EL GRAN DIOS PAN

I. EL EXPERIMENTO

—Me alegro de que hayas venido, Clarke; de veras me alegro mucho. No estaba seguro de que dispusieras de tiempo.

—Pude arreglar las cosas para unos pocos días. Ahora no hay demasiada actividad. Pero ¿no tienes ninguna duda, Raymond? ¿Estás seguro?

Los dos hombres paseaban lentamente por delante de la hilera de casas que discurría frente a la residencia del Dr. Raymond. El sol todavía estaba suspendido por encima de la cordillera de poniente, pero brillaba con un apagado resplandor rojizo que no proyectaba sombras. El aire estaba en calma. Una brisa fresca Venia del gran bosque que se extendía por las laderas de las colinas vecinas, acompañada, a intervalos, del suave zureo de las palomas salvajes. Abajo, en el largo y encantador valle, el río serpenteaba entre las solitarias colinas y, a medida que el sol se ocultaba y desaparecía por el oeste, una ligera neblina, muy blanca, comenzaba a elevarse de sus orillas. El doctor Raymond se volvió bruscamente a su amigo.

—¿Seguro? Por supuesto que sí. En sí misma, la operación es muy simple; podría hacerla cualquier cirujano.

—Y ¿no existe peligro en ninguna otra fase?

—Ninguno. Rotundamente, no existe ningún tipo de peligro físico, te doy mi palabra. Siempre fuiste asustadizo, Clarke, siempre. Pero ya conoces mi historial. Me he dedicado durante los últimos veinte años a la medicina trascendental. Me han llamado curandero, charlatán e impostor, pero todo el tiempo he sabido que me hallaba en el buen camino. Hace cinco años logré mi objetivo, y desde entonces cada día ha sido una preparación para lo que haremos esta noche.

—Me gustaría creer que todo eso es cierto —Clarke frunció el ceño y miró dubitativamente al doctor Raymond—. ¿Estás completamente seguro, Raymond, de que tu teoría no es ninguna fantasía? ¿Que no es una visión, ciertamente esplendida, pero visión al fin y al cabo?

El Doctor Raymond se detuvo en su paseo y repente se volvió. Era un hombre de mediana edad, demacrado y flaco, y de tez amarillenta, mas al contestar a Clarke cara a cara sus mejillas se ruborizaron.

—Mira a tu alrededor, Clarke. Puedes ver la montaña y una colina tras otra, cual olas en el mar; bosques y huertas, campos repletos de trigo maduro y prados que llegan hasta los cañaverales del río. Puedes verme aquí a tu lado y oír mi voz. Pero te aseguro que todas esas cosas —sí, desde esa estrella que acaba de brillar en el cielo hasta el suelo firme que pisamos— no son más que sueños y sombras que ocultan a nuestros ojos el mundo real. Existe un mundo real, pero está más allá de esta magia y de esta visión, más allá de estas «cacerías en un tapiz, sueños en una carrera», más allá de todo eso, como detrás de un velo. Ignoro si algún ser humano ha alzado alguna vez ese velo; pero sí sé, Clarke, que tú y yo lo veremos levantar esta misma noche, antes que nadie. Puedes pensar que todo esto es un disparate, que es extraño; pero es verdad. Los antiguos sabían lo que significa levantar el velo. Lo llamaban ver aLdios Pan.

Clarke se estremeció. La blanca neblina que se acumulaba sobre el río estaba helada.

—Es maravilloso, desde luego —dijo—. Si lo que dices es verdad, Raymond, nos encontramos al borde de un mundo extraño. ¿Es absolutamente imprescindible el bisturí?

—Sí; una ligera incisión en la materia gris, eso es todo. Un insignificante reajuste de ciertas células, una alteración microscópica que escaparía a la atención de noventa y nueve de cada cien especialistas del cerebro. No quiero darte la lata con una explicación científica, Clarke. Podría darte un montón de detalles técnicos que te impresionarían mucho, pero que te dejarían tan a oscuras como estás ahora. Supongo que habrás leído, de paso, en algún rincón perdido de tu periódico, que la fisiología cerebral ha progresado mucho recientemente. El otro día vi un suelto sobre la teoría de Digby y los descubrimientos de Browne Faber. ¡Teorías y descubrimientos! Se encuentran ahora donde yo me encontraba hace quince años, y no necesito decirte que en los últimos quince años no me he estancado. Bastará que te diga que hace cinco años hice el descubrimiento a que aludí cuando dije que había logrado mi objetivo.

«Después de muchos años de trabajo y fatigas, y de andar a tientas en la oscuridad, después de muchos días y muchas noches de decepción y hasta de desesperación, en que de vez en cuando solía temblar y deprimirme pensando que quizá otros estuviesen buscando lo mismo que yo, por fin, después de tanto tiempo, un escalofrío de súbita alegría estremeció mi alma y comprendí que el largo viaje tocaba a su fin. Por lo que entonces pareció una casualidad, y aún ahora lo parece, el curso de una idea casual siguió los cauces y sendas habituales, que yo había rastreado ya cientos de veces. La gran verdad se alzó ante mí y vi todo un mundo, dibujado con líneas luminosas, una esfera desconocida; continentes e islas, y grandes océanos en los que ningún barco ha navegado (estoy convencido) desde que el hombre levantó por vez primera la mirada y contempló el sol y las estrellas en el cielo, y debajo, la tierra en calma.

»Pensarás que todo este lenguaje es muy enfático, Clarke, pero es difícil ser literal. Y, además, ignoro si las cosas a las que aludo pueden ser expuestas en términos sencillos y corrientes. Por ejemplo, este mundo nuestro está completamente rodeado hoy en día de hilos y cables telegráficos; el pensamiento, a una velocidad algo menor que la de la luz, cruza como una centella del amanecer el crepúsculo, de norte a sur, a través de mares y desiertos. Supongamos que un electricista de hoy en día pudiera darse cuenta de repente de que tanto él como sus colegas han estado sencillamente jugando con guijarros, a los que erróneamente habían tomado por los cimientos del mundo. Supongamos que ese hombre viera un espacio mayor extendiéndose hasta el infinito, y que las palabras de los humanos lo surcasen hasta más allá del sol y de los sistemas más lejanos y que las voces articuladas de los hombres resonasen en el desolado vacío que envuelve a nuestros pensamientos. Sería una analogía bastante buena de lo que yo he hecho.

»Ahora comprenderás un poco lo que sentí aquí cierta tarde. Era una tarde de verano y el valle ofrecía un aspecto muy parecido al de ahora. Me encontraba aquí mismo, viendo ante mí el indecible e inconcebible abismo profundo que se abre entre los dos mundos, el material y el espiritual. Veía cómo se difuminaba la inmensa brecha, vacía y profunda, y en aquel mismo instante un puente de luz saltó de la tierra a la orilla desconocida y el abismo fue salvado. Si quieres puedes consultar el libro de Browne Faber; en él encontrarás que, hasta el presente, los hombres de ciencia eran incapaces de explicar la presencia de cierto grupo de células nerviosas del cerebro, o de especificar sus funciones. Este grupo es, por decirlo así, tierra de nadie, un simple terreno baldío propicio a las teorías más fantásticas. Yo no me encuentro en la situación de Browne Faber y demás especialistas; estoy perfectamente instruido en lo referente a las posibles funciones de esos centros nerviosos dentro del esquema general. Con un simple toque puedo ponerlos en funcionamiento; con un toque, digo, puedo liberar la corriente; puedo consumar la comunicación entre el mundo de los sentidos y… Más tarde podremos completar la frase. Sí, el bisturí es necesario; pero piensa en lo que ese bisturí puede hacer. Arrasará completamente la sólida barrera sensorial y, probablemente por vez primera desde que el hombre fuera creado, un espíritu podrá contemplar el mundo espiritual. Clarke, ¡Mary verá al dios Pan!

—Pero ¿no recuerdas lo que me escribiste? Creía que era necesario que ella…

El resto lo susurró al oído del doctor.

—De ninguna manera. Eso es una tontería, te lo aseguro. Realmente, es mejor así. Estoy completamente seguro de eso.

—Piénsatelo bien, Raymond. Es una gran responsabilidad. Algo puede ir mal y en ese caso serías un desgraciado el resto de tus días.

—No, no lo creo; ni aunque sucediera lo peor. Como sabes, saqué a Mary del arroyo, librándola de una casi segura inanición, cuando todavía era una niña. Pienso que su vida me pertenece, que puedo utilizarla como juzgue conveniente. Vamos, se está haciendo tarde. Será mejor que entremos.

El doctor Raymond fue el primero en entrar en la casa, después de atravesar el vestíbulo y descender a un largo y sombrío pasadizo. Sacó una llave de su bolsillo y abrió una pesada puerta, indicando a Clarke con la mano que entrara en su laboratorio. Antes había sido una sala de billar y estaba iluminado por una cúpula acristalada en el centro del techo, donde todavía brillaba una triste luz grisácea sobre la figura del doctor, mientras este encendía una lámpara de pantalla gruesa y la colocaba sobre una mesa en el centro de la habitación.

Clarke miró a su alrededor. Apenas quedaba un palmo de pared libre; la habitación estaba cubierta de anaqueles cargados de botellas y frascos de todas las formas y colores; y en un extremo había una pequeña librería Chippendale. Raymond señaló hacia ella.

—¿Ves este pergamino de Oswald Crollius? Fue uno de los primeros en mostrarme el camino, aunque no creo que él mismo llegara a descubrirlo. Esta es una de sus extrañas sentencias: «En cada grano de trigo yace oculta el alma de una estrella».

Había pocos muebles en el laboratorio. La mesa del centro, consistente en una losa de piedra con desagüe en una de sus esquinas, y los dos sillones en donde se sentaron Raymond y Clarke. Eso era todo, a excepción de un extraño sillón al fondo de la habitación. Clarke lo miró y alzó las cejas.

—Sí, ese es el sillón —dijo Raymond—. Podemos colocarlo también en posición.

El doctor se levantó, acercó el sillón a la luz y empezó a subirlo y bajarlo, a hacer descender su asiento, a graduar su respaldo y a ajustar el apoyo de los pies. Parecía bastante cómodo, y Clarke pasó la mano por su suave terciopelo verde, en tanto que el doctor manipulaba las palancas.

—Ahora ponte cómodo, Clarke. Me quedan todavía un par de horas de trabajo; me vi obligado a dejar ciertos detalles para el final.

Raymond se dirigió a la losa de piedra y Clarke observó sin interés cómo se inclinaba sobre una hilera de frascos y encendía una llama bajo el crisol. El doctor tenía una pequeña lámpara de mano, con una pantalla como la otra, sobre una repisa por encima de sus aparatos, y Clarke, que estaba sentado en la oscuridad, contemplaba la vasta y triste habitación, asombrado por los extraños efectos de la brillante luz en contraste con las indefinidas tinieblas. Pronto tuvo conciencia de un extraño olor dentro de la habitación. Al principio sólo fue una simple impresión; pero, a medida que fue en aumento, le sorprendió que no le recordara en nada a una farmacia o una clínica.

Clarke trató en vano de analizar esa sensación y empezó a pensar, casi inconscientemente, en un día, quince años atrás, en que se había dedicado a vagabundear por bosques y prados, cerca de su antiguo hogar. Era un día abrasador, a principios de agosto. El calor difuminaba el contorno de todas las cosas y borraba las distancias con una ligera calima. La gente que observó el termómetro habló de un registro anormal, de una temperatura casi tropical. Aquel maravilloso día de calor de hacía quince años brotó inesperadamente en la memoria de Clarke. La sensación de la deslumbrante luz solar invadiéndolo todo parecía ocultar las sombras y luces del laboratorio, y Clarke sentía de nuevo en el rostro las ráfagas de aire cálido, veía el débil resplandor que se elevaba del césped, y oía los innumerables rumores del verano.

—Espero que el olor no te moleste, Clarke; no existe nada malsano en él. Tal vez te dé un poco de sueño, eso es todo.

Clarke oyó las palabras con toda claridad, y sabía que Raymond le estaba hablando, pero por más que lo intentó no pudo despertar de su letargo. No podía pensar más que en el solitario paseo que diera quince años atrás. Fue la última vez que contempló los campos y los bosques que conocía desde niño, y ahora todo ello aparecía ante él, brillantemente iluminado, como en un cuadro. Sobre todo, llegaba a su olfato el aroma del verano, el perfume entremezclado de las flores, la fragancia de los bosques, el frescor de los rincones sombríos, en lo más profundo de los verdes abismos, extraído por el calor del sol; y todo lo dominaba el aroma de la buena tierra, extendiéndose, por así decirlo, con los brazos estirados y una sonrisa en los labios. En su fantasía vagaba, como lo hiciera tiempo atrás, desde los campos al bosque, siguiendo un pequeño sendero entre la brillante maleza de las hayas; y en su sueño, el goteo del agua cayendo de la roca caliza sonaba cual diáfana melodía.

Sus pensamientos comenzaron a extraviarse y a mezclarse con otros recuerdos; el paseo de hayas se convirtió en un sendero de encinas, en el que, de vez en cuando, una parra cargada de uvas purpúreas trepaba de rama en rama con sus ondulantes zarcillos, y las escasas hojas gris-verdosas de un olivo silvestre se recortaban contra las oscuras sombras de las encinas. En los profundos recovecos de su sueño, Clarke se daba cuenta de que el sendero que partía de la casa de su padre le había conducido a un país desconocido, y mientras se asombraba de lo extraño que era todo, de repente, en lugar del zumbido y el susurro del verano, un silencio infinito pareció descender sobre todas las cosas. El bosque enmudeció y, por un momento, él se enfrentó cara a cara a una presencia que no era ni hombre ni bestia, ni vivo ni muerto, sino una mezcla de todo, la forma de todas las cosas pero desprovista de forma. En aquel mismo instante se disolvió la comunión entre cuerpo y alma, y una voz pareció gritar: «Vámonos de aquí». Entonces surgió la oscuridad de las tinieblas más allá de las estrellas, la oscuridad de lo eterno.

Clarke despertó sobresaltado y vio que Raymond vertía unas cuantas gotas de fluido aceitoso en un frasco verde que tapó herméticamente.

—Has estado echando una cabezada —dijo—. El viaje ha debido de fatigarte. Todo está listo. Voy a buscar a Mary; volveré dentro de diez minutos.

Clarke volvió a su sillón y se puso a meditar. Era como si hubiese pasado de un sueño a otro. Estremecido por sus fantasías oníricas, casi esperaba ver disolverse y desaparecer las paredes del laboratorio y despertar en Londres. Pero por fin se abrió la puerta y regresó el doctor, seguido por una joven de unos diecisiete años, toda vestida de blanco. Era tan hermosa que Clarke no se extrañó de lo que el doctor le había escrito. Su rostro, cuello y brazos se ruborizaron, mientras Raymond permanecía impasible.

—Mary —dijo el doctor—, ha llegado el momento. Eres completamente libre. ¿Estás dispuesta a confiar plenamente en mí?

—Sí, querido.

—¿Has oído eso, Clarke? Eres testigo. Aquí está el sillón, Mary. Es muy cómodo. Siéntate y reclínate hacia atrás. ¿Estás preparada?

—Sí, querido, del todo preparada. Dame un beso antes de empezar.

El doctor se inclinó y la besó en la boca, cariñosamente.

—Ahora cierra los ojos —dijo.

