LA HABITACIÓN ACOGEDORA

I

Y descubrió con asombro que acudía al lugar señalado con una profunda sensación de alivio. Es verdad que la ventana que había en la pared estaba un poco alta, y que, en caso de incendio, sería difícil, por varios motivos, salir por ella; tenía barrotes como las ventanas de los sótanos que de vez en cuando se ven en las casas de Londres. Pero por lo demás era una habitación sumamente confortable. Las paredes estaban revestidas de alegre papel floreado, había un estante para libros (por unos instantes se sintió asqueado), una mesita debajo de la ventana con un tablero de damas, dos o tres cuadros buenos, de tema religioso y profano, y el hombre que se ocupaba de él estaba colocando el servicio de té en la mesa que había en el centro de la habitación. Y junto al fuego había una linda silla de mimbre. Era una habitación verdaderamente agradable; acogedora, dirían ustedes. Y, de cualquier manera, gracias a Dios todo había terminado.

II

Durante los últimos tres meses, hasta hace una hora, el tiempo había sido horrible. En primer lugar, hubo un problema; todo fue cuestión de un minuto y no pudo evitarse, aunque fue una lástima, y la chica no se lo merecía. Fue entonces cuando él abandonó la ciudad. Al principio sólo pensó en ocuparse de sus cosas y olvidarse del asunto; no creía que nadie le hubiese visto siguiendo a Joe hasta el río. ¿Por qué no iba a haraganear como de costumbre, sin decir nada, ni a entrar al Ringland Arms para tomarse una pinta de cerveza? Podían pasar varios días antes de que encontrasen el cadáver bajo los alisos; y habría una investigación, y todo eso. Lo mejor sería aguantar hasta el final, y morderse la lengua si la policía venía a hacer preguntas. Pero entonces, ¿cómo podría justificarse y dar cuenta de lo que hizo aquella tarde? Podía decir que fue a dar un paseo a Bleadon Woods y regresó a casa sin encontrarse con nadie. Que él recordase, no había nadie que pudiera contradecirle.

Y ahora, sentado en la cómoda silla junto al fuego, en la acogedora habitación con su alegre empapelado —tan diferente de las historias que se cuentan de tales lugares—, le complació haber aguantado hasta el final y haberse mantenido firme, permitiendo que lo encontraran y averiguasen lo que pudieran. Pero entonces se había asustado. Mucha gente le había oído jurar que se cargaría a Joe si no dejaba a la chica en paz. Y le había enseñado su revólver a Dick Haddon, «Bogavante» Carey, Finniman y otros, y ellos probarían la bala en el revólver y se acabaría todo. Le entró pánico y se estremeció, pues sabía que no podría quedarse en Ledham ni una hora más.

III

Su casera, la señora Evans, pasaba la tarde con su hija casada en el otro extremo de la ciudad y no regresaría hasta las once. Se afeitó la incipiente barba negra y el bigote, y salió furtivamente de la ciudad en plena oscuridad y caminó toda la noche por una solitaria carretera vecinal, hasta llegar por la mañana a Darnley, a unas veinte millas de distancia, justo a tiempo para coger la desviación a Londres. Había una gran muchedumbre de gente pero, que él recordase, nadie le conocía. Los vagones iban atestados de habitantes de Darnley y tejedores de Lockwood, todos muy animados, y nadie hizo caso de él. Todos bajaron en Kings Cross, y él se paseó con los demás, volviendo la cabeza de vez en cuando como hacían ellos, y se tomó un vaso de cerveza en un bar muy concurrido. No se imaginaba cómo iban a enterarse de adónde había ido.

IV

Tomó una habitación interior en una travesía tranquila de la Caledonian Road, y esperó. Esa tarde había algo en el periódico vespertino, algo que no se entendía muy bien. Al día siguiente encontraron el cadáver de Joe y llegaron a la conclusión de que se trataba de un homicidio… el médico dijo que no podía haberse suicidado. Entonces salió a colación su propio nombre y, al saberse que había desaparecido, le pedían que se presentara. Después leyó que creían que se había ido a Londres, y el miedo empezó a angustiarle. Se le puso la carne de gallina. Algo le subió a la garganta y le asfixiaba. Mientras sujetaba el periódico, las manos le temblaban y la cabeza le daba vueltas. Le asustaba volver a su casa, ya que sabía que no podría quedarse tranquilo; la patearía de arriba abajo, como una bestia salvaje, y la casera se extrañaría. También le asustaba estar en la calle, por miedo a que algún policía lo siguiera y le echase una mano al hombro. A la vuelta de la esquina había una especie de plazoleta en uno de cuyos bancos se sentó, ocultándose el rostro detrás del periódico, mientras los niños vociferaban, daban alaridos y jugaban a su alrededor en los senderos asfaltados. No le hacían caso y sin embargo eran una especie de compañía; no era lo mismo que estar solo en aquella pequeña habitación tranquila. Pero pronto oscureció y el hombre vino a cerrar la verja.

