Un tópico bastante extendido suele afirmar que el género literario que más conviene a la fantasía es el relato en prosa, a pesar de que en el folklore de casi todos los pueblos se pueden rastrear elementos terroríficos o sobrenaturales bajo formas preferentemente métricas, desde baladas, crónicas y leyendas hasta textos mitológicos o sagrados. Tal aserto parece obviar además, no sólo a Shakespeare y el drama isabelino, o a la llamada poesía funeraria, notorio motivo de inspiración de la novela gótica, sino también a los románticos alemanes e ingleses (Bürger, Goethe, Coleridge, Wordsworth, Shelley o Keats) y, por supuesto, al gran Poe, por no mencionar a Lovecraft o Walter de la Mare, que, como aquel, simultanearon con éxito ambas formas de escritura.
Tan poeta como ellos, aunque no llegara a publicar más que un libro juvenil de versos (Eleusinia, 1883), Arthur Machen (1863-1947), al igual que su contemporáneo Lord Dunsany, fue un obstinado soñador que supo traspasar la incierta frontera que separa la poesía de la prosa en el dominio de la fantasía, creando una de las obras líricas más exquisitas que ha dado hasta la fecha el llamado género de terror. Nacido en la ciudad galesa de Cærleon-on-Usk —la antigua Isca Silurum de las legiones romanas, en la que la nostalgia de los britanos perseguidos por los sajones situó el punto de partida de la mítica búsqueda del Grial emprendida por los caballeros del rey Arturo—, su pasado celta, alimentado de primitivas creencias mágicas, fiie un poderoso motor que impulsó su obra, en la que resuenan ecos de aquellos tiempos idílicos. Siempre tendría presente esta fabulosa herencia, del mismo modo que jamás podría olvidar el haber nacido en el siglo en que el romanticismo alcanzó su mayoría de edad.
Al no poder adaptarse a Londres (como su admirado De Quincey), donde probó diversas ocupaciones (tutor, traductor, corrector de imprenta, catalogador de libros raros, actor de teatro y sobre todo periodista, oficio que siempre odió, pese a practicarlo durante casi treinta años por razones estrictamente alimenticias), este espíritu libre de los bosques trasplantado al asfalto de la metrópoli se convirtió a la fuerza en un desplazado «escribiente de la City», que buscó refugio en el prohibido mundo mágico de sus intemporales recuerdos infantiles relacionados con los misterios paganos de su tierra natal y trasladó al papel sus arrebatados y melancólicos sueños con esa rara intensidad y soledad propias de la poesía. Con un lenguaje riguroso y trabajado, a veces verdaderamente encantatorio a pesar de su extrema sencillez, la sensual prosa rítmica de Machen entonó una original nota disonante: la belleza y el horror suenan al unísono, unidos inextricablemente a un acceso de pasión.
Sus relatos, sean o no fantásticos, exploran a fondo una región espiritual, casi mística, poblada de zonas oscuras. Sus escenarios parecen elegidos por un pintor romántico: una cueva en algún cerro pelado barrido por el viento, algún paraje escondido en lo más profundo de un gran bosque que oculta una figura al acecho con pezuñas de cabra, colinas no tan desiertas como aparentan a simple vista… Como buen romántico, siempre supo que los sentidos pueden equivocarse, que «tal vez no sean, a fin de cuentas, los límites eternos e impenetrables de cualquier conocimiento, las barreras imperecederas que ningún ser humano ha franqueado jamás». De manera que se empecinó en buscar la verdad interior de las cosas, la auténtica realidad que se esconde bajo las apariencias externas, sondeando con denuedo, a través de su escritura imaginativa, los enigmas que se ocultan más allá de la existencia y fuera del tiempo. A diferencia de Le Fanu o M. R. James, victoriano tardío como él (ambos comparten el característico aroma fin-de-siècle), Machen no escribió sobre fantasmas, sino más bien sobre fuerzas elementales, maleficios que sobreviven, o poderes malignos invocados por el folklore y los cuentos de hadas.
Tenía la clase de imaginación que sabe percibir como nadie las maravillas que existen en las cosas corrientes y escapan a la atención de la mayoría de la gente, y la capacidad para vislumbrar en las cosas más insignificantes algo que a los demás les suele pasar inadvertido. Y esa ominosa presunción la supo transmitir al lector, enfrentándolo al gran arcano de la emergencia de una conciencia maligna, intemporal, arquetípica, a la que los antiguos aludían veladamente en sus símbolos, mitos y libros sagrados, y eran capaces de evocar, asumir y utilizar mediante ritos y ceremoniales secretos. Para su ojo visionario nuestro mundo no es más que la envoltura externa de una realidad distinta que tal vez nos sea desvelada algún día. Si puede hablarse de una «existencia real», a él no le cabe la menor duda de que «no será, ni mucho menos, como nosotros la concebimos». Nada es lo que parece, sino que por debajo de los hechos corrientes y los objetos más comunes subyace un secreto oculto que constituye la clave del gran enigma de la existencia humana. Como descubre el oficinista de Un fragmento de vida, trasunto del propio autor, «el hombre es un misterio y está hecho para los misterios y visiones, para sentir en su conciencia una felicidad inefable, para vivir un gozo inmenso que transmuta su mundo interior».
