En la isla nunca se desatan incendios. Demasiada piedra, demasiada poca vegetación. No se desatan incendios, pero yo siento siempre el olor del fuego. Pero ¿qué olor tiene el fuego si dentro no hay nada que se queme? El fuego de un bosque es distinto al fuego de neumáticos viejos. El fuego que quema las plumas o los huesos es distinto al que devora las hojas.
De noche sueño que los alerces se transforman en llamas. Cada alerce es una llamarada solitaria. Si observo mejor, me doy cuenta de que no son alerces sino personas. O mejor, alerces con cabeza de persona. Está el rostro de Anna, ahí, arriba, y el de Giulia, y está también mi rostro. Ardemos todos sin un grito, sin una imprecación. Sólo se oye el crepitar seco de las ramas muertas. Y yo que me revuelvo bajo las llamas con las manos en el pelo repitiendo: «¡Eran lepidópteros, no llamas! ¿Por qué ahora arde todo? ¡Nunca he creído en el infierno!».
La primera vez, ella vino de noche. Sentí algo fresco en las mejillas, abrí los ojos y vi brillar su mirada. Desprendía una tristeza tremenda. Alguien, algo, no sé quién, me dijo en un soplo: «¿Qué has hecho?».
Nunca he creído en el infierno, ni en los diablos, ni siquiera en los fantasmas, así que ni siquiera he creído en Dios, nunca. Es más, la idea misma de Dios siempre me ha disgustado. ¿Qué necesidad había de molestarlo para explicar el universo? Existían las leyes de la física, las leyes de la química. Su interacción posibilitaba la explicación de cualquier cosa.
Después de la enfermedad de Giulia, Anna se convirtió en otra persona.
Salía a menudo con su nueva amiga enfermera y volvía a casa cargada de paquetes. Empezó a preocuparse de su ropa, a maquillarse ligeramente, a ponerse vestidos alegres, de colores.
Un día volví a casa y encontré en cada ventana jarrones llenos de prímulas. En vez de saludarla, la ataqué.
«¿Cómo se te ha ocurrido?».
«Creía que iba a gustarte. Al fin y al cabo, es primavera».
«Ya, pero estas flores deben estar en los bosques, ¿no lo sabes? Podrías haberme dicho, quiero ver las prímulas y yo te hubiera llevado. Pero ponerlas aquí, en medio del cemento, como pequeñas cabezas decapitadas… Eso no. Me dan náuseas». Y, mientras hablaba, empecé a destrozarlas y tirarlas al suelo.
También las gaviotas actúan así. Cuando tienen algún contencioso con un semejante, destrozan la hierba con el pico y la lanzan a poca distancia, como diciendo, ten cuidado, la próxima vez tú podrías ocupar el lugar de la hierba.
Ahora yo la llamaba cada media hora y ella nunca estaba en casa. Por la tarde, con indiferencia, yo decía: «A las cuatro intenté hablar contigo pero no estabas…». Nunca perdía la serenidad. Respondía: «He salido con Silvia, con Giulia. Hemos ido al parque…».
Iban con frecuencia a ver a cierto monje de un convento de las afueras. Cuando hablaba de él, a Anna le brillaban los ojos. «Tienes que venir a conocerlo», me decía siempre, «es un hombre verdaderamente extraordinario».
«Ya sabes», le respondía, «que no soy muy proclive a esas cosas. ¿Qué cambia con que haya o no haya Dios?».
«¡Cambia todo!».
Nunca había visto discutir a Anna con tanto ímpetu.
«Piensa en una flor», me decía. «Una cosa es verla como una flor. Es azul o amarilla o roja o lila. Tiene pétalos y sépalos, el ovario, el tallo, el pistilo. Puede vivir en los prados o enraizada en las rocas. Otra cosa es verla como la realización de un sueño. Alguien ha imaginado la belleza para nosotros y, para realizarla, ha creado la flor. Antes que cualquier otra cosa, una flor es un don para nuestra mirada».
