Faltaba menos de un mes para mi examen de selectividad. En la mesa discutíamos sobre lo que haría después. La señora Giulia y Franco no eran contrarios a que siguiera estudiando. Annalisa iba por la mañana al colegio y yo me quedaba completamente libre.
Con pesar había descartado la arquitectura porque no entendía las matemáticas. La indecisión era entre filología y filosofía.
La señora Giulia insistía en la primera hipótesis. «Si sabes lenguas», decía, «puedes trabajar en muchos campos diferentes y además puedes moverte, viajar».
Pero Franco era partidario de la filosofía. «Sería una verdadera lástima desperdiciar una cabeza como la tuya…». Según él, en las aulas de filosofía encontraría mi realización porque me gustaba especular sobre los máximos sistemas y lo sabía hacer con una falta de prejuicios que era raro encontrar en una persona tan joven.
A Franco le encantaba este aspecto de mi carácter. Para que me quisiera más, yo había aprendido a acentuarlo. Le pedía prestados libros de filosofía. En vez de estudiar, pasaba el tiempo leyéndolos y por la noche nos quedábamos levantados hasta tarde, discutiendo.
«Has tenido el gran privilegio», me dijo un día, «de crecer sin amor. Por eso, desde el principio, has podido ser libre. Miras las cosas y las ves como son. No tienes necesidad de construir extrañas teorías».
«El amor es una sustancia tóxica», solía repetir, «porque te envenena interiormente y siempre te empuja a hacer lo que no quieres. Pero las personas como tú son libres. Sabes arreglártelas, salir adelante. Conquistas cualquier cosa como un barco rompehielos».
«Pero tú te has casado», le rebatí un día.
Se echó a reír. «¡El amor y el matrimonio no son la misma cosa! Se casa uno por el dinero, por la sociedad, por necesidad biológica, no precisamente por amor. ¿Por qué crees que Giulia y yo estamos de acuerdo en tantas cosas? Porque aclaramos esto desde el principio. Nos teníamos simpatía y los dos deseábamos un hijo. Por lo demás somos completamente libres».
Yo lo escuchaba y asentía. Asentía y escuchaba. No me cansaba nunca de hablar con él. Me sentía superior, lejana de todo, de todos, protegida por el afecto de aquel hombre mayor, de aquel casi padre que estaba a mi lado.
Hacia la mitad de junio, Annalisa y la señora Giulia se fueron una semana a la playa. La escuela había terminado.
El día de su partida, Franco me llevó a cenar a casa de un amigo suyo. Era un profesor de filosofía y quería que hablara con él para aclararme las ideas sobre el futuro. Me pareció una atención hacia mí.
Tenía la tarde libre, así que me preparé con calma. Me di una larga ducha fría y luego elegí con cuidado un vestido. Todavía no me había puesto la ropa interior de París y me pareció la mejor ocasión para hacerlo.
Antes de salir, Franco me invitó a un aperitivo en la terraza. El aire era tibio, cargado de los perfumes que anunciaban con antelación el verano. Sobre nuestras cabezas pasaban como flechas, cruzándose en el aire, decenas y decenas de pájaros-avión.
«Ya verás», me dijo, «Aldo es un tipo increíble. Te gustará. Nos conocemos desde niños».
Media hora después estábamos en casa de su amigo. También vivía en un ático, pero sin terraza.
La primera cosa que me impresionó fue su fealdad. Bajo, gordo y calvo, tenía aún en la cara los signos de un acné juvenil. Parecía uno de esos sapos que en invierno se adormilan bajo las piedras. Pero era simpático. Me estrechó la mano con calor diciendo: «¡Así que ésta es la famosa Rosa!», y luego siguió hablando con la velocidad de una ametralladora. «¿Con qué vino empezamos? ¿Con el blanco, con el tinto o quizá con un Aperol o un Campan? ¿Preferís que nos sentemos ya a la mesa o nos relajamos un poco en el salón?».
«Ésta es la noche de Rosa», dijo Franco. «Que decida ella».
Intenté protestar débilmente: «No es mi fiesta».
Aldo se echó a reír. Su risa era igual que su modo de hablar.
«En cierto sentido, sí. ¿No es una fiesta dejar el mundo de la adolescencia para hacerse mayor?».
«Dentro de unos meses serás una novata de filosofía», precisó Franco, «y todo cambiará».
«Entonces, vino blanco», dije y ya estábamos brindando.
«¡Por tus estudios!» dijeron, alzando las copas. «¡Por tu vida!».
Poco después nos sentamos a la mesa.
Aldo no estaba casado. La cena la había preparado la asistenta el día antes y él había comprado algo en la freiduría.
«Lamento ser un cocinero tan malo», dijo.
«No tiene ninguna importancia», respondí yo, como si fuese una vieja amiga. «Lo importante es estar juntos».
El vino me había soltado la lengua. No me acuerdo de qué habíamos empezado a hablar, pero recuerdo una sensación precisa. Me sentía brillante, segura de mí misma. ¿Qué había sido de la Rosa que había vivido hasta entonces? ¿La Rosa insegura, opaca? ¿La Rosa con su invisible mochila de piedras sobre los hombros? Era como si una varita mágica hubiese borrado los dieciocho años precedentes.
