CAPÍTULO 38

RESERVA NATURAL

Era demasiado para Wil Gearing. Nadie le había dicho qué hacer en un caso como ese. Jamás se le hubiera ocurrido que hubiera una falla en la seguridad del proyecto. Su vida estaba amenazada… ¿cómo era posible? Podía cooperar o no. El contenido del recipiente sería analizado de todos modos, probablemente en el USAMRIID de Fort Dietrik, Maryland, y el equipo médico necesitaría apenas unos segundos para averiguar qué era lo que había llevado al estadio olímpico. Y no había manera de explicarlo, ¿verdad? Su vida, sus planes para el futuro, le habían sido arrebatados. Su única opción era cooperar y esperar lo mejor.

Y así, mientras el C-17A Globemaster III ascendía a su altitud crucero, Gearing empezó a hablar. Noonan tenía un grabador en la mano y esperaba que el ruido del motor que invadía el sector de carga no anulara la grabación. Lo más difícil para él fue mantener una expresión neutra. Había escuchado hablar de grupos ecologistas extremistas, gente que pensaba que matar focas bebé en Canadá equivalía a los crímenes de Auschwitz y Treblinka, y sabía que el FBI había seguido algunas de sus acciones, por ejemplo liberar animales de laboratorio de las instituciones médicas o introducir clavos en los árboles para que las empresas madereras desistieran de llevarlos al aserradero, pero jamás había sabido que hicieran cosas más ofensivas que esas. El crimen que ahora tenía entre manos, no obstante, redefinía el sentido de lo «monstruoso». Y el fervor religioso que lo sustentaba le resultaba completamente ajeno, y por lo tanto difícil de creer. Quería creer que el recipiente de cloro contenía solo cloro, pero sabía que no era así. El recipiente y la mochila estaban ahora en un envase plástico sellado y atado a un asiento, bajo la mirada vigilante del sargento Mike Pierce.

—Todavía no llamó —observó John Brightling luego de mirar su reloj. Las ceremonias de clausura habían comenzado. El director del Comité Olímpico Internacional estaba a punto de dar su discurso, convocando a la juventud del mundo a los próximos juegos. Luego tocaría la orquesta y se extinguiría la Antorcha Olímpica… tal como se extinguiría la mayor parte de la humanidad. Ambos acontecimientos presentaban la misma pátina de tristeza, pero también la misma inevitabilidad. No habría próxima Olimpíada y la juventud del mundo no tendría vida para asistir a la convocatoria…

—Probablemente está mirando la clausura por televisión, John. Dale un poco de tiempo —aconsejó Bill Henriksen.

—Si tú lo dices —Brightling abrazó a su esposa y trató de relajarse. En ese mismo momento, la gente que caminaba por el estadio estaba absorbiendo las nanocápsulas portadoras del Shiva. Bill tenía razón. Nada podía haber fallado. Veía un nuevo paisaje en su mente. Calles y autopistas vacías, granjas ociosas, aeropuertos cerrados. Los árboles prosperarían libres de sierras y hacheros. Los animales asomarían sus narices, preguntándose acaso dónde estarían los ruidos y las criaturas de dos patas. Las ratas y otros carroñeros estarían de fiesta. Perros y gatos recuperarían sus instintos primordiales y sobrevivirían o no, según dictaran las circunstancias. Herbívoros y predadores se verían aliviados de las presiones de la caza. Las trampas venenosas instaladas en la jungla seguirían matando, pero eventualmente se acabaría el veneno y dejarían de matar animales odiados por los granjeros y otros seres inferiores. Este año no habría asesinatos masivos de focas bebé para quitarles su adorable pelaje blanco. Este año renacería el mundo… y si eso requería un acto de extrema violencia, para aquellos que tenían cerebro y estética valía la pena pagar el precio. Era como una religión para Brightling y su gente. Seguramente tenía todos los componentes de una religión. Adoraban el gran sistema colectivo de vida denominado naturaleza. Luchaban por ella porque sabían que ella los amaba y nutría. Así de simple. La naturaleza era para ellos, sino una persona, una idea abarcativa que contenía y conformaba todo lo que amaban. No eran los primeros que consagraban sus vidas a una idea, ¿verdad?

—¿Cuánto falta para Hickam?

—Otras diez horas, según el jefe de tripulación —dijo Pierce mirando su reloj—. Es como estar de vuelta en el Ocho-Dos. Lo único que me falta es el paracaídas, Tim —le dijo a Noonan.

—¿Cómo?

—Destacamento Octogésimo-Segundo, Fort Bragg, mi primer amor. Allá vamos, nena —explicó Pierce. Extrañaba los saltos en paracaídas, algo que la gente de operaciones especiales no hacía. Bajar en helicóptero era más organizado e infinitamente más seguro, pero no producía remolinos en la sangre como saltar del avión con los compañeros—. ¿Qué opinas de lo que pensaba hacer este tipo? —preguntó Pierce, señalando a Gearing.

—Me resulta difícil de creer.

—Sí, ya sé —coincidió Pierce—. Me gustaría creer que nadie está tan loco. Es demasiado para mi pobre cerebro, viejo.

—Sí —replicó Noonan—. También para el mío.

Sintió el peso del mini grabador en el bolsillo de su camisa y se preguntó por la información que contenía. ¿La confesión entraría dentro de los parámetros legales? Le había «leído sus derechos» al miserable y él había dicho conocerlos, pero cualquier abogaducho más o menos competente intentaría desbaratar su estrategia diciendo que, dado que estaban a bordo de un avión militar lleno de hombres armados, las circunstancias habían sido particularmente coercitivas… Y acaso el juez estaría de acuerdo. También podría estar de acuerdo con que el arresto había sido ilegal. Pero todo eso no tenía la menor importancia comparado con el resultado. Si Gearing había dicho la verdad, su arresto había salvado millones de vidas… Fue al compartimento de la radio, entró al sistema seguro y llamó a Nueva York.

