ARMONÍA
A Noonan le parecía terriblemente extraño estar viajando en un avión con un presunto asesino de masas confeso, sin que el tipo estuviera esposado o con chaleco de fuerza o alguna otra medida restrictiva. Pero, a decir verdad, ¿qué podía hacer? ¿A dónde podía ir? Tal vez podría abrir la puerta y saltar, pero Gearing no daba el tipo suicida, y Noonan estaba completamente seguro de que no iba a desviar el avión a Cuba. Y así, sin despegar los ojos del prisionero, comenzó a pensar que lo había arrestado en otro continente, en otro huso horario y en otro hemisferio. Había participado en la operación Fuad Yunis en el Mediterráneo Oriental diez u once años atrás, pero suponía que el arresto de Gearing batiría todos los récords del FBI en operaciones a distancia. Casi doce mil millas. Maldición. El exceso de avión lo estaba dejando maltrecho, pero valía la pena pagar el precio. Puso en hora su reloj, preguntándose si el día sería el mismo… Claro, uno podía preguntarle la hora al sargento de la USAF, pero quedaría como un completo idiota si le preguntaba por el día de la semana. Tal vez pudiera averiguarlo mirando un ejemplar de Usa Today al llegar a Estados Unidos, decidió Noonan. Reclinó su asiento y clavó los ojos en la nuca de Wil Gearing. Recién entonces se dio cuenta: cuando llegaran a Washington tendría que entregar a su prisionero, ¿pero a quién, y bajo qué cargos?
—OK —dijo Clark—. Llegarán a Andréws dentro de dos horas, y luego nos trasladaremos a Pope y decidiremos qué hacer.
—Ya pensaste un plan, John —observó Ed Foley. Conocía lo suficiente a John como para reconocer cierto brillo especial en sus ojos.
—¿Es mi caso o no es mi caso, Ed? —preguntó Clark.
—Dentro de lo razonable, John. Tratemos de no iniciar una guerra nuclear o algo por el estilo, ¿puede ser?
—¿Esto podría llevarse a juicio, Ed? ¿Y si Brightling ordenó que destruyeran toda la evidencia? No es difícil hacerlo, ¿verdad? Demonios, ¿de qué estamos hablando? Unos cuantos baldes de mierda biológica y algunos archivos de computadora. Se venden programas que destruyen para siempre los documentos, ¿no es cierto?
—Es cierto, pero alguien podría tener material impreso, y una buena investigación…
—¿Y entonces qué tendríamos? Pánico global cuando la gente se dé cuenta de lo que puede hacer una empresa biotecnológica si se le da la gana. ¿Qué tendría de bueno eso?
—Eso sin contar que una asesora de la presidencia violó la seguridad del país. Dios santo, eso sería terrible para Jack, ¿no crees? —Foley hizo una pausa—. ¡Pero no podemos asesinar a esa gente, John! Son ciudadanos estadounidenses con derechos, ¿recuerdas?
—Ya lo sé, Ed. Pero tampoco podemos dejarlos ir, y probablemente no podamos juzgarlos, ¿verdad? ¿Qué nos queda? —Clark hizo una pausa—. Te propongo algo creativo.
—¿Qué?
John Clark explicó su idea.
—Si dan batalla, bueno, en ese caso nos facilitarán las cosas, ¿no?
—¿Veinte hombres contra cincuenta como mínimo?
—¿Mis veinte —a decir verdad, no llegan a quince— contra esos mercaderes de plumas? Por favor, Ed. Tal vez sea el equivalente moral de un asesinato, pero no el equivalente legal.
Foley frunció el ceño, preocupado por lo que sucedería si los medios llegaban a enterarse. Pero no tenían por qué enterarse. La comunidad de operaciones especiales mantenía toda clase de secretos, muchos de los cuales se verían muy mal por televisión.
—John —dijo por fin.
—¿Sí, Ed?
—Asegúrate de que no te atrapen.
—Hasta el momento nadie logró atraparme, Ed —le recordó Rainbow Six.
—Aprobado —dijo el director de la CIA, preguntándose cómo le explicaría el caso al presidente de Estados Unidos.
—OK, ¿puedo usar mi antigua oficina? —Tenía que hacer algunos llamados.
—Claro.
—¿Es todo lo que necesita? —preguntó el general Sam Wilson.
—Sí, general, con eso bastará.
—¿Puedo preguntarle para qué es?
—Para una operación encubierta —respondió Clark.
—¿Eso es todo lo que va a decirme?
—Lo siento, Sam. Puede hablar con Ed Foley para confirmarlo.
—Ya lo creo que hablaré con Foley —tronó el general.
—Me parece muy bien, señor —Clark esperaba que el «señor» aliviara en algo su orgullo herido.
No fue así, pero Wilson era un profesional y conocía las reglas.
—Bueno, déjeme hacer unos llamados telefónicos.
El primero fue a Fort Campbell, Kentucky, residencia del Regimiento de Aviación 160 de Operaciones Especiales cuyo comandante, un coronel, puso las objeciones esperadas, que fueron convenientemente pasadas por alto. El mencionado coronel levantó el teléfono y ordenó que enviaran inmediatamente un helicóptero MH-60K Night Hawk a la Base Pope de la Fuerza Aérea, junto con tripulación de mantenimiento destinados a un lugar que desconocía. La siguiente llamada telefónica fue a un oficial de la Fuerza Aérea, quien tomó nota y dijo «sí, señor», como buen aviador que era. Colocar cada pieza en su lugar era esencialmente un ejercicio electrónico: utilizar teléfonos encriptados y dar órdenes secretas a personas que, afortunadamente, estaban acostumbradas a esas cosas.
Chávez pensó que había cruzado tres cuartas partes del mundo en las últimas veintidós horas, y ahora estaba por aterrizar en una pista que sólo había pisado una vez en su vida. Volaba en el Uno de la Fuerza Aérea (la versión VC-25A del 747 conocido en todo el mundo) acompañado por alguien que había planeado matar a toda la gente que habitaba el planeta. Había aprendido años atrás a no reflexionar demasiado sobre las cosas que hacía por su país y los 82 450 dólares anuales que ganaba actualmente como empleado de la CIA. Tenía un master en Relaciones Internacionales, que humorísticamente definía como «un país que se coge a otro»… pero ahora no se trataba de un país, sino de una corporación. ¿Cuándo habían empezado a pensar que podían jugar en grande?, se preguntó. Tal vez fuera ese el Nuevo Orden al que había aludido el presidente Bush. Si lo era, no tenía el menor sentido para él. Los gobiernos eran elegidos por los ciudadanos y debían responder a ellos. Las corporaciones respondían —si es que lo hacían— a sus accionistas. No había comparación posible entre ambas cosas. Las corporaciones supuestamente debían ser supervisadas por los gobiernos de los países donde se domiciliaban, pero todo estaba cambiando. Actualmente las corporaciones privadas desarrollaban y definían las herramientas que usaba la gente en todo el mundo. El cambiante mundo tecnológico había otorgado inmenso poder a organizaciones relativamente pequeñas. Empezaba a preguntarse si eso sería bueno o no. Bueno, si la gente dependiera de los gobiernos para progresar todavía estarían andando a caballo y viajando en vapores de un lugar de otro. Pero en este Nuevo Orden las cosas estaban fuera de control, y alguien tendría que pensarlo en algún momento, decidió Chávez cuando el avión se detuvo sobre la pista de Andréws. Otra camioneta azul anónima de la USAF los estaba esperando.
—¿Estás juntando muchas millas, Ding? —preguntó John desde la pista.
—Supongo. ¿Tendré que volver a usar las plumas? —preguntó Chávez, cansado.
—Una vez más, por ahora.
—¿Adónde?
—Bragg.
—Entonces vamos ya. No quiero acostumbrarme a estar en tierra si la felicidad será temporaria —necesitaba ducharse y afeitarse, pero eso también tendría que esperar. Inmediatamente abordaron otro avión de la Fuerza Aérea, rumbo al sudoeste. El viaje fue afortunadamente corto y concluyó en la Base Pope de la Fuerza Aérea, donde se alojan la División 82 de Infantería Aérea de Fort Bragg, Carolina del Norte, y la Fuerza Delta y otras unidades de operaciones especiales.
Por primera vez, comprobó Noonan, alguien había pensado qué hacer con Wil Gearing. Tres policías militares lo llevaron a la empalizada de base. El resto de los pasajeros terminó en la Residencia de Oficiales Solteros, coloquialmente conocida como «la Erre».
Chávez se preguntó si la ropa que acababa de quitarse estaría en condiciones de ser vuelta a usar. Pero luego se duchó y encontró una afeitadora que le permitió liberarse de la pelusa oscura que ensombrecía su (según su justo juicio) viril rostro. Encontró un conjunto de ropa limpia al salir.
—La hice traer de la base.
—Gracias, John —Chávez se enfundó en los calzoncillos y la camiseta impecablemente blancos, eligió un BDU (uniforme de batalla) con diseño vegetal, y completó el atuendo con zoquetes y botas.
—¿Fue largo el día?
—Carajo, John, tardamos un mes en volver de Australia —se sentó en la cama, y luego se recostó por reflejo—. ¿Y ahora qué?
—Brasil.
—¿Por qué?
—Allá fueron todos. Los rastreamos, tengo fotos satelitales del lugar.
—Entonces, ¿iremos a visitarlos?
—Sí.
—¿Para qué, John?
—Para terminar con esto de una vez y para siempre, Domingo.
—Me parece bien, ¿pero es legal?
—¿Desde cuándo te preocupan esas cosas?