«¿Quién te ha enseñado a razonar de una manera tan confusa?».
«A mí me parece muy claro», respondía, bajando la mirada.
Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, la oía cantar. Entonces, desde el baño, le gritaba: «¡Apaga la radio!».
¿Dónde estaba mi Anna? ¿Dónde estaba la frágil criatura que, durante años, había dominado mis pensamientos? Ahora podía ocurrir que sólo nos viéramos por la mañana y por la noche. Durante el día éramos dos extraños.
No teniendo que vivir ya entre vallas y túneles, también yo había empezado a tener mi vida. Acababa el trabajo y me entretenía un poco más con mis compañeros, daba un paseo al centro para beber un aperitivo. A veces volvía a casa y la mesa no estaba puesta todavía.
Un compañero, un día, me dijo: «¿Por qué no abres los ojos? Cuando una mujer cambia, sólo hay una razón. Otra persona ha entrado en su vida. Se arregla, se maquilla, canta. ¿No serás tan tonto como para creer que lo hace por las palabras de un viejo fraile?».
En el Evangelio, el diablo sube a la montaña y dice a Jesús: «Todo esto será tuyo, si me obedeces». El diablo podría parecerse a un agente inmobiliario o a la carcoma. O a la semilla de una hierba que se mete por todas partes, al rompesacos, por ejemplo, que se posa sobre la superficie de un cuerpo y luego avanza, avanza sobre la piel como una flecha silenciosa. Nadie lo ve, nadie lo siente y el rompesacos excava su surco. Conoce perfectamente su dirección. Sube hasta el cerebro o desciende hasta el corazón. Y allí estalla.
Así aquellas palabras fueron palabras carcoma. Yo estaba quieto y ellas arañaban cada vez más hondo. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? La amiga, el fraile, las continuas salidas… Era evidente que sólo se trataba de una excusa. En todos los años en que nuestro amor había estado vivo, nunca sus ojos habían brillado de aquel modo.
Con el hilo de la sospecha se puede coser cualquier tipo de vestido. Así, poco a poco, conseguí reconstruir el desarrollo de los acontecimientos. Y a grabar con fuego un nombre y un rostro. ¿Quién podía ser, si no el médico? En aquellos días de miedo e incertidumbre, él había estado muy cerca. El destino de Giulia estaba en sus manos. Hubiera podido existir negligencia, descuido en la operación, pero todo se había desarrollado de la mejor manera posible.
No lo había hecho por la niña, estaba claro, sino por aumentar el flujo de admiración. Había visto a aquella joven madre desesperada, una presa ofrecida en bandeja de plata. Para cogerla, bastaba alargar la mano. No hay nada mejor que una mujer que necesita consuelo, ser tranquilizada. Es más: el cerdo había elegido a propósito aquella profesión. Las madres abatidas caían una tras otra en sus brazos. Y era evidente que también la enfermera, aquella Silvia, de alguna manera les hacía de Celestina. Ella era la que engatusaba a las presas. Las llevaba de paseo, les hablaba sólo de él para aumentar su idolatría.
La prueba del nueve fue la llamada con los resultados. Anna había cogido el teléfono y había marcado el número de memoria. Se lo sabía de memoria. En cada uno de sus gestos había familiaridad. ¡Ella, que hasta tenía miedo de llamar a la lechería de debajo de casa! ¿Y qué otra cosa era el fraile, sino un nombre en clave para indicar algún motel de las afueras?
Andaba por el bosque y no pensaba en otra cosa. No tenía a nadie con quien desahogarme, y así la rabia y los pensamientos crecían desmesuradamente. Andaba y hablaba en voz alta. Si algo se me ponía a tiro, le soltaba una patada. Sobre mi cabeza, sobre mis hombros, caía una lluvia de agujas muertas. Sólo la idea de la venganza me daba una especie de paz transitoria. Imaginaba todas las maneras en que podría hacerles daño. Y, al imaginarlas, sentía que me crujía el cráneo. Apretaba los dientes tan fuerte como si, entre las mandíbulas, tuviera un hueso. Podría contarle todo a su mujer, mandarle una carta anónima, recortando las letras de un periódico. Podría cubrir su elegante coche con frases injuriosas. Podría esperarlo en la puerta de su casa y darle una lección.
