I

En el fondo sólo quedaba la Navidad del año pasado, las últimas vacaciones que pasé en casa de mis tíos. Hacía frío y el pueblo se hundía en la niebla. La vida allí era aburrida como siempre, nadie llamaba por teléfono, nadie venía a buscarme. Mi tío se dormía frente a los ballets de la televisión, mi tía hacía grandes colchas de croché. En la penumbra el árbol de plástico parpadeaba como un semáforo roto.

Incluso a mediodía la niebla envolvía la casa como un sudario. Cada media hora me acercaba a la ventana para ver si salía el sol. Nunca se veía nada. De noche soñaba que tenía brazos larguísimos, tan largos que llegaban hasta el cielo. Llegaban al cielo y cogían las nubes, las apartaban una tras otra como si fueran las cortinas del cine. ¿Hay sol o no?, me preguntaba con rabia. Lo encontraba por fin, su rayo luminoso me golpeaba en mitad de la frente. Sólo me golpeaba a mí y a nadie más, porque lo había buscado yo, lo había sacado de su madriguera con mis brazos desmesurados, con mi voluntad.

En fin de año fui a la leñera y me emborraché. De fuera llegaba, intermitente, el ruido de los coches. Todos corrían en la niebla. ¿Adónde iban? Quizá, de tristeza, a matarse antes del banquete. La leña olía a moho, y brillaba, mojada como la de un galeón hundido. Estoy en el vientre de la ballena, pensaba, mientras todo me daba vueltas. Me ha tragado y no puedo liberarme. Estoy prisionera en lo más hondo de un castillo, o quizá ya estoy en el más allá y ésta es mi tumba. Se pudre la leña y se pudren ya mis huesos. Si ésta es la tumba, ¿dónde está la ultratumba? En algún momento se tendría que abrir una rendija, por algún sitio entraría la Luz. O se desatarían las llamas.

¿Debía creer? ¿Volver a caer en la trampa y creer de nuevo?

En algún sitio debía estar mi madre. Quizá ya estaba en el infierno, y por eso yo no podía verla. O quizá no había nada, nada de nada. Después de un año sólo había gusanos y después de dos, polvo.

«Reza un poco por mamá y por las almas del purgatorio», me decían cada tarde las monjas, cuando estaba en el colegio. Yo obedecía, con las manos juntas y los ojos hacia lo alto. Esperaba que, de un momento a otro, apareciera mamá, una ráfaga de luz y viento. La reconocería por el calor, por el pequeño tornado de tibieza que surgiría del estómago. El amor, me diría, la ha hecho volver del mundo de los muertos.

Rezaba y rezaba, pero lo único que continuaba encendiéndose y apagándose era una bombilla defectuosa.

¿Existía de verdad el amor? ¿Y en qué forma se manifestaba?

Cuanto más pasaba el tiempo, menos lo entendía. Era una palabra, una palabra como mesa, ventana, lámpara. ¿O era otra cosa? ¿Y cuántos tipos de amor existían?

De pequeña había creído en él, como se cree en la existencia de los duendes. Pero un día miré en las hendiduras de los troncos, bajo el sombrerillo de las setas. No había duendes ni hadas, sólo musgo, líquenes, un poco de mantillo y algún insecto.

En lugar de besarse, los insectos se devoraban entre sí.

Mi madre murió cuando yo no había cumplido los ocho años. Un accidente de coche mientras yo estaba en el colegio. Recuerdo bien aquel día. La maestra me llevó al despacho de la directora. Una tenía un brazo en mi hombro, otra movía los labios: «Ha sucedido algo terrible…».

Yo me quedé quieta, sin llorar. Quién sabe si en alguna parte volveré a encontrar su perfume, pensé.

¿Por qué los rostros desaparecen con el tiempo y los olores no? ¿Cómo era su perfume, qué contenía? Seguro que agua de colonia barata, mezclada con el olor de su piel y el de jabón y talco. Mi madre siempre estaba lavándose.