Clark estaba dormido cuando sonó el teléfono. Aferró el tubo y gruñó:

—Hola —el sistema de seguridad todavía estaba operando. Finalmente anunció línea segura—. ¿Qué pasa, Ding?

—Soy Tim Noonan, John. Tengo una pregunta.

—¿Cuál?

—¿Qué piensas hacer cuando lleguemos allí? Tengo grabada la confesión de Gearing, completa, tal como le pediste a Ding hace unas horas. Palabra por palabra, John. ¿Qué hacemos ahora?

—Todavía no lo sé. Probablemente tendremos que hablar con el director Murray, y también con Ed Foley de la CIA. No sé si la ley prevé algo tan grande como esto. Tampoco sé si querremos darlo a publicidad en la corte, ¿sabes?

—Bueno, sí —admitió Noonan a medio mundo de distancia—. OK, sólo quería saber si lo estaban pensando.

—OK, sí, lo estamos pensando. ¿Algo más?

—Supongo que no.

—Bueno. Seguiré durmiendo, entonces —Clark cortó la comunicación y Noonan regresó al sector de carga. Chávez y Tomlinson no le sacaban los ojos de encima a Gearing. El resto de los hombres intentaban dormir un poco en los crujientes asientos del USAF. Cualquier cosa, con tal de pasar el tiempo en el más aburrido de los aviones. Excepto por los sueños, descubrió Noonan una hora después. No tenían nada de aburrido.

—Todavía no llamó —dijo Brightling cuando el noticiero comenzó a transmitir los momentos más destacados de las Olimpíadas.

—Ya sé —admitió Henriksen—. OK, permíteme hacer un llamado —se levantó del sillón, sacó una tarjeta de su billetera y marcó el número del celular de un empleado de Global Security destinado en Sydney.

—¿Tony? Habla Bill Henriksen. Necesito que me hagas un favor. Ya. ¿OK…? Bueno. Busca a Wil Gearing y dile que me llame inmediatamente. Él tiene el número… Sí, es ese. Ya mismo, Tony… Sí. Gracias —cortó—. No tardará mucho. No tiene muchos lugares para estar, excepto camino al aeropuerto para volar a la costa. Relájate, John —le aconsejó Henriksen. Todavía no había empezado a preocuparse. El celular de Gearing podía estar sin batería, podría haberse perdido entre la multitud sin poder conseguir un taxi para volver al hotel, tal vez no hubiera taxis… cualquiera de una vasta cantidad de excusas inocentes.

En Sydney, Tony Johnson cruzó la calle y entró en el hotel de Gearing. Ya conocía la habitación (se habían reunido allí varias veces) y tomó directamente el ascensor. Violar la cerradura sería un juego de niños. Todo era cuestión de meter una tarjeta de crédito entre el marco y la puerta, deslizarla convenientemente y… listo. Ya estaba adentro…

… lo mismo que las valijas de Gearing, apoyadas junto a la puerta espejo deslizante del ropero. Y sobre el escritorio había una carpeta con pasajes a la costa noroeste de Australia, un mapa y algunos folletos sobre los grandes arrecifes de coral. Qué raro. El vuelo de Wil —verificó los pasajes— salía dentro de veinte minutos. Ya debería estar en el avión… y todavía no había salido del hotel. Todo era muy raro. ¿Dónde estás, Wil?, se preguntó Johnson. Luego recordó por qué lo estaba buscando y levantó el teléfono.

***

—Sí, Tony. Y bien, ¿dónde está nuestro muchachito? —preguntó confiadamente Henriksen. La cara le cambió en el acto—. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué más sabes? OK, si averiguas algo más, llámame inmediatamente. Adiós —colgó el tubo y miró a los otros dos—. Wil Gearing desapareció. No está en su cuarto, pero dejó las valijas y los pasajes. Como si se hubiera caído del planeta.

—¿Qué puede significar eso? —preguntó Carol Brightling.

—No estoy seguro. Diablos, tal vez lo atropelló un auto en la calle…

—O tal vez Popov vomitó todo lo que sabía y lo atraparon —sugirió John Brightling con nerviosismo creciente.

—Popov ni siquiera sabía su nombre… Hunnicutt no pudo habérselo dicho porque tampoco lo conocía —pero luego pensó Oh, mierda, Foster sabía cómo propagaríamos el Shiva, ¿verdad? Oh, no.

—¿Qué pasa, Bill? —preguntó John, impresionado por la gravedad de su rostro.

—Tal vez tengamos problemas, John —anunció Henriksen.

—¿Qué problemas? —preguntó Carol. Henriksen se explicó y la situación cambió radicalmente—. ¿Estás diciendo que pueden saber…?

Henriksen asintió.

—Es posible, sí —admitió.

—Dios mío —exclamó la asesora científica de la presidencia—. Si lo saben, entonces… entonces… entonces…

—Sí —Bill asintió—. Entonces estamos perdidos.

—¿Qué podemos hacer?

—Para empezar, destruir toda la evidencia. Todo el Shiva, todas las vacunas, todos los registros. Todo está en la computadora, así que podremos borrarlo. No tenemos casi nada en papel porque le dijimos a la gente que no imprimiera nada y que destruyera automáticamente todas sus anotaciones manuscritas. Podemos hacerlo desde aquí. Puedo acceder a las computadoras de la compañía desde mi oficina y borrar todos los documentos…

—Están encriptados, todos —señaló John Brightling.

—¿Quieres competir con los «viola códigos» de Fort Meade? Yo no —dijo Henriksen—. No, esos archivos deben desaparecer, John. Mira, la única manera de evitar la cárcel es negarle evidencia a los fiscales. Sin evidencia física no podrán perjudicarte.

—¿Y los testigos?