Delante de Anna, no conseguía esconder mi turbación. De noche, a su lado, daba vueltas y vueltas en la cama.
Una noche no pude aguantar más. Cuando me preguntó: «¿Qué te pasa? ¿Por qué no duermes?», le respondí: «Hueles a algo que no conozco».
Se echó a reír. Parecía una carcajada frívola. «¡He cambiado de crema hidratante!».
«Podrías inventar una excusa mejor», murmuré, antes de levantarme e irme a dormir al salón.
Vino a buscarme al diván. Me miraba preocupada.
«No me toques», le dije. «Me das asco».
No dejó de tocarme.
«Saverio, ¿qué pasa?».
«Que has cambiado».
«Es verdad, pero ¿por qué te disgusta?».
«Porque cuando una mujer cambia, sólo hay una razón».
«¿Y cuál es?».
«¿Quieres que te lo diga a la cara?».
«Sí».
«Está enamorada de otro».
Anna suspiró profundamente. «Es verdad. Estoy enamorada, pero no de otra persona».
«¿Entonces de quién?».
«Estoy enamorada de la vida».
«No digas tonterías de fotonovela».
«No son tonterías. Es lo que siento».
«¿Oyes los pajarillos cantar?».
«No, he encontrado un sentido».
«Pero ya tenías un sentido. Era yo. Éramos nosotros, tu familia».
«Lo sois todavía. Lo sois más que antes».
De la garganta me salió una carcajada como un aullido.
«¡Quién lo diría! “Cariño, esta noche llegaré tarde. Cariño, mira qué peinado. Huele mi perfume. Mira cómo me contoneo con los tacones nuevos. Mira, cariño, mira. ¿No parezco una auténtica puta?”».
Anna se levantó. Yo seguía dándole la espalda.
«¿Por qué tienes que hacerme tanto daño?».
«Porque veo la verdad».
«Tú ya sólo ves tus fantasmas».
«Ya que estamos en el tema. ¿Por qué no me llevas a conocer a tu famoso fraile?».
«No creo que te interese».
«Al contrario. Me interesa muchísimo».
Aquella noche, en el sofá, me dormí riendo. La había puesto en dificultades. Se pilla antes a un embustero que a un cojo, ¿existía un dicho más verdadero que éste?
Para organizar bien la puesta en escena, se requiere tiempo. Tardó una semana en decirme: «Esta tarde, a las cuatro, nos esperan en el convento».
Habíamos llevado a Giulia al cumpleaños de una compañera de guardería. Luego nos dirigimos a la autovía. Conducía Anna y permanecimos en silencio todo el trayecto. De vez en cuando me parecía oírla tragar como un animal que percibiera el inminente peligro.
El convento estaba compuesto por una serie de feos edificios a una veintena de kilómetros de la ciudad. Alrededor sólo había la mediocridad desesperada del monocultivo interrumpido por algunas hileras de chopos todavía sin hojas.
La entrada era fría y escuálida. El hermano portero nos acomodó en dos butaquitas de polipiel color avellana claro. Cuando se abrió la puerta al fondo del corredor y apareció un hombre anciano, Anna se levantó y fue a su encuentro.
Los vi abrazarse antes de que él cogiera una mano de Anna entre las suyas con un gesto de afectuosa intimidad. Me quedé sentado. Ante mí, Anna dijo: «Saverio, mi marido».
El fraile me estrechó la mano y me hizo una seña para que entrara en un pequeño cuarto lateral.
Nos sentamos uno frente al otro. Yo miraba su barba y me preguntaba, ¿es verdadera o falsa?, cuando él dijo: «Su mujer me ha hablado mucho de usted».
