Del bosque no he sabido más. ¿Dónde habrán ido a parar todos los apuntes que tomé, todas las fichas con los análisis y las pruebas? Es muy probable que el propietario renunciara a salvarlo.
Una mañana llegarían dos trabajadores forestales y con la motosierra cortarían los troncos, uno tras otro. Durante una semana entera invadiría el valle aquel sonido de muerte. Dientes de metal que agredían a lo que un día estuvo vivo. Luego el ruido se apagaría y volvería a borbotear el riachuelo. Los picos volverían a picotear otras cortezas; y los luganos y los jilgueros, a volar estupefactos sobre aquella gran mancha desnuda que un día había sido su mundo.
Perder los dientes, perder el pelo. De noche no soñaba con otra cosa. El bosque que moría y yo que me quedaba sin dientes. Sin dientes y calvo. Los dientes no se caían uno a uno, sino todos a la vez. Tintineaban en el suelo como bolas de cristal.
El pelo no tilia de manera diferente. Me pasaba la mano y se me quedaban mechones enteros entre los dedos como si fueran una peluca. Entonces me ponía a llorar. Lloraba en silencio. ¿Adónde podía ir con aquel aspecto? Sin dientes, sin pelo, sólo podía dar risa o lástima. No inspiraría ni respeto ni miedo. Por eso no he querido volver a aparecer en público.
El bosque estaba muerto y también Anna estaba muerta. La vi tendida en el suelo y me sentí impotente, como con los árboles. No pensaba que fuese tan fácil apretar el interruptor. Apenas si la había rozado y se había ido.
Durante algunos minutos, pensé en una broma, repetí: «Venga, vamos, levántate, era una broma».
Le llevé un vaso de agua fría.
Los labios no se abrieron y el agua resbaló por el cuello, mojando la camiseta.
¿Podía escapar? Sí, hubiera tenido tiempo de sobra. Hubiera podido coger el coche y correr hasta la frontera sin levantar el pie del acelerador. Incluso, hubiera podido meterla en un saco y tirarla a algún río.
Pero sólo me quedé a su lado, cogiéndole la mano.
Cuando alguien llamó a la puerta, fui a abrir.
Era el cartero. Cogí el telegrama y le dije: «Entre. He matado a mi mujer».
Giulia todavía estaba en la guardería.
Un mes más tarde, el abogado me llevó un periódico con su foto. Supe que era ella por los zapatos, el babero, la bolsa. El rostro lo cubría una mancha desenfocada, de los bordes sobresalían dos coletas con un lazo a cuadros. Debieron hacer la foto la mañana de la tragedia porque Anna sabía anudárselas así. La oía tararear en el baño: «¿De quién son estas coletas? Las coletas de un ratoncito».
Una persona desconocida la llevaba de la mano. Giulia parecía un pelele, los brazos flojos, arrastrando las piernas. ¿Le habían dicho algo o lo había comprendido sola? La foto desenfocada, de todos modos, era una hipocresía. En el pie de foto habían escrito: La pequeña Alice (nombre supuesto) hija del ingeniero agrónomo uxoricida.
Luego, un día, cuando ya estaba aquí, con el olor y el ruido del mar, de pronto abrí los ojos y entendí por qué había muerto el bosque. Su final no lo había causado ni un insecto ni un cáncer ni un virus, sino sólo la envidia. Envidia porque los alerces crecen entre o junto a los abetos blancos, los abetos rojos, los pinos silvestres. En verano son tan iguales que los profanos los llaman sólo árboles de Navidad, pero en invierno todo cambia. Los alerces se deshojan y los abetos y los pinos conservan las agujas. Así, desnudos en el hielo, aparecen, delicados, cubiertos de nieve. La gente pasa y dice: mira ésos, qué hermosos, y qué tristes aquéllos, muertos ya.