Aquella noche, Rosa era una mujer joven, fascinante, capaz de entretener a dos hombres mayores que ella, y más inteligentes, sin aburrirlos en ningún momento. Rosa era una mina desconocida incluso para sí misma. Bastaba excavar un poco para encontrar un tesoro escondido.
Hacia el final de la cena Aldo me preguntó: «¿Qué estarías dispuesta a hacer por conseguir un buen dinerito?».
Me eché a reír. «Depende de cuánto».
«Digamos mil millones».
«Por mil millones haría cualquier cosa».
«¿Incluso matar?».
Me quedé callada. Vi a mi tía, frente a mí, que me golpeaba con el atizador. En el fondo, matar también podía ser una forma de placer. ¿Qué daño le haría al mundo que alguien como mi tía desapareciera? Hasta mi tío se alegraría.
«Sí, incluso matar».
En aquel momento sonó el teléfono, pero Aldo no fue a descolgarlo.
Ahora me interrogaba Franco.
«¿Y qué no harías por ninguna cantidad?».
Para ganar tiempo me limpié la boca con la servilleta, me bebí todo el vino del vaso, me volví a pasar la servilleta por los labios y luego dije: «No renunciaría a mis ideas. Las ideas no tienen precio».
Franco y Aldo insistieron en quitar la mesa sin mi ayuda. «Si no, ¿qué fiesta en tu honor sería ésta?», dijeron. «Mientras, relájate un poco en el salón».
Me dejé caer como un peso muerto en el diván. Las piernas apenas me sostenían. Oía las voces de mis amigos en la cocina. Estaban alegres, reían.
Sobre mí, en cambio, había caído una terrible tristeza. Me había venido a la cabeza el papagayo que vivía en el bar del pueblo de mis tíos. Era verde y estaba sobre un caballete, junto al televisor. Los borrachos eran su compañía habitual. Cuantas más preguntas le hacían, más fuerte gritaba. Todos se reían con sus ocurrencias y él, de alegría, batía las alas. Luego, cuando el bar cerraba, metía la cabeza bajo el ala y, completamente solo y trasquilado, se adormilaba a la luz del tubo de neón.
¿Qué tristeza era aquella tristeza? ¿La tristeza de la granja? ¿La tristeza del colegio? ¿La tristeza de la madre que ya no estaba en ningún sitio? ¿Era verdad que había desaparecido o existía todavía en algún sitio? Los ojos se me humedecían peligrosamente. Dejé caer la cabeza hacia atrás, como cuando te echas colirio, y me sorprendí al verme reflejada en el techo.
El techo era un espejo.
«¿Para qué sirve?», pregunté cuando volvieron.
«¡Para ver mejor el polvo!», respondió Franco.
Aldo reía. «No le hagas caso. El espejo me sirve para controlar que la gente no me robe las cosas. Tengo aquí muchos libros de valor y también objetos de pequeñas dimensiones. Cuando hay algo bello, a todos les atrae…».
Mientras hablaba, había cogido papel de fumar y había empezado a mezclar una cosa oscura con el tabaco sobre un gran libro ilustrado. Franco se sentó a mi lado, apoyando el brazo alrededor de mi cuello. Llevaba unos pantalones ligeros, su muslo se adhería perfectamente al mío.
«Una fiesta estupenda, ¿eh?».
«Magnífica», respondí, pero ya sólo tenía en la cabeza al papagayo. Él, por lo menos, se quedaba solo en cierto momento. ¿Qué había sido de la Rosa de hacía un instante? No conseguía encontrarla. Ahora sólo quedaba la Rosa que tenía ganas de llorar.
Cuando me pasaron el cigarrillo aspiré con avidez. Aldo se sentó a mi lado, en la otra parte. La cabeza empezó a darme vueltas vertiginosamente. Ya no querían salir las lágrimas, sino el vómito. Sentía cómo la cena se balanceaba entre el estómago y la garganta como si fuese una barquilla con mar gruesa.
¿De quién era aquella mano húmeda y blanda? ¿De quién era aquella voz? Parecía venir de muy lejos. ¿Qué decía? ¿Por qué sacaban a relucir a mi madre? Abrí la mano y me encontré un billete en la palma. Lo agarré fuerte como si fuera un picaporte al que agarrarme. ¿Estaba sentada o tendida? No estaba en condiciones de decirlo. Algo pesado me aplastaba, quería apartarlo pero no tenía fuerza en los brazos. Así que hice lo que se hace cuando se encuentra un oso. Me hice la muerta.
No hacía mucho, con Annalisa, había visto un documental sobre el adiestramiento de perros. Al principio, los perros corrían felices y desobedientes. Al final del curso, no les quedaba ninguna alegría, sólo vivían para responder a las órdenes. «¡Levántate! ¡Siéntate! ¡Túmbate! ¡Cógelo con la boca! ¡Déjalo! ¡Ahí! ¡Gira!». La voz del instructor era fuerte. Si la voz no bastaba, usaba el silbato. Si también el silbato era inútil, pasaba a la descarga eléctrica. Había un electrodo en el collar y el animal se revolvía, gritando de dolor.