«Ah, ¿sí? ¿Y qué le ha dicho?».
«Está muy preocupada».
«¿Por qué?».
«Porque dice que ha cambiado y no entiende la razón».
«Es ella la que ha cambiado».
El fraile sonrió. «Eso es verdad. Anna en los últimos meses ha vivido una verdadera revolución».
«¿Y entonces por qué yo no puedo cambiar también?».
«Hay muchos tipos de cambio».
«¿Por qué el de ella le gusta y el mío no?».
«Depende de la luz de la mirada».
En alguna parte del pasillo sonó una campanilla.
Empecé a irritarme.
«¡La misma palabrería de siempre, decrépita! “El ojo es tu linterna, etcétera”. Los ordenadores piensan hoy casi como los hombres y usted todavía cree en esas cosas. O peor, pretende que yo crea».
Aquel hombre me miraba con dos ojos oscuros e inmóviles. Yo tenía la sensación de ser un animal exótico en una jaula. Me estaba escrutando y yo no tenía ningún medio de defenderme. Le he dado demasiado carrete, pensé. Ya es hora de cortar por lo sano, de desenmascararlo.
Me puse en pie de repente. La silla se volcó.
«¿Por qué no deja de hacer teatro?», grité en voz mucho más alta que lo que hubiera querido.
El fraile permaneció inmóvil, con la misma mirada, sin bajar los párpados. «Ahora entiendo», dijo despacio, mientras yo estaba en la puerta.
«¿Qué entiende?», le respondí a gritos.
A la vuelta, conduje yo.
«Es un actor excelente, tu amigo», dije. «Casi inspira respeto. Casi».
«A veces tengo la impresión de que estás loco».
«Entonces estamos locos los dos. Yo soy Napoleón, ¿y tú?».
Mientras hablaba, apretaba con rabia el acelerador. Parecía como si tuviera que aplastar algo con los pies.
«Saverio, sé que te parece extraño, pero mi vida ha cambiado. Ha cambiado por algo que no se puede ver».
«No creo en lo que no se puede ver».
«Pero crees en las leyes de la química».
«Todo lo que existe es química. Química y física. Yo, tú, este coche, el motor, la gasolina, el asfalto, los árboles. Es lo que construye la vida».
«¿Y quién ha construido eso? ¿Quién ha construido las leyes que permiten que estemos aquí?».
«Las leyes han existido siempre».
«No es verdad. Las leyes las ha creado Dios».
«Ciertamente. Y el hombre desciende del mono y pronto caerá sobre la tierra otra lluvia de fuego. ¿No es así?».
«No me tomes el pelo».
«No te estoy tomando el pelo. ¿Cuál es la dirección de ese neurólogo al que ibas después del parto?».
«Hablas así porque tienes envidia».
«¿De qué? ¿De tus cuentos? No, gracias. Creí en Papá Noel hasta los seis años y ya es bastante».
«Yo creo en Dios, no en Papá Noel».
«Si Giulia hubiera muerto, no creerías».
«Dios nos salva siempre».
«Ah, ¿sí? Veamos», dije, apretando aún más el acelerador.
«¡Ve más despacio!», gritó Anna. «¡Piensa en nuestra hija!».
«Ya piensa Dios. ¿O no? Veremos».
Entonces enfilé a toda velocidad el sentido de dirección contrario. Después de algunos segundos nos encontramos de frente un coche. Viré una fracción de segundo antes del impacto.
De vuelta en nuestro carril estallé en una carcajada nerviosa.
«¿Quién te ha salvado? ¿Quién ha girado el volante? ¿Dios o yo?».
Anna lloraba cubriéndose el rostro, doblada sobre sí misma. «Eres un hombre malo», repetía. «Eres un hombre malo».
Hice amago de consolarla. «No digas eso. Estaba bromeando».
Sus lágrimas me daban una alegría profunda.