—Soy un hombre casado, John, y también padre ¿recuerda? Tengo responsabilidades, viejo.
—Es lo suficientemente legal, Ding —su suegro intentó tranquilizarlo.
—OK, si usted lo dice. ¿Qué haremos ahora?
—Dormirás una siesta. El resto del comando llegará dentro de media hora.
—¿El resto de qué comando?
—Todos los que estén en condiciones de moverse y disparar, hijo.
—Muy bien, jefe —dijo Chávez, y cerró los ojos.
El 737-700 de British Airways estuvo en tierra el menor tiempo posible, lo necesario para recargar combustible y despegar nuevamente rumbo al Aeropuerto Internacional Dulles en las afueras de Washington, donde su presencia no provocaría demasiados comentarios. Los hombres del Rainbow fueron trasladados a lugar seguro, donde pudieron descansar un poco. Eso los preocupaba. El hecho de que les permitieran descansar implicaba que pronto lo necesitarían.
Clark y Alistair Stanley se reunieron en una sala del Comando Central de Operaciones Especiales, un edificio común y silvestre frente a una pequeña playa de estacionamiento.
—Y bien, ¿qué tenemos aquí? —preguntó el coronel William Byron. Apodado «Little Willie» por sus colegas uniformados, el coronel Byron ostentaba el sobrenombre más inadecuado del ejército de Estados Unidos. Con sus ciento quince kilos de carne fibrosa y dura, Byron era el hombre más corpulento de la sala. El apodo databa de West Point, donde había aumentado de peso y volumen tras cuatro años de ejercicios y comida abundante… y terminado como arquero del equipo de fútbol del Ejército que había destrozado por 10 a 0 al de la Armada en el clásico de otoño, jugado como de costumbre en el Estadio de Veteranos de Filadelfia. Byron conservaba su acento sureño de Georgia a pesar de su master en Dirección de Empresas de la Universidad de Harvard (una de las carreras favoritas entre los militares).
—Vamos a viajar aquí —le dijo Clark, pasándole los informes—. Necesitamos un helicóptero y un par de cosas más.
—¿Dónde diablos está este pozo de mierda?
—En Brasil, al oeste de Manaos, sobre el río Negro.
—Parece un complejo —observó Byron, poniéndose los anteojos de leer que tanto odiaba—. ¿Quién lo construyó, y quién lo está ocupando?
—La gente que quiso matar a toda la jodida población mundial —respondió Clark. En ese instante sonó su teléfono celular. Tuvo que esperar unos segundos por el sistema encriptado—. Habla Clark —dijo por fin.
—Habla Ed Foley, John. La muestra fue analizada en Fort Dietrick.
—¿Y?
—Y según dicen es una versión del virus Ébola, modificada por el agregado de genes cancerígenos aparentemente. Dicen que eso fortalece al maldito bastardo. Por si fuera poco, las cepas del virus estaban protegidas por una especie de minicápsulas que lo ayudarían a sobrevivir al aire libre. En otras palabras, John, lo que te dijo tu amigo ruso… está absolutamente confirmado.
—¿Qué hiciste con Dimitri? —preguntó Rainbow Six.
—Está en una casa segura en Winchester —replicó el DCI. Era el lugar donde la CIA acostumbraba alojar a los extranjeros que deseaba proteger—. Ah, el FBI me dice que la policía de Kansas lo está buscando por asesinato. Supuestamente mató a un tal Foster Hunnicutt residente en Montana. Al menos eso dicen.
—¿Por qué no les dices a los del FBI que le avisen a los de Kansas que Dimitri no asesinó a nadie? Estuvo conmigo todo el tiempo —sugirió Clark. Tenían que ocuparse de ese hombre, ¿no? John ya había dado el salto conceptual y olvidado que Popov había instigado un ataque contra su esposa y su hija. En este caso (como en casi todos) negocios eran negocios, y no era la primera vez que un enemigo de la KGB se transformaba en un aliado valioso.
—OK, sí, puedo hacerlo —era una mentirita piadosa contra una horrible verdad. En su oficina de Langley, Virginia, Foley se preguntó por qué no le temblaban las manos. Esos lunáticos no sólo querían matar a la población mundial, también tenían la capacidad de hacerlo. Era una novedad que la CIA tendría que analizar detalladamente, un nuevo tipo de amenaza. E investigarlo no sería fácil ni divertido.
—OK, gracias, Ed —Clark cortó la comunicación y miró a los demás—. Acaban de confirmarme el contenido del recipiente de cloro. Crearon una forma modificada de Ébola y pensaban propagarla en Sydney.
—¿Qué? —preguntó el coronel Byron. Clark le ofreció una explicación de diez minutos—. ¿Habla en serio, no? —preguntó azorado Little Willie.
—Hablo en serio —replicó Clark secamente—. Contrataron a Dimitri Popov como intermediario con los terroristas que realizaron atentados en toda Europa. Lo hicieron para aumentar el miedo al terrorismo, de modo tal que Global Security consiguiera el contrato con los australianos y…
—¿Bill Henriksen? —preguntó el coronel Byron—. ¡Diablos, yo conozco a ese hombre!
—¿Ah, sí? Bueno, su gente debía propagar el virus a través del sistema de niebla refrigerante en el estadio olímpico de Sydney, Willie. Chávez estaba en la sala de control cuando un tal Wil Gearing apareció con el recipiente cuyo contenido fue analizado por los muchachos del USAMRIID en Fort Dietrick. Ya sabe, el FBI podría llevarlos a juicio por asesinato masivo. Podría. Pero no es seguro —agregó Clark.
—Entonces piensan ir allá para…
—Para hablar con ellos, Willie —Clark terminó la frase por él—. ¿Ya está listo el avión?
Byron miró su reloj.
—Debería estarlo —dijo.
—Entonces es hora de movernos, muchachos.
—OK. Tengo BDU para toda su gente, John. ¿Está seguro de que no necesita ayuda?
—No, Willie. Se lo agradezco, pero queremos mantener la más absoluta reserva, ¿comprende?
—Supongo que sí, John —Byron se levantó—. Síganme, muchachos. Ah, respecto a esos tipos que van a ver en Brasil…
—¿Sí? —preguntó Clark.
—Denles un saludito especial de nuestra parte, ¿sí?
—Sí, señor —prometió John—. Será un placer hacerlo.
El avión más grande sobre la rampa de la Base Pope de la Fuerza Aérea era un transporte C-5B Galaxy de la USAF en el que la tripulación terrestre había estado trabajando durante varias horas. Habían borrado todos los iconos oficiales y pintado HORIZON CORPORATION sobre los redondeles de la USAF. Incluso habían eliminado el número de la cola. Las puertas ostra del sector de carga habían sido clausuradas. Clark y Stanley fueron los primeros en subir. El resto de los hombres llegaron en ómnibus (portando sus equipos personales) y treparon al compartimento de pasajeros. A partir de ese momento, todo fue cuestión de que los tripulantes (vestidos de civil) abordaran la nave e iniciaran los procedimientos de cualquier vuelo comercial. Un avión tanque KC-10 los interceptaría al sur de Jamaica para recargar combustible.
***
—OK, aparentemente eso fue lo que pasó —le dijo John Brightling a la gente reunida en el auditorio. Vio desilusión en las caras de los cincuenta y dos presentes, aunque también cierto alivio. Bien, hasta los verdaderos creyentes tenían conciencia, pensó. Qué pena.
—¿Qué hacemos aquí, John? —preguntó Steve Berg. Había sido uno de los principales científicos del proyecto, creador de las vacunas A y B y pieza fundamental en la gestación de Shiva. Era uno de los mejores hombres que había contratado Horizon Corporation.
—Estudiamos la selva tropical. Hemos destruido toda la evidencia. La reserva de Shiva desapareció. Lo mismo que las vacunas. Lo mismo que los archivos de las computadoras del laboratorio y todo lo demás. Lo único que queda del proyecto es lo que ustedes tienen en la cabeza. En otras palabras, si alguien trata de acusarnos tendrán que mantener la boca cerrada… y no habrá manera de juzgarnos. ¿Bill? —Brightling señaló a Henriksen, quien subió decididamente al podio.
—OK, ustedes saben que fui agente del FBI. Sé cómo hacen las cosas. Ponernos unos contra otros no les resultará fácil en el mejor de los casos. El FBI debe respetar las reglas, y las reglas son estrictas. Tendrán que leerles sus derechos, uno de los cuales es contar con la presencia de un abogado durante los interrogatorios. A lo que ustedes deben responder «Sí, quiero que mi abogado esté presente». Si responden eso, ni siquiera podrán preguntarles la hora. Luego ustedes nos llamarán, nosotros enviaremos un abogado, el abogado les dirá (en la cara de los agentes del FBI) que traten de no decir nada, y luego les dirá a los federales que ustedes no hablarán, y que si intentan obligarlos a hacerlo estarán violando toda clase de estatutos y decisiones de la Corte Suprema. Eso significa que ellos pueden meterse en problemas y que cualquier cosa que ustedes digan no podrá ser usada en la corte ni en ninguna otra parte. Esos son los derechos civiles.
