedo hacerlo.
Me miró con desprecio.
—¿Tú? —siseó en voz tan baja que nadie más pudo oírlo—. ¿La mujer de un campesino? No me lo creo. Ahora lárgate o te haré azotar por haberme arruinado el espectáculo y robado los animales. Vamos, quítate de en medio o… —Pero se calló bruscamente, porque ahora le miraba el cuello mientras le lanzaba otro pequeño hechizo.
—Ah… aaagh…
—¿Ves? La serpiente es solamente un producto de la fantasía. Yo no la necesito en absoluto para estrangularte lentamente. Dame a ese pájaro.
El hombre gesticuló con una mano, entre convulsiones, y se llevó la otra a la garganta. El ayudante apoyó la jaulita y su ocupante en el suelo y yo la cogí.
—Bien —afirme con calma, deshaciendo el hechizo. El Maestro retrocedió tambaleante, con la cara pálida como el yeso, mientras su ayudante era asediado por una formación de espectadores confusos y gesticulantes. Ahora que se habían cerciorado de que la serpiente se había ido exigían respuestas.
El Maestro me estaba mirando.
—¿Quién eres? —preguntó ahogadamente, con el terror escrito en los ojos.
—Soy la hija de un mago, y soy mucho más hábil de lo que tú podrás ser nunca con tus truquitos de medio pelo —repliqué—. Jamás vuelvas a ridiculizar a una pobre chica transformándola en una libertina que se da al primero que llega. No pienses ni siquiera en intentarlo de nuevo —y diciendo eso hice un gesto, moviendo el pulgar a lo largo de mi cuello, para advertirlo de las consecuencias. Luego vi a lo lejos a Molly, y junto a ella a Roisin; entonces me mezclé entre la muchedumbre, conviniéndome en una de las muchas mujeres de campesinos que disfrutaban de un día de feria.
Me retiré a un rincón tranquilo detrás de un carro vacío y me senté sobre la hierba. Pronuncié la formula en silencio y me convertí de nuevo en mí misma, la joven nómada de vestido a rayas, el pañuelo bordado de azul, las largas trenzas rojas, y la pierna coja. Una chica con el chal más bonito de toda la Encrucijada, un chal con sus orgullosos dibujos de maravillosas criaturas de muchas razas. Una chica que sostenía una jaula rota, en cuyo interior había un búho inquieto. Era obvio que aquel detalle llamaría la atención después de lo ocurrido.
Le hablé a la criatura en tono manso. Parecía atontada por el miedo, el único movimiento que conseguía ejecutar constantemente era levantar una pata y luego la otra, alternándolas, derecha, izquierda, derecha, izquierda.
—No tengas miedo —la alenté, nada segura de que pudiera oírme, y mucho menos comprenderme—. Ahora puedes irte. Volar lejos. Eres libre. —Lentamente metí la mano en la jaula, esperando retirarla como poco con mi dedo herido. El pájaro no hizo ningún movimiento, excepto aquellos saltos obsesivos. Quizás había enloquecido de veras. Quizá fuera más caritativo romperle el cuello. Oí de nuevo la voz de Peg por encima del zumbido de la muchedumbre.
—Animo —lo exhorté—. Al menos ayúdame un poco. —Agarré a la criaturita con la mano hueca, apretándole suavemente las alas para que no se las dañara al salir, y la extraje de la jaula con cuidado, con la cabeza por delante. Noté el frenético latir del corazón y la fragilidad del cuerpecito, todo huesos y plumas. Usé ambas manos para mantener al animalito más o menos recto frente a mí, en el suelo.
—Arboles —lo animé—. Son encinas, vamos, vuela. Abre las alas. Vuela. —Y abrí las manos. Pero el pájaro se quedó allí, temblando. Por lo menos había parado de brincar de aquel extraño modo—. Sé valiente —le dije empujándolo con delicadeza.
El animal volvió la cabeza para observarme.
—¡Por todos los espíritus del bosque! —susurré exasperada—. ¡Ahora dime que debería hacer! No puedo quedarme contigo, tengo que irme…
El pájaro me miró con sus grandes ojos redondos, como enloquecidos.
—¿Es que no tengo ya suficientes preocupaciones? —pregunté—. Oh, está bien, entonces. —Aquel patético montón de plumas no podría soportar una transformación, lo sabía por experiencia. Más de un ratón o de una cucaracha habían sido sacrificados sobre el altar en la búsqueda de la perfección deseada por la abuela. Una mutación menor, en cambio, era posible. Y mi falda tenía unos amplios bolsillos, porque una chica nómada siempre tenía algo que llevar consigo: aguja e hilo, un cuchillo multiusos o bien un par de pañuelos de más. Alargué la mano y la puse sobre la criatura esmirriada.
