Capítulo II

Aquel día puse en orden todas mis cosas. Me hice el camastro y doblé la manta. Barrí el suelo de piedra de mi dormitorio, una de las muchas cavidades que se sucedían en la intrincada red de grutas y subterráneos de Honeycomb. Guardé el chal y las pesadas botas en el pequeño baúl de madera que contenía mis pocos efectos personales. La nuestra era una vida simple: trabajo, descanso, comida cuando era estrictamente necesario. No necesitamos gran cosa. En el fondo del baúl, cubierta a medias bajo las prendas invernales, estaba Riona. Riona era una muñeca. Cuando la gente hablaba de mi madre contaba que era bonita y flexible como un joven abedul, y cuánto la quería mi padre. También dijeron que estaba un poco loca, y que todos quedaron conmocionados cuando cumplió aquel gesto terrible. Pero nadie hablaba nunca de su talento, del mismo modo en que por ejemplo se decía que Dan era insuperable con la gaita o Molly tejiendo cestos o que Peg era la mejor cocinera de todo Kerry preparando el pastel de manzana.

Daban a entender que mi madre no había tenido talento alguno, aparte de belleza y locura. Pero las cosas no eran así. Bastaba con echar un vistazo a Riona para comprender que mi madre era una hábil cosedora. Después de todos aquellos años, Riona estaba desmadejada y raída, con los rasgos ya irreconocibles y el vestido zurcido. Pero al principio era compacta y estaba muy bien cosida, con puntos regulares, casi invisibles. Tenía dedos en las manos y en los pies y pestañas bordadas. Tenía largos cabellos de lana, amarillos como la genista, y un vestido de seda rosa sobre unas enaguas de encaje. El collar que llevaba Riona, de tres vueltas alrededor del cuello, era el accesorio más sólido de todos. El cordoncillo estaba compuesto por fibras entrelazadas de un modo tal que lo hacía extremadamente robusto, capaz de resistir fuertes tirones. En él iba enhebrada una pequeña piedra blanca con un agujero en el centro. Yo no jugaba con Riona delante de mi padre. Y ahora ya era demasiado mayor para hacerlo. Habría sido malgastar el tiempo, justo como aquellas locas y peligrosas zambullidas desde las rocas, gestos completamente inútiles.

En el curso de los años, sin embargo, Riona compartió innumerables aventuras conmigo y con Darragh. Exploró profundas cuevas y gargantas escarpadas; amenazó con precipitarse al mar cayendo desde los riscos; fue olvidada sobre la playa poco antes de la marea alta. Vistió coronas de margaritas y capas de piel de conejo. Se había sentado bajo los monolitos, a observarnos como una reina que controla a sus súbditos. Los oscuros ojos bordados parecían leer dentro de mí de un modo a veces desconcertante. Riona no juzgaba, no exactamente. Observaba. Sopesaba todo.

Aquel día sentí un fuerte impulso de mantenerme ocupada, de concentrar la mente en asuntos prácticos. Por eso, cuando la habitación estuvo limpia y en orden, me dirigí al lugar donde teníamos nuestras modestas reservas de provisiones y cogí el pescado que nos había traído la niña, y dos nabos. El pescado ya estaba limpio de escamas y entrañas. Mi padre y yo no éramos gran cosa como cocineros. Comíamos porque era necesario, nada más. Pero aquella mañana tenía un poco de tiempo libre, así que encendí el fuego y lo dejé morir, luego asé los nabos en las brasas y los coloqué sobre el pescado para que se cociera. Cuando estuvo listo le llevé un plato a mi padre, abajo, a la habitación de trabajo. Pero la puerta estaba cerrada por dentro. En el interior de aquella gruta de techo abovedado no oí su voz cantando rítmicamente o pronunciando fórmulas. El único sonido audible era el estridente graznar de un pájaro. Eso significaba que Fiacha había vuelto. Me sentí amilanada, ya que experimentaba una profunda aversión hacia su presencia. El cuervo iba y venía a su antojo, y cuando se quedaba dentro de casa siempre me miraba fijamente con aquellos ojos pequeños y brillantes, que parecían inspeccionarme de pies a cabeza y manifestarme su escaso aprecio. Luego, de vez en cuando, desaparecía de improvisto, sin tampoco pedir permiso. Quizá traía mensajes. Mi padre nunca me decía nada. De Fiacha no me gustaba ni su agudo pico ni aquel amenazador centelleo en sus ojos. Una vez, cuando era pequeña, me dio un picotazo, y me hizo mucho daño. Mi padre dijo que había sido un accidente, pero yo nunca estuve completamente segura.

Dejé la comida en la puerta. Una de nuestras reglas tácitas establecía que cuando se encontraba una puerta cerrada no había que tratar de traspasarla. Algunas ramas de la magia tenían que ser practicadas en soledad, y mi padre siempre trataba de profundizar y ampliar sus conocimientos. Para un extraño es hasta demasiado fácil juzgarnos de un modo equivocado, ver una amenaza en lo que hacemos sencillamente porque no conoce nuestro mundo. Aquellos como nosotros no son siempre bienvenidos, no en todos los rincones de Erin, y eso es así porque la gente cuenta historias que una mitad está compuesta por verdades y la otra por una mezcla de miedos y supersticiones. No al azar mi padre se había establecido en aquel rincón remoto y solitario de Kerry. Allí las personas eran de voluntad simple, y confiaban la propia subsistencia al mar y al tiempo; vivían en un mundo donde el lujo de las habladurías y los prejuicios no tenían lugar. Ellos habían aceptado a mi padre y a mi madre como a dos simples nuevos habitantes de la bahía, dos personas tranquilas y amables que era mejor dejar en paz. Y además todos sabían que una aldea con un brujo propio era el lugar más seguro donde vivir. Mi padre dio demostración de ello cuando un verano, justo después de su asentamiento en Kerry, llegaron los vikingos. Se contaban sus razias a lo largo de toda la costa: las matanzas brutales, las violaciones, los incendios y el secuestro de mujeres y niños; otras historias relataban en cambio que desembarcaron de sus grandes barcos y se establecieron en la costa, requisando chozas y granjas como si tuvieran el derecho de hacerlo. En nuestra bahía, en cambio, no hubo asentamientos vikingos. En eso ya había pensado Ciarán. La gente todavía contaba la historia de los grandes barcos, cuyas proas entalladas aparecieron en el horizonte y se dirigieron a fuerza de remos hacia la orilla con tal rapidez que a nadie le dio tiempo de huir en busca de refugio. Los rayos del sol se reflejaban sobre las hachas y sobre los yelmos de formas extravagantes que portaban aquellos hombres; los innumerables remos se sumergían y hendían el agua, rítmicos y veloces, mientras los pescadores permanecían inmóviles por el terror, viendo la muerte acercarse. Entonces el brujo subió hasta la roca más alta de Honeycomb blandiendo su cayado, lo levantó en el aire y, un instante más tarde, densas nubes borrascosas se agruparon al oeste y las olas aumentaron hasta formar grandes murallas de espuma que se estrellaban contra la orilla. Los grandes barcos empezaron a cabecear y a balancearse, y la ordenada fila de remos acabó en la más total confusión. En pocos instantes el cielo se volvió plomizo y el mar hirviente, y entonces la gente observó con ojos sorprendidos cómo, una tras otra, las embarcaciones de los vikingos cedían, se partían y acababan hechas pedazos. Más tarde, los niños encontraron en la orilla extraordinarios objetos de formas extravagantes. Un brazalete con efigies de serpientes y perros, hábilmente repujado. Un collar compuesto por una pequeña y afilada hacha enhebrada en un hilo metálico ensortijado. Una escudilla de bronce. El asta de un remo, de apreciable factura. El cadáver de un hombre de piel clara y de largo pelo trenzado del color del trigo en Lugnasad. Esa es la razón por la que en nuestra bahía nunca hubo aldeas vikingas. Después de aquel episodio, mi padre fue reverenciado y protegido, un hombre que no habría podido hacerles daño. Cuando mi madre murió, ellos se unieron a su dolor. Eso a pesar de que siempre había sido mantenido aparte.

Durante todo aquel largo día mi padre permaneció en su habitación de trabajo con la puerta cerrada. Cuando por fin salió para coger el plato y comer con aire despistado, sin tampoco percatarse de que mientras tanto la comida se había enfriado, su aspecto era pálido y consumido. Sentado junto a lo que quedaba del pequeño fuego que yo había encendido para cocinar, mordisqueó el pescado ya helado sin decir una palabra. Fiacha lo había seguido, y se había posado sobre un saliente rocoso por encima de él, mirándome fijamente. Yo le devolví al pájaro la siniestra mirada.

—Será mejor que te vayas a dormir, hijita —dijo mi padre entre violentos accesos de tos—. Esta noche no soy una compañía agradable.

—Padre, estás enfermo. —Lo miraba alarmada mientras luchaba por volver a respirar—. Necesitas ayuda. Un curandero, al menos.

—Tonterías. —Su expresión era feroz—. No es nada grave. Vamos, ahora a la cama. Se me pasará enseguida. No es nada.

Pero ni siquiera logró convencerme un poco.

—Papá, te lo ruego, dime qué es lo que pasa.

Soltó una risotada breve, un sonido privado de toda alegría.

—No sabría por dónde empezar. Y ahora basta. Estoy cansado. Buenas noches, Fainne.

Así fui despedida. Lo dejé allí inmóvil, los ojos fijos sobre el resplandor del fuego moribundo. Mientras me dirigía a mi habitación, el sonido de su tos profunda me siguió, retumbando en las cuevas subterráneas.

* * *

Ella llegó una mañana de finales de otoño, mientras mi padre había salido a buscar agua. Al oír su voz llamando desde la entrada, fui a recibirla. Recibíamos bien pocas visitas, y en cambio allí estaba ella: una anciana arrebujada en un montón de chales que arrastraba los pies sin ni siquiera una cesta o una bolsa. Tenía la cara completamente arrugada y los ojos tan hundidos que se hacía difícil identificar el color. Tenía una cabellera blanca y desordenada, y una voz estentórea.

—¡Bueno, espabila, niña! ¿A qué esperas para dejarme entrar? No me digas que no estabais esperándome. ¿A qué está jugando Ciarán?