—Luego —prosiguió Henriksen— nos dedicaremos a observar el fecundo ecosistema que nos rodea y a inventar una nueva versión de los hechos. Eso nos llevará un tiempo y…
—Un momento, si podemos evitar que nos hagan preguntas, para qué…
—¿Para qué inventar una versión de los hechos? Muy fácil. Nuestros abogados tendrán que hablar un poco con los procuradores de la nación. Si generamos una versión convincente de los hechos, no nos molestarán más. Si los policías saben que no pueden ganar, no presentarán batalla. Una buena versión de los hechos será muy útil. OK, podemos decir que, sí, estábamos investigando el virus Ébola porque es una amenaza para la humanidad y el mundo necesita una vacuna. Luego, tal vez, algún empleado trastornado decidió matar a la población mundial… pero nosotros no tuvimos nada que ver con eso. ¿Por qué estamos aquí? Para investigar in situ la composición química de la flora y la fauna de la selva tropical. Es una opción legítima, ¿no les parece? —todos asintieron.
—OK —prosiguió Henriksen—, nos tomaremos todo el tiempo que sea necesario para inventar una versión de los hechos convincente e inexpugnable. Luego la memorizaremos. De esa manera, cuando nuestros abogados nos permitan hablar con el FBI (de modo que podamos cooperar con la ley) les daremos exclusivamente información que no pueda perjudicarnos y que, de hecho, nos ayudará a evadir los cargos que pretendan adjudicarnos. Amigos, si permanecemos unidos y nos atenemos fielmente al guion, no podemos perder. Por favor tengan confianza en lo que les digo. Si usamos la cabeza no podemos perder. ¿Entendido?
—Y también podremos trabajar en el Proyecto Dos —dijo Brightling volviendo al podio—. Ustedes son las personas más inteligentes del mundo y quiero destacar que nuestro compromiso con la meta definitiva no ha cambiado. Pasaremos un año aquí, por lo menos. Es una invalorable oportunidad de estudiar la naturaleza y aprender cosas que necesitamos aprender. También nos permitirá encontrar una nueva manera de lograr aquello a lo que hemos consagrado nuestras vidas —prosiguió. Muchos asintieron. Probablemente podrían investigar ideas alternativas. Seguía siendo el director de la compañía biotecnológica más avanzada del mundo. Todavía tenía a su servicio a los mejores científicos, y los más brillantes. Todavía anhelaban salvar el planeta. Simplemente tendrían que encontrar otra manera de hacerlo, y tenían los recursos y el tiempo necesarios para encontrarla.
—OK —prosiguió Brightling esbozando una radiante sonrisa—. Ha sido un día muy largo. Es hora de ir a descansar. Mañana por la mañana saldré a la selva y contemplaré un ecosistema del que tenemos mucho que aprender.
El aplauso lo conmovió. Sí, todos ellos sentían lo mismo, compartían su dedicación… y, tal vez… sí, tal vez hubiera una manera de concretar el Proyecto Dos.
Bill Henriksen se acercó a Carol y John camino al dormitorio.
—Hay un problema potencial —les dijo.
—¿Cuál?
—¿Qué haremos si envían un comando paramilitar contra nosotros?
—¿Como si fuera un ejército? —preguntó Carol Brightling.
—Sí.
—Pelearemos contra ellos —respondió John—. Tenemos armas, ¿no?
Tenían. La armería del proyecto alternativo tenía no menos de cien rifles de asalto G-3 de fabricación alemana, los auténticos, completamente automáticos. Sólo que en el proyecto había muy pocas personas que supieran disparar.
—Sí. OK, el problema es que no pueden arrestarnos legalmente, pero si se las ingenian para atraparnos y llevarnos de regreso a Estados Unidos, a la corte le importará un bledo si el arresto fue ilegal. Es una característica de las leyes estadounidenses: una vez que uno está frente al juez, al juez no le importa cómo llegó ahí. Entonces, si se aparecen los paramilitares, convendría disuadirlos. Creo que…
—¡Creo que nuestra gente no necesitará que la estimulen para pelear contra los miserables que destruyeron el proyecto!
—Estoy de acuerdo, pero tendremos que ver qué sucede. Maldición, ojalá tuviéramos un radar.
—¿Para qué? —preguntó John.
—Si vienen, vendrán en helicóptero. Es demasiado lejos para venir caminando por la jungla, y los botes son demasiado lentos, y nuestros compatriotas suelen pensar en términos de helicópteros. Así les gusta hacer las cosas.
—¿Cómo harán para saber dónde estamos, Bill? Demonios, salimos del país muy rápido y…
—Y pueden preguntarle a las tripulaciones de los vuelos. Tuvieron que llenar los formularios del vuelo a Manaos, y eso achica un poco el panorama, ¿no?
—No hablarán. Les pago muy bien —objetó John—. ¿Cuánto tardarán en averiguar dónde estamos?
—Oh, un par de días en el peor de los casos. Creo que convendría que entrenáramos a nuestra gente en el arte de la defensa. Podríamos empezar mañana mismo —propuso Henriksen.
—Hecho —decidió John—. Y llamaré a casa para averiguar si alguien intentó hablar con nuestros pilotos.
La suite principal tenía su propia sala de comunicaciones. El proyecto alternativo era una obra de arte en muchos aspectos, desde los laboratorios médicos a las comunicaciones. La antena próxima a la usina eléctrica tenía su propio sistema telefónico satelital, que también accedía por correo electrónico y otras vías a la red interna computarizada de Horizon Corporation. Apenas llegó a la suite, John Brightling activó el sistema telefónico y llamó a Kansas. Dejó instrucciones para los tripulantes de los vuelos, diciendo que se comunicaran con el proyecto alternativo si alguien los interrogaba respecto de sus viajes más recientes. Una vez hecho esto, le quedó muy poco por hacer. Se duchó y fue al dormitorio, donde lo esperaba su esposa.
—Es tan triste —comentó Carol en la oscuridad.
—Estoy hirviendo de furia —admitió John—. ¡Estábamos tan cerca!
—¿Qué fue lo que falló?
—No estoy seguro, pero creo que nuestro amigo Popov descubrió lo que estábamos por hacer, mató al tipo que se lo dijo y escapó. De algún modo les avisó que capturaran a Will Gearing en Sydney. ¡Maldición, faltaban unas horas para iniciar la Fase Uno! —bramó desconsolado.
—Bueno, la próxima vez seremos más cuidadosos —lo animó Carol acariciándole el brazo. Fracaso o no, era bueno estar en la cama con él—. ¿Qué pasará con Wil?
—Tendrá que correr el riesgo. Le conseguiré los mejores abogados que pueda encontrar —prometió John—. Y le ordenaré que mantenga la boca cerrada.
Gearing había dejado de hablar. Evidentemente la llegada a Estados Unidos había despertado en él la idea de los derechos civiles y los procedimientos penales, y desde que había pisado suelo patrio no hablaba con nadie. Estaba sentado en el C-5, mirando el perímetro circular que llevaba al inmenso sector vacío en la cola, mientras los soldados dormían. Sin embargo, dos de ellos estaban completamente despiertos y no le sacaban los ojos de encima. Tenían armas suficientes como para cazar cien osos, vio Gearing, montones de armas personales allí mismo y en el sector de carga. ¿Dónde estarían yendo? Nadie se lo había dicho.
Clark, Chávez y Stanley estaban en la cabina de mando del macizo transporte aéreo. Los tripulantes del vuelo pertenecían a la Fuerza Aérea —muchos de los cuales eran reservistas, mayormente pilotos de aerolínea en su vida civil— y mantenían distancia. Sus superiores les habían advertido lo que sucedía, advertencia posteriormente confirmada por el cambio en la pintura exterior del avión. ¿Eran civiles ahora? Estaban vestidos de civil, como si quisieran engañar a alguien. ¿Pero quién creería que un Lockheed Galaxy era de propiedad civil?
—Quedó muy bien —observó Chávez. Era interesante volver a la infantería, ser nuevamente un ninja, otra vez dueño de la noche… sólo que pensaban atacar a plena luz del día—. La pregunta es, ¿se resistirán?
—Si tenemos suerte —respondió Clark.
—¿Cuántos son?
—Viajaron en cuatro Gulfstreams, cada uno con dieciséis personas como máximo. Digamos que sesenta y cuatro, Domingo.
—¿Armas?
—¿Vivirías en la jungla sin armas? —preguntó Clark. Probablemente no, claro.
—¿Pero saben usarlas? —insistió Chávez.
—No creo. En su mayoría deben ser científicos, aunque algunos conocerán la selva y tal vez haya varios cazadores. Supongo que comprobaremos la eficacia de los nuevos juguetes de Noonan.
—Eso espero —admitió Chávez. Lo bueno era que sus hombres estaban entrenados y muy bien pertrechados. De día o de noche, sería una misión ninja—. ¿Supongo que usted está al mando?
—Puedes apostar tu bonito culo a que sí, Ding —replicó Rainbow Six. Dejaron de hablar. El avión se sacudió un poco al ingresar en la estela de turbulencia generada por el KC-10 de reabastecimiento aéreo. Clark no quería ni ver el procedimiento. Debía ser el acto más antinatural del mundo: dos aviones enormes apareándose en pleno vuelo.
Malloy estaba unos asientos atrás observando los informes satelitales con el teniente Harrison.
—Parece fácil —opinó el joven oficial.
—Sí, pura vainilla, a menos que nos disparen. En ese caso se pondrá más movidito —le prometió a su copiloto.
—La nave estará al borde del exceso de peso —advirtió Harrison.
—Para eso tiene dos motores, hijo —señaló el marine.
Afuera estaba oscuro. Los tripulantes del C-5 observaron la superficie llana y poco iluminada de la Tierra luego de recargar sus tanques. Para ellos, seguía siendo un vuelo corriente. El piloto automático sabía dónde estaba y a dónde se dirigía, y en el aeropuerto internacional de Manaos, Brasil, también sabían que un avión de carga estadounidense llegaría y se quedaría durante uno o dos días (la información había sido transmitida previamente por fax).