—Si hay algo que no sirve en este mundo son los testigos presenciales. Cualquier abogado con una pizca de cerebro puede pasarles por encima. No, cuando trabajaba para el FBI quería evidencias palpables, cosas que el jurado pudiera tocar y oler. El testimonio de los testigos oculares es inútil en la corte, a pesar de lo que se ve por TV. OK, voy a mi oficina a deshacerme de esos documentos —Henriksen salió corriendo. Los esposos Brightling quedaron solos.

—Dios mío, John —dijo Carol, alarmada—. Si se enteran, nadie comprenderá…

—¿Comprender que íbamos a matarlos, a ellos y a sus familias? No —admitió secamente su marido—. No creo que Joe Sixpack y Archie Bunker nos comprendan.

—¿Entonces qué haremos?

—Saldremos del país. Volaremos a Brasil con todos los que conozcan la índole del proyecto. Todavía tenemos acceso a nuestro dinero (tengo docenas de cuentas secretas a las que podemos acceder electrónicamente) y probablemente no podrán juzgarnos en la corte si Bill logra borrar todos los archivos de las computadoras. OK, tal vez hayan arrestado a Wil Gearing, pero es uno contra todos y no creo que puedan atraparnos legalmente, en un país extranjero, basándose en el testimonio de una sola persona. Sólo cincuenta personas saben realmente lo que está pasando (todo, quiero decir) y tenemos suficientes aviones para trasladarnos a Manaos.

En su oficina, Henriksen encendió su computadora personal y abrió un archivo encriptado. El archivo contenía los números telefónicos y códigos de acceso a todas las computadoras de Horizon Corporation, más los nombres de los archivos del proyecto. Accedió a ellos por modem, buscó los documentos que debía borrar y los trasladó con el mouse a las latas de basura que eliminaban por completo los archivos en lugar de anular simplemente sus códigos de acceso electrónico. Transpiró al hacerlo y tardó treinta y nueve minutos, pero estaba seguro de haberlos destruido por completo. Chequeó los nombres de los archivos en su lista y su memoria y luego inició otra búsqueda global, pero no, los archivos habían desaparecido. Bravo.

OK, se preguntó, ¿qué otra cosa podían tener? Podían tener el recipiente de Shiva entregado por Gearing. Ese sería un hueso duro de roer, pero ¿qué significaba en realidad? Significaría que Gearing estaba portando un arma biológica potencial. Gearing podía decirle al fiscal que provenía de Horizon Corporation, pero ninguno de los que trabajaban en ese sector del proyecto admitiría haberla creado, y por lo tanto, no, no habría evidencias que corroboraran su existencia.

OK, había cincuenta y tres empleados de Horizon y Global Security que conocían el proyecto de principio a fin. El trabajo sobre las vacunas A y B podría explicarse en términos de investigación médica. El virus Shiva y las reservas de vacunas serían quemados en cuestión de horas para borrar toda evidencia física.

Con eso bastaría… Bueno, hasta cierto punto. Todavía tenían a Gearing, y si Gearing hablaba —y hablaría, Henriksen estaba seguro, porque el FBI sabía cómo sacarle información a la gente— podría hacerle la vida muy difícil a Brightling y a un montón de gente, él mismo incluido. Probablemente evitarían la cárcel, pero la vergüenza del juicio público… y las cosas que las revelaciones podrían generar, comentarios casuales entre los miembros del proyecto… Y además estaba Popov, que podía vincularlos a él y a Brightling a atentados terroristas. Pero ellos podían acusar a Popov del asesinato de Foster Hunnicutt, anulando de ese modo su confesión… Pero, indudablemente, lo mejor que podían hacer era desaparecer del mapa. Es decir, viajar a Brasil, al complejo alternativo del proyecto en la jungla de Manaos. Se acuartelarían allí, protegidos por las maravillosamente protectoras leyes de extradición brasileñas y estudiarían la selva tropical… Sí, tenía lógica. Bueno, pensó, tenía la lista de los miembros que conocían la totalidad del proyecto, aquellos que, si el FBI los interrogaba, podrían echarlo todo a perder. Imprimió la lista de los Verdaderos Creyentes y guardó las páginas en el bolsillo de su camisa. Una vez analizadas todas las alternativas, Henriksen regresó al penthouse de los Brightling.

—Les dije a los aviadores que calienten los motores —anunció Brightling.

—Bravo —dijo Henriksen.

—Brasil me parece un destino muy atractivo. En el peor de los casos, tendremos que informarles a todos cómo manejar esto, cómo actuar si alguien les hace preguntas. Podemos superar el mal trago, John, pero tendremos que ser muy astutos.

—¿Y el planeta? —preguntó tristemente Carol Brightling.

—Carol —replicó Bill—, primero ocúpate de ti misma. No puedes salvar a la naturaleza desde la cárcel, pero si lo planeamos bien no conseguirán ninguna evidencia contra nosotros. Y si no la consiguen estaremos a salvo, muchachos. Ahora bien —sacó la lista del bolsillo—, estas son las únicas personas que debemos proteger. Son cincuenta y tres en total, y tenemos cuatro Gulfstreams ahí afuera. Podemos trasladarnos todos a Brasil. ¿Alguna objeción?

John Brightling sacudió la cabeza.

—No, estoy de acuerdo contigo. ¿Esto nos mantendrá limpios legalmente?

Henriksen asintió decidido.

—Creo que sí. Popov será un problema, pero es un asesino. Antes de que nos vayamos, voy a reportar el asesinato de Hunnicutt a la policía local. Eso comprometerá su valor como testigo… parecerá que está inventando una historia para salvarse de la horca, o lo que sea que usen para ejecutar a los asesinos en Kansas. Haré que Maclean y Killgore graben declaraciones para entregar a la policía local. Tal vez no sea suficiente para condenarlo. Pero al menos, se sentirá muy incómodo. Así se hacen estas cosas, hay que quebrar la cadena de evidencias del otro y la credibilidad de sus testigos. Dentro de un año, dieciocho meses a lo sumo, nuestros abogados se sentarán a hablar con el fiscal de Estados Unidos y podremos volver al país. Hasta entonces acamparemos en Brasil y podrás dirigir la compañía vía Internet. ¿No te parece?