V

Y tras aquella noche, siguieron angustiosos días y noches de terror, como nunca hubiese imaginado que nadie pudiera padecer. Se había llevado dinero suficiente para mantenerse durante algún tiempo, pero cada vez que cambiaba un billete temblaba de miedo, preguntándose si le localizarían. ¿Qué podía hacer? ¿Adónde podía ir? ¿Podría salir del país? Se necesitaban pasaporte y toda clase de papeles; nunca podría obtenerlos. Leyó que la policía tenía una pista para el Misterioso Asesinato de Ledham; y se fue temblando a su alojamiento y se encerró con llave, lamentándose de su congoja, y luego se encontró soltando palabras y frases al azar, sin sentido ni relevancia, una serie de palabras farfulladas: «de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo… sí, sí, sí, sí… vaya, vaya, vaya… bien, bien, bien, bien…», sólo porque debía decir algo, porque no podía soportar el permanecer callado, por esa congoja que le atormentaba, ese terror que gravitaba opresivamente sobre su pecho. Después, nada sucedió; y una débil, temblorosa esperanza palpitó en su pecho durante un rato, y por espado de uno o dos días sintió que, después de todo, aún disponía de una oportunidad.

Una noche estaba tan contento que se aventuró a entrar en la pequeña taberna que había en la esquina, y se bebió con fruición una botella de cerveza negra añeja, y empezó a pensar de nuevo en lo que podría ser la vida si desapareciese su pavor milagrosamente (reconocía, incluso entonces, que se trataría de un milagro), y una vez más fuera como los demás, sin nada que temer. Estaba saboreando la cerveza negra, bastante animado ya, cuando captó en la barra una frase casual: «le buscan no muy lejos de aquí, eso dicen». Dejó el vaso de cerveza medio lleno y se fue, preguntándose si tendría el coraje de matarse esa misma noche. En realidad los hombres del bar hablaban de un reciente y sensacional ladrón; pero cada una de esas palabras era una condena para este desgraciado. Y de vez en cuando refrenaba sus miedos, sus refunfuños y farfullas, y se asombraba de que el corazón de un hombre pudiera sufrir semejante angustia enconada, semejante suplicio desgarrador. Era como si él solo entre todos los seres vivos hubiese descubierto un mundo nuevo con el que nunca había soñado nadie, en el que nadie podía creer, aunque le contaran su historia. A lo largo de su vida había padecido de vez en cuando tales pesadillas, como la mayoría de la gente. Eran terribles; tanto que recordaba dos o tres en concreto que le habían oprimido unos años antes, aunque eran una pura delicia comparadas con las que ahora soportaba. Más que soportarlas, le torturaban por dentro como un gusano retorciéndose entre brasas ardientes.

Salió a la calle, algo ruidosa, aburrida y vacía, y en su confusión producto del pánico se dio cuenta de que tendría que decidirse. Lo estaban buscando en aquella parte de Londres; había un peligro mortal en cada paso que daba. En las calles, donde la gente iba de un lado a otro, riendo y charlando, estaría más seguro; podría pasear con los demás y parecer que era uno de ellos, y así era menos probable que le prestaran atención los que le seguían la pista. Mas, por otra parte, las grandes farolas eléctricas hacían que estas calles estuviesen tan iluminadas como durante el día, pudiendo verse claramente todos los rasgos de los transeúntes. Es cierto que ahora iba bien afeitado, mientras que las fotos de él que salieron en los periódicos mostraban un hombre barbudo, e incluso a él le resultaba extraño el reflejo de su propio rostro en el espejo. Sin embargo existían ojos perspicaces que podían descubrir tales disfraces. Y podrían traer a alguien de Ledham que le conociera bien, y supiese por dónde solía andar; de modo que podían cogerlo y llevárselo a rastras en cualquier momento. No se atrevía a pasear bajo el claro resplandor de las farolas. Estaría seguro en los oscuros y silenciosos callejones más apartados.