Y así los alerces sintieron envidia. No tenían paz: ¿qué tienen ellos que no tengamos nosotros? Si Dios nos ha hecho, ¿por qué no nos hizo a todos iguales? Nos ha dado las agujas y una forma piramidal a los tres. Crecemos a la misma altura y alimentamos a los mismos tipos de animales. Con nuestra leña se construyen casas magníficas. Los vapores de nuestras resinas curan a los enfermos de los bronquios. ¿Por qué, entonces, los pinos y los abetos reciben un trato de favor?
Desde hace un par de años mantengo correspondencia con el fraile amigo de Anna. Empezó él. No le contesté inmediatamente. Es más, al principio, cuando veía sus cartas, las rompía gritando: «¿Qué quiere de mí? ¿No tengo ya bastante sufrimiento?». Por fin, le mandé una nota pidiéndole que no me escribiera más. Me contestó. Dejé pasar unos meses y también le contesté yo. Es la única persona que ha dado señales de vida en estos años.
Mi teoría sobre la muerte del bosque le hizo mucha gracia, pero añadió una apostilla. Los alerces, escribió, no tienen envidia de las agujas perennes, sino del amor. ¿No sucede lo mismo entre los hombres? ¿Por qué cree que Caín mató a Abel? Porque creía que era más querido. ¿Y por qué los hermanos de José lo arrojaron a un pozo? Porque el padre lo prefería hasta el extremo de regalarle una túnica de mangas largas, la misma túnica que encontraron ensangrentada entre la arena.
Quien vive en el amor arriesga más que los otros, y muchas veces debe pagar un precio muy alto. En muchos años de guía de las almas, nunca he dejado de maravillarme ante esto. En vez de abrir el alma, el amor muchas veces la cierra. ¿Por qué? ¿Tememos, quizá, que sea como la comida, como el agua, como el dinero, y llegue alguien más voraz que nosotros y lo devore ante nuestros ojos? Pero el amor es como el aire. Infinito. No podemos dividirlo en trocitos, guardarlo en la bolsa, en el bolso, conservarlo en la despensa. No podemos coger un trozo de amor porque encontraremos siempre a alguien cuyo trozo nos parezca más grande.
Y así el demonio de la envidia devasta el mundo. El miedo de no tener bastante nos vuelve mezquinos. Arrebato, aferro. Cuanto más arrebato y aferro, más miedo tengo de perder, de no tener bastante.
¿Recuerda nuestro primer encuentro? El color de su alma era rojo fuego. No había maldad en su interior, sino confusión. Es exactamente cuando no se presta atención cuando estalla un incendio. Se tira una colilla y esa colilla hace arder un bosque entero.
Usted quería a Anna y tenía miedo de perderla, me repite. Pero ¿se ha preguntado alguna vez si la quería de verdad? ¿Vio alguna vez, verdaderamente, la persona de Anna?
¿O la quería con un amor narcisista? Amaba su amor por ella, el modo en que era capaz de protegerla. ¿Amaba su fragilidad, su dependencia?
Cuando se transformó en una persona fuerte, autónoma, su sentimiento se invirtió. Empezó a tener miedo de Anna en el momento en que ella se libró del miedo. No es un juego de palabras sino algo serio sobre lo que reflexionar.
¿Qué vida es una vida vivida en el miedo? Es la vida del que camina con la mirada baja. La vida de un esclavo. Pero el destino al que estamos llamados no es el de los esclavos, sino el de hijos y hermanos. Es el destino del amor y la libertad. Porque la libertad verdadera no es hacer lo que nos parece, sino vivir como criaturas libres del miedo.
Vuelvo a pensar a menudo en la última vez que hablé con su mujer. Fue la noche antes de la tragedia, Anna me llamó por teléfono. Había angustia en su voz.
«Saverio me ha dado una bofetada y ha desaparecido. Nunca se había portado así. Lo peor es que la niña también empieza a temerle».
«¿No hará una tontería?», pregunté.