—Listo —dije recogiéndola. Ahora tenía las dimensiones de un ratón: las garras eran pequeñas como espinas de rosa, los ojos minúsculos, oscuros y solemnes. Me devolvió la mirada parpadeando.
—Espero que no tengas hambre —le dije en voz baja—. Y espero que comprendas las órdenes Estate quieto y estate callado. —Dicho esto deslicé al pajarito en mi bolsillo, y me dirigí hacia el centro de la feria.
—¡Fainne! —clamó Roisin, cuando aún no había dado ni cinco pasos sobre el prado—. ¿Dónde te habías metido? Mi madre está preocupada, no conseguía encontrarle. ¿Dónde estabas?
—Por aquí —respondí—. No había necesidad de preocuparse.
—Eso no es lo que diría Darragh.
Le lancé una mirada afilada.
—¿Y qué diría Darragh? —le pregunté, asombrándome yo misma por mi falca de timidez.
Roisin sonrió.
—Dice que basta con darte una ocasión y te metes en problemas.
—Qué tontería —respondí. Como puedes ver, estoy muy bien. ¿Adónde hay que ir ahora?
—A vender los cestos. Cuando los hayamos vendido todos podremos dar una vuelca, mirar los espectáculos. Pero no solas. Mi madre no lo permite.
Me miró de través, con las cejas levantadas.
—Lo siento —concedí—. No lo sabía.
—Vale —dijo por codo comentario, cosa que me recordó mucho a su hermano.
Fue la única conversación del día. Me quedé sentada mientras Peg, Molly, Roisin y las otras chicas regateaban y hacían sus negocios: entre tanto, la narración de lo que había ocurrido aquella mañana fue agigantándose cada vez más. Vimos al Gran Maestro Bretón y a su tiralevitas recoger sus mercancías y abandonar la feria; no con algún que otro retraso, porque los clientes insatisfechos y las explicaciones requeridas fueron más de uno. Al final lograron huir, lo que suscitó un cierto número de atónitas conjeturas, considerando, como dijo Peg, que el Gran Maestro Bretón era mu atracción fija de la feria. La gente tenía mucha confianza en aquellos remedios. En cuanto a ella, nunca había tenido la más mínima necesidad de poción alguna. Lo que uno no podía hacer por sí mismo, no lo hacía y basta. La gente tenía que aceptar aquella verdad, y no desear ser lo que no era. Lo único bueno que hacía aquel tipo era atraer a un montón de gente. Y añadió que todo aquel que se acercara al carro del Gran Maestro Bretón tenía más posibilidades de hacer buenos negocios.
Yo no contribuí a la discusión. Roisin me preguntó que había visto y yo le dije que no mucho, porque había personas más altas que yo que me tapaban la vista. Solamente una gran confusión y algunos pájaros que izaron el vuelo. Nada más. Pero la gente habló de ello durante toda la mañana. Dijeron que el filtro mágico no funcionó por no sé qué motivo. Una maldición, quizá. Le dije que los animales enloquecieron, hubo una serpiente que casi mata a aquel tipo, además de una gigantesca criatura con garras parecidas a cuchillos. Que nunca había visto nada parecido. Y que hubo una mujer que le echó una tremenda bronca al Maestro. No me gustaría nada desafiarla. Parecía implacable como una bruja, aunque fuese solamente la mujer de un campesino. Y luego, de repente, se había esfumado. Pero aquel hombre estaba asustado, se le veía en la cara. Estaba blanco como la cera, y en el cuello tenía una llamativa señal roja.
Los cestos se vendieron enseguida, y Peg se alegró. Había más en el campamento, dijeron, y otros artículos como pañuelos y objetos varios. Pero los venderían al día siguiente. Así que teníamos la tarde libre. En tono severo. Peg nos recomendó que no nos metiéramos en líos. Estaba prohibido pasear sola, y debíamos estar de vuelta cuando el sol hubiera bajado hasta tocar la punta de las encinas, teniendo en cuenta que la distancia hasta el campamento era considerable y que no había que cansar mucho a los niños. Mientras tanto ella y Molly reunirían sus cosas, disfrutarían de una jarra o dos de sidra y a lo mejor charlarían un poco con las amigas.