Toda la obra de Machen es una demostración palmaria de la dualidad de la percepción y una continua vindicación de esa percepción exaltada que busca lo real bajo la superficie de las cosas. En toda ella campea el miedo, el gran conjurador cuyas pantomimas suelen terminar en muerte o algo todavía más horrible, evocado a través de llamativas sugerencias y sutiles indirectas. En lugar de utilizar la consabida parafernalia gótica, prefiere asustarnos creando una atmósfera adecuada en la que se traspasan cabalmente los límites de lo prohibido, con las espantosas consecuencias que eso implica. No hay más que ver lo que le ocurre al estudiante de derecho de El polvo blanco al ingerir accidentalmente una droga utilizada antaño por las brujas en las ceremonias del aquelarre. Es el tremendo castigo que invariablemente exige la transgresión de las leyes morales. Pues la liberación de los instintos devuelve al hombre a su relación primigenia con la bestia y destruye su alma. Atormentados por el mal causado, los personajes de Machen acaban aniquilados inexorablemente por su propia culpa. Véase si no la gran mutación sufrida por la joven Helen, en el que tal vez sea su mejor relato (esa es al menos la opinión de Lovccraft) El gran dios Pan, al convertirse en una seductora y pérfida mujer que acarrea una epidemia de lujuria y suicidios en el Londres Victoriano, para acabar transformándose «de mujer en hombre, de hombre en bestia, y de bestia en algo todavía peor». O en El gran retorno, los cambios experimentados por los marineros y en general los asistentes a la iglesia de Llantrisant, «rebosantes de un júbilo literalmente inefable».
Machen cree a pies juntillas en la existencia del Mal, con mayúscula, no como ausencia del Bien, sino como apropiado antagonista de este. Esta poderosa presencia, representada por fuerzas elementales y malignas que destruyen al hombre moderno, constituye una de las peculiaridades de su obra. El miedo de los humanos está justificado en la medida en que a través de él se vislumbra una amenaza genuina, como puede ser la existencia anterior de un linaje subalterno y oculto que persiste en secreto, inalterado c inalterable: esas razas nocturnas y furtivas que encarnan el pecado y lo difunden. Como los hermosos y juguetones seres que se le aparecen en el bosque a la protagonista de El pueblo blanco, «probablemente el mejor relato sobrenatural del siglo, tal vez de la literatura» (en palabras de E. E Bleiler), y la inician en su extraño ritual rimado. O la malévola «gente pequeña» que hace acto de presencia tanto en El sello negro como en La pirámide resplandeciente y en De las profundidades de la tierra, esa enigmática y horrible raza precéltica, negra y achaparrada, forzada a vivir en las entrañas de la tierra, donde todavía practica sus infames ritos sacrificiales.
Dejando aparte su valiosa trilogía autobiográfica —Far Off Things (1922) Things Near & Far (1923) y The London Adventure or the Art of Wandering (1924)— y algún que otro texto misceláneo como The Anatomy of Tobacco (1884) o Hieroglyphics (1902), Machen es sobre todo conocido por sus numerosos relatos, alguno de ellos de considerable extensión, que generalmente han sido considerados como de «horror cósmico». La presente antología recoge lo más granado y significativo de esta ingente obra fantástica que tanto influyó en Lovecraft. En total son catorce relatos (varios de ellos inéditos en castellano): El gran dios Pan y La luz interior, publicados conjuntamente en 1894; El sello negro y El polvo blanco, extraídos de su novela «a lo Stevenson» Los tres impostores, publicada en 1895; El pueblo blanco (escrito en 1899) y Un chico listo, publicados en 1906 en la histórica recopilación The House of Souls (que también incluye los cuatro anteriores, además de Un fragmento de vida y The Red Hand); Los arqueros (escrito en 1914, casi por encargo, para alentar a las tropas británicas que combatían en suelo francés[*]) y El gran retorno, publicados por separado en 1915; La pirámide resplandeciente, publicado en 1923; Los niños felices y De las profundidades de la Tierra, publicados junto al anterior en 1925; y finalmente La habitación acogedora (escrito en 1929), N y Los niños de la charca, publicados en un solo volumen en 1936.
Los textos utilizados para esta traducción proceden de las antologías Tales of Horror and the Supematural (John Baker, Londres, 1949), y Holy Terrors (Penguin, Londres, 1946).
J. A. MOLINA FOIX