—Bueno, no es lo que habíamos planeado, pero…

—Sí —acotó Carol. Pero es mucho mejor que pasarse la vida en una prisión federal.

—En marcha, Bill —ordenó John.

—Y bien, ¿qué hacemos con esto? —preguntó Clark al despertar.

—Bueno —respondió Tom Sullivan—, primero acudiremos al subdirector a cargo de la Oficina de Nueva York y luego hablaremos con un procurador del Estado.

—No me parece —respondió Clark, restregándose los ojos y bebiendo un poco de café.

—No podemos ponerles la mano encima y romperles el cuello, sabe. Somos policías. No podemos violar la ley —señaló Chatham.

—Este asunto jamás podrá ver la luz en una corte. Además, ¿cómo saben que ganarán el caso? ¿No les parece bastante difícil de probar?

—No puedo evaluar eso. Tenemos dos chicas desaparecidas que ellos probablemente asesinaron —más, si nuestro amigo Popov dice la verdad— y eso es un crimen tanto federal como estatal. Y, Dios santo, esta otra conspiración… Para eso existen las leyes, señor Clark.

—Tal vez. Pero ¿cuánto cree que tardará en llegar a un lugar de Kansas cuya localización desconoce y arrestar a uno de los hombres más ricos de Estados Unidos?

—Llevará cierto tiempo —admitió Sullivan.

—Un par de semanas, por lo menos, lo necesario para reunir la información del caso —dijo Chatham—. Tendremos que hablar con los expertos, llevar a analizar ese recipiente de cloro… y mientras tanto los sujetos se encargarán de destruir todo rastro de evidencia física. No será fácil, pero eso es lo que hacemos en el FBI, ¿sabe?

—Supongo —dijo Clark, dubitativo—. Pero no habrá ningún elemento sorpresa. Probablemente saben que tenemos a Gearing. A partir de allí, saben lo que podemos saber.

—Es cierto —admitió Sullivan.

—Tendríamos que intentar otra cosa.

—¿Qué cosa?

—No estoy seguro —admitió Clark.

La filmación se hizo en el estudio de televisión del proyecto, donde habían esperado producir videos de la naturaleza para aquellos que sobrevivieran a la plaga. La finalización del proyecto como entidad operativa golpeó duramente a sus miembros. Kirk Maclean estaba particularmente desencantado, pero hizo muy bien su papel al explicar las cabalgatas matinales que había compartido con Serov, Hunnicutt y Killgore. Luego el doctor John Killgore contó cómo había encontrado los caballos, y después Maclean explicó cómo habían encontrado el cadáver. Por último Killgore describió la autopsia que él mismo había realizado y el hallazgo de la bala calibre 44 que había terminado con la vida de Foster Hunnicutt. Una vez concluida la filmación, Killgore y Maclean se reunieron con los demás en el lobby de la residencia y fueron trasladados en minibús al avión que los estaba esperando.

Al abordar el avión les informaron que tardarían aproximadamente ocho horas en llegar a Manaos. El avión principal estaba casi vacío. Sus únicos pasajeros eran los doctores Brightling, Bill Henriksen y Steve Berg, líder científico de la parte Shiva del proyecto. Los Gulfstream V despegaron a las nueve de la mañana, hora local. Próxima parada, el valle del Amazonas en Brasil.

Resultó que el FBI sabía dónde estaba el complejo en Kansas. Un automóvil y dos agentes de la agencia local llegaron justo a tiempo para ver despegar los aviones, hecho que reportaron inmediatamente a su estación, y desde allí a Washington. Estacionaron a un costado del camino, bebieron sus gaseosas, comieron sus hamburguesas McDonald’s, y vieron que nada raro sucedía en los edificios extrañamente ubicados en medio del país del trigo.

El C-17 cambió de tripulación en la base Hickam de la Fuerza Aérea en Hawaii, recargó combustible y despegó rumbo a Travis, California. Chávez y sus hombres no bajaron del avión, pero observaron llegar a la nueva tripulación con las cajas del almuerzo y las bebidas y se prepararon para las próximas seis horas de vuelo. Wilson Gearing estaba tratando de explicarse, hablaba de árboles, pájaros y peces. Ding lo escuchó. No era el mejor argumento para persuadir al padre de un recién nacido y al esposo de una médica, pero Gearing insistió. Noonan lo escuchó cortésmente y también grabó esa conversación.

El vuelo al sur fue tranquilo en todos los aviones. Los que no sabían lo que había pasado en Sydney sospechaban que algo andaba mal, pero no podían comunicarse con el avión líder sin ayuda de los tripulantes, y estos desconocían los objetivos del proyecto. Como tantos empleados de Horizon Corporation, simplemente les pagaban por hacer lo que sabían. Ahora volaban hacia el sur, rumbo a un destino bajo la línea del ecuador. Ya habían hecho ese mismo viaje para construir el proyecto alternativo el año anterior. Este también tenía su propia pista de aterrizaje, pero sólo podía usarse durante el día. Si algo andaba mal, tendrían que dirigirse al aeropuerto de Manaos, noventa y ocho millas al este de su destino. En el proyecto alternativo había repuestos de avión y cada nave llevaba un mecánico profesional a bordo, pero preferían dejar las reparaciones importantes en manos de otros. Una hora después sobrevolaban el golfo de México y giraban al este para atravesar el corredor internacional sobre la isla de Cuba. El pronóstico meteorológico era favorable hasta Venezuela, donde tal vez tendrían que esquivar una tormenta eléctrica. Nada serio. Los pasajeros del avión líder suponían estar abandonando el país lo más rápido posible, desapareciendo de la faz del planeta que habían esperado salvar.

—¿Qué es eso? —preguntó Sullivan. Se dio vuelta—. Cuatro aviones a la izquierda del complejo en Kansas, y todos se dirigen al sur.