La joven entornó los párpados, como si estuviera cansada y deseara dormir, y Raymond acercó el frasco verde a sus fosas nasales. Su rostro se puso blanco, más blanco que su vestido; se agitó débilmente y luego, con un gesto de profunda sumisión, cruzó los brazos sobre el pecho, como un niño a punto de rezar sus oraciones. La radiante luz de la lámpara caía de lleno sobre ella y Clarke observó fugaces cambios en su rostro, al igual que ocurre en las colinas cuando las nubes de verano pasan delante del sol. Luego se quedó inmóvil y pálida, y el doctor levantó uno de sus párpados. Estaba completamente inconsciente. Raymond presionó con fuerza una de las palancas y al momento el sillón se inclinó hacia atrás. Clarke pudo ver cómo le rapaba un círculo de los cabellos, a modo de tonsura, y le acercaba más la lámpara. Raymond cogió un reluciente instrumento de su pequeño estuche y Clarke volvió el rostro, estremecido. Cuando miró de nuevo, el doctor estaba ya vendando la herida.

—Despertará dentro de cinco minutos —Raymond permanecía completamente sereno—. No queda más por hacer; únicamente esperar.

Los minutos transcurrieron lentamente y ambos amigos pudieron escuchar un lento y pesado tictac. Era el viejo reloj del pasillo. Clarke se sentía enfermo y mareado; le temblaban las rodillas y apenas podía mantenerse en pie.

De repente oyeron un profundo suspiro: el color perdido volvió a las mejillas de la joven y sus ojos se abrieron. Clarke se acobardó al verlos. Brillaban con una luminosidad atroz, mirando a la lejanía, mientras su rostro reflejaba un gran asombro y ella extendía los brazos como para tocar algo invisible. Pero, en un instante, el asombro se desvaneció, dejando paso al más espantoso terror. Los músculos de su rostro se contrajeron horriblemente y se puso a temblar de la cabeza a los pies; su alma parecía forcejear y estremecerse dentro de su morada carnal. Era una visión horrible y Clarke se abalanzó sobre ella cuando la vio caer al suelo, gritando.

Tres días después, Raymond llevó a Clarke junto a la cabecera de Mary. La joven yacía completamente despierta, girando la cabeza de un lado a otro y sonriendo distraídamente.

—Sí —dijo el doctor, completamente sereno todavía—, es una verdadera pena; se ha convertido en una irremediable idiota. Sin embargo, no ha podido evitarse; aunque, después de todo, ha visto al gran dios Pan.

II. MEMORIAS DEL SEÑOR CLARKE

El señor Clarke, caballero elegido por el doctor Raymond como testigo del extraño experimento del dios Pan, era una persona en cuyo carácter se mezclaban singularmente la cautela y la curiosidad. En sus momentos de sensatez, rechazaba con franca aversión tanto lo insólito como lo excéntrico y, sin embargo, en lo más profundo de su corazón, sentía una ingenua curiosidad por los elementos más recónditos y esotéricos de la naturaleza humana. Esta última tendencia es la que había prevalecido cuando aceptó la invitación de Raymond; pues, aunque su buen juicio había repudiado siempre las teorías del doctor, considerándolas como un disparate de lo más delirante, creía secretamente en las cosas más fantásticas, y le habría complacido ver confirmada esa creencia. Los horrores que había presenciado en el tenebroso laboratorio fueron, hasta cierto punto, saludables; tenía conciencia de estar mezclado en un asunto muy poco digno, y durante muchos años después se aferró firmemente a todos los lugares comunes, rechazando cuantas ocasiones se le presentaron de indagar en lo oculto. Efectivamente, en virtud de algún proceso homeopático, asistió durante algún tiempo a las sesiones de eminentes médiums, esperando que los burdos trucos de estos caballeros le indispusieran contra cualquier clase de misticismo. Pero el remedio, aunque cáustico, no fue eficaz.

Clarke sabía que anhelaba todavía lo oculto; y, poco a poco, volvió a reafirmarse la vieja pasión, a medida que el rostro de Mary, estremecido y convulso por un terror incognoscible, se desvanecía lentamente de su memoria. Ocupado todo el día en trabajos serios y a la vez lucrativos, la tentación de relajarse al anochecer era demasiado grande, especialmente en los meses de invierno, cuando el fuego despedía un cálido resplandor en su cómodo piso de soltero y tenía al alcance de la mano una botella de selecto clarete. Una vez digerida la cena, simulaba leer el periódico de la tarde; pero pronto le cansaba la simple enumeración de las noticias y no tardaba en arrojar ardientes miradas de deseo hacia un viejo escritorio japonés, que se hallaba a poca distancia de la chimenea. Como un niño ante una alacena llena de tarros de mermelada, durante unos pocos minutos vagaba indeciso; pero siempre prevalecía su deseo y terminaba por acercar su silla, encender una vela y sentarse ante el escritorio. Sus casillas y cajones rebosaban de documentos acerca de los temas más morbosos, y en el fondo reposaba un enorme volumen manuscrito en el que había anotado laboriosamente las joyas de su colección. Clarke sentía un ligero desprecio por la literatura publicada; el cuento más espectral dejaba de interesarle en cuanto se imprimía. Su único placer consistía en leer, recopilar y ordenar lo que llamaba sus «Memorias para demostrar la existencia del Diablo»; y abstraído en esta ocupación, le parecía que la tarde volaba y que la noche se le hacía demasiado corta.

Cierto anochecer, una fea noche de diciembre, negra por la niebla, y fría y húmeda por la escarcha, Clarke se dio prisa en cenar y apenas se dignó observar su acostumbrado ritual de coger el periódico y volverlo a dejar en seguida. Se paseó unas cuantas veces por la habitación, abrió el escritorio, permaneció de pie un momento todavía y finalmente se sentó. Se inclinó hacia atrás, absorto en uno de aquellos sueños a que estaba sujeto, y por fin sacó su libro y lo abrió por la última anotación. Había tres o cuatro páginas densamente cubiertas por su redonda y cuidada caligrafía, precedidas por un escrito con letra algo mayor.

Singular narración contada por mi amigo el doctor Phillips. Me asegura que los hechos aquí relatados son estricta y enteramente ciertos, pero se niega a darme los apellidos de las personas involucradas, o el lugar en donde ocurrieron estos extraordinarios sucesos.

El señor Clarke empezó a leer por décima vez, cotejando de vez en cuando las notas a lápiz que había tomado mientras se lo contaba su amigo. Le encantaba enorgullecerse de cierta habilidad literaria; apreciaba mucho su propio estilo y se esmeraba por conferir dramatismo a todo cuanto escribía. Leyó la siguiente historia:

Las personas a que atañe esta declaración son Helen V., que, si aun vive, debe de ser ahora una mujer de unos veintitrés años, Rachel M., ya fallecida, un año más joven que la anterior, y Trevor W., un débil mental de dieciocho años. Esas personas habitaban, en la época a que se refiere la historia, en un pueblo de los confines de Gales, lugar de cierta importancia en tiempos de la dominación romana, pero hoy en día reducido a un caserío desperdigado de no más de quinientas almas. Está situado en terreno elevado, a unas seis millas del mar, protegido por un extenso y pintoresco bosque.

Hace unos once años, Helen V. llegó al pueblo en circunstancias un tanto peculiares. Se supone que, siendo huérfana, fue adoptada en su infancia por un pariente lejano, el cual la crió en su propia casa hasta que cumplió doce años. Pensando, no obstante, que sería preferible que la niña tuviera compañeros de juegos de su misma edad, el pariente puso un anuncio en varios periódicos locales buscando un hogar en alguna confortable granja para una chica de doce años. El anuncio fue contestado por un tal señor R., acaudalado granjero del mencionado pueblo. Como sus referencias resultaron satisfactorias, el caballero envió a su hija adoptiva a casa del señor R., con una carta en la que estipulaba que la chica debería tener una habitación para ella sola y determinaba que sus tutores no necesitaban preocuparse por su educación, ya que estaba suficientemente educada para la posición social que debía ocupar. En realidad, al señor R. daba a entender que debería permitir que la chica buscara sus propias ocupaciones y pasara el tiempo como le apeteciese.

A su debido tiempo, el señor R. fue a recibirla a la estación más próxima, a unas siete millas de distancia de su casa, y no pareció observar nada raro en la niña, excepto que se mostraba reservada en todo lo referente a su vida anterior y a su padre adoptivo. La chica se distinguía, sin embargo, de los habitantes del pueblo por su tez aceitunada, sus facciones muy marcadas y su aspecto en cierto modo extranjero. Pareció acomodarse fácilmente a la vida en la granja y llegó a ser muy popular entre los niños, los cuales iban a veces con ella al bosque, pues esa era su distracción favorita. El señor R. afirma que solía marcharse sola inmediatamente después de desayunar y que no regresaba hasta el anochecer, por lo que, preocupado de que una chica tan joven pasara sola tantas horas, se lo comunicó a su padre adoptivo, el cual contestó en una breve nota que Helen podía hacer cuanto se le antojase. En invierno, cuando los senderos del bosque eran intransitables, pasaba la mayor parte del tiempo en su dormitorio, donde dormía sola, de acuerdo con las instrucciones de su pariente. Fue en una de esas expediciones al bosque, poco más o menos un año después de su llegada al Pueblo, cuando ocurrió el primero de los singulares incidentes relacionados con esta chica.

El invierno anterior había sido extremadamente riguroso. La nieve se amontonó hasta una gran altura y durante un periodo de tiempo sin precedente continuaron las heladas. El verano siguiente fue igualmente notable por su extremado calor. Uno de los días más calurosos de ese estío, Helen V. salió de la granja para dar uno de sus largos paseos por el bosque, llevándose, como de costumbre, un poco de pan y carne para el almuerzo. Unos campesinos la vieron dirigirse hacia la antigua Vía Romana, verde calzada que atraviesa la parte más elevada del bosque, y se quedaron asombrados al observar que la chica se había quitado el sombrero aunque el calor del sol era ya casi tropical. Mientras esto sucedía, un labriego llamado Joseph W. se encontraba trabajando en el bosque cerca de la Vía Romana y, a las doce en punto, su hijo pequeño Trevor le llevó su almuerzo, consistente en pan y queso. Después de comer, el niño, que por aquel entonces tendría unos siete años, dejó a su padre trabajando y, según dijo, se fue a coger flores al bosque. El hombre, que le oía gritar entusiasmado por sus hallazgos, no sentía preocupación alguna. Sin embargo, de pronto quedó horrorizado de pronto al oír unos espantosos chillidos, causados manifiestamente por un terror intenso, y, arrojando apresuradamente sus aperos, corrió a ver lo que sucedía. Guiándose por los gritos, encontró al pequeño corriendo precipitadamente, presa de un pavor evidente. Al preguntarle, el hombre acabó por enterarse de que, después de coger un ramillete de flores, el niño se sintió cansado, se tumbó en la hierba y se quedó dormido. De repente le despertó, según declaró, un sonido peculiar, una especie de cántico que le llamaba, y atisbando por entre las ramas, vio a Helen V. jugando en la hierba con un «extraño hombre desnudo», al cual parecía incapaz de describir más exactamente. Dijo que se sintió espantosamente asustado y que huyó llamando a gritos a su padre. Joseph W. siguió la dirección indicada por su hijo y encontró a Helen V., sentada en la hierba en medio de un claro o espacio abierto dejado por los carboneros. La riñó airadamente por haber asustado a su hijo pequeño, pero ella negó la acusación en su totalidad y se rió de la historia infantil del «hombre extraño», a la cual el mismo padre tampoco daba mucho crédito. Joseph W. llegó a la conclusión de que su hijo se había despertado repentinamente asustado, como a veces les ocurre a los niños. Pero Trevor se aferró a su historia y continuó tan asustado que por fin su padre se lo llevó a casa, esperando que su madre fuera capaz de apaciguarle. Sin embargo, durante varias semanas el niño inquietó bastante a sus padres; siempre estaba nervioso y su comportamiento se volvió extraño, negándose a salir solo de casa y alarmando constantemente a su Emilia al despertarse por las noches con gritos de «¡El hombre del bosque! ¡Padre! ¡Padre!»

No obstante, con el paso del tiempo esta impresión pareció disiparse y unos tres meses más tarde el chico acompañó a su padre a casa de un caballero de la vecindad, para quien Joseph W. trabajaba ocasionalmente. El hombre fue conducido al despacho y el pequeño se quedó sentado en el vestíbulo. Unos minutos después, mientras el caballero estaba dando instrucciones a W., quedaron ambos horrorizados al oír un grito desgarrador y el ruido de un cuerpo al caer. Y cuando salieron precipitadamente, se encontraron al niño en el suelo, sin sentido y con el rostro desencajado por el terror. Inmediatamente llamaron al médico, el cual, después de reconocerle, declaró que el niño había sufrido una especie de ataque, producido, al parecer, por un repentino susto. Llevaron al niño a uno de los dormitorios, donde poco después recobró el conocimiento, pero sólo para sumirse de nuevo en un estado que el médico calificó de histerismo violento. El doctor le recetó un fuerte calmante y, al cabo de dos horas, le permitió volver a casa por su propio pie. Pero, al pasar por el vestíbulo, los paroxismos del miedo reaparecieron con violencia aún mayor. El padre se dio cuenta de que el niño señalaba hacia un objeto y escuchó su conocido grito de «¡El hombre del bosque!» Al mirar en la dirección indicada una cabeza de piedra, de apariencia grotesca, potrada en la pared, encima de una de las puertas. Al parecer, el propietario de la casa había hecho recientemente algunos cambios en el edificio y, al cavar los cimientos para nuevas dependencias, los obreros habían descubierto una curiosa cabeza, evidentemente de la época romana, que fue colocada en el vestíbulo de la manera descrita. En opinión de los más expertos arqueólogos de la región, la cabeza pertenecía a un fauno o sátiro[1].

Fuera cual fuese la causa, este segundo susto fue demasiado para el niño Trevor, que en la actualidad sufre una debilidad mental que ofrece muy pocas esperanzas de mejoría. El asunto causó gran sensación en la época y la niña Helen fue interrogada cuidadosamente por el señor R. Pero fue en vano, pues ella negó rotundamente haber asustado de alguna manera a Trevor.

El segundo suceso relacionado con el nombre de esta chica tuvo lugar hace unos seis años y fue todavía más extraordinario.

A principios del verano de 1882, Helen contrajo una amistad de carácter particularmente íntimo con Rachel M., hija de un próspero granjero de los alrededores. La mayoría de la gente consideraba que esta chica, un año menor que Helen, era la más bonita de las dos, aunque las facciones de esta última se habían suavizado en buena medida al hacerse mayor. Las dos chicas, que estaban juntas siempre que podían, ofrecían un singular contraste: una con su tez aceitunada y su aspecto casi italiano, y la otra con la blancura y rubicundez proverbiales en nuestros distritos rurales. Debe consignarse que los pagos efectuados al señor R. para el mantenimiento de Helen eran conocidos en el pueblo por su excesiva liberalidad, y la impresión general era que algún día la chica heredaría de su pariente una gran suma de dinero.

Los padres de Rachel no se oponían, por consiguiente, a la amistad de su hija con Helen, e incluso fomentaban esa intimidad, si bien hoy lo lamentan amargamente. Helen conservaba todavía su extraordinaria afición al bosque, y en varias ocasiones Rachel la acompañaba, poniéndose ambas en camino muy temprano y permaneciendo en el bosque hasta el anochecer. Después de estas excursiones, una o dos veces la señora M. observó en su hija un comportamiento bastante peculiar: se mostraba lánguida y soñadora, y parecía «distinta», esa fue la expresión utilizada. Pero, al parecer, estas peculiaridades fueron consideradas demasiado banales para reparar en ellas. Una noche, sin embargo, después de que Rachel volviera a su casa, oyó una especie de sollozo contenido en la itación de la chica y, al entrar, la encontró tendida sobre la cama, medio desnuda, presa de una evidente congoja. En cuanto vio a su madre, exclamó:

—¡Ay!, madre, madre, ¿por qué me dejarías ir al bosque con Helen?

