EL GRAN RETORNO

1. EL RUMOR DE LO MARAVILLOSO

De vez en cuando aparecen noticias extrañas, perdidas u olvidadas, en los más recónditos rincones de los periódicos. A menudo pienso que el artículo más inteligente que he leído en la prensa apareció en Londres hace unos cuantos años. Procedía de una conocida y muy respetable agencia de noticias, y me imagino que salió en todos los periódicos. Era increíble.

Los detalles necesarios, no digo para la comprensión de ese suelto, pues eso es imposible, sino, digamos, para comprender los sucesos que lo posibilitaron, son los siguientes: Habíamos invadido el Tíbet, con los consiguientes conflictos en la jerarquía de aquel país, y un personaje conocido como el Tashi Lama[1] se había refugiado con nosotros en la India. Fue en peregrinación de un templo budista a otro, y llegó finalmente a una montaña sagrada del budismo, cuyo nombre he olvidado. Esto es lo que decía el diario de la mañana:

Su Santidad el Tashi Lama ascendió entonces a la Montaña y se transfiguró.— REUTER

Nada más. Y desde entonces no he oído ninguna explicación ni comentario alguno acerca de tan asombrosa afirmación.

Según parece, no había nada más que decir. Por lo visto, Reuter creyó haber cumplido con su deber con su escueto comunicado sobre aquel suceso, de modo que todo había terminado. Nadie, que yo sepa, escribió a ningún periódico preguntando qué había querido decir Reuter con eso, o qué es lo que en realidad pretendía el Tashi Lama. Supongo que a nadie le importaba un rábano aquel asunto. Y así, este extraño suceso —si es que existen tales sucesos— fue mostrado al público por de pronto y el espectáculo de linterna mágica sucedió a otros.

Se trata de un ejemplo excepcional de cómo lo maravilloso brilla ante nuestros ojos para eclipsarse después, aunque he conocido otros casos. De vez en cuando, con pocos años de diferencia, aparecen noticias en los periódicos de hechos extraños llamados técnicamente poltergeists. Alguna casa, a menudo una granja aislada, de pronto se ve expuesta a un bombardeo infernal. Grandes piedras se estrellan contra las ventanas, un trueno baja por la chimenea, impulsado por una mano invisible. Platos y tazas saltan del aparador al suelo de la cocina, sin que nadie sepa cómo ni por qué. En el piso de arriba se oye brincar la enorme cama y una o dos viejas cómodas como en un ballet enloquecido. De vez en cuando cosas como esas alborotan a todo un vecindario, y ocasionalmente algún periódico londinense envía a un reportero para que investigue, el cual escribe media columna el lunes, un par de párrafos el martes, y luego regresa a la capital. Nada queda explicado, y el asunto, como a nadie importa, se desvanece. Durante uno o dos días la prensa airea el cotilleo, que en seguida desaparece, como un arroyo australiano, en las entrañas de las tinieblas. Es posible, supongo, que esta singular indiferencia por los sucesos maravillosos no sea del codo inexplicable. Pudiera ser que los sucesos en cuestión fueran, por así decirlo, casuales percances psíquicos, que no tenían por qué ocurrir o manifestarse. Pertenecen a un mundo misterioso, oculto tras un velo, que sólo por alguna extraña fatalidad se descorre momentáneamente. Entonces los vemos, momentáneamente. Pero los personajes a los que Kipling llama Señores de la Vida y de la Muerte procuran que no veamos demasiado. De todos modos, solemos ocuparnos de asuntos de cualquier índole, elevados o superfluos; y en general no soportamos distraernos con lo que realmente no nos concierne. La transfiguración del Lama y las travesuras de los poltergeists no son asunto nuestro evidentemente; la indiferencia nos hace arquear una ceja y pasar de largo… en provecho de la poesía o la estadística.

Como puede advertirse, los reportajes periodísticos a los que he aludido no me merecen demasiado crédito. Que yo sepa, el Lama, a pesar de lo dicho por Reuter, no llegó a transfigurarse, y el poltergeist, pese al difunto Andrew Lang[2], en realidad pudo ser solamente la traviesa Polly, sirvienta de la granja. Y voy más lejos todavía; sé que no tengo motivos para asociar estos casos maravillosos con un suelto fortuito que me llamó la atención el verano pasado y que, a primera vista, no tenía nada decididamente fuera de lo corriente. En realidad, tal vez no lo habría leído, ni lo habría visto, si no hubiese contenido el nombre de un lugar que visité en cierta ocasión y que me conmovió de manera extraña, sin que pudiera comprender por qué. Realmente estoy seguro de que ese suelto en particular merece un sitio aparte, pues aunque el poltergeist fuese auténtico, sólo revelaría las fantasías psíquicas de alguna región que no es la nuestra. Hay cosas mejores y más relevantes detrás de las pocas líneas dedicadas a Llantrisant, pequeña población marítima del condado de Arfon. Aunque no a primera vista, debo decir, pues el recorte —aún lo conservo— decía así:

LLANTRISANT.— Se prevé una estación muy propicia: ayer al mediodía la temperatura del mar era de 18 grados centígrados. Se supone que han tenido lugar unos sucesos extraordinarios durante la reciente Restauración. Últimamente no se han observado luces. La Corona. El Hogar del Pescador.

Desde luego, el estilo era raro. Conociendo un poco los periódicos, comprendí que se había empleado con generosidad la figura retórica llamada, creo, tmesis o cortamiento. Las exuberancias del corresponsal en aquella localidad las había recortado un experto de Fleet Street[3], y esos mediocres a menudo tienen prisa. Pero, ¿qué significaban esas «luces»? ¿Qué extraños asuntos había suprimido y malogrado el vehemente lápiz del censor?

Es fue mi primer pensamiento, y luego, al acordarme de Llantrisant, de cómo lo descubrí y lo extraño que lo encontré, volví a leer el suelto y casi me entristecí cuando creí dar con la explicación obvia. Por un momento había olvidado que estábamos en tiempo de guerra, que las alarmas, los rumores y los miedos acerca de señales alevosas y luces intermitentes eran corrientes en todas partes, tanto en tierra como en alta mar. Alguien, sin duda, había estado observando las inocuas ventanas de alguna granja y los insensatos tragaluces de las casas de huéspedes, y esas eran las «luces» que no se habían observado últimamente.

Después averigüé que el corresponsal en Llantrisant no había pensado en luces traicioneras, sino en algo muy diferente. Sin embargo, ¿qué sabemos nosotros? Pudo haberse equivocado, y «el rosetón de fuego» que surgía del fondo del mar podía haber sido la luz de babor de algún barco de cabotaje. ¿No brillaría la luz en la vieja capilla que hay sobre el promontorio? Tal vez. O quizás fuese la lámpara del médico de Sarnau, a unas millas de distancia. Últimamente he tenido estupendas oportunidades de analizar las maravillas de los estados de consciencia e inconsciencia; y en ese terreno verdaderamente pueden realizarse proezas casi increíbles. Si me inclino por la explicación menos plausible de las «luces» de Llantrisant, es sólo porque esta explicación me parece totalmente congruente con los «sucesos extraordinarios» que se mencionan en el suelto de periódico.

Después de todo, si bien es cierto que el rumor, el chismorreo, la habladuría, son cosas detestables que hay que abandonar por completo y dejar de lado, por otra parte una prueba es una prueba, y cuando una pareja de reputados cirujanos afirma, como en el caso de Olwen Phillips, de Croeswen, en Llantrísant, que allí ha habido una «especie de resurrección de un cadáver», es una tontería decir que esas cosas no suceden. La chica tenía tuberculosis en fiase avanzada, estaba a las puertas de la muerte; ahora está llena de vida. Así que no creo que el rosetón de fuego fuese simplemente la luz de algún barco, magnificada y transformada por los soñadores marineros de Gales.

Ahora corro demasiado. Como no puse fecha al suelto, no puedo decir en qué día exacto apareció, pero creo que fue entre la segunda y la tercera semana de junio. Lo recorté, en parte porque era sobre Llantrisant, y en parte por los «sucesos extraordinarios». Siento predilección por esos asuntos, aunque también tengo la desdicha de exigir pruebas antes de concederles crédito. Tengo la firme esperanza de poder elaborar algún día una teoría sobre tales cosas.

Pero mientras tanto, como medida transitoria, mantengo lo que llamo doctrina del rompecabezas. Es decir, puede haber, y es lo normal, sucesos extraordinarios, carentes de significado. La coincidencia, la casualidad y otras causas inescrutables, de vez en cuando forman nubes que indudablemente semejan fieros dragones, o patatas que se parecen exacta y minuciosamente a eminentes estadistas, o rocas que son como águilas o leones. Eso no indica nada. Pero cuando uno descubre que varías formas extrañas encajan entre sí y forman parte de un mismo dibujo, el interés y el asombro van en aumento. Entonces cada forma rara confirma a la otra, justifica en su conjunto todo el plan expuesto, corrobora y explica cada pieza por separado.

De modo que, una semana o unos diez días después de haber leído y recortado el suelto sobre Llantrisant, recibí una carta de un amigo que estaba pasando sus vacaciones en aquella región.

«Te interesará saber —decía en su carta— que a los habitantes de Llantrisant les ha dado por las prácticas rituales. El otro día entré en la iglesia, y en lugar del habitual olor a humedad de cripta, había un verdadero tufo a incienso».

Pero yo sabía algo más. El viejo párroco era un firme evangelista; antes habría quemado azufre en su iglesia que incienso. De modo que no acababa de entender la noticia. Y unas semanas más tarde me fui a Arfon, decidido a investigar este y los demás sucesos extraordinarios de Llantrisant.