Pasó por mi lado deprisa, encaminándose a lo largo de la galería que conducía a la habitación de trabajo como si estuviera en su casa. Yo troté tras ella, esperando que mi padre no tardara demasiado. De repente se volvió hacia mí, mucho más rápido que cualquier mujer de su edad, y yo me encontré frente a sus ojos, ojos escrutadores.

—Sabes quién soy, ¿no?

—Sí, abuela —respondí, porque, a pesar de parecer muy distinta de la mujer elegante de mis recuerdos, advertía su magia transpirando por cada uno de sus poros, potente y antigua, y por lo tanto era bien obvio que supiera quién era.

—Uhm. Has crecido, Fainne. —El tono fue verdaderamente poco entusiasta. Me dio la espalda para continuar su ágil avance a lo largo de los oscuros subterráneos de Honeycomb. Se detuvo frente a la gran puerta del laboratorio. Alargó una mano y empujó, pero la puerta no se movió. Construida en sólida encina y enclavada sobre una maciza jamba firmemente asegurada al arco de piedra, aquella puerta solamente se abría tirando del cerrojo de hierro y pronunciando la fórmula apropiada. Que mi padre se había ocupado en hacerme aprender. La vieja probó a empujar de nuevo.

—No puedes entrar —le advertí alarmada—. Mi padre no deja entrar a nadie. Sólo entra él, y a veces yo. Tendrás que esperar.

—¿Esperar? —Dibujó una sonrisa y arqueó las cejas. Aquella expresión produjo un efecto horrible en su cara de anciana. Sus ojos me perforaron como si quisieran descubrir cada uno de mis secretos—. ¿Tu padre te ha enseñado el truco de salir de una habitación dejándola cerrada por dentro?

Asentí, y la expresión se me entristeció.

—¿Y de cómo abrir una puerta como ésta?

—Ni se te ocurra pedirme que te la abra yo —contesté, mientras la voz se me encendía de pura cólera frente a tanta temeridad. Sentí que el rubor subía a mis mejillas, y supe que las pequeñas llamas que también vio Darragh aquella vez empezaban a crepitar en las puntas de mis cabellos—. Si mi padre quiere que esté cerrada, entonces estará cerrada. No la abriré.

—Claro, porque no eres capaz de hacerlo. —Ahora se estaba burlando.

—No pienso abrirla, te lo repito.

Estalló en carcajadas, carcajadas sonoras de chica joven.

—Entonces tendré que hacerlo sola, ¿no es así? —continuó con ligereza, y levantó una mano nudosa y deformada en dirección a las macizas tablas de encina. Un simple chasquido de dedos y una vivida línea de llamas apareció en todo el perímetro de la puerta, a lo largo de la jamba. Empezaron a elevarse volutas de humo, y yo tosí. Por un instante ya no vi nada. Se oyó como un sonido de chasquidos y un crujido. El humo se desvaneció. Ahora la gran puerta estaba entreabierta, la superficie tiznada y cubierta de burbujas, los pesados cerrojos colgaban inertes en el punto en que habían sido arrancados de la madera requemada.

Me quedé en el umbral y observé mientras la anciana avanzaba tres pasos y entraba en la habitación secreta de mi padre.

—Esto no le va a gustar —declaré entre dientes.

—No se enterará —replicó ella en un tono helado—. Ciarán se ha ido. No volverás a verle hasta que tú y yo hayamos acabado aquí, niña. Y eso no ocurrirá antes del final del próximo verano. Para él, sencillamente, no le es posible quedarse, no conmigo aquí. No existe un lugar en el que ambos podamos estar a la vez. Pero mejor así. Nosotras dos, Fainne, tenemos un montón de trabajo por hacer.

Me quedé petrificada, el corazón casi desgarrado por la insólita noticia recibida. ¿Cómo podía haberme hecho esto, mi padre? ¿Adónde se había ido? ¿Cómo podía dejarme sola con aquella anciana horrorosa?

Ahora ella estaba de pie frente al espejo de bronce, aparentemente contemplándose, porque de un bolsillo de su voluminosa indumentaria había sacado un peine y se afanaba en pasarlo por la enredada mata de pelo. A mi pesar, me acerqué a ella.

—¿Es posible que Ciarán no te haya hablado de mí, hijita? ¿Que no te haya explicado nada? —Miró intensamente su reflejo en el espejo. Yo me puse detrás de ella, como obligada a mirar la brillante superficie por encima de su hombro.

La mujer del espejo me devolvió la mirada. Podría tener dieciséis años, ni uno más. El cabello brillante, más bonito que el mío, se rizaba sobre los hombros como si tuviera vida propia, el color de un cobrizo cálido e intenso. La tez era blanca como la leche, tan pálida que su superficie perlina dejaba entrever las leves huellas azuladas de las venas. Su figura era esbelta pero sinuosa, con todas las curvas en su lugar justo. Era la misma figura en la que intenté transformarme el día en que bajé al campamento. Creía ser hábil pero, en comparación con lo que veía ahora, mis esfuerzos me parecieron patéticos. Aquella mujer tenía un dominio total de las artes mágicas. La miré a los ojos. Eran profundos, oscuros, del color de las moras maduras. Los ojos de mi padre. Mis ojos. La anciana me devolvió la sonrisa en el espejo, curvando los labios rojos y enseñando sus dientes blancos y afilados.

—Como ves —dijo acompañando las palabras con una risa privada de toda jovialidad—, tengo mucho que enseñarte. Y será mejor empezar enseguida. Convertirse en una señora elegante será un verdadero desafío.

* * *

Desde que tengo memoria recuerdo que mi padre y yo siempre estuvimos solos, que trabajamos juntos o bien separados, pero dedicando todo el día a la práctica de las artes mágicas. Nuestras comidas, nuestro descanso, nuestros contactos con el mundo externo se limitaban estrictamente a lo esencial: ir por agua, recoger la leña para el fuego, recibir en el umbral de la puerta el pescado que nos traía la muchacha del lugar, confiarle a Dan Walker nuestros mensajes. Siempre había pasado los veranos con Darragh. Pero Darragh se había ido, y ahora yo ya había crecido. Aquella época se había acabado. Mi padre y yo nos comprendimos sin necesidad de demasiadas palabras. A veces me explicaba una técnica o la teoría que la sustentaba. Otras veces le preguntaba yo. A menudo, sin embargo, dejaba que fuera yo la que encontrara sola las respuestas, ofreciéndome solamente un poco de guía de vez en cuando. Dejaba que cometiera errores y que aprendiera de ellos. Así, sostenía, me volvería más responsable, y aprendería lo que más necesitara. Efectivamente, con el tiempo esa disciplina me llevó no sólo al conocimiento sino también a la comprensión. Era una existencia ordenada y bien organizada, aunque muy lejana de los esquemas de la existencia de las personas comunes.

Mi abuela tenía métodos de enseñanza completamente diferente. Empezó diciéndome que Ciarán había descuidado mi educación de modo imperdonable; por lo menos habría podido enseñarme a comer con buena educación, no a cebarme, comiendo con las manos como la hija de un calderero. Cuando trataba de defender a mi padre, ella me reducía al silencio usando un pequeño hechizo que hacía que la lengua se me hinchara y reblandeciera. No era de extrañar que hubiera dicho que ella y su hijo nunca podrían estar juntos en el mismo lugar. Una de las reglas principales que mi padre y yo habíamos establecido era que las artes mágicas nunca debían ser usadas por el maestro en detrimento del estudiante, o del estudiante en detrimento del maestro. La idea de utilizar la magia para infligir un castigo lo habría horrorizado. En cambio, la abuela no tenía el mínimo escrúpulo sobre su uso. Y yo detestaba el modo en que hablaba de él, de su propio hijo.

—Bueno —exclamó mientras me observaba comer el pescado, con los ojos siguiendo cada bocado del plato a los labios—, te ha enseñado la transformación, la manipulación y los juegos de destreza. ¿Pero de qué te servirán esas capacidades cuando te sientes a la mesa con la gente fina de Sieteaguas? ¿Sabes bailar? ¿Sabes cantar? ¿Eres capaz de sonreírle a un hombre de un modo que le haga revolver la sangre y acelerar el latido? Yo creo que no. No me mires con la boca abierta, niña. Tu educación es del todo inadecuada. Toda la culpa la tienen esos druidas, que pusieron las manos sobre tu padre y le llenaron la cabeza de tonterías. Por lo menos, ha tenido el sentido común de llamarme. Cuando haya acabado contigo sabrás cómo hacer caer un hombre a tus pies, por mucho que ahora seas un ser torpe e insignificante. En esto soy una verdadera artista.

—He aprendido mucho de mi padre —insistí llena de rabia—. Él es un gran mago, muy respetado. No estoy muy segura de necesitar tus… enseñanzas. Conozco las tradiciones y tengo la capacidad, y gracias al amor por el conocimiento que mi padre me ha transmitido trataré de mejorar cuanto más me sea posible. ¿Por qué desperdiciar tiempo y energía en manierismos de salón?

Volvió a soltar aquella risotada joven, tanto más incongruente porque provenía de aquella boca marchita a la que incluso le faltaba algún diente.

—Vaya, vaya. En cuanto patea el suelo suelta chispas. Lo primero que tendrás que aprender es precisamente a no entregarte de ese modo, niña. Pero también harás otras cosas, sí, muchas otras. Sé que tu padre te ha dado las bases de las artes mágicas. Los rudimentos. Si sabes explotar bien las oportunidades que se te presentarán, podrás hacer grandes cosas en Sieteaguas. Yo te ayudaré, hijita. Créeme, conozco bien a esa gente.

Desde aquel momento ella asumió el control de la situación. Yo estaba acostumbrada a lecciones teóricas y prácticas. Estaba acostumbrada a trabajar durante largas horas y sentirme siempre cansada, pero a pesar de todo me aguantaba. Estas lecciones, en cambio, eran increíblemente aburridas. Aprender a comer como un pajarito, con bocados minúsculos. Aprender a fingir la risa y a susurrar secretos. Aprender a caminar manteniendo una postura erguida pero contoneándome. Eso no fue fácil, considerando mi problema en el pie. Al final mi abuela se exasperaba.