«Espero que no. Mañana es su cumpleaños», continuó después de una pausa. «Le he comprado la bicicleta que quería. Espero que le guste, que se tranquilice un poco. Además, no se puede pretender que el matrimonio esté siempre limpio de nubes. Saverio vive en su caparazón y tiene miedo de que alguien lo saque. Antes, en el caparazón vivíamos los dos, hasta que yo salí y se quedó solo. Es como si gritara: “¡Vuelve adentro!”».
«¿Y tú quieres volver?».
«Aunque quisiera, sería imposible». Y añadió: «Padre, por fin empiezo a entender aquella frase…».
«¿Qué frase?».
«Ésa que habla del odio en el mundo. Hasta hoy siempre me había preguntado ¿cómo es posible que la gente te odie mientras tú vives amando?».
«¿Tienes miedo?».
«He tenido, pero ahora estoy serena. Y, además, ¿el amor no es también paciencia? Quiero a mi marido, quiero a nuestra hija. Sé que también él nos quiere, que sólo es cuestión de tiempo. Sólo tiene que salir de su mundo de fantasmas».
Ya ve, querido Saverio, usted ha tenido el gran privilegio de bajar la escalera hasta el fondo. No le tomo el pelo cuando digo esto. Desde abajo se ven las cosas con bastante más claridad que desde un punto medio. Podría haber seguido flotando entre la confusión de los sentimientos el resto de sus días. Habría claros y nublados. Una mañana odiaría a su mujer y por la noche la chantajearía con su amor. Hay parejas que aguantan así toda la vida sin ni siquiera acariciar la duda de que se pueda salir del infierno cotidiano.
En su vida, la farsa se transformó en tragedia. Para liquidar tres vidas, le bastó levantar un brazo y dejarlo caer con rabia sobre la frente de Anna. ¿Cuánto duraría todo? ¿Un segundo? ¿Medio segundo? Un segundo después, usted ya estaba llorando junto al cuerpo de su mujer.
Muchos, en este punto, escribirían la palabra «fin». A mí, por el contrario, me gusta pensar que todo fin es en realidad un nuevo principio. Sí, algo ha terminado, pero ese «algo» nunca es el todo. Eso a lo que nosotros llamamos fin, muchas veces sólo es una fase de transformación. Usted, que ha estudiado durante tanto tiempo los insectos, debería tener bien clara esta idea. Anna está muerta, pero también una parte de Saverio está muerta. Ahora, la parte viva de Saverio debe reemprender la marcha.
Compadecerse, despreciarse, odiarse, son modos de volver vano el sacrificio de su mujer. Será Otro quien lo juzgue algún día. Mientras, en su corazón, deje un espacio a la acción de la misericordia. Cárguese a la espalda su mochila llena de ceguera, violencia, confusión, odio, amargura, y eche a andar. Camine aunque le digan que es inútil, o que ya no tiene derecho. Siga andando incluso cuando ya no vea la calle, cuando la niebla lo envuelva y avance inseguro por el borde de un precipicio. Y andando, antes o después, se dará cuenta de que la vida es un camino que recorrer y no un caparazón en el que, como máximo, podemos estirar las piernas.
La mayor parte de las personas no vive, espera simplemente que la vida pase. ¿En qué se convierte la vida entonces? Sólo en un contenedor de distracciones para engañar al aburrimiento. Luego llega de improviso la muerte o la devastación de una enfermedad y todos gritan: «¡Qué engaño! ¡Qué estafa! Esto no figuraba en las reglas del juego».
Pero tenemos a la muerte delante desde el momento de nuestra concepción. La muerte esta ahí, como un enigma, una interrogación perpetua que llevamos dentro incluso en el más feliz de los días.
Si se debe morir, ¿qué sentido tiene la vida? Cada hombre que nace debe volver a descubrir el significado de esta pregunta. Y descubrirlo no quiere decir convertirse en el dueño de nada, sino liberarse. Liberarse de todas esas cosas que llevamos en la mochila, de la avidez, de la envidia. Y sobre todo de la idea de nosotros mismos.