AROMAS DEL PARAÍSO

Llegué a Arfon en pleno florecimiento del cálido y maravilloso verano que allí disfrutaban. En Londres no hacía ese tiempo; más bien parecía como si el horror y la furia de la guerra hubiesen ascendido al cielo, donde reinaban. Por la mañana, el ardiente sol descargaba sobre la ciudad un calor que quemaba y consumía; luego, de todas partes llegaban pesadas y horribles nubes, y a primeras horas de la tarde el cielo se oscurecía y una tormenta, con truenos y relámpagos y una violenta y sibilante lluvia, caía sobre las calles. Realmente todas las tensiones del mundo parecían estar en el clima de Londres. Un terrible velo oscuro cubría la ciudad; por dentro, el miedo anidaba en nuestros corazones; por fuera, sólo había nubes negras y fuego borrascoso.

Es cierto que no puedo describir con palabras la paz absoluta de aquella costa galesa a la que llegué. Ante ese cambio se comprende, creo, el tránsito de las inquietudes y los miedos de la tierra a la paz del paraíso. Una tierra que parecía sumida en un sueño bendito, feliz; un mar que cambiaba todo el tiempo del olivino al esmeralda, del esmeralda al zafiro, del zafiro al amatista, que bañaba con su espuma blanca la sólida base de los grises acantilados y los contornos de los enormes baluartes carmesí que ocultan las bahías y calas a poniente. Llegué a esta tierra, con sus hondonadas purpúreas que huelen a serpol, con sus apretados ramilletes de exquisitas y diminutas flores. Por todas partes refulgía la bendición de la centaura, la indulgencia de la eufrasia, el deleite de la orquídea zapatilla. Así que los ojos fatigados se refrescaban mirando las florecillas y las felices abejas a su alrededor, o el espejo mágico del piélago, que iba cambiando de maravilla en maravilla con el paso de las grandes nubes blancas y el brillo cada vez mayor del sol. Y los oídos, desgarrados por el cascabeleo, el alboroto y el perezoso y vano zumbido, eran apaciguados y aliviados por el inefable, indecible, incesante murmullo, mientras iban y venían las mareas, gritando con voz potente, cavernosa, en las grutas de los acantilados.

Durante tres o cuatro días me tumbé al sol y aspiré el aroma de las flores y del agua salada, y una vez refrescado, recordé que había algo raro en Llantrisant que podía investigar. No esperaba encontrar nada especial, pues, como se recordará, había descartado la manifiesta rareza de la referencia del periodista —¿o fue el comisionado?— a las «luces», dando por supuesto que debía aludir a una especie de pánico local en relación a presuntas señales al enemigo. Desde luego habían torpedeado uno o dos barcos en el canal de Bristol, cerca de Lundy. Sólo disponía de la referencia a los «sucesos extraordinarios», y esa carta de Jackson hablándome del «tufo» a incienso de la iglesia de Llantrisant, un estado de cosas completamente increíble y ridículo. El anciano señor Evans, su párroco, consideraba que las estolas de colores eran la verdadera vestidura de Satanás y sus ángeles, por lo mucho que las apreciaba el Papa de Roma. ¡Pero en cuanto al incienso! Como ya he advertido informalmente, lo conocía mejor.

Pero, tratándose de un hecho probado, merece la pena señalar que cuando llegué a Llantrisant el lunes nueve de agosto visité la iglesia y todavía quedaba un fragante y exquisito olor a raras resinas que habían quemado allí.

Dio la casualidad que conocía un poco al párroco. Era un anciano de lo más atento y cordial, y en mi última visita se había tropezado conmigo en el cementerio, donde yo estaba admirando la magnífica cruz celta que allí se levanta. Además del bello adorno entrelazado, en uno de sus bordes hay una inscripción en caracteres ogámicos[4], concerniente a la conocida disputa; en conjunto es una de las cruces más famosas de la civilización celta. Como digo, el señor Evans, al verme mirar la cruz, se acercó y comenzó a darme un resumen —poco fiable y dudoso, según descubrí después— de los diversos debates originados en torno al significado exacto de la inscripción. Me divirtió percibir que tenía al respecto una manifiesta aunque oculta creencia: que los supuestos caracteres ogámicos se debían, en realidad, a unos chicos traviesos, la erosión y el paso del tiempo. Pero entonces se me ocurrió preguntarle por el tipo de piedra con que estaba hecha la cruz y el párroco se animó increíblemente. Empezó a hablar de geología y manifestó, creo, que la cruz o el material para hacerla debió de haber llegado a Llantrisant procedente de la costa sudoeste de Irlanda. Eso me pareció interesante, porque era una curiosa evidencia de las migraciones de los santos celtas, a los que el párroco consideraba, lo cual me encantó comprobar, buenos protestantes, aunque escasamente informados en cuanto a cruces. El caso es que, con algunas concesiones por mi parte, nos arreglamos bastante bien. Así que este buen precedente me animó a visitarle.

Lo encontré muy alterado. No es que hubiera envejecido, en realidad parecía rejuvenecido. Su rostro tenía una singular expresión resplandeciente, casi de júbilo, que yo no le había visco anees, que únicamente había visto en muy pocos rostros humanos. Por supuesto hablamos de la guerra, pues era algo inevitable, de las perspectivas agrícolas del país, de cuestiones generales, hasta que me aventuré a comentar que había estado en la iglesia y me había sorprendido su olor a incienso.

—¿Ha introducido algunos cambios en el oficio desde que estuve aquí por última vez? ¿Utiliza ahora incienso?

El anciano me miró de manera extraña y titubeó.

—No —dijo—, no ha habido ningún cambio. No utilizo incienso en la iglesia. No osaría hacer tal cosa.

—Sin embargo —empecé— por toda la iglesia parece como si hubiesen cantado una Misa Solemne y…

Me cortó en seco, con un ademán bastante serio que casi me atemorizó.

—Sé que es usted un maldiciente —dijo, y la frase me asombró indescriptiblemente viniendo de aquel bondadoso anciano—. Y además muy enconado. He leído artículos suyos y conozco su desdén y su odio hacia los que usted, con sorna, llama protestantes, aunque su abuelo, el vicario de Caerleon-on-Usk, se decía protestante y estaba orgulloso de serlo, y su tío-tatarabuelo Hezekiah, ffeiriad coch yr Castletown —El Cura Rojo de Casdetown—, fue un prominente metodista de su época, al que la gente acudía por millares cuando administraba el Sacramento. Yo nací y me crié en el condado de Glamorgan, y los ancianos lloraban cuando me contaban los llantos y la contrición que allí había cuando el Cura Rojo partía el Pan y alzaba el Cáliz. Pero usted es un maldiciente, que sólo ve el exterior y la apariencia de las cosas. No es digno del misterio que aquí ha ocurrido.

Me fui de su lado verdaderamente abrumado, y con razón, creo. Aunque parezca mentira los galeses forman todavía un solo pueblo, casi una familia, de un modo que los ingleses no pueden comprender, pero jamás habría pensado que aquel viejo clérigo supiera nada de mis antepasados ni de sus actividades. Y en cuanto a mis artículos y similares, ya sabía yo que los clérigos del país los leían de vez en cuando, pero había imaginado que mis declaraciones eran lo suficientemente vagas incluso para Londres, y mucho más para Arfon.

En cualquier caso no obtuve ninguna explicación del párroco de Llantrisant acerca de la extraña circunstancia de que su iglesia oliese a incienso y otros perfumes del paraíso.

Recorrí pensativo las calles de Llantrisant de arriba abajo y llegué a su pequeño puerto, de muelles pequeños donde todavía persiste el pequeño cabotaje. Estaba anclado un bergantín, en el que cargaban antracita con toda la pereza propia de las horas de sol. Pues una de las rarezas de Llantrisant es una pequeña mina de carbón en el corazón del bosque que hay sobre una ladera. Crucé el terraplén que separa el puerto exterior del interior, y me detuve en una playa rocosa oculta al pie de una frondosa colina. La marea estaba bajando y unos niños jugaban en la arena húmeda, mientras dos damas —sus madres, supongo— charlaban sentadas cómodamente sobre unas mantas a poca distancia de mí.

Al principio hablaron de la guerra, y yo me hice el sordo, pues estaba más que harto de oír siempre lo mismo, sobre todo en Londres. Después de una breve pausa, la conversación pasó a un tema completamente distinto. Yo estaba sentado al otro lado de una gran roca y no creo que las damas se hubieran dado cuenta de mi llegada. Sin embargo, aunque hablaban de cosas desconocidas para mí, no decían nada que me obligara a anunciar mi presencia.

—Después de todo —decía una de ellas—, ¿de qué se trata? No comprendo qué le pasa a la gente.

La que hablaba era galesa; reconocí sus exageradas y nítidas consonantes y su pizca de acento. Su amiga era de las Midlands [centro de Inglaterra], y resultó que se habían conocido sólo unos días antes. La suya era una de esas amistades de playa y baños, tan común en las pequeñas localidades costeras.

—No cabe duda de que hay algo extraño en esta gente. Como sabe, no he estado nunca en Llantrisant; en realidad, es la primera vez que pasamos las vacaciones en Gales, y como no sé nada de las costumbres locales ni estoy acostumbrada a oír hablar en galés, creí que quizás todo se debía a mi imaginación. ¿Cree usted de verdad que hay algo un poco raro?

—Le diré una cosa: he llegado a pensar en escribir a mi marido y pedirle que nos saque de aquí a mis hijos y a mí. Ya sabe usted que estoy en casa de la señora Morgan; su salita está justo al otro lado del pasillo y a veces dejan la puerta abierta, de modo que puedo oír perfectamente lo que hablan. Aunque ellos lo ignoran, entiendo el galés. ¡Y les he oído decir cosas muy alarmantes!