Todavía no había amanecido cuando divisaron las luces de la pista. El piloto, un joven mayor, se irguió en su asiento y disminuyó la velocidad de la nave mientras el copiloto, a su derecha, controlaba los instrumentos y transmitía las cifras de altitud y velocidad. Luego levantó la nariz y dejó que el C-5B se posara sobre la pista (con un pequeño salto, para que los pasajeros a bordo se enteraran de que ya no estaban en el aire). Tenía un diagrama del aeropuerto y, siguiéndolo, carreteó hasta el extremo de la rampa, frenó y le anunció a la gente de descarga que había llegado su turno de trabajar.
Tardaron unos minutos en organizar las cosas, pero finalmente abrieron las enormes puertas traseras. Como un valiente pájaro nocturno, el Night Hawk MH-60K asomó con las primeras luces del alba. El sargento Nance supervisó a los tres hombres del 160 SOAR que extendieron las hojas del rotor y luego trepó al fuselaje para asegurarse de que estuvieran bien colocadas. El Night Hawk tenía los tanques llenos. Nance instaló la ametralladora M-60 en su lugar (sobre la derecha) y le anunció al coronel Malloy que el helicóptero estaba listo. Malloy y Harrison revisaron la nave y decidieron que estaba en condiciones de partir. Inmediatamente transmitieron la información por radio a Clark.
Los últimos en bajar del C-5B fueron los hombres del Rainbow, vestidos de fajina BDU multicolor y con las caras pintadas de marrón y verde. Gearing bajó último. Le habían puesto una bolsa en la cabeza para que no pudiera ver nada.
Resultó que no cabían todos a bordo. Vega y otros cuatro quedaron en tierra, y vieron despegar el helicóptero con las primeras luces del alba. El Night Hawk ascendió al cielo y viró hacia el noroeste mientras los desplazados protestaban, inmersos en el aire caluroso y húmedo del trópico. Justo en ese momento llegó un automóvil con varios formularios que la tripulación del vuelo debió completar. Para sorpresa de todos, nadie pareció advertir el desusado tamaño del avión. El letrero recién pintado proclamaba que era un avión grande de propiedad privada y el personal del aeropuerto aceptó esa versión, dado que los papeles habían sido llenados adecuadamente.
Se parecía tanto a Vietnam, pensaba Clark mientras el helicóptero sobrevolaba el inmenso mar verde de la selva. Pero esta vez no volaba en un Huey y habían pasado casi treinta años de su primera exposición a operaciones de combate. No recordaba haber sentido miedo —tensión sí, pero no miedo—, cosa que le parecía notable desde su actual perspectiva. Aferraba entre las manos una MP-10 silenciada y, rumbo a la batalla en helicóptero, creía haber recuperado la juventud… hasta que se dio vuelta y vio a los demás hombres a bordo… Eran tan jóvenes. Pero luego recordó que casi todos superaban los treinta años de edad, y si ellos le parecían jóvenes era porque evidentemente él estaba muy viejo. Apartó ese nefasto pensamiento y miró por la puerta, más allá del sargento Nance y su ametralladora. El cielo estaba aclarando, había demasiada luz para los lentes de visión nocturna pero no la suficiente para ver bien. Se preguntó cómo sería el clima allí. Estaban sobre el ecuador y había jungla allá abajo. Probablemente sería caluroso y húmedo, y debajo de los árboles habría víboras, insectos y todas las otras criaturas que moraban en ese lugar agreste y dejado de la mano de Dios… Que se quedaran con la selva, les dijo John sin palabras, él no pensaba interferir.
—¿Cómo vamos, Malloy? —preguntó por intercom.
—Tendríamos que avistarlo en cualquier momento… ¡allá está, hay luces más adelante!
—Llegamos —Clark les indicó a sus soldados que se alistaran—. Proceda como estipulamos, coronel Malloy.
—Entendido, Six.
Mantuvo el curso y la velocidad (dos-nueve-seis, setecientos pies AGL —sobre el nivel del suelo— y ciento veinte nudos respectivamente). Las luces en la distancia parecían absolutamente fuera de lugar, pero eran luces, tal como habían indicado el sistema de navegación y las fotos satelitales.
—OK, Gearing —decía Clark en el fondo—. Le permitiremos que vaya a hablar con su jefe.
—¿Ah, sí? —preguntó el prisionero a través de la bolsa negra que le cubría la cabeza.
—Sí —confirmó John—. Le llevará un mensaje. Si se rinde, nadie saldrá lastimado. Si no lo hace, la cosa se pondrá muy fea. Su única opción es la rendición incondicional. ¿Entiende lo que le digo?
—Sí —asintió la cabeza dentro de la bolsa negra.
El Night Hawk levantó la nariz al acercarse al extremo oeste de la pista que alguna empresa constructora había talado en la selva. Malloy descendió rápidamente sin permitir que las ruedas tocaran la tierra… era el procedimiento estándar para evitar minas terrestres. Gearing fue empujado al suelo e inmediatamente el helicóptero volvió a ascender, revertiendo su curso hacia el extremo este de la pista.
Gearing se arrancó la bolsa de la cabeza e intentó orientarse. Divisó las luces del proyecto alternativo, complejo cuya existencia conocía pero que jamás había visitado, y se dirigió allí sin mirar atrás.
En el extremo este, el Night Hawk descendió a menos de un metro del suelo. Los comandos Rainbow saltaron a tierra y el helicóptero levantó vuelo para regresar a Manaos, siguiendo la estela del sol naciente. Malloy y Harrison se pusieron sus anteojos oscuros y mantuvieron el curso, chequeando repetidamente la cantidad de combustible. El Regimiento de Aviación 160 de Operaciones Especiales mantenía muy bien sus helicópteros, pensó el marine, flexionando sus manos enguantadas sobre los controles. Igual que los muchachos de la Fuerza Aérea en Inglaterra.
Noonan llevó la delantera. Todos los soldados corrieron inmediatamente a cubrirse, lejos del duro pavimento de la pista, y corrieron hacia el oeste preguntándose si Gearing habría advertido su llegada. Tardaron media hora en recorrer una distancia que, de haber corrido, hubieran cubierto en menos de diez minutos. A pesar de todo, Clark consideró que lo habían hecho bien… ahora recordaba la hormigueante sensación de estar en la jungla, donde el aire mismo parecía contener extrañas criaturas dispuestas a chuparle a uno la sangre y contagiarle enfermedades que lo harían morir lo más lenta y dolorosamente posible. ¿Cómo carajo había soportado diecinueve meses en Vietnam? Recién habían pasado diez minutos y ya tenía ganas de irse. A su alrededor los árboles macizos ascendían al cielo y formaban la verde techumbre que cubría ese lugar fétido. Pero había otros árboles más bajos, y otros todavía más pequeños rodeados de plantas y arbustos. Escuchaba el sonido de los movimientos… No sabía si eran sus hombres o los animales, pero sí sabía que ese medio ambiente contenía toda clase de vida (en su mayoría enemiga de la raza humana). Sus hombres se dispersaron hacia el norte. La mayoría cortaron ramas y las colocaron en las bandas elásticas de sus cascos Kevlar para camuflarse mejor.
La puerta principal del edificio no tenía llave, descubrió Gearing sorprendido. Entró en lo que parecía ser un edificio residencial, subió al ascensor, apretó el último botón y llegó al cuarto piso. Una vez allí, sólo era cuestión de abrir una de las puertas dobles del pasillo y encender la luz de la suite principal. Las puertas del dormitorio estaban abiertas. Gearing entró.
John Brightling entrecerró los ojos, por el haz de luz proveniente de la sala. Luego los abrió mucho y vio…
—¿Qué carajo estás haciendo acá, Wil?
—Me trajeron, John.
—¿Quiénes te trajeron?
—Los tipos que me arrestaron en Sydney —explicó Gearing.
—¿Qué? —era demasiado para esa hora de la mañana. Brightling se levantó y se puso la bata que tenía junto a la cama.
—¿Qué pasa John? —preguntó Carol, semidormida.
—Nada querida, relájate —John fue a la sala y cerró la puerta del dormitorio.
—¿Qué mierda está pasando Wil?
—Están aquí, John.
—¿Quiénes están aquí?
—El comando antiterrorista, los que fueron a Australia, los que me arrestaron. ¡Están aquí, John! —le dijo Gearing. Miró a su alrededor desorientado por el viaje y sin saber qué hacer.
—¿Aquí? ¿Dónde? ¿En el edificio?
—No. Me largaron del helicóptero. Su jefe es un tipo llamado Clark. Me dijo que te dijera que debías rendirte… rendirte incondicionalmente, John.
—¿O si no qué?
—O si no, van a matarnos a todos.
—¿En serio? —esa no era manera de despertar.
Brightling había gastado doscientos millones de dólares en construir ese lugar —la mano de obra era barata en Brasil— y consideraba que el proyecto alternativo era una fortaleza. Más aún, una fortaleza que tardarían meses en localizar. ¿Un grupo de hombres armados, allí y ahora, exigía su rendición? ¿Qué diablos era todo eso?
Bueno, pensó. Primero llamó a la habitación de Bill Henriksen y le dijo que subiera. Luego encendió su computadora. No había noticias de que nadie hubiera hablado con los tripulantes de sus vuelos. Por lo tanto, nadie les había dicho dónde estaban. Entonces, ¿cómo carajo los habían descubierto? ¿Y quién diablos estaba allí? ¿Y qué mierda quería? Enviar a alguien conocido a pedirle que se rindiera parecía el guion de una película mala.