Cuando iba a desviarse, para coger una cercana calle muy tranquila, vaciló. Esa calle, desde luego, era bastante tranquila después de anochecer, y no estaba bien iluminada. Era una calle de casas bajas de dos plantas, de ladrillo gris lleno de mugre, en cada una de las cuales vivían tres o cuatro familias. Los hombres volvían fatigados después de un duro día de trabajo, y en seguida echaban las persianas; salían muy poco y se acostaban temprano. En esta calle, y en otras que salían de ella, era raro escuchar pisadas, y había pocas farolas, y peor iluminadas, que en el resto de vías públicas. Y sin embargo, el mismo hecho de que hubiera tan poca gente hacía que todo fuera más evidente y llamativo. Pues la policía recorría despacio tanto las calles oscuras como las iluminadas, y si había poca gente en que fijarse, mirarían con más atención a cualquiera que pasara por la acera. En ese mundo, ese espantoso mundo que acababa de descubrir y en el que vivía solo, la oscuridad era más luminosa que la luz del día, y la soledad más peligrosa que una muchedumbre. No se atrevía a encender la luz, tenía miedo de las sombras, y se fue temblando a su habitación y allí se estremeció mientras transcurría la noche hora tras hora. Se estremeció y farfulló para sus adentros ese galimatías infernal: «de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo… estupendo, estupendo… eso es, eso es, eso es, eso es… sí, sí, sí… muy bien, muy bien… de acuerdo… alguien, alguien, alguien, alguien», murmurado en voz baja para no aullar como una bestia salvaje.

VI

Había en él algo de la actitud de una bestia salvaje que se estrella contra la jaula de su destino. De vez en cuando le parecía increíble. No creía que fuese así. Era algo de lo que despertaría, como se había despertado de aquellas pesadillas que recordó, pues las cosas realmente no suceden de esta manera. No podía creerlo, no lo creía. O bien, si de veras era así, todos esos horrores debían de sucederle a algún otro, de cuyos tormentos él había participado misteriosamente. O es posible que se hubiese metido en un libro, en un cuento que uno lee y se estremece, pero al que ni por un momento da crédito. Debe de ser todo fingido, y probablemente todo saldrá bien de nuevo. Y entonces la verdad se le echaba encima como un pesado martillo, y le superaba, y le oprimía… atizando las brasas ardientes de su angustia.

De vez en cuando trataba de discurrir por sí mismo. Se obligaba a ser sensato, por así decirlo; no ceder, pensar en sus posibilidades. Después de todo, hacía tres semanas que se había ido de excursión en tren a Darnsley, y aún era un hombre libre; y cada día de libertad sus posibilidades aumentaban, cuando lo normal era que disminuyeran. Había muchos casos en los que la policía no cogía a los que perseguía. Encendió su pipa y se puso a examinar tranquilamente la situación. Un buen plan podía ser despedirse de su casera y marcharse a finales de semana, dirigirse al sur de Londres y tratar de conseguir algún tipo de empleo. Eso le ayudaría a despistar a sus perseguidores. Se levantó y miró por la ventana con aire pensativo. Se quedó sin respiración. En el exterior de la pequeña tienda de periódicos de enfrente se anunciaba el periódico de la tarde: Nueva pista en el Misterioso Asesinato de Ledham.

VII

Al fin llegó el momento. Nunca supo con exactitud cómo dieron con él. En realidad, dio la casualidad de que una mujer que le conocía bien se encontraba en la puerta de la estación de Damley la mañana de aquel día de excursión, y le había reconocido, a pesar de llevar la barbilla afeitada. Y además, al final, su casera, al subir las escaleras, le había oído quejarse y farfullar, aunque en voz baja. Se interesó y tuvo curiosidad, y se asustó un poco, preguntándose si su huésped sería peligroso, y naturalmente se lo contó a sus amigas. De modo que la historia llegó a oídos de la policía, que fue a preguntarle la fecha de llegada del huésped. Y ahí estabas tú. Ahí estaba nuestro amigo sin nombre, bebiendo una taza de té bien caliente y zampándose el beicon y los huevos con insólito apetito, en aquella habitación acogedora con su alegre empapelado, o sea la Celda de los Condenados.