—¿Qué cosas?

—Verá usted, en realidad, parece una especie de servicio religioso, aunque no de la Iglesia anglicana, de eso estoy segura. Empieza el viejo Morgan, y le contestan su esposa y sus hijos. Es algo así: «Bendito sea Dios, por los mensajeros del Paraíso». «Bendito sea Su Nombre, por el Paraíso de la carne y la bebida». «Gracias os damos, por la antigua ofrenda». «Gracias os damos, por comparecer ante el antiguo altar». «Alabado sea, por el júbilo del antiguo jardín». «Alabanzas os damos, por el regreso de los que han estado tanto tiempo ausentes». Y cosas por el estilo. Nada más que tonterías.

—Puede estar segura —dijo la dama de las Midlands— de que no hay ningún mal en ello. Son disidentes[5], una nueva secta, según creo. Ya sabe usted que algunos disidentes tienen unos modales muy raros.

—Todo esto en nada se parece a lo que yo conozco de los disidentes —replicó la dama galesa con algo de vehemencia y el marcado acento de su tierra—. ¿Les ha oído hablar de la resplandeciente luz que brilló a medianoche en la iglesia?

3. UN SECRETO EN UN LUGAR RECÓNDITO

No sabía qué hacer, estaba completamente desconcertado. Los niños interrumpieron de golpe la conversación de las dos damas, justo en el momento en que las luces de la iglesia alcanzaban el prado, y cuando volvieron a la arena gritando, la conversación había vuelto a cambiar, y la señora Harland y la señora Williams estaban completamente a salvo, hablando del sarampión de Janey y de un maravilloso tratamiento para el dolor de oídos en los niños, como el caso de Trevor ilustraba. Obviamente no pude obtener más de ellas, de modo que abandoné la playa, crucé el terraplén del puerto y me tomé una cerveza en El Hogar del Pescador, para hacer tiempo antes de ascender las dos millas largas de camino y tomar el tren de Penvro, donde residía. Como iba diciendo, subí el camino un poco atónito, no tanto, creo, a causa de los testimonios e indicios de cosas extrañas que había oído, sino más bien por la frase de acción de gracias «por el Paraíso de la carne y la bebida».

El sol se ponía ya y caía la tarde cuando ascendí la elevada colina, atravesando frondosos bosques y altos prados. El perfume de tanto verdor subía de la tierra y de la espesura del bosque; en un recodo del sendero divisé el empañado espejeo del mar en calma, y escuché a lo lejos el grave murmullo de las olas al estrellarse contra la pequeña, escondida y cerrada bahía de Llantrisant. Entonces pensé que si había un paraíso en la carne y la bebida, tanto más lo había en el perfume de las hojas verdes al atardecer, en la vista del mar y en el color rojo del cielo. Y en esto tuve una visión imprecisa de un mundo real que nos rodeaba todo el tiempo, de una lengua que era secreta sólo porque no nos habíamos tomado la molestia de escucharla y discernirla.

Casi había anochecido cuando llegué a la estación, donde estaban encendidas unas pocas lámparas de petróleo, cuya luz trémula apenas alumbraba aquella solitaria tierra, en la que las distancias entre granjas eran enormes. Llegó el tren y lo cogí. Nada más arrancar reparé en un grupo de gente bajo una de aquellas lámparas. Una mujer y su hijo habían bajado del tren, y un hombre que los esperaba les dio la bienvenida. No me había fijado en su cara mientras estuve en el andén, pero ahora vi que señalaba la colina de Llantrisant, y creo que me asusté un poco.

Era joven, hijo de algún granjero, me figuro, vestía ropa basta de color marrón y era tan diferente al párroco señor Evans, como lo pueda ser un hombre de otro. Sin embargo, en su rostro, cuando lo vi a la luz de la lámpara, había el mismo brillo que había observado en el rostro del párroco. Era un rostro luminoso, en el que resplandecía un júbilo inefable, y pensé que más bien parecía alumbrar a la lámpara del andén, en lugar de que ella le iluminase a él. Deduje que tanto la mujer como el niño eran forasteros y habían venido a visitar a la familia del joven. Ambos habían mirado en torno, algo alarmados, antes de divisarlo, pero cuando vieron su radiante rostro todas sus inquietudes parecieron desvanecerse de pronto. Aquel apeadero en pleno campo era tan solitario y sombrío, que parecía como si la más radiante e imperecedera alegría les diera la bienvenida… al paraíso.

Pero aunque en cierta manera parecía tranquilo, me encontraba completamente desconcertado. Intuía, en efecto, que algo extraño había sucedido o iba a suceder en la pequeña población oculta al pie de la colina, pero hasta entonces no había ninguna pista de aquel misterio, o más bien me la habían dado pero yo no la había tomado en consideración, no me había dado cuenta de su presencia, ya que ni siquiera vemos lo que decidimos, sin más consideraciones, que es increíble, aunque lo tengamos delante de los ojos. El diálogo que la gal esa señora Williams había mantenido con su amiga inglesa debía haberme puesto en el buen camino; pero la pista excedía todos los límites de lo posible, se apartaba de mi línea de pensamiento. Un paleontólogo puede ver monstruosas y significativas huellas en el limo de la ribera de un río, pero no sacaría más conclusiones que las que le aconsejase su propia ciencia; elegiría cualquier explicación antes que la obvia, ya que lo obvio resultaría ultrajante, según nuestros establecidos hábitos de pensamiento, que consideramos definitivos.

Al día siguiente me fui a cierto lugar que conocía, no muy lejos de Penvro, a reflexionar sobre estas extrañas cosas. Me encontraba en las primeras fiases de desentrañamiento del rompecabezas, o más bien tenía ante mí sólo unas pocas piezas y —siguiendo con la figura— mi dificultad era la siguiente: aunque los trazos de cada pieza parecían tener un propósito y un significado, sin embargo no podía adivinar ni por asomo la índole del dibujo en conjunto, del que aquellos formaban parte. Evidentemente me figuraba que ocultaba un gran secreto; lo había visto en el rostro del joven granjero en el andén de la estación de Llantrisant, y no se apañaba de mi mente la imagen de él bajando el sombrío, escarpado, tortuoso sendero que conducía al pueblo y al mar, a través de la espesura del bosque, llevando consigo una luz.

Pero me embargaba cierta perplejidad al pensar en ello, en un intento de encajarlo con el olor de la iglesia, los trozos de conversación que había escuchado y el rumor de la claridad a medianoche. Y aunque Penvro no está muy poblado, ni mucho menos, se me ocurrió ir a un lugar solitario llamado Punta del Viejo Campamento, que mira hacia Cornualles y el gran piélago que se extiende hasta los confines del mundo, un sitio donde la clara visión tal vez podría venir acompañada de fragmentos de sueños, o al menos eso lo parecían entonces.

Hacía algunos años que no había vuelto por la Punta. La última vez, en una anterior visita a los acantilados, seguí una senda escabrosa y difícil. Esta vez elegí un camino más hacia el interior, que el plano del condado parecía recomendar, aunque sin convicción, por lo que se refiere a la última parte del viaje. De modo que me interné tierra adentro y ascendí los caminos vecinales bajo los ardorosos rayos de un sol estival, hasta llegar por fin a un sendero, cada vez más cubierto de césped y hierbas crecidas, que en su parte más elevada dejaba de serlo. Llegué ame una verja frente a un seto de viejos espinos, y más allá parecían adivinarse vagos indicios de una vereda. Se diría que alguien pasó alguna vez por aquel camino, aunque no era frecuente.

Había ascendido bastante, pero no tanto como para divisar el mar. La brisa marina soplaba entre los espinos trayendo a mi olfato un aroma acre. El terreno descendía suavemente desde la verja y luego volvía a elevarse hacia una loma, donde había una granja solitaria. Dejé atrás la granja y tomé con recelo un sendero incierto, que seguía un seto. De pronto vi ante mí el Viejo Campamento, y más allá la vasta extensión del mar color zafiro y la bruma que lo confundía con el cielo. A mis pies descendía abruptamente la colina, poblada de flores de aulaga, de un tenue color dorado rojizo, y de brezo de un púrpura espléndido. Llegué a una hondonada que, entre relucientes helechos verdes, bajaba hasta el espejeante mar. Más allá de la hondonada se elevaba un cerro boscoso, abastionado en la cumbre con los enormes muros antiguos del Viejo Campamento, con sus imponentes circunvalaciones verdes intramuros, que han soportado innumerables años.

En aquel suave montículo verde, desde el que se vislumbraba la radiante y cambiante superficie del mar iluminado por el sol, saqué pan, queso y cerveza de la bolsa que llevaba, y comí y bebí, y luego, encendiendo mi pipa, me puse a pensar en los enigmas de Llantrisant. Nada más ponerme a ello, y con gran fastidio por mi parte, apareció un hombre trepando por los riscos y se acercó a mí, sin dejar de mirar fijamente al mar. Me saludó con la cabeza y empezó diciendo apropiadamente:

—Buen tiempo para la cosecha.

Luego se sentó y se puso a hablar conmigo. Era de Gales, al parecer, pero de otra parte del país, y pasaba unos días con sus parientes en la granja que yo acababa de dejar atrás. Su insípida charla, que a él parecía complacerle, a mí me fastidiaba, hasta que de pronto empezó a hablar de Llantrisant y sus actividades. Le escuché con asombro y a continuación resumo lo que me contó. Que quede bien claro, sin embargo, que sus datos eran de segunda mano, se había enterado de ellos a través de un primo suyo granjero.