—¿Hay alguna manera de rastrearlos?

Sullivan se encogió de hombros.

—La Fuerza Aérea, tal vez.

—¿Cómo carajo lo hacemos? —se preguntó Clark en voz alta. Luego llamó a Langley.

—Puedo intentarlo, John, pero hacer que la Fuerza Aérea se mueva tan rápido no será fácil.

—Por favor inténtalo, Ed. Cuatro jets Gulfstream se dirigen al sur desde Kansas central, destino desconocido.

—OK, llamaré al NMCC.

***

Cumplir esa promesa no fue difícil para el director de la CIA. El oficial jerárquico a cargo del Centro Nacional de Comando Militar era un dos estrellas de la Fuerza Aérea recientemente transferido a tareas de escritorio luego de haber comandado las fuerzas de combate de la USAF remanentes en la OTAN.

—Y bien, ¿qué se supone que debemos hacer, señor? —preguntó el general.

—Cuatro jets tipo Gulfstream despegaron de Kansas central hace aproximadamente media hora. Queremos que los rastreen.

—¿Con qué? Toda nuestra defensa aérea está sobre la frontera con Canadá. No servirá de nada llamarlos, nunca responden.

—¿Y un AWACS? —preguntó Foley.

—Pertenecen al Comando de Combate Aéreo en Langley (el nuestro, no el suyo) y, bien, tal vez haya alguno destinado a vigilancia antidroga o para entrenamiento. Puedo verificarlo.

—Hágalo —dijo Ed Foley—. Esperaré.

El dos estrellas decidió hacer algo mejor: llamó al Comando Norteestadounidense de Defensa Aeroespacial en los Montes Cheyenne, organización que tenía cobertura de radar sobre todo el país, y ordenó identificar los cuatro Gulfstreams. El proceso tardó menos de un minuto y la computadora envió la orden de chequear las planillas de vuelos internacionales a la Administración de Aeronavegación Federal. El NORAD también le informó al general que había dos E-3B AWACS disponibles en el momento, uno 300 millas al sur de New Orleans realizando operaciones antidroga, y el otro al sur de la Base Eglin de la Fuerza Aérea, conduciendo prácticas de rutina con algunos bombarderos. Con esa información en la mano, llamó a la Base Langley de la Fuerza Aérea en Virginia, pidió que lo comunicaran con Operaciones, y transmitió el pedido del DCI.

—¿Para qué es esto, señor? —le preguntó a Foley el general.

—No puedo decírselo, pero es muy importante.

El general transmitió la respuesta a Operaciones en Langley, aunque no hizo lo mismo con la subsiguiente respuesta a la CIA. La cosa debía pasar a manos del cuatro estrellas que dirigía el Comando de Combate Aéreo, quien, convenientemente, estaba en su oficina. El cuatro estrellas gruñó su aprobación, suponiendo que la CIA no pediría semejante favor si no tuviera sobradas razones para hacerlo.

—Tendrá lo que necesita. ¿Hasta dónde llegaremos?

—No sé. ¿Qué tan lejos puede llegar uno de esos Gulfstream?

—Demonios, señor, el nuevo, el G-V, puede volar hasta Japón en línea recta. Tal vez debamos enviar un abastecedor de combustible.

—OK, haga lo que tenga que hacer. ¿A quién debo llamar para informarme?

—NORAD —le pasó el número.

—OK, gracias, general. La CIA les debe una.

—No lo olvidaré, director Foley —prometió el general de la USAF.

—Estamos con suerte —escuchó Clark—. La Fuerza Aérea nos mandará un AWACS. Podremos seguirlos a donde sea —dijo Ed Foley, exagerando un poco. Evidentemente no había comprendido que el AWACS tendría que recargar combustible en mitad del vuelo.

El avión en cuestión, un E-3B Sentry de diez años de antigüedad, recibió la orden quince minutos después. El piloto transmitió la información al oficial de control a bordo, un mayor, que a su vez llamó al NORAD para pedir más información y la obtuvo diez minutos después de que el G líder abandonara el espacio aéreo de Estados Unidos. Los Montes Cheyenne dificultaban la práctica de rastreo. Un avión tanque proveniente de Panamá los encontraría sobre el Caribe, y lo que había comenzado como un interesante ejercicio de defensa aérea se transformó en mortal aburrimiento. El E-3B Sentry, diseñado en base al venerable Boeing 7007-320B, volaba a la misma velocidad que los jets comerciales en Savannah. Sólo el reabastecimiento en vuelo interferiría un poco, aunque no demasiado. La señal del radar era Eagle Two-Niner y tenía capacidad radial para transmitir toda clase de información al NORAD en Colorado, fotos de radar incluidas. La mayoría de los asistentes del Eagle Two-Niner descansaban en sus cómodos asientos, algunos cabeceando mientras los tres controles se ocupaban de los cuatro Gulfstreams que supuestamente debían rastrear. Pronto se hizo evidente que se dirigían al mismo lugar, separados por cinco minutos o cuarenta y un millas de distancia. Volaban en línea recta para no derrochar combustible ni forzar demasiado los motores. Los aviones de vigilancia no tenían esas preocupaciones. Podían detectar una bolsa de basura flotando en el agua —cosa que hacían regularmente en los operativos antidroga ya que era uno de los métodos preferidos por los traficantes de cocaína— e incluso forzar el límite de velocidad sobre las autopistas interestatales (dado que los radares rastreaban automáticamente todo lo que viajaba a más de ochenta millas por hora hasta que el operador ordenaba ignorarlo). Pero ahora debían vigilar las entradas y salidas de los aviones comerciales y seguir a los cuatro Gulfstreams… que volaban de manera tan normal, directa y sosa que, como observó un control, hasta un marine podría detectarlos sin instrucciones previas.