—Nunca lograrás caminar erguida cuando seas tú misma —declaró sin medias tintas—. Nunca podrás bailar sin que se rían de ti a tus espaldas. Pero no importa. Siempre podrás usar el Sortilegio para volverte bella y tener los piececitos más graciosos que existan en el mundo, si fuera necesario. El único problema es que todo eso es extenuante. Mantener la transformación, quiero decir. Te chupará toda la energía. ¿Por qué crees que me he convertido en una vieja bruja arrugada? Aquellos como nosotros son longevos. A veces pienso que incluso demasiado. Ahora yo me veo reducida a esto por haber mantenido mi transformación todo el tiempo que me ha sido necesario para deslumbrar a lord Colum con mi atractivo, para tenerlo atado a mi voluntad. —Dio un suspiro—. Ah, él sí que era un hombre. Qué pena que aquella pequeña aguafiestas de Sorcha lo haya arruinado todo. Si no se hubiera entrometido, ahora no tendríamos ninguna necesidad de hacer todo esto. Habría sido todo mío y, a su tiempo, de Ciarán. La desdichada de tu madre no habría existido nunca, y tampoco tú, polluelo mío. Piensa en lo que habría podido tener. Habría sido todo para nosotros, como tenía que ser. Pero ella se empeñó en obstaculizarme, ella y aquellos… aquellos seres que se dan nombres tan extravagantes. Criaturas del Otro Mundo. ¡Puaj! Hace mucho tiempo que el poder se les ha subido a la cabeza, ése es su problema. Y nos han cazado. No fuimos bastante para ellos, y ahora no agradecen que se lo recuerde. Bien, quiero ver qué hará el Pueblo de las Hadas cuando reciba el regalo que estoy preparándole. Cuando tu adiestramiento esté listo, niña, su sonrisa de triunfo se convertirá en una sonrisa bien amarga.

Era reacia a preguntar qué significaban aquellas palabras. A ella le faltaba tiempo para burlarse de mí o para castigarme cuando creía que era lenta en comprender, o estúpida.

Era demasiado tarde, decía la abuela, para enseñarme a tocar el arpa o la flauta. Yo me negaba a cantar, y ella me castigaba arrebatándome la voz. Pero yo, acostumbrada a los largos días de silencio, no mostraba un gran malestar por ello, y con el tiempo renunció a toda tentativa de cultivar en mí cualquier talento musical. No le hizo falta mucho para descubrir que mis habilidades en la lectura y en la escritura superaban en mucho a las suyas. Mis dotes de cosedora, en cambio, eran otra cosa. Las definió como terriblemente elementales. En un instante reunió los materiales: hilos de seda, tejidos etéreos y pedazos de simple lino sobre los que practicar. A la luz del candil me pinchaba los dedos y me consumía la vista maldiciéndola en silencio. Aprendí a coser. Ella me observaba socarrona, y una vez me dijo: Todo esto me hace evocar grandes recuerdos, sí.

Pero también me enseñó otras cosas, cosas que me avergüenza decir. Pero era necesario, sostenía, porque si allí fuera quería llegar a algo, tenía que ser capaz de atraer a un hombre y de mantenerlo atado a mí. No se conformaba sólo con hacerme aprender una cierta manera de caminar, una cierta manera de mirar o hasta las cosas justas que decir, o bien aprender a no decir nada en el momento preciso. Ni tampoco se conformó con enseñarme a usar el Sortilegio para volverme más bella y seductora, aunque aquello habría ayudado. No, las enseñanzas de mi abuela eran mucho más específicas, y a veces escucharla me turbaba. Y luego me avergonzaba terrible mente cuando me obligaba a demostrar lo que había aprendido. La idea de tener que hacer realmente algunas de aquellas cusas me horrorizaba. Ella pensaba que me comportaba de un modo estúpido, y me lo decía. Me recordaba que tenía quince años y que estaba en edad casadera, y me exhortaba a explotar el poco atractivo natural que tenía y a aprender a usar las artes mágicas para incrementarlo, de otro modo nunca tendría esperanzas de convertirme en alguien. Mientras escuchaba a duras penas aquellas lecciones, veía cada vez más duro por qué mi padre la había llamado para instruirme. Si era cierto que tenía que desarrollar aquellas capacidades, conocer aquellos íntimos secretos, entonces estaba igualmente claro que mi padre no podría habérmelos enseñado nunca. Hay algunas cosas que una chica no puede hablar con su propio padre, por muy íntima que sea su relación. Sin embargo, por las noches yo no lograba dormir y pensaba en aquella decisión suya, vi que mi abuela era una maestra cruel, cuya presencia proyectaba una sombra oscura sobre Honeycomb y poblaba mis noches de terribles pesadillas. ¿Por qué mi padre se había ido sin darme el más mínimo indicio de dónde se encontraba? ¿También esto era una especie de prueba? Nunca antes me había dejado sola, ni siquiera una noche. Me sentí abandonada, con el corazón roto, preocupada por él. Era todo mi mundo, mi familia, la única constante en mi existencia. Tenía necesidad de él, como seguro que él la tenía de mí, porque no había nadie más a quien ofrecer la rara sonrisa que le encendía los rasgos severos dejando entrever al hombre por el que mi madre abandono todo lo que tenía. ¿Quizá tenía miedo de la abuela? ¿Quizá por eso me había dejado en manos de ella? En mis sueños se me aparecía pálido y demacrado, azotado por ataques de tos, solo dentro de alguna oscura cueva. Deseaba ferviente mente que volviera a casa.

El otoño dio paso al invierno, y las lecciones continuaron a ritmo lento.

—Muy bien, Fainne —dijo la abuela de repente, un día, mientras estábamos sentadas en el laboratorio para descansar un poco. Durante toda la tarde me había hecho transformar una araña en una variedad de otros seres: una lagartija de colores brillantes: un pajarito que sacudía confundido las alas contra las paredes de piedra; un ratón que casi llegó a encontrar la calle fugándose por una grieta, pero que enseguida transformé con un simple chasquido de los dedos en un pequeñísimo dragón que expulsaba nubecillas de humo por las narices y sacudía las alas coriáceas en un vano gesto de desafío. Estaba exhausta, abatida sobre la silla e inerte como la araña que ahora colgaba, inmóvil como si hubiera muerto, sobre una telaraña sobre mi cabeza—. Y ahora una lección de historia. Escúchame bien, y no me interrumpas inútilmente.

—Sí, abuela. —Con ella, la obediencia siempre resultaba la mejor elección. Era muy ingeniosa maquinando castigos, y no le gustaba ser contrariada. Yo prefería mucho más los métodos de enseñanza de mi padre que, aunque severos, a su vez también eran amables.

—Contesta a mis preguntas. ¿Cuál fue el primer pueblo que habitó la tierra de Erin?

—Los Antiguos. —Aquel tipo de preguntas no me creaba dificultades. Durante muchos años mi padre me había enseñado nuestras raíces culturales, y solíamos competir con preguntas y adivinanzas—. Los Antiguos. El pueblo de los abismos del océano, de las olas y del fondo de los lagos. Del mar y de las oscuras grietas de la tierra.

La abuela asintió con un gesto categórico.

—¿Y quién vino después?

—Los Firbolg. Los hombres-saco.

—¿Y tras ellos?

—El Pueblo de las Hadas, del oeste, que, con el tiempo, mandaron a los otros al exilio y se extendieron por todo Erin. Mantuvieron su predominio durante muchos años, hasta la llegada de los hijos de Mil.

—Muy bien. ¿Qué sabes, en cambio, de los orígenes de nuestra estirpe? Sus ojos parecían atravesarme.

—Nuestra estirpe queda fuera de la historia transmitida. Sé que nosotros somos diferentes. Somos malditos, y por lo tanto estamos apartados de los demás. No pertenecemos al Pueblo de las Hadas, pera al mismo tiempo tampoco somos como los hombres y las mujeres mortales. No somos ni una cosa ni la otra.

—Bueno, veo que sabes algo. Vivimos aparte porque alguien nos ha relegado a un rincón. Hace mucho tiempo, uno de nosotros infringió sus leyes, y no se lo han perdonado nunca. Conoces la historia, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Somos sus descendientes, nos guste o no. El Pueblo de las Hadas, o cualquier otro nombre que puedan haber elegido. Todos dioses y diosas, superiores en todo, que se movían por Erin a su gusto, como si dieran los dueños, cosa que efectivamente acabaron siendo, después de haber relegado a los demás a sus propios rincones. Pero hubo una mujer que hurgó donde no debía, y fue entonces cuando empezó todo.

—¿Qué es lo que hurgó? ¿Dónde?

—Te he dicho que no me interrumpas. —Me miró furiosa, y sentí que una descarga de dolor me traspasaba las sienes—. Hace mucho, mucho tiempo, éramos nosotros los que detentábamos el poder en todos los campos de la magia: mutación del aspecto y transformación. Curación. Control sobre vientos y lluvias, borrascas y mareas. También nosotros éramos dioses, y no hay que asombrarse de que los Antiguos hubieran vuelto a refugiarse en sus cuevas con el rabo entre las piernas. Pero hay algunos caminos secundarios de la magia que nunca deben ser recorridos, ni siquiera por un maestro. Lo saben todos. Es peligroso provocar al lado oscuro mejor dejarlo tranquilo, cuanto más lejos mejor. Desdichadamente hubo quien se dejó arrastrar por la curiosidad. Jugó con las palabras del hechizo prohibido, y despertó a aquello que era mejor mantener dormido. Aquel día fue liberado un mal que nunca jamás fue posible expulsar. Por eso fue exiliada, y como castigo ya nunca más pudo usar los elementos supremos de la magia: el poder de la luz, de la curación, del vuelo. Desde entonces sólo pudo ejecutar pobres truquitos de hechicera: podía hacer pociones y transformaciones, transformar una rana en un hombre o una chica en una cucaracha. Le quedaba el Sortilegio. Pero era bien poca cosa en comparación con lo que había perdido. Se unió a un hombre mortal, puesto que ninguno de los seres superiores quería estar con ella, no después de lo que había hecho. Y tú sabes lo que eso significa.