La señora M. quedó asombrada por tan extraña exclamación y procedió a hacer preguntas a su hija. Rachel le contó una historia absurda. Dijo…

Clarke cerró el libro de golpe y giró su silla en dirección al fuego. La tarde en que su amigo se sentó en esa misma silla y le contó su historia, Clarke le había interrumpido al llegar a un punto algo posterior a este, cortando en seco sus palabras en un paroxismo de horror.

—¡Dios mío! —había exclamado—. Piensa, piensa lo que estás diciendo. Es demasiado increíble, demasiado monstruoso; esas cosas no pueden ocurrir en este mundo sencillo donde los hombres y las mujeres viven y mueren, luchan y vencen, o quizá fracasan, y se postran bajo el dolor, y se afligen y padecen extraños destinos durante muchos años. Eso no, Phillips; cosas como esas no pasan. Debe de haber alguna explicación, alguna solución a ese terror. Porque, si fuera posible un caso así, nuestro mundo sena una pesadilla.

Pero Phillips relató su historia hasta el fin, concluyendo:

—Su huida sigue siendo un misterio hasta el día de hoy. Se esfumó a pleno sol; fue vista paseando por un prado y unos instantes después ya no estaba allí.

Clarke trató de imaginarse de nuevo toda la historia, sentado junto al fuego, y su mente se estremeció y retrocedió otra vez, horrorizada por la visión de tan espantosos e inenarrables elementos, entronizados, por así decirlo, y triunfantes en aquellos frágiles cuerpos. Ante él se extendía la borrosa perspectiva de la verde calzada del bosque, tal como la había descrito su amigo. Veía las vibrantes hojas y las temblorosas sombras en la hierba, la luz del sol y las flores, y a lo lejos, en lontananza, dos figuras avanzando hacia él. Una era Rachel, pero ¿y la otra?

Clarke hizo todo lo posible por no creer en nada de esto, pero al final de su transcripción escribió en el libro lo siguiente:

ET DIABOLUS INCARNATUS EST, ET HOMO FACTUS EST

III. LA CIUDAD DE LAS RESURRECCIONES

—¡Herbert! ¡Dios mío! ¿Es posible?

—Sí, me llamo Herbert. Creo que yo también le conozco a usted, pero no recuerdo su nombre. Tengo muy mala memoria.

—¿No te acuerdas de Villiers de Wadham?

—¡Es verdad! Discúlpame, Villiers, no podía imaginarme que estaba pidiendo limosna a un antiguo compañero de colegio. Buenas noches.

—Mi querido amigo, no tengas tanta prisa. Vivo muy cerca de aquí, pero no iremos todavía a mi casa. ¿Y si diésemos un corto paseo hasta Shaftesbury Ave-nue? ¿Cómo has llegado a esta situación, Herbert, en nombre del cielo?

—Es una larga historia, Villiers, y también extraña; si quieres puedo contártela.

—Venga pues. Acepta mi brazo, no pareces estar muy fuerte.

La desigual pareja ascendió lentamente por Rupert Street; uno, llevando harapos sucios y de aspecto siniestro, y el otro, ataviado con el uniforme reglamentario de hombre de ciudad, aseado, lustroso y fundamentalmente acomodado. Villiers acababa de salir de un restaurante, después de una excelente y abundante cena, regada con una aceptable botella de Chianti. Presa de ese estado de ánimo que era casi crónico en él, se había demorado un momento junto a la puerta, escudriñando a su alrededor en la poco iluminada calle, en busca de esos misteriosos incidentes y personajes que pululan por las calles de Londres en cualquier barrio y a cualquier hora. Villiers se vanagloriaba de ser un experto explorador de esos recónditos laberintos y callejuelas poco frecuentadas de la vida londinense, y en esa poco provechosa búsqueda desplegaba una asiduidad digna de mejor empleo. Así pues, permanecía junto al farol, examinando a los transeúntes con mal disimulada curiosidad y, con esa gravedad sólo conocida por los asiduos a su mesa, acababa de enunciar mentalmente el siguiente axioma: «Londres ha sido llamada la ciudad de los encuentros, pero es más que eso, es la ciudad de las resurrecciones».

De pronto, estas reflexiones se vieron interrumpidas por un patético gemido, cercano a él, y una deplorable petición de limosna. Ligeramente irritado, miró en torno y, con un brusco sobresalto, se halló ante la viva personificación de sus algo pomposas fantasías, a su lado, con el rostro alterado y desfigurado por la pobreza y la desgracia, y el cuerpo escasamente cubierto por mugrientos harapos, se encontraba su antiguo condiscípulo Charles Herbert, matriculado el mismo día que él y con quien había compartido diversiones y enseñanzas durante doce cursos consecutivos. Diferentes ocupaciones e intereses diversos habían interrumpido aquella amistad, y hacía seis años que Villiers no veía a Herbert. Ahora contemplaba esa ruina de hombre con pesar y consternación, no exentos de una cierta curiosidad por la triste cadena de circunstancias que le habían arrastrado a tan penosa situación. Además de compasión, Villiers experimentaba todos los goces del aficionado a los misterios y se felicitaba por sus ociosas especulaciones al salir del restaurante.

Durante algún tiempo caminaron en silencio y más de un transeúnte les miró con asombro ante el insólito espectáculo de un hombre bien vestido y un inconfundible mendigo cogido de su brazo. Al percatarse de ello, Villiers enfiló hacia una oscura calle del Soho. Allí repitió su pregunta.

—¿Cómo demonios te ha sucedido esto, Herbert? Siempre creí que gozabas de una excelente posición en Dorsetshire. ¿Te desheredó tu padre? Supongo que no.

—No, Villiers. A la muerte de mi pobre padre entré en posesión de toda la propiedad. Murió un año después de que yo abandonara Oxford. Fue un buen padre para mí y lamenté sinceramente su muerte. Pero ya sabes cómo son los jóvenes. Pocos meses después me vine a la ciudad, introduciéndome bastante en sociedad. Entré, desde luego, con buen pie y conseguí divertirme mucho, de una forma más bien inofensiva. Es cierto que jugué un poco, mas nunca grandes cantidades, y las pocas veces que aposté en las carreras gané dinero… Solamente unas libras, no creas, pero lo suficiente para comprarme cigarros y otros insignificantes caprichos. Las cosas cambiaron en mi segunda temporada. Por supuesto, te enterarías de mi boda.

—No, no supe nada de ella.

—Pues sí, Villiers, me casé. Conocí en casa de unos amigos a una chica de una belleza de lo más extraño y sorprendente. No puedo decirte su edad; jamás la supe. Pero, según mis cálculos, supongo que debía de tener unos diecinueve años cuando la conocí. Mis amigos la habían conocido en Florencia. Les contó que era huérfana, hija de padre inglés y madre italiana, y a ellos les encantó tanto como a mí. La primera vez que la vi fue en una reunión vespertina. Me hallaba cerca de la puerta hablando con un amigo, cuando de repente, por encima del murmullo de las conversaciones, oí una voz que me estremeció el corazón. Estaba cantando una canción italiana. Aquella tarde me la presentaron y a los tres meses me casé con Helen. Esa mujer, Villiers, si se le puede llamar «mujer», corrompió mi alma. La noche de bodas la pasé sentado en su alcoba del hotel, escuchando su charla. Ella estaba sentada en la cama y yo la oía hablar con su hermosa voz de cosas que, incluso ahora, no me atrevería a susurrar en una noche oscura, aunque me encontrara en medio del desierto. Tú, Villiers, puedes pensar que conoces la vida; que conoces Londres, y lo que pasa día y noche en esta horrible ciudad. Lo único que puedo decirte es que debes de haber oído hablar de las cosas más ruines, pero te aseguro que no puedes concebir lo que yo sé, ni puedes haber imaginado en tus fantásticos y espantosos sueños ni la más leve sombra de lo que yo he oído… y visto. Sí, visto. He visto horrores tan increíbles que incluso a veces me detengo en plena calle y me pregunto si es posible que un hombre que sostenga semejantes cosas pueda seguir viviendo. Al cabo de un año era un hombre arruinado en cuerpo y alma.

—Pero ¿y tus propiedades? Tenías tierras en Dorset, ¿no?

—Lo vendí todo: los campos, los bosques, la vieja y querida casa…, todo.

—¿Y qué ha sido del dinero?

—Ella me lo quitó todo.

—¿Te abandonó entonces?

—Sí; desapareció una noche. No sé adonde fue, pero estoy seguro de que si la viera de nuevo me moriría. El resto de mi historia carece de interés; sórdida miseria, eso es todo. Puedes pensar, Villiers, que he exagerado para impresionarte, mas no te he contado ni la mitad. Podría contarte ciertas cosas que te convencerían, pero ya no volverías a conocer un solo día de felicidad. Pasarías el resto de tu vida como yo paso la mía, convertido en un hombre atormentado, un hombre que ha visto el infierno.

Villiers llevó a su casa al desgraciado y le dio de comer. Herbert comió poco y apenas tocó el vaso de vino que su amigo le puso delante. Malhumorado y silencioso, se sentó junto al fuego y pareció aliviado cuando Villiers le despidió, tras darle una pequeña cantidad de dinero.

—Por cierto, Herbert —dijo Villiers al despedirse en la puerta—, ¿cómo se llamaba tu esposa? Dijiste Helen, ¿verdad? ¿Helen qué?

—El nombre por el que se hacía pasar cuando la conocí era Helen Vaughan, pero no podría decirte cuál es su verdadero nombre. No creo que tuviera nombre. No, no en ese sentido, no. Sólo los seres humanos tienen nombre, Villiers; no puedo decirte más. Adiós. Descuida. No dejaré de llamarte si considero que puedes ayudarme en algo. Buenas noches.

El hombre salió a la glacial noche y Villiers volvió a su chimenea. Había algo en Herbert que le había impresionado indeciblemente; no eran sus humildes harapos ni las marcas que la pobreza había impreso en rostro, sino más bien un terror indefinido que flotaba su alrededor como una neblina. Él mismo había admitido que no estaba exento de culpa; la mujer —lo había confesado— había corrompido su cuerpo y su espíritu, y Villiers presintió que ese hombre que antaño fuera su amigo debía de haber presenciado escenas cuya perversidad sería intraducible a palabras. Su historia no necesitaba confirmación: él mismo era la prueba viviente. Villiers reflexionó con curiosidad sobre la historia que acababa de oír, preguntándose si había oído el principio y el final de la misma.

«No —pensó—, el final ni hablar, tal vez sólo el principio. Un caso como este es como un juego de cajas chinas; abres una tras otra y en cada caja descubres un trabajo de artesanía más original que el anterior. Lo más probable es que el pobre Herbert sea sólo una de las cajas exteriores; seguramente habrá otras más extrañas en el interior».

Villiers no podía quitarse de la cabeza a Herbert y su historia, que parecía cada vez más insensata a medida que avanzaba la noche. El fuego empezó a apagarse y el aire fresco de la mañana penetró en la habitación. Villiers se levantó, miró por encima del hombro y, estremeciéndose ligeramente, se acostó.

Unos días más tarde encontró en su club a un caballero conocido suyo llamado Austin, famoso por conocer íntimamente la vida londinense, tanto en su aspecto tenebroso como en el luminoso. Absorto todavía en su encuentro en el Soho y sus consecuencias, Villiers pensó que Austin tal vez fuera capaz de arrojar alguna luz sobre la historia de Herbert. Por eso, después de una corta charla intrascendente, le planteo de repente la cuestión.

—¿Por casualidad sabe usted algo de un hombre llamado Herbert, Charles Herbert?

Austin se volvió bruscamente y miró con asombro a Villiers.

—¿Charles Herbert? ¿No se encontraba usted en la ciudad hace tres años? ¿No? Entonces no habrá oído hablar del caso de Paul Street, ¿verdad? Causó sensación en la época.

—¿Cómo fue?

—Bueno, un caballero de muy buena posición fue encontrado muerto, completamente muerto, en el patio de cierta casa de Paul Street, calle que arranca de Tottenham Court Road. No fue la policía, desde luego, quien hizo el descubrimiento. Si por casualidad pasa uno toda la noche en vela con alguna luz encendida, el agente de ronda le llamará la atención. Pero si casualmente yace usted muerto en algún patio, le dejarán en paz. En ese caso, como en muchos otros, la alarma la dio una especie de vagabundo; no me estoy refiriendo a un mendigo corriente ni a un holgazán de taberna, sino a un caballero cuyos negocios o placeres le convertían en espectador de las calles londinenses a cinco de la madrugada. Ese individuo, según dijo, «iba a su casa», no se sabe de dónde ni adonde, y pasaba por Paul Street entre las cuatro y las cinco de la madrugada. Algo le llamó la atención a la altura del número veinte. Declaró, bastante absurdamente, que la casa ofrecía el aspecto más desagradable que había observado en toda su vida, pero que, de todas formas, echó un vistazo al patio y quedó asombrado al ver a un hombre tendido sobre el pavimento, acurrucado boca arriba. Nuestro caballero pensó que aquel semblante ofrecía un aspecto particularmente horroroso, por lo que salió corriendo en busca del policía más próximo. Al principio, el agente se sintió inclinado a tomarse el asunto a la ligera, sospechando una vulgar borrachera. Sin embargo acudió y, al observar el rostro del hombre, cambió de tono bastante rápidamente.

»El pájaro madrugador que tan excelente gusano había encontrado fue en busca de un médico y el policía hizo sonar el timbre y golpeó la puerta de la casa hasta que bajó a abrir una sirvienta desaseada, con aspecto de estar aún dormida. El agente señaló el contenido del patio a la doncella, la cual gritó en voz alta lo suficiente para despertar a toda la calle. Luego declaró que no sabía nada de aquel hombre; que nunca le había visto en la casa, y cosas así. Entre tanto, el primer descubridor había vuelto con un médico y el siguiente paso fue entrar en el patio. La puerta estaba abierta, así es que el cuarteto al completo descendió ruidosamente los escalones. El doctor apenas necesitó un examen superficial para saber que el pobre tipo llevaba varias horas muerto. Fue entonces cuando la cosa empezó a ponerse interesante.

»A1 muerto no le habían robado nada y en uno de sus bolsillos se encontraron papeles que le identificaban como… bueno, como a un hombre de buena familia y posición, predilecto de la buena sociedad y sin ningún enemigo conocido. No le digo su nombre, Villiers, porque nada tiene que ver con la historia, y no es bueno sacar a relucir los asuntos de los muertos cuando no les quedan parientes vivos. Lo más curioso fue que los médicos no pudieron ponerse de acuerdo acerca de la causa de su muerte. Presentaba unas ligeras magulladuras en los hombros, pero tan ligeras que parecía como si le hubiesen echado bruscamente a empujones por la puerta de la cocina, mas no que le hubiesen arrojado a la calle por encima de la verja, ni que le hubiesen arrastrado por los escalones. No presentaba ninguna otra señal de violencia, ninguna desde luego que justificara su muerte. Al efectuar la autopsia no encontraron rastro alguno de veneno. Por supuesto, la policía quiso enterarse de todo lo relativo inquilinos del numero veinte y así se descubrieron, según supe confidencialmente, uno o dos detalles sumamente curiosos.