Por enésima vez me pareció que no tenía elección. Roisin se me pegó al cuerpo y, junto a otras dos chicas, me empujaban entre la gente apiñada, en busca de un poco de diversión. De repente, el pánico se apoderó de mí, había demasiadas personas, unas apretadas contra las otras, y todas me resultaban extrañas. Había hombres repugnantes como aquel individuo, Ross, que alargaban las manos para pellizcar y manosear, otros que hacían propuestas del tipo: ¿Qué te parece sí nos divertimos un poco, tesoro?, y después se reían como si hubieran pronunciado el chiste más divertido del mundo. Mujeres gritando insultos a niños traviesos. Vendedores que anunciaban la mercancía con voces parecidas a rebuznos de asno. No podía inventarme ninguna excusa, porque no había lugar donde poder refugiarme. Ni tampoco tenía el poder para realizar un hechizo de transporte. Mi padre se negó a enseñármelo, diciendo que todavía no estaba preparada. Me entretuve con la idea de transformarlos a todos en alacranes o arañas. Así, al menos, la pequeña criatura que llevaba en el bolsillo podría procurarse la cena. Pero no tenía nada en contra de Roisin, Peg o Molly. Ni contra Darragh. No, debería recurrir a cualquier otra cosa. Usa el Hechizo, Fainne. Antes había funcionado, dándome bastante confianza para arreglármelas durante todo el tiempo en que lo había necesitado. Y nadie se había dado cuenca de nada. La cosa no presentaba riesgos.
Lo hice gradualmente, mientras nos abríamos paso entre la muchedumbre. No se trató de un cambio evidente: el pelo, que era rizado y rojo, se volvió más liso y de un rubio rojizo, el mismo color de la miel de tréboles. Los ojos se volvieron más claros, más azules, más grandes; las pestañas, largas y oscuras. Las cejas, delicadamente arqueadas.
Los labios, rojos y sensuales, la figura, no muy diferente: solamente una curva más acentuada aquí y otra allá, y una modificación en la línea de los hombros. Por último los pies. Bonitos, rectos, perfectos, calzados con botas de buena calidad, Pies hechos para bailar.
Aceptamos cacahuetes tostados de parte de un individuo de piel oscura que tenía un pequeño brasero. El precio fue un beso. No por mi parte: ni siquiera el Sortilegio habría logrado volverme tan audaz, en tan poco tiempo. Fue Roisin quien posó un besito en una mejilla del hombre, y luego también en la otra, con una sonrisita malvada. También bebimos sidra, que era gratuita para todos los que vendían sus mercancías en la feria. Luego nos atrajo el sonido de un pífano y un bodhrán, y de un músico que tocaba con cucharas, y nos unimos a un círculo tortuoso de gente que se movía a paso de giga o reel, y que fue extendiéndose cada vez más sobre el prado. Al acabar los negocios del día los hombres empezaron a volver al campamento, y Roisin y las demás fueron a echar un vistazo a algunos chicos que les gustaban.
Nadie se dio cuerna de que yo era distinta. Después de todo no me había convertido en la mujer de un campesino o en una vieja bruja o en un dragón de mar. Solamente había mejorado un poco mi aspecto con los cambios más imperceptibles posibles.
Como mi padre me había explicado, el Hechizo no cambia a la persona que lo hace, sino la percepción de la gente. Así, aquella tarde no opté por una transformación total. No tenía ninguna intención de desaparecer y tener a Roisin y a todos los otros ocupados en buscarme. Lo que sencillamente quería era sentirme como los demás, conseguir socializar, liberarme del terror que siempre me invadía cuando era yo misma y estaba fuera de mi cáscara. Y luego, me dije, practicaría un poco para cuando estuviera en Sieteaguas.
Roisin tenía un enamorado. Apareció a un lado de la muchedumbre; lo vi observarla, luego avanzar hacia ella y taparle los ojos con las manos por la espalda, riendo e invitándola a bailar. Parecía un tipo determinado, y tenía unas buenas espaldas. Poco después, un individuo quiso sacarme a bailar; yo acepté, mostrando aquella suerte de sonrisa que mi abuela me había enseñado a fingir.