Esta vez sentí que esperaba de mí una respuesta:

—¿Que también se había vuelto mortal?

—No exactamente. Nuestra estirpe es muy longeva, Fainne; nuestra vida se extiende mucho más allá de la de los seres humanos normales. Eso significaba, por tamo, que sí, que al final también ella moriría, pero que sobreviviría lo suficiente como para ser testigo de la muerte por vejez de todos sus parientes. Pasó el tiempo, y sus descendientes heredaron su sangre maldita. Todos nosotros tenemos sus ojos. También tú, muchacha. Y todos sus poderes mágicos, pero en menor medida, si me entiendes. Algunas posibilidades siempre estarán fuera de nuestro alcance. Y esto quema, duele. Todos esos poderes deberían ser nuestros. Su castigo fue injusto, demasiado severo.

Abrí la boca, pero reconsideré lo que iba a decir y la cerré.

—Estás pensando en tu padre, ¿no es así? —preguntó con voz severa—. ¿Estás pensando que él parece contar con una gama de poderes mucho más amplia que la que he descrito? Sí, tienes razón. Elegí bien a su padre; nada menos que lord Colum, señor de Sieteaguas. La suya es una familia de origen druídico. Basta con mirar cómo viven, aislados en su precioso bosque, y rodeados por todos los Otros. Por sus venas corre la sangre de los Antiguos, mezclada con la de la raza humana. Pero Ciarán es diferente. Especial. Él habría tenido que gobernar el linaje después de Colum. ¿No es acaso el séptimo de siete hijos? Pero mis planes fueron truncados. Por aquella desgraciada jovencita y sus malditos hermanos. Es de ellos de los que tendrás que cuidarte. De aquellos por cuyas venas corre la sangre de los Antiguos.

Fruncí el ceño por la concentración.

—¿Y por qué han de ser peligrosos, abuela? Los Antiguos nunca se han dedicado a las artes supremas.

—Ay, pero aparte de las artes supremas, existen las artes de la brujería y más de otros tipos. Podríamos llamarlas las artes ocultas. De ellas están dotados los de Sieteaguas y nosotros no, muchacha. No todos, vaya. Muchos de ellos son simplones como tu madre, débiles de voluntad y escasos de mente. No logro entender qué pudo encontrar mi hijo en aquel cerebro de gallina, Niamh le arruinó la vida, lo debilitó terriblemente. Pero ahora estás tú, Fainne. En ti pongo todas mis esperanzas.

Había aprendido que rebatirla no servía de nada, aunque el juicio sobre mi madre me hubiera herido.

—¿Artes ocultas? —pregunté—. ¿De qué se trata?

—Es la magia de la tierra y el océano. El lugar del que vino ese pueblo hace mucho tiempo. Por eso se aferran tanto a las Islas. Ellos no son magos. No hacen hechizos. Pero algunos poseen el don de comunicarse con el pensamiento, sin palabras. No sabes cuánto he trabajado para desarrollar esa capacidad. Hasta deslomarme. Nada que hacer: o la tienes, o no la tienes. Un par de ellos saben leer el futuro. Estas facultades son instrumentos muy poderosos. Otros, en cambio, cuentan con poderes de curación que van mucho más allá de los que posee un simple curandero.

—¿Eso es todo?

—¡Todo, dice! —Su risotada fue de burla—. ¿No te parece suficiente? Esos dones me han impedido alcanzar mi objetivo durante casi dos generaciones, muchacha. Gracias a esos dones me arrebataron a mi hijo para convertirlo en un débil. Pero ahora las cosas han cambiado. Ahora te tengo a ti, y un nuevo objetivo mucho mayor. Gracias a tu madre, dentro de ti hay un poco de todo. Algo de bueno ha hecho la pobre desdichada. Nunca lo he entendido. Si Ciarán tenía que fugarse con una de las mocosas de Sieteaguas, ¿no podía elegirá la otra hermana? La hija nacida de aquella unión habría heredado talentos muy especiales. Pero no importa, Fainne. En ti corre la sangre de las cuatro razas. Eso debería servir de algo.

Esta vez no logré callarme.

—No me gusta cuando hablas así de mi madre —estallé, lanzándole una mirada feroz.

—¿No? Sólo estoy diciendo la verdad, niña. Y, además, ¿qué te importa? Apuesto a que ni siquiera te acuerdas de ella. Pero veo que has salido a tu padre en todo. Tampoco él quiere oír hablar mal de su amada Niamh. Para él era una princesa, un ser perfecto que nunca cometió un error. Dejó que lo arruinara. Pero, ahora a lo nuestro, Fainne. —Su tono cambió de repente—. Hasta ahora, niña, lo has hecho muy bien, y si continúas queriendo aprender con la misma determinación, enseguida estaremos preparadas. Mañana empezaré a contarte a grandes rasgos lo que tendrás que hacer en Sieteaguas. Tienes que entender que todo esto, los aires de señora y las artimañas, las conversaciones de salón, las artes amatorias, son sólo un instrumento, parte de un plan para alcanzar un objetivo. Mañana empezaré a explicarte cuál es ese objetivo. Te espera una ardua tarea, nieta. Verdaderamente ardua. Y ahora a la cama: necesitas descansar lo máximo posible.

Aquella noche, sola en mi habitación coa una vela encendida para hacerme compañía y el mar rugiendo en el exterior, abrí el baúl de madera y extraje a Riona. Estaba un poco arrugada por haber estado bajo el peso de las mantas, y en sus rasgos, fruto del preciso trabajo de la aguja, me pareció descubrir una ligera expresión de preocupación. Le desenredé los largos cabellos y le rehíce los lazos de la espalda del vestido. Aquella tarde, de repente, no sentí que hubiera crecido tanto, y después de haber apagado la vela y haberme acostado apreté a Riona contra mi pecho, como no hacía desde mucho tiempo atrás.

—¿Es verdad? —susurré en la oscuridad—. ¿Es posible que mi madre sólo fuera una chica con poco cerebro, la ruina de mi padre? ¿Ese es el motivo por el que se niega de hablar de ella? Sin embargo, me ha dicho que la amaba. Si él me hablara de ella, quizás entonces lograría recordarla. Quizás evocara algún recuerdo. Algún detalle.

Riona no contestó. Pero a pesar de todo, su presencia me reconfortaba. Mis dedos tocaban el extraño cordoncillo que llevaba al cuello, palpaban la superficie fresca y lisa de la piedra que estaba enhebrada.

—Quizás es mejor así —le dije, o puede que me lo dijera a mí misma—. Quizás es mejor no saber. Era una de ellos, de la estirpe humana, de la familia de Sieteaguas. Yo pertenezco a otra raza, he salido a mi padre. Mejor no saberlo nunca. —Mi mano, sin embargo, acariciaba la suave seda de la falda de Riona, y en poco rato me dormí con la visión de los dedos de mi madre frente a mis ojos, la aguja relampagueando veloz mientras el vestidito iba tomando forma con puntos pequeños y regulares. Un regalo para su hija, para hacerse recordar; una pequeña amiga que la reconfortaría en la oscuridad ruando ella se hubiera ido.

A la mañana siguiente la abuela empezó sus explicaciones.

—Veamos, Fainne —comenzó, observándome cuidadosamente mientras yo estaba frente a ella con mi vestido y mis zapatos vulgares, con las ruanos agarradas a la espalda—. ¿Por qué crees que tu padre quiere mandarle a Sieteaguas? ¿No crees que es el lugar que más desearía borrar de la memoria, aunque no pueda? ¿Qué motivos justifican su decisión de mandarte allí, a ti, su única hija, justo en el corazón del territorio enemigo?

—Soy la nieta de un jefe de un clan del Ulster —fue mi respuesta—. Mi padre dice que la gente de Sieteaguas le debe un favor. El piensa que tengo que aprender a moverme en su entorno, ya que aquí en Kerry nunca podré tener un verdadero futuro. —Me recorrió un escalofrío. Por primera vez consideré la hipótesis de no volver nunca a Honeycomb, una idea que me aterrorizó—. Confío en mi padre —continué con la voz más firme que logré encontrar—. Si su deseo es que yo vaya al Ulster, entonces significa que es lo que debo hacer.

Mi abuela hizo una mueca que dibujó una retícula de profundas arrugas sobre su vieja piel.

—Tu confianza en la capacidad de juicio de Ciarán es conmovedora, querida mía, aunque infundada. Su decisión es sabia, pero son los motivos los que dejan mucho que desear. Yo lo achaco a su adiestramiento de druida. Conor, aquel desgraciado, tiene mucha responsabilidad en todo esto. Él y sus hermanos le usurparon a mi hijo sus derechos de primogénito y le llenaron la cabeza de ideas estúpidas, tanto que ya no logra ver claro. Después de lo que les hice, no deberían haber sobrevivido. Pero ésta no es la cuestión. Tu padre sólo te ha contado una media verdad. Ciarán está enfermo. Muy enfermo. Y te manda lejos porque sabe que muy pronto llegará el día en que no podrá estar aquí para cuidarte.

Sentí la sangre subirme al rostro.

—¿Cómo? —susurré conmocionada.

—¿No me crees? Pues deberías. ¿Quién, mejor que yo, podría saberlo? Ciarán no dejará a su valiosa aprendiz, con estos pescadores, para que se convierta en otra mujer más, con una camada de críos llorones pegados a las enaguas. Y no puede dejarte conmigo, porque yo voy y vengo a mi gusto. Le queda una única elección: tu tío, lord Sean de Sieteaguas; Conor, el archidruida; el huidizo Liadan. Los únicos parientes que tienes. Tu padre no tiene alternativa.

—¿Quieres decir… quieres decir que la tos, la palidez… quieres decir que se está… muriendo? —Me esforcé en pronunciar aquellas palabras—. Pero… ¿cómo puede ser? Los de nuestra estirpe no son como los comunes mortales… viven mucho más… ¿Cómo puede estar enfermo hasta ese punto? Me ha dicho que estaba bien, que no era nada grave…

—Claro que te ha dicho eso. Pero hay algunas enfermedades que ningún remedio humano puede curar, afecciones que también pueden golpear al mago más potente. No te ha dicho la verdad porque sabía que nunca habrías aceptado marcharte.