»A1 parecer los ocupantes de la casa eran unos tales señor y señora de Charles Herbert. De él se decía que era un terrateniente, aunque a mucha gente le extrañaba, pues Paul Street no era exactamente el lugar apropiado para un caballero de su estirpe. En cuanto a la señora Herbert, nadie parecía saber quién era o lo que era y, entre nosotros, tengo la impresión de que los que bucearon en su pasado se encontraron con un mar de enigmas. Por supuesto, ambos negaron conocer al difunto y, a falta de pruebas en contra, fueron absueltos. Pero se descubrieron cosas bastante raras en relación con ellos. Aunque eran entre las cinco y las seis de la mañana cuando trasladaron al muerto, se congregó una gran muchedumbre y muchos vecinos corrieron a ver de qué se trataba. Sus comentarios fueron bastante sinceros, al decir de todos, y de ellos se desprendía que el número veinte de Paul Street tenía muy mala reputación. Los detectives intentaron seguirles la pista a estos rumores, para dar con algún fundamento sólido, pero no lograron encontrar ninguno. La gente se limitaba a negar con la cabeza y a enarcar las cejas, considerando que los Herbert eran más bien «raros», que «era preferible no ser vistos visitando su casa» y cosas por el estilo; pero no había nada tangible. Las autoridades tenían la certidumbre de que el hombre había encontrado la muerte, de una manera u otra, dentro de la casa y que luego fue arrojado al exterior por la puerta de la cocina. Pero no pudieron probarlo y la ausencia de indicios de violencia o de envenenamiento les impidió actuar. Un caso extraño ¿verdad?

Pero, curiosamente, hay algo más que todavía no le he contado. Casualmente conocía yo a uno de los médicos consultados sobre la posible causa de la muerte y, algún tiempo después de la investigación, me lo encontré y le pregunté al respecto.

»—¿No irá usted a decirme —le dije— que el caso le sigue desconcertando, que en realidad no sabe todavía de qué murió?

»—Perdóneme —replicó él—, sé perfectamente qué fue lo que le causó la muerte. Sin duda murió de miedo, de verdadero y atroz terror. Jamás he visto en el ejercicio de mi profesión unas facciones tan horrorosamente desencajadas, y eso que me he enfrentado con toda una multitud de muertos.

»Normalmente el doctor era un individuo tranquilo, por lo que me sorprendió una cierta vehemencia en sus modales; pero no pude sacarle nada más. Supongo que las autoridades no encontraron la manera de procesar a los Herbert por asustar a un hombre hasta causarle la muerte. De cualquier forma, rieron nada y el caso acabó por olvidarse. ¿Acaso ha sabido usted algo acerca de Herbert?

—Bueno —replico Villiers—, fuimos compañeros de colegio.

—¡No me diga! ¿Vio usted alguna vez a su esposa?

No hace años que he perdido de vista a Herbert.

—Es extraño, ¿no le parece?, separarse de un hombre a la salida del colegio o en Paddington, no saber nada de él durante años y luego verle asomar la cabeza en un lugar tan raro. Pero me habría gustado conocer a la señora Herbert; se cuentan de ella cosas extraordinarias.

—¿Qué clase de cosas?

—Bueno, casi no sé cómo explicarlo. Todos los que la vieron en el tribunal afirmaron que era la más bella y a la vez la más repulsiva mujer en la que habían puesto los ojos. He hablado con un hombre que la vio y le aseguro a usted que se estremeció, literalmente, al tratar de describirla, aunque no supo decir por qué. Por lo visto, era una especie de enigma y supongo que, si aquel muerto hubiera podido hablar, habría contado cosas extraordinariamente extrañas. Y aún queda otro misterio: ¿qué hacía un respetable caballero rural como el señor *** (así le llamaré si a usted no le importa) en una casa tan misteriosa como esa del número veinte? Es un caso muy extraño, ¿no le parece?

—En efecto, Austin; un caso extraordinario. Cuando le pregunté a usted por mi viejo amigo, no me imaginaba que iba a dar con algo tan extraño. Bien, ahora debo irme. Buenos días.

Villiers se marchó, recordando una vez más su Metáfora de las cajas chinas. Este caso sí que contenía una original obra de artesanía.

IV. EL DESCUBRIMIENTO DE PAUL STREET

Unos pocos meses después del encuentro de Villiers con Herbert, el señor Clarke, después de cenar, estaba sentado como de costumbre junto a la chimenea, resuelto a reprimir sus deseos de acercarse al escritorio. Durante mas de una semana había conseguido mantenerse alejado de sus «Memorias» y abrigaba la esperanza de una completa reforma de sus hábitos. Mas, a pesar de su empeño, no podía acallar su admiración y la extraña curiosidad que en él había despertado el último caso anotado. Había sometido conjeturalmente el caso, o más bien un resumen del mismo, a un amigo científico, el cual meneó la cabeza y pensó que Clarke se estaba volviendo un poco chiflado. Aquella noche, Clarke se esforzaba por racionalizar la historia cuando un repentino golpe en la puerta le sacó de sus meditaciones.

—El señor Villiers desea verle, señor.

—Querido Villiers, ha sido usted muy amable en venir a verme, hacía muchos meses que no le veía; casi o, creo. Pase, pase. ¿Qué tal, Villiers? ¿Desea que aconseje alguna inversión?

—No, gracias, creo que todo lo que tengo en ese aspecto está bastante seguro. No, Clarke, he venido en realidad a consultarle acerca de un asunto bastante extraño, del que me he enterado recientemente. Me temo que, cuando se lo cuente, lo encontrará un poco absurdo. Eso mismo pienso yo a veces y esa es la razón por la que me he decidido a venir a verle, pues sé que es usted un hombre práctico.

El señor Villiers ignoraba la existencia de las «Memorias para probar la existencia del Diablo».

—Bien, Villiers, me alegrará poder aconsejarle en la medida que me sea posible. ¿De qué se trata?

—Es algo extraordinario. Usted ya me conoce; sabe que en la calle siempre mantengo los ojos bien abiertos y que en ocasiones me he tropezado con individuos extraños y asuntos igualmente extraños. Pero este, creo, los supera a todos. Salía yo de un restaurante una desapacible noche invernal hará unos tres meses; había cenado excelentemente, acompañado de una buena botella de Chianti, y permanecía unos instantes en la acera, meditando acerca del misterio de las calles de Londres y de las gentes que por ellas pasaban. Una botella de vino tinto estimulaba este tipo de fantasías, Clarke; y me atrevo a decir que habría imaginado toda una página con letra pequeña, de no haber sido interrumpido bruscamente por un mendigo que se me había acercado por detrás y me hacia las suplicas habituales. Volví la cabeza, por supuesto, y el mendigo resultó ser lo que quedaba de un viejo amigo mío, un hombre llamado Herbert. Le pregunté cómo había llegado a esa situación tan espantosa y me lo contó. Paseamos de arriba abajo por una de esas calles largas y oscuras del Soho. Me dijo que se había casado con una chica muy guapa, unos años más joven que él, la cual le había corrompido, esa fue su expresión, en cuerpo y alma. No entró en detalles; dijo que no se atrevía, que lo que había visto y oído le atormentaba noche y día. Al mirarle a la cara comprendí que estaba diciendo la verdad. Había algo en él que me hizo estremecer. No sé por qué, pero así fue. Le di un poco de dinero y le despedí; y le aseguro a usted que cuando se marchó respiré con dificultad. Su presencia parecía helarle a uno la sangre.

—¿No exagera usted un poco, Villiers? Supongo que el pobre tipo se casaría precipitadamente y, en lenguaje corriente, iría a menos.

—Bien, escuche esto.

Villiers le contó a Clarke la historia que había escuchado de labios de Austin.

—Como verá —concluyó—, no existe la menor duda de que ese señor ***, quienquiera que sea, murió de puro terror, vio algo tan espantoso, tan terrible, que le segó la vida. Y lo que vio, desde luego lo vio en aquella a, que, por una u otra razón, goza de mala reputa-on en la vecindad. Tuve la curiosidad de ir en persona a ver semejante lugar. Es una calle de aspecto muy triste; las casas son lo bastante viejas para resultar sórdidas y lúgubres, pero no lo suficiente para ser pintorescas. Por lo que pude ver, la mayoría se alquilan por apartamentos, amueblados y sin amueblar, en número de tres en casi todas ellas; algunas plantas bajas han sido convertidas en tiendas de lo más vulgar; se trata de una calle deprimente en todos los aspectos. Comprobé que el número veinte estaba por alquilar y me dirigí a la agencia, donde me entregaron la llave. Por supuesto, en aquel tiempo todavía no había oído nada acerca de los Herbert, mas le pregunté al agente, que me pareció honrado, cuánto hacía que habían dejado la casa y si, entre tanto, esta había tenido otros inquilinos. Me miró con extrañeza durante unos instantes y luego me dijo que los Herbert se habían marchado inmediatamente después del disgusto, así lo llamó, y que desde entonces la casa había estado deshabitada.

El señor Villiers hizo una pausa.

—Siempre me ha gustado visitar casas abandonadas; encuentro una especie de fascinación en esas desoladas habitaciones vacías, con clavos en las paredes y una espesa capa de polvo en los antepechos de las ventanas. Pero no disfruté al recorrer el número veinte de Paul Street. Apenas puse el pie en el corredor, note una extraña y agobiante sensación en la atmosfera. Ya sé que todas las casas deshabitadas están mal ventiladas y demás; pero aquella tenía algo completamente diferente; no sabría describírselo; era algo que parecía dejarle a uno sin respiración. Entré en la sala de estar, en el cuarto trasero y en la cocina de la planta baja; estaban bastante sucios y polvorientos, como era de esperar; pero había algo extraño en todos ellos. No se lo podría precisar; lo único que acierto a decir es que notaba algo anormal. Una de las habitaciones del primer piso era, sin embargo, la peor de todas. Era bastante espaciosa y el empapelado de sus paredes debió de ser en tiempos bastante alegre; pero, cuando yo la vi, la pintura, el papel y todo lo demás ofrecía un aspecto de lo más penoso. La habitación estaba repleta de horrores; cuando empujé la puerta, sentí que me rechinaban los dientes y, al entrar, creí caer desmayado al suelo. Sin embargo, me tranquilicé y me apoyé en la pared del fondo, preguntándome qué demonios podía haber en aquella habitación que me hiciera temblar y obligara a mi corazón a acelerar sus latidos, como si me hallase a punto de morir. En un rincón había un montón de periódicos esparcidos por el suelo, que empecé a hojear; eran de hacía tres o cuatro años; algunos estaban medio rotos y otros arrugados, como si los hubieran utilizado para envolver algo. Revolví todo en un montón y descubrí entre ellos un curioso dibujo; luego se lo mostraré. Pero no podía permanecer en la habitación: notaba que me abrumaba. Me alegré de salir, sano y salvo, al aire libre. La gente me miraba al pasar por la calle, pensando que estaba borracho. Realmente iba tambaleándome de un lado a otro de la acera y apenas fui capaz de devolver la llave al agente y marcharme a casa. Estuve en cama una semana, padeciendo lo que mi médico calificó de conmoción nerviosa y agotamiento. Un día estaba leyendo el periódico de la tarde y casualmente reparé en un suelto titulado «Muerto por inanición». Era lo de costumbre: una típica casa de huéspedes en Marylebone, una puerta cerrada durante varios días y un hombre encontrado muerto en su silla cuando forzaron aquella. «El difunto —decía el suelto— se llamaba Charles Herbert, y se cree que en tiempos fue un próspero terrateniente. Su nombre salió a la luz pública hace tres años en relación con una misteriosa muerte ocurrida en Paul Street, junto a Tottenham Court Road, pues resultó ser el inquilino de la casa número veinte, en cuyo patio fue hallado muerto un caballero de buena posición en circunstancias todavía por aclarar». Un trágico final, ¿no le parece? Aunque, al fin y al cabo, si lo que me contó era cierto, y estoy seguro de que sí lo era, toda su vida había sido una tragedia, y además de índole mucho más extraña que las que se representan en los escenarios.

—¿Eso es todo? —dijo Clarke, meditabundo.

—Sí, eso es todo.

—Bien, en realidad, Villiers, apenas sé qué decir. Sin duda, el caso presenta unas circunstancias aparentemente extrañas: el hallazgo del cadáver en el patio de la casa de Herbert, por ejemplo, o el sorprendente dictamen del médico sobre la causa de la muerte. Pero, después de todo, es muy posible que estos hechos tengan una sencilla explicación. En cuanto a la sensación que usted experimentó al visitar la casa, yo sugeriría que fue debida a un exceso de imaginación por su parte; usted debió de sugestionarse, sin darse cuenta, por todo lo que oyó. No sé, exactamente, qué más podría decirse o hacerse al respecto. Evidentemente, usted cree que hay algo misterioso en todo esto. Pero, dado que Herbert está muerto, ¿dónde se propone usted seguir investigando?

—Me propongo buscar a la mujer; la mujer con quien se casó. Ella es el misterio.

Los dos hombres se sentaron en silencio junto al fuego; Clarke, felicitándose interiormente por haber sido capaz de mantenerse en su papel de defensor del lugar común, y Villiers, sumergido en sus melancólicas fantasías.

—Creo que me filmaré un cigarrillo —dijo al fin, llevándose una mano al bolsillo en busca de su pitillera—. ¡Ah! —exclamó, ligeramente sobresaltado—, olvidé que tengo algo que mostrarle. ¿Recuerda que le dije que había encontrado un dibujo bastante curioso entre el montón de periódicos viejos que había en Paul Street? Aquí lo tiene.

Villiers extrajo de su bolsillo un paquete pequeño, envuelto en papel marrón y sujeto con una cuerda de nudos algo complicados. Clarke se mostró curioso a su pesar y se inclinó hacia delante en su silla, mientras Villiers deshacía con dificultad los nudos y desplegaba la envoltura. Debajo había otra envoltura de tela y Villiers la quitó igualmente, entregando a Clarke el pequeño trozo de papel sin decir palabra.

Durante cinco o más minutos, en la habitación reinó un silencio de muerte. Los dos hombres se hallaban tan inmóviles que podían escuchar el tictac del anticuado reloj de pared que había en el vestíbulo, y en la mente de uno de ellos la lenta monotonía del sonido despertó un recuerdo remoto, muy remoto. Clarke examinaba atentamente el pequeño retrato a pluma de una cabeza de mujer; evidentemente había sido realizado con gran cuidado por un verdadero artista, pues el alma de la mujer asomaba a sus ojos y una extraña sonrisa se abría paso entre sus labios. Clarke continuó escrutando el rostro del dibujo. Le traía a la memoria un atardecer de verano mucho tiempo atrás; volvía a ver de nuevo el largo y precioso valle, el río que serpenteaba entre colinas, prados y trigales, el pálido sol rojizo y la deprimente bruma blancuzca que se elevaba del agua. Oía una voz que hablaba a través de los años, diciendo: «Clarke, ¡Mary verá al dios Pan!» Y entonces se vio de pie en la siniestra habitación, junto al doctor, escuchando el pesado tictac del reloj, esperando y observando, observando la figura yacente en el sillón verde bajo la luz de la lámpara. Mary se levantó. Clarke la miró a los ojos y sintió que se le oprimía el corazón.

—¿Quién es esta mujer? —dijo finalmente, con voz ronca y firme.

—Es la mujer con quien se casó Herbert.

Clarke miró de nuevo el retrato; después de todo no se trataba de Mary. Ciertamente era el rostro de Mary, pero había algo más, algo que no había visto en las facciones de Mary cuando la muchacha, vestida de blanco, entró en el laboratorio con el doctor, ni tampoco en su terrible despertar, ni cuando yacía sonriente en el lecho. Sea cual fuere la causa —la mirada de aquellos ojos, la sonrisa de sus gruesos labios o la expresión de todo su semblante—, lo cierto es que Clarke se estremeció en lo más íntimo de su ser y recordó inconscientemente las palabras del Dr. Phillips «La más intensa expresión de maldad que jamás haya visto». Mecánicamente, dio la vuelta al papel y echó una ojeada al dorso.