En pocas palabras: había habido al parecer una larga enemistad en Llantrisant entre un abogado local, Lewis Prothero, y un granjero apellidado James. Se habían peleado por una nimiedad, y la disputa se había agravado con el paso del tiempo hasta que ambas partes habían olvidado su origen y, de alguna manera, que no alcanzo a comprender, el abogado había logrado «meterse en un puño» al pequeño propietario. Según creo, James había otorgado una escritura de venta de su granja en un momento inoportuno y Prothero la había comprado. Al final el granjero tuvo que abandonar su viejo hogar y alojarse en una choza. La gente decía que había tenido que emplearse como jornalero en su propia granja; el caso es que acabó en la más horrible de las miserias, y daba pena verlo. Algunos llegaron a pensar que si se tropezara alguna vez con el abogado, tendría derecho a matarlo.

Un sábado de junio se encontraron en medio de la plaza del mercado de Llantrisant. El granjero, un tipo pequeño vestido de negro, profirió un grito de rabia, y la gente se abalanzó sobre él para mantenerlo apartado de Prothero.

—Acto seguido —dijo mi informante— le contaré lo que sucedió. Este abogado, me dicen, es un tipo musculoso y de gran estatura, con una mandíbula enorme y la boca muy abierta, rostro rubicundo y patillas rojas. Llevaba un abrigo negro y sombrero de copa, y todo su dinero a las espaldas, como suele decirse. Y aunque parezca mentira, se arrodilló en el polvo de la calle delante de Philip James, y todos pudieron ver la expresión de terror de su rostro. Pidió perdón al tal James, le suplicó clemencia y le imploró por Dios y todos los santos del paraíso. Mi primo, John Jenkins, de Penmawr, me contó que de los ojos de Lewis Prothero caía un mar de lágrimas. Luego se llevó una mano al bolsillo, sacó la escritura de Pantyreos, que era como se llamaba la granja de Philip James, y le devolvió la propiedad y cien libras por las existencias que en ella había, todo en billetes de banco, en señal de enmienda y consuelo.

»Según me dicen, toda la gente pareció enloquecer, lamentándose y gritando a voz en cuello toda clase de cosas. Y por fin se dirigieron todos a la iglesia, y allí Philip James y Lewis Prothero se juraron amistad eterna el uno al otro ante la vieja cruz, y todo el mundo entonó cánticos de alabanza. Y me cuenta mi primo que entre toda aquella multitud había gente que nunca había estado antes en Llantrisant, y su corazón se estremeció como en un torbellino.

Tras escuchar todo en silencio, le dije:

—¿Qué quiso decir su primo con eso de «gente que nunca había estado antes en Llantrisant»? ¿Qué gente?

—Los llaman «pescadores».

Y de repente me vino a la mente el Rico Pescador, que, según la antigua leyenda, custodia el sagrado misterio del Grial.

4. EL TAÑIDO DE LA CAMPANA

Hasta ahora no he contado lo que sucedió en Llantrisant, sino más bien la historia de cómo topé con esos sucesos, perplejo y completamente desorientado, sin saber lo que buscaba, desconcertado de vez en cuando por unas circunstancias que me parecían totalmente inexplicables, careciendo no sólo de la clave del enigma, sino ignorando la naturaleza misma de ese enigma. No es posible resolver un rompecabezas hasta saber de qué se trata. «Las yardas divididas por minutos —me dijo mi profesor de matemáticas hace tiempo— nunca darán cerdos, ovejas ni bueyes». Llevaba razón, aunque sus modales, en esa como en las demás ocasiones, fuesen sumamente ofensivos. Esto se aplica también a mi proceso personal, si puedo llamarlo así. A continuación sigue el relato de lo que sucedió en Llantrisant, cuando por fin pude reconstruirlo.

Todo comenzó, al parecer, un día caluroso de principios del pasado junio, el primer sábado del mes, según tengo entendido. Una anciana sorda, una tal señora Parry, vivía sola en una casita de campo poco más o menos a una milla del pueblo. Aquel sábado bajó al mercado muy temprano en un estado de gran excitación, y tan pronto como hubo ocupado el sitio de costumbre en la acera de la iglesia, con sus patos y huevos y unas cuantas patatas tempranas, empezó a contar a sus vecinas que había oído repicar una gran campana. Las buenas mujeres sonrieron a sus espaldas, ya que había que gritarle al oído para que pudiera comprender lo que se le decía. La señora Williams, de Penycoed, se inclinó y le gritó:

—¿Qué campana era esa, señora Parry? No hay ninguna iglesia cerca de Penrhiw, donde usted vive. ¿Ha oído usted la tontería que acaba de decir? —dijo en voz baja a la señora Morgan—. Como si pudiera oír alguna campana.

—¿A qué vienen esas tonterías? —dijo la señora Parry, con el consiguiente asombro de ambas mujeres—. Puedo oír una campana tan bien como usted, señora Williams, tan bien como oí sus cuchicheos.

Este hecho, que no ofrece ninguna duda, dio pie a interminables controversias. Aquella anciana que estaba sorda como una tapia desde hacía mas de veinte años —el defecto era hereditario— de repente esa mañana de junio podía oír tan bien como cualquier otra persona. Sus dos amigas la miraron fijamente y pasó un buen rato hasta que lograron apaciguar su indignación y la persuadieron a hablar de la campana.

Eso había sucedido a primeras horas de la mañana de un día de niebla. Estaba ella recogiendo salvia en su jardín, en lo alto de una colina desde la que se divisa el mar, cuando llegó a sus oídos una especie de vibración, de cántico, de temblor, «como si la música saliera del interior de la tierra», y luego algo pareció estallar en su cabeza, y todos los pájaros empezaron a cantar a la vez, y las hojas de los álamos que había en el jardín revolotearon impulsadas por la brisa que se elevaba del mar, y un gallo cacareó a lo lejos en Twyn, y un perro ladró en Kemeys Valley. Mas por encima de todos esos sonidos, no oídos durante tantos años, se escuchaba el profundo tañido de la campana, «y al mismo tiempo cantaba una voz humana».

Volvieron a mirar a la mujer y se miraron entre ellas.

—¿De dónde venía el sonido? —preguntó una.

—Venía del mar —contestó tranquilamente la señora Parry—, y cada vez sonaba más próximo a tierra.

—Bueno —dijo la señora Morgan—, entonces era la campana de algún barco, aunque no acabo de comprender por qué la tocarían de esa forma.

—No fue ninguna campana de barco, señora Morgan —dijo la señora Perry.

—Entonces ¿dónde cree usted que sonaba?

Ym mharadwys —replicó la señora Parry en galés.

Quería decir «en el paraíso», y nada más oírlo las otras dos mujeres cambiaron de conversación. Creyeron que la señora Parry había recobrado el oído de repente —cosas así suceden de vez en cuando— y que el sobresalto la había «indispuesto un poco». Y esta explicación sin duda se habría mantenido firme, de no haber sido por otras experiencias. En efecto, el médico de la localidad (que desde hacía una docena de años llevaba tratando a la señora Parry, no de sordera, que él consideraba incurable, sino de una pesada bronquitis crónica) contó el caso a un colega suyo de Bristol, suprimiendo, por supuesto, la referencia al paraíso. £1 físico de Bristol opinó con rotundidad que los síntomas eran los que cabía esperar.

—Con toda probabilidad —escribió— nos hallamos ante el derrumbe súbito de una antigua obstrucción en el conducto auditivo, y es de esperar que este proceso venga acompañado de acusados e incluso violentos zumbidos.

¿Y qué hay de las otras experiencias? A medida que avanzaba la mañana de aquel claro día veraniego y el mercado alcanzaba su apogeo, todos los puestos y las calles fueron llenándose de rumores y de rostros atemorizados. Hombres y mujeres procedentes de diversas granjas solitarias de los alrededores contaban que a primeras horas de aquella mañana habían oído emocionados el tañido de una campana que no sonaba como las demás. Y parece que mucha gente del pueblo había sido despenada sin saber cómo; alguien dijo que le despertó el sonido de una campana y un órgano, y las dulces voces de un coro que cantaba.

—Hubo tales melodías y canciones que mi corazón rebosaba de alegría.

Y poco después del mediodía unos pescadores que habían pasado toda la noche en alta mar regresaron a puerto contando que habían oído algo asombroso en medio de la niebla; y uno de ellos dijo haber visto pasar algo a poca distancia de su barca.

—Era completamente dorado y brillante —añadió—, y un resplandor lo circundaba.

—Sobre las aguas se oía una canción que parecía venir del cielo —declaró otro pescador.

Y aquí añadiré, entre paréntesis, que al regresar al pueblo busqué a un viejo amigo mío, que ha dedicado toda su vida al estudio de lo extraño y lo esotérico. Pensé que mi historia le interesaría profundamente, pero comprobé que me escuchó con bastante indiferencia. Y al llegar a lo de los pescadores recuerdo haberle preguntado:

—¿Qué te parece? ¿No crees que es sumamente raro?

—¡Qué va! Puede que los marineros mintieran; o puede haber ocurrido lo que dicen. Bueno, esas cosas están siempre sucediendo.

Hasta aquí la opinión de mi amigo, que no voy a comentar.