—Y tenía razón —rebatí entre dientes—. No pienso irme. No puedo dejarlo. ¿Cómo ha podido ocultármelo? —Durante aquellos largos años de perfecta armonía, de tácita comprensión, siempre estuvimos unidos, lo compartimos todo. Un dolor profundo me pesaba en el pecho como una fría piedra. La abuela estaba calmada.

—Deja que te explique algo —dijo—. No son los representantes de la raza humana los que me preocupan en Sieteaguas, niña, sino el poder que se esconde tras ellos: las criaturas del Otro Mundo, con sus maneras extravagantes y su fuerza sobre el resto de nosotros. Tú irás a Sieteaguas, si no por tu padre entonces por mí. Tengo una misión que confiarte. Una misión mucho más importante de lo que tú puedas imaginar nunca.

—Pero mi padre ha dicho que…

—Olvídalo. Soy su madre, y sé bien lo que digo. Hay un motivo muy preciso que debe empujarte a ir a Sieteaguas. Un único motivo. El mío. ¿Por qué crees que he venido hasta aquí? Te he vigilado durante todos estos años, esperando a que estuvieras lista. Tú acabarás lo que yo empecé. Tú serás quien conquiste el éxito que durante tanto tiempo le ha sido negado a nuestra raza. Le demostrarás al Pueblo de las Hadas que los desterrados pueden ser fuertes; tan fuertes como para negarles sus deseos más profundos. Tú arruinarás su gran plan. Caerán todos juntos, los de Sieteaguas y las sombras de su Otro Mundo. Ésta será tu tarea.

La miré con la boca abierta.

—Pero… pero, abuela… ¿el Pueblo de las Hadas? ¿Quién podría desafiar nunca su poder? Me destruirán.

Mostró una sonrisa ácida.

—Yo lo he hecho, y todavía estoy aquí. Un poco malparada, pero todavía en posesión de mis facultades. Y casi lo consigo. La conquista de las Islas por parte de los bretones los ha debilitado bastante. Tenían un plan en mente para aquella chica, Sorcha, y para aquel ignorante de su hombre. A la chica casi logré destruirla. Pero ella demostró ser más fuerte que yo. No consideré que descendía de los Antiguos. No cometas tú también el mismo error. Mantente siempre en guardia. Esta vez serás tú quien anule su segundo intento. El Pueblo de las Hadas quiere reconquistar las Islas, según dice la profecía. Hasta la última palabra. Y todo eso ocurrirá cuando haya finalizado un año más. Así lo he oído.

—¿Profecía? —Me sentía aturdida, incapaz de aceptar el horror, la desmedida ambición y la locura implícita en aquellas palabras.

—¿Ciarán no le ha contado nada? Las Islas fueron usurpadas por los bretones hace generaciones. Desde entonces Sieteaguas siempre ha estado en lucha contra los Northwoods. Hasta que las Islas no sean rescatadas por los irlandeses, el Pueblo de las Hadas y los humanos vivirán en el caos. Ellos lo necesitan. Los sumos y poderosos sabios quieren proteger las Islas. Quieren tenerlas bajo control. Es el único modo que tienen para protegerse de lo que está por llegar. La profecía hablaba de un niño ni bretón ni de Erin, y al mismo tiempo de ambas razas. Y también sobre una tontería a propósito de la señal de un cuervo. Bueno, ahora ya tienen al guía tan esperado: es el nieto del maldito Sorcha. Ha crecido, y está preparado para presentarles batalla a los Northwoods, y tiene un formidable ejército para prestarle ayuda. Ya no falta mucho. No será el próximo verano pero sí el siguiente, eso es lo que se dice. Tu tarea es detenerles. Nada más fácil. Tienes que conseguir que no luchen, o, si eso sucede, tienes que hacer que pierdan. Piensa un poco: nosotros, los desterrados, por fin logrando dominar al Pueblo de las Hadas. ¡Ay, lo que daría por ver ya mismo la expresión de sus caras!

Estaba tan pasmada que no logre proferir palabra.

—¿Cómo podría llevar a la práctica semejante plan? ¿Y por qué mi padre nunca me habló de ello? Una chica jamás podrá detener a un ejército. Ni siquiera podría intentarlo. Es ridículo.

—¿A quién osas llamar ridícula? —me desafió la vieja traspasándome con aquellos ojos tan oscuros como bayas.

Sentí que me flaqueaban las piernas, pero traté de no ceder.

—Nunca haría algo así sin la aprobación de mi padre —insistí—. Y no puedo creer que él aprobara una idea como ésa.

La mirada de mi abuela se hizo aún más cortante. Su expresión me alarmó. Sentí un escalofrió de miedo corriéndome por la espalda.

—Ay —exclamó con una voz persuasiva que me apretó como una mano de hielo—. Irás. Y de ahora en adelante harás exactamente lo que yo te ordene. No permitiré que mis planes sean mandados al traste por segunda vez.

—No lo haré —le rebatí temblando—. No abandonaré a mi padre. No me importa lo poderosa que pueda ser tu magia. No puedes obligarme a hacerlo.

Mi abuela se echó a reír. Esta vez ya no era aquel sonido cristalino de mil campanillas, sino una risotada fuerte, de regocijo triunfal.

—Ay, Fainne, eres tan joven. Pero espera a sentir el escalofrío del poder, espera hasta que los hombres empiecen a matar por ti, a traicionar sus más vehementes ideales, a dar la espalda a sus creencias más sagradas y superiores. Verás, no hay placer igual a ese. Espera hasta que hayas comprendido cuál es el poder que hay dentro de ti. Podrás ser hija de Ciarán y sufrir el influjo de su educación entre los druidas y su exceso de conciencia, pero incluso así, siempre serás mi nieta. Nunca lo olvides. Escondido en lo más profundo de ti siempre habrá una pequeña parte de mí. Y es imposible negarla.

—No puedes obligarme a hacer el mal. No puedes obligarme a actuar contra el deseo de mi padre. Por lo menos tengo que preguntárselo.

—Por el contrario, vas a descubrir que soy capaz de hacerlo, niña mía. Y cómo. De ahora en adelante harás lo que le ordene. Cumplirás la misión hasta el final, y alcanzarás el éxito que a mí me ha sido negado. Quizá pienses que desobedeciéndome tendrás a cambio sufrimientos. Un poco de migraña, un poco de dolor de vientre. Verrugas o bien pústulas purulentas en zonas sensibles. No. Mis métodos no son tan simples. Si actúas sin respetar mis órdenes no serás tú quien reciba mis castigos, sino tu padre.

El horror de aquellas palabras me hizo brincar el corazón en el pecho.

—¡No puedes! —susurré—. ¡No te atreverás! Es tu hijo. No te creo. —Pero sabía que lo haría: lo veía en sus ojos.

Una risa sarcástica le descubrió los pequeños dientes afilados, de depredador.

Mi hijo. Has dicho bien, pero fíjate qué gran decepción ha sido. Por cuanto me atañe, ya lo ha demostrado suficiente. La enfermedad de tu padre no son unas simples fiebres contraídas quién sabe cómo, sino el fruto de mi obra. Estoy preparando este proyecto desde hace años, observándoos cuidadosamente. Quizás él lo haya intuido. Pero yo lo he cogido desprevenido, y ahora ya no puede librarse de mí. Por eso te envía lejos, a lo que considera un sitio seguro. Derecha a los brazos de Conor, su acérrimo enemigo. ¿Qué ironía, no crees?

—¡Mientes! —estallé, dividida entre el horror y la rabia—. Mi padre es muy veloz realizando contra-hechizos, nunca habría deudo que ocurriera algo así. En todo el mundo no hay mago más poderoso que él… —Mi voz sonaba valiente, pero tenía el corazón invadido por el miedo. Habíamos caído en su trampa, ambos, por culpa del amor que nos profesábamos el uno por el otro. Pero ella era la más fuerte; siempre lo había sido.

—¿No has oído lo que te he dicho? —gritó—. Ciarán habría podido ser ese que dices, el más poderoso de todos. Pero lo ha echado todo por la borda. Se ha dejado destruir por la esperanza. Todavía es capaz de practicar las artes mágicas, pero ya está privado de toda voluntad. Ha sido una presa fácil para mí. Tendrás que estar muy atenta. Cada vez que no respetes mis instrucciones escrupulosamente tu padre sufrirá un nuevo empeoramiento. Ya has visto cómo se encuentra. No se requieren muchos errores de tu parte para agravar su salud de un modo agudo, quizás irreparable. Si en cambio te comportas bien, él podría curarse. Estoy dándote un enorme poder, como puedes ves.

—No podrás saberlo. —La voz me temblaba—. Yo estaré en Sieteaguas, pero tú misma has dicho que no puedes leer la mente. Podría desobedecerte, y nunca te enterarías.

Sus cejas se arquearon desdeñosas.

—Me sorprendes. ¿No posees dominio alguno sobre la clarividencia? ¿Del uso de la esfera mágica? Yo sabré.

Me abracé el cuerpo, porque ahora sentía un frío que ni el más caluroso día de verano lograría expulsar de mi interior. Mi padre estaba enfermo, padecía, estaba moribundo: ¿cómo podría soportarlo? Todo esto era cruel, astuto y cruel.

—Comprendo… comprendo que no tengo elección —murmure.

Mi abuela asintió.

—Muy sabia. Te aseguro que en poco tiempo aprenderás a soportarlo. Hay una increíble cantidad de placer en la observación del desarrollo de una gran obra de destrucción. Tendrás que valorar la situación. Después de todo, tendrás que ser capaz de amoldarte. Te daré algunas ideas, el resto podrás administrarlo a tu modo. Es extraordinario el poder del que puede gozar una mujer, si logra aprender cómo volverse irresistible. Te enseñaré cómo saber cuál es el hombre justo al que golpear entre otros cincuenta; aquel más dotado de poder e influencia. Ya lo he hecho una vez, casi llegando a conseguir todo lo que deseé. Ay, qué cerca estuve, pero después aquella chica lo arruinó todo. Como Ciarán, seré feliz al ver la familia de Niamh caer en la ruina, una ruina final y completa. De ver que se destruirá con sus mismas manos. —Rebuscó en un bolsillo escondido—. Aquí está. Necesitarás toda la ayuda posible, Esto te será útil. Es muy antiguo. Un pequeño amuleto. Nada importante, a decir verdad. Pero te protegerá de todos los influjos maléficos.