—¿Qué pasa, John? —preguntó Henriksen. Luego vio a Gearing— ¿Wil, cómo llegaste aquí?
Brightling levantó una mano para impedir que hablaran y trató de pensar. Apagó las luces de la sala, miró por los ventanales, y no vio nada.
—¿Cuántos son? —preguntó Bill.
—Diez o quince soldados —replicó Gearing—. ¿Van a hacer lo que… van a rendirse?
—¡Demonios, no! —bramó Brightling—. ¿Lo que están haciendo es legal, Bill?
—No, no lo es. Creo que no.
—OK, reúne a nuestra gente y busquen las armas.
—Bueno —dijo el jefe de seguridad, dubitativo. Fue directamente al lobby principal, desde cuyo escritorio se controlaba el sistema de direcciones del complejo.
—Eso es, nena, háblame —dijo Noonan. La versión más reciente del sistema DKL de búsqueda de personas estaba encendida y funcionando. Había colocado dos unidades receptoras a trescientas yardas. Cada una tenía un transmisor que se reportaba a una unidad receptora conectada a su computadora laptop.
El sistema DKL rastreaba el campo electromagnético generado por los latidos del corazón humano. Habían descubierto que el latido cardíaco era una señal única. Los primeros aparatos vendidos por la compañía meramente indicaban la dirección de la que provenían las señales, pero los nuevos tenían antenas parabólicas para aumentar su alcance a ciento cincuenta metros y, por triangulación, dar posiciones exactas… es decir, con un margen de error de entre dos y cuatro metros. Clark estaba observando la pantalla de la computadora. Los blips indicaban la presencia de personas en distintos lugares del edificio residencial.
—Muchacho, esto hubiera sido muy útil en el Cuerpo cuando yo eran joven —suspiró Clark. Cada comando Rainbow tenía un localizador GPS instalado en su radio personal, que a su vez se comunicaba con la computadora y permitía que Clark y Noonan conocieran la posición exacta de sus hombres.
—Sí, por eso me entusiasma tanto esta muñequita —dijo Noonan—. No puedo decirte en qué piso están, pero mira, han empezado a moverse. Supongo que alguien los despertó.
—Comando, aquí Mr. Oso —crujió la radio.
—Mr. Oso, aquí Comando. ¿Dónde está?
—Cinco minutos afuera. ¿Dónde quiere que vaya?
—Al mismo lugar que antes. Manténgase lejos de la línea de fuego. Dígale a Vega y a los demás que estamos en el extremo norte de la pista. Mi puesto de comando está cien metros al norte de la hilera de árboles. Los llamaremos desde allí.
—Entendido, Comando. Fuera.
—Esto debe ser un ascensor —dijo Noonan señalando la pantalla. Seis blips convergieron en un mismo punto, permanecieron juntos medio minuto y luego se dispersaron. Una cantidad de blips se estaban reuniendo en un mismo lugar, probablemente un lobby. Luego se dirigieron al norte y volvieron a converger.
—Me gusta este —dijo Dave Dawson, sopesando su rifle G3. El arma de fabricación alemana tenía buen equilibrio y excelentes visores. Dawson había sido jefe de seguridad en Kansas, otro verdadero creyente que no soportaba la idea de volver a Estados Unidos bajo custodia federal y pasar el resto de su vida en la cárcel de Leavenworth… un sector de Kansas por el que sentía poco aprecio—. ¿Qué haremos ahora, Bill?
—OK, nos dividiremos en pares. Todo el mundo tendrá una de estas —Henriksen empezó a distribuir radios—. Piensen. No disparen hasta recibir la orden de hacerlo. Usen la cabeza.
—OK, Bill. Les mostraré a esos miserables lo que es capaz de hacer un cazador —observó Killgore. Le gustaba sentir el peso del rifle en las manos.
—Esto también —Henriksen abrió otra puerta y empezó a sacar pantalones y chaquetas de camuflaje.
—¿Cómo haremos para protegernos, Bill? —preguntó Steve Berg.
—¡Matando a los cretinos! —aulló Killgore—. No son policías, no vienen a arrestarnos, ¿verdad, Bill?
—Bueno, no, y no se identificaron, y la ley indica que… la ley no es muy clara en este punto, muchachos.
—Y de todos modos estamos en un país extranjero. Así que esos imbéciles están violando la ley al estar aquí, y si alguien nos ataca con armas tenemos derecho a defendernos, ¿no? —preguntó Ben Farmer.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —le preguntó Berg.
—Soy un ex marine, muchachito. Armas livianas, formen fila… sí, sé lo que está pasando allá afuera —Farmer parecía confiado y estaba tan molesto como los demás por la modificación impuesta a sus planes.
—OK, amigos, yo estoy al mando, ¿entendido? —dijo Henriksen. Tenía treinta hombres armados. Sería suficiente—. Los haremos venir a nosotros. Si ven a alguien avanzando con un arma, lo liquidan. ¡Pero sean pacientes! Déjenlos acercarse. No desperdicien municiones. Veamos si logramos disuadirlos. No podrán quedarse mucho tiempo sin reservas y sólo tienen un helicóptero para…
—¡Miren! —gritó Maclean. El helicóptero negro acababa de aterrizar a una milla y media, en el extremo más lejano de la pista. Tres o cuatro hombres bajaron corriendo y se perdieron entre los árboles.
—OK, tengan cuidado, muchachos, y piensen antes de actuar.
—En marcha —dijo Killgore agresivamente, indicándole a Maclean que lo siguiera.
—Están dejando el edificio —dijo Noonan—. Aparentemente son treinta —levantó la vista para orientarse en el terreno—. Se dirigen a la selva… ¿pensarán tendernos una emboscada?
—Ya veremos. Comando 2, aquí Comando —dijo Clark por radio táctica.
—Comando 2 a Comando —replicó Chávez—. Veo gente saliendo del edificio. Aparentemente portan armas livianas.
—Entendido. OK, Ding, procederemos de acuerdo con el plan.
—Entendido, Comando. Voy a organizarme —el Comando 2 estaba intacto, salvo por la ausencia de Julio Vega que acababa de llegar en el segundo vuelo del helicóptero. Chávez se reunió con su gente y extendió su línea al norte, hacia la selva, permaneciendo en el extremo sur de la línea. Los hombres del Comando 1 actuarían como reserva bajo las órdenes directas de John Clark.
Noonan observó los movimientos de los tiradores del Comando 2. Cada blip amigo estaba identificado por una letra, de modo que pudiera reconocerlos.
—John —preguntó—, ¿cuándo tendremos libertad para disparar?
—Paciencia, Tim —replicó Six.
Noonan estaba arrodillado sobre el pasto húmedo y había apoyado su laptop sobre un árbol caído. La batería debía durar más de cinco horas, y tenía dos de repuesto en la mochila.
Pierce y Loiselle tomaron la delantera, medio kilómetro adentro de la jungla. No era la primera vez para ninguno de los dos. Mike Pierce había trabajado en Perú dos veces, y Loiselle había estado tres veces en África. Pero, familiaridad con las condiciones del medio ambiente no equivalía a confort. A los dos les preocupaban las serpientes tanto como a los demás, y estaban seguros de que la selva estaba repleta de ofidios, ya fuera venenosos o dispuestos a devorarlos enteros. La temperatura estaba subiendo y ambos soldados transpiraban copiosamente bajo el camuflaje. Diez minutos después encontraron un buen lugar, con un árbol alto y otro caído cerca.
—Tienen radios —reportó Noonan—. ¿Quieres que las anule?
Clark negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Primero escuchemos lo que dicen.
—Me parece bien —el agente del FBI conectó el escáner de la radio al speaker.
—Qué lugar —dijo una voz—. Mira esos árboles, amigo.
—Sí, son grandes, ¿no?
—¿Qué árboles son? —preguntó un tercero.
—¡La clase de árboles detrás de la que puede esconderse cualquiera para volarte los sesos! —dijo una voz más seria—. ¡Killgore y Maclean, avancen al norte media milla, encuentren un lugar y quédense allí!
—Sí, sí, OK, Bill —dijo la tercera voz.
—Atención todo el mundo —dijo Bill—. No abusen de las radios, ¿entendido? Repórtense cuando los llame o cuando vean algo importante. ¡Por lo demás, no las usen!
—Sí.
—OK.
—Si tú lo dices, Bill.
—Entendido.
—No veo una mierda —dijo un quinto.
—¡Entonces, búscate un lugar donde puedas ver! —sugirió una voz animosa.
—Van por parejas y se mueven juntos —dijo Noonan mirando la pantalla—. Esta pareja va directo a Mike y Louis.
Clark miró la pantalla.
—Pierce y Loiselle, aquí Comando. Tienen dos blancos acercándose desde el sur, distancia aproximada dos-cincuenta metros.
—Entendido Comando. Pierce copia.
El sargento Pierce se ubicó en su lugar, mirando al sur, y dejó vagar sus ojos en un arco de noventa grados. A seis metros de distancia Loiselle hizo lo mismo. Estaba más relajado en lo que concernía al medio ambiente, pero la proximidad del enemigo lo tensionaba.
El doctor John Killgore conocía la selva y sabía cazar. Comenzó a moverse lenta y cautelosamente, mirando cada paso que daba para no hacer ruido, y luego escrutando el paisaje para detectar cualquier forma humana. Vendrían a buscarlos, estaba seguro. Maclean y él encontrarían buenos lugares para dispararles, como si estuvieran cazando ciervos. Escogerían un lugar en las sombras para esconderse y esperar la llegada de sus presas. Otras doscientas yardas, pensó. Ahí estaría bien.