Hay que advertir que en las distintas versiones de los que habían oído la campana, o creyeron haberla oído, el sonido era diferente. También en los sonidos hay misterio, sin duda, como en todo lo demás. En efecto, estoy informado de que durante uno de los horribles ataques aéreos perpetrados sobre Londres en este otoño se dio el caso de un gran bloque de viviendas para obreros, en el que la única persona que oyó el estallido de una determinada bomba fue una anciana sorda, que había estado profundamente dormida hasta el momento mismo de la explosión. Esto es bastante extraño tratándose de un sonido completamente natural (y horrible). Algo así debió de ocurrir en Llantrisant, donde el sonido oído podía ser una alucinación auditiva colectiva o una manifestación de lo que, de manera conveniente aunque incorrecta, llamamos mundo sobrenatural.

Pues el sonido de la campana no llegó a todos los oídos, ni a todos los corazones. La señora Parry, que era sorda, lo oyó en el jardín de su solitaria casa de campo, por encima de la bruma marina; pero en otra granja al oeste de Llantrisant, un niño de apenas tres años fue la única persona, entre una familia de diez, que oyó algo. Gritó en un balbuceante galés infantil algo parecido a «Clychau fawr, clychau fawr» (las grandes campanas, las grandes campanas) y su madre no supo de qué estaba hablando. Sólo cuatro hombres, de entre las tripulaciones de la media docena de barcas de pesca que faenaban cerca de la costa en medio de la niebla, tenían algo que contar. Por eso, al principio, los que no habían oído nada sospecharon que sus vecinos, que habían oído maravillas, mentían; hasta que la acumulación de pruebas procedentes de las más diversas y remotas partes convenció a la gente de que la historia era auténtica. A podía sospechar que su vecino B se había inventado la historia; pero cuando C, desde algún lugar en las colinas a unas cinco millas de distancia, y D, el pescador en el mar, escucharon cada uno un rumor parecido, era evidente que algo había sucedido.

E incluso entonces, según me contaron, las señas que se veía hacer a la gente eran más extrañas que las historias que se contaban entre ellos. Me impresionó que mucha gente, al leer algunas de las frases que yo había recogido, las descartase entre risas calificándolas de invenciones muy burdas y fantásticas; no es habitual, decían, que los pescadores hablen de «una canción que parecía venir del cielo» o de que «un resplandor lo circundaba». Y en mi opinión esa crítica estaría bastante justificada si se tratara de pescadores ingleses; pero, por extraño que parezca, Gales no ha perdido todavía los últimos vestigios de su buena crianza. Y hay que recordar también que en la mayoría de los casos tales frases están traducidas de otra lengua, es decir, el galés.

Así que en su habla común fueron apareciendo, digamos, fragmentos de la nube de esplendor. Y ese sábado demostraron, con bastante inquietud en muchos casos, estar enterados de que las cosas que se contaban formaban parte de sus antiguas costumbres y fueros. La comparación no es del todo acertada, pero imaginen que el viejo Durbeyfield de Hardy[6] despertara súbitamente de un largo sueño para encontrarse en una sala noble del siglo XIII, atendido por pajes arrodillados y objeto de las sonrisas de amables damas con finos jubones de seda.

Así que al anochecer los más viejos del lugar recordaron las historias que sus padres les habían contado, sentados alrededor del fuego en las noches de invierno, cincuenta, sesenta o setenta años atrás. Como la de la campana maravillosa de Teilo Sane, que había surcado los cristalinos mares desde Sión, recibiendo el apelativo de «porción del paraíso», y «cuyo tañido se parecía al incesante coro de los ángeles».

Tales cosas recordaron los viejos aquella noche y se las contaron a los jóvenes en las calles del pueblo y en los empinados caminos que llevan a las lejanas colinas. El sol se puso tras la montaña, una inmensa bola roja de fuego como un holocausto, el cielo se tiñó de violeta y el mar de púrpura, mientras se contaban unos a otros los prodigios que habían vuelto a suceder en esta tierra después de muchísimo tiempo.

5. EL ROSETÓN DE FUEGO

Durante los nueve días siguientes, a partir de aquel sábado de junio, el primero del mes según creo, Llantrisant y todas las zonas limítrofes padecieron un cúmulo extraordinario de alucinaciones o creyeron ver grandes maravillas.

No soy quién para delimitar el justo equilibrio entre ambas posibilidades. Los testimonios, sin duda, son fáciles de conseguir; el asunto está pendiente de una investigación sistemática.

Pero debo decir lo siguiente: el hombre corriente, en el transcurso de su vida corriente, acepta por lo general la evidencia de sus sentidos. Dice que ve una vaca, o una tapia de piedra, y que tanto la vaca como la tapia de piedra están «ahí». Eso cuadra muy bien con los objetivos prácticos de la vida, pero creo que los metafísicos no son de ningún modo tan fáciles de convencer en cuanto a la presencia real de la tapia de piedra y la vaca. Tal vez puedan conceder que ambos objetos están «ahí» porque se reflejan en un espejo; la realidad existe, pero ¿existe también la realidad externa a cada uno? En todo caso, se acepta unánimemente que, suponiendo que haya una existencia real, no cabe duda de que no es, ni mucho menos, como nosotros la concebimos. La hormiga y el microscopio nos convencerán rápidamente de que no vemos las cosas como son en realidad, aun suponiendo que las veamos. Si pudiésemos «ver» la vaca tal como es, nos parecería completamente increíble, tan increíble como las cosas que voy a relatar.

Veamos, no conozco nada menos convincente que las historias de la luz roja en el mar. Varios marineros, que faenaban por el Canal [de la Mancha] en pequeños barcos de cabotaje aquel sábado por la noche, afirmaron haber «visto» una luz roja, y hay que reconocer que en sus relatos existe una coincidencia bastante aceptable. En todos ellos el hecho ocurrió entre la medianoche del sábado y la una de la mañana del domingo. Dos de los marineros llegaron a precisar la hora exacta de la aparición: ocurrió a las doce y veinte, según establecieron ellos mismos medíante elaborados cálculos. ¿Y cuál es la historia?

Una luz roja, un destello ardiente visto a lo lejos en la oscuridad, que al principio tomaron por una señal, probablemente enemiga. Luego fue acercándose a una velocidad tremenda, y un hombre creyó que era la luz de babor de algún nuevo tipo de lancha a motor que desarrollaba una velocidad, sin precedentes hasta la fecha, de cien o ciento cincuenta nudos por hora. En seguida quedó claro que esa velocidad no era posible. Al principio había sido un destello rojo en lontananza; luego una impetuosa lámpara; y finalmente, en un lapso increíble de tiempo, aumentó de tamaño hasta convertirse en un inmenso rosetón de fuego que ocupaba todo el mar y todo el cielo, ocultando las estrellas, y dominaba la tierra.

—Creí que había llegado el fin del mundo —dijo uno de los marineros.

Y unos instantes después la luz desapareció, y cuatro de ellos afirman haber visto un destello rojo en Chapel Head, donde se alza, por encima del mar, la vieja capilla gris de Teilo Sant, en una hendidura de los riscos calizos.

Eso fue lo que contaron los marineros; y aunque sus relatos eran increíbles, había que darles crédito. Hombres de lo más eminente en el campo de la física han atestiguado la existencia de fenómenos igual de maravillosos, de cosas completamente contrarias al orden natural, tal como nosotros lo concebimos; y puede decirse que a nadie le importa.

—Esas cosas han sucedido siempre —me comentó un día mi amigo.

Pero, con independencia de que aquellos hombres hubiesen visto realmente el fuego, era indudable que a partir de entonces lo llevaban dentro, les abrasaba los ojos. Estaban purificados como si hubiesen pasado por el Horno de los Sabios, gobernado por la Sabiduría, que los alquimistas conocen. Hablaban sin dificultad de lo que habían visto, o les parecía haber visto, con sus propios ojos, pero nada decían acerca de lo que sus corazones habían experimentado cuando por unos instantes les inundó el resplandor del rosetón llameante.

Durante algunas semanas permanecieron callados, como si estuvieran asombrados; apenas daban crédito a lo visto, diría yo. Si no hubiese habido más que esa espléndida y ardiente aparición, que tras mostrarse se desvaneció, creo que hubieran dudado de sus sentidos, negando la veracidad de sus propios relatos. Y no me atrevo a decir que no tuviesen razón. Hombres como sir William Crookes y sir Oliver Lodge[7] son, desde luego, personajes a los que hay que escuchar con respeto, y ellos atestiguan toda clase de eversiones aparentes de las leyes que la mayoría de nosotros considera más profundamente cimentadas que las antiguas colinas. Es posible que lleven razón, pero en el fondo de nuestros corazones lo ponemos en duda. Nos resistimos a creer sinceramente que una sólida mesa se eleve en el aire, sin ningún motivo o causa mecánica, desafiando de esta manera a lo que llamamos «ley de gravitación universal». Sé muy bien lo que puede alegarse en contra; sé que en el ejemplo citado no se trata de una verdadera «ley», que lo único que indica esta pretendida ley es que yo nunca he visto levantarse una mesa sin ayuda mecánica, ni una manzana separarse del árbol, elevándose a los cielos en lugar de caer al suelo. La supuesta ley no es más que una suma de observaciones ordinarias y nada más. Sin embargo, supongo que si no creemos en el fondo de nuestros corazones que una mesa pueda levantarse por sí sola, mucho menos creeremos en el rosetón de fuego que por unos instantes se tragó el cielo, el mar y las costas de Gales el pasado mes de junio.

Podría ser que los hombres que lo vieron se hubiesen inventado esos cuentos de hadas para explicarlo, si no fuera porque lo llevaban dentro.