En mis primeros siete años siempre estuvimos juntas. Vivíamos en un pequeño apartamento. Era alegre, vistosa, de buen color. Se iba al trabajo después de haberme acostado y, al despertar, volvía a encontrarla de pie junto a la cama. Se me echaba encima, riendo: «Se aproxima una lluvia de besos…».

Así era y así, pensaba yo, sería siempre.

Aún no sabía que nuestros nombres no estaban esculpidos en piedra, sino sólo trazados sobre una pizarra. De vez en cuando, alguien pasaba el borrador y una salía de la lista. ¿Lo pasaba con voluntad precisa? ¿Lo pasaba por distracción? ¿Era precisamente aquél el nombre que quería borrar, o quizá era el de arriba, o el de abajo?

Sobre la puerta de la cocina habíamos colgado una estampa de Jesús. Siempre había, debajo, una lucecita encendida. Aunque no quemaba, se movía como una llama. Jesús tenía el corazón en la mano, pero no me impresionaba, porque, en vez de descomponerse y gritar de dolor, estaba bien peinado, con las mejillas sonrosadas y sonreía sin ningún temor. «¿Quién es ese señor?», pregunté la primera vez que lo vi. «Es un amigo», respondió mamá, «un amigo que te quiere». «¿A ti también te quiere?». «Claro. Quiere a todos».

El olor de aquel día, el día de la muerte, para mí es desde entonces el del pan recién hecho. De la silla de la directora colgaba la bolsa de una panadería. De allí salía el perfume e invadía toda la habitación.

En el alféizar de la ventana una batata agonizaba en un vaso de agua sucia.

La «cosa terrible» era la muerte.

«Quiero ir donde está», dije.

«Lo siento. Ya no es posible».

En los días siguientes se superpusieron un número casi infinito de olores. El olor del hospital, un olor que no había conocido hasta entonces, pero feo, el olor de la tierra removida y de las flores que han envejecido, el olor de sus amigas, la Pina, la Giulia y la Cinzia, que me habían abrazado tantas veces, el olor de la sotana del viejo cura que tenía prisa y hablaba rápido, el olor de un bocadillo de mortadela que alguno se estaba comiendo cerca, el olor a pino del aparador que teníamos en la cocina.

Ahora era ella la que estaba encerrada en aquel aparador largo y estrecho.

Sus amigas lloraban y se sonaban la nariz. La señora que me había acompañado me cogía fuerte como si temiera que volara al cielo.

«¿Yo también tengo que llorar?», le pregunté. Movió la cabeza adelante y atrás, como diciendo «Sí». Me esforcé en llorar, pero con poco éxito. Tenía un único pensamiento en la cabeza. ¿Adónde va una persona cuando ya no está en ninguna parte?

Al día siguiente empecé a pedirle a Jesús que me dejara ciega. En el colegio me habían contado que había curado a muchos ciegos, escupiendo sobre sus párpados. Si había hecho eso, pensaba, también podría hacer lo contrario. Dicen que también ciertos animales son capaces de hacerlo: te escupen un líquido en los ojos y te hundes en el mundo de las sombras.

Esto era lo que yo quería con todas mis fuerzas. Llegar al mundo donde no hay nada, ni casas ni calles ni coches ni caras ni mañanas ni tardes. Sólo la noche. Una noche en alta mar, con el cielo cubierto, sin estrellas ni lunas ni faros en el horizonte.

Por lo general los ciegos saben dónde ir con el tacto. Yo hubiera sido una ciega distinta: me habría movido por el olfato. Sentiría el olor del semáforo rojo y el del verde, el olor de la lluvia y ese olor, más intenso, que precede a la nieve. Hubiera sentido el olor de las personas antipáticas y el de las simpáticas, el olor de aquellas de las que podía fiarme y el de esas a las que había que morder antes de que se acercaran demasiado.

Le había pedido a Jesús que me llevara a la sombra porque estaba convencida de que allí se escondía mi madre. Dando vueltas por las tinieblas, arriba y abajo, antes o después olfatearía un rastro, y el rastro me llevaría hasta ella, a la turbulencia tempestuosa de sus besos.