***

Clark volaba rumbo al Aeropuerto Nacional Reagan en Washington. Aterrizó puntualmente y fue recibido por un empleado de la CIA que lo llevó directamente a Langley, al séptimo piso del viejo edificio central. Dimitri Popov jamás había soñado entrar en ese edificio, mucho menos con una placa de VISITANTE-ESCOLTA REQUERIDA. Clark hizo las presentaciones del caso.

—Bienvenido —dijo Foley en su mejor ruso—. Supongo que jamás estuvo aquí.

—Tal como usted nunca pisó el Número 2 de Plaza Dzerzhinsky.

—Él no, pero yo sí —acotó Clark—. Estuve en la oficina de Sergey Nikolayevich, por si no lo saben.

—Asombroso —respondió Popov, sentándose.

—OK, Ed, ¿dónde diablos están ahora?

—Sobrevolando Venezuela, rumbo al sur, probablemente hacia el centro de Brasil. La FAA nos informa que completaron el plan de vuelo —es obligatorio por ley— con destino a Manaos. El país del caucho, creo. Allí se juntan un par de ríos.

—Me dijeron que tenían otro complejo en Manaos, igual al de Kansas, pero más pequeño —informó Popov.

—¿Destinarás un satélite al complejo? —preguntó Clark.

—Claro, en cuanto sepamos dónde está exactamente. El AWACS perdió un poco de terreno cuando tuvo que reabastecerse, pero ahora está a sólo ciento cincuenta millas atrás, y eso no es problema. Dicen que los cuatro aviones siguen una trayectoria normal, a altitud crucero.

—Una vez que sepamos a dónde se dirigen… ¿qué haremos?

—No sé —admitió Foley—. Todavía no lo pensé.

—No creo que convenga llevarlos ante la justicia, Ed.

—¿No?

—No —insistió Clark—. Si son inteligentes, y debemos admitir que lo son, destruirán fácilmente toda evidencia física del crimen. Hay testigos, claro, ¿pero quiénes crees que van a bordo de esos cuatro Gulfstreams con destino a Brasil?

—Toda la gente que sabe lo que estaba pasando. Serán pocos, por razones de seguridad… Entonces, ¿piensas que se dirigen a Brasil para iniciar sus prácticas corales?

—¿Qué? —preguntó Popov.

—Tienen que decidir y aprender de memoria una misma versión de los hechos para contarle al FBI cuando comiencen los interrogatorios —explicó Foley—. Por lo tanto, todos deben aprender el mismo himno, y aprender a cantarlo de la misma manera cuantas veces sea necesario.

—¿Qué harías tú en su lugar, Ed? —preguntó Rainbow Six.

Foley asintió.

—Sí, haría lo mismo. OK, ¿qué haremos nosotros?

Clark lo miró fijo.

—¿Hacerles una visita de cortesía, tal vez?

—¿Autorizada por quién? —preguntó el director de la CIA.

—Mis cheques siguen siendo emitidos por esta agencia. Yo me reporto a tu oficina, Ed. ¿Lo has olvidado?

—Por el amor de Dios, John.

—¿Me das permiso para reunir a mis hombres en un accesible punto de partida?

—¿Dónde?

—Fort Bragg, supongo —propuso Clark. Foley tuvo que avenirse a la lógica del momento.

—Permiso otorgado.

Clark caminó hasta una mesa y llamó por línea segura a Hereford.

Alistair Stanley se había recuperado bien de sus heridas, lo suficiente para pasar todo el día en la oficina sin caer exhausto. El viaje de Clark a Estados Unidos lo había dejado a cargo de un comando Rainbow baldado y debiendo enfrentar problemas que Clark había pasado por alto. Por ejemplo, el reemplazo de los dos militares muertos. La moral estaba un poco baja por el momento. Faltaban dos personas con quienes los sobrevivientes habían trabajado codo a codo, y eso siempre era difícil de tolerar, aunque todas las mañanas salían al campo atlético para su rutina diaria y todas las tardes disparaban sus armas para mantenerse en forma. Era improbable que debieran afrontar otra misión, aunque bien pensado (y en retrospectiva) ninguna de las misiones afrontadas por el comando Rainbow había sido probable. Sonó el teléfono seguro y Stanley se estiró para atenderlo.

—Hola, soy Alistair Stanley.

—Hola, Al, soy John. Estoy en Langley.

—¿Qué carajo está pasando, John? Chávez y sus hombres se hicieron humo y…

—Ding y sus hombres están a medio camino entre Hawaii y California, Al. Arrestaron a un conspirador mayor en Sydney.

—Muy bien, ¿qué carajo está pasando?

—¿Estás sentado, Al?

—Sí, John, claro que estoy sentado, y…

—Presta atención. Te contaré la versión abreviada —ordenó Clark, y siguió hablando diez minutos seguidos.

—Diablos —musitó Stanley cuando su jefe paró de hablar—. ¿Estás seguro?

—Completamente seguro, Al. Estamos rastreando los cuatro aviones de los conspiradores. Aparentemente se dirigen al centro de Brasil. OK, necesito que reúnas a todos los hombres y los envíes a Fort Bragg —Base Pope de la Fuerza Aérea, Carolina del Norte— con los equipos completos. Todo, Al. Tal vez debamos viajar a la jungla para… eh, para tratar de manera decisiva con esa gente.

—Entendido. Trataré de organizar las cosas. ¿Máxima velocidad?

—Correcto. Comunícale a los de British Airways que necesitamos un avión —prosiguió Clark.

—Muy bien, John. Empiezo a moverme.

En Langley, Clark se preguntó que sucedería después, pero antes de decidirlo tendría que reunir todas sus fuerzas. OK, Alistair intentaría lograr que British Airways les prestara un avión para volar directo a Pope, y desde allí… desde allí tendría que pensarlo un poco más. Y también tendría que conversarlo con el coronel Little Willie Byron, del Comando de Operaciones Especiales.