—¡Por Dios, Clarke! ¿Qué le ocurre? Se ha puesto usted más blanco que el papel.

Villiers saltó bruscamente de su silla, al tiempo que Clarke caía hacia atrás con un gemido, soltando el papel de entre sus manos.

—No me encuentro muy bien, Villiers. De vez en cuando padezco este tipo de ataques. Sírvame un poco de vino. Gracias, eso bastará. Dentro de un momento me sentiré mejor.

Villiers recogió el retrato del suelo y le dio la vuelta, como había hecho Clarke.

—¿Lo ha visto? —dijo—. Así es como identifiqué el dibujo con el retrato de la esposa de Herbert, o mejor dicho, de su viuda. ¿Cómo se encuentra ahora?

—Mejor, gracias; fue sólo un desmayo pasajero. Creo que no he comprendido bien lo que usted me ha dicho. ¿Qué fue lo que le permitió identificar el dibujo?

—Esta palabra, Helen, escrita al dorso. ¿No le había dicho que se llamaba Helen? Sí, Helen Vaughan.

Clarke gimió. No cabía la menor duda.

—¿Está usted ahora de acuerdo conmigo —dijo Villiers— en que hay unos cuantos detalles muy extraños en la historia que acabo de contarle esta noche, y en el papel que esta mujer desempeña en ella?

—Sí, Villiers —susurró Clarke—. Se trata, en efecto, de una historia extraña. Déme tiempo para meditar sobre ella. Es posible que pueda ayudarle; o tal vez no. ¿Se marcha usted ya? Bien, buenas noches. Venga a yerme dentro de una semana.

V. CONSEJO POR ESCRITO

—¿Sabe usted, Austin? —dijo Villiers, mientras ambos amigos iban paseando apaciblemente por Piccadilly una agradable mañana de mayo—. ¿Sabe usted que estoy convencido de que lo que me contó acerca de Paul Street y los Herbert no es más que un simple episodio de una historia que se sale de lo corriente? Debo confesarle también que, cuando hace unos meses le pregunté a usted por Herbert, acababa de verle.

—¿Que le vio usted? ¿Dónde?

—Una noche me pidió limosna en la calle. Se hallaba en un estado de lo más lamentable; pero le reconocí y le urgí a que me contara su vida, o al menos un resumen de la misma. En pocas palabras viene a ser esto: su esposa le había arruinado la vida.

—¿De qué forma?

—No me lo quiso decir; únicamente dijo que ella le había destruido en cuerpo y alma. Ahora el pobre está muerto.

¿Y qué ha sido de su esposa?

—Eso es lo que me gustaría saber. Tengo la intención de encontrarla más pronto o más tarde. Conozco a un individuo llamado Clarke, un tipo impasible, en realidad un hombre de negocios, y bastante perspicaz. Entiéndame: perspicaz no sólo en la mera acepción mercantil del término, sino que es una persona que conoce realmente a sus semejantes y sabe lo que es la vida. Pues bien: le expuse el caso y quedó visiblemente impresionado. Dijo que necesitaba tiempo para reflexionar y me rogó que volviera al cabo de una semana. Pocos días después recibí esta extraordinaria carta.

Austin tomó el sobre, extrajo la carta y la leyó con curiosidad. Decía lo siguiente:

Mi querido Villiers: He meditado sobre el asunto que me consultó usted la otra noche y mi consejo es este: arroje al fuego el retrato, borre de su mente la historia. No piense más en ella, Villiers, o lo lamentará. Pensará, sin duda, que me hallo en posesión de alguna información secreta, y hasta cierto punto es así. Pero únicamente sé unas pocas cosas: soy como un viajero que se hubiera asomado a un abismo y hubiese retrocedido aterrorizado. Lo que sé es bastante extraño y bastante horrible, pero más allá de mis conocimientos existen profundidades y horrores todavía más espantosos, más increíbles que cualquier cuento de esos que se escuchan en las noches invernales junto a la lumbre. He decidido no indagar más y nada me hará variar esta decisión. Y si valora en algo su felicidad haría usted muy bien en tomarla misma determinación. Venga a verme de todas formas, pero hablaremos de temas más agradables.

Austin plegó la carta metódicamente y se la devolvió a Villiers.

—Desde luego es una carta extraordinaria —dijo—. ¿A qué retrato se refiere?

—¡Ah! Me olvidé de contarle que estuve en Paul Street, donde hice un descubrimiento.

Villiers le contó lo mismo que a Clarke, mientras Austin escuchaba en silencio. Parecía desconcertado.

—¡Qué curioso que experimentase usted una sensación tan desagradable en aquella habitación! —dijo al fin—. No puedo creer que se trate simplemente de una jugarreta de su imaginación: una impresión repulsiva, en suma.

—No, fue algo más físico que mental. Como si, al respirar, inhalase algún tipo de vapor letal, que parecía penetrar en cada nervio, cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Me sentí desgarrado de los pies a la cabeza y mis ojos empezaron a enturbiarse. Como si me encontrara en el umbral de la muerte.

Sí, sí. Es muy extraño, desde luego. Ya ve usted, amigo confiesa que existe algún asunto muy funesto relacionado con esa mujer. ¿Observó en él alguna emoción concreta mientras le contaba su visita a Paul Street?

—Sí, en efecto. Se puso muy pálido, pero me aseguró que se trataba de un simple ataque pasajero de esos que a menudo le dan.

—¿Le creyó usted?

—Entonces sí, pero ahora no. Escuchó lo que yo tenía que decirle con gran indiferencia hasta que le mostré el retrato. Fue entonces cuando sufrió el ataque de que le hablé. Tenía un aspecto cadavérico, se lo aseguro.

—En ese caso, debe de haber visto a esa mujer con anterioridad. Aunque puede haber otra explicación: tal vez fue el nombre y no la cara lo que le resultó familiar. ¿Qué opina usted?

—No sabría decirle. Tengo entendido que fue precisamente al darle la vuelta al retrato cuando estuvo a punto de caerse de la silla. Como sabe, el nombre estaba escrito en el dorso.

—Efectivamente. Después de todo, es imposible llegar a una solución en un caso como este. Detesto los melodramas y nada me parece más vulgar y tedioso que el típico cuento de fantasmas de quiosco. Pero realmente parece, Villiers, como si hubiera algo bastante raro en el fondo de todo este asunto.

Los dos hombres torcieron, sin darse cuenta, por Ashley Street, dirigiéndose hacia el norte desde Piccadilly. Es una calle larga y más bien triste, en la que de Vez en cuando se advierte en las oscuras fachadas alguna nota de color, consistente en flores, jubilosas cortinas o puertas pintadas alegremente. Cuando Austin dejó de hablar, Villiers miró hacia arriba y contempló una de esas casas; geranios rojos y blancos pendían de los antepechos de las ventanas, cubiertas por cortinas de color narciso.

—Alegre, ¿verdad? —dijo.

—Sí; y su interior todavía lo es más. He oído decir que es una de las casas mas agradables en plena temporada. Nunca he estado en su interior, pero conozco a varios individuos que sí han entrado y aseguran que resulta sumamente grata.

—¿A quién pertenece?

—A la señora Beaumont.

—¿Quién es ella?

—No sabría decírselo. Tengo entendido que procede de Sudamérica, aunque, después de todo, poco importa quién sea ella. Se trata de una mujer muy rica, de eso no cabe la menor duda, y ha estado relacionada con algunos miembros de la mejor sociedad. He oído decir que tiene un clarete estupendo, un vino realmente maravilloso que ha debido de costarle una fabulosa suma. Me lo contó lord Argentine, que estuvo en la casa el pasado domingo por la noche. Asegura mi amigo que jamás probó un vino parecido y, como usted sabe, Argentine es un experto. A propósito, eso me recuerda que la tal señora Beaumont debe de ser una excéntrica. Argentine le preguntó por la edad del vino y ¿qué cree usted que le contestó? «Unos mil años, creo». Lord Argentine creyó que le estaba tomando el pelo, pero cuando se rió, ella le aseguró que hablaba completamente en serio y le ofreció mostrarle el barril. Por supuesto, después de esto, ya no pudo replicarla. ¿No le parece a usted que es demasiado tiempo para una bebida? ¡Vaya! Ya hemos llegado a mi casa. Entre, ¿quiere?

—Sí, gracias. Hace tiempo que no visito su tienda de antigüedades.

Era una sala amueblada con suntuosidad, aunque extrañamente, donde cada silla, cada estantería, cada mesa, cada alfombra, cada jarrón y cada adorno parecían ser objetos aparte, parecían conservar su propia individualidad.

—¿Ha adquirido usted algo nuevo últimamente? —dijo Villiers al cabo de un rato.

—No, creo que no. Usted ya vio las jarras, ¿verdad? Ya me parecía a mí que sí. No creo haber comprado nada estas últimas semanas.

Austin echó un vistazo a su alrededor, de alacena en alacena, de estante en estante, buscando alguna nueva rareza. Al fin, sus ojos se posaron en un viejo cofre, extrañamente cincelado, que se hallaba en un nncon oscuro de la sala.

—¡Ah!, se me olvidaba —dijo—. Tengo algo para mostrarle.

Austin abrió el cofre, sacó un grueso volumen en cuarto, lo puso sobre la mesa y volvió a coger el cigarro que había dejado.

—Villiers ¿conoció usted a Arthur Meyrick, el pintor?

—Un poco. Hablé con él dos o tres veces en casa de un amigo común.

—Pues ha muerto.

—¡No me diga! Era bastante joven, ¿no?

—Sí. Tenía sólo treinta años cuando murió.

—¿Y de qué murió?

—No lo sé. Era muy buen amigo mío y un tipo excelente. Solía venir aquí y charlábamos durante horas; era uno de los mejores conversadores que he conocido. Incluso podía hablar de pintura, lo cual no puede decirse de la mayoría de los pintores. Hace unos dieciocho meses se sintió demasiado agobiado por su trabajo y, en parte por sugerencia mía, se marchó a una especie de expedición itinerante, sin propósito definido ni fin. Creo que su primera escala debió de ser Nueva York, aunque nunca más tuve noticias suyas. Hace tres meses recibí este libro, junto con una carta muy cortés de un médico inglés establecido en Buenos Aires, que declaraba haber asistido al difunto señor Meyrick durante su enfermedad. Según me explicó, el difunto le había presado su sincero deseo de que, después de su muerte, me fuese enviado el paquete adjunto. Eso fue todo.

—Y ¿no ha solicitado más detalles?

—He estado pensando en hacerlo. ¿Me aconseja usted que escriba al médico?

—Desde luego. Y ¿qué hay del libro?

—Estaba lacrado cuando lo recibí. No creo que el doctor lo haya visto.

—¿Se trata de algún ejemplar raro? ¿Acaso Meyrick era coleccionista?

—No, no lo creo; precisamente un coleccionista, no. Bueno, ¿qué le parecen esos cacharros ainos?

—Son muy raros, pero me gustan. ¿No iba usted a enseñarme el legado del pobre Meyrick?

—Sí, sí, claro. En realidad se trata de algo bastante peculiar, que todavía no he enseñado a nadie. En su caso, yo no hablaría de esto con nadie. Aquí lo tiene.

Villiers tomó el libro y lo abrió al azar.

—¿No se trata de un volumen impreso?

—No. Es una colección de dibujos a lápiz, realizados por mi pobre amigo Meyrick.

Villiers empezó por la primera página: estaba en blanco. La segunda llevaba una breve inscripción que decía así:

Silet per diem universus, nec sine horrore secretus est; lucet nocturnis ignibus, chorus Ægipanum undique personatur: audiuntur et cantus tibiarum, et tinnitus cymbalorum pero oram maritimam.

En la tercera página había un dibujo que sobresaltó a Villiers y le hizo levantar los ojos en dirección a Austin, el cual miraba abstraído por la ventana. Villiers fue pasando las páginas, absorto a su pesar en la espantosa Noche de Walpurgis, de extraña y monstruosa malignidad, que el fallecido artista había expuesto en aquellos dibujos. Ilustraciones de faunos, sátiros y egipanes[2] bailaban delante de sus ojos; ante él desfilaba la tétrica espesura, la danza en la cumbre de la montaña y escenas diversas junto a playas solitarias, en verdes viñedos o en roquedales y desiertos. Era un mundo ante el cual el alma humana parecía encogerse estremecida. Villiers pasó rápidamente las restantes páginas. Había visto suficiente. Mas, cuando se disponía a cerrar el libro, le llamó la atención el dibujo de la última página.

—¡Austin!

—¿Qué sucede?

—¿Sabe usted quién es?

Era un rostro de mujer, en mitad de la página en blanco.

—¿Que si sé quién es? No, por supuesto que no.

—Yo sí.

—¿Quién es?

—Es la señora Herbert.

—¿Está usted seguro?

—Completamente seguro. ¡Pobre Meyrick! Es otro capítulo en la historia de esa mujer.

—¿Qué le parecen los dibujos?

—Son espantosos. Vuelva a guardar el libro, Austin. Yo en su lugar lo quemaría; constituye un peligro, incluso dentro de un cofre.

—Sí, son unos dibujos muy extraños. Pero me pregunto qué relación pudo existir entre Meyrick y la señora Herbert, o qué vínculo entre ella y estos dibujos.

—¡Ah! ¿Quién podría decirlo? Es posible que el asunto concluya aquí y que nunca sepamos nada más. Pero, en mi opinión, esta Helen Vaughan, o señora Herbert, es sólo el principio. Volverá a Londres; cuente con ello, Austin, volverá y entonces tendremos más noticias de ella. Y no creo que sean noticias muy agradables.

VI. LOS SUICIDIOS

Lord Argentine gozaba de los favores de la mejor sociedad londinense. A los veinte años había sido un pobre diablo que, aun ostentando el apellido de una ilustre familia, se había visto obligado a ganarse el sustento lo mejor que podía, y ni el más usurero de los prestamistas le habría dejado a cuenta cincuenta libras en la esperanza de que algún día cambiase su apellido por un título y su pobreza por una gran fortuna. Su padre había estado lo bastante cerca de los centros de poder como para asegurarse un beneficio familiar, pero aunque el hijo hubiera tomado las órdenes, difícilmente habría obtenido algo parecido. Además, no sentía vocación por el estado eclesiástico. Así pues, afrontó el mundo sin más armas que la toga de licenciado y el ingenio propio de un nieto de un benjamín de buena familia, con las cuales consiguió, de alguna manera, hacer más soportable la lucha.

A los veinticinco años, el señor Charles Aubernoun todavía estaba en guerra con el mundo, si bien, de los siete individuos que se interponían entre él y los puestos más elevados dentro de su familia, únicamente quedaban tres. No obstante, estos tres tenían todavía «mucha vida por delante», cosa que, sin embargo, no demostraron frente a las azagayas zulúes y a la fiebre tifoidea, por lo que una mañana Aubernoun se despertó convertido en lord Argentine. Tras hacer frente a las dificultades de la existencia, a los treinta años había vencido. La situación le divirtió enormemente y decidió que la riqueza sería tan agradable para él como lo había sido la pobreza. Después muchas reflexiones, Argentine llegó a la conclusión de que el comer, considerado como una de las bellas artes, era tal vez el más divertido pasatiempo de cuantos se ofrecen a la sufrida humanidad; de modo que sus cenas se hicieron famosas en Londres y una invitación a su mesa era algo codiciosamente deseado.