Me deslizó un cordoncillo alrededor del cuello. Una baratija formada por lo que parecía un colgante inocuo, un pequeño triángulo de bronce de gante mente trabajado cuyos grabados eran tan minúsculos que no logre distinguirlos. Sin embargo, en el mismo instante en que lo colocó sobre mi corazón, me pareció verlo todo con más claridad: la ansiedad se desvaneció, y empecé a pensar que después de todo lograría llevar a cabo lo que mi abuela quería que hiciera. La magia era potente en mí, eso lo sabía. Quizá, si obedeciera las órdenes de la abuela, todo saldría bien. Apreté los dedos alrededor del amuleto: de él emanó un calor agradable que pareció fluir por todo mi cuerpo, reconfortante, tranquilizador.

—Desde ahora, Fainne —continuó mi abuela en tono melindroso—, siempre deberás mantener este amuleto escondido bajo el vestido. Llévalo siempre puesto. No te lo quites nunca, ¿has comprendido? Te protegerá de los que traten de obstaculizar tus planes, a pesar de que Ciarán diga que el poder de la mente es suficiente. Es parte del adiestramiento druídico. ¿Pero qué pueden saber ellos de todo esto? Yo, en cambio, he vivido entre esa gente, y puedo asegurarte que necesitarás toda la ayuda que puedas reunir.

Su discurso me pareció práctico y sensato.

—Sí, abuela —dije, palpando con los dedos el amuleto de bronce.

—Dará mayor fuerza a tus propósitos —me animó mi abuela—. Te ayudará a ser fuerte cuando las cosas se vuelvan demasiado difíciles.

—Sí, abuela.

—Y ahora, dime: ¿hay alguien por el que sientas antipatía en este rinconcito del mundo tan bien protegido? ¿Guardas algún rencor?

Tuve que esforzarme mucho. El círculo de personas que frecuentaba era muy estrecho, sobre todo últimamente. Pero me vino una imagen a la mente: la jovencita de piel bronceada y sonrisa radiante que puso su propio chal sobre los hombros, de Darragh.

—Hay una chica —declaré con cautela, imaginando ya lo que iba a ocurrir—. La hija de un pescador de la bahía. No me resulta muy simpática.

—Muy bien. —Mi abuela me miraba a los ojos, muy concentrada—. Tú sabes cómo transformar a una rana en un pájaro, a un coleóptero en un cangrejo. ¿Qué harías con ella?

—Yo…

—¿Escrúpulos? —Su tono se agrió.

—No, abuela.

No tuve ninguna duda: sus amenazas eran sinceras, y tendría que hacerlo que me dijera, Si desoyera sus órdenes, mi padre pagaría en mi lugar. Y, además, una transformación no necesariamente tenía que durar mucho. Podía obedecer, y al mismo tiempo hacerlo a mi manera.

Bien. Y además parece que vuelve a hacer buen tiempo. Esta tarde podrías dar un paseo y desentumecer las piernas. Podrías utilizar a ese sucio cuervo como excusa y llevártelo a dar una vuelta. Estoy aburrida de verlo tambalearse por aquí dentro. Podrás hacerlo entonces. Y tendrás que sorprenderla sola.

—Sí, abuela.

—Ahora concéntrate. Recuerda que no estás haciendo nada más que una pequeña modificación. Completamente insignificante en el gran esquema de las cosas.

Calculé el tiempo para que los pescadores estuvieran en el mar y las mujeres en casa. Si me veían sería fácil llegar a conclusiones obvias. No era capaz de volverme invisible ya que, como había dicho mi abuela, fuimos privados de los poderes superiores. Pero era capaz de deslizarme desde una roca a un matojo azotado por el viento o a una pared de piedra pasando totalmente inadvertida, incluso a pesar de mi cojera, y también Fiacha parecía saber lo que se esperaba de él, porque aquel día se comportaba justo como cualquier otro cuervo de los alrededores. Generalmente, se posaba sobre un árbol a observarme.

Encontré a la chica fuera de su casa, lavando la colada en un barreño. El brillante pelo moreno recogido en la nuca, y en conjunto me pareció más pálida de lo que la recordaba. Dos niños pequeños jugaban allí cerca, en el prado. La observé durante unos instantes, escondida a la sombra de una cabaña. Pero no tarde demasiado; no se me había concedido mucho tiempo para pensar. La chica levantó la mirada, les dijo algo a los niños y uno de ellos empezó a reírse feliz: ella sonreía, mostrando sus dientes blancos. Yo moví una mano, formulé el hechizo en la mente y, en un instante, sobre la senda polvorienta había una bonita merluza que se agitaba jadeante, la chica de piel morena se había desvanecido. Los dos chiquillos, absortos en sus juegos, no parecieron darse cuenta. Observó al pez retorcerse y debatirse en la lucha por la supervivencia. La dejaría así el tiempo necesario para demostrar mi fuerza, para probarle a mi abuela que era capaz de hacerlo. Luego apuntaría con el dedo y pronunciaría el contrahechizo. Ya está, quizá ya era el momento. Empecé a concentrar la mente y a llamar a las palabras, pero antes de que pudiera susurrarlas, una mujer salió de la casa a paso decidido: tenía un cuchillo en la mano y la expresión ceñuda. Era una mujer corpulenta; se detuvo en la senda justo delante de mí, quitándome de la vista el pez. Y si no veía a la criatura que había transformado, no podía lanzar el contra-hechizo.

Quítate de en medio —la exhorté, hablando para mí misma—. Quítate, espabila.

—¡Brid! —llamó—. ¿Dónde te has metido, niña?

Muévete, ay, por favor.

—¿Dónde se ha metido vuestra hermana? —Ahora la mujer se dirigía a los dos críos, pero sin esperar una respuesta.

—¿Y esto qué hace aquí? —Frente a mis ojos estupefactos se inclinó y recogió algo del camino. Si sólo se apartara un poco… Me bastaba una breve aparición de la cola brillante, de un ojo aturdido o de la boca jadeante, y podría devolverle a la chica su aspecto habitual. Lo haría aunque aquello significara que todos iban a ver lo que ocurría de verdad. Si no lo conseguía me convertiría en una asesina.

—¿Quién ha estado aquí? —les dijo la mujer a los críos—. ¿Algún pillo con ganas de broma? Cuando vuestra hermana vuelva le diré cuatro cosas, no lo dudéis. Dejaros aquí solos, con un barreño lleno de agua significa buscarse problemas. En todo caso, este bonito pez nos viene de perlas: lo cocinaré con un poco de col y alguna patata. —Hizo un rápido movimiento con la mano con la que sostenía el cuchillo y entonces, sólo entonces, se volvió a medias, permitiéndome ver el pez que colgaba inerte de su mano, listo para ser cocinado y servido sobre la mesa de la famélica familia. Ya no podía intervenir, era demasiado tarde. Por muy Hábil que sea, no hay mago en el mundo que pueda devolver el don de la vida. Un terror espeluznante me recorrió de la cabeza a los pies. No se trataba sólo de haber cometido un acto imperdonable sino algo mucho peor. Mi abuela no se había equivocado. Por mis venas corría la sangre de una descendencia maldita, una estirpe de magos y desterrados. Parecía que no podía hacer nada al respecto: el lastre de aquella descendencia se manifestaría siempre. ¿Acaso mis pasos no estaban inevitablemente destinados hacia la oscuridad? Me volví y huí sin hacer ruido, y la mujer nunca lo supo. Más tarde, de la aldea nos llegó la noticia de que la chica había desaparecido. Se organizó la búsqueda; cada rincón fue revisado. Nadie dijo una palabra del pez muerto, y los niños eran demasiado pequeños para contar cómo había ocurrido. El incidente se convirtió en una historia pasada. La chica nunca fue encontrada. Se pensó, como la mejor de las hipótesis, que había huido con un enamorado, para rehacer su vida en otro lugar. Algo muy extraño, no obstante, porque era una chica muy prudente.

Después de aquel episodio, se me hacía muy difícil poder dormir. Riona permanecía dentro del baúl. Imaginaba sus ojos mirándome, observándome en la oscuridad, lanzándome acusaciones en silencio. Yo no quería escuchar lo que tenía que decirme. No quería pensar en nada. Conocí a una gran cantidad de trucos de la mente, estratagemas que mi padre me enseñó para concentrar la atención, estrategias para excluir pensamientos indeseados. Pero ahora ninguno de ellos pareció funcionar. Es más, mi mente reproducía tres escenas hasta el infinito. La voz de mi abuela diciendo: ¿Escrúpulos, Fainne? Darragh, observándome mientras encendía el fuego con un dedo. Darragh que fruncía el ceño. Tú eres un peligro para ti misma. La imagen deslucida de una chica de pelo rojo que lloraba desconsoladamente, destruida por el dolor, los ojos fuertemente cerrados, las manos agarrándose la cabeza, la nariz goteante, la voz quebrada por el llanto, era a ella, más que a cualquier otra cosa, a quien quería echar de mi mente. No quería ser testigo de semejante angustia. Me daban ganas de gritar, de gimotear: sentía el llanto invadiéndome como una ola. Pero aquellos como nosotros no lloraban. ¡Párala! ¡Párala!, siseé, intentando empujarla afuera. Después levantaba la cara manchada y trágica hacia mí, y yo veía que aquella chica era yo.