Todos ellos afirmaban, y era evidente que decían la verdad, que en el momento de la visión desaparecieron los dolores, achaques y enfermedades que padecían. Uno de ellos estaba muy borracho del venenoso licor que había ingerido en el Cuchitril de Jobson, junto a los muelles de Cardiff. Encontrándose muy enfermo, se había arrastrado fuera de su litera en busca de un poco de aire fresco, y en un instante desaparecieron sus pavores y su enorme náusea. Otro, que estaba al borde de la desesperación por el mortificante dolor producido por un absceso en una muela, dice que cuando se acercó la llama roja sintió como un golpe fuerte y amortiguado en la mandíbula, y a continuación el dolor desapareció por completo, apenas podía creer que lo hubiese tenido alguna vez.

Y todos ellos testimonian una extraordinaria exaltación de los sentidos. Aquello fue indescriptible, ya que no podían describirlo. Están asombrados de nuevo; no pretenden ni mucho menos saber lo que sucedió; pero resulta tan imposible hacerles negar lo que vieron como lo sería lograr que dijesen que el agua no moja ni el fuego calienta.

—Después me sentí un poco raro —dijo uno de ellos—, y me sujeté al mástil; no encuentro palabras para decir lo que sentí al tocarlo. No sabía que tocar un mástil pudiera ser mejor que cualquier bebida fuerte cuando está uno sediento, o que una blanda almohada cuando tiene uno sueño.

Escuché otros ejemplos de ese estado de cosas, si puedo llamarlo así, ya que no sé qué otra cosa podría ser. Pero supongo que todos podemos aceptar que para un hombre de salud regular, el impacto normal del mundo exterior sobre sus sentidos resulta prácticamente indiferente. Cualquier impacto normal, un violento chillido, el reventón de un neumático, cualquier ataque violento a los nervios auditivos, le enojará y es posible que hasta suelte un taco. Por el contrario, el hombre que no está «en forma» se enojará e irritará fácilmente si alguien le empuja para abrirse paso entre una muchedumbre, o ante el tañido de una campana, o incluso si se cierra de golpe un libro.

A mi entender, de lo dicho por esos marineros se desprende que el impacto normal del mundo exterior se había convertido para ellos en una fuente de placer. Tenían los nervios de punta, pero estaban dispuestos a recibir exquisitas impresiones sensuales. El contacto con el mástil, por ejemplo, file de un goce mayor que el que la delicada seda puede producir en algunas pieles voluptuosas. Bebían agua y abrían los ojos de par en par como si fuesen fins gourmets saboreando algún vino maravilloso. El crujido y el zumbido de sus barcas a marcha lenta les deleitaba tanto como una fuga de Bach a un aficionado a la música.

Aquellos rudos marineros tenían entre ellos sus peleas, disensiones, desavenencias y envidias, como el resto de nosotros; pero todas ellas se acabaron desde el momento en que vieron la luz rosada. Antiguos enemigos se estrechaban la mano efusivamente y se reían a carcajadas mientras se confesaban mutuamente lo tontos que habían sido.

—No puedo decir exactamente cómo ha sucedido, o qué es lo que ha sucedido —dijo uno—, pero cuando se tiene el mundo entero con todo su esplendor, ¿cómo es posible pelearse por cinco peniques?

La iglesia de Llantrisant es un típico ejemplo de templo parroquial galés, antes del nefasto y horrible periodo de la «restauración».

Este mundo inferior en que vivimos es un palacio de mentiras, y entre las más disparatadas de todas ellas ninguna más insensata que cierta fíbula acerca de los francmasones medievales, una fíbula que hasta cierto punto engañó al frío intelecto de Hallam el historiador[8]. La historia refiere, en resumen, que durante el periodo gótico el arte de construir iglesias lo desempeñaron gremios ambulantes de «francmasones», poseedores de varios secretos sobre construcción y embellecimiento, que empleaban adondequiera que fuesen. Si este disparate fuese cierto, el gótico de Colonia sería como el de Colne, y el de Arlès como el de Abingdon. Esto es tan grotescamente inexacto que casi todos los condados, por no decir países, tienen su estilo característico de arquitectura gótica. Arfon se encuentra al oeste de Gales, y sus iglesias tienen normas y características que las distinguen de las iglesias al este de ese mismo país.

La iglesia de Llantrisant tiene esa primitiva división entre nave y presbiterio, que sólo la gente más necia se niega a reconocer como equivalente al iconostasis[9] oriental, que dio origen en Occidente al cancel. Un sólido muro dividía la iglesia en dos partes; en el centro había una estrecha abertura con un arco de medio punto, a través de la cual los que estaban sentados hacia la mitad de la nave podían ver el pequeño altar, alfombrado en rojo, y por encima de él los tres ventanales ojivales toscamente alancetados.

El «banco de lectura» estaba al otro lado del muro de partición, y allí ejercía su ministerio el párroco, con el coro agrupado a su alrededor en sillas. En el interior estaban los bancos de ciertas familias privilegiadas de la población y toda su comarca.

El domingo por la mañana la gente ocupó sus sitios de costumbre, no sin cierto regocijo en los ojos, y cierta expectación ante lo desconocido. Las campanas dejaron de sonar y el párroco, con su amplia y anticuada sobrepelliz, entonó ante el atril el himno «Dios mío, ¿está dispuesta Tu mesa?»

Y al comenzar los cánticos, los que estaban en los bancos al otro lado del muro salieron en tropel a través de la arcada y se desparramaron por la nave. Ocuparon los lugares que encontraron vacíos, y el resto de la congregación los miró con asombro.

Nadie sabía lo que había ocurrido. Aquellos cuyos asientos estaban cerca del pasillo trataron de mirar hacia el presbiterio, para ver qué había sucedido, o iba a suceder, allí. Pero por alguna razón la luz procedente de los ventanales que había encima del altar (los únicos del presbiterio, si exceptuamos una pequeña lanceta en la pared que da al sur) brillaba canco que nadie podía distinguir nada.

—Fue como si allí colgara un velo de oro adornado con rubíes —dijo un hombre.

Y en efecto, en los cristales de las lancetas de la parte este aún quedaban retazos y residuos de la antigua pintura.

Pero hubo pocos en la iglesia que de vez en cuando no oyesen voces que hablaban al otro lado del velo.

6. EL SUEÑO DE OLWEN

Los personajes acaudalados y dignos que abandonaron sus bancos en el presbiterio de la iglesia de Llantrisant y entraron precipitadamente en la nave no pudieron dar ninguna explicación de lo que habían hecho. Dijeron que lo hicieron porque tuvieron el presentimiento de que «tenían que ir», y acudieron rápidamente; se vieron impulsados a ello por una orden secreta e irresistible, por así decirlo. Pero todos los que estaban presentes en la iglesia aquella mañana se quedaron atónitos, aunque exultantes en sus corazones; pues, al igual que los marineros que vieron el rosetón de fuego en alta mar, se sentían rebosantes de un júbilo que era literalmente inefable, ya que no podían expresarlo ni interpretarlo.

Y también ellos, como los marineros, se transmutaron o, por decirlo de otra forma, el mundo se transmutó para ellos. Experimentaron lo que los médicos llaman una sensación de bien être, sólo que elevada a la máxima potencia. Los viejos volvían a sentirse jóvenes, los ojos que habían perdido vista de pronto veían con claridad, aunque ahora contemplaran un mundo rectificado y resplandeciente, como si una llama interior brillase en todo, y detrás de todo.

Es extremadamente difícil dejar constancia de este estado, ya que se trata de una experiencia tan rara que no existe lenguaje capaz de expresarla. Una sombra de sus éxtasis la encontramos en la poesía más sublime; hay frases en los libros antiguos que hablan de los santos celtas que vagamente lo dan a entender; algunos maestros italianos de la pintura también los conocieron, pues una luz parecida brilla en sus cielos y alrededor de las almenas de sus ciudades, construidas sobre montañas mágicas. Pero no son más que indicios inciertos.

No es poético acudir al gremio de boticarios en busca de símiles. Pero durante muchos años guardé un artículo de la revista Lancet —o quizás fuese la British Medical Journal, no recuerdo bien cuál de ellas— en el que un médico daba cuenta de ciertos experimentos que llevó a cabo con una droga llamada Botón de Mezcal, o Anhelonium Lewinii. Bajos los efectos de esa droga, tenía que cerrar los ojos, e inmediatamente surgían ante él increíbles catedrales góticas de tal majestuosidad y esplendor que ninguna mente podría imaginar. Parecían surgir de lo más profundo del cielo, sus agujas destacaban entre las nubes y las estrellas, estaban construidas con admirable imaginería. Cuando las contemplaba, en seguida se daba cuenta de que todas las piedras tenían vida, que se movían y palpitaban, como si fuesen piedras preciosas, digamos esmeraldas, zafiros, rubíes, ópalos… pero de unos tonos que el ojo humano jamás había visto.

Esta descripción da una ligera idea, creo, de la naturaleza del mundo transmutado en el que había irrumpido esa gente del mar, un mundo resucitado y glorificado, lleno de placeres. En sus semblantes había júbilo y asombro. Pero era en el rostro del párroco donde el júbilo era más profundo y el asombro mayor. Pues había oído tres veces a través del velo la palabra griega que significa «sagrado». Y él, que una vez había asistido horrorizado a una Misa Mayor en una iglesia extranjera, reconoció el perfume del incienso que llenaba aquel lugar de un extremo a otro.