Sentirme bonita fue una sensación extraña. La música me transportaba, flotaba de un caballero al otro y sonreía con ganas. Hacía calor, y me quité el pañuelo de la cabeza. Había perdido la cinta azul y la trenza estaba deshecha. Noté sobre los hombros el peso de la melena rojiza y la falda a rayas que se me arremolinaba alrededor de las piernas, y vi los flecos de seda de mi precioso chal brillar bajo el sol de la tarde. Sentí en lo más hondo el tamborileo del bodhrán empujándome a bailar. Noté las miradas de admiración de la gente, pero no me molestaron, bailé con un chico pecoso de nuestro campamento, el dueño del poni llamado Silver, y no paraba de sonreír sin decir nada. En el lado opuesto del círculo, Roisin todavía estaba bailando con el mismo joven, y no tenían ojos más que el uno para el otro. También bailé con un hombre más adulto, un campesino con un bonito gabán de botones de plata y mirada penetrante. Me preguntó cómo me llamaba, y yo se lo dije. Me preguntó si podría volver a verme al día siguiente, y yo le dije que quizá. Se apretaba a mí más de lo que me apetecía, entonces pensé en algo rápidamente. De repente, el hombre se puso pálido y se despidió disculpándose. No es que le hubiera provocado un gran soponcio: sólo hice que no le sentara bien la comida que tenía en el estómago; por la mañana se sentiría mejor.
El sol casi rozaba la copa de las grandes encinas, y el cielo estaba nublándose. Pero no tenía ganas de volver al campamento. Allí me sentía el centro de algo. Era yo misma pero también otra, y ambas al mismo tiempo. Sentía que todo giraba a mí alrededor: los hombres con sus miradas ávidas, la cadencia y el ritmo de la música, los vivos colores del pañuelo, del chal y de la melena al viento, el movimiento circular, las risas y la luz.
Un tipo aleo me invitó a bailar, empujado por sus amigos. A lo lejos vi a Roisin despedirse de su enamorado. Y eras ellos, al margen del círculo, Darragh me miraba inmóvil. Su expresión no era irritada exactamente. Es más, se trataba de algo que transcendía la ira. Era la mirada de un hombre cuyos peores miedos se estaban realizando ante sus propios ojos. Hizo un gesto con la cabeza en mi dirección que significaba que me despidiera, que era hora de irse. Luego se alejó, mezclándose entre la multitud. Ni tan sólo me esperó.
—Discúlpeme —le susurré al que iba a ser mi siguiente caballero, y me deslicé tratando de llamar la atención lo menos posible, empezando a liberarme del hechizo poco a poco y acabando hasta alcanzar el lugar donde Darragh me había dejado por la mañana, junto a las grandes encinas, de nuevo coja.
Aoife estaba atada a la sombra de los árboles. Darragh estaba a su lado, silencioso y con el rostro sombrío. Entrelazó las manos para ofrecerme sostén para subir a la grupa del poni, luego brincó a la silla, detrás de mí y partimos enseguida al galope. No dijo nada hasta que estuvimos lejos, una vez superadas las barcas varadas en la arena de la playa, con el cielo oscureciéndose sobre nosotros. No se veía a nadie por ahí.
—¿Es posible que no pueda estar ni un instante sin vigilarte? —me espetó.
—No sé de qué me estás hablando.
—Creía que me habías prometido que te mantendrías alejada de los problemas. En cambio, mírate.
—¿Qué quieres decir con mírate? —repliqué, porque no soportaba verlo enfadado conmigo—. He estado en la feria, he vendido los cestos, he ido a bailar en compañía de tu hermana y ahora me voy a casa contigo. Como las demás. ¿No era esto lo que querías?
Él no respondió.
—¿Era eso o no? —Hasta a mí misma me sonaba petulante mi voz. Había conseguido incomodarme.
—No es lo que yo quiero lo que importa —replicó él con firmeza.
—Qué tontería —respondí, sin entender el sentido de sus palabras. Seguimos cabalgando en silencio, y empezó a llover. Aoife sacudió las orejas.
—Se que estar con los demás y divertirse es bonito —declaró por fin—. Y no hay nada de malo en bailar. Pero no… no de ese modo.
—¿De qué modo?
—Así, exhibiéndote. Llamando la atención. Dejar que los hombres te miren como si quisieran algo más que un simple baile. Hacer… hacer lo que sea que hagas.
Me mordí los labios y no dije nada.
—¿Fainne?
—No he hecho nada malo —declaré con toda la dignidad que conseguí reunir, preguntándome por qué tenía el poder de turbarme de aquel modo—. Solamente he tratado de entretenerme un poco. Y, en todo caso, no es asunto tuyo.
Hubo otro penoso silencio, interrumpido por el sonido de unos cascos acercándose, era el chico pecoso, a lomos de su poni gris, que se había colocado a nuestro lado y que ahora nos sonreía.
—¿Queréis compañía? —se ofreció, echándole una mirada a Darragh. De repente, su expresión cambió; espoleó el flanco del poni con el talón y nos adelantó manteniendo el galope.