Olor a desinfectante, olor a menestra de verduras, a cebolla, a puerro, olor a cerrado, a polvo, a faldas sucias, olor a pipí en la cama y a jabón barato, olor a humedad, olor a incienso. En el mapa de estos olores, no reconocía ni uno mío.

En el colegio había una monja que siempre me cogía del brazo. Quería consolarme, pero me daba miedo.

¿Tenía que acostumbrarme a aquel nuevo olor de mi vida?

Todavía no estaba ciega, pero había aprendido a hacer un juego con los ojos. Cuando alguien se me ponía delante, imaginaba ser un caracol: proyectaba hacia adelante y hacia atrás los ojos hasta que todo se volvía opaco.

Sólo por la tarde me ponía contenta, cuando todas estábamos en pijama junto a la cama y la monja decía: «Juntemos las manitas y recemos a Jesús».

Jesús me había seguido de una vida a la otra y, puesto que era mi amigo y me quería, era algo bueno. Así, con las manos juntas, repetía dentro de mí: «Por favor, ya que me quieres y quieres a mamá, haz que vuelva conmigo para siempre».

Pero el Jesús del dormitorio era distinto del de la cocina. En vez de sonreír con el corazón en la mano, estaba clavado en una cruz, sucio, casi desnudo y con los ojos cerrados. Allí estaba, con su dolor, y no miraba a nadie.

Entretanto buscaban a mis parientes. Nunca había habido un padre. Mamá no tenía hermanos ni hermanas. Sus padres habían muerto hacía tiempo.

«Qué suerte», me dijo un día la de la cama de al lado, «al final te adoptarán».

Así, con el paso de las semanas, también aquél se había convertido en mi sueño. No quería otra mamá, pero me gustaría tener por fin un papá y una casa con una habitación sólo para mí, con mis juguetes y mis olores.

Un día llegó una asistente social. Tenía las mejillas rojas y un abrigo verde botella muy gastado. «Tienes suerte», exclamó con alegría. «Hoy hacemos las maletas y mañana te vas a casa de tus tíos. El tío Luciano es el hermano de tu abuelo. Está casado, pero no tiene hijos. Pasarás con ellos las vacaciones de Navidad y el verano. ¿Estás contenta?».

No dije ni sí ni no. Me quedé quieta, con los ojos de caracol que se proyectaban adelante y atrás.

A la mañana siguiente llegó mi tío a recogerme. Sus zapatos crujían mientras atravesaba el gran pórtico. En vez de darme un beso me tendió la mano: «Encantado. Soy Luciano».

Su coche tenía los asientos de plástico rojo, muy limpios. Atrás había dos cojines de punto llenos de encajes y bordados. En cada curva oscilaban como medusas gigantes. Guardábamos silencio.

«Ahora conocerás a tu tía Elide», me dijo poco antes de llegar a la granja.

Mi tía parecía esculpida en madera. Mejillas rojas y duras y una nariz muy grande. Me dio dos besos como mordiscos, diciendo: «Bienvenida».

Por la tarde la ayudé a limpiar el pollo. Al día siguiente preparamos los bizcochos para Navidad. Hablaba poco. «Pásame eso, coge aquello».

Yo tenía un cuarto en el piso de arriba, con una cama grande y fría. Había una mesa, un armario y el suelo de baldosas. Desde la ventana se veía el escaléxtric de la carretera comarcal. Vuom, vuom, hacían los coches; grrrrn, los camiones.

A menudo había niebla. En esos días los grandes Tir parecían mamuts. Emergían de la nada, como fantasmas, y por la nada volvían a ser tragados.

Aquella Navidad, bajo el árbol de plástico con las luces parpadeantes, encontré un paquete. Y, dentro del paquete, una caja. Dentro de la caja, una camisa blanca.

«¿Te gusta?», preguntó la tía Elide.

«Sí», respondí.

En realidad, la camisa blanca no me importaba en absoluto. Lo único que me hubiera gustado de verdad era un osito con quien compartir la cama. Mi osito de siempre había terminado en el mundo de la sombra, con todo lo demás.

Aquella Navidad recibí una camisa blanca, y he recibido una camisa blanca casi todas las Navidades siguientes. Una camisa cada vez más cerrada, cada vez más casta.