Fue aquél sábado por la noche cuando Olwen Phillips, de Croeswen, tuvo un sueño maravilloso. Era una chica de dieciséis años, hija de unos modestos granjeros, y durante muchos meses había estado condenada a una muerte cierta. La tisis, que prospera en climas húmedos y cálidos, había hecho presa en ella; la tuberculosis no sólo había afectado a sus pulmones sino que se había extendido a todo su organismo. Como suele suceder con frecuencia, había disfrutado de breves periodos de recuperación durante las primeras fases de la enfermedad, pero hacía tiempo que estaba desahuciada y en las últimas semanas parecía precipitarse con vehemencia hacia la muerte. El médico fue a verla aquel sábado por la mañana en compañía je un colega, y ambos estuvieron de acuerdo en que la enfermedad de la chica había entrado en su láse final.

—Posiblemente no durará más de uno o dos días —le dijo a su madre el médico del pueblo.

La visita se repitió el domingo por la mañana y la encontró sensiblemente peor. Poco después la paciente se sumió en un profundo sueño, del que su madre pensó que ya no despertaría.

La chica dormía en una habitación interior que se comunicaba con el dormitorio de sus padres. La puerta intermedia quedaba abierta, para que la señora Phillips pudiera oír a su hija si la llamaba por la noche. Y aquella noche Olwen llamó a su madre, justo al rayar el alba. No fue la llamada apenas perceptible de una moribunda lo que llegó a oídos de la madre, sino un grito estruendoso que resonó por toda la casa, un grito de júbilo inmenso. La señora Phillips se despertó sobresaltada, preguntándose qué había sucedido. Y entonces vio a Olwen, que no había podido levantarse de la cama durante las últimas semanas, de pie ante la puerta, a la débil luz del naciente día.

—¡Mami! ¡Mami! —gritó la chica a su madre—. Se acabó. Estoy perfectamente bien otra vez.

La señora Phillips despenó a su marido, y ambos se incorporaron en la cama sobresaltados, sin saber, como después dijeron, qué demonios hacer. Allí estaba su pobre hija, reducida a una sombra de sí misma, tendida en su lecho de muerte, y cada vez que respiraba la vida se le escapaba como un soplo, y la última vez que habló, su voz era tan débil que había que acercar el oído a su boca para oírla. Allí estaba de pie ante ellos sólo unas horas después; e incluso con aquella débil luz pudieron apreciar que estaba incomprensiblemente cambiada. Y la señora Phillips dijo que durante unos instantes creyó que habían llegado los alemanes y les habían matado a todos mientras dormían. Pero Olwen volvió a gritar, de modo que la madre encendió una vela, se levantó y atravesó la habitación tambaleándose. Allí estaba Olwen, de nuevo alegre y rolliza, sonriendo con sus ojos brillantes. Su madre la llevó a su propia habitación y depositó allí la vela; y al palpar la carne de su hija, prorrumpió en lágrimas, mezcladas con súplicas de regocijo y admiración, y de acción de gracias; y abrazó a la chica para cerciorarse de que no se engañaba. Entonces Olwen contó su sueño, aunque ella creía que no era tal.

Dijo que se despertó en medio de la oscuridad más absoluta, sabiendo que la vida se le escapaba rápidamente. No podía mover ni un dedo; intentó gritar, pero no salió de sus labios sonido alguno. Tenía el presentimiento de que en seguida se iría de este mundo, y su corazón sufría atrozmente. Y cuando sus labios exhalaron el último aliento de vida, oyó un sonido muy débil y dulce, como el tintineo de una campana de plata. Venía de muy lejos, de más allá de Ty-newydd. Olvidó su congoja y se puso a escuchar, y asegura que incluso entonces sintió como si el torbellino del mundo volviese a ella. Y el sonido de la campana aumentó y se intensificó, estremeciendo todo su cuerpo, que de esta forma recuperó la vida. Y mientras la campana sonaba y vibraba en sus oídos, una tenue luz roja se reflejó en la pared de su habitación, hasta inundarla por completo de un fuego rosado. Entonces vio que delante de su cama había tres hombres de rostros radiantes, ataviados con túnicas de color sangre. Uno de ellos llevaba en la mano una campana dorada. El segundo sostenía algo que tenía la forma de un tablero de mesa. Era como una alhaja enorme, de color azul, atravesada de vetas plateadas y doradas que fluían cual torrentes, y tenía reflejos como si hubiesen echado violetas al agua; unas veces era verde, como el mar cerca de la costa, otras azul como el cielo nocturno con todas las estrellas brillando, y el sol y la luna la bañaban al ponerse. Y el tercer hombre sostenía por encima de ella una copa que era como un rosetón encendido.

—Algo ardía en su interior, que contenía unas gotas de sangre, y encima había como una nube roja. Entonces pude contemplar un gran misterio. Y escuché una voz que cantó nueve veces: «Gloria y alabanzas al Conquistador de la Muerte, a la inmortal Fuente de la Vida». Luego la luz roja se alejó de la pared y todo quedó a oscuras. La campana sonó otra vez débilmente en Capel Teilo y entonces me levanté y te llamé, mami.

El lunes por la mañana vino el médico con el certificado de defunción en la cartera, y Olwen salió corriendo a su encuentro. Ya he citado su frase en el primer capítulo de esta relación: «una especie de resurrección del cadáver». Reconoció cuidadosamente a la chica y declaró haber comprobado que había desaparecido cualquier rastro de la enfermedad. El domingo por la mañana había dejado a su paciente en ese estado de coma que precede a la muerte, un cuerpo condenado irremisiblemente y listo para tumba. Y el lunes por la mañana había encontrado a una joven llena de vida, cuyo cuerpo reía y se regocijaba como un río fluyendo de un pozo sin fondo.

Ahora es el momento de formular una de esas preguntas (hay muchas), aunque no pueda contestarse. La pregunta se refiere a la permanencia de la tradición, sobre todo entre los actuales galeses de origen celta. Por un lado, han sufrido multitud de oleadas y tormentas. Padecieron la oleada de los sajones paganos; luego, la oleada del Medievo latino, después las mareas del anglicanismo; y por último la avalancha de su propio metodismo calvinista, mitad puritano, mitad pagano. Y cabe preguntarse si es posible que haya sobrevivido algún recuerdo de esa serie de aluviones. Ya dije que los viejos de Llantrisant conocían la historia de la campana de Teilo Sant, pero se trataba de recuerdos vagos y fragmentados. Luego, tenemos el nombre con que eran conocidos los «forasteros» en la plaza del mercado, y esto es más preciso. Los estudiosos de la leyenda del Grial saben que, en los romances, el custodio de este Cáliz es el Rey Pescador, o el Rico Pescador. Los expertos en hagiografía céltica saben que fue profetizado que, antes del nacimiento de Dewi (David), dicho guardián sería un «hombre de vida acuática». Otra leyenda cuenta cómo un niño, destinado a ser santo, fue hallado en el río sobre una piedra, y cómo durante su infancia encontraba todos los días un pez para alimentarse, precisamente encima de esa piedra; en tanto que otro santo, llar, si mal no recuerdo, fue llamado expresamente el Pescador. Pero ¿han persistido hasta nuestros días estos recuerdos entre la gente practicante y piadosa? Es difícil decirlo. Está el asunto del Cáliz Curativo de Nant Eos, o el Cáliz Curativo de Tregaron, como también se conoce. Hace sólo unos años se lo mostraron a un arpista ambulante, que lo trató con ligereza y pasó una noche espantosa, según dijo; luego volvió arrepentido y lo dejaron a solas con el vaso sagrado para rezar, hasta que «su mente estuviese en paz». Eso ocurrió en 1887.

En cuanto a mí, que sólo conozco superficialmente el Gales moderno, recuerdo que hace tres o cuatro años hablé con mi ocasional casero de ciertas reliquias de San Teilo, que se supone custodia una familia de este país. El casero era un tipo alegre y jovial, y observé con cierto asombro que su habitual talante afable cambió por completo cuando me dijo muy seriamente, señalando vagamente hacia el norte:

—Esto acabará allí, en aquellas montañas.

Y cambió de tema, como lo hace un francmasón.

Ahí radica el asunto. Pero, a diferencia de la historia de Llantrisant, el sueño de Olwen Phillips fue, en realidad la visión del Santo Grial.

7. LA MISA DEL SANTO GRIAL

—Ffeiriadwyr Melcisidec! Ffeiriadwyr Melcisidec! —gritó el viejo diácono metodista y calvinista de barba cana— ¡Sacerdocio de Melquisedec! ¡Sacerdocio de Melquisedec!

Y prosiguió:

—La Campana que es como y glwys yr angel ym mharadwys (el júbilo de los ángeles en el paraíso) ha retornado. El Altar cuyo color nadie puede discernir ha retornado. El Cáliz que vino de Sión ha retornado. La vieja Ofrenda se ha restablecido. Los Tres Santos han vuelto a la iglesia de los tri sant. Los tres Pescadores Sagrados están entre nosotros y su red está colmada. Gogoniant, gogoniant (¡Gloria! ¡Gloria!)

Entonces otro metodista empezó a recitar en galés un verso del himno de Wesley[10].

Dios aún respeta Tu sacrificio,

Su dulce sabor siempre agrada;

La Ofrenda humea a través de la tierra y los cielos,

Difundiendo vida, júbilo y paz;

Llega a Tus patios inferiores

Y los llena de perfume Divino.

Toda la iglesia, según cuentan los libros antiguos, estaba llena de la fragancia de las especies más raras. Unas luces brillaban dentro del santuario, a través de la angosta arcada.

Era el principio del fin de todo lo que había acontecido en Llantrisant. Fue el domingo siguiente a la noche en que Olwen Phillips había recobrado misteriosamente la vida. Aquel día los disidentes no habían abierto ni una sola de sus capillas en todo el pueblo. Los metodistas con su pastor y sus diáconos, y todos los no-conformistas[11], habían vuelto aquel domingo por la mañana a la «antigua colmena». Parecía una iglesia de la Edad Media, una iglesia de la actual Irlanda. Todos los asientos, excepto los del presbiterio, estaban ocupados, todos los pasillos repletos, el patio de la iglesia atestado; todo el mundo estaba arrodillado y el viejo párroco, también de rodillas, se hallaba frente a la puerta del santo lugar.