He dicho «liberación» pero también podría haber dicho «purificación». Purificación de lo que sale de nuestro corazón, de nuestra boca, de eso tan pasado de moda pero en realidad tan extraordinariamente vivo que se llama «pecado». El pecado no es una transgresión de las reglas de un orden jerárquico, sino un telón negro que nos echamos encima. En esa oscuridad artificial, no vemos nada, no sentimos nada, pero estamos convencidos de entenderlo todo.
El pecado es una carencia, un daño que nos hacemos sólo a nosotros mismos. Algo que nos aleja dramáticamente de nuestra condición de criaturas nacidas para vivir en la Luz. Usted tenía delante el amor luminoso de su mujer, el amor confiado de su hija, pero, en la tela espesa en la que se había dejado envolver, no sólo no los vio, sino que incluso los confundió con una amenaza.
La muerte de Anna debe servirle para rasgar ese telón.
Ya soy viejo. En mi vida he vivido y visto muchas cosas, he tenido diversas visiones del mundo. Con el tiempo, me he dado cuenta de que estas visiones, en apariencia fundadas y estables, eran en realidad como los espejos refractarios de un calidoscopio. En cada ocasión pensaba: sí, esto es el mundo, esto es la vida. Hay que actuar así o asá. ¿Cuánto duraban estos pensamientos? Bastaba un soplo para que se rompieran y de aquel mundo surgiera otro y otro más y otro.
Hubo un momento en que me rebelé. Todo esto es una locura. Es una locura existir. Yo soy una locura. Es locura todo en lo que he creído. Durante años me he arrodillado ante el vacío. Durante años he hablado del vacío. Durante años he intentado convencer a quien tenía a mi lado de que el vacío estaba lleno, y de que esa plenitud tenía un nombre y un sentido dignos de veneración y de respeto. Mi desesperación era absoluta. Cada mañana me levantaba y me preguntaba: ¿qué hago? ¿Sigo viviendo con mi hábito de fraile como si no pasara nada, difundiendo mentiras o pongo fin directamente a mis días?
Ha sido terrible, ¿sabe?
Confesaba a las personas, recibía las confidencias de almas extraviadas, todos esperaban de mí un camino, una certeza, mientras yo me debatía en la oscuridad más absoluta, sin poder confiar mi extravío a nadie. Movía el calidoscopio con rabia, buscando una nueva respuesta a mis preguntas. Fue entonces cuando se me escapó de las manos y cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. De pronto, me di cuenta de que todo aquello en que había creído hasta entonces no era otra cosa que ideas, proyecciones de mis angustias, de mis miedos. Había querido volver accesible lo que es inaccesible, había querido limitarlo, darle un nombre, un tiempo de desarrollo. Había querido reducirlo todo a la limitación de mi mente de hombre.
Fue en ese momento cuando empecé verdaderamente mi camino. El momento en que me quedé completamente desnudo, completamente inerme, completamente sin voz.
Ahora, cada día me levanto y voy a la ventana y sé que ese día podría ser el último. Ya no tengo miedo, ni sensación de vacío, más bien la trepidación un poco adolescente de quien espera el primer encuentro con el Enamorado.
Cada mañana, poco antes del alba, me asomo a la ventana de este feo edificio de cemento, miro afuera y veo los campos abandonados y, más allá, la silueta oscura de los cobertizos y las fábricas y las luces de los coches. ¡Hay tantas personas que van a trabajar a esa hora! Ahí me quedo hasta que la luz domina a la oscuridad.
Es un espectáculo que no cesa de asombrarme. Hay, en ese instante, delicadeza, fragilidad y también una inmensa potencia. Entonces, la mancha oscura del campo se convierte en hierba. Veo los tallos, uno al lado del otro, y el rocío que los cubre y los insectos que se quitan la sed en el rocío. Veo los gorriones que se posan sobre la fronda de las matas. Oigo su piar desordenado, alegre, y el piar más preciso de los pinzones y los herrerillos. Oigo el ruido de los coches y veo a las personas dentro. Veo sus corazones como he visto el rocío sobre los tallos, uno por uno, sus historias, sus angustias, sus inquietudes. Veo sus corazones y los corazones de las personas que están a su alrededor. Los niños que todavía duermen en casa, protegidos por el calor de las mantas y las mujeres ya despiertas y los padres ancianos que han pasado una noche insomne y ahora escuchan la radio. Veo los corazones y siento la respiración. Oigo la respiración de los que nacen y la respiración del que se va, como un gran concierto de viento. Es música de órgano o de flauta. Sube, desciende, sube. Entre el cielo y la tierra hay un intercambio continuo.