—Blanco Uno descendiendo —reportó el oficial de control por intercom. El control levantó la vista del libro que estaba leyendo, activó el alcance y confirmó la información. Acababa de violar las leyes internacionales. El Eagle Two-Niner no estaba autorizado a sobrevolar Brasil, pero los sistemas de control de tráfico aéreo lo captaron como un vuelo de carga civil y nadie se dio cuenta. Una vez confirmada la información, la reportó vía satélite al NORAD y, aunque no lo sabía, a la CIA. Cinco minutos después, el Blanco Dos hizo lo mismo. Ambos aviones aminoraron la velocidad, mejorando la performance del Eagle Two-Niner. El control le dijo a la tripulación del vuelo que continuara en la misma dirección y a la misma velocidad, preguntó por el estado del combustible y supo que les quedaba como para otras ocho horas de vuelo, lo suficiente para regresar a la Base Tinker de la Fuerza Aérea en las afueras de Oklahoma City.

En Inglaterra, British Airways recibió el pedido y diez minutos después asignó un 737-700 al comando Rainbow. El avión los esperaría en Luton, un pequeño aeropuerto comercial al norte de Londres. Tendrían que llegar allí en camiones, vehículos solícitamente proporcionados por la compañía de transporte del ejército británico en Hereford.

La capa superior del triple techo de la jungla parecía un mar verde, pensó John Brightling. Bajo el sol poniente pudo ver el hilo plateado de los ríos, pero casi nada de tierra propiamente dicha. Sobrevolaban el ecosistema más rico del planeta, aunque jamás lo había estudiado en detalle… Bueno, pensó, ahora le sobraría tiempo para hacerlo, probablemente más de un año. El proyecto alternativo era un complejo cómodo y robusto con seis personas de mantenimiento, usina propia, comunicación satelital y vastas reservas de comida. Se preguntó si habría buenos cocineros entre los viajeros. Tendrían que hacer la pertinente división del trabajo, así como del resto de las actividades del proyecto. Y él, por supuesto, sería el líder.

En Binghamton, Nueva York, el personal de mantenimiento estaba llevando una pila de recipientes de riesgo biológico al incinerador. El horno debía ser muy grande, pensó uno de los hombres —lo suficientemente grande para cremar un par de cadáveres al mismo tiempo—, y, a juzgar por el espesor de la capa aislante, muy poderoso. Cerró la puerta de tres pulgadas, la trabó, y apretó el botón de ignición. Escuchó el siseo del gas y el posterior encendido de las llamas, seguido por el acostumbrado uuush. No había nada raro en eso. Horizon Corporation siempre eliminaba material biológico de una u otra clase. Tal vez fueran virus vivos de SIDA, pensó. La compañía hacía muchas cosas en esa área, según había leído. Pero por el momento miró los papeles del tablero. Tres hojas de fax con órdenes explícitas enviadas desde Kansas. Todos los recipientes especificados se habían transformado en cenizas. Diablos, el incinerador destruía incluso las carcasas metálicas. Y así subió al cielo la única evidencia física del proyecto. Pero el empleado de mantenimiento no lo sabía. El recipiente G7-89-98-00A era sólo un recipiente de plástico para él. Ni siquiera sabía que existía la palabra Shiva. Tal como le habían ordenado, fue a la computadora de su escritorio —todo el mundo tenía computadora en Horizon Corporation— y tipió en orden los ítem que acababa de eliminar. La información fue directamente a la red interna de la corporación y, aunque él no lo sabía, a una pantalla en Kansas. Allí tenían instrucciones especiales al respecto, y el técnico transmitió por teléfono la información a otro empleado, quien a su vez la comunicó al número indicado en el mensaje electrónico.

***

—OK, gracias —replicó Bill Henriksen luego de escuchar la información. Colgó el teléfono en la cabina y se reunió con los Brightling.

—OK, acabo de hablar con Binghamton. Todo Shiva, todas las vacunas, todo, absolutamente todo fue incinerado. Ya no queda evidencia física de la existencia del proyecto.

—¿Se supone que debemos alegrarnos? —preguntó Carol de mal modo, mirando por la ventana la tierra cada vez más cercana.

—No, pero espero que la alegre no tener que enfrentar la perspectiva de pudrirse en la cárcel, doctora.

—Tiene razón, Carol —dijo John, embargado por la tristeza.

Habían estado tan cerca. Tan cerca, carajo. Bueno, se consoló, todavía tenía recursos, y aún tenía un grupo de gente útil, y ese revés no implicaría el abandono de sus más caros ideales, ¿verdad? Ni por asomo. Allí abajo, bajo el mar verde de la jungla, había una gran diversidad de vida. Había justificado la construcción del proyecto alternativo precisamente por esa razón, para descubrir nuevos compuestos químicos en los árboles y plantas que sólo crecían allí… y tal vez encontrar una manera de curar el cáncer, ¿por qué no? Escuchó bajar los alerones y, poco después, los movimientos del tren de aterrizaje. Tres minutos después descendieron sobre la pista-carretera construida por Horizon Corporation junto con el laboratorio y los edificios residenciales. El Gulfstream carreteó a los tumbos por la pista y se detuvo lentamente.

—OK, Blanco Uno acaba de aterrizar —el control leyó la posición exacta y ajustó la imagen de la pantalla. ¿También había edificios? Bien, OK. Le ordenó a la computadora calcular la posición exacta, información inmediatamente transmitida a los Montes Cheyenne.

—Gracias —Foley tomó nota de la información—. John, tengo longitud y latitud exactas del paradero de los sujetos. Un satélite sacará fotos y nos las enviará. Las recibiremos dentro de, digamos, dos o tres horas. Depende de las condiciones climáticas.

—¿Tan rápido? —preguntó Popov, mirando por la ventana del séptimo piso la playa de estacionamiento VIP.

—Sólo se trata de darle una orden a la computadora —le explicó Clark—. Y los satélites siempre están allá arriba —a decir verdad, tres horas le parecían demasiada espera. Los satélites debían estar mal ubicados, para variar.