Pero ninguno de ellos podía decir apenas nada de lo que había pasado al otro lado del velo. No se había intentado celebrar el servicio normal. Cuando las campanas dejaron de sonar, el viejo diácono dio un grito, y el sacerdote y los fieles cayeron de rodillas, pues creían haber escuchado dentro de sí un coro que cantaba: «Aleluya, aleluya, aleluya». Y cuando dejaron de sonar las campanas de la torre, se oyó el sonido estremecedor de la campana de Sión, y el velo dorado de la luz solar atravesó la puerta y cayó sobre el altar, y las voces celestiales comenzaron a entonar sus melodías.

Una voz como una trompeta gritó desde el interior de aquel resplandor:

Agyos, agyos, agyos.

Y la gente, como movida por antiguos recuerdos, replicó:

-Agyos yr Tâd, agyos yr Man, agyos yr Yspryd Glan, Sant, sant, sant, Drindod sant vendigeid. Sanctus Arglwydd Dduw Sabaoth, Dominus Deus.

Hubo una voz que gritó y cantó desde dentro mismo del altar. La mayor parte de la gente recordaba vagamente haberla oído en las capillas; era una voz ascendente y descendente que se elevaba en modulaciones atroces que sonaban como la trompeta del Juicio Final. La gente se daba golpes de pecho, y por sus mejillas caían lágrimas cual lluvia en las montañas; los que pudieron, se postraron ante aquel velo esplendoroso. Después dijeron que los habitantes de las montañas, a más de veinte millas de distancia, oyeron ese grito y ese cántico, transportados por el viento, y se postraron, exclamando: «La ofrenda se ha cumplido», sin que nadie supiera lo que decía.

Hubo algunos que vieron salir por la puerta del santuario a tres personas, que permanecieron de pie unos instantes en el estrado de delante de la puerta. Los tres llevaban vestiduras de color rojo como la sangre. Uno de ellos se adelantó a los otros dos,'miró hacia poniente y tocó la campana. Y dicen que todas las aves del bosque, todas las aguas del mar, todas las hojas de los árboles, y todos los vientos de las montañas, elevaron sus voces, acompañando al tañido de la campana. Y los otros dos se miraron el uno al otro. Y mientras el segundo sujetaba el altar desaparecido que antaño llamaban «Zafiro», que era como del color cambiante del mar y el cielo, como una mezcla de oro y plata, el tercero elevó sobre ese altar un cáliz rojo con la sangre de la ofrenda.

Y el viejo párroco gritó entonces ante la entrada:

Bendigeid yr Offeren yn oes oesoedd (Bendita sea la Ofrenda por los siglos de los siglos).

La Misa del Santo Grial había terminado y entonces empezaron a abandonar esta tierra las personas y objetos sagrados que habían regresado a ella al cabo de tantos años. Al parecer muchos de ellos siguieron oyendo el estremecedor sonido de la campana durante varios días, incluso semanas, a partir de aquel domingo por la mañana. Pero, desde entonces nadie ha vuelto a ver el altar ni el cáliz, ni ha vuelto a oír la campana, al menos manifiestamente, sólo en sueños, dormidos o despiertos. Ni volvieron a verse forasteros en el mercado de Llantrisant, ni en los lugares solitarios donde ciertas personas, agobiadas por grandes pesares, los habían encontrado alguna que otra vez.

Sin embargo la gente del pueblo nunca olvidó aquella visita. Muchas cosas sucedieron en los nueve días que no se han anotado en esta relación… o leyenda. Algunas fueron insignificantes, aunque bastante extrañas en otros tiempos. Así por ejemplo, un hombre del pueblo que tenía un perro feroz, que siempre estaba encadenado, descubrió un día que la bestia se había vuelto dócil y mansa.

Y algo todavía más extraño: a Edward Davies, un granjero de Lanafon, lo despertó una noche un extraño aullido en su patio. Miró por la ventana y vio a su perro pastor jugando con un enorme zorro; se perseguían por turnos, derribándose el uno al otro y «haciendo cabriolas como nunca había visto nada igual», según afirmó el asombrado granjero. Y alguien dijo que durante esa temporada de maravillas el maíz creció mucho, la hierba se espesó, y la fruta se multiplicó en los árboles de manera asombrosa.

Más importante, al parecer, fue el caso de Williams, el tendero, aunque bien pudo tratarse de una entrega completamente normal. £1 señor Williams iba a casar a su hija Mary con un tipo espabilado de Carmarthen, y Je angustiaba la idea, no ya por el matrimonio en sí, sino porque las cosas no le habían ido muy bien últimamente y pensaba que no podría celebrar los desposorios como a él le habría gustado. La boda iba a celebrarse el sábado —día en que se reconciliaron el abogado Lewis Prothero y el granjero Philip James—, y el tal John Williams, que no tenía dinero ni crédito, sólo pensaba en la vergüenza que pasaría por la escasez y pobreza del festejo nupcial. En estas, el martes le llegó una carta procedente de Australia de su hermano David, del que no sabía nada desde hacía quince años. Al parecer, David Williams había hecho mucho dinero y seguía soltero, y con la carta envió un pagaré por valor de mil libras. «Así podrás disfrutarlo ahora sin tener que esperar a que me muera». La cantidad era más que suficiente, en efecto, pero apenas una hora después de la llegada de la carta, se presentó en la tienda la señora de la casa grande (Pías Mawr) y dijo:

—Señor Williams, su hija Mary ha sido siempre una chica excelente, y tanto mi marido como yo creemos que debemos regalarle algo por su boda, esperando que sea muy feliz.

Era un reloj de oro que valía quince libras. Y después de lady Watcyn, se presentó el viejo médico con una docena de botellas de oporto, con cuarenta años a sus espaldas, y un largo sermón acerca de cómo decantarlas. Y la anciana esposa del viejo párroco llevó a la guapa chica morena dos yardas de encaje color crema, a modo de hechizo, para el velo nupcial, y cuenta Mary que lo llevó en su boda hace cincuenta años. Y el terrateniente sir Watcyn, como si su esposa no hubiera hecho ya un excelente regalo, llamó a Williams desde su caballo y le dijo, ladrando como un perro:

—¿Te vas a casar, eh, Williams? No puede haber boda sin champán, ¿sabes?; no sería legal, ¿no es cierto? De modo que elige un par de cajas.

Así cuenta Williams la historia de los regalos de boda; y desde luego jamás hubo en Llantrisant una boda tan famosa.

Todo esto, por supuesto, encaja perfectamente dentro del orden natural; el «destello», como lo llaman, parece más difícil de explicar. Pues dicen que durante aquellos nueve días, y en especial después de que todo acabara, nunca más hubo un hombre cansado o desesperado en Llantrisant, ni en toda la región circundante. Pues si un hombre creía que un trabajo, físico o mental, iba a ser demasiado para sus fuerzas, de repente le invadía un cálido resplandor y un escalofrío, y se sentía tan fuerte como un gigante, y más feliz de lo que había sido en toda su vida, de modo que tanto el abogado como el cercador disfrutaron de la misión encomendada a cada uno, como si fuera un juego.

Y mucho más asombroso que este o cualquier otro prodigio fue la indulgencia, ejercitada con amor. Hubo reuniones de antiguos enemigos en la plaza del mercado y en la calle que hicieron levantar las manos a la gente y declarar que era como si uno se paseara por las milagrosas calles de Sión.

¿Y qué pasa con los «fenómenos», cuya presencia calificamos, en el lenguaje corriente, de «milagrosa»? ¿Qué sabemos de ellos? La pregunta que siempre me he planteado surge de nuevo: ¿es posible que las viejas tradiciones sobrevivan en una especie de latente, o letárgico, estado de semiinconsciencia? En otras palabras, ¿acaso la gente «vio» y «oyó» lo que esperaba ver y oír? Esta cuestión, u otra similar, surgió en un debate entre Andrew Lang y Anatole France con respecto a las visiones de Juana de Arco. France afirmaba que cuando Juana vio a San Miguel, vio al arcángel tradicional del arte religioso de su época, pero a mi entender Andrew Lang demostró que la imagen visionaria descrita por Juana no se parecía en lo más mínimo al concepto que se tenía de San Miguel en el siglo XV. Por eso, en el caso de Llantrisant, he afirmado que existe una especie de tradición acerca de la campana sagrada de Teilo Sant; y, desde luego, no es del todo imposible que llegase a oídos de los campesinos galeses alguna vaga noción del cáliz del Grial a través de los Idilios de Tennyson. Pero no veo ninguna razón para suponer que esa gente haya oído hablar del altar portátil (llamado «Zafiro» por William de Malmesbury[12]) ni desús colores cambiantes «que nadie puede discernir».

Existen además otras cuestiones, como la diferencia entre alucinación y visión, la duración media de una y otra, y la posibilidad de que se trate de una alucinación colectiva. Si un grupo de gente ve (o cree ver) las mismas apariciones es posible que sólo sea una alucinación. Creo que existe un caso ilustrativo de este asunto, que concierne a un grupo de gente que vio la misma aparición en la pared de una iglesia de Irlanda. Pero también hay, por supuesto, otra dificultad: una persona puede sufrir una alucinación y comunicar su impresión a los demás por vía telepática.

Pero, a fin de cuentas, ¿qué sabemos nosotros?