Y por eso cada mañana, sobre este feo alféizar de cemento, apoyo los codos y lloro. Lloro como quizá sólo pueden llorar los viejos, dócilmente, en silencio. Lloro porque veo el amor. El amor que nos precede y el amor que nos acogerá. El amor que, a pesar de todo, acompaña cualquier camino, incluso el más pequeño, incluso el más retorcido, incluso el más rico en errores. Lloro por el amor, y por todos los corazones que nacen, viven y mueren cerrados como cajas de muerto.
Rezo por usted. Rezo porque también usted pueda un día asomarse a su ventana.
Bajo el garabato de su firma había unas líneas más.
P. S. En los últimos meses he visto varias veces a su hija. Es una adolescente seca y longilínea, lleva el pelo como su madre, recogido en una cola de caballo, y tiene los mismos ojos, pero el color, así como la forma de las manos, son los de usted. Es una chica reflexiva, acostumbrada, como usted, a razonar meticulosamente. Se necesita un poco de tiempo para advertir la sutil inquietud que se agita en su interior. Las primeras veces rechazó bruscamente el tema. A la tercera dijo: «Mi padre es un asesino».
Le respondí: «Tu padre es un hombre que realizó un gesto tremendo, pero no es un hombre malo».
Estábamos sentados, uno al lado de la otra, sobre una tapia, sus pantalones tenían el borde deshilachado, balanceaba nerviosamente las piernas adelante y atrás. Mirando a lo lejos, dijo: «No se mata si no se es malo».
¡En la adolescencia todo es blanco o negro! Respondí: «A veces hacemos algo malo porque somos débiles o estamos confundidos, porque tenemos miedo. ¿Qué harías si ahora saliera una serpiente de la tapia? Aunque te gusten los animales, probablemente la matarías».
Con el tiempo, pude hablar de ustedes dos, del amor que unía a sus padres. «Cuando tú eras pequeña, tu madre estaba enferma y tu padre te cuidó como pocos padres lo hubieran hecho».
Al pie de la tapia crecía una malva. Una abeja se zambulló dentro.
«Lo ves», observé entonces, «la abeja necesita la flor. Pero también la flor, para existir, necesita a la abeja. Estamos todos unidos por un invisible abrazo. Tu padre te necesita y tú lo necesitas a él».
Permaneció largo rato en silencio, con las manos no dejaba en paz a un mechón de pelo. Volvía la cabeza de modo que yo no pudiera verle el rostro. Respiró profundamente dos o tres veces, parecía querer rebelarse contra algo que la estaba ahogando. Luego, con la voz rota, muy bajo, preguntó: «Pero mamá, mi madre, ¿se alegraría?».
Le dije: «Sería la madre más feliz del mundo».
Con la carta en la mano fui a la ventana. Era el crepúsculo y las gaviotas volvían de tierra firme. Había dos adultas sobre mí. Estaban casi inmóviles con sus grandes alas blancas. Las seguía una gaviota más joven. Aún tenía el plumaje oscuro y, a intervalos regulares, llamaba a las otras con un largo silbido.
El mar debía de estar un poco movido porque oía las olas romper contra los escollos. Cuando el mar estaba agitado, oía cómo mi sangre hacía un ruido similar, el corazón la bombeaba hasta los oídos y de los oídos descendía otra vez al corazón.
En el sobre del fraile, había otra carta. Era más pequeña y en papel rosa, cuadriculado. La abrí allí, de pie, mientras el sol desaparecía en el horizonte.
Querido papá…