Al cabo de diez años de estar en posesión del título de lord y de haber ofrecido innumerables cenas, Argentine no estaba harto todavía, persistía aún en gozar de la vida y, por una especie de contagio, había llegado a ser considerado el catalizador de la alegría ajena; en pocas palabras, era imprescindible en cualquier reunión. Por tanto, su repentina y trágica muerte provocó una amplia y profunda impresión. La gente apenas podía creerlo, ni aun teniendo delante de los ojos el periódico, ni aunque resonase por las calles el pregón de «misteriosa muerte de un noble». Sin embargo, ahí estaba el breve suelto: «Lord Argentine fue hallado muerto esta mañana por su ayuda de cámara en extrañas circunstancias. Se afirma que no cabe la menor duda de que su señoría se suicidó, aunque no pueda atribuirse ningún motivo a esta decisión. El difunto noble era muy conocido en sociedad y muy apreciado por su trato afable y su suntuosa hospitalidad. Le sucederá… etc., etc.»

Poco a poco fueron saliendo a la luz nuevos detalles, pero el caso continuó siendo un misterio. El principal testigo de la encuesta fue el ayuda de cámara del difunto, quien declaró que la noche anterior a su muerte lord Argentine había cenado con cierta dama de buena posición, cuyo nombre se omino en los reportajes periodísticos. A eso de las once, lord Argéntine regresó a casa y le manifestó a su ayuda de cámara que no necesitaría sus servicios hasta la mañana siguiente. Un poco más tarde, el ayuda de cámara tuvo ocasión de cruzar el vestíbulo y quedó asombrado al ver a su amo saliendo discretamente por la puerta principal. Se había quitado el traje de etiqueta y llevaba cazadora y bombachos, y un sombrero marrón. El ayuda de cámara no tenía ninguna razón para suponer que lord Argentine le había visto y, aunque su amo raramente salía a horas tan tardías, no volvió a acordarse de lo ocurrido hasta la mañana siguiente, cuando llamó a la puerta de su alcoba a las nueve menos cuarto, como de costumbre. No obtuvo respuesta y, tras llamar dos o tres veces más, entró en la habitación y descubrió el cuerpo de lord Argentine inclinado hacia delante en una extraña, postura. Su amo había atado con firmeza una cuerda a uno de los postes de la cama y, tras hacer un nudo corredizo y pasárselo alrededor del cuello, el desdichado debió de lanzarse decididamente hacia delante, para morir lentamente por estrangulación.

Estaba vestido con el mismo traje claro con el que el ayuda de cámara le había visto salir y el médico al que llamaron declaró que su vida se había extinguido hacía más de cuatro horas. Todos los documentos, cartas y cosas por el estilo parecían estar en perfecto orden y no se encontró nada que revelase ni remotamente la posibilidad de un escándalo, grande o pequeño. No pudo descubrirse nada más. Varias personas habían estado presentes en la cena a la que había asistido lord Argentine y a todas ellas les pareció que el difunto se había mostrado tan animado como de costumbre. El ayuda de cámara dijo, efectivamente, que su amo le pareció un poco excitado cuando volvió a casa, aunque reconoció que su alteración era muy leve, en realidad apenas perceptible. Pareció inútil buscar alguna pista y la hipótesis de que lord Argentine había padecido un súbito ataque de manía suicida fue generalmente aceptada.

Sin embargo, la gente no pensó lo mismo cuando, al cabo de tres semanas, tres caballeros más, uno de ellos aristócrata y los otros dos de buena posición y amplios recursos, perecieron lamentablemente de forma muy parecida. Lord Swanleigh fue encontrado una mañana en su tocador, colgado de una percha sujeta a la pared, y los señores Collier-Stuart y Herries prefirieron morir como lord Argentine. No había explicación para ninguno de los casos, únicamente unos pocos hechos sueltos: un individuo vivo por la tarde y un cadáver con el rostro hinchado y morado por la mañana. La policía, que se había visto obligada a declararse impotente para explicar y acabar con los sórdidos asesinatos de Whitechapel[3], enmudeció ante los horribles suicidios de Piccadilly y Mayfair, pues ni siquiera la ferocidad, que sirvió de explicación a los crímenes del East End, era útil en el West.

Todos estos hombres, que habían decidido morir de forma tan atormentada como vergonzosa, eran ricos, prósperos y, según todas las apariencias, amantes de la vida mundana; y ni la investigación más perspicaz fue capaz de encontrar alguna sombra o motivo oculto. Había pavor en el ambiente y los hombres se escrutaban mutuamente al encontrarse, preguntándose cada uno si no sería el otro la quinta víctima de aquella tragedia sin nombre. En vano buscaron los periodistas en sus álbumes de recortes material con que urdir sus evocadores artículos. Por la mañana, en la mayoría de los hogares, el periódico era desplegado con una sensación de temor; nadie sabía cuándo ni dónde sería asestado el próximo golpe.

Poco después del último de esos terribles sucesos, Austm fue a ver al señor Villiers. Sentía curiosidad por saber si había conseguido encontrar alguna nueva pista relacionada con la señora Herbert, bien a través de Clarke o por otros medios, y en cuanto se sentaron se lo preguntó.

—No —contestó Villiers—. Escribí a Clarke, pero se mantiene inflexible y, aunque probé otros conductos, no tuve éxito. No consigo averiguar qué fue de Helen Vaughan después de abandonar Paul Street, aunque supongo que se iría al extranjero. A decir verdad, Aus-tin, en estas últimas semanas no he prestado mucha atención al asunto; conocía íntimamente al pobre Herries y su terrible muerte ha sido para mí un golpe muy duro, extremadamente duro.

—Lo creo —replicó Austin con solemnidad—. Ya sabe usted que Argentine era amigo mío. Si mal no recuerdo, estuvimos hablando de él el día que usted vino a mi casa.

—Sí, con motivo de aquella casa de Ashley Street, la casa de la señora Beaumont. Usted dijo algo acerca de que Argentine había cenado allí.

—Así es. Por supuesto sabrá usted que fue allí donde cenó Argentine la noche antes… de su muerte.

—No, no había oído nada de eso.

—Pues sí. Su nombre no apareció en los periódicos para proteger a la señora Beaumont. Argentine era uno de sus comensales preferidos; y dicen que, a su muerte, quedó ella en una terrible situación.

El rostro de Villiers adoptó una curiosa expresión, como si dudase entre hablar o no. Austin comenzó de nuevo.

—Nunca había experimentado una sensación de horror como la que sentí al leer la noticia de la muerte de Argentine. No la comprendí entonces, ni la comprendo ahora. Le conocía muy bien y no puedo imaginar el motivo que le impulsó, a el o a cualquiera de los otros, a matarse a sangre fría de forma tan espantosa. Ya sabe usted cómo murmura la gente en Londres. Puede estar usted seguro de que cualquier escándalo encubierto o cualquier vergüenza oculta habría salido a la luz en un caso como este. Sin embargo, nada de eso ha sucedido. En cuanto a la teoría de la manía suicida, está muy bien desde luego para el jurado de la encuesta, mas todo el mundo sabe que es pura necedad. La manía suicida no es como el sarampión.

Austin se sumió en un melancólico silencio. Villiers permaneció también callado, observando a su amigo. Su rostro seguía mostrando una expresión de indecisión, como si sopesase sus pensamientos y las reflexiones que acudían a su mente le impidieran hablar. En un intento por sacudirse el recuerdo de aquellas tragedias, tan inútilmente enrevesadas como el laberinto de Dédalo, Austin empezó a hablar con voz indiferente de los incidentes y aventuras más agradables de la temporada londinense.

—Esa señora Beaumont de quien estuvimos hablando —dijo— es el gran éxito de la temporada. Ha tomado Londres al asalto. La conocí la otra noche en Fulham’s; es una mujer realmente notable.

—¿Le presentaron a la señora Beaumont?

—Sí; estaba rodeada por una verdadera corte. Supongo que se la podría calificar de muy guapa, si bien hay algo en su semblante que no me agrada. Las facciones son exquisitas, mas su expresión es extraña. Estuve mirándola todo el tiempo y, más tarde, cuando regresaba a casa, tuve la curiosa sensación de que aquella expresión me era, de alguna manera, familiar.

—Debe de haberla visto en el Row[4].

—No; estoy seguro de no haber visto nunca a esa mujer; y eso es lo que me desconcierta. Que yo sepa, jamás he visto a nadie como ella. Lo que siento es una especie de borroso y remoto recuerdo, vago pero persistente. Esta sensación sólo es comparable a ese extraño sentimiento que a veces se tiene en sueños, mediante el cual ciudades fantásticas, países maravillosos y personajes fantasmas nos parecen familiares y habituales.

Villiers asintió con la cabeza y echó un vistazo fortuito por la habitación, buscando posiblemente otro tema de conversación. Sus ojos se fijaron en un viejo cofre, parecido a aquel en que yacía el extraño legado del artista, oculto bajo un escudo de armas gótico.

—¿Ha escrito usted al médico interesándose por el pobre Meyrick? —preguntó.

—Sí. Le escribí pidiéndole más detalles sobre su enfermedad y su muerte. No espero respuesta hasta dentro de tres semanas o un mes. Creo que también debería preguntarle si llegó a conocer a una inglesa llamada Herbert y, en ese caso, si puede darme alguna información sobre ella. Es muy posible que Meyrick se encontrara con ella en Nueva York, México o San Francisco. No tengo ni idea de los lugares que recorrió en aquel viaje.

—Sí; y también es posible que la mujer usara más de un nombre.

—Exactamente. Ojalá se me hubiese ocurrido pedirle prestado el retrato de ella que usted posee. Hubiera podido adjuntárselo al Dr. Matthews en mi carta.

Lleva usted razón, no se me había ocurrido. Se lo podemos enviar ahora. ¡Escuche! ¿Qué gritan esos chicos?

Mientras los dos hombres conversaban, el confuso rumor de voces de la calle había ido en aumento. El vocerío procedía del este y se acrecentaba en Picadillly, aproximándose cada vez más hasta convertirse en un verdadero tumulto sonoro, que se apoderaba de aquellas calles, habitualmente tranquilas, haciendo asomar rostros curiosos e inquietos en cada ventana. Los ecos de los gritos y las voces llegaron a la silenciosa calle donde Villiers vivía, haciéndose más nítidos a medida que se aproximaban. Y mientras Villiers hablaba, la respuesta llegaba de la calle:

¡LOS HORRORES DEL WEST END! ¡OTRO ESPANTOSO SUICIDIO! ¡TODOS LOS DETALLES!

Austin se precipitó escaleras abajo, compró un periódico y le leyó a Villiers la noticia en voz alta, mientras el alboroto de la calle crecía y menguaba alternativamente. La ventana estaba abierta y el aire parecía cargado de ruidos y de terrores.

Otro caballero ha caído víctima de la terrible epidemia de suicidios que ha imperado en el West End durante el pasado mes. El señor Sidney Crashaw, de Stoke House, en Fulham, y King’s Pomery, en Devon, tras una prolongada búsqueda, fue encontrado colgando de la rama de un árbol de su jardín a las trece horas del día de hoy. El finado caballero cenó la pasada noche en el club Carlton y parecía tan saludable y tan animado como de costumbre. Salió del club a eso de las diez y fue visto poco después Paseando sin prisas por St. James Street. A partir de ahí, sus movimientos no han podido ser localizados. Al descubrirse el cuerpo se solicitó inmediatamente asistencia médica, pero su vida se había extinguido, evidentemente, hacía mucho tiempo. Que se sepa, el señor Crashaw no padecía ningún tipo de trastorno o preocupación. Como se recordará, este penoso suicidio es el quinto de la serie en este último mes. Las autoridades de Scotland Yard son incapaces de proponer alguna explicación a tan terribles sucesos.

Austin dejó el periódico, mudo de horror.

—Mañana partiré de Londres —dijo—; es una ciudad de pesadilla. ¡Qué espantoso es todo esto, Villiers!

El señor Villiers estaba sentado junto a la ventana, mirando discretamente a la calle. Había leído con atención el reportaje del periódico y su rostro no mostraba ya la expresión indecisa de antes.

—Espere un momento, Austin —replicó—. He decidido mencionarle un pequeño incidente que ocurrió la pasada noche. Según creo, el periódico afirma que Crashaw fue visto con vida en St. James Street poco después de las diez.

—Sí, eso creo. Miraré otra vez. Sí, tiene usted razón.

—En efecto. Bueno, en todo caso estoy en condiciones de contradecir esa declaración. Crashaw fue visto después de esa hora; considerablemente más tarde, ya lo creo.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque yo mismo le vi casualmente alrededor de las dos de esta madrugada.

—¿Que usted vio a Crashaw? ¿Usted, Villiers?

—Sí, le vi con toda claridad; en realidad, sólo nos separaban unos pocos metros.

—¡Por Dios!, ¿dónde le vio?

—No lejos de aquí. Le vi en Ashley Street. Salía de una casa.

—¿Se fijó usted en esa casa?

—Sí. Era la casa de la señora Beaumont.

—¡Villiers!, piense bien lo que está diciendo; debe de tratarse de un error. ¿Cómo podía estar Crashaw en casa de la señora Beaumont a las dos de la madrugada? Sin duda lo ha soñado usted, Villiers; siempre ha sido bastante imaginativo.

—No lo he soñado; estaba completamente despierto. Y aunque hubiera estado soñando, como usted dice, lo que vi con toda seguridad me habría despertado.

—¿Qué es lo que vio? ¿Notó algo raro en Crashaw? No puedo creerlo; es imposible.

—Bueno, si quiere le contaré lo que vi, o, si lo prefiere, lo que creí ver; así podrá juzgar por sí mismo.

—Muy bien, Villiers.

Aunque de vez en cuando llegaba todavía algún grito lejano, el ruido y el clamor de la calle se habían desvanecido; y el monótono y pesado silencio era como la calma que sigue a un terremoto o a una tormenta. Villiers se apartó de la ventana y empezó a hablar.

—Anoche estuve en una casa próxima a Regent’s Park y al irme tuve el capricho de regresar a casa andando, en lugar de tomar un coche. Era una noche bastante clara y agradable, y al cabo de unos minutos me quedé prácticamente solo en las calles. Es muy curioso, Austin, pasear de noche por Londres, con las farolas de gas alejándose en lontananza, un vasto silencio de muerte, y tal vez el traqueteo de un coche sobre el adoquinado haciendo brotar chispas bajo los cascos de los caballos. Caminaba con paso bastante ligero, pues me sentía un poco cansado y deseaba estar en casa. Cuando dieron las dos torcí por Ashley Street que, como usted sabe, me coge de paso. Encontré la calle más tranquila que nunca y, como las farolas escaseaban, en conjunto parecía tan oscura y tenebrosa como un bosque en invierno. Había recorrido aproximadamente la mitad de la calle cuando oí cerrarse una puerta suavemente y, como es natural, tuve curiosidad por saber quién era el que, al igual que yo, se atrevía a salir a esas horas. Da la casualidad de que había una farola junto a la casa en cuestión y pude ver a un hombre de pie en el umbral. Acababa de cerrar la puerta y tenía el rostro vuelto hacia mí, por lo que inmediatamente le reconocí: era Crashaw. Nunca había hablado con él, pero le había visto a menudo, por lo que estoy seguro de no equivocarme de hombre. Le miré un momento a la cara y luego, le confieso la verdad, salí corriendo y no me detuve hasta verme a salvo en mi propia casa.

—¿Porqué hizo eso?