Después de un invierno largo y una primavera fría llegó el verano, y el pueblo nómada volvió a la bahía. Había cumplido quince años. Aquel año, aun pudiendo vagabundear por los alrededores sin las restricciones de mi padre, rio fui a la colina para ver aparecer las largas sombras que anunciaban el día de la llegada de Darragh. Sin embargo, escuché el sonido triste y melodioso de las gaitas difundirse a través de la dulce quietud del crepúsculo, y supe que él estaba allí. Una parte de mi deseaba huir, dirigirse al lugar oculto y sentarse junto a mi amigo a observar el mar, charlando o no, según el humor. Pero esta vez fue fácil encontrar razones para no ir. Muchas eran razones en las que no quería pensar: pero ahí estaban, escondidas en las profundidades de mi alma. Estaba aquella chica, y lo que cometí. No contaba que hubiera sido obligada por mi abuela, ni tampoco que hubiera tenido solamente la intención de asustarla, o que me hubiera sido imposible reconvertirla a tiempo a su condición humana. Porque de todos modos yo era quien había cometido aquel acto, y eso me convertía en una asesina. Sabía que había abusado de mis poderes. No obstante, todo lo que poseía, todo lo que era, se lo debía a mi padre. Si quería salvarlo tenía que estar dispuesta a hacer lo impensable. Yo había demostrado que era suficientemente fuerte. Pero no deseaba hablar de aquello con nadie. Especialmente con Darragh. Y aún había otra razón, aún más convincente: se trataba de algo que mi abuela me dijo un día.

Ahora pensemos en el siguiente paso —me dijo—. Has actuado bien. Mucho mejor de lo que me esperaba, considerando el resultado final. Porque es más fácil hacer daño cuando se odia, y cuando se siente indiferencia. Pero tú tendrás que hacer mucho más que eso. Dime, ¿hay alguien a quien consideres como un amigo especial? ¿Alguien por quien sientas una simpatía particular?

Pensé muy deprisa, y bendije para mis adentros la incapacidad de mi abuela de leer en el pensamiento.

—Nadie —respondí inmediatamente—. A excepción de mi padre, naturalmente.

Mi abuela soltó una risa sarcástica.

—¿Estás segura? ¿Ningún amigo? ¿Ningún enamorado? No, creo que no. ¡Qué pena, porque necesitas practicar!

—¿Por qué? ¿Por qué debería hacerlo? ¿Qué quieres decir? Ella suspiró.

—Dime, ¿qué es lo que más quieres?

Tuve mucho cuidado al responder.

—Cumplir la tarea que me ha sido asignada. Eso es lo más importante.

—Mmm. Parece fácil, ¿verdad? Llegas a Sieteaguas, te abres un camino para llegar al corazón de la familia, pones en práctica tus poderes mágicos y se acaba el juego. ¿Y si en cambio acabaras trabando amistad con ellos? ¿Por encariñarte con ellos? Entonces las cosas ya no serían tan fáciles. Te encontrarías en una situación en la que deberías hacer uso de todas tus fuerzas. Esa gente está emparentada con el Pueblo de las Hadas. Por eso no podrás golpear a unos sin también golpear a los otros.

—¿Encariñarme con ellos? —Estaba sinceramente sorprendida—. ¿Trabar amistad con la familia que llevó a mi madre a la muerte, que ha destruido los sueños de mi padre? ¿Cómo podría?

—No deberías sorprenderte, —el tono de voz de la abuela era irónico y rencoroso—. No son monstruos, a pesar de lo que han hecho. Y aquí, relegada con Ciarán a las entrañas de la montaña, has conocido a pocas personas. Trayendo te a Kerry, Ciarán no te ha hecho mucho bien, mi niña. Por eso tendrás que ser muy prudente. Siempre tendrás que recordar quién eres y por qué estás allí, en cada instante de cada día; nunca podrás permitirte bajar la guardia. En Sieteaguas hay gente peligrosa.

—¿Cómo sabré quién es…?

—Algunos no te darán problemas, son inocuos. Otros tendrán el poder de detenerte, si descubren tu plan. Eso es lo que me sucedió a mí. Empléate bien para que no te descubran, porque ésta es la última ocasión que se presenta, tendrás que tener mucho cuidado con el hombre del ala de cisne.

—¿Cómo? —estaba segura de haber entendido mal.

—Él es el más peligroso. Puede traspasar los confines y volver atrás a su antojo. Evítalo.

Estaba ansiosa por saber qué quería decir. Pero a pesar de todos mis esfuerzos aquella tarde no añadió nada más. Más bien, de repente pareció que se hubiera puesto de un terrible mal humor, y empezó a castigarme con terribles picaduras de avispa cada vez que cometía un pequeño error en mis hechizos de sustitución. Tuve que concentrarme al máximo; era demasiado arriesgado hacer preguntas peligrosas.

Aquel verano conocí el dolor de verdad. Tos castigos a los que me sometía mi abuela al principio no eran nada en comparación con los que me infringía cuando me encontraba desobediente o bien obstinada, cuando me sorprendía soñando con los ojos abiertos en lugar de estar absorta en la tarea confiada. Fue capaz de provocarme un dolor de cabeza tan terrible como si un dragón me la estuviese triturando entre las mandíbulas, una agonía que me desataba los intestinos y me robaba la energía que necesitaba para socorrerme a mí misma. Era capaz de pincharme la barriga con miles de agujas, o bien hacerme picar, quemar y supurar cada centímetro de la piel, hasta obligarme a suplicarle piedad. O casi. Sabía que yo era joven, y se detenía justo antes de que la tortura acabara conmigo, Nunca dijo nada de lo que pensaba de mi fuerza de voluntad. Yo, no pudiendo evitarlo, soportaba todas aquellas penas en silencio. Mi padre no podría ni haber imaginado cómo iba a ser tratada, de otro modo jamás me habría dejado a merced de aquella mujer. Aprendía, y lo que aprendía me aterrorizaba.

Una tarde me enseñó una visión que avivó en mí un terror profundo.

—Sólo para evitar el peligro de que puedas cambiar de idea una vez hayas partido. Sólo para borrar la última chispa de rebelión en tus ojos. Quizá pienses que no digo la verdad, y que todo esto es alguna elaborada fantasía. Observa las brasas, ahí abajo, donde la llama adquiere el rojo más intenso. Ralentiza la respiración y vacía la mente, como te he enseñado a hacer. Mira bien, y dime qué ves.

Pero las palabras no fueron necesarias. Debió de leer en mi rostro todo el horror que experimenté mientras miraba el fuego y veía la imagen de mi padre; sus rasgos decididos estaban ahora retorcidos en una mueca, su cuerpo doblado en dos por el dolor, su pecho azotado por una tos que parecía destrozarlo. Un hilo de sangre brotaba de su boca jadeante, las manos agarraban el aire, los ojos negros tenían la expresión de la locura. Sentí que me helaba. Me oí a mí misma susurrar: Ay, no. Ay, no. Le habría suplicado de rodillas, sí hubiera encontrado la fuerza para pronunciar las palabras necesarias.

—Ay. sí —insistió mí abuela mientras la visión se desvanecía y yo me derrumbaba boca abajo sobre la estera, frente al fuego—. A mí no me importa en absoluto que ése sea mi hijo o bien un extraño, Fainne. Lo único que me importa es el éxito de nuestra misión.

M-mi padre balbuceé. ¿Se está…?

—Lo que ves no es el presente sino el futuro. Un posible futuro. Si quieres cambiar la escena, no tienes que hacer nada más que obedecer mis órdenes, hacer lo que te digo. Pero si me desobedeces, él morirá de una muerte muy lenta. Por lo tanto, haz lo que te digo y ten la boca cerrada sobre nuestro acuerdo. Espero que me creas, niña. Serías muy estúpida de no hacerlo. ¿Me crees, entonces?

—Sí, abuela —susurré.

Los días cálidos pasaron, y las voces de los niños fueron transportadas por la brisa veraniega para luego desvanecerse, alegres y felices, en las umbrías grutas interiores de Honeycomb. Las barcas dejaban la bahía al alba y regresaban al ocaso, repletas de su carga brillante. Las mujeres arreglaban las redes en el embarcadero y los chicos de tez oscura ejercitaban los caballos en la playa, compitiendo entre ellos, saltando los montones de algas. Noche tras noche yacía despierta, escuchando el sonido lejano de las gaitas. A pesar del vaivén de Fiacha no advertí ninguna señal de la presencia de mi padre, y empecé a temer que jamás volvería a verlo. Aquella idea me hacía sufrir terriblemente, y al mismo tiempo no quería que viera en lo que estaba convirtiéndome, que fuera testigo de mi traición a las artes mágicas; así, en cierto sentido, su ausencia era un alivio. Deseé que nunca descubriera la verdad, y que nunca supiera que mandándome fuera sacrificaba a su única hija a la causa más loca e imposible que se pudiera imaginar, cuyo fracaso solicitaría en pago su propia vida. En cuanto a mi abuela, para ella yo no era más que un arma bien afilada, un instrumento moldeado durante años que ahora utilizaría para satisfacer una ambición tan desmedida que yo hacía todo lo posible por no pensar en ella.

El verano llegó a su fin. La abuela terminó sus preparativos. Mi pequeño baúl contenía ahora dos vestidos más elegantes que mi habitual vestuario de trabajo y que el práctico delantal. Ahora tenía un nuevo par de zapatos de uso doméstico y otro par de bolas para salir. Un hombre los confeccionó a medida, gruñendo para sí mismo mientras tomaba las medidas de mi pie deforme. Fue una dura prueba. Hubiera preferido sufrir yo las ampollas en los dedos, en vez del zapatero, pero necesitaba aquellos zapatos.

No le pregunté a mi abuela cómo me iría a Sieteaguas. El trayecto era largo; lo sabía porque me lo había dicho Darragh. Era parecido al largo y al ancho de Erin sumados juntos. Pero no tenía ni idea de cuantas lunas de camino necesitaría un viaje como aquel. Quizá mi abuela llevaría a cabo un hechizo de transporte, haciéndome llegar al norte en un santiamén, con el equipaje a mi lado. Al final no necesité preguntar, porque un día la abuela me anunció sencillamente que era hora de partir.

—Viajarás hacia el norte en el carro de Dan Walker me comunicó, revisando las correas que cerraban mi baúl. —Una solución útil, aunque no especialmente elegante.

—¿Útil? —repetí, consternada. ¿Qué quiere decir útil?

—Despertarás muchas menos sospechas si llegas con los nómadas —explicó en tono seco—, en lugar de aparecer de repente en el umbral de la casa entre un vórtice de chispas. De ese modo nadie se fijará en ti. ¿Quién advertirá una chica de más, entre toda aquella chusma? ¿Estás nerviosa? Con todo el trabajo que he invertido en ti, ya no deberías estarlo. Usa el Sortilegio, si lo necesitas. Transfórmate en lo que prefieras. No son más que caldereros. No son nada.