A trescientos metros de distancia, Clark se valía de la computadora y las radios para ubicar a su gente en los mejores lugares. Esta nueva capacidad era increíble. Igual que un radar, podía detectar gente mucho antes de que él o cualquier otro pudiera verla o escucharla. Este nuevo juguete electrónico sería una asombrosa bendición para todos los soldados que pudieran usarlo…
—Allá vamos —dijo Noonan en voz muy baja, como un comentarista de golf. Tocó la pantalla.
—Pierce y Loiselle, aquí Comando. Dos blancos se aproximan desde el sur, están a una distancia de doscientos metros.
—Entendido, Comando. ¿Podemos actuar? —preguntó Pierce. Loiselle lo miraba desde su puesto en vez de mirar al frente.
—Afirmativo —replicó Clark. Luego ordenó—: Rainbow, aquí Six. Pueden usar sus armas. Repito, pueden usar sus armas con libertad.
—Entendido, copio, podemos usar las armas —dijo Pierce.
—Esperemos hasta tenerlos a ambos, Louis —susurró Pierce.
—D’accord —respondió el sargento Loiselle. Los dos miraron al sur, los ojos vigilantes y los oídos alertas a la primera rama que se quebrara.
No estaba tan mal, pensó Killgore. Había cazado en peores lugares, muchísimo más ruidosos. Aquí no había piñas que hicieran ruidos molestos y alertaran a los ciervos a kilómetros de distancia. Sólo muchísimas sombras, casi nada de luz directa. Si no fuera por los insectos, se hubiera sentido cómodo allí. Pero los insectos eran asesinos. La próxima vez que saliera se pondría repelente, decidió el médico, avanzando lentamente. Una rama de arbusto le interrumpió el paso. La apartó con la mano izquierda para no hacer ruido al pisarla.
Allí, vio Pierce. La rama de un arbusto acababa de moverse, y no era obra del viento.
—Louis —susurró. Cuando el francés se dio vuelta, Pierce levantó el dedo y señaló. Loiselle asintió y volvió a mirar adelante.
—Tengo un blanco visual —reportó Pierce por radio—. Un blanco, ciento cincuenta metros al sur.
Maclean se sentía menos a gusto a pie que a caballo. Hacía lo imposible por imitar los movimientos de John Killgore, aunque no hacer ruido y avanzar le parecían dos actividades incompatibles. Tropezó con una raíz y cayó haciendo ruido, pero maldijo en silencio antes de pararse.
—Bonjour —murmuró Loiselle para sus adentros. Fue como si el ruido hubiera disparado una montaña rusa. El sargento Loiselle vio una silueta humana moviéndose en las sombras, a unos ciento cincuenta metros de distancia—. ¿Mike? —susurró, y señaló el blanco.
—OK, Louis —respondió Pierce—. Deja que se acerquen, viejo. —Sí.
Ambos cargaron sus MP-10 al hombro, aunque la distancia todavía era excesiva.
Si había algo más grande que un insecto moviéndose, pensó Killgore, él no podía escucharlo. Supuestamente había jaguares en esa jungla, felinos cazadores grandes como leopardos cuyas pieles harían una bonita alfombra, pensó, y las balas redondas de 7.62 mm que disparaba su rifle eran más que adecuadas para ese propósito. No obstante, probablemente los jaguares serían predadores nocturnos, difíciles de detectar. Y las capibaras, las ratas más grandes del mundo, supuestamente constituían un buen alimento, a pesar de su familia biológica… esas sí que se alimentaban durante el día, ¿no? Había tanto para ver allí, tanto derroche visual, que sus ojos no lograban acostumbrarse. OK, buscaría un lugar donde quedarse quieto, de modo tal que sus ojos se adaptaran al nuevo esquema de luz y oscuridad y pudieran advertir los cambios. Este es un buen lugar, pensó. Un árbol alto, y otro caído al lado…
—Vamos, bomboncito —susurró Pierce para sus adentros. Bastaría con que se acercara un poco más. Tenía que levantar un poco el arma, apuntar al mentón del blanco, de modo tal que la caída natural de la bala hiciera que los disparos acertaran en el corazón. Sería más lindo volarle la tapa de los sesos, pero estaba demasiado lejos para arriesgarse, y quería ser cauteloso.
Killgore silbó y le hizo señas a Maclean, indicando hacia adelante. Kirk asintió. Su entusiasmo inicial por la tarea se estaba evaporando rápidamente. La jungla no era lo que esperaba y el hecho de estar rodeado por gente que planeaba atacarlos no la volvía más atractiva. Curiosamente, se encontró pensando en el bar para solteros de Nueva York, en la oscuridad y la música ruidosa. En el ambiente extraño… y en las mujeres que había conocido allí. Realmente, lo que les había pasado era espantoso. Después de todo, eran —habían sido— personas. Pero lo peor de todo era que sus muertes no habían tenido sentido. Si al menos el proyecto hubiera continuado, el sacrificio de las chicas habría valido la pena, pero ahora… ahora era sólo un fracaso, y allí estaba él, en esa maldita jungla, con un rifle cargado, buscando a alguien que quería hacerle lo que él les había hecho…
***
—¿Louis, tienes tu blanco?
—¡Sí!
—OK, adelante —dijo Pierce con voz cascada. Sujetó con fuerza la MP-10, centró el blanco en el visor, y apretó suavemente el gatillo. El resultado inmediato fue el suave puf puf puf de los tres disparos, el sonido metálico del dispositivo de la ametralladora, y luego el impacto de las tres ráfagas sobre el blanco. Vio al hombre abrir la boca y luego caer. Sus oídos reportaron sonidos similares a su izquierda. Pierce abandonó su puesto y avanzó corriendo, cubierto por Loiselle.
La mente de Killgore no tuvo tiempo de analizar lo que le había ocurrido. Sólo alcanzó a sentir los impactos en el pecho, y ahora estaba mirando las copas de los árboles y los pequeños fragmentos de azul y blanco del cielo lejano. Intentó decir algo, pero apenas podía respirar, y cuando giró la cabeza unos milímetros no vio a nadie. ¿Dónde estaba Kirk?, se preguntó. Pero no podía moverse… ¿Acaso le habían disparado? El dolor era real pero extrañamente lejano, bajó la cabeza y vio su pecho ensangrentado y…
… ¿quién era el que estaba frente a él con la cara pintada de verde y marrón?
¿Y quién eres tú?, se preguntó el sargento Pierce. Las tres ráfagas le habían atravesado el pecho, errándole al corazón pero desgarrándole los pulmones y las arterias más importantes. Los ojos todavía tenían vida y estaban clavados en él.
—Te equivocaste de cancha, socio —dijo suavemente Pierce. En ese instante, la vida abandonó los ojos del desconocido y el sargento se agachó a recoger su rifle. Era lindo. Pierce se lo colgó del hombro. Miró a su izquierda y vio a Loiselle sosteniendo un rifle idéntico en una mano y haciendo, con la otra mano sobre su cuello, el gesto de la decapitación. Su blanco también estaba muerto.
—Eh, incluso me avisa cuando los matan —dijo Noonan. Cuando los corazones dejaban de latir, lo mismo sucedía con las señales que rastreaba el aparato DKL. Bravo, pensó Timothy.
—Pierce y Loiselle, aquí Comando. Copiamos que eliminaron dos blancos.
—Afirmativo —respondió Pierce—. ¿Tenemos algún otro cerca?
—Pierce —replicó Noonan—, hay otros dos doscientos metros al sur de su posición actual. Este par avanza lentamente hacia el este, en dirección a McTyler y Patterson.
—Pierce, aquí Comando. Alerta —ordenó Clark.
—Entendido, Comando.
Pierce recogió el radio del sujeto. Como no tenía otra cosa que hacer, le metió la mano en los pantalones. Un minuto después se enteró de que había matado a John Killgore, de Binghamton, Nueva York. ¿Quién eras?, hubiera querido preguntarle al cadáver. Pero el amigo Killgore ya no respondería más preguntas, y además ¿quién le garantizaba que las respuestas tendrían sentido?
—OK, muchachos, a reportarse todos —escuchó Noonan.
Henriksen estaba entre los árboles. Esperaba que su gente tuviera la sensatez necesaria para quedarse quieta en cuanto encontrara un buen lugar. Lo preocupaba la presencia de los militares, si es que lo eran. La gente del proyecto era demasiado animosa y también demasiado torpe. Su radio crujió y todas las voces acataron la orden que acababa de darles, excepto dos.
—Killgore y Maclean, repórtense —nada—. John, Kirk, ¿dónde carajo están?
—Esa es la parejita que liquidamos —le informó Pierce al Comando—. ¿Quiere que le avise?
—Negativo, Pierce. ¡No diga estupideces, hombre! —gruñó Clark.
—Nuestro jefe no tiene sentido del humor —comentó Loiselle encogiéndose de hombros.
—¿Quién está más cerca de ellos? —preguntó una voz por radio.
—Dawson y yo —respondió otra voz.
—OK, Berg y Dawson, muévanse al norte, tómense su tiempo y vean qué pueden hacer.
—OK, Bill —dijo una tercera voz.
—Veo más blancos en nuestro camino, Louis —dijo Pierce.
—Oui —dijo Loiselle. Luego señaló—. Ese árbol, Mike —debía tener tres metros de diámetro en la base, pensó Pierce. Se podría construir una cabaña con uno solo de esos. O una casa grande.
—Pierce y Loiselle, Comando, dos blancos avanzan hacia ustedes, en dirección sur, están muy juntos.