—Porque la visión de su rostro me heló la sangre. Nunca habría podido suponer que una mezcla tan infernal de pasiones pudiera asomarse a unos ojos humanos. Al mirarle estuve a punto de perder el conocimiento. Comprendí, Austin, que acababa de contemplar un alma en pena; el hombre conservaba su forma externa, mas el infierno estaba en su interior. En su expresión se leía una frenética lujuria, un odio que era como fuego, la pérdida de toda esperanza, un horror que parecía aullar a la noche, aunque él tuviese los dientes apretados, y toda la negrura de la desesperación. Estoy seguro de que él no me vio, que no veía nada de lo que usted o yo podemos ver, que únicamente veía lo que yo espero no ver jamás. No sé cuándo murió; supongo que una hora después, o tal vez dos. Mas, cuando pasé por delante de Ashley Street y oí cerrarse la puerta, aquel hombre no pertenecía ya a este mundo; lo que vi fue el semblante de un demonio.

Un prolongado silencio reinó en la habitación cuando Villiers dejó de hablar. La luz menguaba y el tumulto de una hora antes se había calmado del todo. Austin había inclinado la cabeza al finalizar aquel relato y ahora se cubría los ojos con la mano.

—¿Qué puede significar todo eso? —dijo finalmente.

—¿Quién sabe, Austin? ¿Quién sabe? Es un mal asunto; y creo que, por el momento, lo mejor que podemos hacer es mantenerlo en secreto a toda costa. Intentaré averiguar algo acerca de esa casa a través de mis conductos privados de información; si doy con algo nuevo le tendré al corriente.

VII. ENCUENTRO EN EL SOHO

Tres semanas después, Austin recibió una nota de Villiers rogándole que fuera a verle aquella tarde o a la siguiente. Escogió la fecha más próxima y encontró a Villiers sentado, como de costumbre, junto a la ventana, abstraído aparentemente en vagas meditaciones acerca del soñoliento tráfico de la calle. A su lado había una mesa de bambú, fantástico objeto adornado con dorados y curiosas escenas pintadas, sobre el que descansaba un montón de papeles ordenados y etiquetados con el mismo esmero que el resto de las cosas en casa de Clarke.

—Bien, Villiers, ¿ha realizado usted algún nuevo descubrimiento en las tres últimas semanas?

—Eso creo. Aquí tengo uno o dos memorandos que me parecen bastante raros y un informe sobre el que me gustaría llamar su atención.

—¿Están relacionados estos documentos con la señora Beaumont? ¿Fue en realidad Crashaw el hombre que usted vio aquella noche de pie en el umbral de la casa de Ashley Street?

—Mi convicción no ha variado a ese respecto; pero ni mis indagaciones ni sus resultados guardan relación con Crashaw. Mis investigaciones, sin embargo, han tenido una extraña conclusión. ¡He averiguado quién es la señora Beaumont!

—¿Quién es? ¿En qué sentido lo dice?

—Quiero decir que tanto usted como yo la conocemos bajo otro nombre.

—¿Qué nombre?

—Herbert.

—¡Herbert!

Austin repitió el nombre, atónito por el asombro.

—Sí, la señora Herbert de Paul Street, la Helen Vaughan de las primeras aventuras que desconozco. Tenía usted razón al reconocer la expresión de su rostro; cuando vuelva a casa fíjese en el rostro del libro de horrores de Meyrick y reconocerá esa expresión.

—¿Tiene usted pruebas de lo que dice?

—Sí, la mejor de todas: he visto a la señora Beaumont, ¿o debo decir señora Herbert?

—¿Dónde la vio?

—En un sitio donde difícilmente esperaría uno encontrarse a una dama que habita en Ashley Street, Piccadilly. La vi entrar en una casa de una de las calles más sórdidas y de peor fama del Soho. En realidad, había concertado yo una cita, aunque no con ella; y precisamente fue ella la que acudió a ese mismo lugar y a la misma hora.

—Todo eso parece muy raro, aunque no diré increíble. Debe usted recordar, Villiers, que he visto a esa mujer en las reuniones habituales de la alta sociedad londinense, conversando y riendo y sorbiendo su café en salones corrientes y con gente corriente. Pero usted sabrá lo que dice.

—En efecto. No me he dejado llevar por suposiciones ni fantasías. Cuando busqué a la señora Beaumont en las cloacas de la vida londinense, no tenía idea de que iba a encontrar a Helen Vaughan; pero ese fue el resultado.

—Villiers, ha debido de estar usted en sitios bastante raros.

—Sí, he estado en sitios muy raros. Como usted sabe, habría sido inútil ir a Ashley Street y rogar a la señora Beaumont que me ofreciera un breve resumen de su vida anterior. No; suponiendo, como yo suponía, que no tuviera antecedentes penales, era bastante seguro que en épocas anteriores debió de moverse en círculos no tan refinados como los actuales. Cuando se ve lodo en la superficie de un río, puede estar uno seguro de que ese lodo ha estado antes en el fondo. Y yo fui al fondo. Siempre me ha gustado zambullirme por diversión en calles raras y misteriosas, y ahora mi conocimiento de esos parajes y de sus habitantes me ha sido muy útil. Tal vez no sea necesario decir que mis amigos nunca oyeron el nombre de Beaumont y, como yo no había visto jamás a esa dama y era absolutamente incapaz de describirla, tuve que actuar de manera indirecta. Esa gente me conoce; a veces he tenido ocasión de hacerles algún favor, de modo que no tuvieron inconveniente en darme información; saben que no estoy en relación directa ni indirecta con Scotland Yard. Sin embargo, tuve que arrojar varias veces el anzuelo para conseguir lo que quería; y, cuando al fin extraje el pez, no supuse ni por un momento que se tratara de mi pez. Pero presté oídos a lo que me contaron, a causa de mi afición natural por las informaciones inútiles, y así me enteré de una historia muy curiosa, aunque no imaginé que fuera la que andaba buscando. Se trataba de lo siguiente: hace unos cinco o seis años, una mujer llamada Raymond apareció de repente en la vecindad a la que me estoy refiriendo. Me la describieron como muy joven, probablemente no mayor de diecisiete o dieciocho años, muy guapa y con aspecto de proceder del campo. Estaría equivocado si afirmase que encontró un ambiente adecuado en ese barrio o con aquellas gentes, pues, por lo que me contaron, el peor antro de Londres sería demasiado bueno para ella. La persona de quien obtuve la información, que, como usted puede suponer, no era nada puritana, se estremecía y se ponía enferma al contarme las infamias sin nombre de las cuales la culpaban. Después de vivir allí durante un año, o quizá un poco más, desapareció tan súbitamente como había llegado y nada más supieron de ella hasta que ocurrió lo de Paul Street. Al principio sólo volvió a su antiguo antro ocasionalmente; luego, con más frecuencia y, finalmente, volvió a fijar su residencia allí, como antes, permaneciendo en ella unos seis u ocho meses. De nada sirve que entre en detalles sobre la clase de vida que llevaba esa mujer; si desea usted conocer esos pormenores examine el legado de Meyrick. Esos dibujos no son fruto de su imaginación. La joven volvió a desaparecer y la gente del lugar no supo mas de ella hasta hace unos pocos meses. Mi informante me contó que la joven había alquilado unas habitaciones en una casa que me indicó, las cuales solía visitar dos o tres veces a la semana, siempre a las diez de la mañana. Llegué a pensar que una de esas visitas tendría lugar cualquier día de la semana pasada y, por consiguiente, me las arreglé para permanecer al acecho en compañía de mi cicerone a las diez menos cuarto: la dama llegó con idéntica puntualidad. Mi amigo y yo estábamos guarecidos bajo una arcada un poco más baja que la calle; pero ella nos descubrió y me dirigió una mirada que tardaré mucho en olvidar. Aquella mirada me bastó: en seguida supe que la señorita Raymond era la señora Herbert. En cuanto a la señora Beaumont, ni siquiera se me había ocurrido pensar en ella. La joven entró en la casa y yo me quedé vigilando hasta las cuatro en punto, en que salió; entonces la seguí. Fue una larga persecución y tuve mucho cuidado en mantenerme a cierta distancia de ella, aunque sin perderla de vista. Me hizo bajar el Strand y luego Westminster; después subimos por St. James Street y atravesamos Piccadilly. Me extrañó verla torcer por Ashley Street; la idea de que la señora Herbert fuera en realidad la señora Beaumont me empezó a rondar la cabeza, pero me pareció demasiado improbable para ser cierta. Aguardé en la esquina, sin perderla ni un momento de vista y tuve especial cuidado en fijarme en la casa ante la que se detenía. Era la casa de las cortinas alegres, la casa de las flores, la casa de donde salió Crashaw la noche en que se ahorcó en su jardín. Iba ya a irme tras este descubrimiento, cuando vi acercarse un carruaje vacío, que se detuvo frente a la casa, y llegué a la conclusión de que la señora Herbert se disponía a dar un paseo, en lo cual no me equivoqué. Tomé un cabriolé y seguí al carruaje hasta el Parque. Allí me encontré casualmente con un conocido y estuvimos conversando a poca distancia de la calzada, a la que yo daba la espalda. No llevábamos allí ni siquiera diez minutos, cuando mi amigo se quitó el sombrero y yo me volví y vi a la dama que había estado siguiendo todo el día.

»—¿Quién es? —le dije.

»—La señora Beaumont —fue su respuesta—; vive en Ashley Street.

»Naturalmente, después de esto no albergué ya más dudas. No sé si ella me vio, aunque no lo creo. Me fui a casa en seguida y, después de un detenido examen, llegué a la conclusión de que tenía entre manos un caso bastante extraño que ofrecer a Clarke.

—¿Por qué Clarke?

—Porque estoy seguro de que Clarke conoce una serie de hechos relacionados con esa mujer, de los cuales yo no sé nada.

—Bueno, y entonces ¿qué?

El señor Villiers se reclinó en su sillón y miró reflexivamente a Austin un momento antes de responder:

—Mi idea era que Clarke y yo fuésemos a visitar a la señora Beaumont.

—¿Sería usted capaz de ir a una casa como esa? No, no, Villiers, no puede hacerlo. Considere usted además… Y ¿cuál fue el resultado?

—Pronto se lo diré. Pero antes iba a decirle que mis informes no concluyeron ahí, sino que han sido completados de manera extraordinaria.

»Mire este manuscrito pulcramente empaquetado; como ve, está paginado y hasta me he permitido la coquetería de atarlo con una cinta roja. Tiene un aspecto casi jurídico, ¿no? Echele un vistazo, Austin. Es una relación del entretenimiento que la señora Beaumont proporciona a sus invitados más escogidos. El hombre que lo escribió escapó con vida, pero no creo que viva muchos años. Los médicos le dijeron que debió de haber sufrido un intenso shock nervioso.

Austin cogió el manuscrito, pero no lo llegó a leer. Al abrir sus páginas al azar, su mirada recayó en una palabra y en la frase que la seguía; y con el corazón acongojado, blancos los labios y un sudor frío corriéndole como agua por las sienes, tiró al suelo el escrito.

—Lléveselo, Villiers; no vuelva a hablar de esto con nadie. ¿Es usted de piedra acaso? ¡Vaya!, ni el temor y el horror a la misma muerte, ni los pensamientos del reo que permanece en la negra plataforma, bajo el penetrante aire de la mañana, atado de pies y manos, la campana tañendo en sus oídos y esperando de un rnomento a otro el chasquido violento del cerrojo, son nada comparado con esto. No lo leeré; nunca podría volver a conciliar el sueño.

—Muy bien. Puedo imaginarme lo que usted ha visto. Sí; es bastante horrible. Pero, después de todo, se trata de una vieja historia, un misterio antiguo representado en nuestros días en las oscuras calles de Londres y no en medio de viñedos y olivares. Sabemos lo que les sucedía a aquellos que veían al gran dios Pan; y los más sensatos saben que todos los símbolos significan algo. Hubo, realmente, un símbolo exquisito bajo el cual los hombres velaron hace mucho tiempo el conocimiento de las fuerzas más espantosas y secretas que yacen en el corazón de las cosas; fuerzas bajo las cuales las almas de los humanos se marchitan, mueren y ennegrecen, al igual que les ocurre a sus cuerpos bajo los efectos de la corriente eléctrica. Tales fuerzas no pueden nombrarse, ni expresarse, ni imaginarse sino bajo un velo y un símbolo, símbolo que para la mayoría no es más que una pintoresca fantasía poética y para otros, un cuento descabellado. Pero, en todo caso, usted y yo hemos conocido algo del terror que puede morar en la cuna secreta de la vida y que se manifiesta a través de la carne humana; pues lo que carece de forma termina por adoptar alguna. ¡Oh, Austin!, ¿cómo es posible? ¿Cómo es que la misma luz del sol no se oscurece ante ese horror y que la dura tierra no se funde y hierve bajo semejante peso?

Villiers iba y venía por la habitación y de su frente brotaban gotas de sudor. Austin permaneció sentado en silencio unos instantes y Villiers le vio santiguarse.

—Se lo repito, Villiers, sin duda no debe usted entrar en una casa como esa. Nunca saldría vivo de allí.

—Sí, Austin, saldré vivo… y Clarke conmigo.

—¿Qué quiere dar a entender? Usted no puede, no se atreverá…

—Espere un momento. Esta mañana el aire era fresco y agradable; soplaba la brisa, incluso en esta calle tan aburrida, y decidí dar un paseo. Piccadilly ofrecía ante mí una perspectiva despejada y resplandeciente y el sol iluminaba los carruajes y las temblorosas hojas del parque. Era una mañana alegre: los hombres y las mujeres miraban al cielo y sonreían al ir a su trabajo o a divertirse, y el viento soplaba alegremente sobre las praderas y la fragante aulaga. Pero, por alguna razón, me aparté del bullicio y la alegría y me encontré caminando despacio por una calle tranquila y aburrida, donde no parecía brillar el sol ni soplar el viento, y en donde los escasos transeúntes se rezagaban y vagaban indecisos por esquinas y soportales. Seguí caminando, sin saber apenas adonde iba o qué hacía allí, pero sintiéndome impelido, como a veces sucede, a continuar explorando más a fondo, con la vaga idea de alcanzar alguna meta desconocida. Así pues, recorrí la calle, observando el trajín de la lechería y maravillándome de la incongruente mezcolanza de pipas baratas, tabaco negro, dulces, periódicos y otras divertidas bagatelas, todo ello revuelto en el breve espacio de un solo escaparate. Creo que fue un repentino escalofrío lo que primero me advirtió de que había hallado lo que buscaba. Levanté la mirada y me detuve frente a una tienda polvorienta, cuyo letrero estaba descolorido, y en la que los ladrillos, que habían sido rojos hace doscientos años, estaban ennegrecidos y las ventanas habían acumulado la bruma y la mugre de innumerables inviernos. Vi lo que buscaba, pero creo que debieron de pasar unos cinco minutos antes de que me serenase y pudiera entrar a pedirlo con voz indiferente y rostro impávido. Creo que, incluso entonces, debió de notarse algún temblor en mis palabras, pues el anciano que salió de la trastienda y hurgó torpemente entre sus mercancías me miró con extrañeza mientras ataba el paquete. Pagué lo que me pidió y permanecí apoyado en el mostrador, sintiendo una extraña renuencia a coger el paquete y salir de allí. Le pregunté por el negocio y me enteré de que iba mal, pues los beneficios disminuían lamentablemente; la calle no era ya lo que había sido antes de que desviaran el tráfico hacia otra, y de esto hacía ya cuarenta años, «poco antes de que muriera mi padre», dijo. Me marché al fin y caminé rápidamente; desde luego, aquella era una calle deprimente y me alegraba de volver al bullicio y al ruido. ¿Le gustaría ver lo que compré?