—Entonces —prosiguió Darragh mientras girábamos a la derecha alejándonos de la playa—. ¿Qué me dices de antes del baile? Me han llegado rumores sobre un mago, sobre animales en fuga, sobre una pelea y sobra pájaros transformados en serpientes.
—También yo lo he oído.
—¿Entonces?
—¿Entonces, qué?
—Vamos, Fainne —exclamó exasperado, tirando de las riendas para detener a Aoife—. ¡No iras a decirme que tú no has tenido nada que ver en todo eso! Me han dicho que un hombre no ha acabado estrangulado por poco. Quiero que me digas toda la verdad.
Pero yo no dije nada. De hecho no hizo falta, porque en aquel momento un pequeño perfil atolondrado sacó su cabecita del bolsillo, quizá con la esperanza de que todos aquellos empujones y saltos hubieran acabado. El pajarito saltó fuera y fue a posarse en la base del cuello de la yegua, acariciándose con el pico para alisarse las plumas desgreñadas, Aoife ni siquiera se movió un poco, demostrando ser una verdadera princesa bajo apariencia equina.
—En nombre de Brighid, ¿qué es eso?
Me aclaré la garganta.
—Creo que es una especie de búho. No quería echarse a volar, y yo no he tenido coraje para abandonarlo. Pero he tenido que empequeñecerlo, de otro modo lo habrían visto.
—Ya veo.
—Aquel hombre era un impostor, Darragh. Ha intentado, engatusar a una chica para obligarla a hacer cosas horribles. Sus pociones no sirven de nada. Y no le importaban nada todos aquellos animales, los tenía cruelmente encerrados en jaulas y… no querrás que me limitara a quedarme allí mirando, sin actuar, cuando podía hacer algo, ¿no?
Darragh suspiró.
—No lo sé. Ya no sé nada.
Sin ninguna señal por parte de su caballero, Aoife retomó la marcha, y el pequeño búho empezó a tambalearse. Bajé la mano para mantenerlo quieto. Saltamontes, pensé vagamente. Gusanos. Pequeños escarabajos.
Sólo cuando estuvimos cerca del campo Darragh habló de nuevo.
—Lo que necesitas es a alguien que te vigile constantemente, día y noche. No sé en qué pensaba tu padre cuando ha decidido dejarte partir así, sola, ha sido como… como poner en las manos de un niño una antorcha encendida e invitarlo a salir por ahí a jugar. Tú no sólo eres un peligro para ti misma, sino también para todos los demás. Y lo peor es que ni siquiera te das cuenta.
—¿Qué sabes tú de todo eso? —protesté, pensando en lo feliz que sería cuando todo eso hubiera pasado, a la mañana siguiente, y lo infeliz que era en cambio en ese preciso momento. Por su culpa, toda la alegría del día se había apagado.
—No lo sé, Fainne —dijo tranquilo. —Pero te conozco mejor que cualquier otro. Y querría que me escucharas. Lo que haces no… no es justo. Estás arruinando tu futuro. Eso que haces no es bueno para ti. Desearía tanto que me hicieras caso…
Una parte de mí deseaba decirle que lo sentía, que sentía haber arruinado nuestro día; que sentía habernos enfadado; y que me dolía mucho más el hecho de que el verano siguiente él volvería a Kerry sin encontrarme allí esperándole. Pero no logré hablar, ni escucharlo, de otro modo me habría socavado el ánimo para ejecutar mi misión, para llevar a cabo lo que mi abuela me ordenó hacer. La vida de mi padre estaba en juego. Y Darragh me había herido intensamente, porque su opinión sobre mí lo era todo para mí. Pero las palabras me salieron antes de que pudiera pararlas: palabras rencorosas, ofensivas.
—¡Tú no sabes nada! ¿Cómo podrías? ¿Cómo podrías comprender nunca lo que debo hacer y por qué? Sería como… como pedirle a un perro callejero que comprendiera el movimiento de las estrellas. Imposible, y ridículo. ¡Quiero que me dejes en paz! No puedo quedarme a escucharte. No puedo ser tu amiga, nunca más. Y no te necesito, Darragh. Ni ahora ni nunca.
Había dicho aquellas palabras y ya no podía comérmelas. Acabamos el viaje en un silencio glacial. Darragh bajó del poni sin decir una palabra, y me ayudó a bajar amablemente; yo cogí el pequeño búho y me lo deslicé en el bolsillo. Miré a mi amigo, y él me devolvió la mirada. Luego agarró las riendas de Aoife y se lo llevó, y yo me quede sola.