***
Dave Dawson se había entrenado en el ejército de Estados Unidos diez años atrás y era lo suficientemente experto como para estar preocupado. Le dijo a Berg que le cubriera las espaldas y el científico obedeció.
—Comando, Patterson, tengo movimiento en el frente, a unos doscientos metros.
—Correcto —dijo Noonan—. Avanzan directamente hacia Mike y Louis.
—Patterson, Comando, déjelos seguir.
—Entendido —dijo Hank Patterson.
—Esto no es muy justo —comentó Noonan.
—Timothy, lo «justo» es que nosotros salgamos vivos de esta selva. A la mierda los demás —retrucó Clark.
—Si usted lo dice, jefe —admitió el agente del FBI. Observaron el avance de los blips enemigos hacia L y P. Cinco minutos después, los blips no identificados desaparecieron de la pantalla para no regresar jamás.
—Dos puntos más para los nuestros, John —anunció Noonan.
—Dios santo, esta cosa es mágica —dijo Clark, luego de que Pierce y Loiselle llamaran para confirmar lo que ya les había dicho el aparato.
—Chávez a Comando.
—OK, Ding, adelante —respondió Clark.
—¿Podemos usar ese instrumento para atacarlos?
—Creo que sí. Tim, ¿podemos hacer que los nuestros los sigan?
—Seguro. Puedo ver dónde están todos, sólo es cuestión de mantenernos alejados hasta que se junten y podamos echarles la zarpa encima.
—Domingo, Noonan dice que puede hacerlo, pero llevará tiempo y ustedes tendrán que usar la cabeza.
—Haré lo imposible, jefecito —retrucó Chávez.
Pasaron veinte minutos hasta que Henriksen intentó comunicarse con Dawson y Berg, sólo para descubrir que no respondían. Algo muy malo estaba pasando allá afuera, pero no sabía qué. Dawson era un exmilitar, y Killgore un cazador experimentado… ¿y no obstante habían desaparecido sin dejar huella? ¿Qué diablos estaba pasando? Había soldados allá afuera, sí, pero nadie era tan bueno. No tenía más opción que dejar que las cosas siguieran su curso.
***
Patterson avanzó primero, seguido por Scotty McTyler, trescientos metros al noroeste y luego al sur, lenta y silenciosamente, bendiciendo el sorpresivamente liso suelo de la selva… evidentemente la falta de sol impedía que creciera el pasto. Steve Lincoln y George Tomlinson estaban siguiendo los blips de dos sujetos hacia el norte.
—Tenemos los blancos —reportó McTyler con su típico acento escocés. En la pantalla de Noonan se los veía a menos de cien metros de distancia, directamente a sus espaldas.
—Abátanlos —ordenó Clark.
Los dos estaban mirando al este, uno refugiado detrás de un árbol y el otro apretado contra el suelo.
El que estaba de pie era Mark Waterhouse. Patterson apuntó cuidadosamente y liberó su triple ráfaga mortífera. Los impactos lo arrojaron contra el árbol e hicieron caer su rifle, que golpeó sonoramente la tierra. El ruido hizo que el otro se diera vuelta y aferrara su rifle en el instante mismo en que lo alcanzaron las balas. El muerto apretó el gatillo por acción refleja y disparó tres ráfagas automáticas a la selva.
—Oh, carajo —dijo Patterson por radio—. Ese era mío. Su rifle debe estar bailando el rock’n’roll, Comando.
—¿Qué fue eso, qué fue eso… quién disparó? —bramó Henriksen por radio.
Los gritos facilitaron la tarea de Tomlinson y Lincoln. Sus blancos pegaron un salto y miraron hacia la izquierda… sin advertir que habían quedado expuestos por completo. Ambos cayeron un segundo después. Unos minutos más tarde la voz del comando enemigo pidió a sus hombres que se reportaran. Faltaban ocho. Cada vez eran menos.
Llegado ese momento, el comando Rainbow estaba detrás de la gente de Henriksen, siempre guiado por la computadora de Noonan.
—¿Podemos entrar en el circuito radial del enemigo? —preguntó Clark.
—Muy fácil —replicó Noonan. Movió una perilla y conectó un micrófono—. Ya está.
—Hola, hola —dijo Clark por frecuencia CB—. Hemos eliminado a ocho de los suyos.
—¿Quién habla?
—¿Usted es Henriksen? —preguntó John.
—¿Quién carajo es usted? —bramó la voz.
—Soy el tipo que está matando a sus hombres. Ya liquidamos a ocho. Aparentemente tiene veinte más afuera. ¿Quiere que los sigamos matando?
—¿Quién mierda es usted?
—Mi nombre es Clark, John Clark. ¿Quién es usted?
—¡William Henriksen! —aulló la voz.
—Ah, bueno, usted es el ex FBI. Supongo que habrá visto a Wil Gearing esta mañana. De todos modos —hizo una pausa—, sólo se lo diré una vez: suelten las armas, salgan a cielo abierto y ríndanse. Si hacen lo que le digo no morirá nadie más. De lo contrario, los haremos polvo uno por uno, Bill.
Hubo un largo silencio. Clark se preguntó qué haría Henriksen, pero un minuto después hizo exactamente lo que esperaba.
—Escuchen, escuchen todos, por favor. ¡Vuelvan al edificio ahora mismo! ¡Todos al edificio, ya!
—Rainbow, aquí Six, esperamos que regresen al edificio en pocos segundos. Permiso de usar armas —agregó por radio encriptada.
El pánico es un sufrimiento contagioso. Inmediatamente escucharon corridas desesperadas entre los árboles, ruidos de arbustos quebrados. Evidentemente, en ciertos casos, la cabeza no estaba hecha para pensar.
No pudo ser más fácil para Homer Johnston. Un hombre vestido de verde emergió de los árboles y corrió hacia la pista de aterrizaje. El arma que portaba lo convertía automáticamente en enemigo y Johnston disparó una ráfaga que le acertó entre las escápulas. El hombre dio un paso más y cayó redondo.
—Rifle Dos-Uno, ¡eliminé a uno al norte de la pista! —anunció el riflero.
Todo fue más directo en el caso de Chávez. Ding estaba oculto detrás de un árbol enorme cuando escuchó voces enemigas. Eran dos. Hacía rato que los esperaba. Cuando supuso que estaban a cincuenta metros de distancia, dio la vuelta al tronco y vio que se dirigían en la dirección opuesta. Saltó a la izquierda y divisó al primero. Cargó la MP-10 sobre el hombro. El tipo lo vio e intentó apuntarle con el rifle. Incluso se las ingenió para disparar (pero al suelo) antes de recibir una ráfaga en plena cara y caer como una bolsa de porotos. El tipo que lo acompañaba frenó en seco y se quedó mirando a Chávez, impávido.
—¡Suelte ese maldito rifle! —bramó Ding, pero el hombre no lo escuchó o no le entendió. Intentó levantar el rifle pero, igual que su compañero, murió en el intento—. ¡Aquí Chávez! Acabo de suprimir a dos —la excitación del momento disimulaba la facilidad de la matanza. Eso era asesinato en estado puro.
Clark marcaba los tantos, como si se tratara de una horrible competencia de gladiadores. Los blips desconocidos iban desapareciendo poco a poco de la pantalla de Noonan, a medida que los corazones se detenían y, con ellos, las señales electrónicas que generaban. Unos minutos después comprobó que sólo quedaban cuatro de las treinta señales originales que había registrado… y las cuatro corrían de regreso al edificio.
—Dios santo, Bill, ¿qué está pasando afuera? —preguntó Brightling en la entrada principal.
—Nos masacraron como si fuéramos sucias ovejas, viejo. No sé qué pasó. No lo sé.
—Soy John Clark. Quiero hablar con William Henriksen —crujió la radio.
—¿Sí?
—OK, por última vez, ríndanse ya mismo o entraremos a buscarlos.
—¡Vengan a buscarnos si se atreven! —bramó Henriksen a manera de respuesta.
—Vega, empiece a romper ventanas —ordenó Clark con voz serena.
—Entendido, Comando —replicó el Oso. Levantó su ametralladora M-60 y empezó por el segundo piso. Abrió fuego de derecha a izquierda, destrozando vidrios y marcos.
—Pierce y Loiselle, usted y Connolly vayan por el noroeste al otro edificio. Háganlos pedazos.
—Entendido, Comando —replicó Pierce.
Los sobrevivientes de la selva intentaban devolver el fuego, pero sólo atinaban a disparar al aire y hacer ruido en el lobby del edificio. Carol Brightling no paraba de gritar. Los vidrios de las ventanas superiores cayeron como una cascada frente a ellos.
—¡Deténganlos! —bramaba Carol.
—Dame la radio —dijo Brightling. Henriksen obedeció.
—Cese el fuego. Soy John Brightling, dejen de disparar, todos. Eso también lo incluye a usted, Clark. ¿Entendido?
Pocos segundos después cesó el fuego. Cabe destacar que el mayor esfuerzo lo realizó la gente del proyecto, ya que el comando Rainbow tenía una sola arma activa y el Oso Vega dejó de disparar apenas recibió la orden de hacerlo.
—Brightling, soy Clark. ¿Puede oírme?
—Sí, Clark, lo escucho.
—Salgan todos, desarmados, ahora mismo —ordenó John—. Nadie saldrá lastimado. Salgan todos ahora mismo o empezaremos a darles duro.
—No aceptes —dijo Bill Henriksen. Sabía que resistir era inútil, pero más miedo le daba rendirse y prefería morir peleando.