Austin no dijo nada, pero asintió levemente con la cabeza; parecía todavía pálido y enfermo. Villiers abrió un cajón de la mesa de bambú y mostró a Austin un largo rollo de cuerda, resistente y nueva, con un nudo corredizo en uno de sus extremos.

—La mejor cuerda de cáñamo —dijo Villiers—, tal como solía fabricarse antaño, según me aseguró el anciano. No hay ni una sola pulgada de yute de un extremo al otro.

Austin apretó los dientes y miró fijamente a los ojos a Villiers, poniéndose más blanco todavía.

—No debería usted hacer eso —murmuró al fin—. No debería mancharse las manos de sangre. ¡Dios mío! —exclamó con súbita vehemencia—. No es posible que tenga esa intención, Villiers. ¿Piensa convertirse en verdugo?

—No. Dejaré a Helen Vaughan sola con esta cuerda en una habitación cerrada durante quince minutos y le daré una oportunidad. Si cuando entremos en ella no lo ha hecho, llamaré al policía más próximo. Eso es todo.

—Ahora debo irme. No puedo continuar aquí por más tiempo. No resisto esto. Buenas noches.

—Buenas noches, Austin.

La puerta se cerró, pero volvió a abrirse al momento y Austin apareció, lívido y cadavérico, en el umbral.

—Me olvidaba —dijo— de que yo también tengo algo que contarle. He recibido una carta del Dr. Harding desde Buenos Aires. Dice que trató a Meyrick durante tres semanas antes de su muerte.

¿Y dice qué fue lo que se lo llevó en la primavera de la vida? ¿Fiebres?

—No, no fueron las fiebres. Según el doctor, fue un colapso total de todo su organismo, probablemente a causa de una fuerte impresión. Sin embargo, manifiesta que el paciente no quiso contarle nada y que, por tanto, estuvo en desventaja al tratar el caso.

—¿Hay algo más?

—Sí. El doctor Harding termina su carta diciendo: «Creo que esta es toda la información que puedo darle acerca de su pobre amigo. No había estado mucho tiempo en Buenos Aires y apenas conocía a nadie, a excepción de cierta persona que no gozaba de buena reputación y de quien desde entonces no se ha vuelto a saber nada más…, una tal señora Vaughan».

VIII. LOS FRAGMENTOS

Entre los papeles del famoso médico, el doctor Robert Matheson, de Ashley Street (Piccadilly), muerto repentinamente de un ataque de apoplejía a comienzos de 1892, se encontró una hoja de papel, cubierta de notas a lápiz. Estas notas, muy abreviadas, estaban escritas en latín y habían sido hechas evidentemente a toda prisa. El manuscrito fue descifrado con dificultad y algunas palabras han resistido hasta ahora todos los esfuerzos del experto encargado de hacerlo. La fecha, «XXV Jul. 1888», está escrita en el ángulo superior derecho del manuscrito. A continuación se ofrece la traducción del manuscrito del Dr. Matheson.

No sé si la ciencia se beneficiaría con estas breves notas, en el caso de que fueran publicadas; más bien lo dudo. Pero, desde luego, jamás aceptaré la responsabilidad de publicar o divulgar una sola palabra de cuanto hay aquí escrito, no sólo a causa del juramento hecho por mí libremente a esas dos personas que estuvieron conmigo presentes, sino también porque los detalles son demasiado abominables. Es probable que, tras largas deliberaciones y después de haber sopesado los pros y los contras, algún día decida destruir este papel o, al menos, se lo entregue, debidamente sellado, a mi amigo D., en cuya discreción confió, para que lo utilice o lo queme según lo juzgue conveniente.

Como es natural, hice cuanto me sugirió mi ciencia para asegurarme de que no estaba sufriendo una alucinación. Lleno de asombro, alprincipio apenas pude pensar; pero, al cabo de un minuto, tuve la seguridad de que mi pulso latía con regularidad y que me hallaba en mis cabales. Entonces clavé los ojos silenciosamente en lo que tenía delante.

Aunque el horror y la náusea más repugnante se apoderaron de mí y el hedor de la corrupción me dejó sin respiración, permanecí firme. Entonces tuve el privilegio o la maldición (no me atrevería a decir cuál de los dos) de ver cómo se transformaba ante mi vista lo que yacía encima de la cama, negro como la tinta. La piel, la carne, los músculos, los huesos y la firme estructura del cuerpo humano, que yo creía inmutable y permanente como el diamante, empezaron a fundirse y disolverse.

Yo sabía que el cuerpo puede ser dividido en sus elementos bajo la acción de agentes externos, pero no podía aceptar lo que veía. Pues alguna fuerza interna, de la que nada sabía, estaba provocando aquella disolución y aquel cambio.

También veía repetirse ante mis ojos todo el proceso evolutivo del hombre. Veía cómo la fórmula fluctuaba entre uno y otro sexo, se fraccionaba sucesivamente y volvía a agruparse de nuevo. Después vi descender el cuerpo al nivel de las bestias de donde procede: lo que estaba en las alturas bajaba a las profundidades, incluso a los abismos del ser. El principio vital continuaba animando ese organismo, mientras variaba su forma externa.

La luz de la habitación se había convertido en oscuridad, pero no en la negrura de la noche, en la que los objetos se ven vagamente, pues yo podía verlo todo con claridad y sin ninguna dificultad. Pero era la negación de la luz; los objetos surgían a mi vista sin ninguna mediación, si me es permitido expresarlo así, de tal forma que, de haber habido un prisma en la habitación, no habría reflejado color alguno.

Seguí observando y finalmente nada vi salvo una sustancia parecida a la gelatina. Entonces la escala fue de nuevo ascendiendo… (aquí el manuscrito es ilegible)… por un instante divisé ante mí una Forma, de contornos borrosos, que no describiré con más detalle. Pero el símbolo de esa forma puede verse en antiguas esculturas y en pinturas que sobrevivieron bajo la lava y son demasiado espantosas para hablar de ellas… mientras una horrible e inenarrable figura, ni hombre ni bestia, adoptaba la forma humana, y le sobrevenía finalmente la muerte.

Yo, que presencié todo eso, no sin gran horror y repugnancia en mi alma, escribo aquí mi nombre, declarando que todo lo consignado en este papel es cierto.

Robert Matheson

Doctor en Medicina

…Ésta es, Raymond, la historia de cuanto sé y he visto. La carga es demasiado pesada para soportarla yo solo y, sin embargo, a nadie más que a ti puedo contarla. Villiers, que estuvo conmigo hasta el final, no sabe nada de aquel espantoso secreto del bosque, ni de cómo lo que nosotros habíamos visto morir yacía sobre el suave y terso césped en medio de las flores del verano, mitad al sol y mitad a la sombra, ni de cómo el horror que sólo podemos insinuar, que sólo podemos nombrar mediante metáforas, cogiendo la mano de la joven Rachel, llamó y convocó a sus compañeros y tomó forma sólida sobre la tierra que pisábamos. Nada de esto le conté a Villiers, ni del parecido, que me impresionó como un soplo en el corazón, cuando vi el retrato, el cual acabó por colmar la copa del terror. No me atrevo a adivinar su significado. Sé que lo que vi perecer no era Mary; y, sin embargo, en las últimas convulsiones de la agonía, fueron los ojos de Mary los que se miraron en los míos. Ignoro si hay alguien que pueda mostrar el último eslabón de esta cadena de horribles misterios; pero, si alguien puede hacerlo, ese hombre eres tú, Raymond. Y, como sólo tú conoces el secreto, es cosa tuya contarlo o no, según te parezca.

Te escribo esta carta inmediatamente después de mi regreso a la ciudad. He estado en el campo unos cuantos días; probablemente adivinarás dónde. Mientras el horror y el asombro de Londres estaban en todo su apogeo —pues, como te dije, «la señora Beaumont» era muy conocida en sociedad—, escribí a mi amigo el Dr. Phillips, suministrándole un breve bosquejo o, mejor dicho, un indicio, de lo que había sucedido, y rogándole que me indicase el nombre del pueblo donde tuvieron lugar los acontecimientos que él me había contado. Me dio el nombre, según dijo, sin la menor vacilación, porque los padres de Rachel habían muerto y el resto de la familia se había ido a vivir con un pariente al Estado de Washington hacía seis meses. Los padres, dijo, habían fallecido, sin duda alguna, del pesar y el horror causados por la terrible muerte de su hija y por lo que había ocurrido antes. La tarde del día que recibí la carta de Phillips me encontraba en Caer-maen; y allí, bajo las desmoronadas murallas romanas, blanqueadas por los inviernos de mil setecientos años, contemplé el prado donde antaño se alzara el antiguo templo del «Dios de las Profundidades», y divisé una casa que relucía al sol. Era la casa donde vivió Helen. Permanecí varios días en Caermaen. Comprobé que la gente del lugar sabía muy poco y sospechaba todavía menos. Aquellos con quienes hablé del asunto parecieron sorprenderse de que un anticuario (como tal me presenté) se preocupara de una tragedia rural, de la que en el pueblo daban una versión tan tópica; y, como puedes imaginar, nada dije de lo que sabía. Pasé la mayor parte del tiempo en el inmenso bosque que se alza sobre la aldea y trepa por las laderas para luego descender al río que riega el valle; otro valle delicioso, Raymond, como aquel que contemplamos cierta noche de verano, mientras paseábamos sin rumbo por delante de tu casa. Durante más de una hora anduve extraviado por el laberinto del bosque, torciendo ora a la derecha, ora a la izquierda, recorriendo largos senderos bordeados de maleza, sombríos y frescos aún bajo el sol del mediodía, y deteniéndome a descansar bajo los enormes robles o tumbándome en la hierba de un claro, donde, con el viento, me llegaba el fragante y vago aroma de las rosas silvestres, mezclado con el penetrante perfume de los saúcos, parecido al olor de la habitación de un muerto, como un vapor de incienso y corrupción. Estuve en los linderos del bosque, contemplando la pomposa procesión de las digitales irguiéndose por encima de los helechos y brillando al sol, y más allá, en los espesos matorrales de maleza donde brotan manantiales de las rocas, que alimentan malsanas y nocivas plantas acuáticas. Pero en todos mis vagabundeos evité cierta parte del bosque. Hasta ayer no ascendí a la cumbre de la colina, dirigiéndome a la antigua calzada romana que atraviesa la cresta más alta del bosque. Por allí pasearon Helen y Rachel, a lo largo de esa discreta calzada que discurre por encima de la hierba, encajonada a ambos lados por elevados taludes de tierra roja, y altos setos de relucientes hayas. Allí seguí sus pasos, asomándome de vez en cuando por entre los huecos que dejaban las ramas y viendo extenderse el bosque en todas direcciones, hundiéndose en la vasta llanura, y más allá el mar amarillo y las tierras al otro lado del mar. Por el otro lado estaba el valle, el río, una sucesión de colinas encadenadas unas a otras como olas en el mar, el bosque, el prado y el trigal, punteados de casas blancas, una barrera de montañas y, al norte, lejanos picos azules. Y de esta manera llegué finalmente al lugar. El sendero ascendía por una suave pendiente y se ensanchaba en un espacio abierto, rodeado por un muro de espesos matorrales, para luego estrecharse de nuevo y continuar adentrándose en la lejanía, perdiéndose en la tenue niebla azulada producida por el calor del verano. En ese agradable claro estival Rachel entró siendo una chica y salió convertida en quién podría decir qué. No permanecí allí mucho tiempo.

En una pequeña ciudad cercana a Caermaen hay un museo que contiene en su mayor parte restos romanos encontrados por los alrededores en épocas diversas. El día siguiente a mi llegada a Caermaen me fui paseando hasta la ciudad en cuestión y tuve la oportunidad de examinar dicho museo. Después de haber contemplado la mayor parte de las esculturas de piedra, sarcófagos, anillos, monedas y fragmentos de mosaicos que el lugar contiene, me mostraron un pequeño pilar cuadrado de piedra blanca, descubierto recientemente en el bosque que acabo de mencionar y, según pude averiguar, en el mismo espacio abierto donde se ensancha la vía romana. En una de las caras del pilar había una inscripción de la que tomé nota. Algunas de las letras habían sido borradas, pero, sin duda, no creo que puedan ser otras que las que yo he suplido. La inscripción es como sigue:

DEVOMNODENTi

FLAvIVSSENILISPOSSVit

PROPTERNVPtias

quasVIDITSVBVMBra

(Al gran dios Nodens[5] —dios de la Gran Profundidad o Abismo— Flavio Senilis ha erigido este pilar con motivo de las nupcias que presenció bajo la umbría.)

El conservador del museo me informó de que los anticuarios locales quedaron bastante perplejos, no ya por la inscripción en sí, ni por las dificultades de su traducción, sino por la circunstancia o rito a que en ella se alude.

…Y ahora, mi querido Clarke, respecto a lo que me cuentas acerca de Helen Vaughan, a la que dices haber visto morir en circunstancias del mayor y más increíble horror, confieso que tu relato me interesó; sin embargo, gran parte de lo que me contaste, si no todo, lo conocía ya. Puedo comprender la extraña semejanza que advertiste entre el retrato y el verdadero semblante; habías visto a la madre de Helen. Recordarás aquella apacible noche veraniega, hace ya tantos años, cuando te hablé del mundo que se extiende más allá de las sombras, y del dios Pan.

Recordarás a Mary. Ella fue la madre de Helen Vaughan, la cual nació nueve meses después de aquella noche.

Mary jamás recobró la razón. Permaneció todo el tiempo en la cama, tal como la viste, y falleció pocos días después de que naciera la niña. Creo que al final me reconoció. Yo estaba de pie junto a su lecho y por un segundo su antigua mirada volvió a asomar a sus ojos; luego se estremeció, profirió un gemido y falleció. No estuvo nada bien lo que hice aquella noche en que estuviste presente; abrí de par en par las puertas de su alma, sin saber ni preocuparme por lo que pudiera entrar en ella. Recuerdo que en aquella ocasión me dijiste, bastante bruscamente, pero también con bastante razón en cierto sentido, que había arruinado la razón de un ser humano con un experimento estúpido, basado en una teoría absurda. Hiciste bien en censurarme, aunque mi teoría no era del todo absurda. Mary vio lo que yo dije que vería, pero me olvidé de que ningún ojo humano puede contemplar impunemente semejante visión. Y también olvidé, como acabo de decir, que cuando las puertas del alma se abren de par en par puede entrar por ellas algo para lo que no tenemos nombre, y la carne humana puede convertirse en simple envoltura de un horror que no me atrevo a expresar. Jugué con fuerzas que no comprendía y ya has visto el resultado. Helen Vaughan hizo bien al ceñirse la soga al cuello y ahorcarse, aunque su muerte fuese horrible. El rostro ennegrecido, la espantosa forma encima de la cama, cambiando delante de tus ojos, de mujer en hombre, de hombre en bestia, y de bestia en algo todavía peor, todo ese extraño horror de que fuiste testigo, apenas me sorprende. Lo que dices que vio y estremeció al médico que mandaste llamar, yo ya lo había observado hace tiempo; comprendí lo que había hecho en el preciso instante en que nació la criatura, y cuando apenas contaba cinco años la sorprendí, no una o dos sino varias veces, con un compañero de juegos, ya te puedes figurar de qué especie. Para mí fue un constante horror encarnado y, al cabo de unos años, sintiendo que no podía soportarlo más, despedí a Helen Vaughan. El resto de esta extraña historia, y todo lo demás que, según me has contado, ha descubierto tu amigo, he logrado saberlo poco a poco, casi hasta el último capítulo. Ahora Helen está con sus compañeros…