—Sí, abuela. —Sus palabras me ayudaron bien poco a calmar el trastorno que sentía en el estómago. Sabía que debía ser fuerte. La empresa que llevaría a cabo de parte de mi abuela, la terrible obra de venganza contra los que insultaron nuestra raza, tenía que ser perseguida con la máxima determinación. La vida de mi padre estaba en mis manos. No podía fallar. Apenas tenía quince años, me torturaba la timidez y no tenía experiencia alguna o conocimiento de las cosas del mundo. Era eso, creo, lo que me convertía en un arma más sutil. Seguramente parecía más inocua incluso que una tímida criatura del bosque huyendo en busca de amparo a la primera señal de peligro.

Me despedí de mi abuela. Si todavía albergaba dudas, se las guardó para ella.

—Casi hasta me gustaría poder venir contigo —dijo en un suspiro, y por un instante tuve una visión fugaz de aquel otro aspecto suyo que tanto quería, el de una joven de curvas sugerentes, de cabellera cobriza y de tez perlada—. Aún debe de haber hombres guapos por esas tierras, aunque jamás habrá otro Colum. Todavía sería capaz de hacerlos caer a mis pies, no lo dudes. —De repente, fue de nuevo ella misma—. Pero comprendo que no funcionaría. Me descubrirían, con el Sortilegio o sin él. El druida me reconocería. Y también aquel otro. Es tu momento, niña. Recuerda lo que te he enseñado, lo que te he dicho. Fainne. Cada cosa, cada detalle.

—Sí, abuela. *

Atravesamos Honeycomb hasta la salida, hasta donde la senda dejaba atrás el arrecife y se entendía hasta la costa y más allá de ella, en dirección al extremo occidental de la bahía, donde Dan Walker y su grupo estaban preparándose para la marcha. Y allí, envuelto en su capa oscura y con el rostro pálido, estaba mi padre mirando el mar en silencio. Mi corazón dio un brinco.

—Creo que vendré contigo hasta ahí abajo —propuso mi abuela—. A verle partir.

No es fácil lanzar un hechizo sobre alguien experto en magia. Si no eres más que rápido, te encuentras frente a la barrera del contrahechizo, y todo tu esfuerzo resulta vano. Nosotros, sin embargo, fuimos excepcionalmente veloces. En un instante, y casi sin que nuestros ojos se encontraran, mi padre y yo lanzamos sobre la abuela un hechizo de inmovilidad, así que ella se quedó de repente firmemente anclada al suelo, con los pies pegados a la roca, la boca ligeramente abierta, los ojos en blanco en una mirada de penetrante adversidad.

—Se enfadará —le dije mientras recorríamos el sendero, él con mi baúl de madera cargado al hombro y yo sujetando las mantas enrolladas, mi cama de viaje. Fiacha volaba por encima de nosotros.

—Yo me ocuparé de ella —declaró tranquilamente mi padre. Le eché una mirada, y me pareció divisar una sombra de diversión en sus oscuros ojos. Pero se le veía delgado, demasiado delgado, y parecía más viejo que el pasado otoño: las mejillas estaban demacradas, su severa boca todavía más marcada por nuevos surcos abiertos por el dolor.

—Tenemos poco tiempo. Dime. Fainne. ¿Estás bien? Tiene que haber sido un período muy difícil para ti. Un período de grandes cambios. Ha sido muy duro dejarte de ese modo; duro pero necesario. ¿Ahora te sientes preparada para este viaje, hija mía?

Ponía los pies uno delante del otro, con mucho cuidado, sobre la empinada y estrecha senda. Había llovido, y la superficie era resbaladiza. Una serie de preguntas se agolpaban en mi mente. ¿Cómo has podido dejar que tu madre te hiciera esto? ¿Y por qué no me has dicho la verdad? Luego, mucho más urgente, ¿volveré a verte alguna vez? No eran preguntas que pudiera formular, porque la abuela lo habría sabido, y en aquel caso habría sido mi padre el que pagara por ello. Deseaba echarle los brazos al cuello y revelarle toda la verdad, poder volverá ser niña en un mundo gobernado por reglas que tuvieran un sentido. Pero no podía decirle nada.

—Sí, me siento preparada —repetí, sintiendo una extraña sensación en los ojos, como si estuviera a punto de llorar.

—¿Estás segura?

—Sí, padre.

Seguimos caminando en silencio, y aunque avanzamos lentamente, como reacios a llegar a nuestro destino, en un instante nos encontramos sobre la senda llana que flanqueaba la ribera, con Dan, Peg y aquella fila de individuos de vestidos variopintos que aparecieron a nuestra vista.

—Padre —dije de repente.

—¿Sí, Fainne?

—Quería decirte… quería darte las gracias por haber sido un maestro tan bueno. Darte las gracias por tu sabiduría y tu paciencia… y… por haber dejado que descubriera yo sola cada cosa. Por la confianza que me has dado.

Por un instante no dijo nada. Cuando habló, su voz fue ligeramente inestable.

—Fainne, para mí no es fácil decirte esto.

—¿El qué, padre?

—Yo… tú no tienes que ir a la fuerza, si no lo deseas. Si en el fondo de tu corazón sientes que esto no es para ti, puedes elegir quedarte.

—¿Elegir no ir? —El corazón me martilleaba. Justo ahora, ahora que era demasiado tarde, me decía que podía quedarme, y a mí me estaba prohibido contestar que sí. Me aclaré la garganta. Era la primera vez que le mentía—. ¿Después de todo lo que hemos hecho, debería renunciar, según tú? ¿Acaso no le debo a mi madre volver a Sieteaguas y convertirme en lo que ella habría querido que fuera? No, lo siento con certeza, tengo el deber de ir. —Ay, habría dado cualquier cosa por poder decirle cuánto deseaba quedarme con él, poder volver a vivir como antes. Pero era mi padre, y por su bien debía encontrar la valentía para dejarlo.

—Querría solamente… querría solamente que entendieras que al final serás tú quien determine los acontecimientos, su evolución. Y… Fainne, lo que te espera podría ser una serie de acontecimientos muy importantes, de consecuencias mucho más graves de lo que tú o yo podríamos imaginar nunca. Tan relevantes que no pueden expresarse con palabras. Nosotros somos lo que somos por sangre y por descendencia. Sobre esto no tenemos ningún control. No podemos destruir el molde que da forma a los de nuestra raza. Pero siempre podemos elegir si practicamos la magia para alinearnos con unos o con otros, o bien si nos quedamos fuera. También tú tienes esa elección, hija mía.

Lo miré a los ojos.

—¿No practicar la magia? Pero… ¿qué otra cosa queda?

Mi padre no respondió, limitándose a asentir con un breve gesto. Su expresión quedó impasible. Siempre fue un maestro en controlar las propias emociones. Volvimos a caminar, aquel era nuestro último paseo juntos por la bahía. Detrás de nosotros las olas se estrellaban contra el promontorio de Honeycomb, mojándolo con su blanca espuma. Desde lo alto llegaban los gritos de las gaviotas, y frente a nosotros Dan Walker se acercaba con la mano extendida en un saludo y una sonrisa en su rostro oscuro y barbudo.

—Bueno. Ciarán, veo que has traído a tu hija. Dale ese búho a Darragh, señorita, luego veremos cómo te colocamos en el carro. ¿Lista para partir?

Asentí nerviosa, mirando al suelo. Tampoco miré a Darragh, que me cogió de las manos el hatillo con las mantas. El baúl de madera lo izaron sobre un carro sin muchas contemplaciones, mientras que a mí me levantaron y depositaron sobre otro carro junto a Molly, la compañera de Peg, y otras joven citas parlanchinas. Mi padre se quedó aparte, y yo pensé que parecía todavía más pálido que antes, en el caso de que eso fuera posible.

—Cuidaré de ella, Ciarán —lo alentó Dan mientras brincaba sobre el primer carro y agarraba las riendas. Con nosotros estará segura.

Mi padre recibió aquellas palabras asintiendo. Detrás del grupo de personas, los chicos estaban alineando los ponis en fila, lanzando sonoros silbidos, a los que se sumaron los ladridos de los perros excitados. Fiacha encontró un punto de observación encima de un árbol muerto, y las gaviotas se dispersaron.

—Bien —dijo mi padre en tono sosegado—. Adiós, hija mía. Puede pasar mucho tiempo hasta que volvamos a vernos.

Ahora que llegaba la separación final ni siquiera logré abrir la boca. La tarea que me esperaba era tan angustiante que se me antojaba inimaginable. Volcar la suerte de una batalla. Derrotar el Pueblo de las Hadas en un juego en el que ellos habían resultado los vencedores incontestables durante más años que granos de arena llenaban las playas de la bahía. Una serie de acontecimientos de consecuencias gravísimas… debía llevar a cabo la tarea que empezó mi abuela, lograrlo a toda costa, si quería recompensar a mi padre por tantos años de paciencia y por el regalo inconmensurable del conocimiento.

—Adiós, padre —susurré. Entonces Peg dio la voz a los caballos junto a un hábil golpe de riendas y partimos. Miré atrás por encima del hombro, y observé la figura inmóvil de mi padre empequeñecerse cada vez más. Todavía recuerdo los colores. El rojo intenso del pelo. Lo blanco pálido del rostro, serio. La larga capa negra, una capa de mago. Detrás de él las olas del mar se abatían y retrocedían, se abatían y retrocedían. En el cielo, se formaron densas y amenazadoras nubes borrascosas color pizarra, púrpura y violeta, oscuras y misteriosas como la madriguera de alguna colosal criatura oceánica. El viento empezó a sacudir las ya raídas ramas de los matorrales que flanqueaban la senda, y las jovencitas se arrimaron unas a otras, cubiertas con las mantas, riendo y susurrando bromas tapándose la boca con las manos.

—Pasará —anuncio Peg a nadie en particular.

—¿Todo bien, chiquilla? —preguntó Molly algo torpe. Hice un gesto seco, y cuando las ruedas encontraron un bache me sobresalté. Luego pasamos una curva del camino, y mi padre desapareció de mi vista.