—¿Entonces pueden matarnos aquí y ahora? —preguntó Carol—. ¿Qué otra opción tenemos?
—Ninguna —admitió su marido. Fue al escritorio de la recepción y convocó por intercom a todos los ocupantes del edificio a reunirse en el lobby. Luego levantó la radio portátil—. OK, OK, saldremos inmediatamente. Denos tiempo para organizarnos.
—OK, esperaremos unos minutos —respondió Clark.
—Estás cometiendo un error, John —musitó Henriksen.
—Todo esto fue un lamentable error, Bill —observó Brightling, preguntándose en qué había fallado. El helicóptero negro reapareció y aterrizó en el centro de la pista. Evidentemente, el piloto no deseaba quedar en la mira de armas enemigas.
Paddy Connolly estaba en el depósito de combustible. Había un enorme tanque rotulado 2 Diesel, probablemente para la usina eléctrica. No existía nada más fácil de volar que un tanque de combustible y, bajo la atenta mirada de Pierce y Loiselle, le colocó diez libras de explosivo en un costado del tanque. Ochenta mil galones, pensó, suficiente para hacer andar la usina durante un buen tiempo.
—Comando, Connolly.
—Connolly, Comando —respondió Clark.
—Voy a necesitar más, todo lo que traje —reportó.
—Está en el helicóptero, Paddy. Espera.
—Entendido.
John había avanzado hasta el borde de la arboleda, a menos de trescientas yardas del edificio. A sus espaldas, Vega seguía apuntando su ametralladora pesada, y el resto de sus hombres también estaban cerca, excepto Connolly y los dos tiradores. El entusiasmo había desaparecido. Había sido un día sombrío. Se triunfara o no, no había dicha en arrebatar vidas humanas, y la misión de ese día estaba más cerca del asesinato puro que nada que hubieran hecho antes.
—Están saliendo —dijo Chávez con los binoculares pegados a los ojos. Contó rápido—. Son veintiséis.
—Así parece —dijo Clark—. Dame —dijo luego, quitándole los binoculares a Domingo para ver si lograba reconocer a alguien. Sorprendentemente, la primera cara que identificó pertenecía a la única mujer que vio, Carol Brightling, asesora científica de la presidencia. El hombre que estaba junto a ella debía ser su exmarido, John Brightling. Salieron y caminaron hasta la rampa que los aviones utilizaban para girar—. Sigan saliendo del edificio —les ordenó por radio. Y, para su sorpresa, hicieron exactamente lo que les ordenaba.
—OK, Ding, reúne a tus hombres y revisen el edificio. Muévete, muchacho, pero con cuidado.
—Ni que lo diga, Mr. C. —Chávez salió corriendo, seguido por sus hombres.
Clark volvió a enfocar los binoculares. Nadie estaba armado. Decidió salir, escoltado por cinco hombres del Comando 1. La caminata le llevó aproximadamente cinco minutos y finalmente vio a John Brightling cara a cara.
—Supongo que este era su reino, ¿no?
—Hasta que usted lo destruyó.
—Los muchachos de Fort Dietrick analizaron el recipiente que el señor Gearing planeaba usar en Sydney, Dr. Brightling. Si espera que le tenga compasión, debo decirle que se equivocó de número.
—Y bien, ¿qué se propone hacer? —Apenas concluyó la pregunta, el helicóptero despegó rumbo a la usina (para entregarle el resto de los explosivos a Connolly, supuso Clark).
—Lo he pensado mucho.
—¡Usted mató a nuestra gente! —chilló Carol Brightling, como si eso significara algo.
—Se refiere a los que portaban armas en zona de combate. Sí, los matamos, y supongo que ellos nos hubieran matado a nosotros de haber tenido la oportunidad… pero no nos gusta dar ventajas innecesarias.
—Eran buenas personas, gente que…
—Gente que estaba dispuesta a matar a sus congéneres… ¿y todo para qué? —preguntó John.
—¡Para salvar al mundo! —bramó Carol.
—Eso dice usted, señora, pero se les ocurrió una manera espantosa de hacerlo, ¿no le parece? —preguntó cortésmente. No tenía nada de malo ser cortés, pensó John; tal vez la cortesía los instigara a hablar, tal vez pudiera entender lo que buscaban.
—Usted jamás entenderá.
—Supongo que no soy lo suficientemente inteligente, ¿verdad?
—No —dijo ella—. No lo es.
—Está bien, pero déjeme decirle algo. ¿Usted estaba dispuesta a matar a la mayoría de los seres humanos por medio de armas biológicas para poder abrazar árboles a gusto?
—¡Para salvar al mundo! —repitió John Brightling en nombre de todos.
—OK —Clark se encogió de hombros—. Supongo que Hitler pensaba que matar a todos los judíos tenía lógica. Bueno, siéntense y quédense quietos —se alejó y activó su radio. No había manera de entenderlos, ¿verdad?
Connolly era rápido, pero no milagroso. Salió de la usina. Finalmente, resultó que lo más difícil era ocuparse del freezer del edificio principal. Para esto tomó prestado un Hummer —había un montón allí— y trasladó dos tambores de petróleo al edificio. No había tiempo para lindezas y Connolly atravesó las paredes de vidrio con el vehículo. Mientras tanto, Malloy y su helicóptero trasladaron a la mitad del Comando de regreso a Manaos y recargaron combustible antes de volver. En total, el procedimiento llevó casi tres horas, durante las cuales los prisioneros no dijeron nada, ni siquiera pidieron agua a pesar del terrible calor. A Clark no le importó… prefería no tener que reconocer la humanidad que había en ellos. Lo más raro de todo era que se trataba de personas educadas, personas a quienes él podría haber respetado fácilmente, en otras circunstancias. Al fin Connolly llegó cargando una caja electrónica en la mano. Clark asintió y activó su radio táctica.
—Mr. Oso, Comando.
—Mr. Oso copia.
—Adelante, Coronel.
—Entendido. Mr. Oso en marcha —el rotor del Night Hawk comenzó a girar a lo lejos y Clark volvió con los prisioneros.
—No vamos a matarlos, y tampoco vamos a llevarlos de vuelta a Estados Unidos —les dijo. La sorpresa de sus rostros fue digna de contemplarse.
—¿Y qué harán entonces?
—¿Ustedes creen que todos deberíamos vivir en armonía con la naturaleza, no?
—Sí, si queremos que sobreviva el planeta —dijo John Brightling. Los ojos de su esposa estaban llenos de odio y desafío, pero también de curiosidad.
—Muy bien —asintió Clark—. Levántense y desvístanse, todos ustedes. Dejen sus ropas exactamente aquí —señaló un rincón junto a la pista de aterrizaje.
—Pero…
—¡Ya! —les gritó Clark—. De lo contrario, tendré que matarlos aquí y ahora.
Lentamente, lo hicieron. Algunos se desvistieron rápido, otros parecían incómodos, pero uno por uno fueron apilando sus ropas junto a la pista de aterrizaje. Curiosamente, Carol Brightling no parecía para nada molesta o avergonzada.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—OK, este es el plan. Ustedes quieren vivir en armonía con la naturaleza, bueno, háganlo. Si no pueden soportarlo, la ciudad más próxima es Manaos, aproximadamente a noventa y ocho millas en aquella dirección —señaló. Se dio vuelta—. Dispara, Paddy.
Sin decir palabra, Connolly comenzó a mover las perillas de su caja. Lo primero en desaparecer fue el tanque de combustible. Las cargas gemelas le abrieron un par de agujeros en el costado. El combustible ardió inmediatamente y el tanque salió volando como un cohete de la NASA y se estrelló en la usina, a menos de cincuenta metros de distancia. Allí detuvo su loca carrera y estalló, derramando combustible 2 Diesel como lava en toda el área.
No vieron desaparecer el sector del freezer en el edificio principal, pero allí también el combustible ardió hasta destrozar las paredes del freezer y derrumbar parte del edificio. Los otros edificios volaron a su turno, junto con las fuentes satelitales. El edificio central-residencial fue el último en desaparecer. Su poderosa estructura de concreto resistió parcialmente el daño provocado por las cargas explosivas pero, tras unos segundos de indecisión, colapsó a la altura de la planta baja y se derrumbó estrepitosamente. En menos de un minuto, todo lo que servía para vivir allí fue destruido.
—¿Nos está mandando a la jungla sin darnos siquiera un cuchillo? —preguntó Henriksen.
—Busque unas piedras filosas y fabríquese uno —sugirió Clark mientras el Night Hawk aterrizaba—. Los humanos aprendimos a hacerlo hace medio millón de años. Ustedes quieren vivir en armonía con la naturaleza. Vayan y armonicen —les dijo antes de subir a bordo. Unos segundos después estaba sentado detrás de los pilotos. El coronel Malloy ascendió directo al cielo.
Siempre pasaba lo mismo, Clark lo sabía desde sus épocas en el Tercer SOG. Estaban aquellos que bajaban del helicóptero y corrían a la selva, y estaban aquellos que miraban alejarse el helicóptero. Él siempre había sido de los primeros, porque sabía cuál era su misión en la vida. Los otros sólo se preocupaban por volver y no querían que el helicóptero los abandonara. Miró por última vez hacia abajo y vio que todos los ojos seguían el derrotero del Night Hawk hacia el este.
—¿Tal vez una semana, Mr. C.? —preguntó Ding leyéndole el pensamiento. Como graduado en la Escuela de Rangers del Ejército de Estados Unidos, ni siquiera él creía poder sobrevivir mucho tiempo en ese lugar.
—Si tienen suerte —replicó Rainbow Six.