***

El Comando Rainbow salió de Luton poco después de la medianoche, hora británica. Sobrevolaron la planta automotriz vecina al aeropuerto y giraron al oeste, en dirección a Estados Unidos. British Airways había asignado tres azafatas al vuelo, quienes se ocuparon de alimentar y dar de beber a los soldados (cosa que aceptaron gustosos antes de acomodarse en sus asientos para dormir un poco antes de llegar a destino). No sabían por qué iban a Estados Unidos. Stanley todavía no los había informado. Lo que sí se habían preguntado era para qué llevaban todos sus equipos tácticos.

Afortunadamente, el cielo estaba despejado sobre la jungla central de Brasil. El primer KH-11D llegó a las nueve treinta de la noche, hora local. Sus cámaras infrarrojas tomaron un total de trescientas veinte fotos, más otras noventa y siete en el espectro visible. Las imágenes fueron transmitidas inmediatamente a un satélite de comunicaciones, y desde allí bajaron a la antena localizada en Fort Belvoir, Virginia, cerca de Washington. Desde allí fueron por vía terrestre al edificio de la Oficina Nacional de Reconocimiento cerca del aeropuerto Dulles, y desde allí, por fibra óptica, a la central de la CIA.

—Esto parece bastante anodino —les dijo el fotoanalista presente en la oficina de Foley—. Edificios aquí, aquí, aquí, y otro aquí. Cuatro aviones en tierra, parecen Gulfstreams V… el que tiene las alas más largas. Pista privada, tiene luces pero no ILS. Supongo que los tanques de combustible están ahí. Esto es una usina eléctrica. Probablemente tiene un generador diesel. Este edificio podría ser una residencia, a juzgar por el esquema de las ventanas. ¿Estamos investigando a alguien que construyó un resort natural? —preguntó el analista.

—Algo así —confirmó Clark—. ¿Qué más?

—Prácticamente nada en un radio de noventa millas. Yo diría que lo que se ve ahí fue una plantación de caucho, pero los edificios no están recalentados, así que diría que está inactiva. No hay mucha civilización que digamos. Fogatas por este lado —señaló—, probablemente encendidas por los indígenas. Es un lugar solitario, señor. Debe haber sido muy difícil construir este complejo en un lugar tan aislado.

—OK, envíenos también las imágenes Lacrosse, y en cuanto tengamos imágenes con buena luz visual también me gustaría verlas —dijo Foley.

—Colocaremos otro satélite aproximadamente a las cero-siete-veinte, hora de Lima —dijo el analista—. El pronóstico meteorológico es bueno. Tendríamos que conseguir buenas imágenes.

—¿La pista de aterrizaje es ancha? —preguntó Clark.

—Oh, aparentemente tiene siete mil pies de largo por trescientos de ancho, es un ancho estándar, y han talado los árboles cien metros más allá, a ambos lados. Eso quiere decir que podría aterrizar un avión grande, siempre que el concreto sea lo suficientemente grueso. Hay un muelle sobre el río, es el Río Negro, no el Amazonas, pero no se ven botes. Supongo que es algo que quedó de la construcción.

—No veo cables de teléfono o electricidad —dijo Clark mirando de cerca la foto.

—No señor, no los hay. Supongo que dependen de comunicaciones satelitales y radiales realizadas desde esta antena —hizo una pausa—. ¿Necesita algo más?

—No, y gracias —dijo Clark.

—De nada, señor —el analista salió y tomó el ascensor hacia su oficina en el subsuelo.

—¿Aprendiste algo? —preguntó Foley. Él no sabía nada de la jungla, pero Clark sí.

—Bueno, sabemos dónde están, y sabemos aproximadamente cuántos son.

—¿Qué estás planeando John?

—Todavía no estoy seguro, Ed —fue la sincera respuesta. Clark no estaba planeando nada, pero estaba empezando a pensar.

El C-17 aterrizó torpemente en la base Travis de la Fuerza Aérea en California. Chávez y sus compañeros estaban desorientados por el viaje, pero por lo menos se sintieron aliviados al respirar un poco de aire fresco. Chávez sacó su teléfono celular y llamó a Hereford, donde le informaron que John estaba en Langley. Tuvo que recordar el número de memoria, tarea bastante difícil en su estado actual, pero cuando lo logró, llamó.

—Oficina del director.

—Soy Domingo Chávez, quiero hablar con John Clark.

—Un momento, por favor.

—¿Dónde estás, Ding? —preguntó John.

—Base Travis de la Fuerza Aérea, al norte de San Francisco. ¿Dónde carajo se supone que vamos a ir?

—Tendría que haber un VC-20 de la Fuerza Aérea esperándolos en la terminal DV.

—OK, allá vamos. No tenemos ningún equipo, John. Salimos con lo puesto de Australia.

—Haré que alguien se ocupe de eso. Ustedes vuelvan ya mismo a Washington, ¿entendido?

—Sí, señor, Mr. C.

—Tu prisionero, ¿cómo se llama…? ¿Gearing?

—Correcto. Noonan estuvo hablando con él casi todo el viaje. Cantó como un jodido canario, John. Eso que planeaban hacer, quiero decir, si es real… Dios santo, jefe.

—Ya lo sé, Ding. A propósito, los hemos rastreado.

—¿Sabemos dónde están?

—Brasil. Sabemos exactamente dónde están. Al llevará al resto del comando a Fort Bragg. Ustedes vayan a Andréws y nos organizaremos.

—Entendido, John. Voy a buscar mi avión. Fuera —Chávez colgó y subió a una camioneta azul de la USAF que los trasladó al salón VIP. Allí los estaba esperando la tripulación del vuelo. Poco después abordaron el VC-20 (versión de la Fuerza Aérea del Gulfstream comercial), y una vez a bordo se enteraron de la hora gracias a la comida que les sirvió el sargento. El desayuno. Debía ser temprano en la mañana, decidió Chávez. Le preguntó la hora al sargento y puso su reloj en hora.